Capítulo 3

El camino estaba como pegado a la negra piedra del acantilado, a la manera de una serpiente de plata bajo la luna. Su superficie era lo bastante ancha como para que pudiese pasar una pequeña carreta, pero no más; y en algunos sitios, el borde se había desmoronado y el sendero se estrechaba hasta tener poco más de la anchura de un hombre. Era precisamente cuando estaban en estos pasos estrechos que la brisa nocturna que venía del bosque arreciaba hasta tal punto, que parecía tirar amenazadora de los hombres que subían como insectos hacia aquel desconocido nido de águilas que era su destino.

—¿Es mucho más largo este maldito sendero? —preguntó Thibor al gitano, después de unos ochocientos metros de lenta y cuidadosa ascensión.

—Estamos en la mitad —respondió al punto Arvos—, pero de aquí en adelante es más empinado. He oído decir que antiguamente subían carretas por aquí, pero de esto hace un siglo o más, y el camino ha estado descuidado.

¡Humm! —gruñó el simiesco acompañante de Thibor—. ¿Carretas? ¡Yo no traería ni una cabra aquí!

Al oír esto, el otro valaco, el jorobado, se sobresaltó y se apretó más contra la roca.

—Yo no sé nada de cabras —murmuró con voz ronca—, pero, si no me equivoco, tenemos una extraña compañía: ¡los «perros» de Ferenczy!

Thibor miró adelante, hacia el lugar donde el sendero desaparecía alrededor de la curva del acantilado. Recortadas sus siluetas contra el espacio estrellado, se erguían formas lobunas gibosas, con el hocico levantado, las orejas alerta y brillantes los ojos feroces. Pero había sólo dos de ellos. Tras lanzar una exclamación de sorpresa y luego una maldición, Thibor miró atrás hacia las más oscuras sombras, y vio a los otros dos; mejor dicho, vio sus ojos triangulares plateados por la luna.

—¡Arvos! —gritó, una vez recobró el aplomo, y alargó los brazos para agarrar al viejo gitano—. ¡Arvos!

El súbito estruendo habría podido ser el de un trueno, pero el aire era claro y seco y las pocas nubes que había en el cielo no eran de tormenta; el trueno raras veces hace que tiemble el suelo bajo los pies.

El amigo delgado y encorvado de Thibor marchaba el último y se hallaba en el sitio donde el sendero se había convertido en una estrecha cornisa. Sólo necesitaba dar un paso para hallarse en lugar seguro.

—¡Desprendimiento de piedras! —gritó con voz ronca, mientras saltaba hacia adelante.

Pero en el momento de saltar, las piedras llovieron sobre él y lo arrastraron. Así de rápido: estaba allí, con los brazos alargados y el semblante pálido a la luz de la luna, y se había ido. No gritó; golpeado por las piedras, sin duda estaba inconsciente o muerto ya al caer.

Cuando el último guijarro y la última nubecita de polvo hubieron pasado y se hubo extinguido el eco del desprendimiento, Thibor se acercó al borde del camino y miró hacia abajo. Nada pudo ver; sólo oscuridad y el centelleo de la luz sobre unas rocas lejanas. Arriba y abajo del camino, no había rastro de los lobos.

Thibor se volvió hacia el lugar donde temblaba y se pegaba a la roca el viejo gitano.

—¡Un desprendimiento de piedras! —El viejo vio la expresión del semblante de Thibor—. No puedes culparme de que hayan caído piedras. Si él hubiese saltado en vez de gritar…

Thibor asintió con la cabeza.

—No —dijo, negra la expresión como la misma noche—, no puedo culparte de un desprendimiento de piedras. Pero, de ahora en adelante la culpa será lo de menos. De ahora en adelante, si hay algún problema, por la causa que sea, te arrojaré al abismo. De esta manera, si tengo que morir, sabré que tú has muerto primero. Pues quiero dejar una cosa en claro, viejo. No me fío de Ferenczy, no me fío de sus «perros» y menos aún de ti. No habrá más avisos. —Señaló el sendero con el pulgar—. Para adelante, Arvos de los szgany, ¡y aprisa!

Thibor no pensó que su aviso valiese gran cosa; aunque produjese efecto en el gitano, por cierto no lo produciría en su señor de las montañas. Pero tampoco era el valaco hombre capaz de amenazar en vano. Arvos el szgany era siervo del Ferenczy, sin duda alguna. Y siendo así, si había más dificultades (Thibor estaba seguro de que el alud había sido provocado), cuidaría de que alcanzasen primero a Arvos. Y las habría: los esperaban en el desfiladero donde el acantilado era dividido por una profunda sima y detrás del cual se alzaba el castillo de Ferenczy.

Eso fue lo que vieron Thibor y su simiesco amigo valaco, y el ahora siniestro gitano Arvos, cuando llegaron a aquella hendidura. En tiempos remotísimos, las montañas habían sufrido convulsiones y se habían partido. Se habían abierto puertos en las cadenas montañosas, y éste podía ser uno de ellos. Salvo que, en este caso, la hendidura no había sido completa. El acantilado por cuya cara habían caminado conducía al fin a una alta cresta que se alzaba ahora a unos ochocientos metros de distancia. La cresta estaba dividida en dos picos gemelos, como las orejas de un murciélago o de un lobo. Y allí, a horcajadas sobre el desfiladero donde éste se estrechaba más, aferrándose a las dos caras opuestas y apoyado en el centro en sólido arco de albañilería, se alzaba la mansión de los Ferenczy. Como antes, había dos ventanas iluminadas, como ojos debajo de las afiladas y negras orejas, y la hendidura inferior parecía formar una boca abierta.

—¡No es raro que ese hombre críe lobos! —dijo el achaparrado compañero de Thibor.

Sus palabras produjeron el efecto de un conjuro. Los lobos bajaron por el sendero del acantilado, viniendo del castillo, y no eran sólo cuatro de ellos. Eran muchos, un tropel de animales de piel gris y ojos amarillos como joyas. Y avanzaban a paso largo y resuelto.

—¡Una manada! —gritó el amigo de Thibor.

—Son demasiados para luchar contra ellos —le gritó a su vez el voevod.

Por el rabillo del ojo vio que Arvos daba un paso adelante, en dirección a los lobos que avanzaban. Alargó una pierna, haciendo una zancadilla el viejo gitano.

—¡Agárralo! —ordenó Thibor, desenvainando la espada.

El valaco achaparrado levantó a Arvos con la misma facilidad con que habría alzado la rama seca y muerta de un árbol, y lo sostuvo sobre el abismo. Arvos chilló, aterrorizado. Los lobos se detuvieron inquietos a pocos pasos de distancia. Los que iban delante levantaron los afilados hocicos y aullaron lúgrubremente. Estaba claro que esperaban alguna orden. Pero ¿de quién?

Arvos dejó de chillar, volvió la cabeza y miró con ojos desorbitados al lejano castillo. Su garganta se movía espasmódicamente al tragar saliva.

El hombre que lo sostenía miró a Thibor.

—¿Qué hago ahora? ¿Lo suelto?

El corpulento valaco sacudió la cabeza.

—Sólo si ellos nos atacan —respondió.

—Entonces, ¿crees que el Ferenczy los controla? Pero… ¿es posible?

—Parece que nuestra presa tiene poderes —dijo Thibor—. Mira la cara del gitano.

Arvos tenía la mirada fija. Thibor había visto antes esa expresión, cuando el viejo había utilizado la sartén-espejo en el pueblo: como si una película lechosa le cubriera cada globo de los ojos.

Entonces habló el gitano.

—¿Señor? —La boca de Arvos apenas se movía. Sus palabras fueron al principio como susurros que se confundían con la brisa de la montaña, pero enseguida elevaron su tono—. ¿Señor? Señor, siempre he sido tu fiel… —se interrumpió de súbito, como cortado en seco, y sus ojos empañados se desorbitaron—. No, señor, ¡no!

Su voz era ahora un chillido; arañó las manos y los musculosos brazos que lo sostenían contra la gravedad; levantó una vez más la clara mirada hacia la cornisa y los lobos agrupados en ella.

Thibor casi había sentido la fuerza que emanaba del lejano castillo, casi había percibido el rechazo que con toda seguridad condenaba a muerte al szgany. Si el Ferenczy había acabado con él, ¿por qué esperar?

Los dos lobos de pecho macizo que marchaban delante, avanzaron a la vez, con los músculos tensos.

—¡Suéltalo! —gruñó Thibor, implacable, y añadió—: Deja que muera… ¡y lucha por tu vida! La cornisa es estrecha; si no nos separamos, tendremos una oportunidad.

Su compañero trataba de soltar al viejo, pero no podía. El gitano se agarraba a sus brazos, luchaba con desesperación para poner de nuevo los pies sobre la cornisa. Pero era ya demasiado tarde para los dos hombres. Despreciando sus propias vidas, los dos grandes lobos grises saltaron como disparados por un muelle. No contra Thibor (ni siquiera lo miraron), sino directamente contra su achaparrado camarada que trataba de desprenderse de Arvos. Se produjo el choque, un peso muerto contra una doble silueta tambaleante, y el simiesco valaco, Arvos y los dos lobos saltaron sobre el borde del sendero y cayeron en la oscuridad.

Nada había podido hacer Thibor. Sólo pensó un instante en ello. Los jefes de la manada se habían sacrificado en respuesta a una orden que él no había oído… ¿o tal vez sí? Pero, en todo caso, habían muerto voluntariamente por una causa que él no podía comprender. Sin embargo, seguía viviendo, y vendería cara su vida.

—¡Venid todos! —aulló a la manada, casi en su misma lengua—. Vamos, ¿quién será el primero en probar mi acero?

Durante unos largos momentos, ninguno de los animales se movió.

Entonces…

Entonces se movieron, , pero no hacia adelante. En lugar de ello, se volvieron, se apartaron, se detuvieron y miraron hacia atrás por encima de las flacas espaldas.

—¡Cobardes! —rugió Thibor.

Dio un paso en su dirección; ellos se apartaron más y lo miraron de nuevo, y el valaco se quedó boquiabierto. Comprendió, supo de pronto, que no habían venido para hacerle daño, sino solamente para asegurarse de que vendría solo.

Por primera vez empezó a comprender algo del verdadero poder del misterioso boyardo, supo por qué el Vlad lo quería muerto. Y de pronto también lamentó haberse burlado tanto de las advertencias de su informador en la corte. Desde luego, podía volver al pueblo y traer al resto de sus hombres. Pero…, ¿podía? Detrás de él, con las pálidas lenguas colgando, un montón de cuerpos peludos cerraban el camino de la cara del acantilado.

Thibor se acercó otro paso y no se movieron ni un milímetro, pero sus muecas perrunas se convirtieron de inmediato en gruñidos. Dio entonces un paso en dirección contraria, y lo siguieron. Tenía una escolta.

—Por mi libre voluntad, ¿eh? —murmuró, y miró la espada que tenía en la mano.

La espada de algún guerrero varyagi, una buena espada de vikingo, pero inútil si la manada decidía atacar en masa. O si alguien lo decidía por ella. Thibor lo sabía, y sospechaba que ellos lo sabían también.

Envainó el arma y encontró valor para ordenar:

—Adelante, amigos; pero no os acerquéis demasiado, ¡u os cortaré las patas como amuletos!

Y así fue cómo lo llevaron al castillo, en la roca hendida…

En su tumba poco profunda, la vieja Cosa enterrada se estremeció de nuevo, esta vez de miedo. Por muy monstruoso que haya podido ser un hombre en este mundo, cuando sueña con su juventud, lo que lo había espantado entonces lo espanta ahora. Era esto lo que le pasaba a la criatura-Thibor, y ahora su sueño lo llevaba hasta las puertas del terror.

El sol se estaba poniendo; su borde formaba una pequeña ampolla roja sobre el monte, pero sus rayos aún resplandecían sobre la tierra, donde las sombras se alargaban más y más, borrando deprisa las manchas doradas del sol. Sin embargo, ni siquiera cuando el sol se hubo puesto del todo para iluminar otras tierras, pudo Thibor «despertar» en el sentido que dan los hombres a esta palabra; pues él podía soñar durante muchos años entre períodos de aquella cosa odiosa llamada vigilia. No es agradable ser una Cosa enterrada despierta, sola, inmóvil, no-muerta.

Pero la rica sangre que empapaba la tierra lo despertaría, por cierto, en el instante en que lo tocase. Incluso ahora, la proximidad de aquel líquido cálido, precioso, despertaba pasiones en él. Sus fosas nasales se abrieron más al percibir su olor; su corazón disecado pidió a su propia y antigua sangre que circulase más aprisa por sus venas; su núcleo de vampiro gimió sin ruido en el sueño que compartía con él.

No obstante, el sueño de Thibor era más fuerte. Era un imán de la mente, que lo atraía a una conclusión que conocía y temía desde la antigüedad, pero que siempre debía experimentar de nuevo. Y en la fría tierra del claro entre árboles inmóviles, donde las piedras de su mausoleo yacían rotas y cubiertas de líquenes, la Cosa de pesadilla siguió soñando…

El camino se ensanchó, se convirtió en una avenida flanqueada de altos y oscuros pinos, sobre una nivelada y amplia franja de piedras acumuladas durante siglos. A la izquierda de Thibor, más allá de los rectos troncos de los pinos, unas rocas lisas y negras se alzaban verticalmente a más de cien metros, contra un cielo añil tachonado de estrellas; a su derecha, los árboles se apretujaban y descendían por un lado de la garganta ya no tan estrecha, para ascender por el otro. En el fondo, fluía y gorgoteaba el agua, invisible bajo el negro manto de la noche. El Vlad había tenido razón: con un puñado de hombres (o de lobos) el Ferenczy podía defender fácilmente su castillo contra un ejército. Sin embargo, las cosas podían ser diferentes dentro de aquél. Sobre todo si el boyardo estaba en verdad solo o casi solo.

Por fin se irguió ante él el antiguo edificio. Su sillería era maciza, pero corroída por el tiempo. A ambos lados del desfiladero se alzaban enormes torres de más de veinte metros; cuadradas y casi lisas en sus anchas bases, tenían a mayor altura ventanas en arco y fortificadas, cornisas y balcones con profundas troneras y canalones de piedra surgiendo de las bocas de gárgolas talladas con cabezas de monstruos marinos. En lo alto de cada torre, se abrían más troneras delante de las agujas piramidales cubiertas de tejas pero con grandes agujeros que mostraban la urgente necesidad de una reparación, y envolviéndolo todo, un fuerte miasma de decadencia, una pátina húmeda y malsana, como si la propia piedra exudara un frío y pegajoso sudor.

A media altura, los muros interiores tenían contrafuertes voladizos casi tan macizos como las propias torres y que se encontraban sobre la garganta en un tramo único, como un puente de piedra de unos dos metros y medio de torre a torre. Sostenido por los contrafuertes, se levantaba un largo salón de un solo piso construido de madera, con pequeñas ventanas cuadradas. Tenía un techo puntiagudo, cubierto de grandes pizarras; tanto el salón como el tejado estaban en tan mala condición como las torres. De no haber sido porque dos de las ventanas estaban iluminadas por luces centelleantes, todo el castillo habría parecido desierto, arruinado. No era como se imaginaba Thibor que debía ser la residencia de un gran boyardo. Por otra parte, si hubiese sido supersticioso, sin duda habría creído que allí vivían demonios.

El número de lobos empezó a menguar al acercarse a las paredes del castillo. El valaco avanzó, pero hasta que estuvo a la sombra de aquellas paredes no pudo ver las sencillas defensas de aquél: un foso de poco menos de cinco metros de anchura y similar profundidad, excavado en la sólida roca y con el fondo lleno de largas estacas afiladas y tan próximas entre sí que cualquier hombre que cayese allí quedaría ciertamente empalado. También vio entonces la puerta: una pesada puerta de roble reforzada con hierros y dispuesta de manera que pudiese formar un puente levadizo. Y justo mientras miraba, la puerta empezó a bajar, crujiendo y chirriando las pesadas cadenas al ser tendida sobre el foso.

Entonces apareció en la abertura un personaje envuelto en una capa y que sostenía una antorcha encendida. Debido al resplandor de ésta, poco podía verse de las facciones del hombre; lo único que Thibor pudo distinguir fue su palidez, y sintió la vaga impresión de unas proporciones grotescas. Sin embargo, tuvo sospechas, y más que sospechas, en el instante en que habló aquel pesonaje:

—Conque has venido… por tu propia y libre voluntad.

Thibor había sido acusado a menudo de ser un hombre frío, con una voz fría y sin emoción. Nunca lo había negado. Pero, si su voz era fría, ésta parecía haber salido de una tumba. Y si momentáneamente le había parecido apaciguadora, ahora le atacaba los nervios como el dolor de un diente cariado o el frío acero sobre un hueso vivo. Era vieja (vieja como las montañas y es posible que depositaria de tantos secretos como éstas), pero no era una voz enfermiza, por cierto; tenía la autoridad de todo conocimiento oscuro.

—¿Mi propia y libre voluntad?

Thibor se atrevió a apartar la mirada del personaje y vio que estaba solo por completo. Los lobos se habían desvanecido en la noche, en las montañas. Tal vez un par de ojos amarillos brillaron un momento bajo los árboles, pero eso fue todo. Se volvió para mirar de nuevo a su anfitrión.

—Sí, por mi propia y libre voluntad… —admitió.

—Entonces, sé bienvenido.

El boyardo dejó la antorcha en un soporte junto a la puerta, dobló un poco la cintura y se apartó a un lado. Y Thibor cruzó el puente levadizo y entró en la casa del Ferenczy. Pero, un instante antes de entrar, miró hacia arriba y vio la inscripción grabada al fuego en el roble ennegrecido por el tiempo del arqueado dintel. Él no sabía leer ni escribir, pero el hombre de la capa vio lo que miraba y se lo tradujo:

—Dice que ésta es la casa de Waldemar Ferrenzig. También está la fecha, que demuestra que el castillo tiene casi doscientos años de antigüedad. Waldemar era… era mi padre. Yo soy Faethor Ferrenzig, llamado «el Ferenczy» por mi gente.

Ahora había un fiero orgullo en aquella voz opaca y, por primera vez, Thibor se sintió inseguro. Nada sabía del castillo; fácilmente podía haber muchos hombres al acecho; la puerta abierta semejaba las fauces de algún animal desconocido.

—He hecho preparativos —dijo el anfitrión de Thibor—. Comida y bebida, y una fogata para que te calientes los huesos.

Volvió deliberadamente la espalda, tomó una segunda antorcha de una oscura hornacina de la pared y la encendió con la primera. Al prender la llama, se extinguieron las sombras. El Ferenczy miró una vez a su invitado, sin sonreír, y lo guió hacia el interior. El valaco lo siguió.

Pasaron aprisa por oscuros corredores de piedra, antesalas, puertas estrechas, y entraron en la torre. Entonces subieron por una escalera de caracol hasta una pesada trampa en un suelo de baldosas, sostenido por grandes vigas negras. La trampa estaba abierta y Ferenczy se recogió la capa antes de subir a una bien iluminada habitación. Thibor lo siguió de cerca, para no darle tiempo a desenvolverse a su antojo. Al poner pie en la estancia, se estremeció. ¡Habría sido tan fácil clavarle una lanza o cortarle la cabeza al pasar por la trampa! Pero, aparte del señor del castillo, la habitación estaba vacía.

Thibor miró a su anfitrión y luego a su alrededor. La habitación era larga, ancha y alta. El techo de madera estaba muy estropeado; a la luz vacilante del fuego, se veía un tejado de pizarra sobre el techo y, a través de unos huecos, las estrellas que relucían entre el humo que surgía del fuego. El lugar estaba bastante a la intemperie. En invierno tenía que ser muy frío. Ni siquiera ahora habría estado caliente, de no haber sido por el fuego.

El fuego era de leña de pino, y ardía en un hogar abierto, con una chimenea en ángulo para cruzar una pared exterior. Los leños eran sostenidos por unos morillos de hierro forjado, retorcidos por el calor de muchas fogatas como ésta. Delante del fuego, seis becadas se estaban asando sobre las brasas. El olor de la carne salpicada con hierbas no podía ser más apetitoso.

Cerca de la chimenea había una pesada mesa y dos sillas de roble, y sobre aquélla, platos de madera, cuchillos de trinchar y una jarra de piedra, para vino o agua. En el centro de la mesa todavía humeaba carne asada de algún animal. También había un cuenco de frutos secos y otro con rebanadas de pan moreno. No era probable que Thibor muriese de hambre…

Éste miró de nuevo la pared donde estaba la chimenea; su base era de piedra, pero más arriba, de madera. También había una ventana cuadrada, abierta a la noche. Se acercó a ella y se asomó a un escenario de vértigo: el barranco, flanqueado de apiñados abetos y más lejos, hacia el este, los vastos y negros bosques. Y ahora supo el voevod que se hallaba en una habitación central del castillo, donde se extendía éste sobre la estrecha garganta entre las torres.

—¿Estás nervioso, valaco?

La voz suave (ahora suave, sí) de Faethor Ferenczy, lo sobresaltó.

—¿Nervioso? —Thibor sacudió lentamente la cabeza—. Perplejo, nada más. Sorprendido, ¿Estás solo aquí?

—¡Oh! ¿Y qué esperabas? ¿No te dijo Arvos, el gitano, que estaba solo?

Thibor entrecerró los ojos.

—Me dijo varias cosas… y ahora está muerto.

El otro no dio la menor señal de sorpresa, ni de remordimiento.

—Todos los hombres tienen que morir —dijo.

Thibor endureció el tono de su voz:

—Mis dos amigos también han muerto.

El Ferenczy se encogió de hombros.

—El camino de subida es duro. Ha costado muchas vidas a lo largo de los años. Pero ¿has dicho amigos? Entonces, eres un hombre afortunado. Yo no tengo amigos.

Thibor acercó la mano a la empuñadura de su espada.

—Yo me había imaginado que toda la manada de tus «amigos» me había mostrado el camino hasta aquí…

Su anfitrión dio inmediatamente un paso hacia él, aunque más que un paso fue un movimiento fluido. Aquel hombre se movía como el líquido. Una mano larga, delgada pero firme, se apoyó en la empuñadura de la espada de Thibor, debajo de la mano de éste. Tocarla era como tocar la piel de una serpiente viva. Thibor se estremeció y apartó la mano. En el mismo instante, el boyardo desenvainó la espada, de nuevo con un movimiento fluido, líquido. El valaco quedó pasmado y desarmado.

—No puedes comer con esta cosa tan grande golpeándote las piernas —le dijo Ferenczy. Sopesó la espada como si fuese un juguete y sonrió—. ¡Oh! Un arma de guerrero. ¿Eres un guerrero, Thibor de Valaquia? Un voevod, ¿eh? He oído decir que Vladimir Svyatoslavich recluta muchos señores de la guerra, incluso entre los campesinos.

De nuevo pilló desprevenido a Thibor; éste no había dicho su nombre al Ferenczy, no había mencionado al Vlad de Kiev. Pero antes de que pudiese encontrar palabras para responder, su anfitrión le dijo:

—Vamos, no dejes que se enfríe tu comida. Siéntate, come, y hablaremos.

Arrojó la espada de Thibor sobre un banco cubierto de pieles suaves.

Thibor llevaba un arco cruzado sobre la ancha espalda. Desprendió la cuerda de su hombro y tendió el arma al Ferenczy. En todo caso, tardaría demasiado tiempo en cargarla. Sería inútil de cerca, contra un hombre que se movía como aquél.

—¿Quieres también mi cuchillo?

Faethor Ferenczy abrió mucho la boca y se echó a reír.

—Sólo deseo que te sientes cómodamente a mi mesa. Guarda tu cuchillo. Mira, para trinchar la carne hay varios al alcance de tu mano.

Arrojó el arco junto a la espada.

Thibor lo miró fijo y asintió con la cabeza. Se sacudió la pesada chaqueta y la dejó caer al suelo. Tomó asiento en uno de los extremos de la mesa y observó cómo colocaba Ferenczy toda la comida de manera que él pudiese alcanzarla. Luego, su anfitrión llenó de vino de la jarra dos grandes vasos de hierro, antes de sentarse en el extremo opuesto.

—¿No comerás conmigo?

De pronto Thibor sintió hambre, pero no quería dar el primer bocado. En el palacio de Kiev, siempre esperaban a que el Vlad empezara.

Faethor Ferenczy alargó un brazo encima de la mesa, un brazo extraordinariamente largo, y cortó con habilidad un trocito de carne.

—Comeré una becada cuando estén asadas —dijo—. Pero no me esperes; come cuanto quieras. —Jugueteó con su comida, mientras Thibor devoraba la suya. El Ferenczy lo observó durante un rato y después dijo—: Parece natural que un hombre tan corpulento tenga mucho apetito. Yo también tengo… apetitos que este lugar restringe. Por eso me interesas, Thibor. Podríamos ser hermanos, ¿comprendes? Incluso podría ser yo tu padre. Sí, los dos somos muy altos, y tú eres un guerrero que no conoce el miedo. Presumo que no hay muchos como tú en el mundo… —Y después de una breve pausa, y en completo contraste con lo que acababa de decir—: ¿Qué te contó de mí el Vlad, antes de enviarte para que me lleves a su corte?

Thibor había resuelto no ser pillado por sorpresa por tercera vez. Tragó lo que tenía en la boca y miró a su vez al otro por encima de la mesa. Ahora, a la luz del fuego y de las vacilantes antorchas, se permitió una inspección más minuciosa del dueño del castillo.

Sería inútil, pensó, tratar de calcular la edad de aquel hombre. Parecía exudar edad como un antiguo monolito, y sin embargo se movía con la increíble rapidez de una serpiente al atacar y con la ligereza de una joven. Su voz podía sonar tan dura como los elementos o tan suave como el beso de una madre, y no obstante parecía extraordinariamente viejo, también. En cuanto a los ojos de Ferenczy, estaban profundamente hundidos en cuencas triangulares, bajo pesados párpados, y su verdadero color era igualmente imposible de determinar. Vistos desde cierto ángulo, eran negros, brillantes como piedras mojadas, mientras que, desde otro, eran amarillos, con oro en las pupilas. Eran unos ojos cultos y llenos de sabiduría, pero también feroces y teñidos por el pecado.

Y luego estaba la nariz. La nariz de Faethor Ferenczy, junto con sus afiladas y carnosas orejas, eran las facciones menos aceptables de su rostro. Era más un hocico que una nariz propiamente dicha; sin embargo, era casi tan larga como la cara, y la punta se achataba sobre el labio superior y las grandes ventanas se torcían hacia arriba. Inmediatamente debajo de ella, en realidad demasiado cerca, la boca estriada del hombre era grande y roja, en contraste con la pálida y tosca carne. Cuando hablaba, los labios se separaban sólo un poco. Pero los dientes, por lo que el valaco había visto de ellos al reír el Ferenczy, eran grandes y cuadrados y amarillos. También le pareció que los incisivos eran extrañamente curvos y afilados, como diminutas guadañas; pero no podía estar seguro. Si era así, aquel hombre se parecería todavía más a un lobo.

Faethor Ferenczy era pues, un hombre feo. Pero… Thibor había conocido a muchos hombres feos. Y había matado también a muchos de ellos.

—¿El Vlad? —Thibor cortó más carne y bebió un trago de vino tinto. Estaba avinagrado, pero no era peor del que solía beber. Luego miró de nuevo al Ferenczy y se encogió de hombros—. Me dijo que estabas bajo su protección, pero no le habías jurado fidelidad. Que tenías tierras, pero no pagabas impuestos. Que podías reclutar muchos hombres, pero preferías estar sentado aquí para conservar el pellejo, mientras los otros boyardos luchaban contra los pechenegi.

Durante un momento, el Ferenczy abrió los ojos de par en par y parecían inyectados en sangre en los bordes; al mismo tiempo bufó de forma audible por la nariz. Su labio superior se torció un poco hacia atrás y las hirsutas y picudas cejas se juntaron sobre la frente, alta y pálida. Después… se echó atrás, pareció relajarse, sonrió y asintió con la cabeza.

Thibor había dejado de comer, pero al observar que el Ferenczy se había controlado, siguió comiendo. Entre bocado y bocado, dijo:

—¿Creías que te halagaría, Faethor Ferenczy? ¿Has pensado, también, que me asustarían tus artimañas, tal vez?

El dueño del castillo arrugó la nariz.

—¿Mis… artimañas?

Thibor asintió con la cabeza.

—Los consejeros del príncipe, monjes cristianos venidos de Grecia, creen que eres una especie de demonio, un «vampiro». Y me parece que él lo cree también. Pero yo, yo soy un hombre vulgar, un campesino, y digo que sólo eres un embaucador muy astuto. Hablas a tus siervos szgany con señales de espejos y has adiestrado a un par de lobos para que cumplan tus instrucciones como perros. ¡Oh! ¡Lobos sarnosos! Mira, en Kiev hay un hombre que lleva a grandes osos de una correa, ¡y baila con ellos! ¿Y qué más tienes? ¡Nada! Oh, haces adivinaciones astutas y finges que tus ojos tienen poderes extraordinarios; que pueden ver más allá de los bosques y de las montañas. Te envuelves en misterio en estos oscuros montes, pero esto sólo causa efecto a los supersticiosos. ¿Y quiénes son los más supersticiosos? Los hombres cultos, los monjes y los príncipes. Saben tanto, sus cerebros están tan rebosantes de conocimientos, que creen cualquier cosa. Pero el hombre corriente, el guerrero, sólo cree en la sangre y el hierro. La primera le da fuerza para blandir el segundo; el segundo se la da para verter la primera en torrentes purpúreos.

Un poco sorprendido de sí mismo, Thibor hizo una pausa y se enjugó los labios. El vino le había soltado la lengua.

El Ferenczy había estado sentado inmóvil; ahora se echó atrás en su silla, golpeó la mesa con una mano larga y plana y soltó una estruendosa carcajada. Y Thibor vio que, en efecto, sus ojos y sus dientes eran como los de un perro grande.

—¿Qué? ¿Va a darme lecciones un guerrero? —gritó el boyardo, apuntándole con un dedo muy delgado—. Pero tienes razón, Thibor. Tienes razón al irte de la lengua, y por eso me gustas. Y me alegro de que hayas venido, sea cual fuere tu misión. ¿No he acertado al decir que podías ser mi hijo? Sin duda, tuve razón. Un hombre según mi estilo, tal vez en más de un rasgo, ¿eh?

Sus ojos volvían a estar enrojecidos, quizás un efecto producido por el resplandor del fuego, pero Thibor se aseguró de tener un cuchillo al alcance de la mano. Tal vez el Ferenczy estaba loco. En verdad lo parecía, cuando reía de aquella manera.

El fuego chisporroteó al caer de lado un leño. Thibor sintió olor a quemado. ¡Las becadas! Tanto él como su anfitrión se habían olvidado de ellas. Decidió ser caritativo y dejar que el ermitaño comiese antes de matarlo.

—Tus pájaros —dijo, o trató de decir mientras se ponía en pie.

Sin embargo, las palabras se enredaron en su lengua, brotaron confusas, con un sonido extraño. Peor aún, no podía ponerse en pie; sus manos parecían pegadas a la mesa y tenía los pies pesados como el plomo.

Thibor miró sus manos estiradas y retorcidas, su cuerpo casi paralizado, e incluso su mirada horrorizada era lenta, presa de una languidez antinatural. Era como si estuviese borracho, pero más borracho de lo que nunca había estado. Estaba seguro de que bastaría un ligero empujón para arrojarlo al suelo.

Entonces se fijó en el vaso, en el vino tinto de la jarra. Avinagrado, sí. Algo peor. ¡Estaba envenenado!

El Ferenczy lo observaba con atención. De pronto, suspiró y se levantó. Parecía aún más alto, más joven, más fuerte. Se acercó con agilidad al fuego, volcó el asador y los pájaros humeantes sobre las llamas. Estos silbaron, echaron humo y se inflaron al instante. Entonces se volvió hacia Thibor, que lo estaba observando. Ni un músculo del cuerpo de éste quería responder a las órdenes desesperadas de su mente. Era como si se hubiese vuelto de piedra. De su frente brotaban gotas de sudor frío. El Ferenczy se acercó más, se irguió delante de él. Thibor lo miró, miró sus largas mandíbulas, el cráneo deforme, las orejas, la nariz aplastada como un hocico… Un hombre feo, sí, y tal vez más que un hombre.

—¡En… envenenado! —pudo farfullar al fin el valaco.

—¿Eh? —El Ferenczy inclinó la cabeza y lo miró—. ¿Envenenado? No, no —dijo—; sólo drogado. ¿No es evidente que si quisiera tu muerte habrías muerto ya con Arvos y tus amigos? ¡Pero eres valiente! Te mostré lo que podía hacer y, sin embargo, has seguido adelante. ¿O eres simplemente obstinado? ¿Tal vez estúpido? Te otorgaré el beneficio de la duda y diré que eres valiente, pues no puedo perder tiempo con los tontos.

Con un gran esfuerzo de voluntad, Thibor movió espasmódicamente la mano derecha hacia el cuchillo que estaba sobre la mesa. Su anfitrión sonrió, tomó un cuchillo y se lo tendió. Thibor empezó a temblar por el esfuerzo, pero, si no podía levantarse, tampoco podía coger el cuchillo. Toda la habitación empezó a oscilar, a fundirse, a girar en un negro e irresistible torbellino.

Lo último que vio fue la cara de Ferenczy, más terrible que nunca, al inclinarse sobre él. Aquella cara animal, bestial, de fauces abiertas al reír, y la bífida lengua carmesí que vibraba como la de una serpiente atenazada en la caverna de su garganta

La vieja Cosa enterrada se despertó de pronto…

La pesadilla, y algo más, lo había despertado.

Por un instante, la criatura-Thibor se estremeció con el horror de su sueño, antes de recordar dónde estaba y quién y qué era. Y entonces se estremeció de nuevo, ahora extasiado.

¡Sangre!

¡El suelo negro de su tumba estaba mojado, empapado en sangre! La sangre lo tocaba; se filtraba como aceite a través de las hojas muertas, de las pequeñas raíces y de la tierra, y lo tocaba. Absorbida por la acción capilar instantánea de sus innumerables fibras sedientas, penetraba en él, llenaba los poros y las venas disecadas, los órganos esponjosos y los hambrientos y doloridos huesos alveolados.

Sangre —¡vida!— llenaba al vampiro, hacía saltar nervios entumecidos por los siglos, despertaba instantáneamente sentidos inhumanos, increíbles.

Abrió los ojos… y los cerró al instante. Tierra. Oscuridad. Estaba todavía enterrado. Yacía en su tumba, como siempre. Abrió los senos de sus fosas nasales, y los cerró enseguida…, pero no del todo. Olió el suelo, sí, pero también la sangre. Y ahora, despierto del todo, empezó a examinar con cuidado, con minucia, lo que lo rodeaba.

Sopesó la tierra que tenía encima, la sondeó instintivamente. Era poca, muy poca. Cuarenta y cinco centímetros como máximo. Y encima de ella, otros treinta centímetros de mantillo. Oh, había sido enterrado a una profundidad mucho mayor, pero en el curso de los siglos se había ido acercando a la superficie. Esto había sido cuando tenía fuerzas para hacerlo.

Hizo un esfuerzo, alargó en el suelo los seudópodos, como lombrices carmesíes, y los recogió de nuevo. Oh, sí, la tierra estaba saturada de sangre, y de sangre humana, por cierto, pero… ¿cómo era posible? ¿Podía ser, podía realmente ser, obra de Dragosani?

La Cosa proyectó su mente, llamó suavemente: ¿Dragosaniiii? ¿Eres tú, hijo mío? ¿Has hecho tú esto? ¿Me has traído esta preciosa ofrenda, Dragosaaaniiii?

Sus pensamientos contactaron con mentes, pero mentes limpias, mentes inocentes. Mentes humanas que nunca habían conocido su corrupción. Pero ¿personas? ¿Aquí, en los montes cruciformes? ¿Cuál era su objetivo? ¿Por qué habían venido a su tumba y cebado la tierra con…?

¡Cebado la tierra!

La criatura-Thibor rechazó sus ideas, sus extrusiones protoplasmáticas, sus extensiones psíquicas, y se encerró en sí mismo. El terror y el odio llenaron todos sus nervios. ¿Cuál era la respuesta? ¿Lo habían recordado después de tantos años, y venido al fin a ajustarle las cuentas? ¿Habría Dragosani hablado de él a alguien, y este alguien advertido el peligro de que estuviese enterrado aquí?

La Cosa yacía allí, estremecida, con su cuerpo apenas humano temblequeante a causa de la tensión, y afinaba el oído, tocaba, olía, gustaba… Empleaba, en fin, todos sus agudizados sentidos de vampiro, salvo el de la vista. Y también podía emplear éste, si se atrevía.

Pero, a pesar de su miedo, lo único que no sentía era el peligro. Y olería el peligro con la misma nitidez que olía la sangre.

¿Qué hora sería?

Su temblor cesó al reflexionar un momento sobre el problema de la hora. ¿La hora? ¡Ay! ¿Qué mes debía de ser, qué estación, qué año, qué decenio? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que el joven Dragosani —aquel hijo de todas las esperanzas y aspiraciones malvadas de Thibor— lo había visitado? Pero más importante aún, ¿era ahora de día… o de noche?

Era de noche. El vampiro podía sentirlo. La oscuridad se filtraba por el suelo como la rica y oscura sangre a la que acompañaba. Era de noche, su hora, y la sangre le había dado una fuerza, una elasticidad, una motivación y una movilidad casi olvidadas durante los siglos que había yacido aquí.

Puso de nuevo sus pensamientos en contacto con las mentes de las personas que estaban en el claro, entre los árboles inmóviles, exactamente encima de donde él yacía. No pensaba en ellos, no hacía el menor esfuerzo por comunicar con ellos; sólo tocaba sus pensamientos con los suyos. Un hombre y una mujer. Sólo eran dos. ¿Serían amantes? ¿Para esto habrían venido aquí? Pero ¿en invierno? Sí, era invierno, y la tierra estaba fría y dura. ¿Y qué decir de la sangre? ¿Sería tal vez… un crimen?

La mente de la mujer… estaba llena de pesadillas. Dormía o estaba inconsciente, pero el pánico era reciente en su mente y el corazón palpitaba a rachas, en una fiebre de miedo. ¿Qué la había espantado?

En cuanto al hombre, se estaba muriendo. Era su sangre lo que la vieja Cosa había absorbido, lo que alimentaba incluso ahora su sistema de vampiro. Pero ¿qué le había ocurrido a la pareja? ¿Había atraído él a la mujer aquí, la había atacado, y ella lo había apuñalado antes de que pudiese violarla?

Thibor trató de explorar un poco más la mente del moribundo. Había en ella dolor…, demasiado dolor. Éste había cerrado la mente del hombre, de modo que ahora todo se hacía confuso, le sumía en un vacío doloroso. Era el vacío último, llamado Muerte, que engulliría a su víctima.

Dolor, sí; ciertamente, agonía. La Cosa enterrada extendió unas protuberancias, como flexibles y carnosas antenas, para captar el fluido vital que manaba del hombre; lombrices rojas de carne inhumana brotaban de la cara arrugada por los siglos, del pecho hueco y de los apergaminados miembros, y excavaban la tierra hacia arriba, como tentáculos de algún asqueroso molusco; seguían el rastro escarlata, convergiendo sobre su origen.

La pierna derecha del hombre estaba rota por encima de la rodilla. El hueso fracturado había rasgado las arterias como un cuchillo y éstas bombeaban ahora pequeños chorros de sangre humeante sobre la fría tierra muerta. Era demasiado; esto incitaba a la verdadera bestia que moraba en la criatura-Thibor y su voracidad despertó al instante. Las grandes mandíbulas de perro se abrieron en la dura tierra; los labios resecos temblaron y se humedecieron, las fosas nasales se dilataron como negros embudos.

La Cosa envió desde su cuello una gruesa serpiente protoplásmica que apartó a un lado raíces, guijarros y tierra hasta salir a la superficie, oscilante como un hongo venenoso animado, en el claro de bosque del mausoleo de Thibor. Formó un ojo rudimentario en su extremo y dilató la pupila para ver mejor en la oscuridad.

Vio al moribundo: un hombre apuesto y corpulento, cualidades que podían explicar la calidad y la cantidad de la sangre vertida. Un hombre inteligente, de alta frente. Y, sin embargo, estaba derrumbado aquí, sobre la tierra, con el líquido vital que manaba de él hasta la última gota.

Thibor no podía salvarlo, ni lo habría hecho si hubiese podido. Pero tampoco lo desperdiciaría. Después de una breve mirada de aquel ojo horrible, para asegurarse de que la mujer no volvía en sí, hizo brotar una veintena de pequeños pitorros rojos de su cara expectante: unos tubos huecos como bocas diminutas, que penetraron en la herida para extraer el resto del cálido zumo que brotaba de ella. Después…

Todo el ser diabólico de Thibor se rindió al puro éxtasis, a la negra alegría, al infernal embeleso de alimentarse, de extraer el rojo alimento directamente de las venas de una víctima. Era… ¡era indescriptible!

Era como la primera mujer de un hombre. No su primer torpe y presuroso e incontrolado orgasmo sobre el vientre o el vello púbico de alguna chica, sino la primera inyección de semen en el cálido núcleo de una mujer gemebunda y saciada. Era como la primera muerte en un combate, cuando la cabeza del enemigo se desprende del cuerpo o la espada atraviesa el corazón o el cuello. Era como la viva y punzante impresión de un chapuzón en un lago de montaña; como la vista de un campo de batalla, donde los cuerpos amontonados de un ejército expulsan vapores y apestan; como la adoración de los guerreros que alzan la bandera de un hombre en homenaje a su victoria. Era tan satisfactorio como todas estas cosas, pero ¡ay!, se acabó demasiado pronto.

El corazón del hombre había dejado de latir. Su sangre, lo poco que quedaba de ella, estaba estancada. Las grandes manchas carmesíes se estaban endureciendo y convertían el mantillo en cortezas pegajosas. Casi antes de empezar, el maravilloso banquete había… ¿terminado?

Tal vez no…

La protuberancia visual de la Cosa-Thibor volvió el ojo hacia la mujer. Era blanca, atractiva, de complexión esbelta. Parecía la linda favorita de algún rico boyardo, llena de delicada sangre aristocrática. Toques febriles de color daban a sus mejillas un aspecto saludable, pero el resto de su piel estaba pálida como la muerte. La exposición al frío, cada vez más fuerte, la mataría si no lo hacía antes la vieja Cosa enterrada.

El ojo-apéndice se extendió, fuera de la tierra. Era verde grisáceo, moteado, pero unas venas rojas latían ahora en él, justo debajo de la superficie de su piel protoplásmica. Se fue acercando al lugar donde yacía la mujer y se detuvo delante de su cara. Su aliento superficial, casi jadeante, empañó el ojo e hizo que éste se echase atrás. En el cuello latía una vena como un pájaro fatigado. El pecho subía y bajaba, subía y bajaba.

El ojo fálico se acercó a la garganta de ella y observó la suave pulsación de la yugular. Poco a poco, el ojo se disolvió y las venas rojas del leproso y oscilante hongo se estremecieron debajo de su piel y adquirieron un color escarlata más fuerte. Se formaron una boca y unas mandíbulas serpentinas que ocuparon el sitio del ojo, de manera que el tentáculo podía parecer muy bien una serpiente ciega, suave y moteada. Las mandíbulas se abrieron y una lengua bífida osciló entre muchas hileras de dientes como agujas. De la boca abierta brotó saliva y goteó sobre el suelo esponjoso. La «cabeza» de aquel horrible miembro se echó atrás, y éste formó una «S» mortal, como una cobra a punto de atacar, y…

… Y la mente de la criatura-Thibor se estremeció e inmovilizó en el acto todas sus partes físicas. En el último momento, se había dado cuenta de lo que iba a hacer, había advertido el gran peligro de su desaforado anhelo.

No eran los viejos tiempos, sino los nuevos. ¡El siglo veinte! Salvo en antiguos y estropeados textos, su tumba aquí, bajo los árboles, había sido olvidada. Pero si quitaba la vida a esta mujer, ¿qué pasaría? ¡Sabía lo que pasaría!

Equipos de socorro saldrían en busca de los dos jóvenes. Los encontrarían más pronto o más tarde, aquí, en el claro, junto al arruinado mausoleo. Y alguien recordaría. Algún viejo estúpido murmuraría: «Pero… ¡éste es un lugar prohibido!», y otro añadiría: «Sí, pues enterraron algo allí hace mucho, mucho tiempo. Mi tatarabuelo solía contar historias sobre la Cosa enterrada en estos montes cruciformes, para dar miedo a sus hijos cuando eran malos».

Entonces leerían los antiguos anales y recordarían las viejas costumbres y vendrían a la luz del día, talarían árboles, arrancarían las antiguas losas y cavarían en el suelo hasta encontrarlo. Y volverían a clavarle una estaca, pero esta vez… ¡esta vez le cortarían la cabeza y la quemarían!

Quemarían todo su cuerpo…

Thibor entabló una tremenda batalla consigo mismo. Lo que había de vampiro en él, y que había sido su parte principal durante novecientos años, era casi irracional. Pero el propio Thibor todavía podía pensar como un hombre, y su razonamiento era lógico. El vampiro-Thibor era momentáneamente ávido, pero el hombre-Thibor podía ver mucho más allá. Y tenía ya sus planes, unos planes que giraban alrededor del joven Dragosani.

Dragosani estudiaba ahora en Bucarest, no era más que un adolescente, pero la vieja Cosa enterrada ya lo había corrompido. Le había enseñado el arte de la necromancia. Le había mostrado cómo adivinar los secretos que sólo conocen los seres muertos. Y Dragosani siempre volvería, siempre regresaría aquí en busca de nuevos conocimientos, porque la antigua Cosa en la tierra pútrida era la fuente misma de todo misterio oscuro.

Mientras tanto, una semilla o huevo de vampiro —el clon asqueroso, parecido a una sanguijuela, de la criatura-Thibor— estaba creciendo en él donde yacía; una sola gota de fluido ajeno que llevaba el complejo código del nuevo vampiro. Pero esto era un proceso lento, muy lento. Un día, cuando Dragosani fuese adulto, subiría aquí, a estos montes, y el huevo estaría a punto. Un hombre de monstruoso talento subirá aquí, buscando los secretos últimos de los wamphyri…, pero cuando se marchase, llevaría un vampiro pequeño con él, dentro de él.

Después de esto vendría de nuevo —tendría que venir de nuevo— porque estaría dispuesto para la fase final de su plan.

Vendría Dragosani; Dragosani y Thibor se marcharían… juntos. Al fin se completaría el ciclo, la rueda habría dado una vuelta entera y el vampiro inmemorial volvería a andar por la tierra, ¡esta vez para conquistarla!

Así lo había proyectado la vieja Cosa enterrada, y así sería. Se levantaría de aquí y saldría de nuevo al mundo. ¡El mundo sería suyo! Pero no si mataba a esta mujer aquí y ahora; no, pues esto sería una locura total, el fin indudable de él y de todos sus sueños…

El vampiro que moraba en él sucumbió al sentido común, permitió de mala gana que la mente retorcida pero humana de Thibor dominase la situación. El afán de sangre menguó y fue sustituido por la curiosidad, que a su vez dio paso a dormidos anhelos reprimidos por el tiempo. En la vieja Cosa enterrada despertaron nuevos sentimientos enteramente humanos. Ahora, Thibor no era varón ni hembra, pertenecía a los wamphyri, pero una vez había sido hombre. Un hombre libidinoso.

En los quinientos años que su azote había aterrorizado a Valaquia, Bulgaria, Moldavia, Rusia y al Imperio Otomano había conocido mujeres, muchas mujeres. Algunas habían sido suyas de buen grado; pero la mayoría, no. No ignoraba ninguna de las maneras de poseer a una mujer, y se le habían ofrecido, o había tomado por la fuerza, innumerables veces, todos los placeres o dolores que podía brindarle una mujer.

A mediados del siglo quince, como voevod de Vlad Tepes, el llamado «empalador», había cruzado el Danubio con sus fuerzas y hecho prisionero a un emisario del sultán Murad. El representante del sultán, su escolta de doscientos soldados y su harén de doce bellezas, habían sido sorprendidos una noche en la ciudad de Isperikh. Thibor había mostrado cierta clemencia con los ciudadanos búlgaros: se les había permitido huir mientras sus tropas saqueaban e incendiaban la ciudad, llevándose como esclavos o violando a los moradores que se demoraban.

Pero, en cuanto al emisario del sultán, Thibor lo hizo empalar, así como a sus doscientos hombres, en altas y afiladas estacas. «A su manera», había ordenado no sin gozo a sus verdugos: «A la manera turca. Les encanta ejercer la sodomía con muchachos; así pues, dejemos que mueran felices, ¡tal como han vivido!». Pero las mujeres del harén…, había poseído a las doce la misma noche, pasando de una a otra sin la menor limitación, y repitiendo la hazaña el día siguiente. ¡Ay! Había sido un sátiro en aquellos tiempos.

Y ahora…, no era más que una vieja Cosa enterrada. De momento. Durante unos pocos años más. Pero todavía podía soñar, ¿no? Aún podía recordar el pasado. Y tal vez podía hacer más que recordar…

La sustancia mucosa del tentáculo experimentó otra metamorfosis: la boca, los colmillos y la lengua serpentinos se fundieron de nuevo en el grueso de aquél, cuya punta se allanó y ensanchó convirtiéndose en una espátula roma. Luego ésta se dividió en cinco gruesos apéndices verde grisáceos —un pulgar y cuatro dedos rudimentarios— y en la punta del centro apareció un pequeño ojo que se fijó, fascinado, en el movimiento del pecho de la mujer inconsciente. Thibor dobló esta «mano», la hizo sensible, y robusteció y alargó el tronco que era su «brazo».

Guiada por el pequeño y resplandeciente ojo, la temblorosa y gelatinosa mano se introdujo debajo del corpino de la mujer y de cada capa de ropa hasta su carne. Todavía estaba caliente, pero la mano sensible pudo percibir que el calor disminuía gradualmente. Los senos eran suaves, de grandes pezones, de más que abundantes proporciones. Cuando Thibor había estado vivo, y no no-muerto, ésta era la clase de pechos que más le gustaba. Su mano se endureció al acariciarlos. Ella gimió un poco y se movió una fracción de centímetro.

Debajo de la mano de la vieja Cosa, el corazón de ella latía ahora con más fuerza, tal vez estimulado por el tacto. Unos latidos fuertes, sí, pero desesperados, aterrorizados. La mujer sabía que no debía estar yaciendo aquí, sin hacer nada, y luchaba por salir de su desmayo. Pero su cuerpo no respondía a la necesidad, sus miembros se estaban enfriando; cuando la sangre empezara a enfriarse también, el shock la mataría.

Ahora la criatura-Thibor también sintió un poco de miedo. ¡Ella no debía morir aquí! Se imaginó de nuevo a los socorristas en el momento de encontrar los cuerpos del hombre y la mujer, atisbando la arruinada tumba mientras intercambiaban miradas de buenos conocedores. Entonces los vio cavar, vio sus afiladas estacas de madera dura, sus cadenas de plata, sus brillantes hachas. Vio resplandecer en la falda del monte una hoguera de árboles talados y, por un solo y angustioso instante, sintió que su carne extraña se fundía, se licuaba en grasa y un licor fétido que hervía en el pútrido suelo.

No, no debía permitir que muriese aquí. Debía hacer que recobrase el conocimiento. Pero primero…

Su mano se apartó de los senos y empezó a deslizarse, libidinosa, sobre el vientre… ¡y se detuvo!

Al yacer aquí durante tantos siglos, los sentidos de la criatura-Thibor no se habían embotado; por el contrario, se habían agudizado sobremanera. Privado de todos los demás, había desarrollado una supersensibilidad. En las muchas primaveras, había sentido crecer los verdes retoños, escuchado el apareamiento de los pájaros en árboles lejanos. Había olido el calor de todos los veranos, se había encogido, entre gruñidos furiosos, cuando algún rayo de sol había penetrado en el claro y caído sobre su tumba. Las hojas pardas y marchitas que caían en otoño sobre el suelo, habían sonado a veces como truenos, y cuando llovía, los arroyuelos rugían como ríos caudalosos. Y ahora…

Ahora el pequeño, insistente y casi mecánico latido que «oía» a través de su mano apoyada en el vientre de la mujer, le contó una historia, en una clave que ninguna de las otras criaturas habría podido detectar. Le reveló una nueva vida, en un ser no nacido, en el minúsculo feto.

¡La mujer estaba embarazada!

¡Ahhh!, dijo Thibor, sólo para sí. Tensó su mano falsa y apretó más fuerte la carne de la mujer. Un niño futuro —pura inocencia—, un solo instante de intenso placer solidificado en una semilla que crecía aquí, en el vientre oscuro y cálido.

El instinto del mal, en parte de vampiro, en parte humano, pero siempre maligno, salió por sus fueros. La lógica negra sustituyó a la lujuria. El tentáculo se alargó todavía más y su mano perdió sustancia; se hizo más pequeño y delgado al perseguir ahora un nuevo fin, sí, un fin completamente nuevo. Su destino había sido el lugar más secreto de la mujer, el corazón de su identidad femenina, no para dañar, sino simplemente para saber, y para recordar. Pero ahora había un nuevo destino.

En el subsuelo, debajo del desmenuzado mantillo y de la dura y fría tierra, las fauces del vampiro se entreabrieron en una ciega y monstruosa sonrisa. Debía yacer aquí para siempre, o hasta que viniese Dragosani a liberarlo; pero al menos podía tener una oportunidad, una posibilidad de enviar algo de sí mismo al mundo.

Penetró en la mujer, cuidadosamente, delicadamente, de manera que ni siquiera estando despierta habría podido sospechar que él estaba allí, y envolvió con los dedos curvos y parecidos a hojas la nueva vida en su seno. Durante un breve instante, sopesó aquella cosa diminuta, aquel minúsculo grumo de carne casi amorfa, y sintió los latidos del corazón fetal.

¡Recuerda!, dijo la vieja Cosa enterrada. Sabe lo que eres, lo que yo soy. Más aún, sabe dónde estoy. Y cuando estés dispuesto, ven a buscarme. ¡Acuérdate de miiiií!

La mujer se movió y gimió de nuevo, ahora más fuerte. Thibor se retiró de ella, dio más peso, más solidez a su mano. Le dio un fuerte bofetón en el pálido semblante. Ella gritó, se sacudió, abrió los ojos, pero sin tiempo para ver hundirse deprisa en el suelo el repugnante apéndice del vampiro.

Ella gritó de nuevo, miró a su alrededor en la penumbra, con ojos asustados, y vio el cuerpo inmóvil y encogido de su marido. Galvanizada, respiró hondo y gritó: «¡Dios mío!», al correr hacia él. Sólo tardó un momento en aceptar la inaceptable verdad.

—¡No! —gritó—. ¡Dios mío, no!

El horror le dio fuerza. No se desmayaría de nuevo; en realidad, se despreciaba por haberse desmayado la primera vez. Ahora debía actuar, debía hacer… ¡algo! Lo cierto era que nada podía hacer por él, aunque, de momento, este hecho le había pasado inadvertido.

Pasó los brazos por debajo de los de él y lo arrastró unos pasos vacilantes al pie de los árboles, cuesta abajo. Entonces tropezó con una raíz, cayó hacia atrás, y el cuerpo de su marido rodó detrás de ella. La mujer se detuvo en seco al chocar con el tronco de un árbol, pero no él. Él siguió resbalando; saltaba y caía como un flojo paquete de brazos y piernas. Fue a dar en una capa de nieve helada y continuó deslizándose hasta perderse de vista monte abajo y hundirse en las sombras.

Los chasquidos de la maleza llegaron hasta ella al ponerse en pie, jadeando para recobrar aliento. Todo era inútil, de nada habían servido sus esfuerzos.

Al comprenderlo, llenó de aire sus pulmones —los llenó hasta casi reventar— y corrió tropezando ciegamente detrás de él, vertiente abajo, entre los árboles, y lanzó un largo y penetrante grito de agonía mental y de autoinculpación.

Su grito resonó en los montes cruciformes, saltando de uno a otro hasta ser absorbido por la tierra. Y la vieja Cosa enterrada lo oyó y suspiró, y esperó a ver lo que le depararía el futuro…

En una oficina de Londres, en el piso más alto de un hotel que era bastante más que un hotel, Alec Kyle miró su reloj. Eran las cuatro y cinco minutos, y la aparición Keogh no se había extinguido aún. Su relato era fascinante, aunque morboso, y Kyle presumió que era también exacto; pero ¿quedaba todavía mucho más por contar? El tiempo debía de estarse agotando. Ahora, mientras la cosa espectral que era Keogh hacía una pausa, y mientras la imagen de su huésped infantil giraba sobre su eje en y a través de la parte media de su cuerpo, Kyle dijo:

—Pero, desde luego, sabemos lo que le ocurrió a Thibor: Dragosani acabó con él, lo decapitó y lo destruyó definitivamente al pie de los árboles inmóviles de los montes cruciformes.

Keogh había advertido que miraba su reloj. Tienes razón, dijo con un movimiento espectral de la cabeza. Thibor Ferenczy está muerto. Por eso pude hablarle, allí, en aquellos mismos montes. Fui allí por el camino de Möbius. Pero también tienes razón cuando piensas que se está agotando el tiempo. Por consiguiente, debemos aprovecharlo. Y tengo más que decirte.

Kyle se retrepó en su asiento; no dijo nada; esperó.

Dije que había otros vampiros, prosiguió Keogh. Y puede que los haya. Pero hay ciertamente criaturas a las que llamamos mediovampiros. Esto trataré de explicártelo más tarde. También mencioné una víctima: un hombre que ha sido tomado, empleado y destruido por uno de estos mediovampiros. Estaba muerto cuando le hablé, muerto y completamente aterrorizado. Pero no de estar muerto. Y ahora es un no-muerto.

Kyle sacudió la cabeza, se esforzó en comprender.

—Será mejor que prosigas. Cuéntalo a tu manera. Sin forzar la explicación. Así lo entenderé mejor. Dime solamente una cosa. ¿Cuándo… hablaste… con ese muerto?

Hace sólo unos días, según medís vosotros el tiempo, respondió Keogh sin vacilar. Yo estaba en mi camino de vuelta del pasado, viajando por el continuo de Möbius, cuando vi una línea de vida azul, cruzada y terminada por otra línea, más roja que azul. Supe que se había quitado una vida y, por consiguiente, me detuve y hablé con la víctima. Diré, de pasada, que mi descubrimiento no fue accidental: había estado buscando algún suceso de esta clase. En cierto modo incluso necesitaba esta muerte, por horrible que pueda parecer. Pero así es cómo adquiero conocimiento. Mira, a mi me resulta mucho más fácil hablar con los muertos que con los vivos. Y a fin de cuentas, no habría podido salvarlo. En cambio, a través de él puedo salvar a otros.

—¿Y dices que ese hombre había sido tomado por un vampiro? —Todavía tanteando en la oscuridad, Kyle estaba horrorizado—. ¿Recientemente? Pero ¿dónde? ¿Cómo?

Esto es lo peor, Alec, dijo Keogh. Fue tomado aquí, ¡en Inglaterra! En cuanto a cómo fue tomado…, deja que te explique