Capítulo 4

Yulian había sido un hijo tardío, nacido casi un mes más tarde de lo normal, aunque, dadas las circunstancias, su madre consideraba una suerte que no hubiese nacido antes. O que no hubiese sido prematuro. ¡O que no hubiese nacido muerto! Ahora, en el espacioso asiento de atrás del Mercedes de su prima Anne, de camino para el bautizo de Yulian en una pequeña iglesia de Harrow, Georgina Bodescu sujetó a la criatura en el moisés y recordó aquellas circunstancias: aquel tiempo, hacía casi un año, en que ella y su marido habían ido de vacaciones a Slatina, a sólo ochenta kilómetros de los amenazadores y salvajes bastiones de los Cárpatos Meridionales, los Alpes Transilvanos.

Un año es mucho tiempo y ahora podía mirar atrás sin tener la impresión de que también ella debía morir, sin someterse a las lentas y cálidas lágrimas y a la angustia de una autoinculpación. Porque durante largos, larguísimos meses, se había sentido culpable. Culpable de seguir con vida cuando Ilya estaba muerto, y de que, de no haber sido por su debilidad, él podría estar vivo todavía. Culpable de haberse desmayado al ver su sangre, cuando habría debido correr como el viento en busca de ayuda. Y el pobre Ilya yaciendo allí, inconsciente por el dolor, mientras la sangre manaba de su cuerpo y empapaba la oscura tierra… y ella estaba desmayada como… como un típica violeta inglesa.

Oh, sí, ahora podía mirar atrás —necesitaba hacerlo—, pues habían sido los últimos días de Ilya, de los que ella había sido parte. Lo había amado mucho, muchísimo, y no quería que se desvaneciese lo que recordaba de él. Si, al mirar atrás, le fuese posible evocar todas las cosas buenas sin provocar la pesadilla, se sentiría feliz.

Pero, desde luego, no podía…

Ilya Bodescu, rumano, enseñaba lenguas eslavas en Londres cuando Georgina lo conoció. Lingüista de profesión, se había trasladado de Bucarest, donde enseñaba francés e inglés, al European Institute de Regent Street, donde ella estudiaba búlgaro (su abuelo materno, comerciante en vinos, procedía de Sofía). Ilya había sido su maestro sólo en ocasiones, cuando sustituía a una pechugona y bigotuda matrona de Pleven; pero su agudo ingenio y sus negros ojos chispeantes habían transformado las largas y tediosas horas de trabajo en períodos demasiado cortos de pura satisfacción. ¿Amor a primera vista? No a la luz de una visión retrospectiva de doce años, pero sí un proceso bastante rápido desde cualquier punto de vista. Se habían casado antes de un año, que era el curso normal de Ilya en el instituto. Al terminar éste, ella había vuelto a Bucarest con él. Esto había sido en noviembre de 1947.

Las cosas no habían sido siempre fáciles. Los padres de Georgina Drew eran gente bastante acomodada; su padre, perteneciente al servicio diplomático, había desempeñado varios cargos prestigiosos en el extranjero, y su madre procedía también de una familia rica. Ex debutante convertida en enfermera auxiliar durante la Primera Guerra Mundial, había conocido a John Drew en un hospital de campaña en Francia, donde ella le había curado una grave herida en la pierna. Ésta lo dejó inútil para el combate durante el resto de la contienda, y ella pudo volver a casa con él. Se casaron en el verano de 1917.

Cuando Georgina presentó a Ilya a sus padres, éstos lo recibieron con bastante frialdad. Durante años, su padre, británico hasta la médula, había estado «soportando» el hecho de que su esposa fuese de ascendencia búlgara, ¡y ahora su hija traía a casa a un maldito gitano! No lo había dicho tan a las claras, pero Georgina supo perfectamente lo que pensaba su padre. Su madre no había sido tan ruda, aunque recordó demasiadas veces que «papá nunca había confiado mucho en los valacos de allende la frontera», desconfianza que alegaba como una de las razones de que él hubiese emigrado a Inglaterra en primer lugar. En una palabra, estuvieron lejos de hacer que Ilya se sintiese como en casa.

Por desgracia, en el lapso de los ocho años siguientes —repartidos para Georgina e Ilya entre Bucarest y Londres—, sus padres fallecieron. Todas las disputas habían sido olvidadas hacía tiempo, y Georgina había quedado en buena situación; lo cual era muy conveniente, ya que, en aquellos primeros años, Ilya no ganaba lo bastante con sus lecciones para mantenerla en el tren de vida a que estaba acostumbrada.

Pero fue entonces cuando ofrecieron a Ilya un empleo lucrativo como intérprete en el Foreign Office de Londres; pues, si el padre de Georgina había sido bastante incordio en vida, le había dejado como legado una excelente presentación a los círculos diplomáticos. Había una condición: para conseguir aquella posición, Ilya debía adquirir primero la nacionalidad británica. Esto no era inconveniente, pues había resuelto solicitarla a la primera oportunidad, pero tenía que terminar el curso en el instituto y completar uno más en Bucarest, antes de poder desempeñar el empleo.

El último año en Rumania había sido muy triste, porque sabía que era el último; sin embargo, al acercarse el final del curso, se había sentido dichoso. Once años después de la guerra, el ambiente de las ciudades en recuperación no había sido bueno para él. Londres tenía smog, y Bucarest, niebla; ambas ciudades estaban contaminadas por los gases tóxicos y, para Ilya, también lo estaban los libros mugrientos de las bibliotecas y las aulas. Su salud se había resentido un poco a causa de todo ello.

Habrían podido volver a Inglaterra cuando él terminó su contrato, pero un médico de Bucarest se lo desaconsejó.

—Quédense todo el invierno —recomendó—, pero no en la ciudad. Váyanse al campo. Largos paseos en un ambiente claro y fresco; eso es lo que necesita. Y por la noche, un buen fuego de leña, y mucha tranquilidad. Saber que la nieve es espesa fuera, pero que por dentro está caliente. Esto es muy satisfactorio. Hace que uno se alegre de vivir.

Había parecido un consejo razonable.

Ilya no tenía que empezar a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores hasta el final de mayo; pasaron la navidad en Bucarest con unos amigos; después, al empezar el año, tomaron el tren para Slatina, al pie de los Alpes. En realidad, la población estaba en la ladera de una estribación, pero sus moradores decían siempre que estaba «al pie de los Alpes». Allí alquilaron una casa que era un antiguo granero y que estaba apartada de la carretera de Pitesti, y se instalaron en ella antes de que empezasen las verdaderas nevadas del año.

A finales de enero, salieron las máquinas quitanieves para limpiar las carreteras, y sus azules y acres gases de escape contaminaron el aire claro y frío; los residentes iban al trabajo pataleando con fuerza; embozados hasta las orejas, parecían grandes fardos ambulantes más que personas. Ilya y Georgina asaban castañas en el hogar y hacían planes para el futuro. Hasta entonces habían procurado no tener hijos, pues les había parecido que su vida era demasiado inestable; pero allí…, allí sintieron que era el momento de empezar.

En realidad, habían empezado hacía casi dos meses, pero Georgina no estaba aún segura. Sólo lo sospechaba.

Pasaban los días en la población, cuando la nieve se lo permitía, y las noches en su destartalada casita alquilada, donde leían o hacían el amor delante del fuego. Por lo general, lo último. Un mes después de salir de Bucarest, había desaparecido la tos irritante de Ilya y éste había recobrado casi todas sus fuerzas. Con típico celo rumano, las gastaba pródigamente con Georgina. Había sido como una segunda luna de miel.

A mediados de febrero ocurrió lo imposible: tres días consecutivos de cielo despejado y de brillante sol, y toda la nieve que se fundía, de manera que, al amanecer el cuarto día, casi pareció que había empezado la primavera. «Otros dos o tres días de buen tiempo», les decían los vecinos con aire convencido, «¡y les parecerá que nunca han visto nieve! Aprovéchenlos ahora, pues, mientras puedan.» Y Georgina e Ilya habían decidido aceptar la sugerencia.

Con los años y las lecciones de Ilya, Georgina se había convertido en una buena esquiadora. Podría pasar mucho tiempo, antes de que tuviesen otra oportunidad. Allí abajo, en la llamada estepa, lo único que quedaba de la nieve eran unos montones grises y sucios en las orillas de las carreteras; pero unos kilómetros más arriba, en dirección a los Alpes, todavía podía encontrarse mucha.

Ilya alquiló un coche para un par de días —un destartalado y viejo Volkswagen— y esquíes. Y a la una y media de la tarde del fatídico cuarto día iniciaron la subida a las estribaciones alpinas. Se detuvieron para almorzar en una pequeña posada del extremo norte de Ionesti, donde comieron goulash regado con café espeso, seguido de sendos tragos de slivovitz para limpiarse la boca.

Después continuaron el ascenso hacia una región donde la nieve era todavía espesa sobre los campos y los setos. Y fue desde allí que Ilya observó la corcova de unos montes bajos y grises a algo así como un kilómetro y medio hacia el oeste, y salió de la carretera hacia un camino, para acercarse un poco más.

Por fin, el camino había estado lleno de baches bajo la nieve y ésta se había hecho más profunda, para gran contrariedad de Ilya. Para evitar un atasco, maniobró y puso el pequeño coche en la dirección por la que habían venido, para poder regresar con más facilidad cuando hubiesen terminado con su ejercicio deportivo.

¡Landlaufen! —había declarado él, bajando los esquíes de la baca.

Georgina se había lamentado:

—¿A campo traviesa? ¿Hasta aquellos montes?

—¡Son blancos! —declaró él—. Resplandecientes de nieve en polvo sobre suelo duro y firme. ¡Perfecto! Tal vez hay un kilómetro hasta allí, luego una lenta subida hasta la cima y un divertido slalom entre los árboles. Estaremos de vuelta aquí cuando se nos eche encima el crepúsculo.

—¡Pero son más de las tres! —protestó ella.

—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha. Vamos, será muy bueno para nosotros…

—¡Muy bueno para nosotros! —repitió ahora tristemente Georgina, con la imagen de él todavía clara al cabo de un año: alto y moreno y apuesto al levantar los esquíes de la baca del coche y arrojarlos sobre la nieve.

—¿Qué? —Anne Drew, su joven prima, la miró por encima del hombro—. ¿Decías algo?

—No. —Georgina sonrió con tristeza y sacudió la cabeza. Se alegraba de la interrupción de otro de sus recuerdos, pero al mismo tiempo lo lamentó. La cara de Ilya flotaba en el aire, se desvanecía superpuesta a la de su prima—. Soñaba despierta, eso es todo.

Anne frunció la frente y volvió a centrar la atención en la conducción del coche. «Soñar despierta», pensó. Sí, Georgina lo había hecho mucho durante los últimos doce meses. Parecía que había algo en ella, es decir, algo diferente del pequeño Yulian, que no había nacido a su debido tiempo. Dolor, sí, desde luego, pero más que eso. Era como si se hubiese tambaleado durante doce meses en el borde de un colapso nervioso y sólo la continuación de Ilya en Yulian lo había impedido. En cuanto a soñar despierta, a veces parecía tan lejana, tan desprendida del mundo real, que resultaba difícil traerla a él de nuevo. Pero ahora, con el pequeño…, ahora tenía algo a lo que aferrarse, un áncora, algo por lo que vivir.

Bueno para nosotros, repitió Georgina, pero esta vez para sus adentros, amargamente.

Porque no había sido «buena» para ellos aquella última travesura fatal en la nieve de los montes cruciformes, sino todo lo contrario. Había sido terrible, trágica. Una pesadilla que había vivido mil veces en el año transcurrido y que perduraría durante diez mil más, estaba segura. Adormecida por el calor del coche y el zumbido de su motor, volvió a sus recuerdos…

Habían encontrado un viejo cortafuego en la ladera del monte y habían empezado a subir hacia la cima, deteniéndose de vez en cuando para recobrar aliento y protegerse los ojos contra la blancura deslumbradora. Cuando llegaron jadeantes a la cresta, el sol estaba bajo y la luz empezaba a menguar.

—Ahora todo será cuesta abajo —había observado Ilya—. Un vivo slalom entre los arbolitos que han crecido en el cortafuego, y después un lento descenso de vuelta al coche. ¿Lista? ¡Vamos allá!

Y todo lo demás había sido… ¡un desastre!

Los arbolitos que él había mencionado eran en realidad árboles bastante crecidos. La capa de nieve, acumulada en el cortafuego, era mucho más profunda de lo que él había presumido, de manera que sólo las copas de los pinos —que parecían pequeños— se alzaban orgullosas sobre la blanca superficie. A medio camino, él había pasado demasiado cerca de uno de aquéllos, y una rama, justo debajo de la superficie, que semejaba una simple mata de hierba, se había enredado en su esquí derecho. Él se había erguido, saltado y resbalado durante más de veinte metros, en un revoltijo de anorak blanco y palos y esquíes y brazos y piernas, antes de enredarse con otro «arbolito» y detenerse en su veloz descenso.

Georgina, que se había retrasado mucho y esquiaba con más prudencia, lo había visto todo. El corazón pareció subirle a la garganta y, tras lanzar un grito, surcó la nieve con sus esquíes hasta llegar al sitio donde yacía despatarrado su marido. Había soltado de inmediato sus esquíes y los había clavado en la nieve para no perderlos; luego se había arrodillado junto a Ilya. Éste se apretaba los costados y no paraba de reír, y las lágrimas producto de la risa rodaban y se helaban en sus mejillas.

—¡Payaso! —dijo ella, y le golpeó el pecho—. ¡Payaso! ¡Me has dado un susto de muerte!

Él se había reído aún más fuerte al tiempo que le agarraba las muñecas y la sujetaba. Entonces había mirado sus esquíes y dejado de reír. El de la derecha estaba roto y se sostenía por una astilla donde se había partido a unos quince centímetros por delante de la grapa.

—¡Ay! —había exclamado entonces, con cara preocupada.

Y se había sentado sobre la nieve para mirar a su alrededor. Había sido entonces cuando Georgina comprendió que la cosa era grave. Podía verlo en los ojos de él, por la manera de fruncir los párpados.

—Vuelve al coche —le había dicho él—. Pero con cuidado; no hagas como yo y rompas tus esquíes. Pon el coche en marcha y abre la calefacción. No hay mucho más de un kilómetro y medio; así, cuando yo vuelva, habrás calentado el viejo cacharro. Sería una tontería que nos helásemos los dos.

—¡No! —había dicho rotundamente ella—. Volveremos juntos. Yo…

—Georgina —había dicho él a media voz, lo cual significaba que empezaba a enfadarse—. Mira, si volvemos juntos, esto querrá decir que llegaremos los dos mojados, cansados y con mucho, mucho frío. Yo me lo merezco, pero tú no. Si haces lo que digo, te calentarás muy pronto, y yo me calentaré poco después. Además, se está acercando la noche. Vuelve tú al coche, a la luz del crepúsculo, y podrás encender los faros, que me servirán de guía. También tocarás el claxon de vez en cuando, para que sepa que estás bien y disfrutando del calor, lo cual será para mí un nuevo aliciente. ¿Comprendes?

Ella lo había comprendido, pero sus argumentos no la habían hecho vacilar.

—Si permanecemos juntos, ¡al menos estaremos juntos! ¿Y si yo me cayese y no pudiera seguir adelante? Tú volverías al coche y yo no estaría allí. Y entonces ¿qué? Y yo tendría mucho miedo, Ilya. ¡Por mí y por ti!

Durante un segundo, él entrecerró los ojos todavía más. Pero entonces asintió con la cabeza.

—Desde luego, tienes razón. —Miró de nuevo a su alrededor. Después, quitándose los esquíes, dijo—: Está bien, te diré lo que vamos a hacer. Mira hacia allá abajo.

El cortafuego continuaba durante tal vez medio kilómetro, cuesta abajo y en fuerte pendiente. A ambos lados, grandes árboles, algunos de ellos muy viejos estaban apiñados, con la nieve amontonada debajo de los que estaban más cerca del cortafuego. Y lo estaban tanto unos de otros que sus ramas se entrelazaban a menudo. No habían sido talados desde hacía al menos quinientos años. A sus pies, la nieve era desigual, separada del suelo por una gruesa capa de agujas de abetos que la cubría como un manto.

—El coche está allí —dijo Ilya mientras señalaba hacia el este—, detrás de la curva del monte y más allá de los árboles. Atajaremos entre éstos hacia el sendero, y después seguiremos las huellas de nuestros esquíes para volver al coche. Nos ahorraremos tal vez medio kilómetro y nos será mucho más fácil andar por allí que por los sitios donde la nieve es más profunda. Al menos, para mí. Cuando estemos en el sendero, podrás ir esquiando, pero despacio, y cuando avistemos el coche, te adelantarás y lo pondrás en marcha. Pero tenemos que darnos prisa. Habrá poca luz debajo de aquellos árboles y, dentro de media hora, se habrá puesto el sol. No quisiera que estuviésemos todavía en el bosque mucho después de eso.

Entonces cargó con los esquíes de Georgina y salieron del cortafuego en busca del refugio y el silencio de los árboles.

Al principio habían avanzado deprisa, tanto que él casi había dejado de preocuparse. Pero había algo opresivo en la falda del monte, una quietud demasiado intensa, una impresión de siglos que habían pasado o estaban pasando como el «tictac» de un gran reloj, y de algo que esperaba, que observaba, de manera que Georgina sólo deseaba salir de allí y volver a campo abierto. Presumía que Ilya sentía también ese extraño genius loci, pues hablaba muy poco e incluso su respiración era silenciosa mientras caminaban en diagonal entre los árboles, moviéndose de un tronco a otro, evitando todo lo posible los lugares más abruptos.

Entonces habían llegado a un sitio donde unas piedras inclinadas sobresalían del suelo y de las hojas muertas; después tenían que salvar una pendiente muy empinada y rocosa hasta una zona nivelada. Y cuando él la ayudó a bajar, habían observado la mano del hombre debajo de los oscuros árboles.

Estaban sobre unas losas revestidas de líquenes, delante de… ¿un mausoleo? Al menos, eso era lo que parecían aquellas ruinas. Pero ¿aquí? Georgina, nerviosa, había apretado el brazo de Ilya. Difícilmente podía considerarse aquello un lugar sagrado, por mucho que se forzase la imaginación. Parecía como sí se moviesen allí presencias invisibles y comunicaran su movimiento al aire húmedo sin agitar las telarañas y las ramas muertas que pendían como dedos de la penumbra más intensa de las copas. Era un lugar frío, pero carente de la calidad estimulante del frío del invierno; un lugar donde el sol raras veces había entrado en… ¿cuántos siglos?

Construida con piedra tosca de la propia ladera, la tumba se había derrumbado hacía tiempo; la mayor parte del techo de pesados bloques yacía en un montón de cascotes sobre las losas del suelo, rotas a su vez y levantadas por el lento crecimiento de las grandes raíces. Una piedra rota, apoyada ahora en una arruinada pared lateral, habían constituido antaño el dintel de la amplia entrada de la tumba; había grabado en ella un escudo de armas, difícil de distinguir en la penumbra.

Ilya, a quien siempre habían fascinado las cosas antiguas, se había arrodillado al lado de la piedra caída y limpiado el polvo de la leyenda tallada.

—¡Vaya, vaya! —había dicho a media voz—. ¿Qué sacaremos en limpio de esto?

Georgina se había estremecido.

—¡Yo no quiero sacar nada! Es un lugar completamente horrible. Marchémonos de aquí; sigamos adelante.

—Pero mira, aquí hay unos signos heráldicos. Al menos supongo que lo son. Éste, el de más abajo, es… ¿un dragón? Sí, un dragón rampante, ¿lo ves? Y encima…, no puedo acabar de verlo.

—¡Porque el sol se está poniendo! —había gritado ella—. Se está haciendo de noche por momentos.

Pero, de todos modos, se había acercado a mirar por encima del hombro de él. El dragón esculpido aparecía con claridad ante sus ojos; era una criatura de soberbio aspecto tallada en la piedra.

—¡Y eso es un murciélago! —había dicho enseguida Georgina—. Un murciélago que vuela sobre la espalda del dragón.

Ilya se había apresurado a quitar más polvo y líquenes de las viejas estrías cinceladas, y había aparecido otro símbolo tallado. Pero el gran dintel, que había parecido firmemente asentado, se había movido de pronto y empezado a caer al derrumbarse la vieja pared.

Al empujar a Georgina hacia atrás, Ilya había perdido el equilibrio. Tratando de echarse atrás él mismo, su pierna había quedado de algún modo enganchada delante de él, directamente debajo del dintel que caía. Todavía tumbado allí, mientras caía la piedra, su grito de angustia y el horrible chasquido del hueso de la pierna al romperse y astillarse y abrirse camino a través de la carne, se había confundido con el chillido de Georgina.

Entonces, tal vez afortunadamente, Ilya había perdido el conocimiento. Ella había saltado para librarlo del dintel, y había descubierto que, si bien le había roto la pierna, no lo había atrapado. La parte inferior de la pierna se movió inútilmente y se dobló en un ángulo extraño al tocarla ella, pero, por milagro, no estaba sujeta. Entonces Georgina había visto y sentido la fractura, el hueso astillado que sobresalía de la carne y la ropa enrojecida, y los repetidos chorros de sangre sobre sus manos y su chaqueta.

Y eso era lo último que había visto, sentido u oído, hasta el momento en que había despertado. Mejor dicho, había visto otra cosa y la había olvidado al instante mientras caía al suelo. Esa cosa había permanecido olvidada, más exactamente, reprimida: era el tercer símbolo, tallado encima del dragón y del murciélago, que había parecido burlarse de ella en el momento de desmayarse…

—¿Georgy? ¡Estamos aquí!

La voz de Anne rompió el hechizo.

Georgina, reclinada en la parte de atrás del coche y con los ojos entrecerrados y el semblante súbitamente pálido, se sobresaltó y se puso rígida. Había estado a punto de recordar algo sobre el lugar donde Ilya había muerto, algo que había querido reprimir. Ahora aspiró agradecida el aire y esbozó una sonrisa.

—¿Ya hemos llegado? —consiguió decir—. Yo… ¡debería estar a muchos kilómetros de distancia!

Anne llevó el gran coche al aparcamiento de detrás de la iglesia y frenó suavemente. Entonces se volvió a mirar a su pasajera.

¿Seguro que estás bien?

Georgina asintió con la cabeza.

—Sí, estoy bien. Tal vez un poco cansada, pero eso es todo. Vamos, ayúdame a llevar la cesta.

La iglesia era de piedra vieja, vitrales de colores y arcos góticos, con un cementerio a un lado, donde las lápidas estaban inclinadas y revestidas de líquenes verde grisáceos. Georgina no podía soportar los líquenes, sobre todo cuando cubrían viejas inscripciones talladas en losas medio derrumbadas. Miró hacia el otro lado al cruzar deprisa el cementerio y doblar la esquina reforzada de la iglesia, dirigiéndose a la entrada. Anne, que sostenía la otra asa de la cesta, tuvo que trotar un poco para seguirla.

—¡Dios mío! —protestó—. ¿Crees que vamos a llegar tarde?

Y en realidad, casi era así.

En la escalinata de delante de la iglesia, esperaba el novio de Anne, George Lake. Habían vivido juntos durante tres años y acababan de fijar una fecha para la boda; iban a ser los padrinos de Yulian. Se habían celebrado varios bautizos esa mañana; el último grupo de felices padres, padrinos y parientes, estaba saliendo, radiante la madre al sostener a su hijo con el traje de bautizo. George pasó junto a ella y bajó corriendo la escalera, tomó la cesta y dijo:

—He presenciado todas las ceremonias: cuatro bautizos, con todos sus murmullos y rezos y remojones… ¡Y llantos! Creí que era justo que uno de nosotros estuviese aquí desde el principio hasta el fin. Pero el viejo vicario, ¡Señor, qué latoso es! ¡qué Dios me perdone!

George y Anne podrían haber sido hermano y hermana, incluso gemelos. «Hechos el uno para el otro», pensó Georgina. Ambos medían un metro setenta y cinco y eran un poco rollizos, aunque no gordos, los dos eran rubios, de ojos grises y voz suave. Pocas semanas separaban sus fechas de nacimiento: George era Sagitario, y Anne, Capricornio. Por tanto, él a veces metía la pata, y ella tenía la sensatez propia de su signo para sacarlo del apuro. Ésta era la interpretación que daba Anne de su relación, como partidaria que era de la astrología.

Dejaron que Georgina tuviese las manos libres para arreglarse un poco, tomaron la cesta entre los dos y entraron en la iglesia. La puerta de doble hoja era de roble, bajo un arco gótico, y estaba medio abierta hacia fuera en el rellano de la escalinata. De pronto sopló una ráfaga de viento, que levantó el confeti del día anterior en fuertes remolinos y cerró la puerta de golpe ante sus narices.

Antes había habido algún rayo de sol filtrándose entre las finas nubes grises, pero ahora éstas parecían acumularse, y el sol se fue apagando como una luz hasta oscurecerse visiblemente.

—No hace bastante frío para que nieve —dijo George, mirando el cielo como buen conocedor—. Mi pronóstico es que va a llover.

—¿A cántaros? —preguntó Anne, todavía impresionada por el golpe de la puerta.

—¡Al carajo! —dijo, irreverente, George—. ¡Entremos!

Un momento después, el vicario abrió la puerta desde dentro. Era delgado, aunque empezaba a engordar un poco con los años, y casi calvo. Su única ventaja era su alta estatura, que le permitía mirar a todos de arriba abajo. Tenía pequeños los ojos, agrandados por las gafas de gruesos cristales, y una nariz surcada de venitas y picuda, que hacía que su cabeza pareciese una veleta. Su delgadez daba la impresión de una mantis religiosa, pero al mismo tiempo le otorgaba un aire de buho.

¡Un ave rapaz!, pensó George, sonriendo para sí. Pero al mismo tiempo observó que el apretón de manos del viejo vicario era afectuoso y consolador, aunque tembloroso, y que su sonrisa era reflejo de una pura bondad. Tampoco carecía de ingenio.

—Me alegro de que hayas podido llegar —dijo, señalando con la cabeza la cesta de Yulian. El niño estaba despierto y miraba de un lado a otro. El vicario le hizo una mamola y añadió—: Jovencito, siempre es conveniente llegar temprano para el bautizo, puntual para la boda, ¡y con retraso para el entierro!

Después miró hacia la puerta y frunció el rostro. La súbita ráfaga de viento se había extinguido, llevándose el confeti.

—¿Qué ha pasado? —dijo el viejo, arqueando las cejas—. ¡Qué raro! Creía que el cerrojo estaba en su sitio. Pero, en todo caso, el viento tiene que ser fuerte para cerrar de golpe una puerta tan pesada como ésta. Tal vez se prepara una tormenta. —Al pie de la puerta, el cerrojo se arrastró chirriando sobre el surco que había trazado en las viejas baldosas, y se introdujo con un chasquido en su agujero al dar el vicario un último empujón a la puerta—. ¡Ya está!

Se frotó las manos y movió la cabeza, satisfecho.

«A fin de cuentas el viejo no es tan fastidioso», pensaron los tres, mientras los conducía hacia la pila bautismal.

En el pasado, el viejo clérigo había bautizado a Georgina; también la había casado, y estaba enterado de que había enviudado. Ésta era la iglesia que habían frecuentado sus padres en el ocaso de sus vidas, y a la que había asistido su padre de muchacho y de joven. No había necesidad de largos preliminares, y el vicario comenzó enseguida. Al dejar George y Anne la cesta, y tomar Georgina a Yulian en brazos, empezó a salmodiar.

—¿Ha sido ya bautizado este niño, o no?

—No —dijo Georgina, sacudiendo la cabeza.

—Que sea bienvenido —dijo gravemente el vicario—, pues todos los hombres son concebidos y nacen en pecado…

«Pecado», pensó Georgina, al escuchar las palabras del viejo. «Yulian no fue concebido en pecado.» Ésta había sido siempre una parte de la ceremonia que le había disgustado. «¿Pecado? Concebido en alegría y amor y dulcísimo placer, sí…, a menos que el placer fuese considerado pecado…»

Miró a Yulian en sus brazos; estaba despierto y miraba al vicario mientras éste leía en su libro. La cara del niño tenía una curiosa expresión; no del todo vacía, no exactamente boba. Había algo intenso en ella. Pero los bebés tienen toda clase de expresiones.

—… que Tú mires con piedad a este chiquillo; límpialo, santifícalo con el Espíritu Santo. Que él…

El Espíritu Santo. Los espíritus se habían agitado al pie de los árboles inmóviles en los montes cruciformes, pero no eran santos. ¡Eran infernales!

Un trueno retumbó a lo lejos y los altos vitrales de colores se iluminaron por un instante con el resplandor de un relámpago remoto, antes de sumirse en una oscuridad más profunda. Pero había una lámpara encendida sobre la pila bautismal, suficiente para los ojos del vicario detrás de sus gruesas gafas. Se estremeció visiblemente al leer las frases, pues la temperatura pareció descender de pronto de un modo espectacular.

El viejo se interrumpió un momento, miró hacia arriba y pestañeó. Miró las caras de los tres adultos y, después, la del pequeño, se detuvo en ella unos instantes y volvió a pestañear rápidamente. Contempló la lámpara de encima de la pila y, luego, los altos ventanales. A pesar de sus temblores, el sudor brillaba en su frente y encima de su labio superior.

—Yo… yo… —dijo.

—¿Está usted bien? —George estaba preocupado. Asió el brazo del vicario.

—Sólo un resfriado. —El viejo trató de sonreír, pero sólo consiguió parecer más enfermo. Sus labios se pegaron a los dientes, que eran postizos y bailaban un poco. Se disculpó inmediatamente—: Lo siento, pero esto no es de extrañar. Aquí hay mucha corriente de aire, ¿saben? Pero no se preocupen, no los dejaré plantados. Terminaremos con esto. Ha sido una indisposición repentina; eso es todo.

La sonrisa enfermiza se extinguió en su semblante.

—Después de esto —dijo Anne—, debería pasar el resto del fin de semana en la cama.

—Creo que lo haré, querida.

El vicario volvió torpemente a su texto.

Georgina no dijo nada. Sentía algo extraño, irreal, desenfocado. ¿Fruncían el entrecejo las iglesias? Ésta lo hacía. Se había mostrado hostil desde el momento en que habían llegado. Esto era lo que inquietaba al vicario: también él podía sentirlo, pero no sabía qué era.

«Pero ¿cómo sé yo lo que es?», se preguntó Georgina. «¿Lo había sentido antes?»

—… acercaron los niños a Cristo, para que los tocase, y Sus discípulos rechazaron a los que los traían…

Georgina sintió que la iglesia gruñía a su alrededor, tratando de expulsarla. No, tratando de expulsar… ¿a Yulian? Miró al pequeño y éste la miró a su vez: su cara esbozó una de esas sonrisas que no son tales, de los niños pequeños. Pero miraba fijamente, sin pestañear. Y al mirarlo ella, vio que aquellos ojos tan queridos giraban en sus cuencas para fijarse en el viejo vicario. No había en ello nada malo; sólo que parecía una acción tan deliberada…

«¡Yulian es un niño corriente!», se dijo Georgina, negando sus pensamientos. No era la primera vez que había tenido aquella impresión y lo había negado, y ahora debía hacerlo de nuevo. ¡Es un niño corriente! Era cosa de ella, no del pequeño. Lo estaba culpando de lo de Ilya. Era la única explicación.

Miró a George y a Anne y ellos le sonrieron, tranquilizadores. ¿Acaso no sentían el frío, el ambiente extraño? Evidentemente, pensaban que estaba preocupada por el vicario, por la ceremonia. Aparte de eso, no sentían nada. Bueno, tal vez sentían la corriente de aire; pero eso era todo.

Georgina sentía más que el frío. Y lo mismo le ocurría al vicario. Ahora se saltaba líneas, leía deprisa y casi de forma mecánica; parecía más un lúgubre robot que un ser humano. Eludía mirarlos, en especial a Yulian. Tal vez podía sentir los ojos del pequeño mirándolo sin pestañear.

—Queridos hermanos —salmodió, dirigiéndose a Anne y George, los padrinos—, habéis traído aquí a este niño para ser bautizado…

«Tengo que parar esto.» Los pensamientos de Georgina se hacían cada vez más estrafalarios. Empezó a sentir pánico. «Tengo que hacerlo antes de que… antes de que ocurra… pero, que ocurra ¿qué?»

—… para librarlo del pecado, para santificarlo con…

Fuera, pero ahora mucho más cerca, retumbó el trueno, acompañado de un relámpago que iluminó las ventanas del oeste y proyectó rayos caleidoscópicos de brillantes colores al interior. El grupo alrededor de la pila bautismal fue primero amarillo, después verde y, por último, carmesí. Yulian era como de sangre en brazos de Georgina; sus ojos eran como de sangre cuando miraron al vicario.

En el fondo de la iglesia, debajo del pulpito, casi inadvertido durante todo el tiempo, un hombre de aspecto fúnebre había estado barriendo las losas del suelo. Ahora, sin ningún motivo visible, tiró la escoba, se arrancó el delantal y, lo enrolló, y salió casi corriendo de la iglesia. Los otros pudieron oír cómo gruñía, como irritado por algo. Otro relámpago lo pintó de azul, de verde y por último de blanco, como una fotografía sin revelar, al llegar a la puerta y perderse de vista.

—Es un excéntrico. —El vicario, que parecía un poco más dueño de sí, frunció el rostro, y pestañeó ante su brusca desaparición—. Limpia la iglesia porque le «gusta». Al menos, así lo dice.

—¿Podemos continuar? —dijo George, que por lo visto se había cansado de las interrupciones.

—Desde luego, desde luego —dijo el viejo, que miró de nuevo el libro y se saltó algunas líneas más—. ¿… prometéis que velaréis por él, que renunciará al diablo y a sus obras, y creerá constantemente…?

Yulian también estaba harto. Empezó a patalear y a hacer acopio de aire para una sesión de berridos. Su cara se hinchó y empezó a volverse un poco azul, lo cual significaba normalmente que la frustración y la cólera empezaban a hervir debajo de la superficie. Georgina no pudo retener un profundo suspiro de alivio. A fin de cuentas, ¿qué era Yulian, sino un bebé indefenso?

—… los deseos de la carne… que fue crucificado, muerto y sepultado; que descendió a los infiernos y resucitó al tercer día; que Él…

«Sólo un bebé», pensó Georgina, «con sangre de Ilya y mía, y…» ¿y…?

—… a los vivos y a los muertos…

La iglesia estaba a oscuras por completo, y la tormenta, casi directamente encima de ella.

—… ¿y la resurrección de la carne y la vida perdurable?

Georgina se sobresaltó cuando oyó responder al unísono a Anne y George:

—Lo creemos firmemente.

—¿Será él bautizado en esta fe?

De nuevo George y Anne:

—Este es su deseo.

¡Pero Yulian lo negó! Lanzó un grito que sacudió las vigas, se agitó y pataleó con asombrosa fuerza en brazos de su madre. El viejo clérigo sintió que habría dificultades (no verdaderas dificultades, pero dificultades al fin y al cabo), y decidió no prolongar la ceremonia. Tomó al pequeño de los brazos de Georgina. El traje blanco de bautizo de Yulian tenía casi reflejos de luz de neón, y él era un bulto de color rosa palpitante entre sus pliegues.

Mientras el bebé seguía berreando, el viejo vicario dijo a George y Anne:

—¿Qué nombre quieren ponerle?

—Yulian —respondieron simplemente.

El vicario asintió con la cabeza.

—Yulian, yo te bautizo en el nombre del…

Se interrumpió y miró fijamente al pequeño. Su mano derecha (con un automatismo fruto de la práctica y de la costumbre) se había sumergido en la pila y tomado agua, pero la detuvo, goteando.

Yulian seguía aullando. Anne y George y Georgina sólo oían su llanto. Al no tocar ya a su hijo, Georgina se sintió súbitamente libre, descargada, ajena a lo que vendría ahora. No era obra suya; ella no era más que una espectadora; el sacerdote debía aguantar toda la carga de su propio ritual. También ella oía solamente el llanto de Yulian, pero sentía que se acercaba algo tremendo.

Para el vicario, los berridos del pequeño sonaban de un modo diferente. Ya no era el llanto de un niño, sino de una bestia. Tenía caída la mandíbula inferior, y miró hacia arriba, pestañeando deprisa al pasar de una cara a otra: George y Anne, sonrientes, aunque ligeramente desconcertados, y Georgina, menuda y macilenta. Y entonces el sacerdote miró de nuevo a Yulian. Él bebé gruñía ahora, ¡con gruñidos bestiales de furor! Su llanto no era más que un disfraz, como el perfume que disimula el hedor de la basura. ¡En el fondo estaba el graznido del horror absoluto!

De forma automática, aunque con la mano temblando como una hoja en un vendaval, el viejo vertió un poco de agua sobre la frente febril del pequeño y trazó una cruz con el dedo. ¡El agua podría haber sido ácido sulfúrico!

—¡No!, —oyó el sacerdote en el estruendoso llanto.— NO TRACES CRUCES SOBRE MÍ, ¡PERRO TRAIDOR CRISTIANO!

El vicario creyó que se había vuelto loco. Sus ojos se desorbitaron detrás de los gruesos cristales de las gafas.

Los otros no oyeron nada, salvo el llanto del bebé, que ahora cesó al instante. El viejo y el pequeño se miraron en un silencio ensordecedor.

—¿Qué? —preguntó de nuevo el vicario, en voz muy baja. Ante sus ojos, la piel de la frente del bebé se hinchó en dos bultos gemelos, como dos grandes forúnculos en una erupción instantánea. La fina piel se rompió y asomaron unos cuernos romos de cabra, que se iban curvando al salir. Las mandíbulas de Yulian se alargaron en un hocico perruno que, al abrirse, mostró una cavidad roja, unas encías blancas y una lengua viperina. El aliento de aquella cosa era fétido, como de tumba abierta, y los ojos, pozos de azufre que quemaron como fuego la cara del vicario.

—¡Jesús! —exclamó el viejo—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué eres tú?

Y dejó caer el niño. O lo habría dejado caer, de no haber sido por George, que había advertido sus ojos vidriosos, el aflojamiento de sus músculos y la rápida palidez de su semblante. Al derrumbarse el viejo, George dio un paso adelante y tomó a Yulian de sus manos.

Anne, alerta también, había agarrado al viejo y conseguido que no fuese tan brusca su caída. Pero Georgina también se tambaleaba. Como los otros dos, no había visto, olido ni oído nada…, pero era la madre de Yulian. Había sentido que se acercaba algo, y sabía que era esto. Al desmayarse también ella, cayó un rayo en el campanario y retumbó un trueno como un cañonazo.

Después, sólo hubo silencio. La luz volvió poco a poco y de las vigas cayeron nubecitas de polvo.

George y Anne, como fantasmas blancos, se miraban boquiabiertos en la penumbra de la iglesia.

Y Yulian reposaba, angelical, en los brazos de su padrino…

Georgina tardó un año en recobrarse. Yulian pasó aquel tiempo con sus padrinos, que después tuvieron un hijo propio de quien preocuparse y a quien cuidar. Su madre lo pasó en un sanatorio bastante distinguido. Esto no sorprendió mucho a nadie; su depresión nerviosa, demorada durante tanto tiempo, se había producido al fin con plena intensidad. George y Anne, y otros amigos de Georgina, la visitaban con regularidad, pero nadie mencionó jamás el fracasado bautizo ni la muerte del vicario.

Había sido un ataque de alguna clase. La salud del viejo había estado empeorando. Después de su colapso en la iglesia, sólo había durado unas pocas horas. George había ido con él en una ambulancia al hospital y lo había acompañado hasta su muerte. El viejo había recobrado el conocimiento en los últimos momentos, antes de marcharse para siempre de este mundo.

Miró fijamente la cara de George y abrió mucho los ojos al recordar, con incredulidad.

—Todo está bien —lo había consolado George, mientras le daba unas palmadas en la mano que había agarrado su antebrazo con fuerza febril—. Tranquilícese. Está en buenas manos.

—¿En buenas manos? ¡En buenas manos! ¡Dios mío! —El viejo estaba perfectamente lúcido—. Soñé… soñé… que se celebraba un bautizo. Usted estaba allí.

Era casi una acusación.

George sonrió.

Tenía que celebrarse un bautizo —respondió—. Pero no se preocupe, podrá terminarlo cuando se levante y pueda volver a andar de un lado a otro.

—¿Fue real? —El viejo trató de incorporarse—. ¡Fue real!

George y una enfermera lo sostuvieron en la cama y lo bajaron cuando se derrumbó de nuevo sobre las almohadas. Entonces acabó de hundirse. Su cara se contrajo y el hombre pareció encogerse dentro de sí mismo. La enfermera salió corriendo de la habitación y empezó a gritar llamando a un médico. Todavía presa de convulsiones, el vicario hizo una seña a George, con un dedo tembloroso, para que se acercase más. Su cara estaba agitada y había adquirido el color del plomo.

George acercó el oído a los labios del viejo y oyó que murmuraba:

—¿Bautizarlo? No, no…, ¡no deben hacerlo! Primero… ¡primero hay que exorcizarlo!

Y éstas fueron las últimas palabras que pronunció en su vida. George no lo mencionó a nadie. Parecía claro que al viejo también le flaqueaba la cabeza.

Una semana después del bautizo, Yulian sufrió una erupción de diminutas ampollas blancas en la frente. Con el tiempo, se secaron y desaparecieron, dejando solamente unas marcas apenas visibles, como pecas…