La vieja Cosa debajo del suelo, tras un breve temblor, se estremeció ligeramente y se esforzó en volver a su sueño inmemorial. Algo se estaba entrometiendo y amenazaba con despertarla de su oscura somnolencia; pero el sueño se había convertido en un hábito que satisfacía todas sus necesidades… o casi todas.
Se aferraba a sus horribles sueños —de locura y de matanza, del infierno de la vida y el horror de la muerte, y de los placeres de la sangre, la sangre, la sangre— y sentía el frío abrazo de la grumosa tierra que la envolvía, empujándola hacia abajo y sosteniéndola aquí, en su oscura tumba. Y sin embargo, la tierra le era familiar y ya no le causaba miedo; la oscuridad era como la de una habitación cerrada o una cámara profunda, una penumbra impenetrable y en lugar seguro; la naturaleza imponente y la situación de su mausoleo no sólo la tenían apartada, sino que la protegían. Aquí estaba segura. Condenada para siempre, por cierto —condenada por toda la eternidad, sí, salvo alguna gran intervención milagrosa—, pero también segura, y la seguridad era importante.
A salvo de los hombres —simples hombres, la mayoría de ellos— que la habían puesto aquí. Pues en su sueño, la Cosa marchita había olvidado que aquellos hombres estaban muertos desde hacía mucho tiempo. Y también sus hijos. Y los hijos de sus hijos, y los hijos de éstos…
La vieja Cosa enterrada había vivido quinientos años y un tiempo igual había yacido no-muerta en su nefanda tumba. Encima de ella, en la penumbra de un claro, bajo unos árboles inmóviles y cargados de nieve, las piedras caídas y las losas de su sepulcro contaban algo de su historia, pero sólo la Cosa misma la sabía toda. Su nombre había sido… Pero no, los wamphyri no tenían nombre como tales. El nombre del ser que la había albergado había sido Thibor Ferenczy y, al principio, Thibor había sido un hombre. Pero de esto hacía casi mil años.
La parte Thibor de la Cosa enterrada existía todavía, pero cambiada, mutada, mezclada y metamorfoseada con su «huésped» vampiro. Los dos eran ahora uno, inseparablemente fundidos; pero, en los sueños de un milenio, Thibor podía todavía volver a sus raíces, volver a un pasado enormemente cruel…
Al principio no había sido un Ferenczy, sino un Ungar, aunque esto no importaba ahora. Sus antepasados habían sido unos agricultores venidos de un principado húngaro a través de los Cárpatos, para instalarse en las riberas del Dniester, donde fluía hacia el Mar Negro. Pero «instalarse» no era una palabra muy adecuada. Habían tenido que luchar contra los vikingos (los temibles varya-gi) en el río, que exploraban viniendo del Mar Negro; contra los khazars y los vasallos magiares de las estepas y, por último, contra las feroces tribus pechenegi, en su constante expansión hacia el oeste y hacia el norte. Thibor era joven cuando los pechenegi asolaron el sencillo campamento al que llamaba su hogar, y sólo él sobrevivió. Después había huido hacia el norte, hacia Kiev.
Sin duda mal dotado para la agricultura, mucho más apto para la guerra por su corpulencia —que en aquellos tiempos, en que los hombres eran bajos, hacía de Thibor el Valaco una especie de gigante—, se puso en Kiev al servicio de Vladimir I. El Vlad hizo de él un pequeño voevod, o jefe de guerreros, y le dio un centenar de hombres.
—Únete a mis boyardos del sur —le ordenó—. Luchad y matad a los pechenegi, impedid que crucen el Ros, y por nuestro nuevo Dios cristiano que te daré título y escudo, ¡Thibor de Valaquia!
Thibor había ido a él cuando estaba desesperado, esto era evidente.
En su sueño, la Cosa enterrada recordaba lo que había respondido:
—Guárdate el título y el escudo, mi señor; pero dame cien hombres más y habré matado a mil pechenegi antes de volver a Kiev. Sí, ¡y te traeré sus dedos pulgares como prueba!
Obtuvo sus cien hombres, y también, le gustara o no, su blasón: un dragón rampante de oro.
—El dragón del verdadero Cristo, que nos fue traído por los griegos —le dijo Vlad—. Ahora el dragón vela por la Kiev cristiana, por la propia Rusia, ¡y ruge en tu escudo de armas con la voz del Señor! ¿Qué marca propia quieres poner en él?
Aquella misma mañana había hecho esta pregunta a media docena de nuevos defensores, cinco boyardos con sus seguidores y una compañía de mercenarios. Todos ellos habían elegido un símbolo para que ondease con el dragón en sus banderas. Pero no Thibor.
—Yo no soy boyardo, señor —había dicho el valaco, encogiéndose de hombros—. Esto no quiere decir que la casa de mi padre no fuese honorable, pues lo era, y edificada por un hombre honrado…, pero en modo alguno de la nobleza. Por mis venas no fluye sangre de ningún príncipe o señor feudal. Cuando me haya ganado un distintivo, lo añadiremos a tu dragón.
—No creo que me seas especialmente simpático, valaco. —El Vlad había fruncido el rostro, inquieto con el severo hombrón que tenía delante—. Tal vez suena tu voz demasiado fuerte, cuando aún no has probado tu valor. Pero —y también él encogió los hombros—, muy bien, elige un distintivo cuando regreses triunfante. Y, Thibor, ¡tráeme esos pulgares o te colgaré de los tuyos!
Y aquel día, al mediodía, siete compañías políglotas habían emprendido la marcha desde Kiev, como refuerzos para las asediadas posiciones defensivas sobre el Ros.
Un año y un mes más tarde, Thibor regresó con casi todos sus hombres, más otros ochenta reclutados entre los campesinos que se ocultaban en las colinas y los valles del sur de Khorvaty. No pidió audiencia, sino que entró a largas zancadas en la iglesia del Vlad, donde el Vlad en ese momento rezaba. Dejó fuera a sus fatigados hombres y sólo llevó consigo un pequeño saco en el que repicaba algo, se acercó al príncipe Vladimir Svyatoslavich y esperó a que acabase de rezar. Detrás de él, los nobles civiles de Kiev guardaban un silencio absoluto, a la espera de que su príncipe lo viese.
Por fin, el Vlad y sus monjes griegos se volvieron a Thibor. Su aspecto era espantoso. Estaba cubierto de fango de los campos y los bosques; tenía tierra incrustada en la piel; mostraba una reciente cicatriz en la mejilla derecha hasta la mitad de la mandíbula inferior, una pálida tira de tejido cicatricial que le llegaba hasta casi el hueso. Se había marchado como campesino y volvía completamente distinto. Altivo como un halcón, la nariz ligeramente aguileña bajo unas cejas pobladas que casi se juntaban, y miraba con unos ojos amarillos, sin pestañear. Llevaba bigote y una barba negra, áspera y rizada; y también la armadura de un jefe pechenegi, adornada de oro y plata, y un pendiente con una gema en el lóbulo de la oreja izquierda. Se había afeitado la cabeza, a excepción de dos mechones negros que pendían uno a cada lado, a la manera de ciertos nobles; y, con su actitud, no daba la menor señal de saber que estaba en un lugar sagrado o de prestar siquiera atención a cuanto lo rodeaba.
—Ahora te conozco —silbó el Vlad—, Thibor el Valaco. ¿No temes al verdadero Dios? ¿No tiemblas ante la cruz de Cristo? Estaba rezando por nuestra liberación, y tú…
—Y yo te la he traído.
La voz de Thibor era grave y lúgubre. Vertió el contenido del saco sobre las losas. El séquito del príncipe y los nobles de Kiev que se mantenían detrás de su señor ahogaron una exclamación y se quedaron boquiabiertos. Un montón de huesos blancos repicaron a los pies del Vlad.
—¿Qué? —jadeó éste—. ¿Qué?
—Pulgares —dijo Thibor—. Los herví para quitarles la carne y que no ofendiese su hedor. Los pechenegi han sido rechazados, atrapados entre el Dniester, el Bug y el mar. Tu ejército de boyardos los está cercando. Por fortuna, pueden dominarlos sin que yo y los míos tengamos que ayudarles. Pues he oído que los polovtsy se están levantando como el viento en el este. También en tierra turca hay tropas que se aprestan para la guerra.
—¿Lo has oído? ¿Lo has oído? Entonces, ¿eres un poderoso voevod? ¿Te has erigido en los oídos de Vladimir? ¿Y qué has querido decir con eso de «yo y los míos»? Los doscientos hombres que llevaste al combate ¡son míos!
Thibor respiró profundamente. Dio un paso adelante, pero se detuvo. Entonces hizo una profunda aunque no muy elegante reverencia y dijo:
—Desde luego, son tuyos, príncipe. Como también las cuatro veintenas de refugiados que recluté y convertí en guerreros. Todos son tuyos. En cuanto a ser tus oídos, si no he oído mal, que me quede sordo. Pero terminé mi trabajo en el sur y pensé que me necesitabas más aquí. Actualmente hay pocos soldados en Kiev y tus fronteras son anchas…
Los ojos del Vlad permanecieron velados.
—Dices que los pechenegi han sido puestos a raya. ¿Te atribuyes el mérito de eso?
—Con toda modestia. De eso y de otras cosas.
—¿Y has traído contigo a mis hombres, sin ninguna baja?
—Cayeron un puñado de ellos. —Thibor se encogió de hombros—. Pero encontré ochenta para sustituirlos.
—Muéstramelos.
Salieron por la puerta grande a la ancha escalinata de la iglesia. En la plaza, los hombres de Thibor esperaban en silencio, algunos a caballo, la mayoría a pie, y todos armados hasta los dientes y con aspecto feroz. Eran el mismo triste puñado de hombres que el valaco se había llevado, pero ya no era triste. Su bandera ondeaba en tres altas astas: el dragón de oro y, sobre su espalda, un murciélago negro con ojos de cornalina.
El Vlad asintió con la cabeza.
—Tu distintivo —comentó, tal vez con acritud—. Un murciélago.
—El murciélago negro de los valacos, sí —dijo Thibor.
Uno de los monjes levantó la voz.
—Pero ¿encima del dragón?
Thibor le hizo una mueca lobuna.
—¿Habrías querido que el dragón se mease en mi murciélago?
Los monjes se llevaron aparte al príncipe, mientras Thibor esperaba. No podía oír lo que decían, pero se lo imaginó más tarde muchas veces:
¡Esos hombres le son absolutamente fieles! ¿Ves con qué orgullo están plantados debajo de su bandera?, habría murmurado el superior de los monjes, a la taimada manera de los griegos. Podría ser un peligro.
Y Vlad:
¿Te inquieta eso? Tengo cinco veces su número en la ciudad.
El griego:
Pero estos hombres han sido probados en combate. ¡Todos son guerreros!
Vlad:
¿Qué estás diciendo? ¿Qué debería temerle? ¡Llevo sangre varyagi en mis venas y no temo a nadie!
El griego:
Claro que no. Pero… él se coloca por encima de su posición.
¿No podemos encontrar una tarea para él, para él y un puñado de sus hombres, y retener aquí a los demás para fortalecer las defensas de la ciudad? De esta manera, en su ausencia, podrías estar más seguro de su lealtad.
Y los ojos de Vladimir Svyatoslavich se entrecerraron más aún. Después, un movimiento de aprobación con la cabeza.
Tengo lo más conveniente. Sí, creo que tienes razón. Es mejor que nos libremos de esto. Esos valacos no son de fiar. Demasiado aislados… —Y en voz alta, al voevod—:
—Thibor, voy a honrarte esta noche en palacio. A ti y a cinco de tus mejores hombres. Entonces podrás contarme todas tus victorias. Pero habrá damas allí; por tanto, tenéis que lavaros y dejar vuestras armaduras en las tiendas.
Thibor hizo una breve y rígida reverencia y se retiró; bajó la escalinata, montó a caballo y se llevó a sus hombres. Al salir éstos de la plaza, hicieron sonar sus armas y lanzaron un solo grito fuerte y vibrante: «¡Príncipe Vladimir!». Después, envueltos en la mañana otoñal, entraron en Kiev, llamada la «Ciudad al Borde de los Bosques…».
A pesar de la molestia, de la intrusión desconocida, la Cosa enterrada continuó soñando. Pronto se haría de noche, y Thibor era tan sensible a la noche como lo es un gallo al amanecer; pero siguió soñando.
Aquella noche en palacio (un gran edificio con chimeneas de piedra en todas las habitaciones y fogatas de leña rociadas con resinas aromáticas), Thibor llevaba ropa limpia, aunque ordinaria, debajo de una rica túnica roja tomada de algún pechenegi de alto rango. Se había lavado y perfumado la piel morena, como de cuero, y engrasado los cabellos. Tenía un aspecto imponente. También sus oficiales se habían acicalado. Si bien era evidente que le temían, él les hablaba con cierta familiaridad; pero era cortés con las damas y atento con el Vlad.
Era posible (así lo presumió más tarde Thibor) que el príncipe lo considerase de dos maneras diferentes. El valaco parecía haber demostrado que era buen guerrero, sin duda un voevod. Por derecho, debía ser elevado al rango de boyardo y recibir tierras en propiedad. El hombre lucha aún más duro si lo hace para proteger lo que es suyo. Pero había algo sombrío en Thibor que el Vlad encontraba inquietante. Tal vez sus consejeros griegos tenían razón.
—Ahora dime cómo has abatido a los pechenegi, Thibor de Valaquia —ordenó al fin Vladimir, cuando todos estaban comiendo.
Los platos eran variados: salchichas griegas envueltas en hojas de vid; asado de carne al estilo vikingo; humeante goulash en grandes ollas. El aguamiel y el vino se servían a galones. Todos los que estaban a la mesa pinchaban y partían con sus cuchillos la carne caliente; y, de tanto en tanto, se iniciaban breves conversaciones entre el ruido de la masticación. La voz de Thibor, aunque no fuerte, dominaba todas las demás, y poco a poco se hizo el silencio en la gran mesa.
—Los pechenegi luchan en grupos o tribus. No son como un poderoso ejército; hay poca unidad; cada grupo tiene su propio jefe que rivaliza con los demás. Los terraplenes y fortificaciones del Ros, en la orilla de la boscosa estepa, los han detenido porque no están unidos. Si atacasen como un ejército, podrían cruzar el río y las defensas en un día, llevándoselo todo por delante. Pero se limitan a tantear aquéllas y se contentan con lo que pueden pillar en breves incursiones hacia el este y el oeste. Así fue cómo saquearon Kolomyya en el flanco occidental. Cruzaron el Prut de día, se metieron en los bosques, descansaron por la noche y atacaron al amanecer. Es su sistema. Y así se introducen de forma gradual.
»Tal es como vi yo la situación. Porque nuestras defensas están allí, nuestros soldados las emplean; nos ocultamos detrás de ellas. Los terraplenes actúan como una frontera. Nos contentamos con decir: "Al sur de estas fortificaciones está el territorio de los pechenegi, y debemos mantenerlo allí". Por consiguiente, los pechenegi, aunque son unos bárbaros, nos tienen, de hecho, sitiados. Yo me he sentado sobre los muros de nuestros fuertes y visto cómo acampaban sin temor nuestros enemigos. El humo de sus fogatas se elevaba y todo estaba tranquilo, porque nosotros no los molestábamos en su terreno.
»Cuando salí de Kiev, príncipe Vladimir, dijiste: "Luchad contra los pechenegi, impedid que crucen el Ros". Pero yo dije: "¡Persigue al enemigo y mátalo!". Un día vi un campamento de unos doscientos hombres; tenían a sus mujeres e incluso a sus hijos con ellos. Estaban acampados al otro lado del río, al oeste, muy separados de los otros campamentos. Dividí en dos mitades mi fuerza de doscientos hombres. Una mitad cruzó conmigo el río al anochecer. Subimos hacia las fogatas de los pechenegi. Habían puesto guardias, pero la mayoría de ellos estaban durmiendo y los degollamos sin que se diesen siquiera cuenta de quiénes los mataban. Entonces entramos en silencio en el campamento. Yo había hecho que mis hombres se tiznasen con barro. Todos los que no se habían tiznado eran pechenegi. Los matamos en la oscuridad, pasando de tienda en tienda. Éramos como grandes murciélagos en la noche; fue una acción muy sangrienta.
»Cuando despertó el campamento, la mitad de sus moradores habían muerto. El resto nos persiguió. Los atrajimos hacia el Ros, y ellos vociferaban; ansiosos de atraparnos en el río, lanzaban gritos de guerra. En cambio nosotros no gritábamos ni vociferábamos. Junto al río, en el lado de los pechenegi, estaba esperando mi segunda centuria. Todos se habían tiznado de barro. No atacaron a sus silenciosos y enfangados hermanos, sino que rodearon a los ruidosos perseguidores. Entonces nos volvimos contra los pechenegi y los matamos a todos. Y les cortamos el dedo pulgar…
Hizo una pausa.
—¡Bravo! —dijo débilmente el príncipe Vladimir.
—Otra vez —prosiguió Thibor— fuimos a Kamenets, que estaba asediada. De nuevo llevé conmigo a la mitad de mis hombres. Los pechenegi que rodeaban la ciudad nos vieron y nos persiguieron. Los condujimos a un barranco de paredes abruptas donde, después de haberlo cruzado nosotros, la otra mitad de mi fuerza cayó como un alud sobre ellos. Aquella vez perdí muchos pulgares, enterrados debajo de los cantos rodados; de no haber sido así, te habría traído otro saco.
Ahora reinaba un silencio casi absoluto alrededor de la mesa. Más que el relato de los hechos, era impresionante la frialdad con que eran relatados, sin pizca de emoción. Cuando los pechenegi habían asaltado la colonia Ungar de aquel hombre, lo habían convertido en un homicida implacable.
—He recibido informes, desde luego —dijo Svyatoslavich, rompiendo el silencio—, aunque bastante vagos y muy espaciados. Pero éste es digno de consideración. Dices que mis boyardos han hecho retroceder a los pechenegi, ¿eh? ¿Se ha producido un cambio en la situación? Tal vez han aprendido algo de ti, ¿verdad?
—Han aprendido que montando guardia detrás de altos muros no se consigue nada —dijo Thibor—. Hablé con ellos y les dije: «El verano está tocando a su fin. Los pechenegi del lejano sur han engordado y se han vuelto perezosos por el poco trabajo que han tenido que hacer; no piensan que vayamos a caer sobre ellos. Están construyendo colonias permanentes, hogares de invierno para ellos. Como hicieron antes los khazars, dejan a un lado la espada en favor del arado. Si atacamos ahora, caerán como el trigo bajo la guadaña». Entonces todos los boyardos se agruparon, cruzaron el río y se adentraron en las estepas del sur. Matamos a los pechenegi dondequiera que los encontramos.
»Pero entonces oí rumores sobre un gran peligro que se cierne sobre nosotros. Los polovtsy se están levantando en el este. Salen de las grandes estepas y de los desiertos y se extienden hacia el oeste; pronto estarán a nuestras puertas. Cuando cayeron los khazars dejaron el camino abierto a los pechenegi. ¿Y después de los pechenegi? Por eso pensé, me atreví a pensar, que tal vez el Vlad me daría un ejército y me enviaría al este, para aplastar a nuestros enemigos antes de que se hagan demasiado fuertes…
Durante un largo rato, el príncipe Vladimir permaneció sentado mientras lo miraba con los ojos entrecerrados. Después dijo a media voz:
—Has hecho un largo camino en un año y un mes, valaco… —Y en voz alta, a sus invitados—: ¡Comed, bebed, hablad! Honrad a este hombre. Estamos en deuda con él.
Pero, al continuar el banquete, se levantó, indicando a Thibor que lo acompañase. Salieron al jardín, a la fresca noche otoñal. El humo de leña era fragante bajo los árboles.
El príncipe se detuvo a poca distancia del palacio.
—Thibor, tendremos que estudiar esta idea tuya, esta invasión hacia el este, pues esto es lo que sería, ya que no estoy seguro de que estemos en condiciones para ello. Sabes que se intentó con anterioridad. —Thibor asintió con la cabeza sin disimular su amargura—. El propio Gran Príncipe lo intentó. Primero derrotó a los khazars, Svyatoslav los aplastó y los bizantinos recogieron los pedazos, y después la emprendió contra Bulgaria y Macedonia. Y mientras estaba metido en eso, ¡los nómadas pusieron sitio a la propia Kiev! ¿Y le costó caro su celo? Sí, aunque muchas sagas se han escrito sobre él. Los nómadas lo arrojaron en los rápidos del río e hicieron una copa con su cráneo. Se precipitó, ¿lo entiendes? Oh, se libró de los khazars, sí, pero sólo para dar entrada a los malditos pechenegi. ¿Debo precipitarme yo también?
El valaco guardó silencio durante un momento en la oscuridad.
—Entonces, ¿me enviarás de nuevo a la estepa del sur?
—Puede que sí, y puede que no. Podría apartarte para siempre de la lucha, nombrarte boyardo, darte tierras y hombres que cuidasen de ti. Aquí hay mucha tierra buena, Thibor.
Thibor sacudió la cabeza.
—Entonces prefiero volver a Valaquia. No soy agricultor ni príncipe. Lo intenté y entonces vinieron los pechenegi y me convirtieron en guerrero. Desde entonces, todos mis sueños han sido rojos. Sueños de sangre. La sangre de mis enemigos, de los enemigos de esta tierra.
—¿Y qué dices de mis enemigos?
—Son lo mismo. Sólo tienes que mostrármelos.
—Muy bien —dijo el Vlad—, te mostraré uno de ellos. ¿Conoces las montañas del oeste, las que nos separan de los húngaros?
—Mis padres eran ungars —dijo Thibor—. En cuanto a las montañas, yo nací al pie de ellas. No en el oeste, sino en el sur, en la tierra de los valacos, más allá de donde describen una curva las montañas.
El príncipe asintió con la cabeza.
—Entonces, tienes alguna experiencia en las montañas y sus peligros. Bien. Pero en mi lado de aquellos picos, más allá de Galich, en el sector llamado Khorvaty, por cierto pueblo, vive un boyardo que… no es amigo mío. Me debe vasallaje, pero cuando convoco a todos mis principitos y boyardos, no comparece. Cuando lo invito a venir a Kiev, rehusa. Cuando le expreso el deseo de encontrarme con él, hace caso omiso de ello. Si no es mi amigo, sólo puede ser mi enemigo. Es un perro que no sigue al amo. Un perro salvaje, y su hogar es una fortaleza en la montaña. Hasta ahora, no he tenido tiempo, ni ganas, ni poder para eliminarlo, pero…
—¿Qué? —Thibor estaba pasmado, y el Vlad se interrumpió al oírlo—. Disculpa, mi príncipe, pero tú… ¿no tienes poder?
Vladimir Svyatoslavich sacudió la cabeza.
—No lo comprendes —dijo—. Desde luego, tengo poder. Kiev tiene poder. ¡Pero tan extendido que se gasta pronto! ¿Debería movilizar un ejército para someter a un principito rebelde, y dejar que los pechenegi nos ataquen de nuevo? ¿Debería formar un ejército de granjeros y funcionarios y campesinos, todos ellos inexpertos en la guerra? Y si lo hiciese, ¿qué pasaría? Un ejército no podría sacar a ese Ferenczy de su castillo, si él no quisiera salir. Y ni siquiera un ejército podría destruirlo, ¡tan fuertes son sus defensas! Hay que tener en cuenta los puertos de montañas, las gargantas, los aludes… Con un puñado de defensores fieles y aguerridos, podría detener casi indefinidamente cualquier ejército que yo enviase allí. Oh, si tuviese dos mil hombres sobrantes, podría tal vez ponerle sitio y rendirlo por hambre, pero ¿a qué precio? Por otra parte, lo que no puede lograr un ejército puede ser posible para un hombre solo, si es valiente, astuto y fiel…
—¿Me estás diciendo que quieres que ese Ferenczy sea sacado de su castillo y traído a tu presencia en Kiev?
—Demasiado tarde para eso, Thibor. El ha demostrado lo mucho que me «respeta». ¿Cómo he de respetarlo yo? No. ¡Lo quiero muerto! Entonces sus tierras, su castillo en la montaña, sus criados y sus siervos caerán en mi poder. Y su muerte será un ejemplo para otros que pudieran pensar en independizarse.
—Entonces, ¡no quieres sus pulgares, sino su cabeza!
La risa de Thibor fue gutural, sin pizca de humor.
—Quiero su cabeza, su corazón y su estandarte. Y quiero quemar las tres cosas en una hoguera aquí, en Kiev.
—¿Su estandarte? ¿Tiene un blasón ese Ferenczy? ¿Puedo preguntar cómo es?
—Desde luego —dijo el príncipe, de súbito reflexivos sus ojos grises. Bajó la voz y miró a su alrededor en la oscuridad, como para asegurarse de que nadie podía oírlo—. Su distintivo es la cabeza cornuda de un diablo, con una lengua bífida de la que caen gotas de sangre…
¡Sangre!
Gotas de sangre empapando la tierra negra.
El sol había tocado el horizonte y estaba ardiendo allí, rojo, como… como una gran gota de sangre. Pronto la tierra lo engulliría. La vieja Cosa enterrada tembló de nuevo; su cascara de cuero y hueso se abrió despacio, como una esponja disecada, para recibir el tributo de la tierra, la sangre que empapaba las hojas muertas y las raíces y un suelo negro de siglos, para llegar donde yacía desde hacía mil años la criatura-Thibor, en su poco profunda tumba.
Thibor sintió subconscientemente aquella sangre que se filtraba y supo, como saben todos los que sueñan, que era sólo parte del sueño. Sería diferente cuando el sol se hubiese puesto y la filtración lo tocase en realidad; pero ahora prescindió de esto y volvió a aquel tiempo, a principios del siglo diez, en que había sido simplemente humano y subido al Khorvaty en una misión de asesinato…
Thibor y sus siete hombres habían viajado como tramperos, como valacos que seguían la curva de los Cárpatos en una dirección encaminada a adentrarlos en los bosques septentrionales al empezar el invierno. En realidad, habían venido simplemente de Kiev, a través de Kolomyya y hacia las montañas, y traían consigo todos los avíos de los tramperos para confirmar su historia. Habían tenido que cabalgar de forma regular durante tres semanas para llegar al lugar al abrigo de las montañas (un «pueblo» compuesto de un puñado de casas de piedra construidas en la falda del monte, media docena de cabanas semipermanentes y unas pocas tiendas de gitanos, de piel curtida y con el pelo en la parte de dentro) al que entonces llamaban Moupho Alde Ferenc Yabórov, largo nombre que abreviaban en Ferenc y que hacían que sonase como «Ferengi». Significaba «Lugar del Viejo» o «del Viejo Ferengi», y los gitanos lo pronunciaban en voz baja y con mucho respeto.
Allí había, tal vez, unos cien hombres, unas treinta mujeres y otros tantos niños. La mitad de los hombres eran tramperos de paso por allí o presuntos colonos que, desarraigados por las incursiones de los pechenegi, buscaban hogares más al norte. Muchos de este último grupo tenían a sus familias con ellos. El resto eran campesinos que moraban en Ferengi Yabórov o gitanos que habían venido a pasar el invierno. Por lo visto, éstos lo venían haciendo desde tiempo inmemorial, pues «el viejo diablo» que era aquí el boyardo los trataba bien y no expulsaba a nadie. Se sabía incluso que, en temporadas malas, había abastecido a aquella gente errante con comida de su despensa y vino de su bodega.
Thibor pidió comida y bebida para él y sus hombres, y le mostraron una casa de madera levantada en un pinar. Era una especie de posada, con pequeñas habitaciones debajo del tejado, a las que sólo podía llegarse por escalas de cuerda, que eran recogidas cuando el huésped quería dormir. Abajo había mesas y taburetes de madera y, al fondo del vasto salón, un mostrador con pequeños barriles de aguardiente de ciruela y jarras de cerveza dulce. Una pared era en su mitad de piedra, y allí ardía una fogata al pie de una chimenea grande. Sobre el fuego había una olla de hierro, con un goulash que despedía un fuerte olor a paprika. Pendían cebollas de unos clavos en la pared, cerca del fuego, así como grandes salchichas de piel áspera, y había hogazas de pan moreno sobre las mesas que habían sido cocidas en un horno de piedra a un lado de la chimenea.
Un hombre, su esposa y un hijo desaliñado cuidaban del lugar; gitanos, presumió Thibor, que habían decidido instalarse allí. Hubiesen podido elegir un sitio mejor, pensó, sintiendo frío a la sombra de los imponentes peñascos, de las montañas cuya presencia podía sentirse incluso dentro de casa. Era una casa triste, lúgubre y de mal augurio.
El valaco había ordenado a sus hombres que no hablasen con nadie; pero, cuando dejaron sus avíos y empezaron a comer y beber y a hablar en voz baja los unos con los otros, el propio Thibor compartió una jarrita de aguardiente con el posadero.
—¿Quién eres? —le preguntó el curtido viejo.
—¿Preguntas lo que he sido y dónde he estado? —replicó Thibor—. Eso sería más fácil que decirte quién soy.
—Entonces, dilo, si tienes ganas de hablar.
Thibor sonrió y sorbió el aguardiente.
—Yo era un joven, bajo los Carpatii. Mi padre era ungar y se adentró en la frontera de la estepa del sur para cultivar la tierra, con sus hermanos y parientes y las familias de éstos. Seré breve: llegaron los pechenegi, lo arrasaron todo, destruyeron nuestra colonia. Desde entonces, he rondado mucho, he luchado contra el bárbaro por una paga y lo poco que podía encontrar encima de él, y he hecho lo que he podido aquí y allá. Ahora seré trampero. He visto las montañas, la estepa, los bosques. La vida del cultivador es dura y la sangre vertida hace que uno se sienta amargado. Pero en los pueblos y las ciudades hay dinero a ganar con las pieles. Apostaría a que tú también has rondado un poco por ahí.
—Por algunos lugares —dijo el otro al tiempo que se encogió de hombros.
Tenía la piel morena, como de cuero oscurecido por el humo, y arrugada como una cáscara de nuez por los rigores de la intemperie, y estaba flaco como un lobo. Aunque no era joven, ni mucho menos, conservaba negros y relucientes los cabellos, y también los ojos, y parecía tener completa la dentadura. Pero movía los miembros con cuidado y tenía agarrotadas las manos.
—Y todavía lo estaría haciendo —prosiguió— si mis huesos no hubiesen empezado a resentirse. Teníamos un carro de dos ruedas tapizado de cuero, y lo desmontábamos y llevábamos a cuestas cuando el camino era malo. En el carro transportábamos nuestra casa y nuestros bienes: una gran tienda con habitaciones, y utensilios de cocina y herramientas. Éramos… somos szgany, gitanos, y nos convertimos en szgany Ferengi cuando construí esta casa aquí.
Estiró el cuello y miró hacia arriba, con los ojos muy abiertos, a una pared interior de la casa. Fue una mirada en parte respetuosa, en parte temerosa. No había ninguna ventana, pero el valaco comprendió que el viejo estaba pensando en los picos de la montaña.
—¿Szgany Ferengi? —repitió Thibor—. Entonces, ¿eres vasallo del boyardo Ferenczy del castillo?
El viejo gitano bajó la mirada de la invisible altura, se echó un poco atrás y adquirió un aire receloso. Thibor le sirvió enseguida un poco más de su aguardiente. El otro guardó silencio y el valaco se encogió de hombros.
—No importa; es que me habían hablado bien de él —mintió—. Mi padre lo conoció una vez…
—¿De veras? —dijo el viejo, abriendo más los ojos.
Thibor asintió con la cabeza.
—Un frío invierno, el Ferenczy le dio alojamiento en su castillo. Mi padre me dijo que, si pasaba alguna vez por aquí, debía subir y recordar al boyardo aquella ocasión y darle las gracias en su nombre.
El viejo miró fijo a Thibor durante un largo rato.
—Así pues, has oído cosas buenas de nuestro señor, ¿eh? De boca de tu padre, ¿no? Y naciste al pie de las montañas…
—¿Hay algo extraño en ello? —preguntó Thibor, arqueando una negra ceja.
El otro lo miró de arriba abajo.
—Eres muy alto —dijo, con envidia— y muy vigoroso, sin duda alguna. También pareces fiero. Un valaco, ¿eh?, nacido de padres ungars. Bueno, tal vez lo eres, tal vez lo eres.
—Tal vez soy, ¿qué?
—Se dice —murmuró el gitano, acercándose más a él— que los verdaderos hijos del viejo Ferengi siempre vuelven a casa. En definitiva, vienen aquí y lo buscan…, ¡buscan a su padre! ¿Quieres tú subir a verlo?
Thibor fingió indecisión. Se encogió de hombros.
—Tal vez lo haría, si supiese el camino, pero esos riscos y puertos de montaña son traidores.
—Yo conozco el camino.
—¿Has estado allí?
Thibor trataba de no parecer demasiado interesado. El viejo asintió con la cabeza.
—Oh, sí, y podría llevarte. Pero ¿irías solo? El Ferengi no gusta de recibir muchos visitantes.
Thibor fingió pensarlo un poco.
—Quisiera llevar al menos a dos de mis amigos. Para el caso de que el camino sea malo.
—¡Hum! Si estos viejos huesos pueden hacerlo, seguro que podrán hacerlo los tuyos. ¿Sólo dos de ellos?
—Para que me ayuden en los lugares demasiado abruptos.
El hospedero frunció los labios.
—Te costaría algo. Mi tiempo y…
—De acuerdo —lo interrumpió el válaco.
El gitano se rascó una oreja.
—¿Qué sabes del viejo Ferengi? ¿Qué has oído decir de él?
Thibor vio una oportunidad de enterarse de algo. Sacar información de tipos como éste era como arrancar un diente a un oso.
—He oído decir que tiene una guarnición compuesta de muchos hombres y que su castillo es una fortaleza inexpugnable. Por eso no jura fidelidad a nadie, ni paga impuestos por sus tierras, ya que ningún recaudador podría cobrarlo.
—¡Oh! —El viejo gitano rió a carcajadas, dio un puñetazo sobre el mostrador y se sirvió más aguardiente—. ¿Una guarnición de hombres? ¿Criados? ¿Siervos? ¡No tiene ninguno! Tal vez un par de mujeres, pero ningún hombre. Solamente los lobos guardan los puertos de montaña. En cuanto a su castillo, está pegado a la roca. Sólo hay una entrada, para los hombres, que es también la salida. A menos de que algún estúpido imprudente se asome demasiado a una ventana…
Se interrumpió y su mirada volvió a hacerse recelosa.
—¿Y te dijo tu padre que el Ferengi tenía hombres?
Desde luego, el padre de Thibor no le había dicho nada. Y tampoco el Vlad. Lo poco que sabía eran chismes supersticiosos que había oído contar a un compañero de la corte, un tonto que se preocupaba poco del príncipe y del que todos se preocupaban poco. Thibor no tenía tiempo para fantasmagorías; sabía los hombres que había matado y ninguno de ellos había vuelto para perseguirlo.
Decidió arriesgarse. Se había enterado ya de mucho de lo que quería saber.
—Mi padre sólo dijo que el camino era escabroso y que, cuando él había estado allí, había muchos hombres acampados dentro y alrededor del castillo.
El viejo lo miró y asintió despacio con la cabeza.
—Podría ser, podría ser. Los szgany han pasado a menudo el invierno con él. —Tomó una decisión—. Muy bien, te llevaré allí, si él quiere verte.
Se echó a reír al ver que Thibor arqueaba las cejas, y lo condujo fuera de la casa en la tarde tranquila. Al salir, el gitano descolgó una gran sartén de bronce de un gancho.
Un sol ya muy débil se disponía a ponerse detrás de los picachos grises. Las montañas hacían que oscureciese temprano, y los pájaros entonaban ya sus cantos de la noche.
—Estamos a tiempo —dijo el viejo—. Ahora debemos esperar a que nos vean.
Señaló hacia arriba, hacia las imponentes montañas, donde una alta y mellada cresta negra se recortaba sobre el gris de los últimos picachos.
—¿Ves allí, donde la oscuridad es más fuerte?
Thibor asintió con la cabeza.
—Es el castillo. Ahora observa.
Fregó la base de la sartén con la manga y después volvió aquélla hacia el sol. Al captar los débiles rayos, los reflejó hacia las montañas, trazando una raya de oro en los riscos. Cada vez más débil, el disco de luz parpadeó a lo lejos, saltando de los peñascos a la roca lisa, de unos grupos de abetos a otros, de los árboles al esquisto desmenuzado al subir todavía más. Por último, le pareció a Thibor que el rayo era respondido, pues cuando el gitano sostuvo fija la sartén en sus manos nervudas, la oscura y angulosa mancha que había señalado pareció encenderse con un fuego dorado. El rayo de luz fue tan súbito, tan cegador, que el valaco se cubrió los ojos con las manos y miró por las rendijas que se formaron entre sus dedos.
—¿Es él? —jadeó—. ¿Es el propio boyardo quien responde?
—¿El viejo Ferengi? —El gitano rió ruidosamente. Depositó con cuidado la sartén sobre una roca plana y el rayo de luz siguió brillando en la altura—. No, no es él. El sol no es amigo suyo. Ni lo es ningún espejo, dicho sea de pasada. —Rió de nuevo, y después explicó—: Es un espejo, muy brillante, uno de los varios emplazados en la pared del fondo de la torre. Si nuestra señal es advertida, alguien cubrirá el espejo que no hace más que reflejar nuestro rayo, y la luz se apagará. No gradualmente, como la del sol al ponerse despacio, sino de repente…, ¡así!
Como una vela al apagarse, la luz pestañeó, dejando a Thibor casi tambaleándose en lo que, en realidad, parecía una penumbra antinatural.
—Parece que has establecido contacto —dijo—. Por lo visto, el boyardo ha advertido que tienes algo que comunicarle, pero ¿cómo sabrá lo que es?
—Lo sabrá —dijo el gitano. Agarró el brazo de Thibor y miró hacia los altos puertos de montaña. De pronto, los ojos del viejo se empañaron y éste vaciló. Thibor lo sostuvo.
—Oye, ahora él lo sabe —murmuró el viejo, y sus ojos abiertos se desempañaron.
—¿Qué? —Thibor estaba intrigado; se sentía inquieto. Los szgany eran gente rara, con facultades poco comprensibles.
—¿Qué quieres decir cuando…?
—Y ahora responderá «sí» o «no» —lo interrumpió el gitano.
Todavía no había acabado de decirlo cuando brilló un fuerte rayo de luz en lo alto del castillo y se apagó enseguida.
—¡Ah! —suspiró el viejo gitano—. Su respuesta es «sí»; te recibirá.
—¿Cuándo? —dijo extrañado Thibor, pero tratando de disimular la ansiedad de su voz.
—Ahora. Nos pondremos en marcha enseguida. Las montañas son peligrosas por la noche, pero él no lo aceptaría de otra manera. ¿Estás aún dispuesto?
—No lo defraudaré, ahora que me ha invitado —dijo Thibor.
—Muy bien. Pero abrígate bien, valaco. Allá arriba hace mucho frío. —El viejo le dirigió una mirada breve y penetrante—. Sí, un frío mortal…
Thibor escogió a un par de vigorosos valacos para que lo acompañasen. La mayoría de sus hombres no eran de su antigua tierra, pero había luchado junto a estos dos en la guerra con los pechenegi y sabía que eran buenos combatientes. Quería tener hombres verdaderos detras de él cuando subiese contra ese Ferenczy. Y era muy posible que los necesitase. Arvos, el viejo gitano, había dicho que el boyardo no tenía servidores; pero, si era así, ¿quién había contestado la señal del espejo? No, Thibor no podía imaginarse un hombre rico viviendo allá arriba con nada más que un par de mujeres, apañándose solo. El viejo Arvos mentía.
En el caso de que hubiese sólo un puñado de hombres con su señor en las montañas… Pero de nada servían las especulaciones; Thibor tendría que esperar a ver cómo estaba la situación. Si había allí muchos hombres, diría que llegaba como enviado de Vladimir, para invitar al boyardo a su palacio de Kiev. La invitación tendría relación con la guerra contra los pechenegi. En cualquier caso, la suerte estaba echada: había una montaña a la que tenía que subir y, en lo alto de ella, un hombre al que tenía que matar, si las condiciones lo permitían.
En aquellos días, Thibor era bastante ingenuo; no le había pasado por la cabeza que el Vlad pudiera haberlo enviado a una misión suicida, de la que no esperaba que volviese.
En cuanto a la subida, el principio había sido fácil, a pesar de que el camino no estaba marcado. La senda (no era una verdadera senda, sino sólo un trayecto que el viejo gitano se sabía de memoria) pasaba entre dos colinas en la base de un peñasco inaccesible y seguía por una elevación cubierta de piedras y rocas hasta una ancha grieta o chimenea en el cantil, que subía casi en vertical a una falsa meseta al pie de una segunda línea de colinas aún más empinadas. Estas eran salvajes y boscosas, de árboles macizos y viejos, pero allí Thibor había descubierto una especie de camino. Era como si un gigante hubiese trazado con una guadaña una línea recta entre los árboles; su madera había proporcionado sin duda la mayoría de la que había utilizado el pueblo, y tal vez parte de aquélla había sido subida a las montañas para la construcción del castillo. Esto había ocurrido posiblemente siglos atrás y, sin embargo, no habían crecido nuevos árboles para cerrar el camino. O, si habían crecido, alguien los había arrancado para mantener libre la senda.
Fuera como fuese, la subida por él entre los bosques ascendentes era bastante fácil, y al acercarse el crepúsculo a la noche, se elevó una luna llena para guiarlos con su luz de plata. Para ahorrarse aliento para la subida, los tres hombres y su guía permanecían en un silencio absoluto y Thibor podía reflexionar sobre lo poco que le había dicho sobre el boyardo Ferenczy su tonto contacto en la corte.
—Los griegos le temen más que Vladimir —le había informado el parlanchín—. En tierras griegas, hace tiempo que han buscado y aniquilado a esa clase de gente. A los que son como Ferenczy los llaman «vrikolax», que en búlgaro es «obour» o «mouphour»… ¡o «wampir»!
—He oído hablar de los wampir —le había respondido Thibor—. En mi viejo país tienen el mismo mito e igual nombre para ellos. Una superstición de campesinos. Y te diré algo más: los hombres a quienes maté se pudren en sus tumbas, si es que las tienen. ¡Allí no se hinchan! Y si lo hacen, es de gases de putrefacción, ¡no de sangre de los vivos!
—Sin embargo, se dice que Ferenczy es una de esas criaturas —había insistido el informador de Thibor—. He oído hablar de ellas a los sacerdotes griegos: dicen que no hay sitio en tierras cristianas para esta clase de seres. En Grecia les clavan estacas en el corazón y les cortan la cabeza. O mejor aún, los descuartizan y queman los pedazos. Creen que incluso una parte pequeña de un wampir puede crecer de nuevo en el cuerpo de un incauto. Es como una sanguijuela, pero por dentro. De aquí el dicho de que el wampir tiene dos corazones y dos almas, y de que no puede morir si no son destruidos ambos.
Thibor había sonreído, con desdén y sin humor, y le había dado las gracias.
—Bueno, hechicero o brujo o lo que sea —dijo—, ya ha vivido bastante. El príncipe Vladimir quiere la muerte de Ferenczy y me ha encargado esta misión.
—¡Ya ha vivido bastante! —había repetido el otro, levantando las manos—. Sí, y no sabes lo cierto que es esto. Ha habido un Ferenczy en aquellas montañas desde tiempo inmemorial. Y según la leyenda, ¡siempre ha sido el mismo! Y ahora dime, valaco, ¿qué clase de hombre es el que ve pasar los años como si fuesen horas?
Thibor se había reído también al oír eso; pero ahora, al evocarlo, parecía que algunas cosas concordaban.
Por ejemplo, la palabra «Moupho» en el nombre del pueblo; una palabra que sonaba mucho como «mouphour» o wampir.
¿«Pueblo del Viejo Vampiro Ferenczy»? ¿Y qué era lo que había dicho Arvos, el szgany? «El sol no es amigo de él. Ni lo es ningún espejo, dicho sea de pasada.» ¿No eran los vampiros cosas de la noche, temerosos de los espejos porque nada reflejaban éstos o tal vez eran sus reflejos más próximos a la realidad? Entonces el valaco se burló de sus fantasías. Era este viejo lugar, y nada más, que excitaba su imaginación. Estos bosques de siglos y estas montañas eternas…
El grupo salió de entre los árboles y se encontró en la cresta de unos montes en forma de cúpulas, donde la tierra era escasa y sólo crecían líquenes; más allá, en una honda depresión, se extendía una llanura pedregosa y de guijarros sueltos más o menos media milla hasta las oscuras sombras de los negros cantiles. Hacia el norte se elevaba más y formaba unos cuernos, y fueron éstos los que señaló el viejo Arvos a la luz de la luna, con un dedo torcido.
—¡Allí! —rió entre dientes, como si fuese cosa de broma—. ¡Allí está la casa de los viejos Ferengi!
Thibor miró… y vio unas ventanas lejanas, debajo de los cuernos, iluminadas como ojos en la oscuridad. Y habría sido natural que algún murciélago monstruoso estuviese agazapado en aquellas alturas, o tal vez el rey de todos los grandes lobos.
—Como ojos en una cara de piedra —gruñó uno de los valacos de Thibor, un hombre todo pecho y brazos, de piernas cortas y rollizas.
—¡Y no los únicos ojos que nos observan! —murmuró el otro, un hombre delgado y encorvado que siempre adelantaba de modo agresivo la cabeza.
—¿Qué estáis diciendo?
Thibor estuvo de inmediato alerta, mirando a su alrededor en la oscuridad. Entonces vio los ojos feroces, triangulares, como gotas de oro suspendidas en la oscuridad en la orilla del bosque. Cinco pares de ojos. Serían de lobos, ¿no?
—¡Eh! —gritó Thibor. Desenvainó la espada y dio un paso adelante—. ¡Fuera, perros de los bosques! No tenemos nada para vosotros.
Los ojos pestañearon esporádicamente a pares, retrocedieron, se desparramaron. Cuatro formas flacas y grises se alejaron saltando bajo la líquida luz de la luna y se perdieron entre los cantos rodados del llano pedregal. Pero el quinto par de ojos permaneció en su sitio, pareció ganar altura, flotó sin vacilación, saliendo de la oscuridad.
Un hombre avanzó desde la sombra, un hombre tan alto o más que el propio Thibor.
Arvos, el gitano, se tambaleó y pareció a punto de desmayarse. La luna tiñó su cara de un gris plateado y pálido. El desconocido alargó una mano, lo agarró de un hombro y lo miró fijo a los ojos. Y poco a poco, el viejo se irguió y dejó de temblar.
A la manera de un guerrero nato, Thibor se había situado a cierta distancia para atacar. Tenía todavía la espada en la mano, pero el desconocido no era más que un hombre. Los acompañantes de Thibor, asombrados al principio, tal vez incluso un poco asustados, se disponían a desenvainar sus armas, pero él los detuvo con una palabra y envainó la suya. Era, en todo caso, una muestra de desafío, un gesto que en un solo movimiento manifestaba su fuerza y posiblemente su desprecio. Era, por cierto, una prueba de intrepidez.
—¿Quién eres? —dijo—. ¡Vienes de noche como un lobo!
El recién llegado era delgado, de aspecto casi frágil. Vestía por completo de negro, con una pesada capa que le envolvía los hombros y le llegaba hasta debajo de las rodillas. Podía llevar armas ocultas bajo la capa, pero tenía las manos a la vista, apoyándolas en los muslos. Ahora prescindió del viejo Arvos y miró a los tres valacos. Sus ojos negros echaron una mirada rápida a los acompañantes de Thibor, pero se fijaron en éste un largo rato antes de responder:
—Soy de la casa de Ferenczy. Mi amo me ha enviado a ver qué clase de hombres van a visitarlo esta noche.
Esbozó una débil sonrisa. Su voz produjo un efecto apaciguador en el voevod y, aunque parezca extraño, también lo produjeron sus ojos que no pestañeaban y reflejaban ahora la luz de la luna. Thibor lamentó que no hubiese más luz natural. Había algo que le repugnaba en las facciones de aquel hombre. Tuvo la impresión de que estaba mirando un cráneo deforme y se preguntó por qué no lo turbaba esto más. Pero alguna atracción misteriosa lo retenía, como se siente atraída la mariposa por la llama que va a devorarla. Sí, atraído y repelido al mismo tiempo.
Al concebir la idea de que estaba cayendo bajo algún extraño maleficio o influjo, se sobrepuso y se obligó a hablar.
—Puedes decirle a tu señor que soy un valaco. Y también que vengo para hablarle de cosas importantes, de llamamientos y responsabilidades.
El hombre de la capa se acercó más y la luz de la luna dio de lleno en su cara. A fin de cuentas, era la cara de un hombre y no un cráneo, pero tenía algo lobuno, unas mandíbulas y unas orejas casi anormalmente largas.
—Mi señor presumió que debía ser así —dijo, en un tono de voz ligeramente duro—. Pero no importa, lo que tenga que ser será, y tú no eres más que un mensajero. Sin embargo, antes de que pases de este punto, que es una frontera, mi señor debe asegurarse de que vienes por tu propia y libre voluntad.
Thibor había recuperado el aplomo.
—Nadie me ha traído aquí arriba a rastras —gruñó.
—¿Pero has sido enviado…?
—El hombre vigoroso sólo puede ser «enviado» adonde quiere ir —replicó el valaco.
—¿Y tus hombres?
—Nosotros vamos con Thibor —dijo el corcovado—. Donde va él, allá vamos nosotros, ¡de buen grado!
—Incluso para visitar a alguien que envía lobos para darnos la bienvenida —añadió el segundo acompañante de Thibor, el que tenía aspecto de simio.
—¿Lobos? —El desconocido frunció la frente e inclinó a un lado la cabeza con curiosidad. Miró vivamente a su alrededor y luego sonrió divertido—. Querrás decir los perros de mi señor.
—¿Perros?
Thibor estaba seguro de haber visto lobos. Sin embargo, la idea parecía ahora ridicula.
—Sí, perros. Salieron a dar un paseo conmigo, porque la noche es buena. Pero no están acostumbrados a ver desconocidos. Mira, han vuelto corriendo a casa.
Thibor asintió con la cabeza y dijo:
—Entonces, has venido a nuestro encuentro a medio camino, para acompañarnos y mostrarnos el sendero.
—No —dijo el otro, sacudiendo la cabeza—. Esto podía haberlo hecho Arvos. He venido sólo para recibiros y contar vuestro número… y también para asegurarme de que tu presencia aquí no ha sido obligada. Es decir, de que vienes por tu propia y libre voluntad.
—Repito —gruñó Thibor—: ¿quién podría obligarme?
—Hay presiones y presiones —dijo el otro, encogiéndose de hombros—. Pero veo que eres dueño de ti.
—Has mencionado nuestro número.
El hombre de la capa arqueó las cejas, que se pusieron casi de punta.
—Para vuestro alojamiento —respondió—. ¿Para qué más podía ser? —Y antes de que Thibor pudiese replicar—: Ahora tengo que adelantarme, para hacer los preparativos.
—Lamentaría importunar a tu señor —dijo rápidamente Thibor—. Ya es bastante malo ser un huésped inesperado, pero es aún peor si otros tienen que dejar vacantes las habitaciones que les corresponden por derecho, para hacer sitio para mí y los míos.
—Oh, hay espacio de sobra —respondió el otro—. Y no eras del todo inesperado. En cuanto a sacar a otros de sus habitaciones, la casa de mi señor es un castillo, pero alberga a menos almas de las que hay aquí.
Era como si hubiese leído la mente de Thibor y contestado la pregunta que había encontrado en ella.
Ahora inclinó la cabeza en dirección al viejo szgany.
—Sin embargo, no olvides que hay piedras sueltas en el sendero a lo largo del risco y que el camino es un poco peligroso. Debes estar alerta por si caen rocas. —Y dirigiéndose de nuevo a Thibor, dijo—: Entonces, hasta luego.
Observaron cómo se volvía y echaba a andar detrás de los «perros» de su señor por la estrecha e irregular y pedregosa llanura.
Cuando hubo desaparecido en la sombra, Thibor agarró a Arvos por el cuello.
—Ningún servidor, ¿eh? —silbó a la cara del viejo gitano—. Ningún criado, ¿eh? Bueno, ¿eres un simple mentiroso o un gran embustero? ¡Ferenczy puede tener allí un ejército!
Arvos trató de echarse atrás y se encontró con que la mano del valaco era como una tenaza en su cuello.
—Un… criado o dos —jadeó—. ¿Cómo podía… podía yo saberlo? Hace más de un año que…
Thibor lo soltó y lo empujó.
—Viejo —le advirtió—, si quieres ver el día de mañana, procura guiarnos con cuidado a lo largo de este peligroso sendero.
Y cruzaron la depresión pedregosa hasta el acantilado y empezaron a subir por el estrecho camino tallado en su cara casi vertical…