Taschenka - La búsqueda de Harry - Empieza el recorrido
Taschenka «Tassi» Kirescu tenía diecinueve años, era bajita y delgada, no tenía ideas políticas de ningún tipo y estaba muy asustada.
Tenía la piel un poco mas oscura que el resto de la familia, los ojos grandes y ligeramente inclinados en un rostro ovalado, el pelo negro y brillante, en consonancia con sus ojos, peinado en trenzas. El padre de Tassi, Kazimir, al que no había vuelto a ver desde la noche en que fueron detenidos, solía decir en broma que su hija era un caso de atavismo.
—Tienes sangre mongola, hija mía —le había dicho con los ojos brillantes—, sangre de los grandes Khans que estuvieron por aquí hace cientos de años. O eso… o es que no conozco a tu madre tan bien como me figuro.
Después de esas palabras, Anna, la madre de Tassi, se ponía a despotricar contra su marido y, furiosa, le arrojaba lo primero que encontraba a mano.
Esto, por supuesto, ocurría en los buenos tiempos, que aunque sólo se remontaban a unas pocas semanas atrás, ahora parecía que estaban a una distancia de siglos.
Tassi no sabía nada de las verdaderas razones que habían llevado a Mijaíl Simonov a Yelizinka, al pie de los Urales. Lo único que había oído decir era que aquel muchacho venía de una ciudad y que no se había portado demasiado bien en su vida, que siempre había estado metiéndose en líos, y que por eso, como castigo, lo enviaban a hacer de leñador, para que aprendiera y se volviera un poco más formal y se le enfriaran los ánimos. Bueno, en lo que a esto último se refiere, difícilmente se habría podido encontrar otro lugar más fresco que Yelizinka, especialmente en invierno. Sin embargo, a Tassi no le parecía que la sangre de Mijaíl se hubiera enfriado demasiado durante su estancia en Yelizinka. En efecto, no tardaron mucho en hacerse novios, aunque de una manera un tanto extraña. Extraña porque él siempre había tenido interés en puntualizar que lo que había entre los dos no podía durar demasiado y que, por tanto, no era conveniente que se enamorasen y, aunque parezca extraño, también ella pensaba exactamente lo mismo. Él se quedaría un tiempo, haría lo que tuviese que hacer y después se marcharía, probablemente a Moscú, mientras que ella se buscaría un marido entre los muchachos de la comunidad de leñadores.
La chica se había sentido atraída por la soledad que había visto en él, así como por aquella tensión contradictoria que había percibido bajo su apariencia. Él, por su parte, en un momento de abandono y de ensueño, le había dicho que ella era la única cosa real de su vida y que a veces tenía la impresión de que todo el mundo e incluso el puesto que ahora mismo ella ocupaba en su vida no eran sino una enorme fantasía. Ahora acababan de decir a la chica que él no era otra cosa que un espía extranjero, cosa que a Tassi le parecía la más grande de todas las fantasías posibles… o así se lo había parecido al primer momento. Pero esto había sido antes de que se la llevaran al Perchorsk Projekt.
Desde entonces… todo se había convertido en una auténtica fantasía, en una historia de horror, en una pesadilla vivida con los ojos abiertos.
Su padre había sido encerrado en una celda contigua a la suya, cosa que había permitido que supiese que había sido torturado en innumerables ocasiones. Lo había oído a través de las paredes de acero que los separaban: sus jadeos roncos y aterrados, el ruido seco de los golpes, sus gritos angustiados solicitando piedad. Pero de éstos había habido pocos. Después, de eso hacía tres días, había habido una sesión especialmente mala, durante la cual en el momento culminante el viejo chilló… y súbitamente dejó de oírse su voz. A partir de entonces Tassi ya no volvió a saber más de él.
Le resultaba insoportable imaginar lo que podía haberle ocurrido, y sus esperanzas se centraban en que aquel silencio pudiera significar que su padre estaba ahora en el hospital, internado en algún hospital recuperándose. Esperaba ardientemente que así fuera.
El interrogatorio al que la había sometido el comandante Khuv había sido casi igualmente espantoso. El comandante de la KGB en ningún momento le puso la mano encima, pero la chica abrigaba la sospecha de que, si lo hubiera hecho, habría sido terrible para ella. Lo más descorazonador es que ella no tenía nada que decirles, no sabía qué podía decirles. De haber tenido algo que contar, el miedo se lo habría hecho decir o, si no el miedo, el deseo de que dejasen de atormentar a su padre.
Pero después siguió lo de aquella bestia de Vyotsky. Más que miedo, aquel hombre le daba horror. Y además había podido darse cuenta, el instinto se lo decía, de que él disfrutaba con su horror, como esos seres repugnantes que se alimentan de carroña. En aquella ocasión en que fue fotografiada desnuda junto a él, el aspecto sexual de la situación fue lo de menos. En realidad, había una segunda intención: humillarla, atacar su vulnerabilidad, hacerla llegar a los niveles más bajos y, al mismo tiempo, demostrarle el poder del torturador. Hacerle ver que podía desnudarla, contemplarla y tocar su cuerpo… y que ella era incapaz de levantar un dedo para impedírselo. Pero también había servido para ayudarlo en la tortura mental de alguien más. El sádico Vyotsky le dijo que las fotografías se hacían para «deleite» del espía británico Michael Simmons, a quien ella había conocido como Mijaíl Simonov, porque querían sacarlo de sus casillas. Era una idea que encantaba a Vyotsky.
—Se considera una persona muy equilibrada —le había dicho Vyotsky—; si esto no le saca de quicio, no habrá ya nada que pueda inmutarlo.
Aquella bestia de la KGB estaba completamente loco, de eso Tassi estaba absolutamente segura. Aunque ahora hacía bastante tiempo que no la visitaba para someterla a sus tormentos, cada vez que la chica oía que alguien se acercaba a la puerta de su celda, se le helaba la sangre en las venas. Y si las pisadas dejaban de oírse en la puerta, su respiración se convertía en jadeo y su pobre corazón comenzaba a palpitar mucho más aprisa.
Hacía un momento que se había puesto a palpitar de aquella manera, si bien en esta ocasión el visitante no era otro que el superior de Vyotsky, el comandante Khuv.
¡No era más que el comandante Khuv! Esto era lo que pensó Tassi cuando el cortés oficial de la KGB entró en su celda. Aquel hombre no la inquietaba excesivamente. Sin embargo, ya no se las prometió tan felices cuando esposó la muñeca de la chica a la suya y le dijo:
—Taschenka, querida, quiero enseñarte una cosa. Creo que es algo que debes ver antes de que vuelva a interrogarte con mayor detenimiento. Muy pronto sabrás por qué.
Tropezando detrás de él, Tassi no hizo el más mínimo esfuerzo para tratar de adivinar adonde la llevaba. Ella era una campesina y para ella el Projekt no era más que una especie de laberinto, un dédalo de pesadilla construido con acero y cemento. La claustrofobia que sentía la desorientaba de tal modo que se sintió perdida tan pronto como atravesó el umbral de su celda.
—Tassi —murmuró Khuv, mientras la conducía por pasillos casi desiertos, apenas iluminados por débiles luces—, quiero que medites concienzudamente, mucho más profundamente que hasta ahora, y veas si tienes algo que decirme de las actividades subversivas de tu hermano, de tu padre y de los habitantes de Yelizinka en general… y más especialmente de la organización secreta y antisoviética a la que pertenecían todos ellos… Bueno, en fin, Tassi, que ésta va a ser realmente la última oportunidad que te queda.
—Comandante —dijo la chica entre jadeos—, señor, le digo de veras que no sé nada de lo que usted me pregunta. Si mi padre fuera lo que usted dice que es…
—Lo era… —dijo Khuv echando una ojeada a la chica y afirmando gravemente con un movimiento de cabeza—. Puedes estar segura que era lo que digo.
Fue la manera de pronunciar la última frase, aquel ominoso énfasis que puso en las palabras lo que hizo que Tassi se llevara a la boca la mano que le quedaba libre.
—¿Qué… qué han hecho con él?
Pero la frase se perdió en un inaudible murmullo.
Llegaron a una puerta en la que había unas letras familiares a Khuv pero que no decían nada a Tassi. La chica no hizo más que echar una mirada furtiva al letrero, que decía algo sobre un carcelero y personal del servicio de seguridad. Khuv, sirviéndose de su tarjeta de identidad, activó el mecanismo de la puerta y contestó a Tassi:
—¿Qué qué hemos hecho a tu padre? Pues yo no le he hecho absolutamente nada. En todo caso fue él mismo quien se lo hizo… al negarse a cooperar. Un tipo obstinado ese Kazimir Kirescu…
Se abrió la puerta con un chasquido y Khuv, dejando una rendija, gritó:
—Vasily, ¿todo va bien?
—¡Oh, sí, comandante! —fue la contestación articulada con voz pastosa—. Todo está preparado.
Khuv sonrió a Tassi. Era la sonrisa del tiburón antes de disponerse a atacar.
—Querida muchacha —dijo Khuv, empujando la puerta para abrirla y dejar pasar a la joven al interior de la habitación—. Voy a mostrarte algo que va a desagradarte y a decirte una cosa que te desagradará todavía más y, finalmente, voy a aconsejarte lo que te resultará más desagradable de todo. Después de lo cual podrás pasar todo el resto de la noche y todo el día de mañana pensando en lo que quieres hacer. Pero para entonces el plazo ya se habrá terminado.
La habitación estaba casi a oscuras y las luces del techo lo único que hacían era añadir un fantasmal resplandor rojo al ambiente. Tassi podía distinguir la figura de un hombrecillo vestido con una bata blanca y la forma de una gran caja rectangular o tanque, cubierto con una sábana blanca. Aquel tanque debía de ser de vidrio, puesto que a través de él se vislumbraba una luz blanca que estaba en la pared de enfrente y que proyectaba en la sábana una silueta espectral y lechosa, el perfil de algo que se movía perezosamente dentro del recipiente.
—Acércate —dijo Khuv atrayendo a Tassi hacia el tanque—. No tengas miedo, que no te va a hacer ningún daño… por lo menos de momento.
De pie junto al comandante de la KGB, agarrada de manera inconsciente y del modo más inocente al brazo del hombre, contempló con ojos desencajados la extraña silueta que se dibujaba en la sábana.
—Muy bien, Vasily, veamos qué tenemos aquí —oyó Tassi que decía al científico vestido con bata blanca.
Vasily Agursky se colocó a un extremo de la sábana y comenzó a tirar lentamente de ella, dejando que la luz tenue fuera iluminando paulatinamente lo que descubría. De repente aceleró el movimiento y la sábana cayó al suelo. La «cosa» que estaba metida en el tanque se encontraba de espaldas a los tres y, como si sintiera los ojos de todos clavados en ella, miró por encima de la protuberancia que formaba su hombro. Tassi la observó como si no creyera lo que veían sus ojos, se estremeció y se agarró a Khuv todavía con más fuerza. Él le daba palmadas en la mano con aire distraído, de una manera que, si las circunstancias hubieran sido otras, habría podido parecer paternal. Sin embargo, aquel hombre no era su padre, sino el que había permitido que Karl Vyotsky la aterrorizara.
—¿Y bien, Tassi? —le dijo en voz muy baja y siniestra—, ¿qué piensas de eso?
Ella no sabía qué pensar y, en todo caso, no tardaría en pensar que habría dado cualquier cosa con tal de poder olvidar lo que veía. Pero, de momento, le parecía que aquello tenía una forma que recordaba vagamente la de un hombre, aun cuando, pese a la escasa luz reinante, podía darse perfecta cuenta de que no se trataba de un hombre. Al parecer, estaba comiendo, para lo cual se servía de las manos, que más bien parecían garras, y con las cuales desgarraba la carne cruda y sanguinolenta, reduciéndola a tiras y metiéndosela en la boca. Tenía la cara casi totalmente oculta, pero Tassi podía ver cómo trabajaban sus mandíbulas y advertía el maléfico fulgor de sus ojos, casi humanos, atisbando por encima de la espalda.
Allí encorvada, agazapada o acurrucada en el suelo cubierto de arena del tanque, la cosa parecía un mono de piel leprosa, toda arrugada, con los pies agarrados al suelo, con una serie de dedos ganchudos y esqueléticos. Por detrás le colgaba un apéndice parecido a una cola pero que no era una cola, y Tassi pudo darse cuenta de que aquel extraño miembro también estaba provisto de un ojo rudimentario, sin párpado, absolutamente inexpresivo.
Aquella cosa era de lo más extraño, especialmente por la manera como comía…
Tassi dio un salto y se apartó súbitamente del tanque. Aquel ser había recogido más comida del suelo de su celda de vidrio y de pronto la chica descubrió un brazo humano asido por sus espantosas manos. Mientras Tassi contemplaba horrorizada la escena, la cosa comenzó a masticar la mano y los dedos de aquel brazo.
—¡Mantente firme, querida mía! —le dijo Khuv tranquilamente, al oír que la muchacha gemía y se tambaleaba a su lado.
—Pero…, pero… es que se está comiendo un… un…
—¿Un hombre? —dijo Khuv terminando la frase—. Mejor dicho, ¿lo que queda de él? Pues es verdad, así es. Le gusta todo tipo de carne, pero la que prefiere es la humana.
Y dirigiéndose a Agursky continuó:
—Vasily, ¿tienes algo para Tassi?
Aquel extraño científico se adelantó con unas cuantas cosas en la mano. ¿Una cartera? ¿Un anillo? ¿Un carnet de identidad? Y aun cuando todos aquellos objetos le resultaban muy familiares, Tassi estuvo mucho rato negándose a reconocerlos, como si se resistiera a establecer una conexión definitiva y terrible. Después…
Sintió un horrible mareo y tuvo que apoyarse en la pared de vidrio del tanque para evitar desplomarse, en tanto sus ojos tan pronto observaban aquellas cosas que le habían dado y que tenía en la mano como saltaban a aquella cosa agazapada en el interior del recipiente. Horrorizada, pero fascinada al mismo tiempo, no paraba de observarla. ¿Pretendían decirle aquellos hombres que lo que estaba comiendo aquella criatura… era su propio padre?
Agursky se retiró a un rincón de la habitación y de pronto encendió la luz. Súbitamente todo cobró una precisión definida, deslumbrante casi. La criatura abandonó a un lado lo que estaba comiendo y se volvió hacia Khuv y Tassi, enroscando el cuerpo mientras éstos retrocedían instintivamente hacia atrás.
Tassi habría caído al suelo desmayada, de no haber estado agarrada por la muñeca a la del comandante y si éste no hubiera acogido prontamente su cuerpo con sus brazos.
La cosa que estaba dentro del tanque era algo espantoso, infernal, de pesadilla. Pero lo mas espantoso era que, por muy monstruoso y retorcido que fuera aquel ser, por muy extravagante y horrible que fuera su expresión, semejante a la caricatura de un rostro humano cuando se encaraba con ella, Tassi reconocía en ella el rostro de su padre.
El piso de soltero con terraza georgiana que tenía Jazz Simmons en Hampstead era muy pintoresco pero estaba muy desordenado. Hacía algo más de veinticuatro horas que Harry Keogh se mudó a él y lo encontró terriblemente frío y sin teléfono. Había pedido a la Rama-E que se lo dejaran expedito para disponer de él como base de operaciones, no sin dejarles de advertir que procurasen no molestarle. Darcy Clarke le había dado palabra de que podía instalarse libremente en él sin miedo a interferencias.
Lo que quería, en primer lugar, era tratar de captar el ambiente del lugar. Quizá podía averiguar cómo era Simmons si se percataba de cómo vivía, si conocía sus gustos y las cosas que le disgustaban, si se enteraba de cuáles eran sus rutinas. No de su rutina de trabajo, sino de su rutina privada. Harry no creía que un hombre fuera tal como se comportaba profesionalmente, sino tal como llevaba su vida privada.
La primera cosa que le impresionó fue el desorden. Jazz Simmons era, en privado, un hombre sumamente descuidado. Tal vez aquélla era su manera de relajarse. Cuando uno está acostumbrado a manejar un cuchillo de hoja afilada debe tener la posibilidad de protegerlo de vez en cuando con una vaina si no quiere cortarse. Aquél era el lugar donde Jazz se había refugiado.
El «desorden» se hacía patente en el gran número de libros y revistas desparramados por todas partes, más fuera de los estantes de la librería que bien colocados. Las novelas de espionaje (Harry consideraba muy lógico que las leyera) estaban amontonadas junto a publicaciones en lenguas extranjeras, la mayoría en ruso. Junto a la cama de Jazz había un montón de Pravdas que alcanzaba un palmo y medio de altura, cubiertos de polvo y rematados por un ejemplar del último Playboy. Harry no pudo por menos de sonreír, puesto que difícilmente habrían podido encontrarse unas publicaciones que representasen ideologías más encontradas.
En el dormitorio había fotografías enmarcadas de los padres de Jazz y, en la pared, un póster de tamaño natural de Marilyn Monroe, una vitrina colocada junto a la ventana, en la que se veían una serie de copas obtenidas en varias competiciones de esquí y, sujetos igualmente en la pared, un par de esquíes amarillos muy estropeados, acompañados de los palos correspondientes, que seguramente tendrían un significado especial para su propietario. Un pequeño armario situado en un estrecho pasillo bombardeó a Harry con todo un cúmulo de adminículos relacionados con el esquí y, junto al vídeo-cassette-grabadora observó, amontonadas al azar, toda una serie de películas de las principales competiciones de invierno de los últimos cinco años. Aunque Jazz no hubiera tenido oportunidad de participar, no se las hubiera perdido totalmente.
En un rincón de un cajón del dormitorio había un montoncito de fotografías de chicas y un álbum de recortes que contenía un registro fotográfico del período militar de Jazz. Resultaba en cierto modo significativo que, envuelto en un viejo jersey, guardara un segundo álbum que contenía toda una serie de cartas descoloridas que le había escrito su padre.
Harry dejó que todas estas cosas fueran penetrando lentamente en él. Durmió en la cama de Jazz, se sirvió de su cocina y de su cuarto de baño e incluso se puso su bata. Descubrió varios números de teléfono de antiguas amigas, las llamó y les preguntó por Jazz, solamente para descubrir que las chicas constituían un variado ramillete con poca cosa en común, salvo la inteligencia y el que todas coincidieran en que Jazz era «un muchacho muy agradable». Harry ya empezaba también a pensarlo y, si antes Michael J. Simmons había sido simplemente un medio para llegar a un fin —supuestamente al descubrimiento de la familia de Harry—, ahora se había convertido en algo con méritos propios. En resumen, el horizonte de la obsesión de Harry se ampliaba más allá de aquellos intereses puramente personales.
En este estadio Harry tuvo la impresión de que ahora se encontraría un poco más cerca del propio Simmons. Si no era él, por lo menos se había convertido en su eco metafísico. Simmons ya no existía en este universo, pero había existido en el pasado…
En los días incorpóreos de Harry, había podido viajar al pasado y hacerse inmaterial una vez, había podido manifestar un parecido fantasmagórico de sí mismo en la antigua pantalla de los hechos. Ahora, encarnado y plenamente corpóreo una vez más, esto ya no era posible; le crearía increíbles paradojas y quizás incluso dañaría la estructura del tiempo propiamente dicho. Todavía podía viajar a través del tiempo, pero al hacerlo no debía tratar nunca de abandonar el continuo de Möbius metafísico y sustituirlo por el mundo real.
No es que esto fuera una necesidad, pero en esta ocasión el viaje a través del tiempo bastaría para conseguir su objetivo. Así es que entró en el continuo de Möbius, encontró una puerta hacia el pasado y viajó hacia atrás menos de dos años. Al hacerlo, Harry modificó su posición en el tiempo, pero no en el espacio, pues seguía ocupando el piso de Jazz Simmons. Cuando juzgó que ya había recorrido un trecho bastante largo hacia atrás, hizo un viraje para dirigirse nuevamente hacia «el futuro», y entonces supo sin lugar a dudas que aquel hilo de la vida azul y poderoso que corría paralelo al suyo tenía que ser el de Simmons ya que, después de todo, lo había encontrado estando en su piso. Y siguiendo ese hilo de la vida que lo conducía hacia el futuro, supo también que ahora estaba a punto de comprobar de una manera u otra una similitud entre… ¿la transferencia? de Simmons y las de su esposa y su hijo.
La prueba no se hizo esperar y coincidió exactamente con el tiempo especificado por Darcy Clarke para definir el punto de salida de Simmons. Aun cuando lo esperaba, Harry no lo había visto llegar y lo único que detectó fue un fulgor que cauterizaba sus pupilas y que lo deslumhró con su luz blanquísima, después de lo cual… viajó solo. Jazz Simmons ya se había ido… a otra parte. Presumiblemente a aquel mismo sitio donde Harry hijo y Brenda ya habían ido antes que él.
Harry no tenía ninguna necesidad de volver a retroceder y repetir todo lo que ya había visto tantísimas veces. ¡Siempre lo mismo! Aquí no había nada nuevo y la única diferencia, en todo caso, era que Simmons había desaparecido con un solo destello blanco e instantáneo, mientras que la desaparición del pequeño Harry y de su madre fue acompañada de dos detonaciones iguales, parecidas al estallido de una bomba. Con respecto a lo que pudieran significar los destellos terminales, Harry se sentía completamente desorientado. Lo único que sabía era que primeramente los hilos azules de la vida que despedían reflejos de luz blanquísima se dirigían hacia el futuro y que, después, habían dejado de existir. Por lo menos ya no estaban en este universo.
Todo lo cual lo conducía al siguiente campo de investigación: el propio continuo de Möbius.
August Ferdinand Möbius (1790-1868), matemático y astrónomo alemán, descansaba en su tumba del cementerio de Leipzig. Por lo menos allí reposaba el polvo de su cuerpo, lo que para el necroscopio Harry Keogh era exactamente lo mismo. Harry ya había ido a ver a Möbius con anterioridad, movido por la intención de descubrir el secreto del continuo de Möbius. Era un invento hecho durante su vida (aunque esto era algo que se lo había negado personalmente, pues aseguró a Harry que, en realidad, él no había hecho otra cosa que «observarlo»), mientras que durante su muerte continuaba desarrollando sus teorías y transformándolas en ciencias exactas, aun cuando fueran ciencias que ningún ser vivo fuese capaz de comprender. Ninguno salvo, por supuesto, el propio Harry Keogh… y el hijo de Harry, naturalmente.
La última vez que Harry estuvo en aquel lugar se había trasladado a él a través de medios mucho más convencionales: en avión hasta Berlín y, después, pasando por Check Point Charlie, hasta el este… ¡Cómo turista! Sin embargo, aunque su llegada había sido mundana, la salida de Leipzig fue a través de un camino totalmente diferente: a través de una puerta de Möbius. Aquélla fue la primera experiencia que había tenido Harry del continuo de Möbius desde que se convirtió en un experto en la cuestión por derecho propio.
Pero la visita de Harry había sido mucho más que todo eso e incluso ahora quizá no habría descubierto las fórmulas mentales correctas de no haber recibido un buen acicate en esta ocasión. Harry había figurado en la lista de los «buscados» por la Rama-E soviética. El imprevisto vampiro Boris Dragosani, perteneciente a aquel cuerpo, había querido apoderarse de Harry, a ser posible vivo, y arrancarle el secreto de sus extraordinarias dotes. Dragosani era un nigromante que se hacía con los pensamientos íntimos de los muertos extrayéndoselos de sus cuerpos, un nigromante que leía sus secretos en los flujos del cerebro, en los ligamentos desgarrados, en los órganos arrancados y en los intestinos extraídos del vientre. Todo habría sido mucho más fácil si hubiera podido hablar simplemente con los muertos, igual que Harry. Es posible que a él no le respetasen tanto como a Harry, pero la amenaza de profanación bastaba para que se manifestaran. En caso contrario… siempre se podía recurrir al otro procedimiento.
Dragosani había emitido una orden de detención mediante la cual ordenaba al cuerpo alemán oriental que vigilaba la frontera, el Grenz-polizei, que detuviera a Harry bajo acusaciones falsas. Lo habían intentado y Harry, al encontrarse entre la espada y la pared, había resuelto la ecuación final de la dimensión metafísica espacio-tiempo de Möbius, con la cual podía abrir «puertas» en todo el universo espacio-tiempo. Harry había usado una de esas puertas en el preciso momento. Tal vez había flotado de manera visible (únicamente visible para Harry) frente a la lápida sepulcral de Möbius.
A partir de entonces, la invasión de Harry de la Rama-E soviética y la destrucción de Dragosani constituía un proceso inexorable, en el curso del cual su propio cuerpo había sido destruido y abandonado cuando, una vez más, huía hacia el continuo de Möbius. Allí, como un ser incorpóreo, una mente y una alma carentes de cuerpo, había descubierto y entrado en la envoltura seca de Alec Kyle. Había sido un hecho casi involuntario, puesto que el cuerpo de Kyle, un vacío provisto de vida, se había aproximado a Harry y lo había absorbido, cosa que le había dado nuevamente un lugar entre los hombres y puesto fin a lo que de otro modo habría sido una interminable existencia en el inmaterial continuo de Möbius.
Y ahora Harry volvía a estar en Leipzig, de pie junto a la tumba de Möbius como en otros tiempos. Habían transcurrido casi nueve años desde la última vez que la había visitado, pero no había olvidado aquellos acontecimientos que pusieron término a su primera visita. Por este motivo en esta ocasión había venido de noche.
Una luna muy baja brillaba en el horizonte de la ciudad y las estrellas titilaban entre jirones de nubes que recorrían velozmente el espacio. El viento de la noche, que gemía entre las lápidas funerarias, empujaba hojas secas que correteaban por el suelo igual que ratones y Harry sentía un intenso frío en los huesos, resultado en parte del frío propio de una noche de noviembre y en parte por la sensación extraña que le provocaba su visita a aquel lugar. Pero las puertas del cementerio estaban cerradas porque era de noche, las luces de la ciudad brillaban tenuemente y, dejando aparte el rasgueo de las hojas en el suelo, todo era silencio.
Buscó a Möbius y lo encontró y, al igual que la otra vez, el gran matemático estaba absorto en sus fórmulas y en sus cálculos. Tablas de masas y movimientos planetarios, los «pesos» del sol y de sus mundos satélites en su giro inclinado eran compensados con sus velocidades orbitales y sus fuerzas de gravedad. Unas fórmulas tan complejas que hasta escapaban a la intuición de Harry, ecuaciones simultáneas cuyas respuestas se completaban por sí solas mientras él observaba; todas las cifras y configuraciones se presentaban ante la conciencia de Harry igual que los resultados siempre cambiantes de un proceso que fuese desarrollándose continuamente en la pantalla de un inmenso ordenador. Harry se daba cuenta de que el problema era tan complicado y estaba tan cerca de resolverse que él dejaba que prosiguiera inalterado por su presencia hasta el final. Y en el momento en que ocurría la pantalla se quedó en blanco y Möbius lanzó un suspiro. Era extraño, incluso ahora, oír el «suspiro» de un muerto.
—¡Señor! —lo llamó Harry—. ¿Puede atenderme ahora?
¿Cómo?, preguntó Möbius, antes de reconocer los pensamientos de Harry. E inmediatamente después dijo: ¿Eres tú, Harry? Ya me he dado cuenta de que había alguien por ahí e incluso has estado a punto de distraerme, porque has de saber que me encontraba trabajando en una cosa que es muy importante.
—¡Lo sé! —dijo Harry asintiendo con un gesto—. Lo sabía perfectamente y por eso no quería molestarlo. ¡Son unos descubrimientos tan sensacionales!
¿Qué dices?, dijo Möbius, que pareció un poco sorprendido. Entonces esto quiere decir que entiendes lo que yo hago. Está bien, dime entonces ¿qué he descubierto?
Harry se echó para atrás, un poco indeciso. Estaba en presencia de un genio y lo sabía. Möbius había sido un gran matemático en vida y, después de la vida, proseguía su trabajo sin vacilar. Si las dotes de Harry en materia de matemáticas eran intuitivas, Möbius trabajaba de firme para conseguir unos resultados. En él no había saltos de cálculo sino un persistente tanteo y una pasión inmarcesible y arrasadora por lo que tenía entre manos. De todos modos, Harry consideraba que su visita había sido inoportuna y que no estaba nada bien eso de acudir a espiar a aquel hombre en el momento de su triunfo.
¡Ni pensarlo!, lo tranquilizó Möbius. Pero ¿qué dices, que un hombre capaz de imponer su ser físico al universo metafísica y servirse de él a voluntad puede espiar lo que yo hago? Yo a ti te considero un colega, Harry, un igual. Y si he de decirte la verdad, no podías haberme venido a visitar en un momento más oportuno. Ahora ven y dime qué he hecho. ¿Qué crees que he probado con mis números?
Harry se encogió de hombros.
—Pues bien —dijo—, ha demostrado que en lugar de los nueve planetas que nos figurábamos que había en el sistema solar, en realidad hay once. Los dos nuevos mundos son pequeños, pero no por ello dejan de ser verdaderos planetas. Uno ocupa un puesto exactamente detrás de Júpiter, con el mismo período de rotación, por lo que siempre está tapado, mientras que el otro no es reflectante y está tan lejos del sol como Plutón.
¡Muy bien, Harry!, lo aplaudió Möbius. ¿Y qué me dices de sus lunas?
—¿Cómo? —dijo Harry, que había sido cogido por sorpresa—. Yo lo único que sé es el problema que usted mismo se ha planteado y las soluciones a las que ha llegado a medida que iba llegando a ellas. Había unas ligeras desviaciones, unos porcentajes de error, supongo, pero…
Hizo una pausa.
—Pero, pero, pero…
Harry se imaginaba a Möbius con las cejas enarcadas.
Todas las claves estaban en las ecuaciones, Harry. ¿No lo sabes? Pues bien, te lo diré:
El mundo interior no tiene luna, pero el «porcentaje de error», como tú lo llamas, para el mundo exterior era demasiado grande para ser ignorado. Lo he repasado e indica una luna de níquel y hierro casi esférica que tiene tres kilómetros de diámetro y describe una órbita alrededor de su pariente a una distancia de veinticuatro mil circunferencias planetarias. ¡Eso es lo que se llama un buen cálculo! Por supuesto que pienso comprobarlo personándome en el lugar en cuestión y viéndolo por mí mismo.
Harry, sintiéndose plenamente derrotado, movió la cabeza e hizo una mueca burlona.
—¡Claro, lo que pasa es que usted es demasiado bueno para mí! —dijo—, y además lo será siempre… —Y al cabo de un momento añadió—: ¿Dejaría que me chivase? Yo lo haría con muchísimo gusto y, si dispusiera de suficiente información, haría que todos los astrónomos se pusieran a saltar como locos. Podría hacerse de manera anónima, como si se tratase de un aficionado, ¿comprende?, bajo promesa solemne de que cuando se descubriera que los cálculos eran correctos, se diera el nombre de Möbius a uno de los dos mundos.
Möbius se quedó estupefacto.
¿De veras que lo harás, Harry?
—Creo que encontraría la manera.
¡Oh, hijo mío! ¡Qué maravilla! Möbius estaba radiante de satisfacción ante aquella posibilidad. ¡Oh, Harry, cómo me gustaría poder estrecharte la mano!
—Podría hacer algo mejor —le dijo Harry, que se había puesto serio de repente—. ¿Se acuerda de que la última vez que vine a verle tenía un problema? Pues tiene que saber que ahora tengo otro todavía más grande.
Dime de qué se trata, entonces, dijo el otro al momento.
El necroscopio le habló de su mujer y de su hijo y terminó explicándole:
—Y además, ocurre que no se trata solamente de una cuestión de familia, sino que además tengo que considerar la cuestión del agente británico Michael Simmons.
Möbius pareció perplejo.
¿Y vienes a mí en busca de ayuda? Bueno, es evidente que es así, pero la verdad es que no sé qué puedo hacer por ti. Quiero decir que si esas tres personas no están aquí, si han dejado de existir físicamente en este universo, ¿cómo puedo yo ni nadie saber dónde están? El universo es el Universo, Harry. Su mismo nombre lo define. Es el TODO. Si no están en él, quiere decir que no están en parte alguna.
—También yo lo pensaba —admitió Harry—, pero sólo hasta hace poco tiempo. Pero usted y yo podríamos desmentir esta afirmación.
¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—El continuo de Möbius —respondió Harry a manera de explicación—. Usted mismo admite que se trata de un plano puramente metafísico y que no pertenece a este universo. Si entras en el continuo de Möbius, sales de las tres dimensiones de este mundo. El continuo de Möbius no sólo trasciende las tres dimensiones del espacio mundial sino incluso el tiempo, y corre paralelamente a todos ellos. ¿Y qué pasa con un agujero negro?
¿Qué pasa?, dijo Möbius encogiéndose mentalmente de hombros.
—Bueno, ¿acaso un agujero negro no es una salida de este universo? Así me lo habían explicado siempre: es un foco de gravedad tan grande que el espacio y el tiempo quedan absorbidos por la espiral. Y si hay salidas del aquí y del ahora, ¿adónde conducen?
A otra parte del universo, respondió Möbius. A mi me parece que ésta es la única explicación plausible. Te advierto que yo todavía no he mirado en realidad a los agujeros negros, aun cuando los tengo inventariados.
—¿No entiende lo que le digo o es que evita contestarme deliberadamente? —quiso saber Harry—. Lo que le pregunto es esto: si un agujero negro va a parar a alguna parte y sale a lo mejor a una distancia situada a años-luz, ¿qué pasa con el espacio intermedio?, ¿dónde está el material que cae en el agujero entre el momento en que desaparece y el momento en que vuelve a aparecer? Si quiere que le diga la verdad, yo encuentro todo esto muy parecido a lo de nuestro continuo de Möbius.
Continúa, dijo Möbius, que parecía fascinado.
—De acuerdo —dijo Harry—, contemplémoslo desde este ángulo. En primer lugar tenemos el…, lo que llamamos el universo mundo, y que podemos decir que tiene ese aspecto:
Transmitió a Möbius un diagrama mental.
¿Por qué esas curvas?, preguntó el matemático lleno de curiosidad.
—Pues porque sin ellas sólo habría un par de líneas rectas —le contestó Harry—. Las curvas le prestan una definición, le dan una apariencia de algo.
¿De una cinta?
—Pues ¿por qué no? En lo que a mí respecta, podría ser un círculo o quizás una esfera. Pero de esta manera podemos imaginar, además, un pasado y un futuro.
Muy bien, admitió Möbius.
—Ahora bien, en este diagrama del universo —continuó Harry— no podemos ir de «A» a «B» sin pasar por el borde. Podemos subir hasta la cinta desde «A» hasta el borde y después bajar a «B». O bajar hasta el borde y subir, esto importa poco. El borde representa la distancia entre «A» y «B», ¿comprende?
Comprendo, dijo el otro.
—Ahora bien, así es como veo el continuo de Möbius —dijo Harry:
Y prosiguió:
—Es el universo cinta que conocemos, con esa media torsión de su banda de Möbius. «Ahora» ha girado noventa grados para convertirse en «siempre», lo que quiere decir que «A» y «B» están ahora en el mismo plano. Ya no tenemos que atravesar el borde. Podemos ir de uno a otro instantáneamente, ¡«ahora»!
Continúa, insistió Möbius, aunque ahora más pensativo.
—Anteriormente nos habíamos figurado que era de esa manera —dijo Harry— que era como ponerse las botas de siete leguas y que podíamos trasladarnos a nuestro destino en unos segundos. Cubrir en unos minutos distancias que normalmente se tardaría horas en recorrer. Pero lo he comprobado y he visto que no es así. En realidad, nos trasladamos instantáneamente… por lo menos según el tiempo de la Tierra. No se trata simplemente de que podamos ir allí más aprisa, sino que de hecho el espacio intermedio desaparece.
Al cabo de un rato dijo Möbius:
Me parece que ya entiendo. Lo que quieres saber es: si para nosotros el espacio entre «A» y «B» se reduce a cero… si desaparece…
—¡Exactamente! —le interrumpió Harry—. ¿Dónde va a parar?
Pero es que se trata de una ilusión, exclamó Möbius, porque todavía está aquí. Somos nosotros los que desaparecemos… en el continuo de Möbius, si insistes en llamarlo de esa manera.
—Ahora bien, nosotros tenemos que ir a alguna parte —dijo Harry lanzando un profundo suspiro—. Lo que yo veo es que el continuo de Möbius es una tierra de nadie, es el limbo, es un terreno intermedio entre universos. Universos, así, en plural. Tiene puertas que dan al pasado, al futuro y a cualquier punto del presente. Si nos servimos de él, podemos ir donde queramos y cuando queramos… o por lo menos puedo hacerlo yo, puesto que todavía tengo un hilo de la vida que seguir. Pero lo que quiero dejar claro es esto: me parece que puede haber otras puertas que todavía no hemos encontrado. No disponemos de las ecuaciones para llegar a ellas. Y creo que una de esas puertas, cuando la encuentre, me conducirá…
Te conducirá a tu mujer y a tu hijo… y a Simmons, ¿verdad?
—¡Sí!
Möbius, a su manera, asintió con un gesto y se quedó pensativo.
Otras puertas, dijo reflexionando, entonces concédeme esto: que yo sé más acerca de la dimensión Möbius que tú, ya que me he pasado ciento veinte años examinándola atentamente, lo cual es algo que tú no has podido hacer, que yo la descubrí y que me he servido de ella para ir a sitios a los que tú no podrás ir nunca en la vida.
—¿Cómo? —dijo Harry.
¿Cómo?, dijo Möbius volviendo a enarcar las cejas nuevamente a su manera. Pues mira, ¿puedes ir al centro de una estrella de Betelgeuse y ver qué temperatura tiene?, ¿puedes ir a visitar las lunas de Júpiter o situarte en medio del monumental tornado de aquel planeta que nosotros llamamos la Mancha Roja?, ¿puedes viajar hasta las profundidades de la fosa de las Marianas o a cualquier otra sima de la Tierra a fin de calcular la masa de agua de este mundo? No, no puedes. Pues yo sí puedo… y además lo he hecho. Entonces concédeme esto: que yo conozco el continuo de Möbius mejor que tú.
Planteadas las cosas de aquella manera, parecía que de poco iba a servir querer discutirlas. A Harry no le quedaba más remedio que admitirlas, si bien dijo:
—Me parece que va a decirme algo que no quiero oír.
¡Así es!, le dijo Möbius. En el continuo de Möbius no existen puertas que no hayamos descubierto, Harry. En cuanto a otros universos, cosa que me parece una contradicción en sí, no puedo decirlo. En cualquier caso, estás hablando con quien no corresponde, porque yo sólo me ocupo de los mundos tridimensionales que conocemos. Pero de una cosa estoy seguro: a través del continuo de Möbius no encontrarás el camino hacia otro mundo paralelo…
Y se calló mientras la contrariedad de Harry iba creciendo como si se tratara de una cosa física que acabó posándose sobre la tumba de Möbius como una capa de niebla.
—¡Señor! —dijo Harry al fin—, le doy las gracias por el tiempo que me ha dedicado.
No tiene ninguna importancia, respondió Möbius, el tiempo sólo tiene importancia para los vivos. A mí el tiempo me basta y me sobra. Lo único que quisiera es poder ayudarte.
—Me ha ayudado —dijo Harry, agradecido—, aunque sólo sea para puntualizar algo que había debatido en mi fuero interno multitud de veces. Sé que el pequeño Harry y su madre están vivos y sé que él puede servirse del continuo de Möbius mejor incluso que nosotros. Él está vivo, pero no en este universo, lo que quiere decir que debe de estar en otro. Esto no tiene vuelta de hoja. Yo me figuraba que ellos habían ido a otra parte, al sitio que fuera, siguiendo la banda. Usted me asegura que no es así. Entonces es que tiene que haber alguna otra ruta. Yo ya tengo una clave en lo que se refiere adonde tengo que empezar a buscar… pero a partir de aquí mi trabajo se hace mucho más peligroso. Y ahora…
¡Espera!, dijo Möbius. He estado pensando en tus diagramas. ¿Quieres que ahora te pase yo uno a ti para variar?
—¡Encantado!
Perfectamente; ahí tienes de nuevo tu universo de cinta… y un universo paralelo de construcción similar:
Como puedes ver, prosiguió, los he unido por medio de…
—¿Un agujero negro? —se aventuró a decir Harry.
No, porque estamos hablando de supervivencia. No hay materia sólida que pueda introducirse en esas espantosas fauces y conservar su integridad. No importa cómo seas cuando entras en un agujero negro, pero cuando sales, en el supuesto de que salgas, te has convertido en materia gaseosa, en materia atómica, en pura energía.
—Lo cual excluye también los agujeros blancos.
Harry estaba poniéndose más taciturno por minutos.
Pero no los grises, dijo Möbius.
—¿Los agujeros grises? —dijo Harry frunciendo el entrecejo.
Sí… ahora lo veo claro, dijo Möbius con aire reflexivo, casi como si hablase consigo mismo. Los agujeros grises… sin la gravedad destructora de los agujeros negros ni la espantosa radiación de los blancos. Pura y simplemente puertas entre universos. ¿Radiadores de entropía, quizás? Lugares de los que es imposible escapar cuando uno se encuentra dentro, por lo que tendría que haber más de uno si un viajero quisiera hacer el viaje de regreso…
Harry esperó y al momento comenzaron a flamear una vez más extrañas ecuaciones en aquella sorprendente pantalla de ordenador que era la mente de Möbius. Iban apareciendo cada vez más aprisa, retahílas interminables de cálculos que dejaban atontado a Harry al tratar de captar su significado. Durante segundos que se transformaron después en minutos continuó la sucesión de cálculos mentales… hasta que de pronto pareció que la pantalla se quedaba desconectada y en blanco. Y al momento dije Möbius:
Es… posible. Podría ocurrir en la naturaleza e incluso el hombre podría repetirlo. Aunque no tendría ninguna utilidad para los hombres. Sería como un producto secundario de algún otro experimento, una especie de accidente.
—Pero si yo supiera cómo… Si pudiera llevar sus matemáticas a la ingeniería…, ¿no ha dicho usted mismo que yo podría hacer esta puerta?
Harry estaba tratando de agarrarse a un clavo ardiendo.
¿Tú? ¡Lo veo muy difícil!, dijo Möbius con una risita. Pero sí que sería posible para un equipo de científicos, siempre que estuvieran dotados de enormes recursos y de un caudal ilimitado de energía.
Harry pensó en los experimentos de Perchorsk y evidentemente ahora estaba muy excitado.
—Ésta es la confirmación que necesitaba —dijo—. Y ahora tengo que ponerme en marcha.
Ha sido agradable volver a hablar contigo, le dijo Möbius. Y ahora ten cuidado, Harry.
—Lo tendré —le prometió Harry.
Y cogiendo su abrigo y agarrándolo con fuerza (o, si no «su» abrigo, uno que había sacado del armario de Jazz Simmons), Harry conjuró una puerta de Möbius y se marchó.
Las hojas revoloteaban entre las tumbas y a lo largo de los senderos. Una de las hojas, atrapada por sorpresa por un zapato de Harry, se echó a volar sobre las losas en las que hacía un momento él estaba de pie. Pero ahora que la luna iba alta recorriendo su camino y las estrellas fulguraban fríamente, el cementerio de Leipzig estaba totalmente vacío…
Tres días antes de la visita de Harry a Möbius (y a toda una dimensión de distancia de ella), Jazz Simmons viajaba hacia el oeste en compañía de Zek, Lardis y sus Viajeros, bajo los dorados fulgores de un sol que iba poniéndose lentamente. Estaba contento de haberse liberado de sus cosas, salvo de la pistola y de dos cargadores, y sabía que, a pesar de que se sentía terriblemente cansado, ahora estaba en condiciones de aguantar hasta que los Viajeros decidiesen acampar.
Además, había tenido oportunidad de contemplar a placer a Zek bajo la luz de aquel largo atardecer de la Tierra del Sol, y la verdad es que había quedado muy complacido. La chica había tenido ocasión de lavarse en un arroyo, lo que sirvió para realzar grandemente su belleza fresca y natural. Estaba para comérsela y la verdad es que Jazz tenía bastante hambre atrasada, aunque el momento no era oportuno.
Zek se había envuelto sus pies doloridos en jirones de tela y ahora podía caminar sobre hierba y tierra blanda en lugar de tener que hacerlo sobre piedras y, aunque estaba cansada, parecía que su andar era más ligero y que de su rostro habían desaparecido todas las huellas de preocupación. Mientras Zek se aseaba, Jazz aprovechaba el tiempo para estudiar a los Viajeros.
Parecía haberse confirmado su primera idea: se trataba de gitanos, y además, hablaban una antigua lengua románica. Era difícil no encontrar conexiones con el mundo que había dejado atrás; tal vez Zek estaría en condiciones de explicar algunas similitudes. Decidió que un día se lo preguntaría: una pregunta más que añadir a una lista que ya estaba haciéndose bastante larga. Le sorprendía ver con qué rapidez había acabado por confiar en ella y también de estar pensando en ella en lugar de concentrarse en las cosas que le interesaban.
Muchos de los Viajeros varones llevaban aros en el lóbulo de la oreja izquierda, aparentemente de oro, a juego con los anillos que llevaban en los dedos. Al parecer, el precioso metal no escaseaba en aquel lugar, puesto que decoraba, a base de franjas amarillas, los palos de arrastre de sus narrias, tachonaba sus chaquetas de cuero y era incluso utilizado para coser las costuras de sus pantalones de tejido grosero… También se utilizaba para los clavos de las suelas de cuero de sus sandalias. La plata escaseaba mucho más. Jazz había visto flechas de este metal y tornillos con cabeza de plata para sujetar los arreos, pero nunca lo había visto utilizado para decoración. Con el tiempo descubriría que, en este mundo, ese metal era mucho más precioso que el oro. Y una de las razones importantes que hacían que fuera así era su efecto sobre los vampiros.
Sin embargo, los Viajeros desorientaban a Jazz, porque veía en ellos anomalías básicas y extrañas que escapaban a su comprensión. Encontraba, por ejemplo, que su mundo era en muchos aspectos muy primitivo, pese a que los Viajeros tenían muy poco de primitivos. Aun cuando todavía no había visto aquí ninguna caravana de gitanos, sabía que las había y tuvo ocasión de observar a un niño de cuatro o cinco años, sentado en una narria cargada y traqueteante, que jugaba con un tosco carro de madera. Entre sus lanzas, un par de criaturas muy parecidas a grandes ovejas con mucha lana, igualmente talladas en madera, estaban unidas con minúsculos arneses de cuero. Por consiguiente, esa gente conocía la rueda y tenía bestias de carga, pese a que él no había visto ninguna por allí. Sabían trabajar los metales y, puesto que se servían del arco, difícilmente podía considerarse que sus armas fueran primitivas. En efecto, era evidente que la suya era, en todos los aspectos, una cultura compleja, aunque por otra parte costase comprender que, dado el ambiente en que vivían, hubieran podido adquirir cultura ninguna.
En lo tocante a la «tribu» que Jazz había esperado ver, de momento sólo había conocido a un total de sesenta Viajeros: la cuadrilla de Arlek (actualmente plenamente aceptada en el contingente general) y los compañeros de Lardis, además de un puñado de grupos de familias que habían estado esperando junto a un grupo de árboles para juntarse con Lardis a la salida de la Tierra del Sol y, abandonando el desfiladero, dirigirse con él hacia el oeste pasando por el pie de las montañas. Toda esta gente iba a pie, salvo una vieja que estaba tumbada sobre un montón de pieles en una narria y dos o tres niños más que viajaban de manera similar.
Jazz había estudiado sus caras y no le había pasado por alto la manera como volvían la cabeza con frecuencia y observaban con aire suspicaz el sol que flotaba sobre el horizonte de la parte sur. Zek había dicho a Jazz que la verdadera noche tardaría todavía unas cuarenta y cinco horas; sin embargo, persistía una muda ansiedad, una tensión, en los rostros de los Viajeros, y Jazz creía conocer el motivo.
Suponía que ellos deseaban secretamente dirigirse hacia occidente y establecer la mayor distancia posible entre ellos y el desfiladero antes de la puesta de sol. Y como conocían aquel mundo, mientras que Jazz no era más que un recién llegado a él, sintió que su angustia crecía al mismo ritmo que la de ellos y que sus deseos también se sumaban a los suyos.
Procurando disimular el miedo, preguntó a Zek:
—¿Y los demás? No me digas que aquí está la tribu al completo.
—No —le contestó ella, sacudiéndose los húmedos cabellos, que le caían sobre los hombros—, aquí no hay más que una parte. Las tribus de los Viajeros no se mueven de un lado a otro masivamente porque, según Lardis, lo primero es la «supervivencia». Más arriba hay dos campamentos más grandes. Uno está a unos sesenta kilómetros de aquí, mientras que el otro está cuarenta kilómetros más lejos, donde se encuentra el primer refugio, que consiste en un sistema de cuevas en el interior de un saliente de la roca. La tribu entera puede meterse en él, desparramarse en el interior y tumbarse en el suelo. Sería muy difícil que los wamphyri pudieran desalojarlos. Es allí donde nos dirigimos y donde pasaremos la larga noche que nos espera.
—¿Más de cien kilómetros? —dijo él frunciendo el entrecejo—. ¿Y tenemos que llegar antes de que oscurezca?
Después de volver a echar una mirada al sol, que ya estaba muy bajo en el horizonte, dijo:
—¡Tú bromeas!
—Todavía falta mucho para que se ponga el sol —volvió a recordarle ella—. Puedes mirar el sol hasta que quedes deslumbrado y, pese a ello, no verás que se haya movido mucho. Es un proceso lento.
—Bueno, menos mal —dijo él, con un gesto de alivio.
—Lardis tiene intención de recorrer veintidós kilómetros entre los descansos —continuó Zek—, pero también él está fatigado, probablemente más que nosotros. No tardaremos en tener el primer descanso, porque Lardis sabe que todos necesitamos dormir. Los lobos nos vigilarán. El descanso será de tres horas, no más. Por cada seis horas de recorrido tenemos un descanso de tres horas. Necesitamos nueve horas para recorrer veintidós kilómetros. Parece cosa de nada, pero la verdad es que resulta extenuante. Ellos están acostumbrados, pero tú quedarás exhausto… hasta que le cojas el tranquillo, claro.
Todavía estaba hablando cuando Lardis ordenó hacer un alto en el camino. Iba al frente, pero su voz poderosa retumbó hasta ellos:
—¡A comer, a beber! —ordenó—. ¡Y después, a dormir!
Los Viajeros caminaban pesadamente antes de detenerse y, junto con ellos, Zek y Jazz. Ésta desenrolló el saco de dormir y dijo a Jazz:
—Coge una manta de pieles de una de las narrias. Las hay en abundancia. Alguien se ocupará de traernos pan, agua y un poco de carne.
Después aplanó un espacio cubierto de helechos, instaló el saco encima y se metió dentro. Subió la cremallera hasta la mitad y la dejó cerrada a media altura, mientras Jazz iba a buscar una manta después de encender un cigarrillo y dárselo a Zek.
Cuando se tumbó a su lado, ya habían traído la comida para los dos y, mientras la consumían, Jazz comentó:
—Estoy excitado como un niño y me parece que no conseguiré dormir. Son tantas las cosas que tengo que asimilar que mi cerebro no para ni un momento.
—Ya te dormirás —le respondió ella.
—Quizá tendrías que contarme un cuento —dijo Jazz, tumbándose—. ¿Quieres contarme la historia de tu vida?
—¿La historia de mi vida? —dijo ella con una sonrisa lánguida.
—No, simplemente la parte de tu vida que comienza en el momento en que viniste aquí. Ya sé que no debe de ser muy romántica, pero creo que cuanto más cosas sepa de este sitio, mejor. Como diría Lardis, se trata de una cuestión de supervivencia. Y ahora que sabemos algo acerca del Habitante, que aparentemente tiene un billete de abono para Berlín, parece que la supervivencia todavía es más deseable. O, para decirlo más correctamente, más factible.
—Tienes razón —repuso Zek, poniéndose cómoda—. He tenido momentos en que he estado a punto de abandonar toda esperanza, pero ahora estoy contenta de no haberlo hecho. ¿Quieres saber qué cosas me han ocurrido? Está bien, ésta es mi historia…
Comenzó a hablar en voz baja y monocorde pero, a medida que iba entrando en materia, fue adoptando el estilo pintoresco y lleno de colorido de los Viajeros y de los propios wamphyri. Como estaba dotada de poderes telepáticos, el estilo y la forma de expresión de éstos habían quedado impresos en ella y se habían convertido en una segunda naturaleza. Jazz le prestó oídos y dejó que sus palabras fueran fluyendo y dejando a un lado la sensación de miedo que infundía la historia que contaban…