Capítulo 24

El infierno - Harry y Karen

Chingiz Khuv y Gustav Litve corrían como alma que lleva el diablo porque luchaban por sus vidas, por las vidas de todos cuantos estaban involucrados, recorriendo las entrañas retorcidas del Perchorsk Projekt en dirección al Centro de Control del Protector de Fallos. Estaban esperando que en el momento más impensado oirían las alarmas del protector de fallos y se daban cuenta de lo que ocurriría cuando comenzasen a sonar: pánico, horror, huida loca e inútil y, por encima de todo, la pesadilla de más de cien personas despertándose, saltando vacilantes de sus camas, abriendo puertas para ver la muerte líquida saliendo de los rociadores y oyendo el rugido de un infierno asolador que lo consumía todo.

Porque si Vasily Agursky, o aquello en que se había convertido, llegaba al Centro de Control del Protector de Fallos antes que ellos… Era evidente lo que haría. Se salvaría él y los quemaría a ellos. Y no sólo a ellos sino el Projekt entero.

Sin embargo, los dos hombres de la KGB no carecían de valor. Por dos veces, al llegar junto a unos teléfonos, Khuv hizo un alto e intentó llamar. La primera vez el teléfono estaba desconectado y la segunda vio enseguida el cable cortado y que sus extremos seccionados colgaban de la pared. Agursky había tomado la delantera. Litve, mientras seguía corriendo, al llegar a la parte donde se alojaban los científicos pensó en echar una ojeada a la habitación de Agursky. Al salir de ella, bramando como un toro, comenzó a dar puntapiés a las puertas y a gritar a todos cuantos quisieran oírle:

—¡Desocupada, desocupada, desocupada!

Khuv, cada cuarenta o cincuenta pasos, hacía una breve pausa y un disparo ensordecedor del arma contra el techo, y lo siguió haciendo hasta que vació el cargador y ya no le quedó mas que la pistola automática como única arma. Pero se reservaba aquellos proyectiles. Era todo lo más que podían hacer los dos hombres: desconectados estaban los teléfonos, también las alarmas del pasillo. Agursky lo tenía todo previsto.

Finalmente subieron por una rampa en espiral hasta el nivel superior, donde encontraron mucha más actividad. Era evidente que Viktor Luchov se las había arreglado para transmitir algún tipo de mensaje, pues aquí la caza del hombre estaba en marcha. Una docena de soldados o más registraban habitaciones, patrullaban por parejas a lo largo de los corredores laterales, se servían de walkie-talkies para mantenerse en contacto y de megáfonos para sacar a la gente de la cama o arrancarla de su trabajo. Esto iba contra el consejo que Khuv había dado a Luchov, pero el comandante no sabía con seguridad en qué sentido se habían desarrollado los acontecimientos a partir de entonces. En cualquier caso las medidas estaban teniendo su efecto, por turbulento que fuese. El personal del último turno estaba saliendo de los laboratorios y se apiñaba en los pasillos y en los túneles, sin saber realmente dónde iban ni exactamente qué hacían. Khuv y Litve no podían hablar con todos y se limitaban a dar órdenes a voz en grito mientras se esforzaban en abrirse camino.

—¡Salid! —gritaron—. ¡El lugar va a saltar por los aires! ¡Salid enseguida si no queréis morir quemados!

Aquello producía efecto, aunque sólo servía para hacerlos avanzar más lentamente, mientras la muchedumbre comenzaba a moverse con ellos en la misma dirección. Entonces Khuv se dio cuenta de que si Agursky se mezclaba con toda aquella muchedumbre asustada, todavía sería más difícil localizarlo. Pero Agursky no era una persona por la que hubiera que preocuparse. Por lo menos de momento.

Más adelante, cuando faltaban solamente unos treinta metros para llegar al Centro de Control del Protector de Fallos, los pasadizos convergían en una puerta. Khuv y otros altos funcionarios del Projekt tenían sus despachos en uno de esos pasillos, mientras que Luchov y varios jefes suyos estaban acomodados en el otro. En puntos más avanzados del complejo, los pasillos presentaban derivaciones más pequeñas que conducían hacia el interior e inevitablemente hacia abajo, pero aquí, en el extremo más próximo a la salida hacia el barranco de Perchorsk, se juntaban todos y formaban una especie de cuello de botella. Lo peor de todo era que la puerta, de un metal denso y encajada en el cemento, cuando estaba cerrada constituía algo así como un cierre hermético. Desde la introducción del protector de fallos de Luchov, la puerta se había mantenido permanentemente abierta, firmemente afianzada a la pared.

Pero ahora, mientras Khuv y Litve se distanciaban del grueso del personal que huía, al llegar a una esquina donde los corredores se juntaban, al acercarse a la puerta, se oyeron los estampidos de una arma automática que sonaban más adelante. Acercándose cautelosamente a una segunda esquina, avistaron la puerta y, al percatarse del origen de los disparos, se refugiaron en un hueco de la pared.

Leo Grenzel estaba en la puerta. Había sacado dos o tres cerrojos y estaba ocupado en retirar el tercero, que al parecer había quedado atrancado. Cada vez que aparecía para tratar de forzar el cerrojo, los soldados que se habían refugiado en el hueco más próximo a la puerta abrían fuego con sus armas, obligándolo de nuevo a esconderse. El grosor de la propia puerta y un hueco que estaba detrás de ella lo protegía contra los disparos, pero cuando Khuv y Litve llegaron al escenario de los hechos todavía tuvieron tiempo de ver cómo era alcanzado por una bala y después se tambaleaba y desaparecía del campo de visión. En otro momento reapareció con una metralleta, abrió fuego y envió una ráfaga de plomo a través del pasillo. Dos soldados se desplomaron gritando y cayeron desalojados de los huecos donde se escondían, mientras sus camaradas los arrastraban nuevamente hacia el interior, desde donde salían sus gimoteos.

—¡Vosotros! —gritó Khuv durante un momento de calma—. ¿Quién está atacando?

—¡Yo! —gritó un sargento, sacando la cabeza y volviendo a retirarla rápidamente mientras Grenzel volvía a abrir fuego.

Khuv tuvo tiempo de atisbarlo antes de retirarse con su rostro lívido, sus ojos desencajados y su mirada vidriosa. Entendía perfectamente aquella mirada. No era probable que el sargento supiera que Grenzel estaba muerto, pero debía de ser muy difícil para él entender por qué no lo estaba. Los soldados seguían disparando contra Grenzel, pero no podían derribarlo. Cuando Grenzel volvió a aparecer en la puerta, peleando furiosamente contra aquel último cerrojo, el daño que había sufrido era evidente.

Tenía el cuerpo torcido y Khuv supuso que era a causa de su columna vertebral fracturada. Se maravilló de su propia capacidad de aceptar un hecho tan imposible como aquél. ¡Qué pudiera tener la columna vertebral rota y que pudiera seguir moviéndose, aunque lo hiciera torpemente! Pero ¿por qué no, si estaba muerto? Pero aquí no acababa todo. Llevaba un mono blanco, que ardía por la parte del costado derecho, donde le colgaba hecho jirones. Junto con éstos colgaban igualmente trozos de carne, grisácea o rojiza, si bien sorprendía la ausencia de sangre. Aquellos seres no sangraban tan fácilmente. En el hombro derecho de Grenzel había tres pequeños agujeros, tan perfectos como los puntos de un dado, visibles porque una ráfaga de balas le había perforado el mono. Los agujeros eran del tamaño de manzanas pequeñas y tenían un color entre rojo y negruzco. Grenzel inclinaba el hombro hacia ese lado, con lo que su figura todavía resultaba más desequilibrada. Las dificultades que tenía con el cerrojo eran resultado de que debía manipularlo con la mano izquierda.

Khuv cogió el lanzallamas de Litve y gritó a los hombres que iban más adelante:

—Cubridme con una ráfaga de fuego graneado cuando os lo pida…, una carga concentrada, a ver si así acabo con el hijo de puta ese. Pero antes que nada, ¿alguno de vosotros quiere apagar esa luz?

—¿Está seguro que es lo más conveniente, señor? —le advirtió alguien—. Lo digo porque esto no parece un hombre…

Khuv pensó que quien se lo decía tenía razón sobrada.

—Sí, apagad esa luz.

Sobre la puerta había una lámpara metida en una jaula de alambre. Siguiendo instrucciones del sargento, uno de sus hombres disparó contra ella. Se oyó un estrépito, cristales rotos, y la jaula de alambre quedó desalojada de su sitio. La luz del pasillo quedó atenuada al momento y transformó el lugar en un túnel lleno de humo.

—Cuando yo diga: «ahora» —les recordó Khuv—, lanzáis una ráfaga y bajáis las cabezas.

Grenzel se había esfumado un momento pero ahora había vuelto a aparecer y su cuerpo se dibujaba débilmente en la puerta. Llevaba el arma, que tenía apoyada en la pared al tiempo que volvía a ocuparse del cerrojo. Detrás de Khuv y de Litve, los pasillos convergentes se llenaron de gente que se movía, indecisa, de un lado a otro; sus comentarios, pronunciados en voz baja, eran como el susurro de una congregación de personas en una inmensa iglesia.

Litve les gritó:

—¡Queréis callaros de una vez! ¡Silencio! ¡No os mováis del sitio!

Khuv comprobó que tenía el arma cargada y pronta para disparar. Era bastante pesada, lo que indicaba que estaba en condiciones de disparar. De pronto gritó:

—¡Ahora!

La respuesta fue una ráfaga de balas y Grenzel se tambaleó. Khuv se agachó y corrió hacia adelante. Grenzel lo presintió o lo vio, pero el hecho fue que cogió el arma y disparó una corta sucesión de tiros, puesto que súbitamente se quedó sin municiones. Khuv oyó el latigazo y el zumbido del plomo y también voces a su espalda que, desde el pasillo, proferían lamentos de dolor. Entonces empuñó el lanzallamas y abrió fuego, apuntando la hoja de fuego casi sólido directamente contra los ojos amarillos de lobo que fulguraban en el rostro apenas visible de Grenzel.

Todas las sombras desaparecieron así que se oyó el rugido del lanzallamas. Grenzel quedó socarrado y se puso a gimotear como un gato aplastado por una apisonadora. Soltó la inútil arma que tenía en las manos y al momento quedó totalmente a merced de Khuv. Éste siguió rociándolo con fuego, tostándolo igual que una patata frita que, tras arder en llamas, quedó pegada a la pared metálica. Después Grenzel fue deslizándose pared abajo y al final se desplomó en el suelo y quedó inmóvil. Khuv interrumpió la rociada de fuego y dio unos pasos atrás. Dejó que las llamas fueran extinguiéndose gradualmente y que los restos de Grenzel fueran emitiendo chasquidos y silbidos y exhalando un humo negro e insoportable.

Después Litve se adelantó junto con el sargento y Khuv dijo a este último:

—Procura sacar a todos éstos sanos y salvos de aquí dentro. Todavía no están fuera de peligro.

Después, sin esperar más, los dos se dirigieron al Centro de Control del Protector de Fallos.

Mientras una hilera de hombres apresurados, visiblemente impresionados, pasaba por su lado en el mismo corredor, dieron unos golpes con la mano en la puerta metálica. A través de ella se oyó la voz de Luchov, estridente y presa del pánico aún.

—¿Quién es? ¿Qué pasa?

—¿Es Viktor? —gritó Khuv—. Soy yo, Khuv. Abre.

—No, no te creo. Sé quién eres. ¡Vete!

—¿Qué? —dijo Khuv echando una ojeada a Litve.

De pronto comprendió qué había sucedido. Seguro que Agursky había estado antes allí. Golpeó nuevamente la puerta.

—Viktor, ¡soy yo!

—¿Dónde has dejado la llave?

Todos los funcionarios que tenían acceso al protector de fallos disponían de una llave de esa sala.

Litve todavía tenía las llaves de Khuv, por lo que se las sacó del bolsillo y se las tendió. Por fortuna, Khuv no había arrojado al suelo del depósito de cadáveres la llave de la sala del protector de fallos junto con las otras. Así pues, el comandante hizo girar la llave en la cerradura y empujó la puerta…, pero enseguida se hizo atrás y se quedó jadeando ante el cuadro que veían sus ojos.

Luchov estaba allí de pie, con los ojos saliéndole de las órbitas y las venas palpitantes en la mitad del cráneo que tenía quemada y con el cañón de un lanzallamas apuntando directamente a la cara aterrada de Khuv.

—¡Dios mío! —exclamó con un suspiro, bajando al mismo tiempo el arma y apuntando el suelo con ella—. ¡Si eres tú!

Después, retrocediendo vacilante, se dejó caer en su silla giratoria colocada delante de las pantallas de TV.

Estaba hecho una ruina, una ruina de hombre que no hacía más que temblar, jadear y dar muestras de todo el terror que sentía. Khuv le cogió el lanzallamas y dijo:

—Pero ¿qué ha pasado, Viktor?

Luchov tragó saliva y habló. Mientras daba las explicaciones pertinentes, de cuando en cuando volvía a sus ojos todo el horror salvaje y espantoso que había sentido.

—Cuando tú te fuiste yo…, yo llamé por teléfono. La mitad de las líneas estaban desconectadas. Sin embargo, pude hablar con los centinelas de la entrada, los que están en el barranco, y les hablé de Agursky. Después hice media docena más de llamadas para hacer circular la noticia. Les dije que todo el mundo debía evacuar el lugar, pero de la manera más ordenada posible. Después me di cuenta de que esto era una solemne tontería y que Agursky tenía que estar en alguna parte y que era seguro que vería cómo abandonaban sus puestos. Comprendería que todo había terminado y quién sabe qué podía hacer. Conseguí ponerme en contacto con los militares y les dije que se encargasen de la evacuación y de localizar a Agursky. También les dije que había muchos teléfonos desconectados y que era preciso que pusiesen en guardia a toda la gente que yo no podía avisar. Hablé con todas las personas que pude, pero no me fue posible ponerme en contacto con el núcleo.

Khuv y Litve echaron una ojeada a las pantallas. Todo parecía normal allí abajo; aunque la cara de la gente reflejaba inquietud y nerviosismo, no se apreciaban signos de una actividad que se apartase de lo común.

—¿Qué hay de Agursky? —preguntó Khuv—. ¿Ha estado aquí?

Luchov lanzó una especie de bufido.

—¿Qué si ha venido? Pues sí, ha venido, llamó a la puerta y dijo que quería hablar conmigo, a lo que yo le contesté que no podía dejarlo entrar. Entonces me dijo que ya estaba enterado de que yo estaba al corriente de todo lo relacionado con él, pero que estaba en condiciones de darme una explicación. Y añadió que, si no lo dejaba entrar, haría una cosa terrible. Yo le contesté que, si lo dejaba entrar, sabía que me mataría. Entonces me dijo que sabía que nosotros queríamos quemarlo, pero que quien nos quemaría a nosotros sería él… a todos nosotros. Al final se marchó, y yo pensé que, si mataba a cualquiera de los funcionarios que tenían la llave del protector de fallos…

»Yo tenía una pistola automática, pero al mismo tiempo sabía que los dos soldados muertos habían sido incapaces de cortarle el paso sirviéndose de sus armas. Así es que esperé un ratito y después salí a la chita callando y me apoderé del primer lanzallamas que encontré. Volví y en el momento en que me disponía a volver a entrar… ¡Oh, Dios mío!

—¿Apareció él? —dijo Khuv cogiéndolo por el codo.

—Exactamente —dijo Luchov asintiendo con la cabeza y hablando como si se estuviera ahogando—. ¡Pero tendrías que haberlo visto, Khuv! ¡Ese hombre no es Agursky! No sé en qué se ha convertido, pero te aseguro que no es Agursky.

Los tres hombres intercambiaron miradas interrogativas.

—¿Qué quieres decir con eso de que «no es él»? —preguntó Litve, sabiendo por anticipado que la respuesta iba a ser desagradable.

—¡Su cara! —dijo Luchov con labios temblorosos y moviendo la cabeza con incredulidad—. Es extrañísimo… no sé, la forma de su cabeza, la manera como se mueve… Parece un animal. Bueno, el hecho es que vino corriendo hacia mí, como si fuera al galope… No llevaba las gafas oscuras y os puedo jurar que tiene los ojos completamente inyectados en sangre. Yo me metí dentro de un salto, cerré la puerta de golpe y no sé cómo, pero pude hacer girar la llave. El, que se quedó fuera, se puso como loco y comenzó a gritar, a amenazarme y a aporrear la puerta. Finalmente se volvió a marchar.

Khuv sintió un estremecimiento. Todo aquello parecía una pesadilla y estaba empeorando por momentos. De pronto sonó el teléfono de Luchov e hizo que los tres hombres tuvieran un terrible sobresalto. El primero en coger el aparato fue Khuv, que se apoderó de él de un gesto brusco.

—Soy el cabo Grudov, centinela de la entrada, señor —dijo con voz excitada y aguda—. ¡Agursky ha estado aquí!

—¿Cómo? —dijo Khuv, encorvándose, agarrado al teléfono—. ¿Lo has visto? ¿Lo has matado?

—Le he disparado, señor, pero en cuanto a matarlo… Estoy seguro que le hemos dado, pero daba la impresión de que no nos hacía ningún caso. Así es que nos hemos lanzado tras él y lo hemos perseguido con el lanzallamas.

—Pero no le habéis hecho nada. ¿Y ahora dónde está? ¿Ha salido? —dijo Khuv reteniendo el aliento.

Sabía que Agursky no debía escapar.

—No, ha vuelto a meterse dentro. Creo que lo hemos quemado un poco…

—¿Lo crees?

—Es que todo ha ocurrido tan aprisa, señor…

Khuv pensaba muy rápidamente.

—¿La gente sigue fuera?

—La mayoría, pero ya están volviendo todos. He pedido camiones de los barrancos, porque de lo contrario se van a congelar todos.

—¡Lo has hecho muy bien! —dijo Khuv suspirando aliviado—. Ahora escúchame bien: deja a todo el mundo fuera salvo a Agursky y, como vuelva a aparecer, atácalo con todo lo que tengas a mano. ¡Mátalo, quémalo, carbonízalo y acaba con él! ¿Me he explicado?

—Sí, señor.

Khuv colgó y, volviéndose a los demás, dijo:

—Sigue aquí dentro. Está él, estamos nosotros y posiblemente unos cuantos rezagados. ¡Ah, y los soldados que hay en el núcleo y quienquiera que pueda estar con ellos!

Después se volvió a Luchov y dijo:

—El primer botón dispara las sirenas, ¿verdad?

Luchov asintió con la cabeza.

—Ya sabes que sí… en el supuesto de que funcionen, claro.

Khuv se acercó al panel y pulsó el botón número uno. Sin dar tiempo a Luchov para pensar o discutir, actuó sin pensárselo dos veces. Las alarmas seguían funcionando: inmediatamente se oyó su monótono ulular, capaz de atacar los nervios del más pintado. Era como el bramido de un animal prehistórico, enorme y herido.

—Pero ¿qué estás haciendo? —dijo Luchov fuera de sí.

—Pues sacando a los soldados de aquí dentro —dijo Khuv indicando con un gesto las pantallas.

Allá abajo en el núcleo las órdenes no servían más que para soliviantar a la gente, porque sabían perfectamente qué significaba aquel ulular de sirenas. Además, ya estaban bastante nerviosos para que, encima, les vinieran con esas lindezas. En cuestión de segundos se formó el caos más espantoso y se produjo el pánico. La escalera estaba atestada de soldados que huían y los pelotones de los encargados de maniobrar los Katushevs pusieron pies en polvorosa después de armarse debidamente. Un sargento mayor disparó su pistola al aire una o dos veces seguidas e inmediatamente después volvió a enfundarla y se unió a la multitud.

Khuv se echó a reír, se dio una palmada en el muslo y dio un alegre puñetazo a Litve en el hombro.

—Agursky no tiene escapatoria —dijo—. Está aquí, probablemente herido, y estos hombres armados hasta los dientes vienen de abajo. Y nosotros vamos a bajar desde arriba…

—Tienes razón —dijo Luchov con voz entrecortada—, pero lo que es yo, pienso quedarme aquí. Si viene por esa zona, me aseguraré de que no se meta ahí dentro. Por otra parte, no quiero correr el riesgo de encontrarme con él entre este punto y la salida.

—Perfectamente —dijo Khuv—, pero nosotros necesitaremos tu lanzallamas. Toma esto… —le dijo, sacándose la pistola automática y dándosela—. No es gran cosa, pero mejor esto que nada.

Luchov los acompañó al pasillo.

—¿Buena suerte? —se limitó a decir.

—Lo mismo digo —dijo Khuv con un movimiento de cabeza, después de lo cual Luchov cerró rápidamente la puerta e hizo girar la llave…

A medio camino entre el Centro de Control del Protector de Fallos y los niveles del magma encontraron a los soldados que subían. Llegaban enloquecidos, pero Khuv los frenó.

—¡Calma, muchachos! No pasa nada. Tenemos a un loco que anda suelto, pero nada más. Se trata del científico Vasily Agursky. ¿Alguno de vosotros lo ha visto?

—No, señor —dijo el sargento mayor que había disparado el arma cuando estaba abajo, saludando al mismo tiempo—. Me temo que nos hemos dejado dominar por el pánico, señor, y…

—Olvídalo —dijo Khuv—. Lo normal es que os dejaseis dominar por el pánico. Así salís más aprisa.

—Mire usted una cosa, señor —replicó el otro, revelando que tenía grandes dificultades para explicarse—, los teléfonos han estado desconectados durante un tiempo, lo que me ha hecho pensar que debía de haber algún problema. Después, cuando comenzaron a oírse las sirenas…

—Te he dicho que te olvides del asunto —lo cortó Khuv—. Y ahora saca de aquí a todos tus hombres. Y cuando digo que los saques, quiero decir que los quiero fuera del Projekt.

Litve lo agarró por el brazo.

—Pero pueden sernos de ayuda —protestó.

Khuv movió la cabeza a un lado y a otro.

—Si los sacamos, sabremos que si algo se mueve, tiene que tratarse de Agursky. Y si algo se mueve, va a morir. ¡Vamos!

Se dirigieron hacia los niveles del magma al tiempo que iban registrando salas y laboratorios a su paso. Entretanto las sirenas no paraban de sonar, sonar, sonar, sonar… y ellos sentían que se les ponía la piel de gallina como si tuvieran todo el cuerpo cubierto de cucarachas…

Arriba, en la sala del protector de fallos, Viktor Luchov oyó pasos de botas mientras las unidades militares que hasta ahora habían custodiado el núcleo abandonaban el Projekt. Bien, por lo menos ahora ya estaban saliendo y después sólo quedarían Khuv y Litve y… lo que pudiese estar esperándolos abajo. Luchov volvió a mirar las silenciosas pantallas, que en ese momento estaban inmóviles, especialmente la central, en la que aparecía el núcleo y la Puerta, y enseguida volvió a sumirse en sus pensamientos personales. Pensó en Khuv. Nunca se había preocupado demasiado por aquel hombre, porque los de la KGB eran brutales. Ahora, sin embargo…

Los pensamientos de Luchov se detuvieron en este punto y sintió que el vello de la nuca se le erizaba. ¿Era por algo que había visto?

Volvió a mirar la pantalla central y forzó los ojos al tiempo que se los restregaba con fuerza. Pero no, no había que achacar a los ojos la culpa de lo que veía.

En la pantalla central se veía una masa pálida y gelatinosa proyectada en la curva formada por la cúpula de la esfera, como una especie de imagen a cámara lenta de algo que ocurría en el interior. No estaba allí hacía diez o quince minutos o… si estaba realmente, la excitación le había impedido detectarlo. ¡Qué locura! ¡Ahora se daba cuenta exacta de lo que veía!

Forzó la vista y sí… al cabo de un minuto la cosa comenzó a agrandarse y a hacerse tan enorme que cubrió la gran pantalla curvada que era la Puerta. Era como… como el Encuentro Uno… pero más grande, ¡mucho más grande! Y se movía a una velocidad mucho mayor que todo cuanto se había movido en aquel sitio antes de ahora. Si se trataba de una criatura como la del Encuentro Uno y atravesaba libremente la Puerta…

—¡Dios mío! —exclamó Luchov haciendo rechinar los dientes y golpeándose la palma de la mano con el puño cerrado—. ¡Nada menos en un momento como éste!

Khuv y Litve estaban en algún lugar de abajo, con la intención de acorralar a Agursky entre ellos y los soldados. Y ahora, ¿quién era el que había quedado atrapado? Luchov podía intentar avisarles, por lo menos. Quizá bastaría con el método empleado por el propio Khuv.

Con mano temblorosa pulsó el botón número dos…

En las inmediaciones de los fantasmagóricos niveles del magma, Khuv y Litve avanzaban uno al lado del otro procurando moverse con extrema lentitud. Era un lugar donde reinaba la oscuridad, incluso en las zonas que se suponían iluminadas. A pesar incluso de las ensordecedoras y obsesionantes sirenas, cuya estridencia ahora parecía haberse atenuado un poco, se oía el corazón de la bestia de Perchorsk que latía con más fuerza, que parecía estar mucho más cerca.

Se movieron cautelosamente al bajar por la amplia escalera de madera, mientras los ojos de Khuv iban explorando el magma por la parte derecha y los de Litve por la izquierda. Las luces piloto de sus lanzallamas proyectaban extrañas sombras azuladas y aleteantes, convirtiendo las perturbadoras fusiones del magma en caras y figuras preñadas de amenazas.

Khuv se ajustó la correa del lanzallamas al hombro derecho y se oyó el sonido de las piezas metálicas al entrechocar. El magma amplificaba los ruidos, pese a las incesantes alarmas cuyos ecos parecían llegar desde todas direcciones. Pero de pronto se oyó otro ruido, que se originó en otra parte y que, pese a acompañar al primero, acabó por extinguirlo: una carcajada entrecortada pero estentórea.

—¿Viene de atrás? —dijo Khuv volviéndose para escudriñar los alrededores y con los ojos muy abiertos para no perderse nada.

—No —dijo la voz de Litve en un murmullo al tiempo que se agachaba—, de delante… creo.

—Sería difícil de asegurar… —dijo Khuv, respirando afanosamente— puede estar en cualquier parte.

—Pero él es uno y nosotros somos dos —dijo Litve, cuya voz también sonaba temblorosa—. ¡Por el amor de Dios, no te separes de mí, camarada comandante!

Se volvieron hacia la derecha y siguieron el pasadizo entarimado de madera —un camino artificial pero extremadamente familiar a través de aquel extraño paisaje— hasta el corazón de una caverna del magma, donde los ecos de sus pisadas todavía resonaban con más fuerza…, y fue precisamente entonces cuando aumentó el tono y la frecuencia de la alarma, pasando de un sonido estridente y repetitivo a un auténtico clamor de advertencia.

—¿Qué demonios…? —exclamó Litve con voz ahogada.

—Es Luchov —dijo Khuv—, para avisarnos de que algo no funciona como es debido. ¡Mierda, si ya lo sabemos!

Volvió a oírse la carcajada y esta vez ya no había ninguna duda posible de su origen: procedía de detrás de ellos. Khuv, además, reconoció la voz de Agursky por encima de cualquier posible duda. Esta vez también Litve estuvo de acuerdo.

—Nos viene siguiendo —murmuró.

—Busquemos una posición dominante —dijo Khuv apresurándose y dirigiéndose a la escalera que conducía al núcleo.

Ahora era el único camino practicable, el que conducía al núcleo, si bien todavía faltaban unos treinta pasos para llegar al tramo final. Fue en ese punto donde Litve agarró a Khuv por el codo.

—¡Mira! —dijo con voz ronca.

Khuv miró hacia atrás. Desde la parte trasera de un nodulo del magma se proyectaba una sombra en el pasadizo. Era una sombra que se movía. Al acercarse más, aumentó el movimiento: los ojos atónitos de Khuv y de Litve se posaron en un cable que serpenteaba a lo largo de la loca trayectoria del muro del magma. Aquel cable se movía a sacudidas, como si algo tirase de los bucles que formaba, que se contraían a intervalos. Antes de tener tiempo de deducir de qué se trataba, se oyó un grito en el que se mezclaban el dolor y la contrariedad y que procedía de la parte de atrás del mismo nodulo del magma. La sombra del pasadizo aparecía iluminada, destacada por un resplandor azulado y una lluvia de chispas centelleantes. ¡La sombra era monstruosa!

Incapaces de moverse, los dos hombres se quedaron mirando. Aquella sombra, una sola sombra, comenzó a desdoblarse en dos. Se oyó un sonido como de ropa al rasgarse, como si las dos mitades de la sombra estuviesen porfiando para separarse… como si se esforzasen por conseguirlo y lo consiguiesen al fin. Ahora eran dos sombras: una que parecía humana y otra que tenía las dimensiones de un perro y más o menos la forma de este animal, aunque no se trataba de ningún perro. Después las dos se movieron un poco hacia atrás, confundiéndose con la sombra del nodulo, y se produjo un momento más de lucha con aquel cable. Hubo un nuevo chisporroteo eléctrico y una segunda lluvia de chispas…

¡Y entonces se apagaron las luces!

Los dos hombres retrocedieron hacia el pozo que bajaba hasta el núcleo. Tenían tan poca fuerza en las piernas que parecían de gelatina, pero se esforzaron en moverlas. Por detrás de ellos, como si procediera de su espalda, se proyectó una cascada de luz, una luz residual que provenía de la esfera-puerta y que resplandecía a través del pozo. Ahora, a lo largo del camino que acababan de recorrer, había caído la noche.

—Si él…, ellos… o lo que sea, tienen que venir hacia nosotros —tartamudeó Litve—, tiene que ser a través de este pasadizo.

Khuv tenía la garganta demasiado seca y agarrotada para poder contestar, pero pensó que su camarada tenía razón. Sin embargo, se equivocaban los dos. La cosa que antes estaba en el tanque de vidrio o, mejor dicho, el material vampírico metamórfico procedente del núcleo de la cosa que antes estaba en el tanque de vidrio y que no había muerto, sino que había penetrado en Agursky, se había liberado para nivelar el número. Ahora eran dos contra dos. Y no vendría por donde ellos suponían, sino que saldría por debajo del pasadizo de madera.

Cuando ya estaban casi en la boca del pozo, donde el pasadizo giraba bruscamente hacia la izquierda y bajaba una vez más en forma de escaleras, apareció la cosa. De pronto algo se desenroscó sobre el pasamanos, y se arrolló en torno a la cintura de Litve, llevándoselo a rastras y gritando a través de la barandilla rota. Si antes estaba al lado de Khuv, ahora había desaparecido. Su lanzallamas escupió un solo lengüetazo de fuego y ahora, al mirar hacia abajo, Khuv pudo ver qué era lo que lo retenía. Era la cosa que antes estaba en el tanque de vidrio, efectivamente: una gran sanguijuela plana y llena de tentáculos, que cubría el rostro de Litve y la parte superior de su cuerpo como un amasijo leproso, en tanto que sus «miembros», dotados de múltiples articulaciones, lo envolvían y machacaban su cuerpo como si fueran innumerables pitones. Y entretanto los ojos de la inmundicia pulsátil miraban fijamente a Khuv mientras éste sentía que se ahogaba y agonizaba allí de pie en el pasadizo.

El lanzallamas de Litve cayó con un ruido ensordecedor. Khuv sabía que era el final, pero apuntó su arma y proyectó una llama cauterizadora hacia la espantosa obscenidad que se debatía en el suelo del magma. Lanzando gritos de rabia y de terror, lo quemó, lo quemó, lo quemó. Y no paró hasta que el corazón de su antorcha se volvió amarillo, comenzó a silbar y a crepitar y quedó sumido en silencio e incluso la luz piloto quedó extinguida.

Entonces volvió a oírse la carcajada de Agursky y, a través de los vapores y los humos, Khuv vio que se acercaba. Vio que iba aproximándose, cerrándose a su alrededor, con las manos extendidas, como si quisiera abarcarlo con sus brazos…

Khuv soltó el arma totalmente agotado, echó a correr y, tambaleándose, bajó alocadamente las escaleras que conducían al corazón del complejo y, una vez al pie de las mismas, pasó del rellano a los tableros que formaban el perímetro del anillo de Saturno. Agursky lo seguía a poca distancia, riendo como un loco, corriendo y persiguiéndolo inexorablemente. Khuv miró para atrás y lo vio: la imposible abertura de sus fauces, el espanto de sus dientes, amenazadores como dagas y cortantes como guadañas, alojadas en la caverna de su boca. Gritando como un loco, se encaminó directamente al Katushev que tenía más a su alcance.

—¡Mierda, mierda! —gritaba—. ¡Oh, Dios mío! ¡Madre de…!

De un salto se plantó en la plataforma del Katushev, se deslizó en la silla del artillero e hizo girar el cañón para apuntarlo directamente contra Agursky, que se había lanzado al galope tras él. Sin embargo, Khuv no tenía ni la más remota idea de qué había que hacer para disparar aquel artefacto.

Antes de que Agursky pudiera darle alcance, saltó de su asiento, atravesó el anillo y cruzó el puente que conducía directamente a la esfera. La electricidad estaba cortada y la puerta de la valla eléctrica abierta. Khuv la atravesó y llegó al lugar de los tablones carbonizados y ennegrecidos. El único camino que tenía ahora ante sí era la Puerta, siempre mejor que…

Se paró de pronto y levantó las manos ante él como para resguardarse de… algo que se le antojaba increíble, algo que parecía arrancado de la mente de un loco. Clavó los ojos en la esfera, unos ojos que parecían salírsele de las órbitas y que se habría dicho que iban a saltarle del rostro, más blanco que el de un muerto. Agursky vio lo que él y también se detuvo en su loca carrera. Y todavía había un tercer par de ojos que lo habían visto, unos ojos que lo estaban observando desde hacía ya algún tiempo.

Arriba, en el Centro de Control del Protector de Fallos, Viktor Luchov no quiso esperar más y conectó el interruptor. Había abierto las compuertas que conducían al infierno… no sólo porque sabía que tenía que hacerlo sino también por Khuv. Sí, por Khuv, que incluso ahora, con el rostro dirigido al monitor de TV de circuito cerrado, parecía implorarle que actuara de una vez.

—¡Hazlo! —le decía la cara del comandante, sin pronunciar palabra desde el centro de la pantalla—. ¡Por el amor de Dios, Viktor! Si sabes qué significa ser misericordioso, ¡hazlo de una vez!

Todo el Projekt quedó invadido por líquidos volátiles y de los rociadores comenzaron a salir fluidos pulverizados. A medida que el líquido fluía con más rapidez, las tuberías de plástico se cubrían de ampollas. El corazón de Perchorsk quedó inundado por millares de litros de materia que se convertía en vapor al entrar en contacto con el aire. Empujado por el peso del combustible en el enorme espacio y arrastrado hacia abajo por la fuerza de gravedad, saturó rápidamente el complejo y comenzó a salir a borbotones por una abertura en el propio núcleo.

El núcleo: el lugar donde ahora Agursky sabía que él estaba acabado y encerrado con Khuv, que iba a por él. Sin embargo, el comandante ya no se preocupaba de Agursky y sí únicamente de la cosa que se abría camino a través de la pantalla de la esfera, sólo de la monstruosidad nauseabunda y pulsátil, llena de ganchos, dientes y garras que tenía, como espantosa, enorme y terrible distorsión, ¡la cara de Karl Vyotsky!

Pero éste no era, no podía ser, el Vyotsky que había ido al otro mundo; era tan radicalmente diferente que su paso a través de la Puerta en dirección opuesta no había sido prohibido. Salió a medias, vio las figuras que estaban sobre el puente, se abalanzó sobre ellas y las devoró, pero al cabo de un momento también él era devorado. En algún punto, los mortíferos vapores se habían convertido en pura llama y ahora se producía un incendio que ya recorría todo el Projekt en una imparable reacción en cadena. En el lugar se iniciaron una serie de detonaciones y explosiones que eran como bombas.

Viktor Luchov, en medio de jadeos y casi desmayado por el esfuerzo, fue subido a través de la puerta de entrada y trasladado a la zona de maniobras del barranco, bajo la luz de las estrellas de una noche glacial. Con grandes prisas lo apartaron de las puertas gigantes, que al cabo de muy pocos momentos salieron despedidas por los aires igual que si fueran de chatarra. A través del pozo rugían las llamaradas que, igual que una cascada, se volcaban sobre las aguas de la presa, despidiendo nubes hirvientes de vapor.

Perchorsk había dejado de existir…

Desde los tiempos de su primera infancia, cuando no tenía más de ocho o nueve años, Harry Keogh conservaba el recuerdo de un mal sueño. Era un sueño repetitivo que lo había estado torturando a lo largo de muchas noches inacabables y que ni siquiera ahora —mejor dicho, especialmente ahora— había olvidado aún.

Dónde había podido originarse la idea era algo que no habría podido decir. Tal vez procediera de algún antiguo libro de medicina o de la mente de uno de sus amigos muertos hacía mucho tiempo…

Quizás había adquirido forma a través de un destello de precognición. Pero seguía recordándolo con todo detalle. Una sala alargada, unas paredes de ladrillo y unas pesadas mesas de madera colocadas de extremo a extremo; un hombre que agonizaba de hambre, tendido boca arriba y sujeto en la mesa del final, la cabeza sólidamente inmovilizada entre unos bloques de madera, una cincha de cuero atravesándole la frente para mantenérsela inclinada hacia atrás, las mandíbulas abiertas de par en par…

Allí estaba tumbado, consciente, esquelético, con el pecho moviéndose arriba y abajo y los brazos y piernas porfiando por soltarse de sus amarras, mientras unos hombres ataviados con largas batas blancas y una mujer provista de una hacha de hoja larga lo observaban y se intercambiaban signos de asentimiento con los labios apretados. Después los hombres (¿médicos, quizás?) haciéndose atrás y la mujer del hacha dejando el arma sobre la mesa más alejada del hombre en estado agónico. Su partida a través de una puerta arqueada y su regreso con una bandeja grande en la que había pescado putrefacto.

Las imágenes eran muy vivas: cómo cogía ella un trozo de pescado y cómo lo restregaba por la cara del hombre y después hacía lo mismo sobre las mesas hasta llegar a la última, antes de volverlo a dejar en la bandeja junto a los hediondos restos. En aquel extremo había una pantalla, donde ahora ella ocupaba su sitio, sentándose con el hacha en la mano, adoptando la imagen misma de la paciencia mientras miraba a través de un agujerito de la pantalla y esperaba que ocurriera. Y cómo se clavaban sus ojos en la boca abierta de par en par de aquel hombre torturado.

Después venía la parte peor del sueño: era cuando el cestodo salía del hombre… Su cuerpo en forma de cinta segmentada esforzándose laboriosamente en salir de su convulsionada garganta, contorsionándose para rastrear el hedor a pescado que lo conduciría al alimento. Un gusano ciego, pero no carente de otros sentidos y tampoco privado de apetito; su cabeza aplastada sobre la mesa pero oscilando a uno y otro lado, reptando hacia adelante, los segmentos provistos de ganchos saliendo paulatinamente a través del hombre sometido a una especie de estrangulamiento, uno detrás de otro, soltando los ganchos y aventurándose a la luz del día. Porque aunque el hombre se estaba muriendo de hambre debido al gusano, éste también se estaba muriendo de hambre debido a que los médicos hacía cinco o seis días que no le daban de comer.

Harry recordaba tan vividamente aquel sueño…

La longitud de aquella cosa, que primeramente cubría una mesa de dos metros de largo, después dos mesas, tres… hasta que ya se temía que no iban a bastar seis para que se desplegara totalmente. Siete metros y sesenta y dos centímetros cuando aparecía por fin la cola bífida en forma de escorpión, con una estela de moco y de sangre detras de ella. Al llegar a este punto los médicos se pusieron tensos y avanzaron silenciosamente.

Entretanto el hombre tendido sobre la mesa se atragantaba y sentía náuseas y el cestodo reptaba cautelosamente hacia adelante, aunque ahora con mayor avidez a medida que iba aumentando la hediondez del pescado. Entretanto, la mujer aguardaba con el hacha a punto, esperando el momento con los dientes apretados, como saboreando salvajemente el instante…

El parásito alcanzando la bandeja y su cabeza de sanguijuela poniéndose a tragar con voracidad…, el hacha describiendo un destello de plata en las manos hábiles de la mujer, cercenando la blanda quitina y las tripas rudimentarias de la criatura…, el médico apresurándose a tapar con la mano la boca del hombre cuando ya los últimos segmentos del gusano culebreaban una marcha atrás para volver a introducirse en su interior.

Éste era el momento que Harry escogía para despertarse con un grito.

Ahora se había despertado al oír la voz de lady Karen que le hacía varias preguntas mientras los dos estaban sentados uno enfrente del otro. Harry esperaba haber conseguido mantener oculto el tejido de sus pensamientos, puesto que no le habría gustado que la mujer los penetrara.

—Lo siento, estaba divagando.

—Te decía —le repitió con una sonrisa— que hace tres puestas de sol que eres mi invitado y que pronto vendrá la cuarta y que todavía no me has dicho por qué quisiste venir, por propia voluntad, a vivir en mi nido de águilas.

Por mi hijo.

—Pues porque tú fuiste amiga del Habitante en tiempos de necesidad —mintió Harry, sin dejar que sus pensamientos trascendieran al exterior— y porque tenía curiosidad de ver cómo era tu nido de águilas.

Y también porque si encuentro la manera de curarte a ti a lo mejor también consigo curarlo a él.

Lady Karen se encogió de hombros.

—Pero ahora ya has visto mi nido de águilas, Harry, o por lo menos ya lo has visto casi totalmente. Hay algunas cosas que no te he mostrado porque las encontrarías… desagradables. Pero has visto todo lo demás. Entonces ¿qué te retiene aquí? Ni tomas mis alimentos ni bebes mi agua… De veras que aquí no hay nada para ti… a no ser peligro quizá.

—¿Te refieres a tu vampiro? —dijo él enarcando las cejas.

¿Tu cestodo con los ganchos agarrados en tu corazón y con sus tripas metidas en tu cerebro?

—Por supuesto, aunque ahora ya no pienso en él como mi vampiro. Los dos lo somos.

Y se echó a reír, aunque no con alegría, mientras a través de sus dientes fulgurantes aleteaba la lengua de una serpiente y sus ojos mostraban un color escarlata muy intenso y uniforme.

—Pasé mucho tiempo queriendo resistirme, pero al final me di cuenta de que no tenía sentido. La batalla en el jardín del Habitante fue el momento crucial, porque entonces me di cuenta de que todo había terminado y acepté que soy lo que soy. Fue la batalla, el poder y la sangre. Estuve esperando, atenta a todo, aceptando lo que fuese hasta aquel momento, pero entonces ya se puso todo en marcha y cobró ascendencia. Pero no debo pensar de esa manera, porque ahora somos lo mismo. ¡Y yo soy wamphyri!

—¿Me estás haciendo una advertencia? —dijo Harry.

Ella dejó vagar la mirada e hizo un movimiento de impaciencia con la cabeza. Después volvió a mirar a Harry.

—Lo que te estoy diciendo es que sería mejor que te fueras. Puedes ser el padre del Habitante, pero tú eres un ser inocente, Harry Keogh. Y éste no es lugar para la inocencia.

¿Yo, inocente?

—Cuando yo dormía en mi cuarto —dijo—, cuando me sentaba junto a la ventana y contemplaba el oro que se iba diluyendo en las distantes cumbres, antes de la última puesta de sol, alguna vez me desperté sobresaltado porque estaba soñando que estabas ante mí.

—Estaba ante ti, a veces estaba ante ti —dijo ella con un suspiro—. Harry, te he deseado.

¿Me has deseado a mí? ¿O has deseado mi sangre?

—¿De qué manera me has deseado?

—De todas las maneras posibles. En mí hay una mujer con las necesidades de una mujer. Pero yo soy wamphyri, con las necesidades de un vampiro.

—Tú no tienes necesidad de sangre.

—Te equivocas. La sangre es vida.

—Entonces debes de estar hambrienta de vida, pues no has comido desde hace tiempo. Por lo menos desde que yo estoy aquí.

Harry había ido a comer al jardín y había viajado de un lado a otro a través del continuo de Möbius. Pero sus comidas habían sido muy parcas, porque Harry no quería dejar a Karen sola demasiado tiempo, no quería perderse nada.

Cuando Karen volvió a hablar, su voz sonó muy fría.

—Harry, si insistes en quedarte… no puedo sentirme responsable…

Antes de que él pudiera responder, se levantó, salió de la gran sala y desapareció de su vista de la manera tan solemne y peculiar en ella. Harry no la había seguido nunca con anterioridad ni tampoco la había espiado en profundidad, pero creyó que había llegado el momento de hacerlo.

—¿Adónde va ahora? —preguntó Harry a las criaturas cartilaginosas que habían muerto hacía mucho tiempo y cuyos restos servían de decoración a aquella extraña torre.

Un hueso esculpido que servía de barandilla a una escalera situada entre los niveles superiores le respondió:

Va abajo, Harry, a su despensa. Incluso ahora su mano se posa sobre mí.

—¿Su despensa?

Al mismo sitio que Dramal Doombody antes que ella. Conserva a unos cuantos trogloditas en estado de hibernación. Los tiene como reserva.

—Ella me dijo que había concedido la libertad a los trogloditas, que había dejado que se fueran.

Pero no a éstos, le respondió el hueso de la barandilla, que en otro tiempo también había sido un troglodita, éstos son como una nota decorativa y, en épocas de vacas flacas, le sirven de alimento.

Harry bajó dos niveles más abajo y vio que Karen se introducía por una abertura de la pared y la siguió. Vio que uno de los trogloditas parecía activado y que había sido sacado de su capullo. Harry, escondido en la sombra, se reservaba sus pensamientos. Observó que Karen conducía al troglodita a la mesa y que aquel ser, arrastrando los pies y sólo despierto a medias, se tendía en la mesa, como hechizado, y echaba para atrás su repulsiva y prehistórica cabeza como ofreciéndose a ella.

Ella abrió la boca, la abrió desmesuradamente. La sangre le goteaba de las encías cuando de ellas parecieron haberle brotado unos dientes como dagas que se hundieron en la yugular de aquel ser, una yugular que latía perezosamente. Karen tenía la nariz aplastada contra el cuello del troglodita y sus ojos parecían granates que fulgurasen a la media luz de aquella estancia.

—¡Karen! —le gritó Harry.

Y ella se irguió repentinamente, lo hizo callar con un leve siseo, lanzó una maldición… y pasando junto a él hecha una furia, desapareció. No podía posponer las cosas por más tiempo y, puesto que sabía qué debía hacer, Harry volvió al jardín…

Harry fue a buscarla cuando el sol se había levantado y mientras estaba durmiendo en su habitación sin ventanas. Puso cadenas de plata en su puerta, que dejó entreabierta más o menos un palmo, y puso junto a ella varias macetas de kneblasch, cuyo olor incluso a él lo mareaba. Fue el fuerte aroma de aquella planta lo que despertó a Karen, que le gritó:

—Harry, ¿qué estás haciendo?

—Tranquilízate —le dijo él desde fuera—, pues no puedes hacer nada para cambiar la situación.

—¿Cómo? —dijo ella enfurecida, yendo de un lado a otro de la habitación—. ¿Ésas tenemos?

Y enseguida comenzó a gritar órdenes a sus guerreros:

—¡Venid aquí! ¡Liberadme!

Pero no le respondió nadie.

—¡Han quemado a todos! —le explicó Harry—. Y los trogloditas de tu despensa han cobrado vida… y han escapado. En cuanto a ese ser lamentable y monstruoso que actuaba como sifón, debo decirte que ha muerto envenenado al ingerir el agua de tus pozos que yo previamente contaminé. Y lo mismo ha ocurrido con las bestias productoras de gas: se han envenenado al respirar gases mefíticos. Ahora sólo quedas tú.

Entonces ella se echó a llorar y a implorar clemencia.

—¿Qué harás conmigo? ¿Me vas a quemar también?

Pero Harry, sin responder palabra, se marchó…

Estuvo custodiándola, volviendo cada tres o cuatro horas para comprobar que las cadenas de plata seguían en la puerta o para regar las plantas de kneblasch, pero sin dejar que ella lo viera en ningún momento. A veces la encontraba dormida, murmurando desvaríos que le dictaban sus sueños rojos, pero otras veces estaba despierta, y entonces deliraba y lanzaba maldiciones. Harry tan sólo durmió una vez en el nido de águilas y aun en aquella ocasión hubo de despertarse para encontrarse en la puerta del cuarto de Karen, atendiendo a la llamada de ésta. Aquello no hizo sino fortalecer su resolución.

Otra vez la encontró totalmente desnuda y hubo de escuchar de sus labios que lo amaba, que lo deseaba, que lo necesitaba. Harry, sin embargo, sabía muy bien qué era lo que necesitaba. Ignoró sus obscenos y voluptuosos contoneos y se marchó.

El sol volvió a levantarse cinco veces y volvió a ponerse otras tantas y Karen se hundió en el delirio. Y cuando volvió a ponerse, ya había caído en un sueño profundo del que no era posible despertarla. Había llegado el momento.

Harry sacó el kneblasch, pero no retiró las cadenas de la puerta; como antes, dejó una pequeña abertura. Después fue al jardín y buscó un cochinillo, que sacrificó en una jofaina de oro. Con la sangre hizo un reguero que iba desde la puerta del cuarto de Karen hasta el gran salón, donde colocó la jofaina en el centro mismo de la estancia. Dentro de ella estaba el pobre animal, rígido y sumergido en su propia sangre.

Después Harry, sentado en la sombra, se quedó esperando, inmóvil como no lo había estado nunca en la vida y ocultando sus pensamientos. Y ocurrió igual que en su sueño, pero peor aún, puesto que esta vez él estaba presente y era él quien empuñaba el hacha… que no era una hacha.

Por fin el vampiro que anidaba dentro de Karen abandonó a Karen (¿cómo?, ¿a través de qué camino? Harry no lo sabía ni quería saberlo) y se puso a seguir el reguero de sangre. Balanceando la cabeza de aquí para allá, entró en la sala y se encaminó a la jofaina. Era una larguísima sanguijuela, toda arrugada, con la cabeza de cobra, ciega y llena de ganchos. Y debajo del bajo vientre palpitante tenía una gran cantidad de ubres puntiagudas que le recorrían toda la parte inferior del cuerpo, grisácea y asquerosa.

Al husmear la sangre, se apresuró todavía más… pero entonces olió a Harry. Inició una precipitada retirada, enroscándose sobre sí misma y culebreando igual que un reptil. Harry se introdujo en el continuo de Möbius y volvió a salir en la puerta de la habitación de Karen. El vampiro, que se acercaba reptando por el suelo, lo descubrió demasiado tarde, pues él ya lo estaba apuntando con el lanzallamas y lo dejó carbonizado. Al morir, puso una enorme cantidad de huevos, que comenzaron a rodar por el suelo, a deslizarse, a vibrar… pero siempre en dirección hacia él. Harry, que sentía el cuerpo empapado de sudor, pese a lo cual se sentía helado, los quemó todos. Y la destrucción siguió hasta que no quedó nada más que un terrible hedor y un grito.

El grito de Karen…

Harry, que se sentía agotado, se echó a dormir. Durmió en el nido de águilas; ahora ya no tenía nada que temer. Soñó que Karen estaba de pie a su lado y que llevaba puesto aquel vestido largo de color blanco, aquel vestido tan incitante que se había puesto en honor de los wamphyri, y le explicaba por qué podía considerarse el más desgraciado de los hombres. Su victoria no era más que ceniza. Ella había sido wamphyri, pero ahora no era más que una envoltura. Él se figuraba haber salido vencedor, pero había sido derrotado. Cuando alguien ha conocido el poder, la libertad, las extraordinarias emociones que comporta el hecho de ser vampiro… ¿qué otra cosa puede desear? Karen le dijo que le tenía lástima, porque ella sabía por qué había hecho él lo que había hecho. Y la verdad es que había fracasado. Y a continuación le dijo adiós.

Cuando Harry se despertó, la buscó, pero como Karen ya no era wamphyri, había sacado las cadenas de la puerta y había huido. Harry registró la columna de arriba abajo, entró y salió del continuo de Möbius hasta que no supo ya dónde se encontraba… pero no dio con ella. Por fin decidió asomarse al balcón donde antes se asomaba ella y miró abajo. El vestido blanco de Karen estaba en el suelo cubierto de guijarros hecho un ovillo. Lo veía muy abajo, a más de medio kilómetro de distancia, si bien ahora no era totalmente blanco sino también rojo.

Y Karen estaba dentro…