Capítulo 13

Lardis Lidesci

Una vez en el suelo, Jazz dio unos cuantos pasos en dirección al arma y nadie hizo el más mínimo esfuerzo para impedírselo. La razón era muy sencilla: Shaithis y sus dos secuaces estaban retrocediendo hacia sus montañas, trepando como cucarachas y buscando el camino entre rocas y piedras desprendidas para encontrar sombra y refugio frente a la luz del sol, abrasadora y fatal para ellos. Cada vez que la luz caía sobre ellos, chillaban como si los quemase y se cubrían la cabeza como protegiéndose en su huida a la desesperada.

Uno de ellos, Gustan, sin embargo, todavía tenía agarrada a Zek, que se retorcía como una serpiente y golpeaba la cabeza de Gustan con sus minúsculas manos. Gustan era la primera víctima de Jazz.

El británico cogió la metralleta del suelo, inclinó el cañón hacia abajo y la sacudió. Cayeron de él unas cuantas piedrecillas y bastante polvo. Jazz hizo votos para que no hubiera nada grande alojado en el interior. Inmediatamente hincó una rodilla en el suelo, apuntó hacia la huidiza y doble silueta de Gustan, apretó el gatillo y disparó. El arma respondió escupiendo una ráfaga graneada de plomo, dirigida contra las piernas de Gustan. El lugarteniente de Shaithis se desplomó como atravesado por un eje, levantó una nube de polvo y exhaló una serie de gritos, debatiéndose a la sombra de un montón de rocas, si bien Zek ya llegaba corriendo, liberada por fin.

Jazz no podía volver a disparar por miedo a herirla.

—¡Hazte a un lado! —le gritó con voz ronca—. ¡Despeja la línea de fuego!

Zek lo oyó y se hizo a un lado. Inmediatamente se le ofreció un blanco que se movía frenéticamente bajo un rayo de luz que parecía barrerlo. Jazz apuntó al vampiro con sus cinco sentidos, pese a que la luz ya iba ascendiendo, y volvió a disparar. Se oyeron ecos de gritos y maldiciones. Jazz esperaba haber alcanzado al propio Shaithis, pero lo dudaba, porque la silueta no tenía sus proporciones. Por otra parte, todavía notaba las magulladuras de su cara en los lugares donde el segundo de Shaithis lo había maltratado. Este ya tenía lo suyo. Así esta gente aprendería que no debía meterse con los magos del país de los infiernos.

Zek se acercó arrastrándose desde las sombras situadas en la base del acantilado.

—¡Soy yo! —gritó mientras él, a sacudidas, se movía en dirección hacia ella—. ¡No dispares!

Lobo había ido a su encuentro, ahora gimoteaba y hacía cabriolas a su alrededor igual que un cachorrillo.

—¡Poneos detrás de mí! —les advirtió Jazz, haciendo una señal a la chica y al lobo—. Pasadme otro cargador del macuto, ¡rápido!

Los rayos de los reflectores procedentes de las altas paredes de los acantilados de la parte sur (Jazz pensó que esto es lo que parecían: unos potentes focos que buscasen al enemigo) seguían explorando, moviéndose por la parte baja y emitiendo discos de luz reflejada en el suelo del cañón. Jazz pensó para sí que, efectivamente, aquella luz parecía reflejada por unos espejos. ¡Menos mal que había quien los buscaba! En este momento un par de rayos convergieron en Shaithis en el momento en que el señor de los wamphyri había alcanzado el flanco de la escalera más próxima.

Era la oportunidad que Jazz estaba esperando. Habría podido coger a Zek de la mano y huir hacia el sur con ella, pero tenía la esperanza de pegarle un tiro a Shaithis. Ahora el blanco se desplazó a un lado de su montura y un par de rayos de luz comenzaron a seguirlo. Dando manotazos a los brillantes rayos que caían sobre él, como si quisiera librarse de llamas que lo quemasen, aunque sin conseguir ningún resultado, Shaithis dio un salto para agarrar los arneses de su animal y montarse en la ornamentada silla. Allí fue donde Jazz lo atrapó. Tenía una docena de balas aproximadamente, el tercio del cargador tal vez, preparadas especialmente para la ocasión.

Abrió fuego apuntando cuidadosamente, lanzando disparos aislados y haciendo votos para que uno por lo menos diera en el blanco. Shaithis pareció experimentar una sacudida cuando iba a montarse en la silla y cayó, aunque siguió agarrado al arnés. Jazz lanzó un taco contra la escasa precisión del arma de corto alcance y volvió a apuntar procurando poner mas atención. El disparo siguiente seguramente no alcanzó a Shaithis, aunque debió de tocar al animal en algún lugar delicado, pues la bestia echó para atrás la cabeza y dio un alarido desesperado, después de lo cual se puso a mover furiosamente la cola. Todavía tardó un momento antes de que del vientre de aquella criatura surgiera una especie de asqueroso nido de gusanos que, desenrollándole, impulsaron su cuerpo hacia arriba. Shaithis seguía agarrado a un lado, tratando de encaramarse a la silla.

Para entonces las otras monturas también habían conseguido elevarse en el aire y Jazz quedó atónito al ver que las dos tenían sus jinetes. Gustan tenía que estar herido por fuerza. Jazz, sin embargo, no pudo por menos de acordarse del Encuentro Cinco. En aquel caso las balas no lo habían parado, sino que simplemente lo habían importunado un poco y nada más. Lo mismo había ocurrido, al parecer, con Shaithis y sus lugartenientes.

Zek se acercó por detrás y tendió a Jazz un cargador nuevo que éste ya estaba esperando con la mano tendida. Cargó el arma y buscó nuevamente a sus víctimas pero, al levantar la vista hacia el cielo y contemplar la amplia cinta de estrellas que recorría las paredes del fondo del desfiladero… descubrió que sus tres «blancos» se precipitaban sobre él.

—Jazz, ¡agáchate! ¡Oh, agáchate! —gritaba Zek.

Ella y Lobo iban reptando en dirección a una maraña de rocas, pero Jazz se dio cuenta de que las bestias voladoras estarían sobre él antes de que tuviera tiempo de hacer lo que ellos. No veía posibilidad de evitarlas, pero tal vez sí de desviarlas.

Volvió a hincar la rodilla en tierra y con las tres criaturas voladoras y sus jinetes abalanzándose sobre él, situados tan sólo a treinta metros de distancia, abrió fuego mediante un persistente y continuo abanico de fuego. Shaithis estaba en el centro, que era donde Jazz concentraba los disparos. Acribillaba a las monturas e intentaba acribillar también a sus jinetes, de izquierda a derecha y nuevamente contra Shaithis. No entendía cómo era posible que le fallase el tiro, si es que le fallaba, teniendo en cuenta la distancia, pero cuando vio a las bestias y a sus wamphyri situados prácticamente encima de él, comenzó a creer que, efectivamente, debía de haber fallado el tiro. Pero esto sólo fue en el último momento.

Hasta que el percutor no se cerró de golpe dejando muda el arma, y él aplastado contra el suelo detrás de la roca más próxima, no vio los efectos del tiroteo. De las tres bestias manaba sangre roja y oscura por unos agujeros negros que tenían en la parte delantera de su cuerpo, mientras sus jinetes parecían columpiarse, sentados en las sillas como estaban, consiguiendo aparentemente mantenerse en su sitio gracias a una gran fuerza de voluntad.

Pero después…

En el vientre de la montura que cabalgaba Shaithis se abrió un gran labio carnoso cuando ya se abalanzaba sobre Jazz, una abertura cuyo borde inferior rozó la parte superior de la piedra que lo amparaba y se arrastró por la tierra seca y pedregosa situada detrás de él. Por un momento quedó todo sumido en la oscuridad y Jazz pudo captar el intenso hedor que emanaba de aquella cosa, si bien en ese momento la criatura se elevó y se apartó de él. También entonces los desconocidos usuarios de las armas reflectoras habían vuelto a localizar a sus víctimas y las bestias voladoras estaban inmersas en penetrantes haces de luz abrasadora. La luz los abrasaba realmente, pues allí donde los rayos los alcanzaban, salían nubes de repugnante evaporación que emanaba de la carne retráctil de las bestias, como agua hirviendo sobre nieve carbónica en el aire enrarecido de las grandes alturas.

Aquello era el final. Vacilantes en sus sillas de montar, los wamphyri admitían su derrota y arrastraban a sus monturas, berreando agotadas en dirección al cielo, dando vueltas en grandes círculos y dirigiéndose hacia el norte a gran velocidad, en dirección a la oscuridad y a la sombra. Cuando el golpeteo pulsátil de sus alas de cuero se desvaneció en la distancia, únicamente quedó el silencio y el latido del corazón de Jazz en su pecho.

—¿Zek? —la llamó sin aliento al cabo de un momento—. ¿Estás bien?

Salió muy nerviosa de su escondrijo, sacudiéndose el polvo bajo un rayo de luz donde se encontraron los tres —hombre, mujer y lobo—, iluminados por él.

—Estoy perfectamente —dijo Zek, aunque su voz era temblorosa.

Jazz bajó el arma y fue corriendo hacia ella. Zek se arrojó en sus brazos. El la acogió con un gesto normal y después la abrazó con fuerza, sintiéndose tranquilo tanto por él como por ella. El encuentro con los wamphyri impresionó extraordinariamente a Jazz y ésta era una reacción natural. Así hubo de decírselo a sí mismo.

Zek permaneció unos momentos en brazos de Jazz, después se liberó de ellos y le protegió los ojos con las manos como amparándole contra la luz que los iluminaba desde las alturas del desfiladero situadas hacia la parte oeste.

—Estamos en plena luz —dijo ella.

Sin perder más tiempo, Jazz se dirigió a sus macutos y sacó otro cargador para el arma. Lo encajó en la metralleta, se sentó y rompió unas cajitas de cartón que contenían municiones para recargar los cargadores vacíos. Esto formaba parte de su entrenamiento. Mientras estaba ocupado, preguntó:

—Parece que nos han rescatado. ¿Quiénes eran? ¿Amigos?

Como respuesta a sus palabras, se oyó un grito que procedía de las alturas y cuyos ecos llegaron hasta ellos.

—Zekintha… ¿eres tú? ¿Todo va bien?

Era una voz llena de ansiedad, tensa como el cuero de un tambor.

—¡Lardis Lidesci! —dijo ella con un suspiro. Y dirigiéndose a Jazz, continuó—: Sí, hemos sido rescatados. No tengo nada que temer de Lardis… ¡a no ser al propio Lardis! Le gusto un poco… eso es todo, pero puedes tener la seguridad de que es una buena persona.

A continuación, ahuecando las manos junto a la boca, gritó:

—¡Lardis, estamos perfectamente!

—Venid siguiendo el desfiladero —dijo con una voz que volvió a arrancar ecos a las montañas—. Aquí no estáis seguros.

—¡Vaya cosa nos dice! —dijo Jazz refunfuñando.

Y terminando de cargarse todos los paquetes, añadió:

—¡Ayúdame a llevar todo esto!

Cuando volvieron a emprender el camino hacia el sur, vieron varios espejos que brillaban en la pared occidental, donde la puesta de sol tenía aquellos peñascos del color del oro fundido. Los destellos dorados de luz iban bajando lentamente y de vez en cuando se distinguían pequeñas figuras humanas recortadas contra el cielo. Desde el lecho del desfiladero llegaba el cascabeleo distante de los gitanos y hasta ellos el jadeo de los corredores al aproximarse a Jazz, a Zek y a Lobo. Sombras huidizas se transformaron en perfiles de hombres vestidos a la manera de los Viajeros. El ansia se reflejaba en sus rostros. No eran hombres pertenecientes a la cuadrilla de Arlek, sino rostros que resultaban nuevos para Jazz. Sin embargo, Zek los conocía y, suspirando aliviada, dijo:

—¡Ah, sí, ahora ya estamos seguros!

Jazz pensó si también él debía de estar a salvo, puesto que no sabía qué iba a pensar de él Lardis Lidesci.

Desde una distancia de kilómetro y medio o más en dirección al sur llegaron los ecos de unos gritos estridentes, que se interrumpieron al alcanzar el punto culminante de un crescendo de terror. Después reinó el silencio y aletearon unas ramas distantes, que quemaban con fulgores amarillos y anaranjados.

Caminando cansinamente junto a Zek —con los corredores de Lardis en los flancos instándolos a que avanzaran más aprisa y Lobo siguiéndolos al trote en la sombra— Jazz dijo:

—¿Qué imaginas que puede haber ocurrido?

El rostro de Zek estaba muy pálido.

—Supongo que Lardis ha hecho un trato con Arlek —respondió Zek.

—¿Qué ha tratado con él?

Zek asintió con la cabeza.

—Arlek era ambicioso, cosa que de hecho no es ningún crimen, pero además era un traidor… y un cobarde. Quería llegar a un acuerdo con los wamphyri a expensas de los demás, a sus expensas. Lardis ya le había hecho varias advertencias en diferentes ocasiones. Ya no tendrá que volver a hacérselas.

—Quieres decir que lo ha matado, ¿verdad? —dijo Jazz asintiendo con la cabeza—. Aquí saben hacer justicia.

—Este mundo es muy duro —expuso Zek.

En la cabeza de Jazz seguían resonando los gritos de Arlek.

—¿Cómo lo habrá matado Lardis?

Zek dejó vagar la mirada a lo lejos.

—El castigo es proporcional al crimen —respondió—. Me figuro que Arlek habrá tenido la muerte de un vampiro: una estaca clavada en el corazón y después habrá sido decapitado y quemado.

—¿Ah, sí? —preguntó Jazz escuchando atentamente y volviendo a asentir con la cabeza—. Quieres decir que de este modo su muerte es absolutamente segura, ¿verdad?

En la respuesta de Zek no había ni la más ligera huella de humor.

—Exactamente, es para quedar absolutamente seguros de que ha muerto. Has de saber, Jazz, que los vampiros son difíciles de matar.

Jazz asintió con un gesto y pensó que la mujer tenía una gran sangre fría.

—No, no es verdad —le dijo ella oprimiéndole con fuerza la mano entre las suyas—. Lo que pasa es que hace más tiempo que tú que estoy aquí…

Lardis Lidesci no era como Jazz esperaba. Tenía una altura aproximada de un metro setenta y cinco, una abundante cabellera y unos brazos largos que le colgaban flaccidos, como los de Jazz. Su constitución física se parecía más a la de un rinoceronte que a la de un gato, como en el caso de Jazz. Era joven —tres o cuatro años más joven que Jazz— y, sorprendentemente para su figura fornida, era extremadamente ágil. La agilidad de Lardis no sólo era física, su inteligencia se hacía patente en cada uno de los rasgos de su faz morena, extremadamente expresiva y con múltiples pliegues, algunos provocados por su costumbre de reír a menudo. El rostro redondo de Lardis era abierto y franco, enmarcado por una cabellera oscura y alborotada, tenía unas cejas pobladas e inclinadas, una nariz aplastada y una gran boca de dientes fuertes e irregulares. En sus ojos castaños no había malicia; generalmente estaban risueños, pero en ocasiones se sumían en profundos pensamientos. En la Tierra que Jazz y Zek habían dejado atrás habría podido ser un luchador profesional, ya que tenía ese aspecto. Entre sus gentes, en el medio gobernado por los vampiros que se extendía al otro lado de la Puerta, era un jefe natural, y una gran parte de sus quinientos hombres, su tribu, lo seguían por doquier sin rechistar. Arlek había constituido una rara excepción, lo que demostraba el peso de la autoridad de Lardis…, pero Arlek ya no existía.

Desde que heredó de su padre el cargo de jefe cinco años atrás, cuando el viejo Lidesci quedó imposibilitado a causa de la artritis, Lardis consiguió mantener a sus Viajeros libres y seguros frente a la permanente amenaza de los wamphyri. Así pues, la tribu creció y se expandió al absorber otros grupos gitanos más pequeños. Aunque aquella tribu no era tan numerosa ni tan fuerte como otras tribus orientales, la gente de Lardis se sentía segura, lo que causaba la envidia de todos los Viajeros. Desde que se convirtió en líder, los wamphyri no habían vuelto a hacer ninguna incursión entre sus gentes. Las razones de aquella actitud eran varias.

Una de ellas derivaba de la diferencia tan marcada que existía entre Lardis y Arlek, cuyo resultado fue la eliminación del último. Lardis no consideraba que los wamphyri fueran los dueños y señores naturales de la esfera ni que llegaría un día en que una incursión devastadora diezmaría su tribu. Él no quería ceder ante los wamphyri, no quería aplacarlos bajo ninguna de las maneras. Esto era algo que ya habían intentado otras tribus de Viajeros en épocas pasadas y que incluso seguían intentándolo ahora, aunque nunca dio resultado. Gorgan Lidesci, el padre de Lardis, todavía hablaba del destino que había correspondido a su primera tribu, cuando él no era más que un chiquillo.

En aquellos tiempos reinaba una cierta paz entre los wamphyri, cosa que permitió a los señores de los vampiros consolidar su prepotencia y hacer incursiones más efectivas, y con mayores contingentes. La tribu de Gorgan, que era muy numerosa y estaba gobernada por un Consejo de Ancianos, quiso hacer un trato con los wamphyri y llegar con ellos a un «acuerdo» mutuamente satisfactorio. Antes de cada puesta de sol, saldría un grupo de gente de Gorgan a hacer incursiones y apresar hombres y mujeres de otros grupos menores de Viajeros y hacerlos cautivos. Como estos grupos menores podían reducirse a unidades de dos o tres familias y constituir un conjunto de unos cuarenta adultos, por estar diseminados a lo largo del flanco de las montañas de la Tierra del Sol, no era difícil conseguir, antes de cada puesta de sol, un diezmo de un centenar de personas. Estas personas eran encarceladas durante la noche y, en caso de producirse una incursión de los wamphyri, se los entregaba para apaciguarlos. Entre los viejos líderes de la tribu de Gorgan era creencia común que, con tal de que los wamphyri dispusieran siempre de un tributo fácil, no tendrían necesidad de ensañarse con las personas de la tribu que les pagaban un tributo. Para decirlo de alguna manera, no podían morder las manos que les daban alimento.

Por espacio de unos años y a lo largo de muchas noches, este sistema se mantuvo intacto. Había ocasiones en que aparecían los wamphyri y otras en las que no conseguían encontrar la tribu de Gorgan (pues los Viajeros no eran nunca sedentarios sino que estaban continuamente en movimiento, inquietud que era inherente en ellos después de centenares de años de rapacidad de los wamphyri), y en estas afortunadas ocasiones, a la salida del sol, los prisioneros estaban en libertad de valerse por sí mismos y de vivir su vida como en tiempos antiguos hasta que volvían a caer prisioneros, quizás antes de la siguiente puesta de sol.

Y cuando volvían los wamphyri, había que hacer ofrecimientos, y los señores wamphyri, sus guerreros y los soldados que no habían muerto recogían su diezmo de cien Viajeros y se volvían a marchar. En resumen, los wamphyri se convertían en recaudadores de impuestos, y por fidelidad al trato establecido, no hacían ningún daño a los que les pagaban este tributo humano regular.

Esto tuvo como resultado que la gente de la tribu de Gorgan fuera debilitándose, engordando y volviéndose cada vez más indiferentes. Perdieron su necesidad de viajar y de evitar las incursiones de los wamphyri, se servían de rutas regulares, de los mismos agujeros y de las mismas zonas para refugiarse, y sus carromatos, a lo largo del flanco de las montañas en la Tierra del Sol, seguían caminos cada vez más previsibles. A diferencia de lo que ocurría entre la mayoría de los Viajeros, no había ningún misterio en sus movimientos. En resumen, que como ya no se molestaban en ocultarse, eran localizados con gran facilidad. Ahora había muchas menos noches de paz y sosiego, mientras que cada vez más a menudo llegaban los wamphyri y se llevaban su tributo humano. Pero ¿qué importaba esto? La tribu estaba a salvo, ¿no es verdad?

Bueno, estuvo a salvo hasta que la breve alianza de un puñado de señores wamphyri se rompió, porque se pelearon y se separaron y cada una de las facciones de la antigua alianza decidió restaurar sus respectivas fuerzas, llenar sus almacenes, redefínir sus antiguos límites territoriales y volver a hacerse con las antiguas tradiciones de los wamphyri. Porque ocurre que cuando se forman ejércitos para la guerra —y en caso de los wamphyri se trataba de un enemigo recíprocamente destructivo, cada señor vampiro contra sus vecinos—, éstos se apropian de todos los recursos que encuentran y se sirven de ellos, sin pensar para nada en su conservación. Los recursos naturales de los wamphyri han sido siempre la carne y la sangre de los Viajeros.

Una noche de locura y de terror —un espacio sin sol, es decir, el comprendido entre la puesta de sol y su salida, un período de tiempo de cuarenta horas—, la tribu de Gorgan se vio extraordinariamente diezmada. Llegaron los wamphyri: primeramente Shaithis, que exigió su tributo habitual y lo tomó; después, Lesk el Glotón; finalmente, Lascula Longtooth. Habrían podido acudir muchos más —Belath, Volse y el resto—, pero es que entonces ya estaba todo terminado y de haber llegado, los supervivientes de la tribu de Gorgan ya no habrían estado esperándolos en sus agujeros. Después de Shaithis, los señores Lesk y Lascula no encontraron ningún tributo que recoger, así que se limitaron a matar a los miembros que formaban el Consejo de los Ancianos y procedieron a llevarse a la flor y nata de la tribu igual que si fuera un rebaño. A consecuencia de ello, un puñado de supervivientes, tal vez cincuenta ancianos y un centenar de niños, corrieron a refugiarse en los lugares recónditos que les fue posible encontrar. Algunos de ellos se refugiaron en una tierra donde los pertenecientes a la tribu de Gorgan eran odiados por todos. A partir de entonces ya no existió la tribu de Gorgan, y el joven Gorgan se propuso no volver a tener más tratos con los traicioneros wamphyri. Lardis, a su vez, era de la misma opinión: que otros jefes de tribu hicieran lo que les viniera en gana, que siguieran sus procedimientos y que no les faltase la suerte, puesto que sus gentes no se someterían nunca a los wamphyri ni tampoco depredarían a los hermanos Viajeros para dudosos fines personales y para la obtención de viles e inhumanos recargos en la Tierra de las Estrellas.

En cuanto a las convicciones de Lardis, actuaban en su favor.

Todavía había tribus que utilizaban algún que otro sistema de tributos, utilizando Viajeros cautivos robados a otros grupos para aplacar a los wamphyri o incluso echando suerte y sacrificando a los propios miembros de sus comunidades nómadas. Los Viajeros que adoptaron o aceptaron esta existencia servil solían pertenecer a grandes tribus del flanco este que contaban con más de mil miembros. Su número los protegía contra represalias por víctimas anteriores, lo que les permitía cumplir con el sacrificio periódico requerido sin disminuir apreciablemente la potencia de la tribu.

Moraban en la parte situada al este del desfiladero, porque allí la caza era más abundante y, en cierto sentido, la supervivencia mucho más fácil. Lardis lo sabía y por eso hacía que su gente habitase al oeste del desfiladero; allí era más difícil conseguir el necesario sustento, pero la seguridad era mucho mayor. En los períodos de sol, tenía centinelas en los extremos sur del desfiladero, para advertir a los Viajeros que hiciesen sus correrías hacia el oeste y suministrar informes secretos de sus contingentes, de sus posiciones y de cualquier otro posible peligro para su propia gente o para la ruta de paso.

Lardis no solía hacer la guerra contra los Viajeros que rendían tributo a los wamphyri, prefería más bien mantenerse fuera de su camino. No obstante, si querían hacer la guerra contra él, siempre estaba dispuesto a ello. Sus hombres, e incluso muchas de sus mujeres jóvenes, estaban muy bien preparados y eran luchadores formidables; eran expertos en emboscadas, celadas, combates cuerpo a cuerpo y en el uso de todo tipo de armas. En las pocas ocasiones en que algunos forasteros habían tratado de realizar incursiones contra ellos, habían sido severamente castigados, por lo que, durante los cinco años de su liderazgo, se había propagado la leyenda de que no era un hombre con el que se podía andar con bromas. Estaba dispuesto a aceptar pequeños grupos para engrosar su tribu pensando en su propio bien, pero no tenía la más mínima intención de amalgamarse con contingentes muy grandes. Su lema era: la seguridad está en las dimensiones medianas. No ser tan numerosos que despertasen el interés de los wamphyri, ser lo suficientemente móviles para confundirlos y algo agresivos para disuadirlos de posibles incursiones. Hasta entonces, por lo menos, estos factores habían permitido que el resultado operara con eficacia.

Pero el esceptismo de Lardis (por no decir el desprecio) respecto a la superioridad de los wamphyri y su actitud contraria a la pacificación no eran las únicas razones de su éxito. Estaba al corriente, como es lógico suponer, de la superioridad puramente física y táctica de los señores de los vampiros —sabía de su fuerza y de su crueldad, del espantoso terror de sus bestias de guerra, de la eficiencia discreta y rápida de sus espías, de los grandes murciélagos y de la movilidad de sus criaturas voladoras—, pero también estaba al corriente de sus debilidades y sabía aprovecharse de ellas.

Únicamente podían realizar incursiones de noche, generalmente durante el período de calma pasajera que precedía o anunciaba alguna de las interminables guerras de los vampiros —a fin de secundar sus esfuerzos bélicos o coadyuvar a complementar su disminuida capacidad, como a veces ocurría—, e invariablemente terminaban sus incursiones en una carnicería. No eran muy propensos a pasar mucho tiempo en la Tierra del Sol, pues cuando se ausentaban no sabían nunca qué estarían llevándose entre manos sus enemigos de la Tierra de las Estrellas. ¡Los nidos de águilas habían podido ser ocupados mientras sus verdaderos señores hacían incursiones por tierras extrañas! Lardis sabía igualmente que los wamphyri rara vez hacían incursiones al oeste del desfiladero: la mayoría de las tribus, y especialmente las que estaban subordinadas a los wamphyri, habitaban en el este. ¿Por qué, entonces, debían buscar sus presas en el oeste cuando abundaba la oferta en el este? Un hecho era evidente: que pese a la tan cacareada arrogancia de los wamphyri, la verdad es que eran unos seres que tendían a la pereza. Cuando no guerreaban entre sí o se dedicaban a hacer incursiones, hacían planes para futuras guerras, no hacían nada o dormían. Esto también constituía una debilidad. Lardis Lidesci apenas dormía y, cuando se ponía el sol, descansaba a base de echar breves cabezadas.

Otra debilidad de los wamphyri era ésta: que aun cuando era difícil matarlos, podían morir, y de hecho morían. Lardis sabía cómo podían morir. Pero la muerte era muy diversa. Podían morir a manos de otro vampiro, esto era posible. Aunque a regañadientes, el orgullo de los wamphyri permitía esta posibilidad. Lo que sí era totalmente imposible es que se produjese a manos de un modesto Viajero. ¿Qué gloria les reportaría? ¿Quién tendría en cuenta el hecho? ¿Valdría la pena que una vida terminara de aquella manera? Lardis no había matado a ningún señor de verdad, pero por dos veces se ocupó de llegar a ese nivel final del poder de un vampiro.

Fueron los hijos y los lugartenientes de Lesk el Glotón los que pensaron atacarlo al alba, antes de la salida del sol, cuando él estuviera desprevenido y a punto de salir de la caverna que era su refugio, pero Lardis no conocía el significado de la palabra «desprevenido».

Tuvo que atravesar al vampiro con una estaca de madera, decapitarlo, quemar su cadáver… y ya estaba muerto. Sin embargo, Lardis quiso sentar un precedente con los compinches de Lesk: los ató a una estaca desde la salida del sol, que los fue cociendo lentamente, provocando un griterío ensordecedor. Otros líderes de los Viajeros podían verse metidos en dificultades a la hora de terminar con los vampiros, no Lardis. Los wamphyri acabaron por conocer su nombre e incluso por respetarlo. Como podía vivir durante siglos, es decir, era prácticamente inmortal, Lesk no consideraba prudente levantarse contra un Viajero como Lardis, que estaba en condiciones de reducir a nada la vida de los vampiros tan rápidamente y con tanta crueldad y que, si se le presentaba la oportunidad, no dejaba de hacerlo.

Estaba después el miedo que los wamphyri tenían a la plata, metal que era un veneno para sus sistemas y que tenía la misma función que el plomo en los hombres. Lardis había descubierto una pequeña mina de ese raro metal en las colinas occidentales y ahora las puntas de sus flechas eran de plata. Además, embadurnaba sus armas con el jugo de la raíz de kneblasch, cuyo olor a ajo provocaba una parálisis parcial en los vampiros, amén de interminables vómitos y de unos desórdenes nerviosos generales que se prolongaban durante días. Si la hoja de una arma tratada con kneblasch hacía una herida en la carne de un wamphyri, el miembro contaminado tenía que ser cortado y crecía otro en su sitio.

No era tanto que estas cosas fuesen secretas o conocidas únicamente por la tribu de Lardis —de hecho, todos los Viajeros estaban enterados de ellas desde tiempo inmemorial—, sino más bien que Lardis se atrevía a usarlas en defensa de su gente. Los wamphyri habían prohibido a todos los Viajeros el uso de espejos de bronce, plata y kneblasch so pena de espantosas torturas y de la muerte, pero a Lardis le importaba un bledo. Él era un hombre que ya estaba marcado y es de todos sabido que los hombres sólo mueren una vez.

Así pues, éstas eran algunas de las cosas que influían en la manera como Lardis gobernaba su tribu y en su decisión de mantenerla segura al oeste del desfiladero que se abría entre las montañas, si bien había todavía otro elemento que jugaba a su favor y que confirmaba sus medidas de sentido común. Y era éste: que en algún lugar de los picos occidentales, en un valle pequeño y fértil, vivía aquel que temían los wamphyri y al que había dado el nombre de El-Habitante-de-su-Jardín-del-Oeste. La leyenda del Habitante era el motivo principal de que Lardis se hubiera ausentado esta vez. Era evidente que había estado buscando nuevas rutas y lugares abrigados para su tribu (de hecho, había descubierto varias), pero en realidad había tratado de localizar al Habitante y había llegado a la conclusión de que lo que era malo para los wamphyri tenía que ser bueno para la tribu de Lardis el Viajero. Por otra parte, ya hacía bastantes años que circulaba el rumor de que el Habitante ofrecía refugio a todo aquel que tuviera suficiente arrojo para encontrarlo. En cuanto a Lardis, la solución para él no era encontrar refugio, aunque ciertamente habría sido una gran cosa dar con un lugar permanente y seguro para su tribu; sin embargo, si el Habitante tenía poder suficiente para desafiar a los wamphyri… eso era ya razón suficiente para tratar de encontrarlo. Lardis aprendería de él y, gracias a los nuevos conocimientos adquiridos, podría mantener una lucha permanente contra sus enemigos vampiros.

Por tanto, lo había buscado… y lo había encontrado.

Ahora había regresado de aquella búsqueda a tiempo para salvar a Zekintha, la mujer procedente de la Tierra del Infierno, de la traición que le había preparado Arlek. Zekintha… y el recién llegado, cuyas habilidades en la lucha habían sido ponderadas con una reverencia rayana en el pavor por las víctimas de Arlek. En una lucha cuerpo a cuerpo y sin la intervención de sus partidarios, Arlek no habría tenido ninguna posibilidad frente a Jazz, y si había algo que sedujese a Lardis Lidesci era un buen luchador… aunque no jugara limpio.

Lardis, que los vio llegar a través del cañón, se adelantó a recibirlos. Rodeó a Zek con sus fornidos brazos y la besó en la oreja derecha.

—¡Derriba las montañas! —le gritó a modo de saludo—. Estoy contento de que estés bien, Zekintha.

—¡Mas o menos! —respondió ella, casi sin aliento—. En todo caso es gracias a él —dijo indicando con la cabeza a Jazz.

Éste, agotado y casi sin poder andar, como si acabara de realizar un trabajo superior a sus fuerzas, devolvió el ademán a Zek e inmediatamente después dirigió una mirada al cañón, que ahora aparecía bañado en la media luz del crepúsculo. Los hombres y los lobos se movían de un lado para otro entre las sombras proyectadas por los peñascos y el ruido que hacían, unido al rumor de su charla, era música para los oídos de Jazz. En un revoltillo de piedras planas situadas junto a la pared occidental ardía una gran hoguera, de la que se elevaba una negra columna de humo que subía casi verticalmente en medio del aire tranquilo. Jazz supuso que era la pira funeraria de Arlek.

A una distancia de unos cien metros más hacia el sur, el paso se desviaba un poco hacia el este y a partir de allí se iniciaba una bajada que conducía al pie de las colinas de la Tierra del Sol, invisibles desde allí. Los rayos del sol, declinando lentamente en el horizonte, incidían con fuerza en el último tramo del desfiladero, se reflejaban en la pared occidental del cañón e iluminaban sus salientes y despeñaderos. Desde las alturas, ágiles como cabras, bajaban media docena de Viajeros, que a modo de escudo llevaban espejos en sus hábiles manos, dirigiendo con ellos los rayos del sol hacia las tenebrosas profundidades de la garganta que se extendía hacia el norte. Jazz frunció el entrecejo al ver acercarse al primero de los que llevaban los espejos. ¿Era realmente de vidrio aquel gran espejo ovalado que llevaba el nombre? ¿Tenían verdaderamente a su disposición los Viajeros el conocimiento de aquella tecnología?

Lardis vio que Jazz se despojaba de su ropa de combate y después se acercó a él sonriendo y tendiéndole la mano derecha. Al ir a darle la mano, Jazz se dio cuenta de que le agarraba el antebrazo, al igual que Lardis el suyo. Era el saludo propio de un Viajero.

—Vienes de la Tierra del Infierno —le dijo Lardis—. ¿Cómo te llamas?

—Michael Simmons —respondió Jazz—, pero los amigos me llaman Jazz.

Lardis volvió a mover la cabeza haciendo un gesto afirmativo.

—Bien, entonces te llamaré Jazz… de momento. Todavía me falta tiempo para decidirme sobre ti. He oído rumores acerca de otros habitantes del infierno como tú que se quedan con los wamphyri y trabajan con ellos como hechiceros.

—Como puedes ver —le dijo Jazz—, no soy de ésos. Y me parece que no debe de haber ningún habitante de la Tierra de los Infiernos que se quede con los wamphyri por gusto.

Lardis llevó a Jazz aparte y lo condujo a un lugar donde un grupo de hombres permanecían sentados, con aire acongojado, sobre unas piedras. Estaban con la cabeza agachada y a su alrededor había un grupo de hombres de Lardis que los custodiaban. Los que estaban sentados habían sido seguidores de Arlek, y Jazz reconoció varias caras entre ellos. Cuando Jazz y Lardis se les acercaron, los cautivos todavía bajaron más la cabeza. Lardis les riñó y dijo:

—Arlek os habría entregado a lord Shaithis de los wamphyri, pero era un gran cobarde y ambicionaba la jefatura de la tribu. ¿Has visto aquella hoguera?

Jazz asintió con un gesto:

—Zek me ha dicho qué harías —dijo.

—¿Zek? —dijo Lardis mientras la sonrisa se desvanecía de su rostro—. ¿Ya la conocías antes? ¿Es que has venido para llevártela contigo?

—No, he venido porque me han obligado —respondió Jazz—, no he venido a buscar a Zek. Había oído hablar de ella, pero no nos conocíamos y ha sido aquí donde nos hemos visto por vez primera. En nuestro mundo pertenecemos a grupos de gente que… no son amigos.

—Pero aquí sois habitantes de la Tierra de los Infiernos, gente extraña en un mundo extraño… y eso os acerca.

Lo que acababa de decir Lardis era exacto.

Jazz se encogió de hombros y dijo:

—Supongo que así es.

Después, mirándole directamente a la cara, dijo a Lardis:

—¿Quieres hacer de Zek materia de discusión?

La expresión de Lardis no cambió y se limitó a decir:

—No, es una mujer libre. Yo no tengo tiempo para entretenerme en cosas pequeñas. Todas mis preocupaciones se centran en la tribu. Había pensado cosas con respecto a Zekintha…, pero ella sería para mí una distracción que no me puedo permitir. De todos modos, más que una esposa, creo que en ella puedo tener una compañera y una consejera. Además, ella viene de la Tierra de los Infiernos y un hombre no debe acercarse nunca demasiado a algo que no puede entender.

—Ese sitio que llamas la Tierra de los Infiernos es muy grande y en él hay gentes de culturas muy diferentes. Es un lugar extraño, pero no el infierno que imaginas.

Lardis enarcó las cejas y se quedó pensando en lo que Jazz acababa de decirle.

—Zekintha dice aproximadamente lo mismo —dijo—, me ha hablado mucho de ese mundo, me ha dicho que en él hay armas más grandes que todas las bestias de guerra de los wamphyri juntas, que hay un continente de gente negra que muere por millares de enfermedades y de hambre, que hay guerras en todos los rincones, hombres que luchan contra hombres, máquinas que piensan, corren y vuelan y que todo está lleno de fuego y de humo, que hay un ruido ensordecedor. Para mí, eso es el infierno.

Jazz se echó a reír a mandíbula batiente.

—Dicho de esa manera parece que tengas razón —dijo.

Había cogido la metralleta y se la había ajustado al hombro. Lardis miró el arma y dijo:

—¿Es tu… arma? Igual que la de Zekintha. Un día mató un oso con ella. El oso quedó con más agujeros que una red de pescar. Ahora está rota, pero ella sigue llevándola encima.

—Se puede reparar —dijo Jazz— y yo se la repararé así que tenga un poco de tiempo. Tu gente entiende de metales. ¿Cómo es que no se la han reparado?

—Porque les da miedo —hubo de admitir Lardis—. Y a mí también me lo da. Esas armas meten mucho ruido.

Jazz indicó con la cabeza que estaba de acuerdo.

—Pero el ruido no mata a los wamphyri —dijo.

Lardis, al escuchar aquellas palabras, se excitó igual que un niño.

—Pues yo he oído los ecos retumbando en el desfiladero. ¿Le diste de verdad a Shaithis?

—Le disparé a quemarropa —dijo Jazz sonriendo irónicamente—, hice unos cuantos agujeros en sus bestias voladoras, me parece… pero no los suficientes para dejarlas secas.

—¡Mejor eso que nada! —dijo Lardis dándole una palmada en el hombro—. Las heridas tardarán tiempo en curarse. Así les das a los vampiros algo en qué ocuparse y se quedan un tiempo sin hacer de las suyas.

Después volvió a quedarse pensativo.

—Estos hombres —dijo contemplando con el entrecejo fruncido al grupo de desgraciados que estaban sentados en el suelo— eran seguidores de Arlek. Si sus planes hubieran salido bien, tú ahora serías carne de vampiro. Con el arma que tienes, te costaría muy poco cargártelos a todos.

Y al decirlo hizo chasquear los dedos.

Zek los siguió, había oído lo que dijera Lardis y lo miraba con los ojos muy abiertos. Los hombres de los que hablaba Lardis también lo habían oído (Lardis se había asegurado de que así fuera) y levantaron la cabeza del suelo donde estaban sentados y sus rostros adoptaron de pronto una expresión preocupada y temerosa.

Jazz los miró y recordó que algunos parecían no estar de acuerdo con las ideas y acciones de Arlek.

—Arlek se burlaba de ellos —respondió a Lardis—, se burlaba a fondo. Y tú no estabas aquí para poner las cosas en su sitio. Tal como has dicho, era un cobarde; necesitaba de los demás para imprimir fuerza a sus opiniones. Éstos son los imbéciles que escuchaban lo que decía. Como es lógico, no habrían querido escucharle, pero uno castiga a los traidores, no a los imbéciles.

Lardis miró a Zek y le dirigió una sonrisa.

—Esto podría haberlo dicho yo —dijo, mientras ella suspiraba—. Además, uno de estos hombres te atacó por la espalda. ¿No te sientes furioso contra él? —prosiguió Lardis.

—Un poco —admitió Jazz tocándose el chichón que tenía detrás de la oreja—, aunque no lo bastante para matarlo. Lo que quizá podría hacer sería darle una lección.

Se preguntó qué perseguía Lardis. Era evidente que estaba enterado de cómo Jazz se había cargado a Arlek. Tal vez quería ser testigo de sus habilidades como luchador. Podía ser una prebenda que la tribu contase con un hombre capaz de enseñarles unas habilidades especiales para la lucha.

—¿Quieres darle una lección? —le dijo Lardis con una mueca.

Jazz estaba en lo cierto. Lardis se paseaba ahora entre los hombres sentados en el suelo, empujándolos a derecha e izquierda y apartándolos de las piedras, escupiéndoles todo el menosprecio que le inspiraban.

—¿Cuál de vosotros le atacó? —preguntó.

Un joven musculoso, de aspecto nervioso, se levantó lentamente. Lardis indicó con el dedo una zona de terreno llano libre de piedras.

—¡Allí! —le gruñó.

—¡Espera! —dijo Jazz adelantándose—. Por lo menos que sea una lucha, ya que de lo contrario no tiene ninguna oportunidad. ¿Tiene algún amigo? ¿Un amigo íntimo?

Lardis enarcó sus expresivas cejas y se encogió de hombros. Con tono desabrido, preguntó al muchacho:

—¿Qué dices? Me parece que no es probable que lo tengas.

Otro joven, más fornido y más rústico, menos tímido que el otro, se puso de pie. Cuando se colocó al lado del otro en la zona de terreno despejado, Jazz pensó: «Primero te liquidaré a ti». A continuación, en voz alta, dijo:

—Así está bien.

Se aseguró de que la metralleta tuviera el seguro y se la pasó a Lardis, quien la aceptó con cierta cautela y la sostuvo torpemente.

Jazz se acercó a sus dos contrincantes.

—¡Cuándo estéis preparados! —dijo sin darle mucha importancia—, a menos que no tengáis arrestos suficientes, en cuyo caso os podéis poner de rodillas y me besáis las botas.

Esto era un truco cuya finalidad era provocarlos y hacer que se lanzasen a una acción rápida y perdiesen el control.

¡Y así sucedió!

Se miraron uno a otro, hincharon el pecho y se lanzaron igual que toros, con la misma fiereza que esas bestias.

Jazz decidió ofrecer un espectáculo a Lardis. Evitó el envite del hombre que lo había golpeado con la maza y le propinó un puñetazo corto y lateral directamente al cuello, en el momento en que pasaba junto a él. No era suficiente para dejarlo fuera de combate, todavía no había llegado el momento de hacerlo, pero bastó para dejarlo aturdido y despatarrado en el suelo. El segundo, que era más fornido y un poco más cauto, desvió el cuerpo y se arrojó, rodando, a los pies de Jazz con intención de derribarlo. Pero le falló la estratagema, porque Jazz dio un salto, evitando el cuerpo que se le venía encima, y acto seguido se plantó junto a él en el momento en que el otro se ponía de pie. Entonces hizo una finta y le propinó un rápido golpe en plena cara. El otro, como lo había visto venir, desvió la mitad superior del cuerpo, pero la mitad inferior no sólo quedó expuesta sino servida en bandeja. Jazz le dio una certera patada en la ingle aunque, una vez más, no lo bastante fuerte como para acabar con él, sino simplemente para hacer que se doblase y cayese desplomado en el suelo como una piedra.

El primero, todavía aturdido pero animoso, volvía a estar de pie. Cogió una piedra llena de aristas y empezó a rodear a Jazz buscando un punto de entrada para atacarlo. Jazz tenía largas las piernas y sabía que, en determinadas circunstancias, éstas llegaban allí donde no alcanzaban los brazos… y en cualquier caso aquello tampoco era un combate pugilístico en toda regla. Se volvió a medias frente al hombre que llevaba la piedra en la mano, quien inmediatamente avanzó hacia él. Pero cuando Jazz se volvía, dobló al mismo tiempo el cuerpo hacia adelante de cintura para abajo y levantó la pierna derecha para darle un soberano puntapié. El movimiento fue tan rápido y tan alejado de las experiencias de lucha del otro que ni siquiera pudo valorar el carácter ofensivo de la agresión. Pero de pronto sintió que el brazo le quedaba entumecido y que la piedra que llevaba en la mano había caído al suelo. Presa todavía de la fluidez del movimiento iniciado, Jazz enderezó el cuerpo, siguió dando la vuelta como para terminar el círculo natural que había comenzado y propinó un golpe seco con los dedos rígidos en la nuez del cuello del otro. Inmediatamente después remató la faena con un puñetazo.

Después se agachó colocándose en actitud defensiva, como valorando el daño que había causado. Finalmente se relajó, volvió a ponerse de pie, dio un paso atrás y dobló los brazos.

Sus dos contrincantes estaban en el suelo, uno con las manos en las ingles lanzando gemidos de dolor, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, y el otro jadeando, aspirando aire con avidez y frotándose el cuello. No tardarían en recuperarse, pero les costaría mucho olvidarlo.

Hubo un momento de silencio provocado por la sorpresa, interrumpido por Lardis, que no pudo contenerse, y se puso espontáneamente a aplaudir. Muchos de los hombres lo imitaron, pero no los que habían formado parte de la cuadrilla de Arlek. Estaban sentados muy tranquilos, mirando en todas direcciones salvo a Jazz, por lo que éste les lanzó un reto:

—¿Hay alguien más que quiera probar?

No hubo voluntarios.

—Dejo en tus manos el castigo que haya que imponerles, Jazz —le gritó Lardis—. ¿Qué hacemos con ellos?

—Ya los has humillado bastante —respondió Jazz—. Arlek ya estaba advertido, pero no quiso hacer ningún caso. De todos modos, ya lo ha pagado. Ahora bien, estos hombres también han sido advertidos. Si lo dejas en mis manos, te diré que es mejor no tomar represalias.

—¡Perfectamente! —dijo Lardis, aunque a regañadientes.

Acto seguido algunos hombres se adelantaron para ayudar a sus compañeros a ponerse de pie. Uno de ellos era de los que llevaban un espejo, que dejó cuidadosamente boca abajo en el suelo al agacharse para atender al de la garganta magullada. Jazz echó una mirada al gran espejo ovalado que estaba colocado boca abajo en el suelo, volvió a levantar los ojos… y se acercó más.

¿Cómo? —exclamó—. ¿Qué quiere decir esto?

Zek se había aproximado, pero ahora lo miraba sorprendida.

—Jazz, ¿a qué te refieres?

—Lardis —lo llamó Jazz, ignorando a Zek un momento—, ¿de dónde has sacado esos espejos?

De pronto, sin que pareciera venir a cuento, su voz tenía un tinte de incredulidad.

Lardis se acercó con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.

—¡Son mis nuevas armas! —respondió, no sin un cierto orgullo—. Busqué al Habitante… ¡y al final di con él! En prueba de amistad, me dio esos espejos. Menos mal para ti que me los dio…

Jazz recogió el espejo y contempló con incredulidad el dorso del mismo.

—¡Menos mal, en efecto! —consiguió decir al fin—. Quizás has tenido más suerte de lo que crees.

Se pasó la lengua por los labios y miró a Zek como buscando la confirmación de que sus ojos no le engañaban.

Zek miró el espejo que sostenían las manos temblorosas de Jazz y se quedó boquiabierta.

—¡Oh, Dios mío! —dijo con voz débil.

El dorso del espejo estaba revestido de contrachapado, al que algún Viajero había fijado unas cinchas de cuero. Pero lo curioso es que llevaba la etiqueta del fabricante, grabada en relieve con estas palabras:

MADE IN THE DDR.

KURT GEMMLER UND SOHN,

GUMMER STR.,

EAST BERLÍN.