Capítulo 5

—¡Era un chiquillo muy gracioso! —dijo Anne Lake, sacudiendo la cabeza y dejando que sus cabellos rubios ondeasen a impulso de la brisa que entraba por la ventanilla medio abierta del coche—. ¿Recuerdas cuando lo tuvimos con nosotros aquel año?

Estaban a finales del verano de 1977 e iban a pasar una semana con Georgina y Yulian. Hacía dos años que no los habían visto. George había pensado entonces que el muchacho era extraño y lo había dicho en varias ocasiones, no a Georgina y menos al propio Yulian, naturalmente, pero sí a Anne, en privado. Ahora lo dijo de nuevo:

—¿Un chiquillo gracioso? —Arqueó una ceja—. Supongo que será una manera de decirlo. Raro sería una palabra más adecuada. Y por lo que recuerdo de él, la última vez que lo vimos, no ha cambiado. El que era un niño raro, ¡es ahora un joven raro!

—Oh, George, esto es ridículo. Todos los niños son diferentes los unos a los otros. Yulian era…, bueno, más diferente; eso es todo.

—Escucha —dijo George—. Aquel pequeño no tenía aún dos meses cuando estuvo en nuestra casa, ¡y ya tenía dientes! Unos dientes como pequeños alfileres, terriblemente afilados. Y recuerdo que Georgina dijo que había nacido con ellos, que por eso no podía darle el pecho.

—George —le advirtió Anne, vivamente, para recordarle que Helen iba en el asiento de atrás.

Era su hija, una preciosa y en ocasiones precoz muchacha de dieciséis años. En ese momento suspiró, audible y deliberadamente, y dijo:

—¡Oh, mamá! Sé para que sirven los pechos, además de ser un atractivo natural para el sexo contrario. ¿Por qué tienes que ponerlos en tu lista de tabúes?

—¡La lista de ta-boob! [1] —rió George.

¡George! —repitió Anne, pero con más energía.

—Estamos en mil novecientos setenta y siete —se burló Helen— y tú no te enteras. No lo estamos en nuestra familia. Quiero decir que amamantar a un pequeño es natural, ¿no? Más natural que dejar que te manoseen los pechos en la última fila de un cine lleno de pulgas.

—¡Helen!

Anne se volvió a medias en su asiento, apretados los labios en una fina línea.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo George, mirando con cierta nostalgia a su esposa.

—¿De qué? —saltó ella.

—Desde que me manosearon en un cine lleno de pulgas —dijo él.

Anne lanzó un bufido.

—¡Ella lo aprende de ti! —lo acusó—. Siempre la has tratado como a una adulta.

—Porque es una adulta, o está a punto de serlo —replicó él—. Sólo las puedes guiar hasta aquí, Anne, amor mío, después tienes que dejar que se apañen por su cuenta. Helen es una chica sana, inteligente, feliz, guapa, y no fuma marihuana. Hace casi cuatro años que lleva sujetadores, y cada mes…

¡George!

—¡Tabú! —dijo Helen, riendo entre dientes.

—De todos modos —dijo ahora George, con irritación—, no estábamos hablando de Helen, sino de Yulian. Presumo que Helen es normal. Su primo, su primo segundo, o lo que sea, no lo es.

—Dame una prueba —argüyó Anne—. Un ejemplo. Dices que no es normal. Entonces, ¿es anormal? ¿O subnormal? ¿Dónde está su defecto?

—Siempre que Yulian sale a relucir —intervino Helen desde atrás—, acabáis discutiendo los dos. ¿Vale realmente la pena?

—Tu madre es una persona muy leal —le dijo George, por encima del hombro—. Georgina es prima suya y Yulian es hijo de Georgina. Lo cual quiere decir que son intocables. Tu madre no quiere enfrentarse con los hechos más simples, eso es todo. Le ocurre lo mismo con todos sus amigos: no puede oír hablar mal de ellos. Muy encomiable. Pero yo llamo al pan, pan, y al vino, vino. Encuentro, y siempre he encontrado, un poco difícil a Yulian. Como he dicho antes, raro.

—¿Quieres decir marica? —lo apremió Helen.

¡Helen! —la reprendió de nuevo su madre.

—¡Esto lo he aprendido de ti! —la atajó Helen—. Siempre llamas maricas a los gays.

—¡Yo nunca hablo de… homosexuales! —Anne estaba furiosa—. ¡Y menos a ti!

—Yo he oído decir a papá, hablando contigo de alguno de sus amigos, que fulanito de tal es tan gay como un vicario obligado a colgar los hábitos —dijo tranquilamente Helen—. Y tú le has respondido: «¿Cómo? ¿Fulanito, un marica? ¿De veras?».

Anne se dio la vuelta y tal vez la habría agredido físicamente, si hubiese podido alcanzarla. Muy colorada, gritó:

—Entonces, de ahora en adelante, tendremos que encerrarte en tu maldita habitación antes de atrevernos a sostener una conversación de adultos. ¡Eres horrible!

—Tal vez sería mejor que lo hicieses. —Helen se enfadaba con la misma rapidez—. ¡Antes de que empiece a maldecir!

—Está bien, ¡está bien! —las tranquilizó George—. Apuntaos un tanto cada una. Pero estamos de vacaciones, no lo olvidéis. Quiero decir que probablemente es por mi culpa, pero Yulian me fastidia; eso es todo. Y no puedo explicar por qué. Por lo general se mantiene apartado casi todo el tiempo cuando estamos allí, y espero que haga lo mismo esta vez. Al menos para mi tranquilidad mental. Sencillamente, no es mi tipo de muchacho. En cuanto a ser de la acera de enfrente… —(Helen consiguió reprimir una risita)—, no lo sé. Pero lo expulsaron de aquel internado y…

—¡Nada de eso! —dijo Anne—. ¿Dices que lo expulsaron? Terminó sus estudios un año antes que los demás, y por eso salió del internado un año antes que los otros. ¿Quieres decir que el hecho de obtener las mejores notas, de ser más inteligente que la mayoría, acredita a alguien como… homosexual? ¡Dios no lo quiera! La lista Miss Sabelotodo tiene un par de grados «A» de segunda clase, y esto la hace por lo visto casi omnisciente; en tal caso, ¡Yulian tiene que ser casi un dios! George, ¿qué títulos tienes tú?

—No sé qué tiene esto que ver con lo que hablamos —respondió él—. Tengo entendido que salen más gays de las universidades que de todas las escuelas secundarias juntas. Y…

—¡George!

—Yo fui aprendiz —suspiró él—, como sabes muy bien. Conseguí todos los títulos mercantiles. Y después fui trabajador especializado, un arquitecto que ganaba dinero para su jefe, hasta que pude establecerme por mi cuenta. Y de todos modos…

—¿Qué títulos académicos? —insistió resueltamente ella.

George siguió conduciendo, sin decir nada, bajó a medias el cristal de su ventanilla y respiró el aire cálido. Al cabo de un rato, respondió:

—Los mismos que tú, querida.

—¡Ninguno! —dijo triunfalmente Anne—. Ya lo ves, Yulian es más inteligente que todos nosotros juntos. Al menos sobre el papel. Que le den tiempo y demostrará lo que vale. Oh, confieso que es callado, que va y viene como un fantasma, que parece menos activo y entusiasta de lo que debería ser un chico a su edad. Pero, por el amor de Dios, dale un respiro. Mira sus desventajas. Nunca conoció a su padre; fue criado enteramente por Georgina, y ella nunca ha estado en sus cabales desde que murió Ilya; ha vivido doce años de su joven existencia en una mansión vieja y sombría. No es de extrañar que sea un poco…, bueno, reservado.

Pareció haber ganado la partida. Los otros no dijeron nada para discutir su lógica; al parecer habían perdido todo interés en el asunto. Anne buscó en su mente un nuevo tema, no lo encontró y se arrellanó en su asiento.

Reservado. Helen empezó a dar vueltas a sus pensamientos. Yulian, ¿reservado? ¿Quería su madre decir atrasado? Claro que no; sus argumentos habían apuntado en el sentido contrario. ¿Tímido? ¿Retraído? Sí, debía de ser eso lo que quiso decir. Bueno, y podía parecer tímido, si uno no lo conocía bien. Helen lo conocía mejor, desde aquella vez, hacía dos años. Y en cuanto a marica…, difícilmente podía ser considerado como tal. En todo caso, ella lo dudaba mucho. Sonrió en secreto. Pero era mejor que siguiesen pensándolo. Al menos mientras creyesen que era afeminado, no les importaría dejarla en su compañía. Pero no, Yulian no era enteramente gay. A medias, tal vez.

Hacía dos años, sí…

Helen había tardado mucho en conseguir que él le hablase. Recordaba muy bien las circunstancias.

Había sido un hermoso sábado, el segundo día de unas vacaciones de diez; sus padres y tía Georgina habían ido a Salcombe para pasar un día de baños de mar y de sol; Yulian y Helen se quedaron al cuidado de la casa, él con su cachorro alsaciano para jugar, y ella dispuesta a explorar los jardines, el vasto granero, las arruinadas caballerizas y el oscuro y tupido soto. Yulian no tenía ganas de bañarse, en realidad odiaba el sol y el mar, y Helen habría preferido cualquier cosa a pasar el tiempo con sus padres.

—¿Quieres pasear conmigo? —preguntó a Yulian, al encontrarlo solo con el desgarbado perrito en la oscura y fresca biblioteca.

Él había sacudido la cabeza. Pálido en la sombra de esa única habitación donde nunca parecía llegar el sol, holgazaneaba en un sofá, acariciando las orejas colgantes del cachorro con una mano mientras sostenía un libro con la otra.

—¿Por qué no? Podrías mostrarme la finca.

El había mirado al cachorro.

—Se cansa si camina demasiado. Todavía no se aguanta muy bien sobre las patas. Y yo me quemo fácilmente con el sol. En realidad, no me gusta el sol. Y en todo caso, estoy leyendo.

—No eres un compañero muy divertido —había dicho ella, poniendo deliberadamente mala cara. Y había preguntado—: ¿Hay todavía paja en el henil, encima del granero?

—¿El henil? —Yulian había parecido sorprendido. Su larga y nada fea cara era un óvalo suave contra el terciopelo oscuro del respaldo del sofá—. Hace años que no he estado allá arriba.

—A propósito, ¿qué estás leyendo?

Se sentó al lado de él y alargó una mano para tomar el libro que Yulian sostenía flojamente con sus largos dedos. Él se echó atrás apartando el libro de su alcance.

—No es para niñas pequeñas —dijo, sin cambiar de expresión.

Frustrada, sacudió ella los cabellos y miró a su alrededor. Era grande, aquella habitación; dividida por la mitad, como una biblioteca pública, con estantes desde el suelo hasta el techo y huecos llenos de libros en todas las paredes. Olía a libros viejos, polvorientos y mohosos. No, apestaba a ellos, de manera que uno casi temía respirar para que los pulmones no se llenasen de palabras y tinta y cola seca y fibras de papel.

Había un armario poco profundo en un rincón de la estancia y su puerta estaba abierta. Unas huellas en la raída alfombra mostraban el sitio al que había arrastrado Yulian una escalera para alcanzar cierta parte de la estantería. Los libros del estante superior estaban casi ocultos por la penumbra, donde viejas telarañas recogían polvo. Pero, a diferencia de las limpias hileras de los estantes inferiores, aquellos libros estaban amontonados a la buena de Dios, mezclados como si hubiesen sido removidos recientemente.

—¿Eh? —dijo ella, levantándose—. Conque soy una niña pequeña, ¿verdad? Entonces, ¿qué eres tú? Sólo me llevas un año, ¿sabes?

Se dirigió a la escalera y empezó a subir.

La nuez de Yulian subió y bajó. El muchacho dejó su libro a un lado y se levantó ágilmente.

—Deja en paz el estante de arriba —dijo fríamente, acercándose al pie de la escalera.

Ella no le hizo caso, miró los títulos y leyó en voz alta:

—Coates, Magnetismo humano o Cómo hipnotizar. ¡Hum! ¡Un galimatías! Lican…, ¿eh?, Licantropía. ¡Oh! Y… ¡El Beardsley erótico! —palmoteo, encantada—. ¿Son dibujos sucios, Yulian? —Tomó el libro del estante y lo abrió—. ¡Oh! —repitió, esta vez en voz más baja.

El dibujo en blanco y negro de la página en que se había abierto el libro era bastante más bestial que erótico.

—¡Déjalo! —silbó Yulian, desde abajo.

Helen dejó el Beardsley y leyó más títulos.

Vampirismo…, ¡uy! La potencia sexual de los sátiros y de las ninfómanas. Sadismo y aberración sexual. Y… ¿Criaturas parásitas? ¡Qué variados! Y no tienen polvo en absoluto, estos libros tan viejos. ¿Los lees mucho, Yulian?

Él sacudió la escalera e insistió:

—¡Baja de ahí!

Su voz era muy grave, casi amenazadora. Era gutural, más profunda que las veces que la había oído con anterioridad. Casi una voz de hombre, no de muchacho. Entonces ella lo miró.

Yulian estaba en pie debajo de ella, con la cara vuelta hacia arriba en un ángulo agudo y justo al nivel de sus rodillas. Los ojos eran como agujeros perforados en una cara de papel, brillantes las pupilas como canicas negras. Helen lo miró fijamente, pero sus ojos no se encontraron, porque él no la estaba mirando a la cara.

—Bueno —dijo entonces, incitándolo—, me parece que en realidad eres muy malo, Yulian. Con esos libros y todo lo demás…

Se había puesto el vestido corto, a causa del calor, y ahora se alegraba de ello.

Él desvió la mirada, se tocó la frente y se volvió a un lado.

—¿Querías… querías ver el henil?

Su voz volvía a ser suave.

—¿Podemos? —Bajó de la escalera en un santiamén—. ¡Me encantan los viejos heniles! Pero tu madre dijo que no era seguro.

—Yo creo que lo es bastante —respondió él—. Georgina se preocupa por todo.

Llamaba Georgina a su madre desde que era pequeño. A ella no parecía importarle.

Cruzaban la casa de distribución irregular, hacia la puerta principal, cuando Yulian se excusó para ir un momento a su habitación. Volvió con unas gafas oscuras y un sombrero blando de ala ancha.

—Ahora pareces un pálido bandido mexicano —le dijo Helen, pasando delante.

Y con el negro cachorro alsaciano pisándoles los talones, se dirigieron al granero.

En realidad era una estructura muy sencilla de piedra, con una plataforma de tablas sobre las altas vigas para formar un henil. Al lado estaban las cuadras, completamente arruinadas, como un racimo abandonado de viejos edificios. Hasta hacía cinco o seis años, los Bodescu habían dejado que un granjero local tuviese allí a sus caballos durante el invierno, y él había guardado heno para ellos en el granero.

—¿Por qué diablos necesitáis una casa tan grande para vivir? —preguntó Helen, al entrar por una puerta chirriante al granero, donde había sombra y se filtraban polvorientos rayos de sol y se escabullían los ratones.

—¿Perdón? —dijo él al cabo de un momento, pues estaba pensando en otra cosa.

—Este lugar. Toda la finca. Y este alto muro de piedra a todo su alrededor. ¿Cuánta tierra encierra? ¿Doce mil metros cuadrados?

—Un poco más de catorce mil —respondió él.

—Un caserón laberíntico, viejas cuadras, graneros, un prado donde crece demasiado la hierba, incluso un soto sombreado para pasear por él en otoño, cuando los colores envejecen. Quiero decir, ¿por qué dos personas corrientes necesitan tanto espacio para vivir?

—¿Corrientes? —El la miró con curiosidad, brillando húmedos sus ojos detrás de las gafas oscuras—. ¿Te consideras tú una persona corriente?

—Desde luego.

—Pues yo no. Creo que eres extraordinaria. Yo lo soy también, y también lo es Georgina, cada cual por diferentes razones. —Parecía muy sincero, casi agresivo, como desafíándola a contradecirlo. Pero entonces se encogió de hombros—. En todo caso, no es cuestión de por qué lo necesitamos. Es nuestro, y se acabó.

—Pero ¿cómo lo conseguísteis? Quiero decir que no podíais comprarlo. Tiene que haber otros muchos lugares…, bueno, más fáciles donde vivir.

Yulian cruzó el suelo embaldosado entre montones de viejas pizarras y herrumbrosas y rotas herramientas, hasta el pie de la escalera descubierta de madera.

—El henil —dijo, mirándola con sus ojos negros.

Ella no podía ver aquellos ojos, pero los sentía.

A veces, los movimientos de él eran tan flexibles que casi parecía que estuviese andando en sueños. Sí, ahora parecía un sonámbulo, al subir despacio la escalera, peldaño a peldaño.

—Todavía hay paja —dijo, con voz lánguida.

Ella lo observó hasta que se perdió de vista. Había en él una resolución, un hambre… Su padre creía que era blando, afeminado, pero Helen pensaba todo lo contrario. Lo veía como un animal inteligente, como un lobo. Furtivo, pero discreto, y siempre en la orilla de las situaciones, al acecho de su oportunidad…

Ella se sintió de pronto rígida y aspiró tres veces aire, deliberadamente, antes de seguirlo. Mientras subía con cuidado la escalera, dijo:

—¡Ahora lo recuerdo! Era de tu bisabuelo, ¿no? Me refiero a la casa.

Acabó de subir al henil. Tres grandes balas de heno, blanqueado por el tiempo, marchito y polvoriento, estaban amontonadas allí. Un extremo del pajar estaba abierto, protegido de los elementos por unos saledizos. Finos y cálidos rayos de sol entraban sesgados por agujeros del tejado, atrapando motas de polvo como moscas en ámbar, formando manchas amarillas en las tablas de suelo.

«Una cama para una gitana», pensó Helen. «O para una libertina.»

Se tumbó en el suelo, dándose cuenta de que el vestido se le arremangaba sobre las bragas al yacer boca abajo. No hizo nada para arreglarlo. En lugar de ello abrió un poco las piernas y movió el trasero, consiguiendo que el movimiento pareciese absolutamente inconsciente, cosa que estaba muy lejos de la verdad.

Yulian permaneció inmóvil durante un largo momento y ella pudo sentir que la estaba mirando, pero se limitó a apoyar la barbilla en las manos y mirar por el extremo abierto del pajar. Desde allí se podía ver el muro de cerca, el paseo curvo, el soto. La sombra de Yulian eclipsó varios discos de luz de sol y Helen contuvo el aliento. La paja crujió y supo que él estaba detrás de ella, como un lobo en el bosque.

El sombrero flexible cayó sobre la paja a la izquierda de ella; él se tumbó a su derecha, pasando casualmente el brazo sobre su cintura. Casualmente, sí, y ligero como una pluma; pero Helen lo sintió como una barra de hierro. Él estaba un poco más atrás que ella, con el mentón apoyado en la mano derecha y mirándola. El brazo, extendido de este modo sobre ella, debía molestarle mucho. Debía pesarle y ella sintió que empezaba a temblar; pero a Yulian no parecía importarle. Pero desde luego, no se atrevería, ¿eh?

—De mi bisabuelo, sí —respondió él al fin—. Vivió y murió aquí. La finca fue heredada por la madre de Georgina. A su marido, mi abuelo, no le gustaba; por eso la alquilaron y se fueron a vivir a Londres. Cuando murieron, la heredó Georgina, pero entonces estaba alquilada de por vida a un viejo coronel. En definitiva, también a éste le tocó el turno de irse al otro barrio, y entonces vino Georgina aquí para venderla. Me trajo con ella. Yo todavía no tenía cinco años, según creo, pero me gustó la casa y se lo dije. Dije que deberíamos vivir aquí y Georgina pensó que era una buena idea.

—Realmente, ¡eres muy notable! —dijo Helen—. Yo no puedo recordar nada de cuando tenía cinco años.

Él deslizó ahora el brazo en diagonal sobre ella, de manera que los dedos tocaron apenas el muslo justo por debajo de la curva de una nalga. Helen pudo sentir un cosquilleo casi eléctrico en aquellos dedos. Sabía que no tenían aquella carga, pero lo parecía.

—Yo lo recuerdo todo casi desde el momento en que nací —dijo él, con una voz tan suave que casi era hipnótica. Tal vez era hipnótica—. A veces pienso que incluso recuerdo cosas de antes de nacer.

—Bueno, eso explicaría quizá por qué eres tan «extraordinario» —dijo ella—. Pero ¿qué es lo que hace que yo sea diferente?

—Tu inocencia —respondió en el acto él, en un susurro—. Y tu deseo de no ser inocente.

Ahora le acarició el trasero, pasando ligeramente los dedos eléctricos sobre la curva de las nalgas, arriba y abajo, arriba y abajo.

Helen suspiró, se puso un trozo de paja entre los dientes y se volvió despacio boca arriba. Su vestido se arremangó todavía más. No miró a Yulian, sino las inclinadas hileras de tejas en lo alto, con los ojos muy abiertos. Al volverse, él levantó un poco la mano, pero no la apartó.

—¿Mi deseo de no ser inocente? ¿Qué te hace pensar eso? —Y se dijo: «¿por qué es tan evidente?».

Cuando Yulian respondió, su voz volvía a ser de hombre. Ella no había advertido antes la lenta transición, pero ahora la advirtió. Una voz grave y tenebrosa, al decir:

—Lo he leído. Todas las chicas de tu edad desean no ser inocentes.

Descansó la mano sobre el vientre de ella, la entretuvo en el ombligo, la deslizó por debajo de la cinta de las bragas. Entonces, ella lo detuvo, agarrando aquella mano.

—No, Yulian. No puedes hacer eso.

—¿No puedo? —dijo él con brusquedad y voz entrecortada—. ¿Por qué?

—Porque tienes razón. Soy inocente. Pero también porque es un mal momento.

—¿Un mal momento? —dijo él, temblando de nuevo.

Ella lo empujó, suspiró fuerte y dijo:

—Oh, Yulian…, ¡estoy sangrando!

—¿Sang…?

Rodó hacia un lado y se puso en pie. Ella lo miró fijamente, sorprendida. Plantado allí, temblaba como si tuviese fiebre.

—Sangrando, sí —dijo ella—. Es perfectamente natural, ya sabes.

Ahora él no estaba pálido; estaba colorado, congestionado, como un borracho, entrecerrados los ojos, como filos de navaja.

¡Sangrando!

Esta vez consiguió pronunciar entera la palabra. Alargó los brazos hacia ella, con unas manos como garras, y por un momento pensó Helen que iba a atacarla. Podía ver su nariz enrojecida y un tic nervioso que agitaba las comisuras de los labios.

Por primera vez ella tuvo miedo, sintió algo en la extrañeza de él.

—Sí —murmuró—. Ocurre todos los meses…

El abrió un poco los ojos. Sus pupilas parecían tener puntos escarlata. Un efecto de luz.

—¡Ah! ¡Ah, sangrando! —dijo, como comprendiendo a duras penas lo que ella quería decir—. Oh, sí…

Entonces se tambaleó, giró en redondo, se dirigió con pasos inseguros a la escalera y se fue.

Helen oyó los ladridos de alegría del cachorro (se había quedado abajo, porque no podía subir la escalera) y cómo se desvanecían a lo lejos al seguir el perro a Yulian hacia la casa. Por fin empezó a respirar de nuevo.

—¡Yulian! —le gritó—. ¡Tus gafas de sol, tu sombrero!

Pero, si él la oyó, no se molestó en contestarle.

Helen no pudo encontrarlo durante el resto del día, pero lo cierto es que, en realidad, no lo había buscado. Y como tenía su orgullo, y tampoco él la había buscado, se ocupó muy poco de Yulian durante el resto de las vacaciones. Tal vez había sido para bien; porque, a fin de cuentas, ella era entonces inocente. Dos años atrás, no habría sabido qué hacer.

Pero cuando pensaba en él, recordaba todavía su mano quemándole la carne. Y ahora, al volver a Devon, con el paisaje deslizándose rápidamente fuera del coche, se preguntó si todavía habría paja en el henil…

También George tenía ideas secretas sobre Yulian. Anne podía decir lo que quisiera, pero no cambiaría esto. Aquel chico era raro, y lo era en varios aspectos. No era solamente el aire retraído lo que irritaba a George, aunque, por cierto, los modales furtivos del muchacho eran bastante fastidiosos. Pero también estaba enfermo. No mentalmente. Tal vez ni siquiera corporalmente, sino enfermo en general. A veces, mirarlo, pillarlo desprevenido con una mirada de reojo, era como mirar una cucaracha sorprendida al encenderse la luz, o una medusa que se deslizara sin rumbo en la playa al refluir una ola. Casi se podía sentir algo violento dentro de él. Pero no era mental ni físico y, sin embargo, abarcaba los dos aspectos. Entonces, ¿qué diablos era?

Difícil de explicar. Tal vez era algo de la mente y el cuerpo… ¿y también del alma? Salvo que George no creía mucho en el alma. No la negaba, pero le habría gustado tener alguna prueba. Probablemente rezaría cuando se muriese, por si acaso; pero hasta entonces…

En cuanto a lo que había dicho Anne sobre los estudios de Yulian, bueno, era verdad, hasta ahora. Había pasado muy pronto todos sus exámenes, y los había aprobado todos, pero ésta no había sido la causa de que saliese prematuramente del colegio. George tenía un delineante, Ian Jones, que trabajaba para él en su despacho de Londres, y Jones tenía un hijo que iba al mismo colegio; Anne, naturalmente, no quería saber nada de esto; pero se habían contado cosas muy fuertes. Yulian había «seducido» a un maestro, uno medio gay al que había acabado de pervertir.

Una vez cruzada la frontera, aquel tipo, por lo visto, se había vuelto insaciable, persiguiendo a todos los machos que se movían. Y le había echado la culpa a Yulian. Esto era una cosa, pero había más.

En sus clases de arte, Yulian había pintado cosas que hicieron que una maestra por lo general muy amable lo atacase físicamente; también había tomado ésta por asalto su dormitorio y quemado sus obras de arte. En las excursiones para estudiar la naturaleza (George no sabía que todavía las hiciesen), Yulian había sido visto caminando a solas, con la cara y las manos tiznadas de porquería y despojos. Colgando de una de ellas, llevaba los restos de un gatito perdido. Todavía estaban calientes. Había dicho que lo había hecho un hombre, pero había sido en el páramo, a kilómetros de todo lugar habitado.

Y no era todo. Parecía que era sonámbulo y, por lo visto, había hecho que los colegiales más jóvenes se cagasen de miedo, hasta el punto de que hubo que montar una guardia nocturna en sus dormitorios. Pero entonces, el director había hablado largamente con Georgina y ésta había convenido en sacarlo de allí. Era esto o la expulsión…, por el buen nombre del colegio.

Había habido otras cosas, de menos importancia, pero aquéllos habían sido los motivos principales.

Éstas eran algunas de las razones de que a George no le gustara Yulian. Pero, desde luego, había algo más. Era algo casi tan viejo como el propio Yulian, pero había quedado grabado de modo indeleble en la mente de George.

El recuerdo de un viejo agarrando la sábana sobre el pecho al morir y murmurando sus últimas palabras: «¿Bautizarlo? No, no, ¡no deben hacerlo! ¡Primero hay que exorcizarlo!».

Anne podía ser estridente si tenía que serlo, pero era buena a carta cabal. Nunca diría nada que pudiese perjudicar a alguien, aunque pensara que era verdad. Para ella, y sólo para ella, tenía que confesar que había pensado cosas acerca de Yulian.

Ahora, retrepada un poco en el asiento, estirada, mientras sentía la fresca corriente de aire de la ventanilla a medias abierta, pensó de nuevo en ellas. Cosas curiosas: algo acerca de una rana grande y verde, y algo acerca del dolor que sentía de vez en cuando en el pezón izquierdo.

Lo de la rana era un mal recuerdo; mejor dicho, a ella no le gustaba recordarlo. Personalmente, era incapaz de matar una mosca. Desde luego, un niño de sólo cinco años no debía de darse cuenta de lo que estaba haciendo. ¿O tal vez sí? Lo malo era que Yulian parecía haber sabido siempre exactamente lo que hacía; aun de muy pequeño.

Ella había dicho que era «curioso», pero, en realidad, George tenía razón. Yulian había sido más que curioso. Una de sus características era que nunca lloraba. No, esto no era exactamente así; lloraba cuando tenía hambre. Al menos cuando era muy pequeño. Y había llorado bajo la luz directa del sol. Por lo visto padecía fotofobia desde su primera infancia. Ah, sí, y había llorado al menos otra vez, el día del bautizo. Aunque aquello había parecido una expresión de ira o de enfado, más que llanto propiamente dicho. Que supiese Anne, nunca había sido debidamente bautizado.

Se dejó llevar por sus pensamientos, retrocediendo en el tiempo. Yulian empezaba a caminar, aunque tambaleándose, cuando nació Helen. Esto fue un mes antes de que la pobre Georgina estuviese lo bastante bien para volver a casa y llevárselo consigo. Anne recordaba muy bien aquel tiempo. Estaba rebosante de leche, llenita y más feliz de lo que había sido en toda su vida. Sonrosada… ¡la viva imagen de la salud!

Un día, cuando Helen tenía seis semanas y ella la estaba amamantando, Yulian se había acercado, tambaleándose como un pequeño robot, en busca de aquella pizca de afecto que le había robado Helen. Sí, ya entonces había tenido celos, porque ya no era lo único importante. Cediendo a un impulso, a un sentimiento de compasión por el pobrecillo, ella lo había levantado, se había descubierto el otro pecho, el izquierdo, y lo había alimentado.

Con sólo recordarlo, volvió a sentir aquel dolor en el pezón, como la picadura de una avispa.

—¡Oh! —dijo, y despertó, pues se había quedado medio dormida.

—¿Estás bien? —le preguntó enseguida George—. Baja un poco más el cristal de la ventanilla. Respira aire fresco.

El ronroneo del motor del coche la trajo de nuevo a la realidad.

—Un calambre —mintió—. Como si me clavaran alfileres. ¿Podemos detenernos en alguna parte, en el primer café que encontremos?

—Desde luego —respondió él—. No tardaremos en encontrar uno.

Anne se echó atrás en el asiento, volviendo no de muy buen grado a sus recuerdos. Amamantando a Yulian, sí… Había estado sentada con ambos pequeños y se había dormido mientras ellos se alimentaban, Helen a la derecha, Yulian a la izquierda. Había sido extraño: una especie de languidez se había apoderado de ella, un letargo que no había podido resistir. Pero, al sentir el dolor, se había despertado de pronto. Helen estaba llorando, y Yulian, ¡manchado de sangre!

Ella había mirado al pequeño casi con horror. Aquellos peculiares ojos negros estaban fijos en ella, sin pestañear. Y su boca roja, pegada a su pecho como una lamprea. Leche y sangre se habían deslizado sobre la hinchada curva del seno, y él tenía la cara brillante y tiznada de rojo, de manera que parecía una sanguijuela atiborrándose.

Cuando se hubo limpiado, y también a Yulian, había visto cómo él le había mordido alrededor del pezón, dejando pequeñas punzadas con los dientes. Las mordeduras habían tardado mucho tiempo en cicatrizar, y nunca había olvidado del todo las punzadas…

También estaba el episodio de la rana. En realidad, Anne no quería pensar en ello, pero había imprimido una imagen persistente en su mente, una imagen que no podía borrar. Había sido después de que Georgina cerrase su casa de Londres, el último día antes de que ella y Yulian saliesen de la ciudad y fuesen a Devon a vivir en la vieja casa solariega.

George había construido un estanque en el jardín de su casa de Greenford, cuando Helen tenía un año. Después, y con un mínimo de ayuda, el estanque se había poblado. Ahora había lirios, juncos, un arbusto ornamental que se inclinaba sobre el agua como en una pintura japonesa, y un gran número de ranas verdes. También había caracoles de agua y un poco de espuma verde en las orillas. Al menos, Anne lo llamaba espuma. A mediados de verano, normalmente, había libélulas, pero este año sólo habían visto una o dos, y pequeñas entre las de su clase.

Ella estaba en el jardín con los niños, observando cómo jugaba Yulian con una pelota blanda de goma. O tal vez «jugando» no es la palabra adecuada, pues a Yulian le costaba jugar como los otros niños. Parecía tener una filosofía: una pelota es una pelota, una esfera de goma. Suéltala, y rebotará; lánzala contra una pared, y volverá. Aparte de esto, no tiene una función práctica, no puede dar origen a un interés duradero. Otros podían discutir esta cuestión, pero aquello resumía lo que pensaba Yulian sobre el tema. Anne no sabía realmente por qué le había comprado la pelota; de hecho, él no jugaba nunca con nada. Sin embargo, la había botado en el suelo, dos veces. Y la había arrojado una vez contra la pared del jardín. Y la pelota, al rebotar, había rodado hasta el borde del estanque.

Yulian la había seguido con los ojos, bastante desdeñoso, hasta que de pronto había aumentado su interés. Algo había saltado en la orilla del estanque: una rana grande, de un verde brillante, que, después de saltar, se había quedado con dos patas dentro del agua y dos en tierra seca. Y el niño de cinco años se quedó petrificado, inmóvil como un gato en los primeros segundos de percibir su presa. Fue Helen quien corrió a buscar la pelota y se alejó con ella en el jardín; Yulian sólo tenía ojos para la rana.

En aquel momento, George había llamado desde dentro de la casa, diciendo que las broquetas se estaban quemando. Éstas debían constituir el plato fuerte de la comida de despedida de Georgina. Se presumía que George era el jefe de cocina.

Anne había corrido sobre las irregulares baldosas y bajo el arco de rosales hasta el patio de la parte de atrás de la casa, para salvar la fiesta. Había tardado un minuto, dos como máximo, en levantar la carne humeante de la parrilla y colocarla en una fuente sobre la mesa al aire libre. Entonces había bajado Georgina con aquel aire pausado tan propio de ella, y George había venido de la cocina con sus hierbas.

—Lo siento, querida —se había disculpado—. El tiempo es lo más importante, y estoy desentrenado, pero ahora todo está arreglado y todo irá bien…

Pero no todo iría bien.

Al oír el grito de alarma de Helen en la parte baja del jardín, Anne había corrido de nuevo hacia allí.

Al principio, cuando llegó al estanque, no estuvo segura de lo que estaba viendo. Pensó que Yulian se había caído de narices sobre la espuma verde. Después, agudizó la mirada y la imagen se hizo más clara. Y por mucho que había tratado de olvidarla, había permanecido fija en su mente hasta hoy.

Las pequeñas baldosas de mosaico blanco del borde del estanque estaban manchadas de sangre y de entrañas; y también lo estaba Yulian, que tenía la cara y las manos pegajosas. Con las piernas cruzadas como un Buda junto al estanque, y la rana como una bolsa de plástico verde rasgada en las manos inexpertas, Yulian estaba vaciando el contenido de aquélla. Y aquel hijo de… ¿de la inocencia…?, estaba estudiando sus entrañas, las olía, las escuchaba, por lo visto asombrado de su complejidad.

Entonces había aparecido su madre, que venía desde atrás y había dicho:

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Era algo vivo? Oh, ya veo que sí. A veces lo hace. Abre las cosas. Por curiosidad, para ver cómo funcionan.

Y Anne, horrorizada, había cogido a la gemebunda Helen y había vuelto la cara, jadeante.

—Pero, Georgina, esto no es un viejo despertador… ¡es una rana! —había gritado.

—¿De veras? ¡Dios mío! ¡Pobrecilla! —Agitó las manos—. Pero no es más que una fase que está atravesando. Se le pasará…

Y Anne recordó que había pensado: «¡Por Dios que espero que así sea!».

—¡Devon! —dijo triunfalmente George, dándole un codazo y sobresaltándola— ¿Has visto el rótulo, la linde del condado? Y mira, ¡allí hay un café! ¡Té, dulces, requesón! Llenaremos el depósito del coche, comeremos un poco y emprenderemos la última etapa. Paz y tranquilidad durante toda una semana. ¡Señor, que delicia…!

Al dejar la carretera de Paignton y entrar en la finca, los que iban en el coche se encontraron con Georgina y Yulian que los estaban esperando en el paseo enarenado. Al principio, casi no vieron a Georgina, pues su hijo le hacía sombra. Al detener George el coche, Helen se quedó un poco boquiabierta. Anne miró fijamente. George pensó: «¿Yulian? Sí, desde luego es él. Pero ¿cómo es posible?».

Por fin habló Anne, apeándose del coche y expresando lo que pensaba George.

—¡Yulian! ¡Cuánto has cambiado en un par de años!

La abrazó brevemente; era muchos centímetros más alto que ella. Entonces se volvió a Helen, que se apeó de la parte de atrás del coche y se estiró.

—No soy el único que ha crecido —dijo.

Era la misma voz tenebrosa que había oído Helen en una ocasión y que, por lo visto, era ahora su voz natural. Le asió los brazos, manteniéndola a distancia, y la miró con aquellos ojos insondables.

«Es bello como el diablo», pensó ella. O tal vez bello no era la palabra adecuada. Atractivo, sí; casi extraordinariamente atractivo. Su larga y recta barbilla, su cara no enteramente chupada, la frente alta y lisa, la nariz chata, y especialmente los ojos, todo se combinaba para formar una cara que habría podido parecer muy rara sobre los hombros de otra persona. Pero junto con aquella voz, y con la mente de Yulian detrás de ella, el efecto era completamente devastador. Tenía algo de extranjero, casi de extraño. Sus cabellos negros, ondulados naturalmente hacia atrás, formaban una especie de melena sobre la nuca y hacían que pareciese todavía más lobuno de como ella lo recordaba. Esto es: ¡lobuno! Y estaba creciendo como un árbol.

—Todavía estás delgado —dijo ella al fin, no muy inspirada—. ¿Qué te da de comer tía Georgina?

El sonrió y se volvió a George, saludó con la cabeza y le tendió la mano.

—¿Habéis tenido buen viaje, George? Estábamos un poco preocupados; aquí, en verano, hay un tráfico enorme en las carreteras.

«¡George!» gruñó éste para sus adentros. «Llamas a todos por el nombre de pila, como a tu mamaíta, ¿eh?» Sin embargo, habría sido peor que lo hubiese mandado a la mierda.

—El viaje ha sido bueno.

George sonrió forzadamente y observó a Yulian con disimulo. El joven era unos siete u ocho centímetros más alto que él. Con aquellos cabellos, todavía lo parecía más. Diecisiete años, y era ya un hombrón. Huesudo, en todo caso. Con seis o siete kilos más, estaría imponente. Al estrechar la mano, sus dedos largos parecían de hierro.

George se dio cuenta de pronto de sus propios cabellos ralos, su pequeña panza y su aspecto un poco rechoncho. «¡Pero al menos yo puedo tomar el sol!», pensó. La palidez de Yulian era algo que nunca cambiaba; incluso aquí se mantenía al abrigo de la vieja casa, como parte de su sombra.

Pero si los últimos dos años habían favorecido a Yulian, no habían sido tan buenos para su madre.

—¡Georgina! —Anne se había vuelto a su prima y la estaba abrazando. Y al hacerlo se daba cuenta de lo frágil y temblorosa que estaba. La pérdida de su marido, casi dieciocho años atrás, todavía la afligía—. Y… ¡qué buen aspecto tienes!

«¡Embustera!», no pudo dejar de pensar George. «¡Parece un reloj que está a punto de agotar la cuerda!»

Era verdad; Georgina parecía una autómata. Hablaba y se movía como si estuviese programada.

—Anne, George, Helen, ¡cuánto me alegro de veros de nuevo! De que aceptarais la invitación de Yulian. Pero entrad, entrad. Ya habréis adivinado lo que os hemos preparado. ¡Té con crema, naturalmente!

Pasó delante, ligera como el aire, y entró en la casa. Yulian se detuvo en la puerta, se volvió y dijo:

—Sí, pasad. Con toda libertad. Como si estuvieseis en vuestra casa. —Su manera de hablar, su tono un tanto ritual, hicieron que su bienvenida sonase un poco extraña. Y al ir a pasar George por su lado, añadió—: ¿Quieres que entre tu equipaje?

—Gracias —dijo George—. Vamos, te echaré una mano.

—No es necesario —dijo Yulian, sonriendo—. Dame solamente la llave.

Abrió el portaequipajes y sacó las maletas como si estuviesen vacías y no pesaran nada. George pudo ver que no era una simple exhibición. Yulian era muy vigoroso…

Lo siguió dentro de la casa; se sentía inútil, en cierto modo. De pronto se detuvo al oír un grave gruñido de advertencia que procedía de un armario abierto en un rincón del vestíbulo. Allí en la sombra, detrás del perchero de roble, se movió algo negro como el pecado y brillaron unos ojos amarillos. George miró más fijamente y dijo:

—¿Qué diab…?, —y el gruñido se hizo más fuerte.

Yulian, que estaba a mitad del pasillo en dirección a la escalera, se volvió y miró hacia atrás.

—Oh, no dejes que te intimide, George. Sus ladridos son peores que sus mordeduras, te lo aseguro. —Y en un tono de mando más duro—: Vamos, muchacho, sal a la luz para que podamos verte.

Un alsaciano negro, casi crecido del todo (¿era realmente este monstruo el cachorro de Yulian?), salió del armario, y mostró los dientes al pasar junto a George. Se dirigió directamente a Yulian y se quedó esperando. George advirtió que no meneaba la cola.

—Está bien, viejo amigo —murmuró el joven—. Ahora lárgate.

Tras lo cual, aquella criatura de cruel aspecto se adentró en la casa.

—¡Cielo santo! —exclamó George—. Menos mal que está bien adiestrado. ¿Cómo se llama?

Vlad —respondió Yulian, volviéndose, con las maletas—. Creo que es un nombre rumano. Significa «príncipe» o algo parecido. O lo significó en la antigüedad…

Yulian se dejó ver poco durante los dos o tres días siguientes. Esta circunstancia no preocupó de modo especial a George; en todo caso, le sirvió de alivio. Anne pensó simplemente que era extraño que no anduviese por allí; Helen imaginó que la estaba esquivando y esto le molestó, pero no dio muestras de ello.

—¿Qué hace durante todo el día? —preguntó Anne a Georgina, por decir algo, una mañana que estaban solas las dos.

Los ojos de Georgina parecían siempre apagados, pero la mención de Yulian hacía que tomasen un brillo de sorpresa, casi de sobresalto. Anne lo había mencionado ahora y, desde luego, produjo aquel efecto.

—Oh, tiene sus aficiones… —Trató enseguida de cambiar de tema, hablando precipitadamente—. Estamos pensando en derruir las viejas caballerizas. Hay grandes sótanos debajo de ellas, antiguas bodegas que usaba mi abuelo, y Yulian cree que las cuadras pueden hundirse el día menos pensado. Si las hacemos demoler, venderemos la piedra. Es una piedra buena y tendría que alcanzar un precio decente.

—¿Sótanos? No sabía que los hubiese. ¿Y dices que Yulian baja a ellos?

—Para comprobar su estado —siguió farfullando Georgina—. Le preocupa su conservación…, podrían derrumbarse; hacen que la casa sea insegura…, no son más que antiguos corredores, casi como túneles, con cámaras que se abren a ellos. Llenas de salitre, de arañas, de viejos y estropeados toneles… Nada de interés.

Al ver su súbito… ¿frenesí?, Anne se levantó, se acercó a Georgina y apoyó una mano en su delicado hombro. La otra reaccionó como si la hubiese abofeteado, apartándose de Anne. La miró fijamente.

—Anne —dijo, en un murmullo tembloroso—, no preguntes sobre aquellos sótanos. ¡Y no bajes nunca allí! No es… un lugar seguro…

Los Lake habían venido de Londres el tercer jueves de agosto. El tiempo era muy cálido y no daba señales de refrescar. El lunes, Anne y Helen fueron a comprarse sombreros de paja en Paignton, a pocos kilómetros de distancia. Georgina estaba haciendo la siesta y Yulian no se veía en parte alguna.

George recordó que Anne había mencionado los sótanos: bodegas, según Georgina. Como no tenía nada mejor que hacer, salió de la casa, caminó hacia la parte de atrás de aquélla y se encontró delante de una pequeña barraca de piedra. La había advertido antes y había llegado a la conclusión de que debía de ser un retrete exterior que no había hecho falta para nada. Tenía un tejado inclinado y una puerta de espaldas a la casa. Había muchos matorrales a su alrededor. Los goznes estaban oxidados, pero George consiguió entreabrir la puerta. Deslizándose por ella, comprendió de inmediato que debía de ser una entrada de los presuntos sótanos. Una estrecha y empinada escalera de piedra descendía a cada lado de una rampa perfectamente adecuada para subir y bajar barriles por ella. En el patio de cualquier vieja taberna podían encontrarse puestos de carga y descarga parecidos a éste. Bajó con cuidado los peldaños, hasta una puerta que había en el fondo, y empezó a empujarla para abrirla.

¡Vlad estaba allí!

Su hocico apareció en un hueco de unos siete centímetros al empujar George la puerta. Un aullido de furor lo precedió una fracción de segundo, y este aullido y el hocico fueron los únicos avisos que recibió George. Impresionado, apartó las manos con el tiempo justo. Los dientes del alsaciano se clavaron en la jamba de la puerta donde habían estado sus dedos y arrancaron largas astillas. Con el corazón palpitante, George se apoyó en la puerta y la cerró. Había visto los ojos del perro y le habían parecido odiosos.

Pero ¿por qué estaba Vlad allí? George sólo pudo presumir que Yulian lo había encerrado en aquel lugar para mantenerlo apartado de los invitados. Una prudente medida, pues, evidentemente, ¡los ladridos de Vlad no eran tan malos como sus mordeduras! Tal vez Yulian estaba allá abajo con él. Bueno, formaban una pareja de la que podías prescindir de buen grado…

Impresionado, salió de la finca y caminó poco menos de un kilómetro por la carretera, hasta un bar que había en una encrucijada. Mientras andaba, rodeado de campos y veredas, del canto de los pájaros y del normal y agradable zumbido de los insectos en los setos, sus nervios se fueron tranquilizando poco a poco. El sol calentaba mucho y, cuando George llegó a su destino, necesitaba beber algo.

El local era antiguo, con techo de paja, vigas de roble y argollas para los caballos y un reloj de caja de suave «tictac» y un gato gordo y blanco que tenía silla propia. Después de Vlad, George podía soportar bastante bien los gatos. Pidió una cerveza y se sentó en un taburete.

Había otras personas en el bar: una pareja joven y elegante, sentada lejos de George a la mesa de un rincón, cerca de unas pequeñas ventanas, y que sin duda eran los dueños del coche deportivo que había visto aparcado en el patio; jóvenes del lugar en otro rincón, jugando al dominó, y dos viejos sumidos en profunda conversación delante de sus cañas de cerveza en una mesa próxima. Fue el tono bajo que empleaba esta última pareja lo que le llamó la atención. Mientras sorbía su bebida fría como el hielo después de que el hombre del bar hubiese pasado a otras tareas. George creyó oír la palabra «Harkley» y aguzó los oídos. Harkley House era la casa de Georgina.

—¿Ah, sí? Aquella de allá arriba, ¿eh? Un poco rara, me han dicho.

—Desde luego, no hay ninguna prueba, pero ella ha sido vista con él, sin duda alguna. Y fue hacia Sharkham Point, por el camino de Brixham. ¡Terrible!

Por lo visto, una tragedia local, pensó George. El Point era un acantilado que se adentraba en el mar. Miró a los dos ancianos, los saludó con la cabeza y fue correspondido, y volvió a su cerveza. Pero siguió escuchando la conversación. Uno de ellos era delgado, con cara de hurón; el otro, que llevaba la voz cantante, era gordo y colorado.

Ahora siguió diciendo:

—Embarazada, desde luego.

—¿Estaba preñada? —exclamó el delgado—. ¿Sospechas que era de él?

—Yo no sospecho nada —negó el primero—. Como ya he dicho, no hay pruebas. Y en todo caso, ella era rara. ¡Pero tan joven! Es una lástima.

—Una lastima, sí —convino el delgado—. Pero saltar de aquella manera… ¿Por qué crees que lo haría? Quiero decir que el hecho de ser soltera y estar embarazada no significa nada en la actualidad.

George vio por el rabillo del ojo que se acercaban más el uno al otro. Bajaron todavía más la voz y él tuvo que esforzarse para oír lo que decían.

—Supongo —dijo el gordo— que la naturaleza le dijo que aquello era anormal. ¿Sabes cómo expulsa una oveja un corderillo anormal? Algo así, pobre moza.

—¿Dices que no era normal? Entonces, ¿la rajaron?

—Bueno, sí, eso hicieron. La marea estaba baja y ella lo sabía. No iba a meterse en el agua. ¡Iba a despeñarse! Para estar segura. Bueno, confidencialmente entre tú y yo, ya sabes que mi hija Mary trabaja en el hospital. Dice que, cuando la ingresaron allí, estaba muerta. Pero le palparon la barriga, ¡y aquello pataleaba todavía…!

—¿La criatura? —dijo el otro después de una breve pausa.

—¿Qué otra cosa podía ser, viejo tonto? Por consiguiente la rajaron. Fue algo horrible, pero esto sólo lo saben unos pocos, por lo que no debe salir de aquí. Bueno, el médico echó un vistazo a aquello y lo pinchó con una aguja. Así acabó la cosa. Lo metieron en una bolsa de plástico y lo enviaron al horno del hospital. Y eso fue todo.

—Un ser deforme —dijo el delgado, asintiendo con la cabeza—. He oído hablar de ellos.

—Bueno, éste, más que ser deforme… ¡no estaba formado en absoluto! —declaró el colorado—. Era…, ¿cómo lo dijo mi Mary?, como una especie de tumor macizo dentro de ella. Un bulto horrible, carnoso y fibroso. Pero se presumió que habría sido un hijo, pues estaba la placenta y todo lo demás. ¡Seguro que estaba mejor muerto! Mi Mary dijo que los ojos no estaban donde debían estar, que tenía unas cosas como dientes, y que gimoteó de un modo terrible cuando le dio la luz.

George terminó su cerveza de un trago. Se abrió la puerta del bar y entró un grupo de jóvenes. Un momento más tarde, uno de ellos encontró un tocadiscos en un rincón oculto; la música rock lo invadió todo. El hombre del bar no paraba de servir cervezas.

George salió y se dirigió a casa por la carretera. A medio camino lo alcanzó su coche y Anne le gritó:

—Sube a la parte de atrás.

Llevaba un sombrero de paja con una ancha cinta negra, que contrastaba con el vestido de verano. El de Helen, sentada a su lado, tenía la cinta roja.

Cuando George se dejó caer en el asiento y cerró de golpe la portezuela, madre e hija inclinaron la cabeza con coquetería, exhibiendo sus sombreros.

—¿Qué te parece? —preguntó Anne, divertida—. ¿No parecemos un par de jóvenes pueblerinas que han salido a dar un paseo?

—Aquí —respondió misteriosamente George—, las jóvenes pueblerinas tienen que vigilar lo que hacen.

Pero no explicó lo que quería decir y, en todo caso, no habría mencionado Harkley junto con la historia que había oído en el bar. Supuso que había oído mal las primeras palabras. Pero, fuera lo que fuese, la impresión desagradable que le había producido aquello lo acompañó durante el resto del día.

El día siguiente, martes, George se levantó tarde. Anne le había ofrecido llevarle el desayuno a la cama, pero él había rehusado y se había dormido de nuevo. Se levantó a las diez y la casa estaba en silencio; se preparó un pequeño desayuno que encontró completamente insípido. Entonces halló la nota de Anne en el cuarto de estar:

«Querido:

»Yulian y Helen han salido para pasear a Vlad. Creo que llevaré a Georgina en el coche al pueblo y la invitaré a algo. Estaremos de vuelta para el almuerzo.

»Anne.»

George suspiró contrariado y se mordió el labio inferior. Esa mañana había pensado echar un vistazo a los sótanos, sólo por curiosidad. Tal vez Yulian se los habría mostrado. En cuanto al resto del día, había proyectado llevar a las mujeres a la playa en Salcombe; un día en la orilla del mar sentaría bien a Georgina. El aire salobre sería bueno también para Helen, que estaba un poco pálida. ¡Dar un paseo en coche, cuando acababan de salir de Londres! Era muy propio de Anne…

Bueno, tal vez tendrían tiempo por la tarde de ir a la playa. Pero ¿qué haría él esta mañana? ¿Ir quizás a Old Paignton, al puerto? Sería una larga caminata, pero siempre podía pararse en algún bar durante el camino, para beber una cerveza. Y más tarde, si estaba cansado o se le hacía tarde, podía volver en taxi.

Y eso fue lo que hizo. Cogió sus prismáticos y pasó algún tiempo contemplando Brixham al otro lado de la bahía, volvió en taxi a Harkley a eso de las doce y media y pagó al chófer. Había disfrutado de lo lindo con el largo paseo y la cerveza fría, y creía haber calculado con exactitud el tiempo para estar de vuelta a la hora de la comida.

Entonces, al subir por el paseo donde el trecho curvo enarenado pasaba más cerca del soto (un espeso bosquecillo de hayas, abedules y alisos, con un imponente cedro un poco separado) se tropezó con su coche, que tenía abiertas las portezuelas delanteras y las llaves todavía en el contacto. George lo miró, algo sorprendido, y recorrió un lento círculo con la mirada a su alrededor.

El soto tenía un serpenteante sendero cubierto de hierba que lo cruzaba y que estaba cercado por una valla blanca de tres barrotes, antaño muy elegante; parecía un bosque en un libro de cuentos de hadas. La valla estaba ahora inclinada y muy despintada, con tupidos matorrales a ambos lados. George miró en aquella dirección, pero no vio a nadie. Sólo hierbas altas y zarzas, las puntas de los postes de la cerca, árboles, y… ¿tal vez algo grande y negro que se movía furtivo en la espesura? ¿Vlad?

Era muy posible que Anne, Helen, Georgina y Yulian estuviesen juntos, de paseo por el bosquecillo; por cierto, haría fresco bajo las copas frondosas de los árboles. Pero ¿y si sólo estaban Yulian y el perro allí, o solamente el maldito perro…?

De pronto, se le ocurrió pensar que tanto miedo le daba el uno como el otro. Sí, los temía. Yulian no se parecía a ninguna de las personas a quienes conocía, y Vlad era diferente de todos los demás perros. Había algo anormal en ambos. Y en mitad de un tranquilo y cálido día de verano, George se estremeció.

Trató de sobreponerse. ¿Asustarse? ¿De un joven extraño y de un perro todavía no crecido del todo? ¡Ridículo!

Lanzó un fuerte «¡Holaaaa!»… y no obtuvo respuesta.

Ya irritado y desvanecido de pronto su anterior buen humor, se dirigió deprisa a la casa. Dentro… ¡no había nadie! Recorrió todo el viejo caserón, abrió y cerró puertas hasta que subió por fin al dormitorio de Anne y Helen. ¿Dónde diablos estaban todos? ¿Y por qué había dejado Anne su coche allí, de aquella manera? ¿Tendría que pasar solo todo el día?

Desde la ventana de su dormitorio podía ver la mayor parte del terreno de delante de la casa hasta la verja. El granero y las caballerizas dificultaban la vista del bosquecillo, pero…

La atención de George se vio de pronto atraída por una mancha de color entre las altas hierbas de este lado de la valla, donde circundaba el soto. Cambió de posición y trató de ver más allá de los remates salientes del viejo granero. No podía enfocar la mirada. Entonces se acordó de los prismáticos, que llevaba todavía colgados del cuello. Se los llevó rápidamente a los ojos y los ajustó.

El granero seguía molestándole, y había calculado mal la distancia. La mancha de color estaba todavía allí…, ¿un vestido? Pero algo de color carne se movía cerca de él. Se movía con insistencia. Con manos terriblemente impacientes, George enfocó por fin los gemelos y la imagen se acercó. La mancha de colores veraniegos era un vestido, sí. Y aquello de color carne era… ¡carne! Carne desnuda.

George contempló la escena con incredulidad. Estaban entre la hierba. No podía ver a Helen, al menos no podía verle la cara pues estaba boca abajo con el trasero al aire. Y Yulian la montaba, frenético, furioso, agarrándole la cintura con las manos. George empezó a temblar, sin poderse dominar. Helen participaba voluntariamente en esto; no podía ser de otra manera. Bueno, había dicho que era una mujer adulta, pero ¡Dios mío!, todo tenía sus límites.

Y allí estaba ella, de bruces sobre la hierba, desnuda como cuando era un bebé (¡la pequeña de George!), con el sombrero de paja y el vestido tirados a un lado, y la carne sonrosada ofreciéndose a ese… ¡a esa babosa! George ya no temía a Yulian, si le había temido alguna vez; ahora lo odiaba. ¡El extraño cabrón parecería todavía más raro cuando hubiese acabado con él!

Se arrancó los prismáticos del cuello y los arrojó sobre la cama, se volvió hacia la puerta… y de pronto se quedó rígido, boquiabierto. Algo que había visto, algo monstruoso, ardía en los ojos de su mente. Con manos temblorosas, tomó los gemelos y los enfocó de nuevo a la pareja que yacía entre las altas hierbas. Yulian había terminado y estaba ahora tendido al lado de su compañera. Pero George se fijó ahora más en el sombrero y el revuelto vestido. El sombrero de paja tenía la cinta negra. Era el de Anne. Y ahora que lo comprendió todo, vio que el vestido era también de Anne.

Los prismáticos resbalaron de los dedos de George. Se tambaleó, casi se cayó, se arrojó pesadamente sobre la cama. La cama de ellos, de Anne y de él. Ella se entregaba voluntariamente… no podía ser de otra manera. Estas palabras se repetían vertiginosamente en su cabeza. No podía creer lo que había visto, pero tenía que creerlo. No podía ser de otra manera.

No habría podido decir cuánto tiempo estuvo sentado allí, aturdido. ¿Cinco minutos? ¿Diez? Pero por fin salió de su estupor. Salió de su estupor, se sacudió, sabía lo que debía hacer. Todo lo que contaban del colegio de Yulian debía de ser verdad. ¡Aquel hijo de puta era un pervertido! Pero Anne, ¿qué decir de Anne?

¿Podía estar borracha? ¿O drogada? ¡Tenía que ser algo así! Yulian debía de haberle dado algo.

George se levantó. Ahora estaba frío, frío como el hielo. Su sangre hervía, pero su mente era un campo nevado, con el camino que había de seguir claramente dibujado en él. Miró sus manos y sintió en ellas la fuerza de Dios y la del diablo. Arrancaría los ojos negros y sin alma de aquel cerdo, ¡se comería su podrido corazón!

Bajó tambaleante la escalera, cruzó la casa vacía y caminó como un borracho, con rabia asesina, hacia el soto. Allí encontró el sombrero y el vestido de Anne, exactamente donde los había visto. Pero no a Anne, ni a Yulian. La sangre latía con fuerza en las sienes de George; el odio corroía su mente como un ácido, quitándole cuanto tenía de racional. Todavía tambaleándose, se abrió paso entre las zarzas bajas hasta el paseo enarenado, y miró con rabia la casa. Entonces algo le dijo que mirase atrás. Allí, junto a la verja, estaba vigilando Vlad, que enseguida empezó a avanzar con pasos indecisos.

George recobró un poco de su cordura. Ahora odiaba a Yulian y pretendía matarlo si podía, pero todavía temía al perro. Algo lo había indispuesto siempre con los perros, y, en particular, con éste. Corrió de nuevo hacia la casa y, al pasar alrededor de unos arbustos, vio a Yulian que, pasando entre los matorrales, se dirigía a la parte de atrás del edificio. Hacia la entrada del sótano.

—¡Yulian! —trató de gritar, pero se le atragantó la palabra.

No lo intentó de nuevo. ¿Por qué avisar al pervertido cabrón? Detrás de él, Vlad aceleró un poco, empezó a trotar.

En la esquina de la casa, George se detuvo un momento, aspiró aire desesperadamente. Estaba en malas condiciones. Entonces vio un herrumbroso azadón apoyado en la pared y lo agarró. Una mirada por encima del hombro le dijo que Vlad se acercaba, alargando los pasos, planas las orejas sobre la cabeza. George no perdió más tiempo, sino que se lanzó a través de los matorrales hacia la entrada del sótano. Y allí estaba plantado Yulian, ante la puerta abierta. Oyó que George se acercaba, volvió la cabeza y le dirigió una mirada sorprendida.

—¡Ah, George! —Esbozó una sonrisa forzada—. Precisamente me estaba preguntando si te gustaría ver los sótanos.

Entonces vio la expresión de George y el azadón que llevaba en las manos de blancos nudillos.

—¿Los sótanos? —jadeó George, enloquecido por el odio—. ¡Vaya si me gustaría!

Levantó el arma en forma de azadón. Yulian alzó un brazo para protegerse la cara y se volvió. La afilada y oxidada hoja de la pesada herramienta le alcanzó detrás del hombro derecho, pasó por debajo del omóplato y se hundió en la mitad del cuello.

Impulsado por el golpe, Yulian rodó por la rampa central, con el azadón todavía clavado. Mientras caía, exclamó «¡Oh! ¡Oh!» pero más que un grito era una expresión de sorpresa, de pasmo. George lo siguió, con los brazos estirados, mostrando los dientes, y mientras lo perseguía, Vlad lo perseguía a él.

Yulian yacía de bruces al pie de la escalera, junto a la puerta abierta del sótano. Gemía y se movía con torpeza. George apoyó un pie en mitad de su espalda y arrancó el azadón.

—¡Oh! ¡Oh! —repitió Yulian a su manera peculiar.

George levantó el azadón y oyó los gruñidos de Vlad detrás de él.

Se volvió y describió un arco mortal con la herramienta. El perro se detuvo en el aire al golpear el azadón un lado de su cabeza. Se derrumbó sobre el suelo de hormigón, gimiendo como un hombre. George jadeó roncamente, levantó de nuevo su arma, pero el animal estaba inconsciente. Respiraba, pero yacía inmóvil, con la lengua fuera. Parecía haberse apagado como una luz.

Ahora sólo quedaba Yulian.

George se volvió y vio que aquél entraba tambaleándose en la desconocida oscuridad del sótano. ¡Increíble! Con aquella herida, y el muy hijo de puta todavía podía andar. George lo siguió, visible la tambaleante figura de Yulian en la penumbra. El sótano era muy grande, con habitaciones y cámaras y pasillos oscuros, pero George no perdió un instante de vista a su presa. Entonces…, ¡una luz!

George vio, a través de una entrada en arco, una habitación débilmente iluminada. Una sola bombilla polvorienta y con pantalla pendía de un techo abovedado de piedra. Había perdido momentáneamente de vista a Yulian, en la oscuridad que rodeaba el cono de luz; pero entonces, el joven se tambaleó entre él y la lámpara, y George lo descubrió de nuevo y avanzó. Yulian lo vio y levantó, furioso, un brazo para romper la bombilla, pero falló, a causa de su lesión, haciendo bailar la lámpara y la pantalla pendiente del cordón.

Entonces, bajo aquella luz que giraba locamente, George vio el resto de la habitación. En ráfagas intermitentes de luz y oscuridad, captó en todo su detalle el infierno en el que había entrado.

Luz… y, en un rincón, un montón de tablas y una estantería cubierta de telarañas. Oscuridad… y Yulian, como una sombra todavía más oscura, agazapado vacilante en el centro de la habitación. Luz… y, junto a una de las paredes, Georgina, sentada en un viejo sillón de mimbre, con los ojos saltones pero vacíos, y la boca y las ventanas de la nariz abiertas como cavernas. Oscuridad… y un movimiento cerca de George, que pudo levantar el azadón para defenderse. Luz enloquecedora… y, a su derecha, una cuba grande de cobre, de un metro y medio de diámetro, sostenida por unas patas también de cobre; con Helen derrumbada en una silla a un lado de aquélla y con la espalda apoyada en la pared manchada de salitre, y Anne, desnuda y en la misma posición al otro lado. Con los brazos colgando dentro de la cuba, en la que parecía moverse algo continuamente, lanzando tiras de una materia pastosa hacia lo alto. Oscuridad vacilante…, de la que salía la risa de Yulian, la risa enfermiza de un loco irremediable. Entonces, de nuevo luz… Y George miró fijamente aquella cuba grande, o mejor dicho, a las mujeres. Y la escena se grabó indeleblemente en su cerebro.

La ropa de Helen rasgada de arriba abajo por delante y recogida hacia atrás, y la muchacha repantigada allí como una mujerzuela, con las piernas abiertas y mostrándolo todo. Y Anne, lo mismo; pero ambas hacían muecas, torcían horriblemente las caras, y mostraban alternativamente alegría y un horror total; con los brazos dentro de la cuba y aquel cieno indescriptible trepando por ellas hasta los hombros, ¡palpitando con una fuerza desconocida!

Oscuridad piadosa… y una idea en la mente aturdida de George: «¡Dios mío! ¡Eso se alimenta de ellas, y las alimenta a su vez!». Y Yulian tan cerca ahora, que podía oír su ronca respiración. Luz de nuevo, mientras la lámpara bailaba más despacio y el azadón se desprendía de los dedos lacios de George y se alejaba de él. Y por fin, George frente a frente con el hombre a quien había pretendido matar y que ahora descubría que no era realmente un hombre, sino algo nacido de sus peores pesadillas.

Unos dedos de goma, con la fuerza de grapas de acero, lo agarraron por el hombro y lo empujaron sin esfuerzo, irresistiblemente, hacia la cuba.

—George —dijo la pesadilla, en tono casi de conversación normal—, quiero mostrarte algo…