El último guerrero - El horror de Perchorsk
Después de la batalla que tuvo lugar en el jardín del Habitante, Shaithis, señor de los wamphyri, condujo a su tullida bestia voladora, medio carbonizada, nuevamente a casa. Suponía que la criatura no conseguiría llegar, por mucho que se esforzase, porque tenía todo el bajo vientre quemado y por él le goteaban los fluidos del cuerpo igual que si fuera lluvia. También él había estado sometido a una cierta dosis de luz directa del sol, pero había sido suficientemente avispado para saltar del lomo de su montura y refugiarse en las concavidades córneas que formaban los poderosos músculos de sus alas.
La explosión se produjo cuando la criatura de Shaithis se alejaba del jardín después de un intento de aterrizaje, cosa que lo libró de quedarse ciego. Sin embargo, no había conseguido liberarse de aquel calor odioso y cauterizador del auténtico sol y por ello supo que era imposible derrotar al Habitante. Poseía armas demasiado poderosas, armas que estaban por encima de la comprensión de los wamphyri y, por supuesto, por encima de su control. Todo lo cual, unido a la pérdida de sus lugartenientes y guerreros, había convencido a Shaithis de que el ataque era un ejercicio inútil. Las pérdidas sufridas por los wamphyri habían sido asoladoras y los supervivientes habían llegado a la misma conclusión de Shaithis, abandonando la lucha en masa y dirigiéndose a sus casas.
Atravesando la llanura de la Tierra de las Estrellas, todas sus criaturas emprendieron la marcha, muchas de ellas mutiladas, todas humilladas, y Shaithis sintió en su alma de wamphyri el odio que abrigaban hacia él, que golpeaba su cabeza como si fueran martillazos. Lo hacían responsable de los descalabros sufridos, pues él había sido uno de los que habían instigado el ataque, un líder de la abortada refriega que se había nombrado a sí mismo. Los generales derrotados rara vez reciben honores y las más de las veces son objeto de desprecio.
Camino del este, utilizando la media bóveda de la rutilante esfera como faro y cabalgando en su silla, Shaithis vio que Fess Perene y Volse Pinescu bajaban y abandonaban el espacio debido a que sus monturas eran demasiado débiles para resistir el tirón de la gravedad y contempló cómo se estrellaban en nubes de polvo contra la llanura plateada por la luz de la luna. Los señores debieron seguir el resto del viaje a pie, ya que Shaithis sabía que carecían de la fuerza suficiente para realizar una metamorfosis de vuelo. El no lo habría conseguido en caso de que su montura hubiera sucumbido. De todos modos, siempre era mejor caminar que morir.
Los señores Belath y Lesk el Glotón, Grigis y Menor Maimbite, Lascula Longtooth y Tor Tornbody habían desaparecido, con otros wamphyri menores. En cuanto a guerreros, no se veía ninguno… si bien Shaithis tuvo que corregirse inmediatamente, pues por la parte este del cielo, como si volara con grandes esfuerzos y actuara por propia voluntad, se veía uno, ¿sólo uno? Probablemente su amo había muerto en la contienda y ahora él regresaba a la única casa que conocía.
En cuanto a los lugartenientes, ¿dónde estaban? Habían desaparecido…, habían desaparecido con las bestias voladoras, con los guerreros, con los trogloditas… Habían desaparecido con todos los sueños de conquista y de venganza. En todo el espacio no había más que una docena de bestias volando, agotadas, planeando cuando atravesaban una zona de aire caliente y, desesperados por conservar toda la energía, transportando a sus señores, incólumes o heridos, devolviéndolos a las columnas que eran sus casas, a sus…
… ¿a sus nidos de águilas?
Al pasar por encima de la resplandeciente cúpula de la Puerta, Shaithis levantó su negro rostro para mirar al frente. Y entonces se percató de algo increíble, impensable. De aquellas poderosas columnas de los wamphyri tan sólo quedaba una en pie, ¡la de la traidora Karen!
La furia lo dejó galvanizado. ¡Karen, aquella hija de mala madre! Agarró con fuerza las riendas y tiró de la cabeza de su montura, dirigiéndola hacia la columna de Karen. Su montura hizo un gran esfuerzo: sus alas de manta se movieron una vez, dos veces, tres veces… se movían casi sin fuerza en el aire, después temblaron terriblemente y formaron una «V». Aquella cosa apenas estaba viva. Había perdido toda la sustancia de su organismo y no le quedaba energía para seguir adelante. Se puso a planear cada vez más bajo, cada vez más rápidamente, sin que se pudiera hacer nada para evitarlo. Shaithis comenzó a dar frenéticas órdenes mentales a la estúpida criatura que lo llevaba y que se estaba acabando por momentos y se puso a tirar de las riendas hasta que vio que posiblemente se romperían. La bestia levantó lentamente la cabeza y las alas y adoptó una actitud más aerodinámica. Se lanzó en picado, voló en sentido horizontal y se inclinó a un lado; la llanura cubierta de desechos se convirtió en un caleidoscopio que giraba locamente, una imagen surrealista de un paisaje fugitivo. Y entonces…
El extremo del ala de la criatura voladora golpeó el fuste de la columna, cosa que aceleró su caída. Su jinete se vio despedido de la silla, sintió que los huesos del brazo izquierdo y del hombro se le fracturaban y sintió el sabor del polvo y de la sangre cuando su rostro fue a dar contra tierra y las rocas le rompieron los dientes. Transcurrieron unos largos instantes y después vino el silencio, roto únicamente por el poderoso latido del corazón de Shaithis, y la intensidad del dolor fue remitiendo lentamente. Por fin, jadeando y tambaleándose, hizo esfuerzos para ponerse de pie y golpeó con la mano derecha, cubierta por el guantelete, la solitaria columna de Karen. Lanzó unas cuantas maldiciones largas y estentóreas. El nido de águilas de Karen se erguía como una señal segura de su traición. ¡Se había pasado al bando del Habitante, había sido comprada y pagada!
Los rasgos maltrechos de Shaithis se desfiguraron con una mueca de venganza que los hizo más espantosos aún. Cuando Karen volviese del jardín del Habitante… habría un ajuste de cuentas. ¡Sí, un ajuste de cuentas…! Y sería largo, divertido… y en él habría sangre a espuertas. ¡Qué maravilla!
Dio un paso en dirección a la columna… De pronto se quedó helado, en ese mismo instante bajaba a la solitaria aguja de roca, el último nido de águilas de un wamphyri, el guerrero que había previamente observado. Lanzó un gruñido al ver que se introducía por la oscura boca de la entrada. ¡Era el guerrero de Karen! Y mientras ella viviera defendería su nido de águilas hasta el último momento, contra todos los que lo atacaran e incluso contra Shaithis, señor de los wamphyri.
¡Cómo despotricaba Shaithis! ¡Cómo despotricaba y desbarraba! Y nadie lo oía, salvo una bandada de grandes murciélagos, criaturas familiares que sin duda se preguntaban qué había ocurrido en las inmediaciones de sus colonias, instaladas en las grietas de las arruinadas columnas que eran morada de los wamphyri.
La luna hacía su rápida trayectoria a través del cielo y Shaithis cada vez estaba más quieto, hasta que se quedó totalmente inmóvil. Su sombra pasó por la vertical, luego comenzó a alargarse por el otro lado. Cuando era tan larga como el propio Shaithis, sus hombros se hundieron, se volvió y se encaminó a las ruinas desmoronadas y distantes donde antes estaba lo que él llamaba su casa…
Consternado, con las mejillas hundidas, la mitad de su cuerpo carbonizado, varios huesos rotos y la cara aplastada y quemada por un lado, el que fuera en otro tiempo gran lord Shaithis de los wamphyri se acercó a la base del potente afloramiento, la orgullosa columna de roca ahora desaparecida para siempre que le había ofrecido albergue durante las cinco centurias y media que había durado su vida. Allí, en aquel fuste poderoso es donde él tenía sus talleres, las inmensas tinas donde con gran pericia daba nacimiento a la carne metamórfica y la moldeaba, creando a sus guerreros, a sus bestias voladoras, a las criaturas que contenían gas, a otras que actuaban como un sifón… a todo tipo diferente de criaturas cartilaginosas. Allá abajo, si toda la maciza estructura no se hubiera desplomado encima, todavía estaría una bestia voladora recién formada que gemía y forcejeaba dentro de una tina. Convertida en un Viajero, pronto podría moverse de un sitio a otro, y así por lo menos Shaithis tendría una montura en la que poder viajar.
También había encontrado las cosas que tenía en su pozo: Viajeros y trogloditas metamorfoseados, insensatos seres que no hacían más que gritar sumidos en una noche eterna, la materia prima de sus guerreros y de las otras criaturas que había creado. ¡Bien, no importaba, que saltaran dentro de sus pozos, que lloriquearan y cotorrearan hasta quedar envarados y fosilizados! ¡Le daba igual!
Sobre su cabeza, los últimos wamphyri volaban silenciosamente hacia el norte, atravesaban las tierras heladas y se dirigían a las oscuras regiones situadas en el techo del mundo, donde el sol nunca más volvería a brillar. Así que su bestia voladora estuviera en condiciones de volar, Shaithis se juntaría con ellos. Según contaban las leyendas, si se cruzaba el casquete polar y se continuaba todavía más allá, se encontraban más montañas, nuevos territorios que conquistar. Nadie, sin embargo, había podido comprobar lo que referían las leyendas, ya que las altísimas columnas eran desde tiempo inmemorial el hogar de los wamphyri. Pero esto era ayer. Y ahora resultaba que había que comprobar lo que decían las leyendas. Bien, pues se haría.
Cuando Shaithis se disponía a bajar por una escalera medio desmoronada, sus ojos atentos detectaron un movimiento entre los escombros y oyó un gemido ahogado. ¿Había alguien que seguía vivo todavía en las ruinas de su nido de águilas?
Shaithis se abrió paso entre bloques de piedra desperdigados por el suelo y entre restos de huesos y llegó a una maraña de cartílagos relucientes y rocas desmenuzadas por entre los cuales asomaban una mano y un brazo. La mano iba tanteando los alrededores a ciegas y clavaba inútilmente las uñas en la piedra áspera. Procedente de más abajo se oía un lamento semünconsciente.
Durante unos momentos Shaithis se quedó desorientado; de haber sido un señor, o incluso el más bajo de sus lugartenientes, habría conseguido abrirse paso. Por fin, con una sarcástica sonrisa y un ademán de la cabeza, reveló que había comprendido quién era el hombre que se encontraba atrapado.
—¡Karl!
La sonrisa del vampiro desapareció de su rostro con la misma rapidez con que había aparecido.
—Un habitante de los infiernos. ¡Yo tengo que arreglar cuentas con los habitantes de los infiernos!
Apartó los bloques de piedra y masas cartilaginosas extrañamente fusionadas y abriéndose paso en medio de la oscuridad consiguió sacar a Vyotsky. Su trato con el ruso no fue especialmente amable, máxime teniendo en cuenta que Vyotsky tenía las piernas rotas por debajo de las rodillas y que gritaba a más y mejor:
—¡No, no! ¡Oh, Dios… mis piernas!
Shaithis lo movía sin piedad hasta que sus ojos pareció que iba a salírsele de las órbitas.
—¿Tus piernas? —le dijo con voz sibilante—. ¿Tus piernas? Pero, hombre, fíjate en mí.
Dejó a Vyotsky sentado en una piedra plana y dejó caer su capa para que quedara al descubierto su cuerpo maltrecho, al tiempo que se volvía lentamente para que el otro pudiera inspeccionarlo. Pese a que el ruso temblaba de dolor, no pudo por menos de dar un respingo al hacerse cargo de las heridas de Shaithis.
—Sí —asintió Shaithis—, es terrible, ¿verdad?
Pero Vyotsky no dijo nada y continuó sentado donde estaba, muy erguido, apuntalándose en la superficie de la roca con las palmas de las manos. De este modo ejercía una cierta presión en las piernas, que le temblaban como si fueran de gelatina.
—Y ahora, Karl —le dijo Shaithis, mirándolo abiertamente a la cara—, creo recordar una conversación que tuvimos la vez aquella en la que estuvimos a punto de atrapar a tus amigos de la Tierra de los Infiernos, antes de que interviniera el Habitante. ¿Te acuerdas?
Vyotsky no dijo nada y pensó que ojalá pudiera desmayarse en aquel momento, si bien no se atrevía a fingirlo. Sus sufrimientos eran atroces, pero sabía que, si ahora se derrumbaba, lo más probable es que no volviera a despertarse nunca más. Jadeó y cerró los ojos, una nueva oleada de dolor subía por su cuerpo como si sus piernas maltrechas proyectaran una llamarada de fuego.
—¿No lo recuerdas? —dijo Shaithis con fingida sorpresa, al tiempo que levantaba su guantelete, cerraba y abría la mano y desplegaba ante los ojos del ruso, para que pudiera examinarlas detenidamente, las docenas de hojas mortíferas del arma que tenía en ella.
Un solo golpe del guantelete podía desollar totalmente la cara de una persona. Esto era algo que Vyotsky sabía muy bien. O podía rebanarle el cráneo y dejárselo pelado como un huevo.
—Pues bien, yo sí lo recuerdo —prosiguió el vampiro—, y creo recordar que te advertí qué haría contigo si alguna vez tratabas de huir de mi lado. Te dije que te entregaría a mi guerrero favorito, salvo el corazón, que pensaba reservármelo para mí. Seguro que lo recordarás, ¿verdad?
Los ojos de Vyotsky estaban ahora muy abiertos y sus labios temblaban como para ponerse a tono con el desmesurado esfuerzo de sus brazos.
—¡Lástima que ya no tenga ningún guerrero y que no pueda mantener la promesa! —dijo Shaithis—. De lo contrario lo haría, puedes creerme. Claro que nosotros no sabemos que tú estuvieses huyendo. Pero resulta que también recuerdo haberle dicho a Gustan que tenía que llevarte a ti, en su misma montura, cuando fuéramos a saquear el jardín del Habitante. Puede ser que Gustan se olvidara de lo que yo le mandé. Pues sería una verdadera lástima, porque yo deseaba que tú también estuvieras allí, a fin de que pudieras ser testigo de la manera como trataba a aquella mujer, Zek, y a aquel hombre, Jazz. ¿O es que te escondías y esperabas a que nosotros nos fuéramos para tratar de salirte con la tuya?
Vyotsky, como pudo, negó con la cabeza y sólo consiguió articular un leve tartamudeo:
—Yo…, yo…
—¡Sí, claro! —asintió Shaithis, sonriendo de una manera sumamente desagradable—, yo…, yo…
Y mientras la sonrisa desaparecía por segunda vez de su cara, se acercó nuevamente al lugar donde el ruso había quedado atrapado. Esta vez sacó la metralleta de Vyotsky y un saco de cuero que contenía provisiones.
Vyotsky volvió a quejarse en voz alta, cerrando los ojos y balanceando el cuerpo a consecuencia del dolor que lo torturaba. Pero Shaithis se echó a reír, dándose a la vez un palmetazo en el muslo como si acabase de escuchar un chiste que tuviera mucha gracia…, si bien de pronto dejó de reír, avanzó el guantelete y dio con él un zarpazo a las rodillas de Vyotsky. Para Shaithis aquello no pasaba de una caricia y tenía la suavidad de una pluma. Sin embargo, hizo una abertura en los pantalones de combate de Vyotsky y una herida en la rótula de la que manó una buena cantidad de sangre. Vyotsky, en este punto, se desmayó y se derrumbó de lado sobre una piedra, si bien Shaithis lo amparó con el brazo antes de que se hiciera todavía más daño. Entonces…
Sin concederse otra pausa, el vampiro se lo cargó sobre el hombro que tenía en buenas condiciones y se adentró con él en las negras entrañas de sus talleres…
La situación de la zona no era tan mala como Shaithis había supuesto. Aquí y allá se habían desmoronado trozos del techo de piedra y cartílagos y algunas de las cosas protoplasmáticas que había en sus profundos pozos habían quedado encerradas en su interior, con lo que sus gritos insensatos quedaban amortiguados por masas de piedras desprendidas. Por lo demás, todo estaba en orden. Las tinas más grandes estaban intactas y la nueva montura de Shaithis estaba incólume. Al verlo, se puso a gimotear, doblando hacia él su cabeza destellante, acorazada y en forma de espátula. A no tardar, los líquidos de la tina serían absorbidos por aquella criatura y su piel se transformaría en cuero membranoso. Después ya podría realizar un vuelo de prueba y Shaithis estaría en condiciones de emprender su gran viaje hacia el norte.
Antes de esto, sin embargo, todavía le quedaba una labor que realizar, un acto final de venganza que debía cumplirse en aquel lugar. Ya había dicho al habitante de los infiernos Karl Vyotsky que sus guerreros habían muerto todos. Bien, ésta era la verdad, aunque esto no quería decir que no estuviera en condiciones de fabricarse uno. De hecho, la creación de guerreros y otras bestias era un arte de los wamphyri y era evidente que Shaithis era un gran artista en este campo. Además, disponía de los materiales necesarios. ¡Este sería el guerrero!
En un experimento reciente, Shaithis había creado una pequeña criatura que poseía una astucia tan primitiva y una vileza tan insidiosa que su creación incluso lo sorprendía a él mismo. Aquella cosa estaba gobernada —suponiendo que gobernar sea la palabra apropiada— por la minúscula mente de un troglodita sometida a ciertas alteraciones sutiles, mientras que su componente físico principal no había sido la carne humana sino la de criaturas salvajes. Habían intervenido en gran medida los tejidos de un gran murciélago y de un lobo salvaje, así como la carne protoplasmática del pozo de Shaithis. Pero aquel ser se había escapado por dos veces, cosa que lo indujo a retirarlo y a eliminarlo.
En efecto, no habría sido prudente dejarlo vivir, por lo menos aquí, ni arriesgarse tampoco a que los demás wamphyri aprendieran de él, ya que mientras la Naturaleza ofrecía a menudo a las criaturas salvajes un huevo de vampiro, por lo general se consideraba impropio que los wamphyri realizasen este tipo de experimentos.
Y en cambio esto es lo que había hecho precisamente Shaithis. Despreciado por un señor de segundo plano, lo desafió y lo mató, con lo que obtuvo el derecho a quemar sus restos. Pero en lugar de eso llevó su cuerpo a su taller, le extrajo el vampiro que llevaba dentro y trasplantó el huevo a la criatura que había creado él. Sin embargo, al comprobar que aquel ser era incontrolable, lo obligó a atravesar la Puerta. Le había parecido una gran proeza el que aquel ser creado por él se llevara a la Tierra de los Infiernos el sello infernal que él le había puesto.
Pero todo esto había ocurrido antes de que él pudiera comprobar hasta qué punto era infernal la Tierra de los Infiernos. Shaithis ahora apenas dudaba de que todos sus males tuvieran su origen en aquel lugar desconocido situado al otro lado de la deslumbrante puerta-esfera. ¡Si hasta el propio Habitante procedía de aquel sitio! Ésta era la razón de que ahora se dispusiera a crear al GUERRERO de todos los guerreros. ¿Y quién habría podido asegurarlo? Tal vez incluso podía ser el último de los guerreros. Quizá, entonces, cuando vieran lo que él les había enviado, a lo mejor los brujos del otro mundo se lo pensaran dos veces antes de hacer que sus mercenarios se aventurasen a venir a este mundo.
Mientras iba pensando todas estas cosas, Shaithis arrojó el fláccido cuerpo de Karl Vyotsky sobre la gran losa de piedra que era su banco de trabajo, después fue a buscar los demás ingredientes que le permitirían realizar su labor y ciertos instrumentos con los que podría amalgamarlos…
Se trataba de una labor muy entretenida; se levantó el sol y se volvió a marchar y ya estaba empezando un nuevo período sin sol. Por fin Shaithis terminó su trabajo. Contempló con cierta satisfacción la cosa que iba ondeando y emitiendo siseos y se iba formando dentro de una enorme tina, paseándose de un extremo a otro de la misma y admirando la rápida formación del mortal despliegue de armas. Después implantó dentro de su mente rudimentaria y primitiva los mandos que harían que en su vida existiera una sola finalidad, un único objetivo, y dejó que se valiera por sí misma. Al emerger de allí dentro de unos momentos, el guerrero descubriría las cosas que había en el pozo, las devoraría y encontraría el camino para salir de él. Es posible que la salida fuera muy exigua, pero Shaithis no dudaba de que aquel guerrero podría hacerla más grande.
Entretanto puso a prueba la bestia voladora y pudo comprobar que era mejor que ninguna de las que había poseído antes, es decir, un corcel apropiado para el largo viaje que quería emprender. Sin embargo, Shaithis quería antes que nada contemplar una vez más el rostro de la madre de todas las traiciones: las hermosas facciones de lady Karen. Salió volando en dirección al nido de águilas de ésta y, sin hostilidad alguna, comenzó a dar vueltas a su alrededor, llamándola a la manera de los wamphyri hasta que hizo que se asomara a una ventana.
—Así que, Karen —le gritó, levantando una oleada de viento—, tú eres la última. ¿O tal vez la primera? En realidad, no importa demasiado, porque todos estamos perdidos por culpa tuya.
—Shaithis —respondió—, de todos los grandes wamphyri embusteros tú eres el más grande. ¡Hasta te mientes a ti mismo! Me echas la culpa de todas tus desgracias o echas la culpa a quien a ti se te antoja, cuando sabes en realidad que tú eres el único culpable de que los wamphyri hayan tenido ese final. De todos modos, ¿qué te importan los demás? ¡Nada! Lo único que a ti te importa es lord Shaithis.
—¡Ah, qué criatura más fría y más cruel eres, Karen! —dijo moviendo la cabeza y reprendiéndola a través del abismo de aire.
—Exacto —respondió—. ¿Te figuras que yo no conocía los planes que tenías conmigo? La verdad es que tú me subvalorabas, Shaithis. Me subvalorabas a mí, al Habitante, a todo. Estabas tan envanecido con tus proyectos y tenías tal ansia de dominio, que te figurabas que eras invencible. Ahora vemos que estabas completamente equivocado.
Se acercó un poco más y en su cara, curada ya en parte, se reflejó toda la enorme furia que llevaba dentro. Pero entonces ella lo puso en guardia:
—¡Cuidado, Shaithis! Dispongo de un guerrero. No me costaría ni un segundo lanzarlo sobre ti.
Él retrocedió.
—¡Vaya, si ya lo he visto! ¿A eso le llamas tú un guerrero? Dudo que se encontrase a mi altura si yo estuviese completo. Y algún día lo estaré.
—¿Estás en situación de amenazar?
Shaithis la miró fijamente y de pronto vio aparecer un segundo rostro en la ventana.
—¡Ah, ya veo que te las has arreglado para buscarte un compañero! —dijo—. Un amante para que te acompañe en la soledad que te espera, ¿verdad? Pero a ése no lo conozco. Dime, ¿quién es?
—Tengo boca y sé hablar —respondió Harry Keogh—. Yo soy un habitante de los infiernos, Shaithis, el padre de aquel que vosotros llamáis el Habitante.
Shaithis jadeó ruidosamente y se hizo más atrás. Sin embargo, su valor no tardó en volver. Por lo que sabía del Habitante y de los suyos, si tuvieran tanto interés en que estuviera muerto, a esas horas ya lo estaría. Tal vez estaban satisfechos con lo que habían conseguido.
La curiosidad lo dominó y Shaithis acercó un poco más la bestia en la que iba montado.
—Dime sólo una sola —le preguntó—, ¿a qué has venido aquí? ¿A destruir a los wamphyri?
Harry negó con la cabeza.
—Las cosas han salido así y nada más. —Después, acordándose de una promesa que había hecho, dijo—: Quizá sería mejor que me preguntases quién me ha enviado.
Shaithis asintió:
—Dilo, pues.
—Alguien que se llama Belos —dijo Harry— y que me dijo: «Diles que te envía Belos».
Aquello no significaba nada para Shaithis, que nunca había sido gran cosa para estudiar las historias y las leyendas. Frunció el entrecejo, se encogió de hombros y, desviando la bestia en la que montaba, se dirigió hacia el norte. Los vientos trajeron los ecos de su última palabra:
—¡Adiós!
Pero ellos sabían que esa palabra no tenía ningún sentido para él…
Chingiz Khuv, acompañado de dos de sus hombres de la KGB, se encaminaba al Centro de Control del Protector de Fallos. Eran las dos de la madrugada y el turno de Khuv duraría seis horas, después de las cuales sería relevado por el siguiente oficial de servicio encargado del protector de fallos. Eran las primeras horas de la mañana, si bien aquí en el Projekt el tiempo no contaba demasiado, salvo porque se agotaba rápidamente: para Khuv, para su pelotón de mando y quizás incluso para el propio Projekt.
Éstas eran las cosas en las que pensaba Khuv mientras recorría los corredores de acero y goma con los hombres a sus flancos. Uno de ellos iba armado con una metralleta y el otro llevaba un lanzallamas. Khuv, por su parte, sólo llevaba su pistola automática, aunque sin el seguro puesto, en la pistolera.
Khuv estaba pensando qué eran ocho días, ocho días que ahora le parecían un infierno. Mañana no tenía obligaciones de carácter oficial y podría descansar, pero el día siguiente… sería el señalado para que él y su pelotón atravesasen la Puerta. Esto de por sí —los preparativos, las preocupaciones por lo que le esperaba al otro lado— ya era suficientemente inquietante, pero las treinta y seis horas entre esos momentos también estarían marcadas por el hecho importante de conservar la vida.
El Perchorsk Projekt había sido siempre un lugar tétrico: sus niveles del magma siempre habían sido algo fantasmagórico, lugares que hacían revivir el pánico del accidente ocurrido en sus orígenes y siempre persistía el miedo de nuevas incursiones dantescas que pudiesen producirse a través de la Puerta. Pero, por lo menos, el horror latente del magma se había convertido en algo familiar y los peligros de la Puerta eran conocidos y apreciados. Ahora, sin embargo, lo totalmente desconocido había entrado en escena y en el Projekt había algo o alguien que andaba suelto y que atacaba para desaparecer después sin dejar rastro… y que además hasta ahora parecía invulnerable. No se trataba simplemente de pararle los pies, sino que lo primero que había que hacer era encontrarlo: desde la noche del triple asesinato las cosas habían ido de mal en peor.
Ahora, para cualquier persona forastera que entrase en Perchorsk por primera vez, el lugar era el reino de la locura absoluta. La salida principal estaba custodiada día y noche por media docena de hombres provistos de una amplia variedad de armas; la gente ya no iba sola de un sitio a otro, sino que se movía por parejas o de tres en tres; todos los rostros reflejaban una gran ansiedad, los ojos aparecían hundidos e inyectados en sangre y las expresiones eran taciturnas; todo el mundo era sensible al más pequeño ruido, que provocaba violentos e injustificados sobresaltos. En Perchorsk se había instalado el terror y no parecía haber manera de librarse de él.
Se había iniciado con las muertes de los hombres de la KGB Rublev y Roborov y el detector psíquico Leo Grenzel. ¡Sólo Dios sabía dónde terminaría todo aquello! Khuv volvió a pensar en toda la cadena de asesinatos ocurridos desde aquellos tres primeros.
El siguiente había sido un técnico de laboratorio, durante una avería eléctrica ocurrida a altas horas de la noche mientras estaba ordenando el laboratorio. Algo había penetrado en él en la oscuridad, le aplastó la tráquea dejándosela convertida en pulpa y le machacó la cara y la frente de un violento golpe. Era como si sobre él se hubiera abalanzado un gigantesco bulldog. Agursky era de la opinión de que debía de tratarse de algún loco armado con un instrumento contundente, posiblemente una prensa eléctrica procedente de los talleres.
A continuación le tocó el turno a un par de soldados que estaban libres de servicio y que, al abandonar el núcleo de la instalación y pasar a través de los niveles del magma, se habían encontrado con algo contra lo cual habían tenido que disparar. Los disparos habían sido perfectamente audibles, por supuesto, pero acto seguido se descubrieron los cadáveres de los dos soldados. Estaban degollados y sus cuerpos habían sido introducidos en uno de los agujeros del magma. Un examen previo reveló que debajo de la gran cantidad de escombros se habían roto muchos huesos y dislocado columnas vertebrales.
Después, en la penúltima noche, uno de los cuatro hombres que le quedaban a Khuv de la KGB desapareció y todavía no había sido localizado y ahora hacía justamente tres horas…
Éste había sido uno de los peores. El cuerpo de Klara Orlova, una física teórica que trabajaba en estrecha colaboración con el equipo de científicos de Luchov, había sido encontrado en uno de los pozos de ventilación que colgaban boca abajo de los cables de las poleas. También había sido degollada. Y al igual que en muchos de los demás casos, había muy poca sangre alrededor.
Khuv acababa de llegar al escenario de los hechos cuando fue solicitada su presencia inmediata en la habitación de Paul Savinkov, encargado de ejercer sus dotes telepáticas. La puerta, una hoja de madera ligera revestida de una fina plancha metálica, presentaba un agujero del tamaño de un puño y colgaba medio desprendida de sus goznes. Dentro de la habitación se encontraba Savinkov, hecho un ovillo en un rincón, igual que una muñeca rota. Pese a que la fractura de sus huesos debía de haber resonado igual que una serie de tiros, al parecer nadie había oído nada.
Sin embargo, por lo menos esta vez se había podido comprobar que el asesino era taimado a la vez que extraordinariamente fuerte y brutal. El cable del teléfono de Savinkov había sido cortado en la zona del pasillo. El asesino había querido asegurarse de que estaría incapacitado de pedir ayuda, lo que parecía probar la teoría de Vasily Agursky que decía que los asesinatos tenían que ser obra de un loco fuerte y astuto o, en cualquier caso, de un ser humano.
Ahora, sin embargo, era hora de que Khuv se preparase para desempeñar sus deberes en el Centro de Control del Protector de Fallos. Había dejado a Gustav Litve encargado de los nuevos casos y se fue a cambiar la ropa para el largo turno que le esperaba, turno que estaba a punto de comenzar en aquel momento.
Cuando ya se acercaban al Centro de Control del Protector de Fallos, Khuv y sus hombres oyeron unas pisadas tras ellos y, al volverse para ver de quién se trataba, vieron a Gustav Litve que llegaba corriendo. Con el rostro totalmente lívido, agitaba en la mano una hoja de papel, que tendió a Khuv.
—Camarada comandante —jadeó, acercándose un poco más—. ¡Ahí tienes! La he encontrado escondida en el respaldo del asiento de Savinkov.
La hoja de papel estaba un poco arrugada, por lo que Khuv la alisó poniéndola plana en la pared y observó las líneas temblorosas que figuraban en ella escritas a lápiz y que decían:
«He estado estudiando a todos los miembros del personal uno por uno. Ya lo habría hecho antes, pero Andrei Roborov lo había visto con sus propios ojos y lo que vio no era un ser humano. Así es que pensé que debía de tratarse de algo que había llegado aquí a través de la Puerta, algo que había pasado sin ser advertido. Pero después pensé: ¿cómo es posible que con todos los "espers" que tenemos no podamos localizar al intruso? A lo mejor es porque se protege psíquicamente o porque se esconde detrás de sus propias pantallas mentales. Sin embargo, si era capaz de hacer una cosa así, quería decir que yo podía detectar las protecciones que él utilizaba. Grenzel habría estado orgulloso de mí, porque yo lo había encontrado. Él lo habría hecho mejor que yo, por supuesto, y ésta es la razón de que le hubieran parado los pies. ¿Qué cómo lo conseguí? Encontré una zona donde no había lecturas telepáticas y donde existía una poderosa interferencia psíquica: el depósito de cadáveres. Quise asegurarme para no fallar y descubrí que me había equivocado. Pero después tuve el mismo tipo de lectura en la zona de alojamiento, en la parte de los científicos. Fui estrechando el cerco. ¡Es Agursky! Guarda los cadáveres en el depósito. Debía de encontrarse allí la primera vez que hice la comprobación en el depósito y estaba en su habitación hace unos pocos minutos, porque he ido a comprobarlo. He tratado de ponerme en contacto con su mente… y me parece que me ha reconocido. Podéis tener la seguridad absoluta de que es lo que vio Roborov. Tengo el teléfono estropeado. Me parece que hay alguien fuera, porque se escucha…»
La nota había quedado interrumpida en este punto. Khuv volvió a leerla con los ojos muy abiertos, esta vez saltándose algunas palabras. Captaba el sentido sólo en parte, pero sentía que se le erizaba el vello de la espalda, que la sangre que corría por sus venas se transformaba en hielo, pero se obligó a saltar en dirección a la pesada puerta de metal del protector de seguridad, que golpeó con fuerza al tiempo que gritaba:
—¡Viktor, abre la puerta, por el amor de Dios!
El director Luchov estaba de servicio. Con los ojos enrojecidos se acercó a la puerta y la abrió, pero retrocedió aturdido cuando Khuv irrumpió en ella.
—En nombre de…, ¿qué pasa?
—¡Lee esto! —dijo Khuv tendiéndole la nota de Savinkov—. Parece la declaración de uno que sabe que va a morir. Las cosas están empezando a reconstruirse y a adquirir un monstruoso sentido. Da la impresión de que Savinkov dice que existe una conexión entre Vasily Agursky y esa cosa que tenía metida en el recipiente. Todavía no sé de qué se trata, pero me he propuesto descubrirlo. Y, ahora, escucha, Viktor: da las órdenes por teléfono. ¡Nada de alarmas, porque lo pondrían inmediatamente en guardia! Quiero que todo el mundo se ponga a buscar a Agursky. ¡Dios mío!, si es que hace semanas que me había dado cuenta que le estaba sucediendo algo raro…, desde…, desde…
Luchov clavó en él los ojos y dijo:
—¿Desde que estuvo enfermo? ¿Cuándo lo encontraron en la habitación donde se guardaba la cosa? ¡Pobre Vasily, y a mí que siempre me había parecido un hombre inofensivo!
—Pues bien, de inofensivo ahora no tiene nada —le espetó Khuv—. Lo que hay que hacer ahora es encontrarlo. Da la orden enseguida: si alguien lo localiza, lo primero que tiene que hacer es retenerlo de la manera que sea. Y en caso de que no puedan sujetarlo, habrá que matarlo… igualmente, de la manera que sea.
Hizo salir a sus hombres de la habitación y llamó por encima del hombro.
—¡Qué se formen grupos de tres, Viktor! Sobre todo que no se enfrente con él ningún hombre solo.
El depósito de cadáveres estaba situado fuera del gran corredor que formaba el perímetro por encima de los niveles del magma. Durante un tiempo se habían instalado en él a las víctimas del incidente de Perchorsk y también había servido de almacén para guardar cosas a baja temperatura, pero ahora volvía a ser utilizado como depósito de cadáveres. Agursky era el único que disponía de llave. Camino del lugar, Khuv y Litve se separaron de los otros dos hombres de la KGB; Litve se apoderó de uno de los lanzallamas del Projekt, colgado de una abrazadera en la pared, en tanto que el comandante se equipaba con una metralleta roma, que había arrebatado a un soldado que se la cedía de mala gana. Se dirigieron al laboratorio de Agursky y lo encontraron cerrado con llave y con la luz encendida, lo que indicaba que no había nadie. Lo mismo ocurrió en la habitación de Agursky, que Khuv abrió con una llave maestra. Agursky podía encontrarse en cualquier sitio del complejo, pero también tenían que examinar el depósito. Todos los cadáveres de los asesinatos estaban allí abajo, en hielo, donde se suponía que Agursky los había examinado.
Al núcleo no había llegado la voz de que estaba buscándose al hombre y los niveles del magma estaban tan silenciosos como siempre. Khuv y Litve echaron una ojeada abajo, hasta donde llegaban las luces y donde las paredes, cubiertas de galerías que parecían hechas por gusanos, adquirían extrañas formas, antes de girar por el breve pasillo recto que penetraba la sólida roca y terminaba en la puerta del depósito de cadáveres. Estaba cerrada con llave, pero no era una puerta de seguridad; las llaves de Khuv la abrieron. Tras abrir la hoja de par en par, penetraron en el interior y Litve encendió las luces. Sin embargo, éstas no funcionaron. Del techo bajo habían desaparecido todas las bombillas de sus casquillos.
Desde el pasillo llegaba un poco de luz. Khuv y Litve se quedaron junto a la puerta abierta, se miraron mutuamente y a continuación echaron una ojeada a las mesas que estaban arrimadas a la pared y a las cajas largas y estrechas colocadas sobre las mismas. Desde la parte trasera de la maquinaria instalada en el depósito llegaba un sonido lento y regular, como de respiración, que proyectaba aire frío que circulaba por la sala. Aparte de esto no se oía ningún otro sonido, no se veía ningún movimiento. Aquella habitación era un frigorífico gigante.
Litve cebó el lanzallamas y encendió la luz piloto, cuya luz azulada y vacilante proyectó las sombras hacia atrás.
—Comandante —dijo Litve con voz nerviosa que despertó ecos dormidos en la sala—, aquí no se esconde nadie. Ya podemos irnos.
Khuv apretó los codos contra el cuerpo, que se vio sacudido por un ligero temblor. Acto seguido se sopló la palma de la mano que tenía libre.
—Perfectamente —dijo—, pero no tengas tanta prisa.
Se dio lentamente la vuelta y se quedó un momento parado observando su aliento, que parecía formar un penacho de humo en el aire. A continuación pareció tranquilizarse un poquito.
—De acuerdo, iremos a… —y de nuevo calló y pareció que escuchaba con gran atención.
Al cabo de un instante preguntó:
—¿Has oído algo?
Litve se puso a escuchar y negó con la cabeza.
—Lo único que oigo es el bombeo de la maquinaria.
Khuv se dirigió a los ataúdes provisionales que estaban arrimados a la pared.
—Ya que estamos aquí —dijo— creo que sería una buena idea ver qué ha estado haciendo Vasily Agursky. Tú no lo conoces tan bien como yo.
Volvió a temblar, pero esta vez no de frío.
—Hace cosas extrañas con los muertos.
Con Litve a su lado, observó el interior del primer ataúd. En él yacía Klara Orlova, blanca como un cirio y totalmente desnuda. El corte que le abría la garganta de oreja a oreja parecía un pañuelo de terciopelo negro. Hasta resultaba erótico puesto en el cuello de una mujer… sólo que uno sabía que no era un pañuelo, sino una herida mortal.
Los dos hombres pasaron al ataúd siguiente. La cara retorcida de un soldado, que parecía proferir un silencioso grito, los contempló con fijeza. Khuv pensó que por lo menos habrían podido cerrarle los ojos.
El siguiente ataúd estaba vacío y, mientras Khuv seguía su inspección, Litve atravesó rápidamente la habitación y se dirigió a un ataúd colocado sobre una mesa aparte. Tenía la tapadera encima, pero mal ajustada, y Litve la colocó correctamente. Al lado de la sala donde se encontraba Khuv el ataúd siguiente contenía el segundo soldado, cuya cara estaba totalmente desfigurada, totalmente irreconocible. Todavía quedaban dos ataúdes más. Khuv prosiguió y…
Litve, desde el otro lado de la habitación, dijo con voz ahogada:
—¡Erich!
—¿Cómo? —dijo Khuv, que se acercó a grandes pasos hasta donde él estaba.
Litve parecía paralizado por el horror, pero razón no le faltaba, el hombre que estaba en el ataúd era Erich Bildarev, el desaparecido agente de la KGB. Estaba desnudo y, por supuesto, muerto. Tenía hundidas las costillas del costado del corazón, como si su cuerpo hubiera quedado atrapado en una trampa de osos. Khuv agarró a Litve por el brazo, más para buscar un apoyo que por otro motivo. Sentía que se le había acelerado la respiración, que formaba como un penacho de humo. Por fin consiguió decir con voz entrecortada:
—Ésta es la última prueba que necesitábamos. Savinkov tenía razón: Agursky es la persona que buscamos.
A continuación, desde el otro lado de la habitación, alguien… o algo, exclamó:
—¡Ahhh!
—¡Dios mío! —gritó Litve, agachándose y moviéndose de un lado a otro como buscando a alguien en la habitación.
Khuv también se movió, inquieto, con los ojos desorbitados, tratando de penetrar la oscuridad. Todavía quedaban dos ataúdes para inspeccionar. Pero mientras los dos hombres se acercaban y miraban fijamente, advirtieron un cierto movimiento y el tenue vapor de la respiración que se levantaba del primer ataúd y, al cabo de un momento, del segundo. En ese instante Andrei Roborov y Nikolai Rublev se sentaron en sus ataúdes y clavaron sus ojos en los dos hombres.
Sus heridas, visibles incluso a pesar de la poca luz, demostraban que aquello era imposible… y, sin embargo, no lo era. A Rublev le faltaba toda la mejilla izquierda, por lo que el ojo izquierdo miraba desde la órbita ósea, mientras que el cadavérico cráneo de Roborov rezumaba pus y otros jugos del cerebro, que resbalaban por sus lívidas mejillas con la consistencia de la cera derretida. Sentados en sus ataúdes, tenían en ellos clavados los ojos y, finalmente, les sonrieron… con los colmillos superiores curvados sobre el labio inferior.
Khuv intentó articular un: «¡Oh, Dios mío!», pero la lengua parecía habérsele pegado en el velo del paladar. Los ojos de los hombres muertos…, mejor dicho, de los cadáveres de los hombres no muertos eran pozos de azufre candente con cráteres de sangre y continuaban sonriendo.
—¡Quémalos! —consiguió decir por fin Khuv—. ¡Rápido, quémalos de una vez!
—¿Qué? —dijo una voz conocida, una voz taimada que hablaba desde la puerta—. Si dices esto es porque debes de figurarte que ese lanzallamas no es ninguno de los muchos que yo he vaciado, ¿verdad?
Miraron hacia el lugar del que procedía aquella voz y vieron a Vasily Agursky que volvía al pasillo y cerraba la puerta con llave. Oyeron cómo giraba la llave en la cerradura.
—Agursky, ¡espera! —gritó Khuv.
—¡Oh, no, comandante! —llegó la voz débil a través de la puerta—. Tú me has encontrado y no hay por qué esperar.
Y después oyeron sus pisadas que se perdían rápidamente.
Entretanto Roborov y Rublev salieron de sus ataúdes. Khuv, que los vio, corrió hacia la puerta. Sorprendido al comprobar que sus piernas le obedecían, creyó que lo mismo ocurriría con sus manos. Inmediatamente se sacó las llaves que guardaba en el bolsillo y trató de distinguir la adecuada por el tacto.
En la puerta, mientras seguía manipulando el manojo de llaves, volvió la vista atrás. Los dos muertos (ahora, por vez primera, se le ocurrió pensar que eran vampiros) avanzaban hacia Litve con las manos tendidas en dirección hacia él. Khuv gritó con voz ronca:
—Pero ¿qué estás esperando, idiota? ¡Quémalos! ¡Quema a esos asquerosos!
Litve pareció salir del trance en que se encontraba, apuntó con el arma y apretó el gatillo. ¡Nada! El lanzallamas emitió un pitido y nada más. La luz piloto estaba oscilando.
—¡Jesús! —gritó Litve al tiempo que se echaba al suelo y hacía un regateo con el cuerpo cuando Roborov ya iba a cogerlo.
Khuv ya había probado la mitad de las llaves. En medio de aquella oscuridad casi total no podía darse cuenta de cuál era la llave que buscaba. Sacó del llavero las que ya había probado y las arrojó al suelo. Litve se agarró a él y gritaba con voz entrecortada:
—¡Abre la puerta! ¡Por el amor de Dios, abre la puerta!
Khuv lo apartó de un empujón y le arrojó las llaves que le quedaban.
—¡Abre tú! —le gritó.
Preparó la metralleta, la dirigió hacia los vampiros, mientras éstos iban acercándose a pasos muy cortos, surgiendo lentamente de las sombras del depósito de cadáveres. La sonrisa de Roborov era maliciosa cuando dijo:
—¿Qué pasa, camarada comandante? Me parece que ésta es la primera vez que te veo verdaderamente apurado. ¿Qué mosca te ha picado?
—¡Atrás! —gritó Khuv con voz chillona.
—¿Atrás? —repitió Rublev, como imitándolo—. ¿Es que lo hemos ofendido, comandante? Pues sí que lo siento…
Ya casi los tenía al alcance de la mano y entretanto Litve seguía diciendo palabras incoherentes y lanzando imprecaciones al tiempo que continuaba buscando la llave adecuada. Khuv disparó, una ensordecedora muestra de ruidos que levantó ecos en aquel reducido espacio. Apretó el gatillo del arma y lo mantuvo apretado hasta que el olor de la pólvora comenzó a causarle picazón en los ojos y se le agarró a la garganta. Lo soltó y, mientras el humo se iba disipando, entrevió que aquella lluvia de plomo los había alcanzado y proyectado en medio de la sala. Allí estaban, tumbados en el suelo en medio de profundos gemidos aunque, por increíble que pudiera parecer, porfiando por levantarse de nuevo.
Litve, con un jadeo de alivio, comprobó que la llave que estaba probando giraba en la cerradura. Abrió la puerta de un empujón y salió dando tumbos al exterior, seguido de Khuv, que venía pisándole los talones. El comandante, al salir, se agachó para recoger el arma que Litve había abandonado. Éste cerró la puerta con llave y los dos se inclinaron sobre el arma. Khuv con el entrecejo fruncido mientras comprobaba el lanzallamas.
—Por el peso se diría que está cargado —dijo—. ¿Cómo? —exclamó señalando con un dedo tembloroso la palanca de la mixtura en la caja del arma—. ¡Mira! Le dabas demasiado aire y no la suficiente mezcla. ¡Imbécil!
Ajustó la palanca, apuntó el arma en dirección al pasillo y disparó. Inmediatamente salió un haz de llamas acompañado de un rugido, blanco en el núcleo y con la punta de un azul deslumbrante a medida que iba afinándose. Apagando la llama, dijo:
—Ahora abre esa puerta.
Litve abrió la puerta cerrada con llave, le pegó un puntapié y se echó para atrás. Roborov y Rublev estaban de pie y seguían avanzando. Detrás de ellos estaban también los soldados, que habían salido de sus ataúdes. Khuv no aguardó a que se produjeran nuevos acontecimientos y convirtió a los cuatro en antorchas chirriantes que lanzaban espantosos gritos y se pusieron a arder hasta caer derrumbadas, fundidas con todo un borboteo, un montón hediondo e informe de carne desintegrada. Después, cuando Litve volvió a cerrar la puerta, se dio media vuelta y luchó unos momentos para conservar el control, luchó desesperadamente para no derrumbarse y caer desmayado.
—Grenzel no estaba —dijo Litve, comentario que distrajo a Khuv.
—Es verdad —dijo con voz ahogada, tapándose la boca con una mano—. Lo que quiere decir que hay dos que andan sueltos.
—¿Dónde vamos ahora?
Litve ya había vuelto a ser dueño de sí mismo y ahora que se habían librado de aquel horror inmediato, la mente de Khuv se volvió a poner en movimiento y a trabajar con la eficiencia de costumbre. Quizás incluso con eficiencia excesiva. La mandíbula inferior se abrió desmesuradamente mientras agarraba el brazo de Litve, después de lo cual lo soltó y echó a correr por el pasillo excavado en la roca.
—¿Dónde? —le gritó—. ¿Adónde irías tú si fueras Agursky o Grenzel? ¿Qué harías?
—¿Cómo? —dijo Litve echando a correr tras él.
—Sabemos qué son —exclamó Khuv— y él sabe que lo quemaremos si se nos pone a tiro. No puede permitir que ninguno de nosotros siga con vida. No puede ir más que a un sitio.
Naturalmente: al Centro de Control del Protector de Fallos.