Los nudillos de Alec Kyle estaban blancos al apretar con las manos el borde de su mesa.
—¡Cielo santo, Harry! —exclamó, mirando horrorizado la aparición de Keogh, atravesada por las suaves franjas luminosas que se filtraban en las persianas de la ventana—. ¿Estás tratando de espantarme antes de que empecemos realmente?
Te cuento lo que sé. Es lo que me pediste, ¿no?, prosiguió Keogh, impertérrito. Recuerda, Alec, que tú te enteras de segunda mano. Yo lo obtuve directamente de ellos, de los muertos. Lo sé de buena tinta, ¡y puedes creer que he suavizado el relato!
Kyle tragó saliva, sacudió la cabeza, se recuperó. Entonces recordó algo que había dicho Keogh.
—¿Te lo dijeron «ellos»? De pronto he tenido la impresión de que no te referías únicamente a Thibor Ferenczy y George Lake.
No, también he hablado con el reverendo Pollock. Del bautizo de Yulian.
—¡Ah, sí! —Kyle se enjugó la frente—. Ahora lo comprendo. Desde luego.
¡Alec! La suave voz de Keogh era ahora más fuerte. Tenemos que darnos prisa. Harry empieza a moverse.
Y no solamente la criatura real, que estaba a seiscientos cuarenta y siete kilómetros de distancia en Hartlepool, sino también su imagen etérea, que se volvió lánguidamente, superpuesta al diafragma de Keogh. También ésta se movía, se estiraba despacio en su posición fetal y abría la boca para bostezar. La manifestación de Keogh empezó a oscilar como humo, como la neblina que produce el calor del verano sobre una carretera.
—Antes de que te vayas. —Kyle estaba desesperado—. ¿Cómo tengo que empezar?
Le respondió el débil pero claro gemido de un niño al despertar. Keogh abrió los ojos de par en par. Trató de avanzar un paso en dirección a Kyle. Pero el resplandor azul se estaba descomponiendo, como una imagen televisada al interrumpirse la transmisión. Un momento después, se convirtió en una sola raya vertical, como un tubo de luz eléctrica, se redujo a un punto azul y cegador a la altura de los ojos, y se apagó.
Pero Kyle percibió todavía, desde una distancia de un millón de kilómetros:
Ponte en contacto con Krakovitch. Dile lo que sabes. Al menos algo de ello. Vas a necesitar su ayuda.
—¿De los rusos? Pero Harry…
Adiós, Alec. Volveré… a… ti.
Y la habitación quedó en absoluto silencio; en cierto modo, pareció vacilar. La calefacción central dio un fuerte chasquido al apagarse automáticamente.
Kyle permaneció sentado allí un largo rato, sudando un poco, respirando hondo. Entonces advirtió que parpadeaban las luces en su tablero de comunicaciones y oyó una suave y casi tímida llamada a la puerta de su despacho.
—¿Alec? —preguntó una voz desde fuera. Era la de Carl Quint—. Se… se ha ido. Pero supongo que ya lo sabes. ¿Estás bien?
Kyle suspiró profundamente y pulsó un botón.
—Por ahora hemos terminado —dijo al desalentado hombre que esperaba—. Será mejor que vengáis todos a verme. Debemos celebrar una reunión antes de que demos por terminada la jornada. Hay cosas que querréis saber y cosas de las que hemos de hablar. —Soltó el botón y dijo para sí—: Quiero decir, de cosas «importantes».
La respuesta de los rusos fue inmediata, más rápida de lo que Kyle podía imaginar. No sabía que Leónidas Brezhnev querría pronto todas las respuestas y que a Félix Krakovitch le quedaban sólo cuatro meses del año de que disponía.
Los dos jefes de espionaje extrasensorial debían reunirse el primer viernes de septiembre, en terreno neutral. El lugar era Génova, Italia, y concretamente un sórdido bar llamado Frankie's Franchise, perdido en un laberinto de callejuelas del barrio bajo de la ciudad, a menos de doscientos metros del muelle.
Kyle y Quint llegaron el jueves por la tarde al sorprendentemente destartalado aeropuerto Cristóbal Colón; su enlace del Servicio Secreto Británico (al que no conocían, ni probablemente conocerían jamás) había llegado allí doce horas antes. No habían reservado habitaciones, pero no tuvieron dificultad en conseguir dos contiguas en el Hotel Genovese, donde se refrescaron y comieron antes de dirigirse al bar. Éste estaba casi exageradamente tranquilo, y media docena de italianos, dos hombres de negocios alemanes y un turista americano con su esposa, estaban sentados a pequeñas mesas o en el bar, consumiendo sus bebidas. Uno de los italianos, sentado aparte de los otros, no era en absoluto italiano; era ruso, de la KGB, pero Kyle y Quint no tenían manera de saberlo. No tenía dotes de PES, o Quint lo habría descubierto enseguida. Tampoco advirtieron que tomaba fotos de ellos con una cámara diminuta. Pero el ruso no había pasado enteramente inadvertido. Había sido visto más temprano, cuando entró al hotel y tomó una habitación.
Kyle y Quint estaban en una punta de la barra, con su tercer Vecchia Romagna y hablando en voz baja de su encuentro al día siguiente con Krakovitch, cuando sonó el teléfono.
—¡Para mí! —dijo enseguida Kyle, incorporándose en su banco.
Su facultad siempre le producía este efecto: lo sobresaltaba como una ligera descarga eléctrica.
El barman, se puso al aparato, levantó la cabeza y empezó a decir:
—Signor…
—¿Kyle? —dijo éste, alargando una mano.
El barman sonrió, asintió con la cabeza y le tendió el teléfono.
—Kyle —repitió éste, ahora al micro.
—Aquí Brown —dijo una voz suave—. Procure no parecer sorprendido, señor Kyle, y no mire a su alrededor ni adopte un aire furtivo. Uno de los que están en el bar es ruso. No se lo describiré, porque usted actuaría de un modo diferente y él se daría cuenta. Pero he estado en comunicación con Londres y lo hemos pasado por nuestro ordenador. Viste como un italiano, pero es un hombre de la KGB llamado Theo Dolgikh. Es un agente importante de Andropov. Pensé que le gustaría saberlo. No se preveía que estuviera ahí alguno de su calaña, ¿verdad?
—No —dijo Kyle—, no debía estar.
—¡Vaya! —dijo Brown—. Yo me mostraría un poco duro con su hombre, cuando se reúna mañana con él. En realidad, esto no me gusta. Y le diré, para su tranquilidad, que si algo le ocurriese a usted, cosa que considero improbable, Dolgikh sufriría la misma suerte.
—Muy tranquilizador —dijo, fríamente, Kyle.
Devolvió el teléfono al barman.
—¿Problemas? —preguntó Quint, arqueando una ceja.
—Termina tu copa y hablaremos de esto en nuestras habitaciones —dijo Kyle—. Actúa con naturalidad. Creo que nos enfocan con una cámara.
Sonrió, apuró de un trago su coñac y se levantó. Quint lo imitó; salieron sin darse prisa del bar y subieron a sus habitaciones; inspeccionaron la de Kyle, por si había algún micrófono oculto. Para esto, necesitaban tanto de su sensibilidad psíquica como de sus cinco sentidos corrientes; pero la habitación estaba limpia.
Kyle refirió a Quint su conversación telefónica en el bar. Quint era un hombre sumamente enjuto y fuerte, de unos treinta y cinco años, prematuramente calvo, de hablar suave pero a menudo agresivo, y de gran rapidez mental.
—Un comienzo no muy favorable —gruñó—. Sin embargo, supongo que teníamos que esperarlo. Según me han dicho, vuestros agentes secretos siempre se encuentran con estas cosas.
—¡Pero no está bien! —dijo, enojado, Kyle—. Se presumía que sería una conferencia de cerebros, no de músculos.
—¿Sabes cuál de ellos era? —preguntó Quint, con su sentido práctico—. Creo que puedo recordar todas sus caras. Reconocería a cualquiera de ellos si tropezásemos de nuevo con él.
—Olvídalo —dijo Kyle—. Brown no quiere enfrentamientos. Pero aseguró que actuaría si nos ocurriese algo.
—¡Delicioso! —exclamó Quint.
—Esa fue exactamente mi reacción —convino Kyle.
Entonces registraron la habitación de Quint y, al no encontrar ningún micrófono, dieron por terminada la jornada.
Kyle se duchó y se metió en la cama. Hacía mucho calor y arrojó las mantas al suelo. El aire era húmedo, sofocante. Parecía que iba a llover y, si estallaba una tormenta, sería una de las buenas, quizá. Kyle conocía Génova en otoño y sabía que descargaban en ella algunas de las más fuertes tormentas imaginables.
Dejó encendida la luz de la mesita de noche y se dispuso a dormir. Una puerta, no cerrada con llave, separaba las dos habitaciones. Quint estaba en la contigua, acaso ya dormido. El tráfico de la ciudad armaba un ruido terrible más allá de la persiana de la ventana. Londres era una tumba en comparación con esto. Una tumba no parecía un tema adecuado para pensar en él antes de dormir, pero… Kyle cerró los ojos; sintió que el sueño lo envolvía, suave como los brazos de una mujer; y sintió…
¡… que algo más lo despertaba!
La lámpara seguía encendida; su pantalla formaba un charco de luz amarilla sobre la mesita de caoba. Pero ahora había una segunda fuente de luz, ¡y ésta era azul! Kyle acabó de despertarse, se incorporó de un salto en la cama. Desde luego, era Harry Keogh.
Carl Quint entró de un salto por la puerta de comunicación. Llevaba sólo el pantalón del pijama. Se detuvo en seco; retrocedió un paso.
—¡Oh, Dios mío! —dijo, y se quedó boquiabierto.
La aparición Keogh (hombre, niño dormido y todo lo demás), giró noventa grados para enfrentarse a él.
No te alarmes, dijo.
—¿Puedes verlo? —preguntó Kyle, todavía un poco adormilado.
—Cielo santo, sí —farfulló Quint, asintiendo con la cabeza—. Y también oírlo. Pero, aunque no pudiese, sabría que está aquí.
Sensibilidad psíquica, dijo Keogh. Bueno, será una ayuda.
Kyle sacó las piernas de la cama y apagó la lámpara. Keogh destacaba mucho más en la oscuridad, como un holograma de hilos de neón infinitamente finos.
—Carl Quint —dijo Kyle; la piel le cosquilleaba ante aquel misterio al que nunca se había acostumbrado—. Te presento a Harry Keogh.
Quint se acercó tambaleándose a un sillón, cerca de la cama de Kyle, y se dejó caer en él. Kyle estaba ahora despierto por completo, dueño de sí. Se dio cuenta de lo insustancial y vulgar que debía parecer cuando preguntó:
—Harry, ¿qué has venido a hacer aquí?
Y Quint casi soltó una carcajada histérica cuando respondió la aparición:
He estado hablando con Thibor Ferenczy, y he empleado mi tiempo lo mejor posible, pues me queda poco y no puedo malgastarlo. Harry hijo se hace más fuerte a cada hora que pasa y yo soy cada vez más incapaz de resistirlo. Estoy siendo incluido en su cuerpo, incluso absorbido por él. Su pequeño cerebro se está llenando con su propio material y con lo que extrae del mío, o tal vez me condensa en él. Pronto tendré que dejarlo y, entonces, no sé si volveré nunca a ser corpóreo. Por consiguiente, al volver de hablar con Thibor, pensé que debía pasar a visitarte.
Kyle casi pudo sentir que Quint estaba al borde de un ataque de histeria; le dirigió una mirada de advertencia a la luz del pálido resplandor azul.
—¿Has estado hablando con la vieja Cosa enterrada? —repitió—. Pero ¿por qué, Harry? ¿Qué quieres de él?
Es uno de ellos, un vampiro, o lo era. Los muertos se preocupan poco por él. Es un paria entre los muertos. Yo soy para él, bueno, si no un amigo, al menos alguien con quien hablar. Hacemos un intercambio: yo hablo con él, y él me dice cosas que quiero saber. Pero nada es fácil con Thibor Ferenczy. Incluso muerto, tiene una mentalidad maligna. Sabe que cuanto más lo alargue, más pronto volveré. Empleó la misma táctica con Dragosani, ¿te acuerdas?
—Oh, sí. —Kyle asintió con la cabeza—. Y también recuerdo lo que le ocurrió a Dragosani. Deberías andarte con cuidado, Harry.
Thibor está muerto, Alec, le recordó Keogh. No puede hacer más daño. Pero lo que dejó atrás podría…
—¿Lo que dejó atrás? ¿Te refieres a Yulian Bodescu? Tengo hombres que vigilan la casa de Devon, hasta que esté preparado para ir en su busca. Cuando conozcamos bien sus costumbres, cuando hayamos comprobado todo lo que tú nos has dicho, entonces atacaremos.
No me refería exactamente a Yulian, aunque por cierto es parte de ello. Pero ¿me estás diciendo que has hecho intervenir espías en el asunto? Keogh parecía alarmado. ¿Saben con qué tendrán que habérselas si los descubren? ¿Están bien enterados?
—Sí, lo están. Y muy bien. Además, están equipados. Pero, si podemos, queremos saber un poco más de ellos antes de actuar. A pesar de todo lo que nos has dicho, todavía sabemos muy poco.
¿Y sabéis algo de George Lake?
Kyle sintió un escalofrío en el cuero cabelludo. Quint, también. Y esta vez fue Quint quien respondió.
—Sabemos que ya no está en su tumba del cementerio de Blagdon, si es esto lo que quieres decir. Los médicos diagnosticaron un ataque cardíaco, y su esposa y los Bodescu asistieron a su entierro. Esto lo hemos comprobado. Pero también hemos estado allí y George Lake no estaba donde se debía hallar. Nos imaginamos que está de nuevo en la casa, con los otros.
La manifestación de Keogh asintió con la cabeza.
Esto es lo que quería decir. Ahora es un no-muerto. Y esto habrá aclarado a Yulian Bodescu lo que es exactamente él. O tal vez no exactamente. Pero, por ahora, debe de estar muy seguro de que es un vampiro. En realidad sólo es un semivampiro. En cambio, George es un vampiro real. Ha estado muerto; por consiguiente, lo que lleva dentro lo habrá dominado por completo.
—¿Qué? —Kyle estaba aturdido—. Yo no…
Dejad que os cuente el resto de la historia de Thibor, lo interrumpió Keogh. Ved lo que podéis sacar de ella.
Kyle sólo podía mostrar su asentimiento.
—Supongo que sabes lo que haces, Harry. —La habitación estaba ya más fresca. Kyle dio una sábana a Quint y se envolvió en otra—. Está bien, Harry —dijo—. El escenario es tuyo…
Lo último que recordaba haber visto Thibor era la cara bestial de Ferenczy, sus fauces abiertas en una risa feroz, que mostraba una lengua bífida carmesí y temblaba como la de una serpiente enfurecida. Recordaba esto y el hecho de que lo habían drogado. Entonces se había hundido en un irresistible torbellino, hasta unas negras profundidades de las que su resurgimiento había sido lento y lleno de pesadillas.
Había soñado con lobos de ojos amarillos; con una divisa blasfema con forma de cabeza de un demonio, con su lengua bífida muy parecida a la de Ferenczy, salvo que, en el blasón, goteaba sangre; con un castillo negro construido sobre una garganta en la montaña, y con su dueño, que no era humano. Y ahora, porque sabía que había soñado, supo también que debía de estar despierto. Y se le ocurrió una idea: ¿cuánto había de sueño y cuánto de realidad?
Thibor sintió un frío subterráneo, calambres en todos sus miembros, palpitaciones en sus sienes, como de un gong resonando en una gran caverna. Sintió las esposas en las muñecas y en los tobillos, la fría piedra pegajosa contra su espalda en el lugar donde había caído, el goteo de algo desde arriba, de algo que silbó junto a su oído y le salpicó el hueco de encima de la clavícula.
Encadenado desnudo en un sótano del castillo del Ferenczy, ya no hacía falta preguntarse cuánto de ello había sido sueño: todo era real.
Thibor volvió a la vida entre gruñidos, luchó con fuerza de gigante contra las cadenas que lo sujetaban, olvidó el trueno que retumbaba dentro de su cabeza y el dolor lacerante de los miembros y el cuerpo, para rugir en la oscuridad como un toro herido:
—¡Ferenczy! ¡Perro! ¡Traidor, monstruo, mal nacido…!
El señor de la guerra valaco dejó de gritar, escuchó cómo se extinguía el eco de sus maldiciones. Y algo más. Oyó que, en algún lugar de arriba, sus gritos eran respondidos por una puerta al cerrarse de golpe y por unas pisadas pausadas que descendían hacia él. Y con la piel de gallina y la nariz congestionada por rabia y por terror, se colgó de las cadenas y esperó.
La oscuridad era casi total; sólo las manchas de salitres resplandecían con fosforescencia química en las paredes; pero, como quiera que Thibor contenía el aliento y se acercaban pisadas, se produjo una vacilante iluminación. Procedía de un fuerte pero desigual resplandor amarillo a través de un arco de piedra en lo que, de no haber sido por él, habría sido una pared maciza de roca; y mientras Thibor observaba, respirando fatigosamente, las sombras de su celda, al hacerse más intensa la luz y más fuertes las pisadas, fueron rechazadas hacia atrás.
Entonces apareció en el arco una linterna que chisporroteaba y, detrás de ella, el propio Ferenczy, un poco agachado para no darse de cabeza contra la piedra angular. Detrás de la linterna, sus ojos eran como ascuas en las sombras de su cara. Mantuvo aquélla en alto y asintió con la cabeza.
Thibor había creído que estaba solo, pero ahora vio que no era así. A la luz amarilla de la lámpara, descubrió que había otros con él. Pero ¿muertos o vivos…? Al menos uno de ellos parecía vivo.
Thibor entrecerró los ojos cuando la luz de la linterna de Ferenczy aumentó e iluminó toda la mazmorra. Otros tres prisioneros estaban allí con él, sí, y muertos o vivos, no era difícil saber quiénes eran. En cuanto a cómo o por qué los había traído aquí el dueño del castillo, era otra cuestión. Desde luego, eran los compañeros valacos de Thibor, y también el viejo Arvos de los szgany. De los tres, parecía ser el achaparrado valaco el que había sobrevivido: el que era todo pecho y brazos. Yacía desplomado en el suelo, donde unas losas habían sido apartadas a un lado, dejando al descubierto una superficie negra. Su cuerpo parecía destrozado, pero el pecho abultado subía y bajaba todavía con cierta regularidad, y uno de sus brazos se agitaba un poco.
—El afortunado —dijo el Ferenczy con una voz profunda como un pozo—. O tal vez desgraciado, según como se mire. Estaba vivo cuando mis hijos me llevaron hasta él.
Thibor hizo rechinar sus cadenas.
—¿Estaba? ¡Está vivo, hombre! ¿No ves que se mueve? Mira, ¡respira!
—¡Oh, sí! —El Ferenczy se acercó mas, a su manera callada y sinuosa—. Y circula sangre por sus venas, y el cerebro funciona dentro de su cabeza rota y tiene ideas espantosas; pero yo te digo que no está vivo. Ni está realmente muerto. ¡Es un no-muerto!
Rió entre dientes, como si acabase de contar un chiste verde.
—¿Vivo? ¿No-muerto? ¿Hay alguna diferencia?
Thibor tiró furiosamente de las cadenas. ¡Cómo le gustaría rodear con ellas el cuello del otro y apretar hasta que los ojos se saliesen de las órbitas!
—La diferencia es la inmortalidad. —Su torturador acercó todavía más la cara—. Vivo, era mortal; no-muerto, «vive» para siempre. O hasta que se destruya él mismo o algún accidente le ahorre el trabajo. Ah, ¿qué te parece vivir para siempre, Thibor el Valaco? La vida es muy dulce, ¿eh? Pero ¿creerías que también puede ser aburrida? No, claro que no, pues tú no has conocido el tedio de los siglos. ¿Mujeres? ¡Yo he tenido mujeres magníficas! ¿Y comida? —Su voz era ahora maliciosa—. ¡Oh! Manjares con los que no soñaste jamás. Y sin embargo, desde hace cien años…, no, doscientos, todas esas cosas me aburren.
—¿Estás cansado de la vida? —Thibor rechinó los dientes, hizo un último esfuerzo por arrancar las armellas de las cadenas de la pared de piedra. Fue inútil— Suéltame y pondré fin a tu… aburrimiento.
El Ferenczy soltó una carcajada de podenco ladrador.
—¿Lo harías? Ya lo has hecho, hijo mío, al venir aquí. Pues, mira, he estado esperando a uno como tú. ¿Aburrido? Sí, lo he estado. Y por cierto tú eres el remedio; pero es un remedio que aplicaré a mi manera. Me matarías, ¿eh? ¿Lo crees realmente? Oh, todavía tengo que luchar mucho, pero no contigo. ¿Qué? ¿Luchar contra mi propio hijo? ¡Nunca! No, seguiré adelante y lucharé y mataré como nadie lo habrá hecho antes que yo. Y disfrutaré y amaré como veinte hombres, y ninguna me dirá que no. Y haré todo esto en todos los lugares de la tierra, con tales excesos que mi nombre vivirá eternamente, ¡o será borrado para siempre de la historia del hombre! Pues, ¿qué otra cosa podría hacer una criatura como yo, con mis pasiones y condenada a vivir?
—Hablas en clave. —Thibor escupió en el suelo—. Eres un loco, has perdido la razón viviendo solo aquí arriba, sin más compañía que unos lobos. No comprendo por qué te teme el Vlad, si no eres más que un loco que anda suelto. Pero comprendo por qué te quiere muerto. Eres… ¡asqueroso! Un baldón para la humanidad. Monstruoso, con una lengua bífida, insensato: la muerte sería lo mejor para ti, o que te encerraran donde no pudieran verte los hombres naturales.
El Ferenczy retrocedió un poco, casi como si le sorprendiese la vehemencia de Thibor. Colgó la linterna de un soporte y se sentó en un banco de piedra.
—¿Has dicho hombres naturales? ¿Vas a hablarme, a mí, de naturaleza? Ay, hay mucho más que lo que se ve en la naturaleza, hijo mío. Ciertamente lo hay. Y tu crees que yo soy antinatural, ¿eh? Bueno, los wamphyri son raros, desde luego, pero también lo es el diente de sable. Bueno, desde hace… trescientos años no he visto un puma con los colmillos como guadañas. Tal vez ya no existen. Quizá los hombres cazaron el último de ellos. Sí, y es posible que un día los wamphyri dejen de existir. Pero si llega ese día, puedes creer que no será por culpa de Faethor Ferenczy. No, y tampoco será por culpa tuya.
—Más acertijos, vocablos sin sentido, ¡locura!
Thibor escupió estas palabras. Era impotente y lo sabía. Si aquel ser monstruoso lo quería muerto, podía darlo por hecho. Era inútil tratar de razonar con un loco. ¿Acaso tiene el loco razón? Era mejor insultarlo cara a cara, enfurecerlo y terminar de una vez. No sería agradable seguir colgado allí, pudriéndose, y observar cómo se deslizaban los gusanos sobre la carne de unos hombres a quienes había llamado sus camaradas.
—¿Has terminado? —preguntó el Ferenczy, con su voz más profunda—. Será mejor que acabes de despotricar, pues tengo muchas cosas que decirte, mucho que mostrarte, grandes conocimientos e incluso grandes facultades que enseñarte. Estoy harto de este lugar, ya lo sabes, pero necesita un guardián. Cuando salga yo al mundo, alguien tendrá que quedarse aquí para guardar el castillo. Alguien fuerte como yo. Esta es mi casa, y éstas son mis montañas, mis tierras. Puede que un día desee regresar. Cuando lo haga, encontraré aquí a un Ferenczy. Por eso te llamo hijo mío. Ahora mismo te adopto, Thibor de Valaquia. A partir de este momento eres Thibor Ferenczy. Te doy mi nombre y te doy mi emblema: ¡la cabeza del diablo! Oh, ya sé que estos honores son mucho para ti, y sé que todavía no tienes mi fuerza. Pero te los daré. Te otorgaré el honor más grande, un magnífico misterio. Y cuando te hayas convertido en wamphyri, entonces…
—¿Tu nombre? —rugió Thibor—. Yo no quiero tu nombre. ¡Escupo sobre tu nombre! —Sacudió furiosamente la cabeza—. En cuanto a tu emblema, tengo ya el mío propio.
—¿Sí? —La criatura se levantó y se acercó más—. ¿Y cuál es?
—Un murciélago de la llanura de Valaquia —respondió Thibor—, a horcajadas sobre el dragón cristiano.
El Ferenczy se quedó boquiabierto.
—¡Pero eso es magnífico! ¿Has dicho un murciélago? ¡Excelente! ¿Y montando el dragón de los cristianos? ¡Mejor aún! Y ahora, un tercer emblema: que el propio Shaitan impere sobre los dos.
—No necesito a tu diablo que escupe sangre —bufó Thibor, sacudiendo la cabeza.
El Ferenczy le dirigió una lenta y siniestra sonrisa.
—Oh, pero lo necesitarás, lo necesitarás. —Entonces lanzó una carcajada—. Sí, y yo emplearé tus símbolos. Cuando salga a recorrer el mundo, enarbolaré la bandera con el diablo, el murciélago y el dragón. ¡Ya ves el honor que te hago! De ahora en adelante, tendremos la misma bandera.
Thibor entornó los párpados.
—Faethor Ferenczy, juegas conmigo como un gato con un ratón. ¿Por qué? Me llamas hijo, me ofreces tu nombre, tus sellos, y me tienes aquí encadenado, con un amigo muerto y otro muriéndose a mis pies. Dilo de una vez: estás loco y yo soy tu próxima víctima. ¿No es así?
El otro sacudió la cabeza lobuna.
—Hombre de poca fe —murmuró, casi triste—. Pero ya veremos, ya veremos. Ahora dime: ¿qué sabes de los wamphyri?
—Nada. O muy poco. Una leyenda, un mito. Hombres monstruosos que se ocultan en lugares remotos y asustan a los campesinos y a los niños. En ocasiones, son peligrosos: asesinos, vampiros que chupan sangre por la noche y juran que les da vigor. «Viesczy», para el campesino ruso; «Obour», para el búlgaro; «Vrykoulakas», en tierras de los griegos. Son nombres que algunos dementes se dan ellos mismos. Pero tienen algo común en todas las lenguas: ¡son embusteros y están locos!
—¿Y tú no lo crees? Me has mirado, has visto los lobos que me obedecen, el terror que provoco en los corazones del Vlad y sus sacerdotes; pero tú no lo crees.
—Lo he dicho antes y lo diré de nuevo. —Thibor dio a sus cadenas un último y frustrado tirón—. Los hombres a quienes maté, ¡han seguido estando muertos! No, no lo creo.
El otro miró a su prisionero con ojos encendidos.
—Ésta es la diferencia entre nosotros —dijo—. Pues los hombres a quienes yo mato, no continúan muertos si me digno matarlos de cierta manera. Se convierten en no-muertos…
Se acercó más. Su labio superior se torció a un lado, dejando al descubierto un colmillo afilado, parecido al de un jabalí. Thibor desvió la mirada y evitó el aliento del hombre, que era como veneno. Y de pronto, el valaco se sintió débil, hambriento, sediento. Estaba seguro de que podría dormir una semana entera.
—¿Cuánto tiempo he estado aquí? —preguntó.
—Cuatro días. —El Ferenczy empezó a pasear arriba y abajo.
—Hace cuatro noches que subiste por el estrecho camino. Tus amigos tuvieron mala suerte, ¿te acuerdas? Yo te alimenté y te di vino, ¡y encontraste que mi vino era un poco fuerte! Entonces, mientras… descansabas, mis criaturas me llevaron a los lugares donde yacían los que se habían caído. El fiel y viejo Arvos estaba muerto. Lo mismo que tu flaco camarada valaco, destrozado por piedras afiladas. Mis hijos los querían para ellos, pero yo pensaba utilizarlos de otra manera e hice que los arrastraran hasta aquí. Éste… —y golpeó al valaco achaparrado con la punta de un bota—… estaba vivo. ¡Había caído sobre Arvos! Estaba lesionado, pero vivo. Pude ver que no duraría hasta la mañana, y yo lo necesitaba, aunque sólo fuese para probar una cosa. Y así, como en el «mito» y la «leyenda», me alimenté de él. Bebí de él y, a cambio, le di algo; bebí un poco de su sangre y le di un poco de la mía. Murió. Han pasado tres días y tres noches, y lo que le di produjo efecto y ha experimentado cierta recuperación. Sus huesos rotos se están soldando, y sus heridas cicatrizan. Pronto se levantará como uno de los wamphyri, para figurar en las escasas filas de La Élite, ¡pero siempre sometido a mí! Es un no-muerto.
El Ferenczy hizo una pausa.
—¡Loco! —lo acusó de nuevo Thibor, pero con un poco menos de convicción.
Pues Ferenczy había hablado de esas pesadillas con mucha facilidad, sin ningún visible esfuerzo de simulación. No podía ser posible lo que decía… no, claro que no…, pero ciertamente creía que lo era.
Si el Ferenczy oyó la nueva acusación de locura de labios de Thibor, no le hizo caso o fingió no oírlo.
—Me has llamado «antinatural» —dijo—. Con esto diste a entender que sabes algo de la naturaleza. ¿Estoy en lo cierto? ¿Comprendes la vida, la «naturaleza» de la vida, las cosas que crecen?
—Mis padres eran agricultores —gruñó Thibor—. He visto cosas que crecían.
—¡Bien! Entonces sabes que hay ciertos principios y que, a veces, parecen ilógicos. Ahora deja que te ponga a prueba. Dime: si un hombre tiene un manzano predilecto y teme que el árbol pueda morir, ¿cómo podrá reproducirlo y conservar el sabor de la fruta?
—¿Más acertijos?
—Contesta, por favor.
—De dos maneras, con semillas o con esquejes —dijo Thibor, encogiéndose de hombros—. Entierra una manzana, y se convertirá en un árbol. Pero, para conservar el sabor verdadero, primitivo, toma unos esquejes, plántalos y cuídalos. Es evidente que los esquejes son continuaciones del viejo árbol, ¿no?
—¿Evidente? —El Ferenczy arqueó las cejas—. Para ti, tal vez, pero para mí y para la mayoría de los hombres que no son agricultores, tendría que ser la semilla la que diese el verdadero sabor. Porque, ¿qué es la semilla, sino el huevo del árbol? Sin embargo, tienes razón, desde luego; el esqueje da el verdadero sabor. En cuanto al árbol nacido de la semilla, bueno, procede del polen de árboles distintos del original. Entonces, ¿cómo puede ser igual el fruto? Debería ser «evidente» para un cultivador de árboles.
—¿A qué conduce todo esto?
Thibor estaba más seguro que nunca de la locura del Ferenczy.
—En los wamphyri —dijo el dueño del castillo, mirándolo fijamente—, la «naturaleza» no requiere intervención extraña, un polen ajeno. Incluso el árbol necesita una pareja para reproducirse, pero no los wamphyri. Lo único que necesitamos es… un huésped.
—¿Un huésped?
Thibor frunció el entrecejo y sintió un súbito temblor en las vigorosas piernas: la humedad de las paredes, que producían más calambres en sus miembros.
—Ahora, dime —prosiguió Faethor—, ¿qué sabes de pesca?
—¿Eh? ¿De pesca? Fui hijo de un agricultor y ahora soy un guerrero. ¿Qué puedo saber de pesca?
Faethor siguió sin responderle.
—En Bulgaria y en Turquía los pescadores pescaban en el Mar Griego. Durante innumerables años sufrieron una plaga de estrellas de mar, en tales cantidades que arruinaban la pesca y rompían las redes con su enorme peso. Y la política de los pescadores era ésta: mataban y cortaban a pedazos las estrellas de mar que recogían y las arrojaban para alimentar a los peces. Pero los peces no comen estrellas de mar. Y peor aún, de cada trozo de estrella, nace otra entera. Y «naturalmente», cada año había más. Entonces un pescador astuto adivinó la verdad, y empezaron a llevar las estrellas a tierra, las quemaron y esparcieron sus cenizas en los olivares. Y he aquí que la plaga se fue extinguiendo, volvieron los peces, y las aceitunas maduraron negras y jugosas.
Un tic nervioso sacudió el hombro de Thibor; consecuencia de estar tanto tiempo encadenado, desde luego.
—Ahora dime una cosa —repuso—. ¿Qué tienen que ver las estrellas de mar contigo y conmigo?
—Contigo, todavía nada. Pero con los wamphyri… Bueno, la «naturaleza» nos ha otorgado el mismo don. ¿Cómo puedes descuartizar a un enemigo, si de cada trozo cortado de él nace un nuevo cuerpo? —Faethor sonrió mostrando los dientes amarillos—. ¿Y cómo puede un simple hombre matar a un vampiro? Ahora verás por qué te aprecio tanto, hijo mío. Pues ¿quién sino un héroe habría subido aquí para destruir lo indestructible?
Thibor recordó las palabras de cierto cortesano de Vlad en Kiev: Clavan estacas en su corazón y les cortan la cabeza…, mejor aún, los destrozan y queman los pedazos…, incluso una pequeña parte de un vampiro puede crecer de nuevo en el cuerpo de un hombre incauto… como una sanguijuela, ¡pero por dentro!
—En el suelo del bosque —dijo Faethor, expresando sus morbosas ideas—, crecen muchas enredaderas. Buscan la luz y trepan a los grandes árboles para alcanzar el aire libre y fresco. Pero algunas enredaderas «necias» llegan a crecer tan espesas que matan a los árboles y éstos se derrumban, y ellas se destruyen. Estoy seguro de que lo habrás visto alguna vez. Pero otras emplean simplemente los grandes troncos como sus huéspedes; comparten con ellos la tierra y el aire y la luz; viven juntos sus vidas. Incluso hay enredaderas que son beneficiosas para sus árboles.
»¡Ay, pero llega la sequía! Los árboles se marchitan, se ennegrecen, se derrumban, y el bosque deja de existir. Pero las enredaderas siguen viviendo en la tierra fértil, esperando. Sí, y cuando crecen más árboles en cincuenta o cien años, las enredaderas vuelven a subir por ellos hacia la luz. ¿Quién es más fuerte? ¿El árbol, por su tronco y sus robustas ramas, o la delgada e insignificante enredadera por su paciencia? Si la paciencia es una virtud, Thibor de Valaquia, los wamphyri son los seres más virtuosos del mundo…
—Árboles, peces, enredaderas. —Thibor sacudió la cabeza—. ¡Desvarías, Faethor Ferenczy!
—Todas las cosas que te he dicho —prosiguió imperturbable el otro— las comprenderás… en definitiva. Pero antes de que puedas empezar a comprenderlas, tienes que creer en mí. En lo que soy.
—Yo nunca… —empezó a decir Thibor, pero el Ferenczy lo interrumpió.
—¡Oh, vaya si creerás! —silbó el Ferenczy, vibrando su lengua en la caverna de la boca—. Ahora escucha; he conjurado a mi semilla. La he traído y ya se está formando. Cada uno de los wamphyri tiene una sola semilla en toda su vida; una sola ocasión de crear de nuevo el verdadero fruto; una sola oportunidad de implantar su retadora «naturaleza» en otro ser vivo. Tú eres el huésped que he elegido para mi semilla.
—¿Tu semilla? —Thibor arrugó la nariz y se apartó lo más que permitían sus cadenas—. ¿Tu semilla? No tienes remedio, Faethor.
—¡Ay! —dijo el otro, torciendo los labios y dilatando las grandes fosas nasales—. ¡Eres tú el que no tiene remedio! —Su capa se acampanó al dirigirse al cuerpo destrozado del viejo Arvos. Levantó el cadáver del gitano con una mano, como si fuese un montón de harapos, y lo colgó, con la cabeza rígidamente gacha en una hornacina de la pared de piedra—. Nosotros no tenemos sexo como tal —dijo, mirando fijamente a Thibor—. Sólo el sexo de nuestros huéspedes. ¡Pero centuplicamos su ardor! Sus deseos son los nuestros, pero los doblamos y redoblamos. Podemos, y lo hacemos, llevarlos a excesos en todas sus pasiones; pero también curamos sus heridas cuando el exceso es demasiado grande para que puedan soportarlo la carne y la sangre humanas. Y con los años, incluso con los siglos, el hombre y el vampiro se convierten en una sola criatura. Se hacen inseparables, excepto en circunstancias extremas. Yo, que fui hombre, he alcanzado ahora esa madurez. Y tú la alcanzarás también, tal vez dentro de mil años.
Una vez más, Thibor tiró fútilmente de sus cadenas. Imposible romperlas o siquiera aflojarlas. Podía poner el dedo pulgar en cada eslabón.
—Hablemos de los wamphyri —prosiguió Faethor—. Así como hay en el mundo ordinario clases muy diferentes de la misma criatura básica, como buho y gaviota y gorrión, zorro y perro y lobo, así hay diversos estados y condiciones en los wamphyri. Por ejemplo hemos hablado de tomar esquejes de un manzano. Sí, tal vez será más fácil si lo piensas de esta manera.
Se interrumpió, arrastró el cuerpo convulso e inconsciente del robusto valaco lejos del sector de las losas levantadas y arrojó el cadáver del viejo Arvos sobre el negro suelo. Entonces rasgó la harapienta camisa del viejo y miró, desde donde estaba arrodillado, a los aturrullados ojos de Thibor.
—¿Hay bastante luz, hijo mío? ¿Puedes ver?
—Veo a un loco con bastante claridad —respondió Thibor.
El Ferenczy le dirigió otra vez una de sus odiosas sonrisas, resplandecientes los dientes marfileños a la luz de la linterna.
—Entonces, mira esto —siseó.
Arrodillado junto al cuerpo desplomado del viejo Arvos, extendió un dedo índice hacia el pecho descubierto del gitano. Thibor observó. Faethor sacó el antebrazo de debajo de su capa. Fuera lo que fuese lo que el Ferenczy pretendía hacer, no podía haber ningún truco, no podía ser un juego de manos.
Los dedos regulares y delgados de Faethor terminaban en unas uñas largas y afiladas. Thibor vio que la punta del dedo con que señalaba se volvió roja y empezaba a gotear sangre. La uña de color de rosa se abrió como una cascara de nuez, como una trampa sobre un dedo hinchado y pulsátil. Venas azules y de un gris verdoso serpenteaban en aquel apéndice, debajo de la piel, y la punta en carne viva se alargó hacia la carne fría y gris del gitano muerto.
El dedo pulsátil ya no era tal: era un seudópodo de no-carne, una varilla palpitante de materia viva, una serpiente rígida, despojada de su piel. Ahora dos veces, tres veces más largo que al principio, vibró a pocas pulgadas de su objetivo, que parecía ser el corazón del viejo muerto. Y Thibor lo observaba todo con ojos desorbitados, boquiabierto y sin aliento.
Hasta ese momento, no había conocido el miedo; pero ahora supo lo que era. Thibor el Valaco, capitán de un pequeño ejército de desharrapados, grave, matador implacable de los pechenegi…, el impertérrito Thibor, no había temido hasta ahora. Hasta hoy, ninguna criatura le había inspirado temor. En la caza, jabalíes salvajes de los bosques, que habían herido y matado a hombres, eran «cerditos» para él. En los desafíos, ¡qué alguien se atreviese a lanzarle el guante! Thibor lucharía con el arma que eligiese el otro. Todos lo sabían, y preferían no elegir. Y en el combate, siempre estaba en primera línea, dirigiendo el ataque, cuando no se hallaba en el centro de la contienda. ¿Miedo? Era una palabra que nada significaba. Miedo ¿de qué? Cuando se había lanzado al combate, lo había hecho sabiendo que cada día podía ser el último para él. Y esto no lo había disuadido. Tan negro era su odio contra los invasores, contra cualquier enemigo, que simplemente sofocaba el miedo. Ninguna criatura, ningún hombre, ninguna amenaza de ingenios inventados por los hombres lo habían atemorizado desde… oh, desde que podía recordar; desde que era niño…, si lo había sido alguna vez. Pero Faethor Ferenczy era algo más que todo aquello. La tortura sólo podía mutilar y matar al fin, y no hay dolor después de la muerte; Ferenczy parecía amenazarlo con una eternidad infernal. Unos momentos antes, había sido una fantasía extraña, los sueños de un loco; pero ¿ahora…?
Incapaz de apartar la mirada, Thibor gimió y palideció al ver lo que vino después.
—Un esqueje, sí —y la voz de Faethor era grave, temblorosa de negra pasión—, para ser alimentado con carne que ya empieza a corromperse. Ésta es la forma más baja de existencia del wamphyri; se reduce a nada mientras no tiene un huésped vivo. Pero vivirá, devorará, se fortalecerá… ¡y se esconderá! Cuando no quede nada de Arvos, se ocultará en la tierra y esperará. Como espera la enredadera un árbol. Como la pata de la estrella de mar, que no muere, sino que espera a que se desarrolle un nuevo cuerpo. ¡Pero esta cosa que yo hago espera habitar en un cuerpo! Sin razón, sin ideas, será una cosa con los instintos más primitivos. Pero puede durar siglos y siglos. Hasta que algún incauto lo encuentre y sea encontrado por ella…
Su increíble, ensangrentado, palpitante dedo índice tocó la carne de Arvos… y unas pequeñas raíces blanquecinas brotaron de aquél y, como gusanos en la tierra, se deslizaron en el pecho del gitano. Se desprendieron pequeños colgajos de piel desgastada; empezaron a crecerle unos dientes brillantes al seudópodo; y éste empezó a roer para abrirse camino hacia el interior. Thibor quería mirar a otra parte, pero no podía. El «dedo» de Faethor se rompió con un suave chasquido y se perdió rápidamente de vista dentro del cadáver.
Faethor levantó la mano. El apéndice cortado se estaba encogiendo para integrarse de nuevo en él, mezclándose la seudocarne con su carne. Los colores cancerosos desaparecieron del dedo, que tomó una forma más normal; la uña vieja cayó al suelo y, delante de los ojos de Thibor, empezó a formarse una uña nueva de color de rosa.
—Está bien, mi hijo heroico vino aquí a matarme. —Faethor se puso lentamente en pie y extendió la mano hacia la cara exangüe de Thibor—. ¿Habría podido matar esto?
Thibor volvió la cara, la cabeza y el cuerpo, tratando de confundirse con la piedra para evitar aquel dedo que lo estaba apuntando. Pero Faethor se echó a reír.
—¿Qué? ¿Te imaginas que yo…? ¡Oh, no, no a ti, a mi hijo! Oh, claro que podría hacerlo. Y serías mi esclavo para siempre. Pero éste es el segundo estado de los wamphyri y seria indigno de ti. No, a ti te tengo en la más alta estima. Sí, ¡tú recibirás mi semilla!
Thibor trató de encontrar palabras; pero tenía seca la garganta, seca como un desierto. Faethor rió de nuevo y retiró aquella mano amenazadora. Se volvió y se dirigió al lugar donde yacía el valaco achaparrado sobre las losas, respirando en una especie de estertor, de bruces en un rincón polvoriento.
—Él está en aquel segundo estado —explicó al atormentado Thibor—. Tomé algo de él y le di algo a cambio. Ahora hay en él carne de mi carne, que lo está curando, cambiando. Sus heridas y sus huesos fracturados sanarán, y vivirá… durante el tiempo que me plazca. Pero siempre será mi esclavo, hará lo que yo desee, cumplirá todas mis órdenes. Ya lo ves: es un vampiro, pero sin la mente de un vampiro. La mente viene sólo de la semilla, y él no ha crecido de una semilla, sino… de un esqueje. Cuando despierte, que será pronto, entonces lo comprenderás.
—¿Comprender? —Thibor había recobrado el habla, aunque emitió una voz cascada—. Pero ¿cómo puedo comprenderlo? ¿Por qué habría de querer comprenderlo? Eres un monstruo; esto sí que lo entiendo. Avros murió, y sin embargo… ¡le has hecho esto! ¿Por qué? Nada puede ya vivir en él, salvo los gusanos.
Faethor sacudió la cabeza.
—No; su carne es como el suelo fértil, o como el mar fértil. Piensa en la estrella de mar.
—¿Crearás otro… otro Faethor? ¿Dentro de él?
Thibor casi farfullaba.
—Lo consumiré —respondió Ferenczy—. Pero otro yo, no. Yo tengo mente, eso no la tendrá. Arvos no puede ser un huésped, pues su mente está muerta, ¿lo ves? Es alimento; nada más. Cuando crezca, no será como yo. Solamente como… lo que has visto.
Levantó el pálido y nuevamente formado dedo índice.
—¿Y el otro?
Thibor consiguió señalar con la cabeza en la dirección del hombre (del que había sido hombre) que roncaba y jadeaba en el rincón.
—Cuando me apoderé de él estaba vivo —dijo Faethor—. Su mente estaba viva. Lo que le di está ahora creciendo en su cuerpo y en su mente. Oh, murió, pero sólo para dar paso a la vida del wamphyri. La cual no es vida, sino no-muerte. No volverá a la verdadera muerte, sino a la no-muerte.
—¡Una locura! —gimió Thibor.
—En cuanto a éste… —El Ferenczy se hundió en la sombra del otro lado de la celda, donde la luz no llegaba del todo. Las piernas y un brazo del segundo camarada valaco de Thibor sobresalían de la oscuridad, hasta que Faethor sacó de allí todo el cadáver para que lo viese—. Éste será alimento para los otros dos. Hasta que el que no tiene mente se esconda, y el otro actúe como tu servidor aquí.
—¿Mi servidor? —Thibor estaba pasmado—. ¿Aquí?
—¿No oyes nada de lo que digo? —Faethor se volvió, ceñudo—. Durante más de doscientos años he cuidado de mí, me he protegido, he estado solo y solitario en un mundo en expansión, cambiante, lleno de nuevas maravillas. Y todo esto lo he hecho para mi semilla, que ahora está a punto de ser trasladada, transmitida a ti. Te quedarás aquí y conservarás este castillo, estas tierras, esta «leyenda» del Ferenczy vivo. Yo me confundiré con los hombres ¡y disfrutaré! Allí hay guerras que ganar, honores que conquistar; se está haciendo historia. Lo sé. Y también hay mujeres a las que pervertir…
—¿Honores, tú? —Thibor había recobrado algo de su anterior valor—. Lo dudo. Y por ser una criatura «sola y solitaria», pareces saber mucho de lo que ocurre en el mundo.
Faethor esbozó una de sus tétricas sonrisas.
—Otro arte secreto de los wamphyri —rió entre dientes—. Uno entre varios. La seducción es otro, y lo has visto funcionar entre Arvos y yo, al ligar su mente a la mía de manera que pudiésemos hablar entre nosotros desde largas distancias. Y también está el arte de la necromancia.
¡Necromancia! Thibor había oído hablar de eso. Los bárbaros orientales tenían magos que podían rajar el vientre de los muertos para leer los secretos de sus vidas en las entrañas humeantes.
—Necromancia, sí —dijo Faethor, viendo la expresión de los ojos de Thibor—. Pronto te la enseñaré. Me sirvió para confirmar la elección que hice de ti como futuro continuador de los wamphyri. Pues, ¿quién podía saber más de ti y de tus hazañas, de tu fuerza y de tus flaquezas, de tus viajes y aventuras, que un antiguo colega?
Se agachó y, sin el menor esfuerzo, cargó el cuerpo del valaco flaco sobre su espalda. Y Thibor vio lo que había hecho. No había sido obra de una manada de lobos, pues nada se habían comido.
El delgado y encorvado valaco (hombre agresivo en vida, que siempre había ido con el mentón levantado) parecía ahora todavía más magro. Su tronco había sido rajado desde la garganta hasta el bajo vientre, con todos los órganos y vasos sueltos y colgando, en particular el corazón, literalmente arrancado y pendiente de un hilo. La espada de Thibor había destripado también a hombres, y nada había significado para él. Pero, según había dicho el propio Ferenczy, este hombre estaba ya muerto. Y la enorme herida no había sido producida por una espada…
Thibor se estremeció. Apartó la mirada del cadáver mutilado y, sin proponérselo, se fijó en las manos de Faethor. Las uñas del monstruo eran afiladas como cuchillos. Y pero aún (Thibor sintió vértigo y estuvo a punto de desmayarse), sus dientes eran como cinceles.
—¿Por qué? —murmuró Thibor.
—Ya te he dicho por qué. —Faethor empezaba a impacientarse—. Quería saber más de ti. En vida, había sido tu amigo. Estabas en su sangre, en sus pulmones, en su corazón. Muerto, también te ha sido fiel, pues no reveló fácilmente sus secretos. Mira lo sueltas que están sus entrañas. ¡Ay, cómo tuve que estrujarlas para arrancarles su secreto!
Las piernas de Thibor perdieron toda su fuerza y el hombre quedó colgado de las cadenas como un crucificado.
—Si tengo que morir, mátame ahora —jadeó—. Acabemos de una vez.
Faethor se acercó más, más, hasta quedar a un par de palmos de él.
—El primer estado del ser, la condición primaria del wamphyri, no requiere la muerte. Puede que pienses que te estás muriendo, cuando la semilla introduzca sus pequeñas raíces en tu cerebro y éstas se alarguen a tientas por el tuétano de tu espina dorsal; pero no morirás. Después de eso… —y se encogió de hombros— la transición puede ser muy lenta o sumamente rápida; eso nunca se sabe. Pero una cosa es cierta: sucederá.
El ánimo de Thibor se manifestó por última vez. Todavía podía morir como un hombre.
—Entonces, si no quieres matarme limpiamente, ¡lo haré yo!
Apretó los dientes y tiró de las esposas hasta que la sangre fluyó de sus muñecas, y siguió tirando de ellas, para ahondar sus heridas. Un largo silbido de Faethor lo detuvo. Levantó la mirada de su obra de autodestrucción… y la fijó en el pozo, en el abismo.
La odiosa cara del Ferenczy, todavía más odiosa al retorcerse sus facciones en un tormento de pasión, estaba ahora tan cerca que Thibor podía sentir su aliento. Se abrieron las largas mandíbulas y una serpiente escarlata se agitó en la oscuridad, detrás de unos dientes que se habían convertido en puñales en la boca del monstruo.
—¿Te atreves a mostrarme tu sangre? ¿La sangre cálida de la juventud, la sangre que es vida?
Su garganta se contrajo en un súbito espasmo y Thibor pensó que Faethor iba a vomitar; pero no fue así. En lugar de ello, se llevó las manos al cuello y lo apretó, jadeó, se tambaleó un poco, y una vez hubo recobrado su aplomo, continuó:
—¡Ay, Thibor! Ahora, quieras o no, has hecho que no podamos dar marcha atrás. Es mi hora y la tuya. La hora de la semilla. ¡Mira! ¡Mira!
Abrió las fauces hasta que su boca fue como una caverna, y la lengua bífida y vibrante se encogió como un anzuelo en su garganta. Y como un anzuelo, enganchó algo y lo puso a la vista.
Thibor se encogió. Vio la semilla del vampiro en la lengua de Faethor: una gota translúcida, de un gris plateado, brillante como una perla, temblando unos segundos antes de… ¿ser sembrada?
—¡No! —dijo roncamente Thibor, rechazando aquel horror.
Pero era inútil. Miró a los ojos de Faethor, en busca de algún indicio de lo que iba a suceder; pero fue un terrible error. El hechizo y el hipnotismo eran las más grandes facultades del Ferenczy. Los ojos del vampiro eran amarillos como el oro y se agrandaban más y más a cada momento que pasaba.
Ay, hijo mío, parecían decir aquellos ojos, ven y recibe un beso de tu padre.
Y entonces…
La gota perlada se volvió escarlata y Faethor apretó la boca sobre la de Thibor, que estaba abierta en un alarido que tal vez duraría para siempre…
La pausa de Harry Keogh duró varios segundos, pero Kyle y Quint estaban sentados allí, envueltos en sus mantas y en el horror del relato.
—Esto es lo más… —empezó a decir Kyle.
—Nunca en mi vida había oído… —dijo casi de forma simultánea Quint.
Tenemos que detenernos aquí, los interrumpió Keogh, con cierta urgencia en su voz telepática. Mi hijo va a ponerse difícil; va a despertarse para comer.
—Dos mentes en un cuerpo —murmuró Quint, todavía pasmado por lo que acababa de oír—. Bueno, estoy hablando de ti, Harry. En cierto modo, no eres diferente de…
No lo digas, lo interrumpió Keogh por segunda vez. ¡No puedo ser como aquello! Ni remotamente. Pero escuchad, tengo que darme prisa. ¿Tenéis algo que decirme?
Kyle dominó sus alborotados pensamientos y, tras un gran esfuerzo, volvió a la realidad, al presente.
—Mañana nos reuniremos con Krakovitch —dijo—. Pero estoy preocupado. Se presumía que sería un intercambio de ideas exclusivo sólo entre las dos organizaciones, una especie de detente PES, pero al menos hay un tipo de la KGB metido en esto.
¿Cómo lo sabéis?
—Tenemos a un pensador que trabaja para nosotros; pero se mantiene en segundo plano. En cambio el hombre de ellos está cerca.
El fantasma de Keogh pareció contrariado.
Esto no habría ocurrido en tiempos de Borowitz. ¡El los odiaba! Y, con franqueza, no comprendo qué sucede ahora. No hay coincidencia entre la clase de control mental de Andropov y la nuestra. Y cuando digo «nuestra», incluyo al aparato ruso. No dejes que degenere en un combate verbal, Alec. Tienes que trabajar con Krakovitch. Ofrécele nuestra ayuda.
Kyle frunció el entrecejo.
—¿Para hacer qué?
El tiene suelo que limpiar. Tú conoces al menos uno de los lugares. Puedes ayudarle a hacerlo.
—¿Suelo que limpiar? —Kyle se levantó de la cama, envolviéndose en la manta, y se acercó a la manifestación—. Harry, ¡todavía tenemos que limpiar nuestro propio suelo en Inglaterra! Mientras yo estoy aquí, en Italia, ¡Yulian Bodescu campa allí a sus anchas! Esto me inquieta. No dejo de pensar en lanzar mis hombres contra él y…
¡No! Keogh se había alarmado. No hasta que sepamos todo lo que hay que saber. No lo arriesgues. Precisamente ahora, él está en el centro de un nido muy pequeño; pero, si quisiera, podría extender esta cosa como una plaga.
Kyle comprendió que tenía razón.
—Muy bien —dijo—, pero…
No puedo quedarme más tiempo, lo interrumpió el otro. El tirón es demasiado fuerte. El se está despertando. En este momento hace acopio de sus facultades, y parece incluirme a mí como una de ellas.
Su imagen grabada en neón empezó a temblar, y a latir su resplandor azul.
—Pero ¿de qué «suelo» hablabas, Harry? —preguntó Kyle.
De la vieja Cosa enterrada.
Keogh se encendía y se apagaba como una confusa señal de radio. El niño-holograma superpuesto a su diagrama se movía visiblemente, se estiraba.
Kyle pensó: «¡Ya habíamos tenido esta conversación!».
—Has dicho que conocemos al menos uno de los lugares. ¿Lugares? ¿Quieres decir la tumba de Thibor? Pero está muerto, ¿no?
Los montes cruciformes… estrellas de mar… enredaderas… cosas que se ocultan en la tierra…
Kyle respiró hondo.
—¿Está todavía allí?
Keogh asintió con la cabeza, pero cambió de idea y luego negó. Trató de hablar; su imagen osciló y se desintegró; desapareció en una ráfaga de brillantes motas azules. Por un instante, Kyle pensó que su mente aún permanecía, pero no era más que Carl Quint que murmuraba:
—No, no es Thibor. Él no está aquí. No es él, ¡sino lo que dejó detrás!