Capítulo 1

Tarde del lunes cuatro de enero de 1977; el château Bronnitsy, junto al camino a Serpukhov, no lejos de Moscú; las 2.40 de la tarde, hora de Europa central, y un teléfono en la sala provisional de Control de Investigación, llamando… llamando… llamando. El château Bronnitsy se alzaba en el centro de un terreno despejado y turboso, en mitad de una región densamente poblada de árboles y blanca ahora bajo la capa de nieve. Casa o mansión de degradada herencia y mezclados antecedentes arquitectónicos, varias alas recientemente añadidas eran de ladrillo visto sobre viejos cimientos de piedra, mientras otras eran de bloques baratos de carbonilla, disfrazados con pintura gris y verde. Un antiguo patio en la «U» de las alas estaba ahora cubierto, el techo pintado de manera que hiciese juego con el terreno circundante. Asentadas sus bases en los gruesos y fuertemente inclinados muros de los extremos, dos minaretes gemelos alzaban sus rotas cúpulas en cebolla sobre el paisaje, con las ventanas entabladas como ojos tapados. En consonancia con el aspecto generalmente ruinoso del resto del edificio, las partes superiores de aquellas torres estaban estropeadas, deterioradas como colmillos careados. Desde lo alto, el château habría parecido una vieja y lúgubre ruina. Pero no era nada de eso, pese a que las torres no eran lo único en decadencia.

Fuera del patio cubierto, se hallaba un camión militar cerrado, de diez toneladas, con las lonas de atrás recogidas y el tubo de escape que expelía un humo acre y azul al aire glacial. Un hombre de la KGB, conspicuo en su «uniforme» de abrigo gris oscuro y sombrero de fieltro, miró el contenido del camión por la puerta de atrás, que estaba bajada, y se estremeció. Con las manos hundidas en los bolsillos, se volvió a un segundo individuo que vestía la bata blanca de los técnicos y le hizo una mueca.

—Camarada Krakovitch —gruñó—, ¿qué diablos son ésos? ¿Y qué están haciendo aquí?

Félix Krakovitch lo miró, sacudió la cabeza y dijo:

—Si se lo dijese, no lo comprendería. Y si lo comprendiese, no lo creería.

Como su ex jefe, Gregor Borowitz, Krakovitch consideraba a todos los de la KGB como seres inferiores. Reduciría su información y su ayuda al mínimo posible; con ciertos límites de prudencia y de seguridad personal, claro está. La KGB no solía perdonar ni olvidar.

El fornido policía especial se encogió de hombros, encendió un cigarrillo negro y chupó con fuerza la boquilla de cartón.

—Dígamelo de todos modos —dijo—. Aquí hace frío, pero puedo resistirlo. Mire, cuando vaya a informar al camarada Andropov, y no tengo que recordarle su posición en el Politburó, querrá que le dé algunas respuestas, y por lo tanto usted tiene que dármelas. Por consiguiente, estaremos aquí hasta que…

—¡Zombies! —dijo bruscamente Krakovitch—. Momias. Hombres que murieron hace cuatrocientos años. Puede verlo por sus armas y…

Ahora oyó la insistente llamada del teléfono, se volvió hacia la puerta de hierro ondulada del patio cubierto.

—¿Adónde va? —El hombre de la KGB salió de su imperturbabilidad y sacó las manos de los bolsillos—. ¿Espera que le diga a Yuri Andropov que esa… esa carnicería… ha sido hecha por hombres muertos?

Casi se le atragantaron las últimas palabras; tosió con fuerza y escupió en la nieve.

—Quédese ahí mucho rato —dijo Krakovitch por encima del hombro—, respirando los vapores del tubo de escape mientras fuma esa hierba, ¡y ya puede subir al camión con ellos!

Cruzó la puerta y la cerró de golpe.

—¿Zombies?

El agente frunció la nariz y miró de nuevo el cargamento de cadáveres.

Él no podía saberlo, pero eran tártaros de Crimea, muertos en masse por los refuerzos rusos que acudían a toda prisa al devastado Moscú. Habían muerto y se habían hundido en sangre y fango y lodo, para yacer, en parte conservados, en la turba de un campo de bajo nivel, y volver a levantarse, hacía dos noches, para entablar una guerra contra el château. Los tártaros y su joven líder inglés, Harry Keogh, habían triunfado en esta guerra, pues sólo cinco de los defensores del château habían sobrevivido. Krakovitch era uno de ellos. Cinco de treinta y tres, y la única baja del enemigo había sido el propio Harry Keogh. Una proporción sorprendente, a menos que se contara a los tártaros. Pero difícilmente se los podía contar, ya que estaban muertos antes de empezar la lucha…

Esto era lo que pensaba Krakovitch al entrar en el que mucho tiempo atrás había sido un patio empedrado y ahora era una vasta zona con baldosas de plástico y divididas en espaciosos invernaderos, pequeños compartimientos y laboratorios, donde los operarios de la Organización E habían estudiado y practicado sus dotes esotéricas con cierta comodidad, en el medio y condiciones más adecuados para su trabajo. Cuarenta y ocho horas antes, el lugar había sido inmaculado; ahora estaba hecho un desastre. Los tabiques habían sido agujereados por las balas y los efectos de las explosiones y del fuego podían verse en todas partes. Era extraordinario que todo el edificio no hubiese sido pasto de las llamas y arrasado en su totalidad.

En un sector relativamente despejado —la llamada Sala de Control de Investigación— se había colocado una mesa sobre la cual estaba el teléfono que en ese momento sonaba. Krakovitch, que se dirigía a él, se detuvo un momento para apartar un gran trozo de tabique que le cerraba el paso. Debajo del mismo, medio enterrados bajo cascotes de yeso, cristales rotos y los restos de un sillón de madera, un brazo y una mano humanos yacían como una enorme babosa gris. La carne estaba encogida, su color era de cuero, y el hueso que sobresalía a la altura del hombro, blanco y brillante. Aquello era casi un fósil. Todavía se descubrirían muchos más fragmentos como éste, desparramados en todo el château, pero, aparte de su aspecto repulsivo, eran… inofensivos. Krakovitch había visto trozos como éste, sin cabeza o cerebro que los guiase, que se arrastraban, luchaban, ¡mataban…!

Se estremeció, apartó el brazo a un lado con el pie y se dirigió al teléfono.

—Diga. Aquí, Krakovitch.

—¿Quién? —replicó la persona desconocida que llamaba—. ¿Krakovitch? ¿Es usted quien está al mando ahí?

Era una voz femenina que hablaba con resolución.

—Supongo que sí, sí —respondió Krakovitch—. ¿En qué puedo servirle?

—A mí, en nada. En cuanto al jefe del Partido, sólo él puede decírselo. ¡Ha estado tratando de hablar con usted desde hace cinco minutos!

Krakovitch estaba cansado. No había dormido desde aquella pesadilla y dudaba de que pudiera dormir de nuevo. Él y los otros cuatro supervivientes, uno de ellos loco de atar, no habían salido de la cámara de seguridad hasta el domingo por la mañana, cuando el aire se había agotado. Después, los otros habían prestado declaración y luego enviados a casa. El château Bronnitsy era un establecimiento de alta seguridad, por lo que sus relatos no serían para consumo general. En verdad, Krakovitch, que era el único superviviente realmente coherente, había pedido que el caso en su totalidad fuese enviado directamente a Leónidas Brezhnev. En todo caso, esto era lo pertinente: Brezhnev era el hombre en la cumbre, directa y personalmente responsable de la Organización E, a pesar de que había delegado en Gregor Borowitz. Pero esta rama había sido importante para el jefe del Partido, que estaba enterado de todo lo que había salido de ella (o al menos de todo lo que tenía alguna importancia). Borowitz tenía que haberle contado también algunas cosas sobre el trabajo paranormal —literalmente Espionaje— para que Brezhnev pudiese juzgar con cierto conocimiento de causa, lo que había sucedido allí. O así lo esperaba Krakovitch. En todo caso, ¡tenía que ser mejor que explicarlo a Yuri Andropov!

—¿Krakovitch? —ladró el teléfono. (¿Era realmente el jefe del Partido?)

—Pues… sí, señor, Félix Krakovitch. Pertenecí al personal del camarada Borowitz.

—¿Félix? ¿Por qué me dice el nombre además del apellido? ¿Espera que lo llame por su nombre?

La voz era cortante, pero también sonaba como si el que hablaba estuviese comiendo algo blando. Krakovitch había oído alguno de los poco frecuentes discursos de Brezhnev; sólo podía ser él.

—Yo… no, claro que no, camarada jefe del Partido. —(¿Cómo diablos había que dirigirse a él?)— Pero yo…

—Escuche, ¿tiene usted el mando ahí?

—Sí…, camarada jefe…

—¡Déjese de tonterías! —gruñó Brezhnev—. No necesito que me recuerden lo que soy; sólo quiero respuestas. ¿No queda nadie que sea superior a usted?

—No.

—¿Alguien que sea igual a usted?

—Cuatro; pero uno está loco.

—¿Eh?

—Se volvió loco cuando… sucedió aquello.

Hubo una pausa; después prosiguió la voz, aunque con menos dureza:

—¿Sabe que Borowitz ha muerto?

—Sí. Un vecino lo encontró en su dacha de Zhukovka. El vecino era un ex agente de la KGB y se puso al habla con el camarada Andropov, el cual envió un hombre. Ahora está allí.

—Conozco otro nombre —continuó la voz gruesa y gangosa de Brézhnev—. Boris Dragosani. ¿Qué ha sido de él?

—Muerto —y antes de que pudiese morderse la lengua añadió—: gracias a Dios.

—¿Eh? ¡¿Se alegra de que haya muerto uno de sus camaradas?!

—Yo… sí, me alegro. —Krakovitch estaba demasiado cansado para decir algo que no fuese la pura verdad, salida del corazón—. Creo muy probable que haya intervenido en esto; al menos, creo que él atrajo esta calamidad sobre nosotros. Su cuerpo está todavía aquí. También lo están los de todos nuestros muertos, y el de Harry Keogh, un agente británico, creemos. Y también…

—¿Los tártaros?

Brézhnev estaba ahora tranquilo. Krakovitch suspiró. A fin de cuentas, el hombre no era esclavo de los convencionalismos.

—Sí, pero ya no están… animados —respondió.

Hubo otra pausa.

—Krakovitch…, hum, ¿dijo usted Félix? He leído las declaraciones de los otros tres. ¿Son veraces? ¿No hay posibilidad de error, de una sugestión colectiva o algo parecido? ¿Fue realmente tan grave como dicen?

—Son veraces, no hay posibilidad de error, y la cosa fue tan grave como han dicho.

—Escuche, Félix. Encargúese de eso. Quiero decir, personalmente. No quiero que se cierre la Organización E. Ha sido más que útil para nuestra seguridad. Y Borowitz era más valioso para mí de lo que creerían muchos de mis generales. Por consiguiente, quiero que se reconstruya la Organización. Y parece que usted es la persona adecuada para ello.

Krakovitch se sintió como una mosca golpeada; se tambaleó, no encontraba las palabras.

—Yo…, camarada…, quiero decir…

—¿Puede hacerlo?

Krakovitch no estaba loco. Era la oportunidad de toda una vida.

—Tardaremos años… Pero sí, lo intentaré.

—¡Bien! Pero, si se encarga de esto, tendrá que hacer algo más que intentarlo, Félix. Dígame qué necesita, y lo tendrá. Lo primero que quiero son respuestas. Pero soy el único a quien debe darlas, ¿comprendido? Hay que echar tierra a este asunto. No debe producirse ninguna filtración. Y esto me recuerda una cosa. ¿Ha dicho que había alguien de la KGB con usted?

—Sí; está fuera.

—Llámelo. —La voz de Brezhnev volvía a ser dura—. Que se ponga al aparato. ¡Tengo que hablar con él enseguida!

Krakovitch echó a andar hacia la puerta, en el momento en que se abría ésta y aparecía el hombre en cuestión. Éste irguió los hombros, dirigió una mirada hosca a Krakovitch, entrecerró los ojos, y dijo:

—No hemos terminado, camarada.

—Temo que sí. —Krakovitch se sentía animado, boyante. Debía de ser que la fatiga empezaba a producirle efecto—. Hay alguien al teléfono que quiere hablar con usted.

—¿Eh? ¿Conmigo? —El otro pasó por su lado—. ¿Quién es? ¿Alguien de la oficina?

—No estoy seguro —mintió Krakovitch—. De la oficina principal, supongo.

El hombre de la KGB frunció el rostro y cogió el teléfono.

—Aquí Yanov. ¿Qué pasa? Tengo trabajo y…

Su cara experimentó al instante un rápido cambio de expresión y de color. Se estremeció visiblemente y casi se tambaleó. Se habría dicho que sólo el teléfono lo sostenía en pie.

—¡Sí, señor! Oh, sí, señor, ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! No, señor. Lo haré, señor. Sí, señor. Pero yo…, no, señor. ¡Sí, señor!

Parecía mareado; tendió el teléfono a Krakovitch, dichoso de poder librarse de él.

Mientras Krakovitch cogía el auricular, el agente le susurró, irritado:

—¡Imbécil! ¡Es el jefe del Partido!

Krakovitch abrió mucho los ojos e hizo una «O» con la boca. Después dijo con naturalidad al micrófono:

—Aquí Krakovitch —y volvió el auricular en dirección al hombre de la KGB, para que pudiese oír la voz de Brézhnev.

—¿Félix? ¿Se ha ido ya ese gilipollas?

Ahora le tocó al policía especial hacer una «O» con la boca.

—Ahora se marcha —respondió Krakovitch. Señaló enérgicamente con la cabeza hacia la puerta—. ¡Salga! Y no olvide lo que le ha dicho el jefe del Partido. Por su bien.

El agente de la KGB sacudió la cabeza aturdido; luego se lamió los labios y se dirigió a la puerta. Todavía estaba pálido. Al llegar a la puerta, se volvió y adelantó el mentón.

—Yo… —empezó a decir.

—Adiós, camarada —lo despidió Krakovitch—. Ahora se ha ido —dijo por teléfono, al cerrarse de golpe la puerta.

—¡Bien! No quiero que ellos se entrometan. No jugaron con Gregor, y no quiero que jueguen con usted. Si le causan algún problema, comuníquemelo directamente.

—Sí, señor.

—Ahora le diré lo que quiero…, pero primero, dígame una cosa. ¿Se han salvado los archivos de la Organización?

—Se ha salvado casi todo, salvo nuestros agentes. Ha habido muchos daños. Pero creo que los archivos, las instalaciones,… el propio château, se hallan en buen estado. En cuanto a la fuerza humana, es otra historia. Le diré lo que nos queda. Yo y otros tres supervivientes; seis que están de vacaciones en diferentes lugares; tres telépatas bastante buenos, de servicio permanente en relación con las embajadas de Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, y cuatro o cinco agentes distribuidos por el mundo. Como los muertos han sido veintiocho, hemos perdido casi dos tercios de nuestro personal. La mayoría de los mejores ha fallecido.

—Sí, sí —se impacientaba Brézhnev—. La fuerza humana es importante; por eso le he preguntado sobre los archivos. ¡Reclutamiento! Esta es su primera tarea. Necesitará mucho tiempo, lo sé, pero ponga manos a la obra. El viejo Gregor me dijo una vez que tenía usted unos hombres especiales, capaces de descubrir a otros dotados de talento, ¿no?

—Tengo todavía un buen observador, sí —respondió Krakovitch, asintiendo inconscientemente con la cabeza—. Lo emplearé enseguida. Y, desde luego, empezaré a estudiar los archivos del camarada Borowitz.

—¡Bien! Ahora veamos con qué rapidez puede limpiar ese lugar. Los cadáveres tártaros, ¡quémelos! Y no deje que nadie los vea. No me importa cómo lo haga; pero hágalo. Después redacte un presupuesto completo para las reparaciones en el château. Será atendido enseguida. Tendré un hombre aquí, en este número o en otro que él le dará, con quien podrá ponerse en contacto siempre que necesite algo. A partir de ahora, usted lo tendrá informado y él me informará a mí. Será su único jefe, pero no le negará nada. ¿Se da cuenta de lo mucho que lo aprecio, Félix? Bueno, la cosa puede empezar. En cuanto a lo demás, Félix Krakovitch, ¡quiero saber cómo ha ocurrido esto! ¿Están tan adelantados los británicos, los americanos, los chinos? Quiero decir, ¿cómo pudo un hombre, ese Harry Keogh, causar tanto daño?

—Camarada —respondió Krakovitch—, usted ha mencionado a Boris Dragosani. Una vez lo vi trabajar. Era un nigromante. Olía los secretos de los muertos. Lo he visto hacer cosas, con los cadáveres, que me causaron pesadillas durante meses. ¿Pregunta usted cómo podía hacer Harry Keogh tanto daño? Por lo poco que he podido descubrir hasta ahora, parece que era capaz de casi todo. Telepatía, teletransporte, incluso la propia necromancia de Dragosani. Era el mejor de ellos. Pero creo que estaba muchos pasos por delante de Dragosani. Una cosa es torturar a los muertos y arrancar sus secretos de la sangre, el cerebro y las entrañas, y otra muy distinta hacer que se levanten de las tumbas y que luchen para uno.

—¿Teletransporte? —El jefe del Partido reflexionó un instante y, después, dijo con impaciencia—: Mire, cuanto más oigo de esas cosas, menos inclinado me siento a creerlas. No las creería en absoluto, si no hubiese visto los resultados de Borowitz. ¿Y de qué otra manera podría explicar la presencia de doscientos cadáveres de tártaros? Pero ahora…, ya he gastado suficiente tiempo con esto. Tengo otras cosas que hacer. Dentro de cinco minutos tendré a su intermediario en esta línea. Piénselo y dígale lo que quiere que se haga, lo que necesita. Él hará todo lo que pueda. Ha desempeñado otras veces esta función. Bueno, ¡no exactamente una función de esta clase! Una última cosa…

A Krakovitch le daba vueltas la cabeza.

—Quiero que esto quede bien claro: necesito las respuestas lo antes posible. Pero tiene que haber un límite, y este límite es un año. Entonces trabajará la Organización al ciento por ciento de eficacia, y usted y yo lo sabremos todo. Y lo comprenderemos todo. Mire, cuando tengamos todas las respuestas, Félix, sabremos tanto como los que han hecho esto. ¿De acuerdo?

—Parece lógico, señor jefe del Partido.

—Lo es. Conque, adelante. Y suerte…

El teléfono emitió un zumbido continuo.

Krakovitch colgó con cuidado el aparato, lo miró fijamente unos instantes y se dirigió a la puerta. Mentalmente, hacía listas, en un orden aproximado de preferencia, de las cosas que había que hacer. En el mundo occidental, una tragedia como ésta no habría podido encubrirse jamás, pero en la URSS esto no sería tan difícil. Krakovitch no estaba seguro de si era o no lo mejor.

1. Los muertos tenían familias. Ahora tendrían que contarles algún cuento: tal vez que se había producido un «accidente catastrófico». Esto sería de responsabilidad de su intermediario.

2. Había que llamar enseguida a todo el personal de la Organización E, incluidos los tres que sabían lo que había ocurrido aquí. Ahora estaban en sus casas, pero sabían lo bastante para no decir nada.

3. Había que recoger a los veintiocho colegas de la Organización E, depositarlos en ataúdes y preparar el entierro lo mejor posible. Y esto tendrían que hacerlo aquí los supervivientes y los que volviesen del permiso.

4. Había que empezar con prontitud el reclutamiento.

5.Había que designar un segundo en el mando, a fin de que Krakovitch pudiese empezar una adecuada y completa investigación a fondo. Esto era algo que debía hacer personalmente, tal como Brezhnev le había ordenado.

Y 6… ya pensaría en el punto seis cuando estuviesen en marcha los cinco primeros. Pero antes de todo esto…

Fuera encontró al conductor del camión militar, un joven sargento de uniforme.

—¿Cómo se llama? —le preguntó, con indiferencia.

Necesitaba dormir un poco, y pronto.

—Sargento Gulhárov, señor —respondió el conductor, cuadrándose.

—¿Nombre?

—Sergei, señor.

—Sergei, llámeme Félix. Dígame, ¿ha oído hablar alguna vez del Gato Félix?

El otro sacudió la cabeza.

—Tengo un amigo que colecciona viejas películas de historietas —le dijo Krakovitch y se encogió de hombros—. Tiene muchas relaciones. En todo caso, se trata de un gracioso personaje de historieta, americano, llamado Gato Félix. Es muy cauteloso este Félix. Los gatos por lo general lo son, ¿sabe? En el ejército británico, también llaman Félix a los oficiales encargados de neutralizar las bombas; porque tienen que andarse con mucho cuidado. ¡Ah! Tal vez mi madre habría debido llamarme Sergei, ¿eh?

El sargento se rascó la cabeza.

—¿Señor?

—Olvídelo —dijo Krakovitch—. Dígame, ¿lleva gasolina de repuesto?

—Sólo la que hay en el depósito, señor. Unos cincuenta litros.

Krakovitch asintió con la cabeza.

—Bien, subamos al coche y le diré adonde tenemos que ir.

Lo dirigió alrededor del château hasta un bunker próximo a la pista de helicópteros, donde guardaban el avgas. Estaba muy cerca, pero era mejor llevar el camión hasta el avgas que traer el avgas hasta el camión. Durante el proyecto, saltando sobre el suelo desigual, preguntó el sargento:

—¿Qué ha pasado aquí, señor?

Krakovitch advirtió por primera vez que tenía unos ojos vidriosos. Había ayudado a subir la horrible carga al camión.

—No haga nunca esta clase de preguntas —le dijo Krakovitch—. En realidad, no pregunte nada mientras esté aquí, que supongo que será por mucho, mucho tiempo. Sólo haga lo que yo le diga.

Cargaron los bidones de avgas en el camión y se dirigieron a un rincón boscoso de los jardines del château donde la tierra era muy pantanosa. Sergei Gulhárov protestó, pero Krakovitch lo hizo seguir adelante hasta que el camión quedó atascado en la nieve y el fango.

—Ya basta —ordenó Krakovitch.

Se apearon y descargaron el avgas, y el sargento, todavía protestando, ayudó a Krakovitch a verter el carburante de avión alrededor y dentro del camión. Cuando hubieron terminado, preguntó Krakovitch:

—¿Hay algo en la cabina que quiera conservar?

—No, señor. —Gulhárov estaba muy agitado—. Señor… bueno, Félix, no puede hacer esto. ¡No debemos hacer esto! Me someterán a consejo de guerra. ¡Tal vez me fusilarán! Cuando vuelva al cuartel, ello me…

—¿Es casado o soltero?

Krakovitch vertió un fino reguero de avgas desde el camión hasta dentro de la arboleda. Trazó un surco oscuro en la nieve.

—Soltero.

—Yo también. ¡Bueno! Lo cierto es que no va a volver al cuartel, Sergei. De ahora en adelante, trabajará conmigo. Siempre.

—Pero…

—No hay pero que valga. El jefe del Partido lo ha ordenado. ¡Debería considerarlo un honor!

—Pero mi sargento mayor y el coronel…

—Créame —lo interrumpió de nuevo Krakovitch—, se sentirán orgullosos de usted. ¿Fuma, Sergei?

Palpó los bolsillos de la bata, que había perdido su blancura, y encontró los cigarrillos.

—Sí, señor; a veces.

Krakovitch le ofreció un cigarrillo y se llevó otro a la boca.

—Me parece que he olvidado las cerillas.

—Señor, yo…

—Cerillas —repitió Krakovitch y alargó la mano.

Gulhárov cedió y empezó a buscar en un bolsillo profundo. Si Krakovitch estaba loco, todo acabaría bien. Lo encerrarían y el sargento Sergei Gulhárov sería eximido de toda culpa. Desde luego, podía también presumir que estaba loco y saltar sobre él en ese mismo instante. Entonces, si estaba realmente loco, él sería un héroe. Se preparó para actuar.

Krakovitch lo vio venir, sólo con unos segundos de anticipación. Éste era su don: precognición, ver de antemano. En situaciones como ésta, era tan valioso como la telepatía; casi pudo sentir cómo se contraían los músculos del sargento.

—Si hace eso —dijo rápida y serenamente, mirándolo a los ojos—, sí que lo someterán a consejo de guerra.

Gulhárov se mordió el labio, cerró y abrió un puño, sacudió la cabeza y dio un paso atrás.

—¿Cree realmente que tomaría en vano el nombre del jefe del Partido?

El sargento sacó una caja de cerillas del bolsillo y se la tendió. Se apartaron del reguero de avgas. Entonces Krakovitch encendió los cigarrillos, resguardó la llama con la mano hasta que toda la cerilla estuvo ardiendo y, por último, la arrojó sobre el surco letal en la nieve.

Unas llamas azules, casi invisibles, saltaron hacia el camión situado a treinta metros de distancia. La nieve del bosquecillo se fundió bajo aquel súbito e intenso calor. Y el camión ardió con un destello cegador de fuego y de brillante luz azulada.

Los dos hombres se echaron atrás y observaron cómo rugían y se elevaban las llamas. Podían oír los chasquidos, silbidos y estallidos del cargamento de antiguos cadáveres, que parecían arder perfectamente. Volved al lugar del que vinisteis, amigos, pensó Krakovitch; ahora nadie podrá volver a molestaros.

—Vamos —dijo en voz alta—. Vayámonos de aquí antes de que estalle el depósito de gasolina.

Corrieron torpemente sobre la nieve, en dirección al cháteau. Aunque parezca extraño, la explosión del depósito no se produjo hasta que estuvieron a la sombra del edificio y el camión no era más que una cascara ardiente. Al oír el estruendo y sentir ligeramente la onda expansiva, se volvieron a mirar atrás. La cabina, el chasis y la carrocería habían quedado destrozados, y fragmentos encendidos caían sobre la nieve; un hongo de humo y llamas se desplegaba a gran altura sobre las copas de los árboles. Asunto terminado…

Krakovitch habló por vez primera por teléfono con su intermediario, una voz anónima que parecía muy poco interesada en lo que él estaba diciendo, pero que era precisa y cortante cuando pedía más información, y acabó diciendo:

—Ah, tengo aquí un nuevo ayudante, el sargento Sergei Gulhárov, del cuartel de intendencia y transportes de Serpukhov. Lo he retenido. ¿Puede usted hacer que sea destinado de modo permanente al château? Es joven y vigoroso y tengo mucho trabajo para él.

—Sí, lo haré —fue la fría y clara respuesta—. ¿Dice que será su factótum?

—Y mi guardaespaldas, en caso necesario —dijo Krakovitch—. Físicamente, yo no valgo gran cosa.

—Muy bien. Veré si es posible que reciba instrucción de protección militar. Y también sobre armas, si hace falta. Desde luego, podríamos ahorrarnos trabajo proporcionándole un profesional…

—No —dijo con firmeza Krakovitch—. Nada de profesionales. Éste me servirá. Es muy ingenuo, y eso me gusta. Es agradable.

—Krakovitch —dijo la voz—, necesito saber una cosa. ¿Es usted homosexual?

—¡Claro que no! ¡Ah! Ya veo. No; lo necesito de veras, y parece tan marica como un soldador de astillero. Le diré por qué lo quiero aquí precisamente ahora: porque estoy solo. Si usted estuviese aquí, sabría lo que eso significa.

—Sí, me han dicho que ha tenido usted que capear un buen temporal. Está bien, deje eso en mis manos.

—Gracias —dijo Krakovitch, y cortó la comunicación.

Gulhárov estaba impresionado.

—¿Sólo esto? —dijo—. Tiene usted mucho poder, señor.

—Lo parece, ¿verdad? —Krakovitch sonrió con cansancio—. Escuche, me caigo de sueño, pero tenemos que hacer otra cosa antes de que pueda echarme a dormir. Y deje que le diga que, si cree que lo que ha visto era muy desagradable, ¡lo que va a ver es mucho peor! Venga conmigo.

Lo condujo entre el caos de habitaciones destrozadas y cascotes amontonados, desde el patio cubierto hasta el edificio primitivo y principal y, después, por dos tramos de escalera desgastada por el tiempo, al interior de una de las dos torres gemelas. Era aquí donde había tenido Gregor Borowitz su despacho, que Dragosani había convertido en su sala de control aquella noche de horror.

La escalera estaba mellada y ennegrecida, con pequeños fragmentos de metralla, balas de plomo chafadas y casquillos de cobre tirados en todas partes. El olor a cordita era todavía fuerte en el aire. Debía de ser de las granadas arrojadas desde arriba cuando atacaron la torre. Pero nada de esto había detenido a Harry Keogh y a sus tártaros. En el segundo rellano, la puerta de un pequeño antedespacho estaba abierta. La habitación había servido de oficina al secretario de Borowitz, Yul Galenski. Krakovitch lo había conocido en persona: un hombre más bien tímido, un oficinista sin talento extrasensorial. Un simple empleado.

De bruces en el rellano, entre la puerta abierta y la barandilla de la caja de la escalera, yacía un cadáver con uniforme de servicio del château, bata gris, con una sola raya amarilla en diagonal sobre el corazón. No era Galenski (éste había sido el único «paisano» del lugar), sino el oficial de guardia. El cuerpo estaba absolutamente plano sobre el suelo, en un gran charco de sangre. Más plano de lo que hubiese debido estar. Y es que quedaba muy poco de lo que había sido la cara; sólo una masa aplastada.

Krakovitch y Gulhárov pasaron con cuidado sobre el cadáver y entraron en la pequeña oficina. Detrás de una mesa, junto a un rincón, se hallaba sentado Galenski, con las manos apretadas sobre una espada curva y herrumbrosa que sobresalía de su pecho. La fuerza de la estocada había sido tal que el hombre había quedado clavado en la pared. Todavía tenía los ojos abiertos, pero no había espanto en ellos. En algunas personas, la muerte anula toda emoción.

—¡Virgen Santa! —murmuró Gulhárov.

Nunca había visto nada parecido. Ni siquiera había combatido jamás como soldado, por ahora…

Cruzaron una segunda puerta y entraron en lo que había sido el despacho de Borowitz.

Era espacioso, con grandes ventanas a prueba de balas, abiertas en el muro redondeado de la torre y con vistas a los bosques lejanos. La alfombra estaba quemada y manchada aquí y allá. En un rincón había una mesa maciza de roble, que recibía luz de las ventanas y protección de la pared de piedra que había detrás de ella. En cuanto al resto de la habitación, todo eran escombros… ¡y una pesadilla!

Una radio destrozada había vertido sus entrañas sobre el suelo; las paredes parecían picadas de viruelas y la puerta estaba astillada por los impactos de las ráfagas de balas; el cuerpo de un joven vestido al estilo occidental yacía donde había caído, detrás de la puerta, casi partido por la mitad por el fuego de ametralladora. Estaba pegado al suelo con su propia sangre. Era el cuerpo de Harry Keogh: nada agradable a la vista; pero no había miedo ni dolor en el blanco e ileso semblante.

En cuanto a la pesadilla, yacía apoyada en la pared, al otro lado de la habitación.

—Boris Dragosani —dijo Krakovitch, señalándolo—. Creo que lo que tiene clavado en el pecho es lo que lo controlaba.

Cruzó con cautela la estancia para mirar lo que quedaba de Dragosani y de su criatura parásita; Gulhárov se quedó detrás de él: no quería acercarse demasiado.

Las dos piernas de Dragosani estaban rotas y torcidas en ángulos extraños. Los brazos pendían junto a la pared hasta el zócalo, con los codos a poca distancia del suelo, los antebrazos en un ángulo de noventa grados y las manos sobresaliendo mucho de los puños de su chaqueta. Eran como garras, grandes, vigorosas y rapaces, inmovilizadas en el último espasmo. Su cara tenía un rictus de agonía, empeorado por el hecho de que aquello era a duras penas una cara humana, y todavía más por la raja que hendía el cráneo de oreja a oreja.

¡Pero su cara…!

Las mandíbulas de Dragosani eran largas como las de algunos grandes perros de caza, y la boca abierta mostraba unos dientes curvos y afilados. El cráneo era deforme, y las orejas, puntiagudas y pegadas a las sienes. Los ojos eran pozos rojos, sobre una nariz larga y arrugada y aplastada, con unas fosas abiertas, como el pico retorcido de un enorme murciélago. Esto era lo que parecía: parte hombre, parte lobo, parte murciélago. Y lo que estaba clavado en su pecho era aún peor.

—¿Qué… qué es eso? —preguntó, jadeante, Gulhárov.

—¡qué Dios me ampare! —Krakovitch sacudió la cabeza—. ¡No lo sé! Pero vivía dentro de él. Sólo salió al final.

El tronco de aquella cosa tenía la forma de una sanguijuela gigantesca, de unos cuarenta y cinco centímetros de longitud, pero acabada en una cola. No tenía patas; parecía pegada al pecho de Dragosani por succión, y era sostenida allí por una afilada astilla de la culata de una ametralladora; la piel era de un verde grisáceo y estaba arrugada. Gulhárov vio que la cabeza, plana como la de una cobra —pero sin ojos, ciega—, yacía a poca distancia sobre la alfombra.

—Es… como una enorme lombriz —dijo Gulhárov, con el horror pintado en su semblante.

—Algo así —asintió, ceñudo, Krakovitch—. Pero inteligente, malvada, letal.

—¿Por qué hemos subido aquí? —La nuez de Gulhárov subía y bajaba—. Hay cincuenta millones de lugares más agradables que éste.

El rostro de Krakovitch estaba pálido y contraído. Comprendía perfectamente lo que sentía Gulhárov.

—Hemos subido aquí porque tenemos que quemar eso —dijo.

De nuevo le había advertido su talento que tanto Dragosani como su simbionte debían ser totalmente destruidos. Miró a su alrededor y vio un alto archivador de acero junto a la pared, a un lado de la puerta. El y Gulhárov extrajeron los estantes y lo convirtieron en un ataúd metálico. Lo pusieron boca arriba y lo arrastraron hacia Dragosani.

—Usted levántelo de los hombros, yo le agarraré los muslos —dijo Krakovitch—. Cuando lo hayamos metido aquí, cerraremos la puerta y lo llevaremos abajo. Con franqueza, no me gusta tocarlo. Lo tocaré lo menos posible. Esta forma tiene que ser la mejor.

Levantaron con cuidado el cadáver, lo pasaron por encima del borde del archivador y lo depositaron dentro. Gulhárov fue a cerrar la puerta del archivador y se le interpuso la astilla saliente. La agarró con ambas manos… y el aviso mental fue como un puñetazo en el corazón de Krakovitch.

—¡No toque eso! —gritó, pero demasiado tarde.

Cuando Gulhárov arrancó el trozo de madera, aquella especie de sanguijuela sin cabeza cobró vida. Su repugnante cuerpo, parecido al de una babosa, empezó a agitarse frenéticamente, de modo que casi salió del archivador. Al mismo tiempo, su piel correosa se abrió en una docena de sitios, proyectando tentáculos protoplásmicos que se retorcían y vibraban en una especie de agonía insensata. Estos seudópodos azotaron los lados del archivador, se encogieron y se posaron sobre el cuerpo de Dragosani. Atravesaron la ropa y la carne muerta y se hundieron en ella. Brotaron más del cuerpo principal; formaron lengüetas, que se engancharon en la carne de Dragosani. Uno de los tentáculos encontró la cavidad torácica y pronto adquirió el diámetro de la muñeca de un hombre; los demás disolvieron sus lengüetas, soltaron sus presas, se encogieron y siguieron al tentáculo mayor dentro del cuerpo. Con un chasquido final, todo aquel organismo quedó encerrado en el cuerpo de Dragosani. El tronco de éste empezó a moverse y a palpitar dentro del archivador.

Mientras ocurría todo esto, Gulhárov se había alejado y saltado sobre la mesa, desde donde gritaba obscenidades casi inarticuladas y temblaba como una mujer. Señalaba algo. Krakovitch, casi paralizado por la impresión y el horror, vio que la plana cabeza de cobra de la criatura-sanguijuela, vibraba sobre el suelo, agitándose como una platija fuera del agua. Lanzó un grito de asco y empezó a ganarlo el pánico; pero se sobrepuso y logró alejar el terror. Por último, cerró la puerta del archivador y corrió el cerrojo.

Agarró un cajón metálico que habían sacado de aquél y gritó:

—Bueno, ¡ayúdeme!

Gulhárov bajó de la mesa. Todavía tenía la astilla en la mano, se aferraba a ella como a una muerte inexorable. Empujando con ella la móvil cabeza, y sin dejar de maldecir en voz baja, consiguió al fin meter aquella cosa en el cajón de Krakovitch. Este lo tapó con un estante y Gulhárov trajo un par de pesados libros para asegurarlo. Tanto el archivador como el cajón temblaron y se sacudieron durante unos segundos más, y al fin quedaron inmóviles.

Krakovitch y Gulhárov se miraron como un par de fantasmas, ambos jadeantes, blancos como el papel y con los ojos desorbitados. Entonces, Krakovitch gruñó, alargó un brazo y dio una bofetada al otro.

—¿Guardaespaldas? —gritó—. ¡Vaya un guardaespaldas! —Lo abofeteó de nuevo—. ¡Al diablo con usted!

—Yo… lo siento. No sabía qué…

Gulhárov temblaba como una hoja, parecía que iba a desmayarse.

Krakovitch se calmó. Difícilmente podía censurarlo.

—Está bien —dijo—. Está bien. Ahora escuche: quemaremos la cabeza aquí. Lo primero, ahora mismo. Vaya a buscar avgas, deprisa.

Gulhárov salió, tambaleante. Pero regresó en un tiempo récord con un bidón. Deslizaron el estante encima del cajón, dejando una pequeña abertura, y vertieron avgas. No hubo movimiento en el interior del cajón.

—¡Basta! —dijo Krakovitch—. Un poco más, y la explosión sería infernal. Vamos, ayúdeme a arrastrar el archivador a la otra habitación.

Volvieron al cabo de un momento y Krakovitch abrió los cajones de la mesa de Borowitz. Encontró lo que buscaba: un pequeño ovillo de cordel. Cortó un trozo de tres metros, lo mojó con avgas, e introdujo con cuidado una punta en la abertura del cajón metálico. Después tendió el cordel sobre el suelo, en línea recta, en dirección a la puerta, y tomó las cerillas de Gulhárov. Encendió la mecha y los dos se taparon los ojos.

Un fuego azul se propagó por el suelo y saltó dentro del cajón. Hubo un sordo estampido, y el estante, los libros y todo lo demás se estrelló contra el techo y volvió a caer. El cajón de metal era un infierno en el que bailaba y saltaba la plana cabeza de serpiente; pero no por mucho tiempo. Al combarse el cajón por el calor, y ennegrecerse e inflamarse la alfombra debajo de aquél, aquella cosa se hinchó, se abrió y empezó a licuarse. Y, entonces, también ella ardió. Pero Krakovitch y Gulhárov esperaron un minuto más antes de apagar el fuego.

Krakovitch asintió con la cabeza.

—Bueno, ¡al menos sabemos que esa cosa arde! —dijo—. Probablemente estaba muerta, pero mis libros dicen que, cuando algo está muerto, ¡no se mueve!

Bajaron el archivador a la planta baja, lo transportaron a través del maltrecho edificio y lo sacaron al aire libre. Krakovitch montó guardia mientras Gulhárov iba a buscar avgas. Cuando volvió, dijo Krakovitch:

—Tenemos que actuar con precaución. Primero verteremos un poco de ese líquido alrededor del archivador. De esta manera, si lo que está dentro se muestra… activo, sólo tendremos que saltar atrás y arrojar una cerilla. Y esperar a que se quede quieto. Y así sucesivamente…

Gulhárov no pareció muy convencido, pero ahora estaba mucho más alerta.

Vertieron avgas sobre y alrededor del archivador, y Gulhárov se apartó mucho de él. Krakovitch descorrió el cerrojo y levantó ruidosamente la puerta. Dentro, Dragosani miraba al cielo. Su pecho se movió un poco, pero eso fue todo. Cuando Krakovitch, con mucho cuidado, empezó a verter avgas dentro del archivador, cerca de los pies de Dragosani, Gulhárov se adelantó. Ahora le tocaba a él ser precavido.

—No eche demasiado —dijo—, o estallará como una bomba.

Cuando el carburante alcanzó una altura de unos dos centímetros alrededor del cuerpo tendido de Dragosani, y empezó a evaporarse rápidamente, el pecho del muerto sufrió una fuerte sacudida. Krakovitch interrumpió la tarea, clavó la vista en él y se echó un poco atrás. Fuera del círculo de peligro, Gulhárov estaba preparado para encender una cerilla. Del pecho de Dragosani brotó un resbaladizo y reluciente zarcillo verde grisáceo. Su punta se abultó primero hasta adquirir el tamaño de un puño y, después, se transformó en un ojo. Con sólo verlo, supo Krakovitch que no había conciencia ni sensibilidad detrás de él. Era un ojo vacío, fijo, que no establecía relaciones ni comunicaba emociones. Krakovitch dudó incluso de que pudiese ver. Ciertamente, no había ningún cerebro al que pudiese transmitir su mensaje. El ojo se fundió en una protocarne y fue sustituido por unas pequeñas mandíbulas que rechinaron de modo automático. Luego se encogió de nuevo y se perdió de vista.

—Félix, ¡apártese de ahí!

Gulhárov estaba nervioso.

Krakovitch se apartó del círculo; Gulhárov encendió una cerilla y la arrojó; en un instante, el archivador se convirtió en un infierno. Como la boca oblonga de un motor a reacción al ser probado, lanzó una llamarada azul al aire frío, una resplandeciente columna de intenso calor. Y entonces, ¡Dragosani se sentó!

Gulhárov agarró a Krakovitch, se pegó a él.

—¡Oh, Dios! Madre mía…, ¡está vivo! —gimió.

—No —lo contradijo Krakovitch al tiempo que se soltaba—. La cosa que hay dentro de él está viva, pero no es consciente. No tiene más que instinto, sin cerebro para gobernarlo. Huiría, pero no sabe cómo hacerlo, ni siquiera adonde podría huir. Si pinchas un cohombro de mar, escupe sus entrañas. No es más que una reacción. ¡Mira, mira! ¡Se está derritiendo!

Y en verdad parecía que Dragosani se estaba derritiendo. El humo se elevaba en volutas de su cuerpo ennegrecido; se desprendían capas de piel, que se inflamaban; la grasa parecía cera fundida y era consumida por el fuego. La cosa que había dentro de él sintió el calor, reaccionó. El tronco de Dragosani se estremeció, vibró, se convulsionó. Los brazos se levantaron y cayeron sobre los costados del archivador ardiente y siguieron saltando y retorciéndose. La ropa estaba ahora completamente quemada y, mientras Krakovitch y Gulhárov observaban, estremecidos, la carne abrasada se abría aquí y allá, y surgían de ella frenéticos zarcillos que se fundían y caían en aquel horno.

Al poco rato, Dragonasi cayó hacia atrás y quedó inmóvil, y los dos hombres, plantados en la nieve, esperaron a que se extinguiese el fuego. Tardó veinte minutos en hacerlo, pero ellos permanecieron allí de todos modos.

27 de agosto de 1977, 3 de la tarde.

El gran hotel de Londres, a poco trecho andando de Whitehall, contenía más de lo que sugería su exterior. En realidad, todo el piso alto estaba ocupado por una compañía de «empresarios financieros internacionales», que era todo lo que sabía de ella el gerente del hotel. La compañía tenía un ascensor privado en la parte de atrás del edificio, una escalera exclusiva e incluso su propia salida de incendios. La compañía era dueña de todo el piso más alto y, por consiguiente, estaba fuera de la esfera de control y operaciones del hotel.

Dicho en pocas palabras, en el piso superior estaba la sede del más secreto de todos los servicios secretos británicos: el llamado INTPES, equivalente británico de la organización rusa con sede en el château Bronnitsy, en las afueras de Moscú. Pero en el hotel sólo estaba la jefatura; había también dos «agencias», una en Dorset y la otra en Norfolk, directamente relacionadas entre sí y con la jefatura por teléfono, radioteléfono y ordenador. Estos enlaces, aunque de alta seguridad, estaban expuestos a sofisticadas intrusiones, desde luego; un buen técnico podía un día descubrir sus secretos. Sin embargo, antes de que esto ocurriese, la organización habría desarrollado sus telépatas hasta el punto de que todos aquellos aparatos tecnológicos serían innecesarios. Las ondas de radio viajan a trescientos mil kilómetros por segundo, pero el pensamiento humano es instantáneo y transmite imágenes más vividas y completas.

Esto era lo que pensaba Alec Kyle mientras, sentado a su mesa, redactaba las órdenes de seguridad para los seis oficiales de la Brigada Especial cuya única tarea en la vida era garantizar la seguridad personal de un niño que sólo tenía un mes, un niño llamado Harry Keogh, Harry hijo, el futuro jefe de INTPES.

—Harry —dijo Kyle en voz alta, a nadie en particular—, puedes tener ahora mismo el trabajo, si es que todavía lo quieres.

No, fue la respuesta inmediata que captó la mente de Kyle. No ahora; ¡tal vez nunca!

Kyle se quedó boquiabierto y se levantó de su sillón giratorio. Sabía lo que era; había experimentado algo muy parecido hacía ocho meses. Era telepatía, sí, pero algo más. Era el «niño» en el que había estado pensando, el niño cuya mente albergaba todo lo que quedaba del más grande talento PES del mundo: Harry Keogh.

—¡Jesús! —murmuró Kyle.

Y ahora comprendió de qué iba aquello, es decir, el sueño o pesadilla que había tenido la noche pasada y en el que se había visto cubierto de sanguijuelas grandes como gatos, cuyas bocas se habían pegado a él para chuparle la sangre, mientras saltaba y gritaba en el claro de un bosque de árboles inmóviles, hasta que se había sentido demasiado débil para seguir luchando. Entonces había caído al suelo, sobre las agujas de los pinos, y las sanguijuelas se habían aferrado a él… ¡y había sabido que se estaba convirtiendo en una sanguijuela!

Y esto, por fortuna, lo había despertado. En cuanto al significado del sueño, Kyle había renunciado hacía tiempo a tratar de leer la significación de estas visiones precognitivas. Esto era lo que tenían de malo: por lo general eran misteriosas, raras veces se explicaban por sí mismas. Pero, por cierto, había sabido que era un sueño de aquéllos, y ahora sospechaba que esto tenía algo que ver con él.

—¿Harry? —preguntó, en la fría atmósfera de la habitación.

Su aliento había formado una nubecita en el aire, pues, en pocos segundos, la temperatura había descendido de un modo extraordinario. Lo mismo que la última vez.

Algo se estaba formando en el centro de la habitación, delante de la mesa de Kyle. El humo de su cigarrillo temblaba allí y el aire parecía oscilar. Se levantó, fue deprisa hasta la ventana y cerró los postigos. La habitación se oscureció y la figura siguió cobrando forma delante de la mesa.

El intercomunicador zumbó, apremiante, y Kyle dio un salto. Corrió a su mesa, pulsó el botón del aparato receptor y una voz desalentada dijo:

—Alec, ¡hay algo aquí!

Era Carl Quint, un metapsíquico de alta sensibilidad, un «observador».

Kyle apretó el botón de transmisión y lo sostuvo así.

—Lo sé. Ahora está conmigo. Pero todo va bien; casi lo estaba esperando. —Ahora apretó el botón de bando y habló a toda la Jefatura—. Aquí Kyle. No quiero hablar con nadie durante… el tiempo que haga falta. Nada de mensajes, ni de llamadas, ni de preguntas. Escuchen, si quieren; pero no traten de intervenir. Volveré a hablarles.

Apretó el botón de seguridad del ordenador de encima de la mesa, y la puerta y las ventanas se cerraron audiblemente. Y ahora, Harry Keogh y él estuvieron completamente a solas.

Kyle se relajó, haciendo un esfuerzo, y miró al… ¿fantasma? de Keogh, que se enfrentaba a él desde el otro lado de la mesa. Y volvió a su mente una idea antigua, que nunca lo había abandonado del todo desde el primer día que había venido a trabajar aquí para INTPES.

Vaya un panorama. Robots y románticos. La superciencia y lo sobrenatural. Telemetría y telepatía. Cálculos de probabilidad computadorízados y precognición. Artilugios y… ¡fantasmas!

Yo no soy un fantasma, Alec, respondió Keogh, con una débil sonrisa inmaterial. Creía que esto ya lo habíamos discutido la última vez.

Kyle pensó en pellizcarse, pero no lo hizo. También había pasado por todo esto la última vez.

—¿La última vez? —dijo en voz alta, porque así le resultaba más fácil—. Pero de esto hace ocho meses, Harry. Empezaba a pensar que nunca volveríamos a saber de ti.

Pudiera haber sido así, dijo el otro, sin mover apenas los labios, pues debes creerme si te digo que estoy muy ocupado. Pero… ha sucedido algo.

El pavor de Kyle menguaba; su pulso volvía poco a poco a ser normal. Se inclinó hacia adelante en su sillón, mirando al otro de arriba abajo. Oh, sí, era Keogh. Pero no exactamente el mismo que la última vez. Lo primero que había pensado Kyle la última vez había sido que aquella… aparición… era sobrenatural. No simplemente paranormal o engendrada por los PES, sino en verdad sobrenatural, extramundana, no de este mundo. Exactamente igual que ahora, los aparatos de seguridad no habían detectado su presencia; había llegado y contado a Kyle una fantástica y verídica historia, y se había marchado sin dejar rastro. No, no enteramente, pues Kyle había escrito todo lo que se había dicho. Sólo de pensar en aquello, le dolía la muñeca. Pero no se podía fotografiar aquella cosa ni grabar su voz, no se podía hacerle daño ni cerrarle el paso. Todo el cuartel general estaba ahora escuchando la conversación de Kyle con aquello…, con Harry Keogh, y sin embargo, sólo oían la voz de Kyle. Pero Keogh estaba aquí, y el termostato de la calefacción central lo sabía, pues subió varios grados para compensar el súbito descenso de la temperatura. Sí, y Carl Quint lo sabía también.

La figura parecía esbozada por una pálida luz azul: insustancial como un rayo de luna, más tenue que el humo. Incorpórea, pero dotada de poder. De un poder increíble.

Si se tenía en cuenta que sus plantas de neón tocaban apenas el suelo, Keogh debía de medir un metro ochenta de estatura. Y si su carne era real y no una ilusión luminosa, podía pesar entre sesenta y sesenta y cinco kilos. Todo era en él vagamente fluorescente, como iluminado por una débil luz interior, de modo que Kyle no podía estar seguro de los colores. Sus cabellos, desgreñados, podían ser rubios, y su cara, ligeramente pecosa. Tendría veintiuno o veintidós años.

Sus ojos eran penetrantes. Miraban a Kyle y, sin embargo, parecían mirar a través de él, como si fuese él la aparición, y no al revés. Eran azules, de un extraño y casi incoloro azul de neón; pero, sobre todo, tenían algo que denotaba que sabían más de lo que cualquier joven de veintidós años tenía derecho a saber. Parecían encerrar una sabiduría de tiempos remotos, un conocimiento de siglos que yacía detrás de la reluciente neblina azul que los cubría.

Por lo demás, sus facciones debían de ser bellas, como de porcelana azul, y al parecer igualmente frágiles; tenía los hombros un poco caídos; la piel, en general y aparte de las pecas, era pálida y sin manchas. De no haber sido por aquellos ojos, quizá nadie se habría vuelto a mirarlo en la calle. Era simplemente… un joven. O lo había sido.

¿Y ahora? Ahora era algo más. Ahora, el cuerpo de Harry Keogh no tenía una existencia física real, pero su mente seguía funcionando. Y su mente se albergaba en un cuerpo nuevo…, literalmente nuevo. Kyle empezó a mirar y examinar aquella parte de la aparición, pero se contuvo enseguida. ¿Qué había allí, susceptible de ser examinado? En todo caso, eso podía esperar; no era importante. Lo esencial era que Keogh estaba aquí, y que tenía algo importante que decir.

—¿Ha sucedido algo? —dijo Kyle, repitiendo en forma de pregunta la declaración de Keogh—. ¿Qué clase de algo, Harry?

¡Algo monstruoso! De momento sólo puedo darte una descripción escueta, porque aún no sé lo suficiente acerca de ello. Pero ¿recuerdas lo que te dije sobre la Organización E rusa? ¿Y sobre Dragosani? Sé que no había manera de que lo comprobases todo, pero ¿lo has estudiado un poco? ¿Crees lo que te dije acerca de Dragosani?

Mientras Keogh le hablaba, Kyle había mirado, fascinado, aquella faceta diferente; algo que no tenía la última vez que lo había visto o sentido. Pues ahora, superpuesto al abdomen de la aparición, suspendido en el aire y girando con lentitud sobre su eje, en el espacio que ocupaba el cuerpo de Keogh flotaba un bebé desnudo, o su fantasma, tan insustancial como el propio Keogh. El niño estaba encogido en posición fetal y flotaba en el fluido invisible y agitado, como una extraña muestra biológica, como un holograma. Pero era real, y estaba vivo; y Kyle sabía que también era Harry Keogh.

—¿Sobre Dragosani? —Kyle volvió a la realidad—. Sí, te creo. Tengo que creerte. Comprobé todo lo que pude y era exactamente como tú habías dicho. Y en cuanto a la organización de Borowitz… ¡lo que hiciste allí fue devastador! Ellos, los rusos, se pusieron en contacto con nosotros una semana más tarde y nos preguntaron si queríamos que tú… quiero decir…

¿Mi cuerpo?

—… nos fuese enviado, sí. Contactaron con nosotros, ¿comprendes? De forma directa. No por vía diplomática. No querían reconocer que existían, ni esperaban que nosotros reconociésemos que existíamos. Por consiguiente, tú no existías, pero nos preguntaron si queríamos que te enviasen aquí. Desaparecido Borowitz, tienen un nuevo jefe, Félix Krakovitch. Éste dijo que podían enviar tu cuerpo, si les decíamos cómo. También nos dijo lo que les habías hecho. Bueno, para ser exactos, lo que les había hecho. Lo siento, Harry, pero tuvimos que negarte, decir que no te conocíamos. En realidad, nosotros no te conocíamos. Sólo te conocía yo, y sir Keenan antes que yo. Pero si hubiésemos admitido que eras uno de los nuestros, lo que habías hecho se habría podido considerar como una acción de guerra.

En realidad, fue una carnicería, dijo Keogh. Escucha, Alec, esto no puede ser igual que la última vez que hablamos. Puede faltarme tiempo. En el plano metafísico tengo una relativa libertad. En el continuo de Möbius, soy un agente libre. Pero, en el plano físico, soy virtualmente un prisionero del pequeño Harry. Precisamente ahora está durmiendo y puedo usar su mente subconsciente como mía. Pero cuando está despierto, su mente es suya y vuelve a atraerme como un imán. Y cuanto más se fortalece él, más aprende su mente y menos libertad tengo yo. En definitiva, me veré obligado a abandonarlo por completo a una existencia por el camino de Möbius. Si tengo ocasión, te explicaré todo esto más adelante, pero, por ahora, no sabemos cuánto tiempo dormirá, y por eso debemos emplear nuestro tiempo con prudencia. Y lo que tengo que decir no puede esperar.

—¿Y tiene esto algo que ver con Dragosani? —Kyle frunció el entrecejo—. Pero Dragosani está muerto. Tú mismo lo has dicho.

El semblante de Keogh —el semblante de la aparición— era ahora grave.

¿Recuerdas lo que era Dragosani?

—Era un nigromante —dijo al momento Kyle, sin sombra de duda en su mente—. Muy parecido a ti.

Comprendió de inmediato su error y lamentó no haberse mordido la lengua.

¡Muy diferente de mi!, lo corrigió Keogh. Yo era, soy, un necroscopio, no un nigromante. Dragosani hurtaba los secretos de los muertos como… como un dentista loco arranca un diente sano…, sin anestesia. Yo, yo hablo con los muertos y los respeto. Y ellos me respetan. Pero está bien, sé lo que es un lapsus linguae. Sé que no querías decir eso. Pues sí, él era un nigromante. Pero debido a lo que le hizo la vieja Cosa en la tierra, era más que eso. Era peor que eso.

Claro, ahora Kyle lo recordó.

—Quieres decir que era también un vampiro.

La imagen reluciente de Keogh asintió con la cabeza.

Eso es justo lo que quiero decir. Y por eso estoy ahora aquí. Mira, tú eres el único del mundo que puede hacer algo acerca de esto. Tú y tu organización y tal vez tus colegas rusos. Y cuando sepas de lo que estoy hablando, tendrás que hacer algo acerca de ello.

Era tal la intensidad de Keogh, y tal la advertencia contenida en su voz mental, que Kyle sintió un escalofrío en la espina dorsal.

—Hacer algo, ¿acerca de qué, Harry?

Acerca del resto de ellos, respondió la aparición. Mira, Alec, Dragosani y Thibor Ferenczy no eran los únicos. ¡Y sólo Dios sabe cuántos más hay de ellos!

—¿Vampiros? —Kyle se estremeció de horror. Recordaba demasiado bien lo que le había contado Keogh hacía unos ocho meses—. ¿Estás seguro?

Oh, sí. En el continuo de Möbius, mirando a través de las puertas del pasado y del futuro, he visto sus hilos escarlata. Yo no los habría reconocido, tal vez nunca los habría visto, pero cruzan el hilo azul de la vida de Harry. Sí, ¡y también el tuyo!

Al oír esto, fue como si la hoja fría de un cuchillo psíquico se clavase en el corazón de Kyle.

—Harry —farfulló—, será… mejor que me digas todo lo que sabes y lo que debo hacer.

Te diré todo lo que pueda y trataremos de decidir lo que hay que hacer. En cuanto a cómo sé lo que voy a decirte

La aparición se encogió de hombros.

Soy un necroscopia, ¿te acuerdas? He hablado con el propio Thibor Ferenczy, como le prometí una vez que haría, y también con otro. Una víctima reciente. Más tarde sabrás más de él. Pero el relato se refiere principalmente a Thibor