Castillos - Viajeros - ¡El Projekt!
Una hora antes, poco más o menos, ocurría lo siguiente: Procurando guardarse de los murciélagos, Karl Vyotsky condujo su motocicleta por la llanura cubierta de piedras en dirección a aquella especie de tubos, fantásticamente tallados, que se erguían como espectrales centinelas en la parte este. Su primer impulso consistió en dirigirse al desfiladero, hacia la fina rendija de sol que había visto en el horizonte, en la parte más amplia de aquella «V» que formaba el cañón. Pero el sol ya se había puesto a medio camino de la boca del desfiladero, y de sus rayos sólo quedaba un abanico de haces de luz rosada por la parte sur del firmamento.
La cordillera montañosa que se extendía al este y al oeste hasta donde alcanzaba la vista formaba una silueta negra, realzada con manchas y rayas de un color dorado resplandeciente allí donde la luz de la luna reflejaba sus fulgores. Sin embargo, el cielo por encima de las montañas era de un color azul intenso, recorrido por haces de luz de un amarillo desvaído y, como era evidente que en aquel mundo estaba empezando a caer la noche, Vyotsky prefirió pasar por el campo abierto que se extendía bajo la luna que moverse por la negrura del desfiladero, que más parecía tinta que otra cosa. No sabía que al otro lado de la cordillera la luz del día duraría un tiempo equivalente a dos de los días que él conocía.
Así es que, con el faro encendido, dio la vuelta y se dirigió a aquellos tubos excavados en la piedra y, mientras sus ojos iban acostumbrándose a la luz de la luna y sus ruedas ligeramente excéntricas iban tragándose velozmente los kilómetros, observó los enigmáticos nidos de águila situados a catorce o quince kilómetros en dirección este con un sentimiento en el que había algo más que mera curiosidad. ¿Eran luces realmente lo que veía en las torres más altas? Y si lo eran realmente y en ellas había gente, ¿qué clase de gente sería? Mientras iba reflexionando sobre estas cosas, se fijó en los murciélagos, que no eran precisamente las pequeñas criaturas, semejantes a ratones voladores, que poblaban la Tierra.
Tres de los murciélagos, con unas alas que medían un metro de punta a punta, se abalanzaron sobre él y lo obligaron a desviarse y casi a caer de la moto. El batir de sus alas membranosas emitía un ruido leve pero rápido, que agitaba el aire con su latido. Parecían pertenecer a la misma especie del animal aparecido en el Encuentro Cuatro: Desmodus el vampiro. Vyotsky no sabía qué podía haberlos atraído hacia él, quizás el rugido del motor, que sonaba muy fuerte y extraño en el silencio pavoroso de aquel lugar. Pero cuando uno de los murciélagos pasó por delante de la luz del faro…
El vuelo de aquella criatura se hizo errabundo, casi frenético. Vyotsky disparó hacia arriba y el grito estridente de alarma resonó salvajemente en la cabeza de Vyotsky y fue contestado con nerviosos alaridos de sus compañeros de viaje. Esto hizo que el ruso comprendiera que aquélla era una manera de librarse de ellos. Es posible que fueran completamente inofensivos y que sólo se movieran por simple curiosidad; vampiros o no, no era probable que atacaran a un hombre, por lo menos mientras se mostrara activo y se moviera. Pero Vyotsky tenía trabajo para dominar su motocicleta por aquel terreno tan accidentado. En la tierra seca y polvorienta de la llanura había fisuras, rocas y piedras diseminadas por doquier. Tenía que concentrarse para poder seguir su camino y para ello debía desentenderse de los tres murciélagos gigantescos que iban persiguiéndolo.
Decidió pararse, sacó una potente linterna de uno de los macutos que llevaba y esperó a que los murciélagos se acercasen de nuevo. Uno, al parecer cegado, se mantenía a distancia y patrullaba desde lo alto, pero al cabo de un momento los demás se acercaron. Mientras iban volando en círculo a su alrededor, Vyotsky seguía quieto pero, al precipitarse sobre él con la cabeza baja, Vyotsky dirigió la linterna sobre ellos y, pulsando el botón, los inundó de luz. ¡Hubo una gran confusión! Los dos murciélagos chocaron y cayeron con las alas enredadas. Ya en el suelo, se separaron, se escabulleron, se movieron torpemente y profirieron vibrantes gritos de alarma. Uno de ellos se las arregló para echar a volar hacia arriba, pero su compañero no fue tan afortunado.
La metralleta de Vyotsky lo partió casi por la mitad y salpicó de sangre las rocas circundantes. Cuando se desvanecieron los ecos retumbantes del arma, los dos supervivientes ya habían desaparecido. Vyotsky dio unos cuantos bocinazos para contribuir a alejar todavía más a aquellos pajarracos…
Esto había ocurrido hacía veinte minutos y desde entonces no había vuelto a ser molestado. Se había dado cuenta de que había unas pequeñas sombras que revoloteaban sobre su cabeza, pero en realidad no se divisaba nada en concreto. Estaba contento de que así fuera ya que, si de algo estaba seguro, es de que no podía gastar municiones dedicándose a matar murciélagos. Igual que el inglés, Michael Simmons, sabía que en este mundo había cosas mucho peores que los murciélagos.
Pero ahora también estaba seguro de una cosa: no se había equivocado con respecto a las luces que se veían en los nidos de águila, ahora ya no tan distantes como antes. El más próximo estaba a unos siete kilómetros de distancia, mientras que los otros se encontraban diseminados irregularmente por la llanura que se extendía detrás, perdiéndose en la distancia y haciéndose más y más pequeños, más y más brumosos, a pesar incluso de la intensa luz de la luna. Las bases parecían afianzadas con guijarros y reforzadas con muros y terraplenes. En el fuste estriado y pétreo más próximo parpadeaban las luces de forma intermitente; y a través de varias chimeneas echaba un humo que oscurecía el azul intenso del cielo y la palidez de las estrellas; otras estructuras menores estaban adosadas a laderas escarpadas, donde los salientes habían permitido una construcción extremadamente precaria. Sin embargo, las edificaciones de piedra que coronaban los fustes macizos sólo habrían podido describirse adecuadamente con una palabra: ¡castillos!
¿Quién los había construido? ¿Cómo? ¿Por qué? Eran detalles que quedaban por descubrir, si bien Vyotsky tenía la seguridad de que se trataba de obras realizadas por hombres. Sí, debía de tratarse de guerreros. Unos hombres, suponía, capaces de entenderse con los rusos. Tenían que ser hombres fuertes, sin duda alguna, y al pensarlo su mirada volvió a levantarse hacia la torre que tenía más próxima, la estructura enorme de aspecto desolado y siniestro que parecía otear las tierras que tenía a su alrededor como un enfurruñado centinela.
Al instante, volviendo a dirigir la mirada hacia el intrincado camino que tenía delante, Vyotsky se vio obligado a accionar los frenos. Parecía como si en aquella accidentada superficie hubiera crecido de pronto una pared baja de piedras amontonadas unas sobre otras que se extendía a lo lejos hasta la llanura y de allí hasta el mismo pie de las montañas. La pared tendría unos dos metros de altura y un grosor aproximadamente igual en la base. Era evidente que estaba hecha por mano humana y parecía ser un lindero. El ruso volvió la moto hacia el sur y, dirigiéndola hacia el pie de la montaña, buscó una abertura en la pared. Pero, enfrente, la pared se elevaba para ir a parar a un saliente muy inclinado de roca lisa que Vyotsky sabía perfectamente que su moto era incapaz de subir. Y aunque hubiera podido, él tampoco estaba dispuesto a subir por ella. Sintiéndose contrariado, se dio la vuelta y se quedó un momento mirando pensativo el tubo que tenía más cerca.
Desde aquel punto alto en el que ahora se había situado tenía una vista más precisa de todo lo que le rodeaba. Seguía sentado en la moto y, sin darse cuenta, se puso a calcular las dimensiones de las poderosas columnas.
Ésta tendría unos doscientos metros de diámetro en la base e iba afinándose a medida que ascendía hasta llegar aproximadamente a la mitad del diámetro citado en la torre que la coronaba, situada a un kilómetro y medio de altura. Básicamente la torre era una columna de piedra. Aun pudiendo parecer tan natural como muchos afloramientos grotescos del Gran Cañón, lo que más impresionaba en ella eran sus dimensiones y las estructuras que tenía encima. Pero mientras sus ojos recorrían la tremenda altura de aquel rascacielos, se dio cuenta de qué en una enorme caverna situada cerca del punto más alto había una cierta actividad.
Entornó los ojos para ver de distinguir de qué se trataba. ¿Qué podía ser?
Vyotsky sabía que en el fondo de su macuto más grande, llenado deprisa y corriendo, cuando todavía no tenía las ideas muy claras, había unos prismáticos. Eran unos prismáticos de buena calidad, pero no quería perder el tiempo en sacarlos del macuto. Sin embargo, mientras estaba contemplando la inmensa columna con todas sus estructuras que desafiaban las leyes de la gravedad, su torre de vigía y la actividad que ahora había observado en…
¡En ese momento algo se precipitó al exterior desde lo alto de la cueva!
Vyotsky sintió que un estremecimiento le recorría la espina dorsal y que sus labios carnosos dejaban al descubierto sus dientes, doloridos todavía por el codazo que le había propinado Simmons. Aspiró una profunda bocanada de aire, al tiempo que forzaba los ojos tratando de averiguar qué era lo que flotaba en el aire como una nube negra y que parecía un aparato volador que iba describiendo lentos círculos alrededor de la altísima columna al tiempo que iba perdiendo altura.
Al cabo de un rato la cara del ruso se quedó lívida al darse cuenta de que aquel objeto volador era el hermano gemelo del personaje del Encuentro Uno: un dragón extraño en el cielo de un país extraño. Vyotsky se quedó horrorizado, aunque sólo fue un momento. No era conveniente dejarse vencer por el pánico. Paró el motor de la moto y, manteniéndose junto a la pared, dejó que las ruedas giraran libremente y lo llevaran desde el pie de las montañas hasta la llanura. Ya allí, localizó un macizo saliente de roca y aparcó la moto a la sombra del mismo. La luna, que parecía moverse a través del cielo con gran presteza, estaba situada ahora directamente sobre su cabeza, lo que dificultaba enormemente que pudiera esconderse. Amparándose en la poca sombra que había, el ruso porfió para descargar los macutos que llevaba colgados, cargó la metralleta con un cargador nuevo y se guardó uno de repuesto en el bolsillo del mono. Preparó luego un pequeño lanzallamas y, pese a que era un hombre descreído, pensó: «¡Santo Dios! ¡Espero que esto me ayude a defenderme de esa cosa!»
Entretanto «la cosa» se movía en círculo sobre la titánica columna por segunda o tercera vez y ya parecía encontrarse a menos de trescientos metros de altura. De pronto viró bruscamente en dirección a la llanura y pareció agrandarse extraordinariamente al bajar en picado haciendo una serie de movimientos de deslizamiento directamente hacia el lugar donde se escondía Vyotsky.
Se dio cuenta entonces de que no servía de nada fingir, que era inútil pensar que su vuelo era una mera coincidencia con el hecho de que él permaneciera allí escondido. Aquel ser extraño sabía que él estaba allí y venía a buscarlo.
Pasó por encima de su cabeza desviándose hacia el norte y proyectando una inmensa sombra en la llanura que era como una gran mancha de tinta que se desplazaba velozmente. Vyotsky, con la cabeza levantada, trató de medir su tamaño. Con un cierto alivio vio que no era ni tan enorme ni terrible, ni mucho menos tan cruel como la «cosa» que estuvo a punto de destruir Perchorsk. Tenía unos quince metros de longitud y unas alas que cubrían una distancia todavía mayor; su forma era similar a la de una gran manta sobre la tierra, pero tenía una larga cola que le servía para mantener el equilibrio. Sin embargo, a diferencia de la manta, tenía en la parte inferior del cuerpo unos ojos enormes desprovistos de párpados que utilizaba para mirar en todas las direcciones imaginables.
Después la cosa se ladeó hacia la izquierda y volvió a lanzarse en picado, se dejó caer un poco más bajo con un movimiento controlado y finalmente se posó en tierra, desplegando las alas cubiertas de plumas, que levantaron tal nube de polvo que incluso cubrió unos momentos su figura. Se había situado a unos treinta o cuarenta metros de distancia y, así que el polvo se depositó nuevamente en el suelo, Vyotsky vio que el animal se quedaba recostado y que volvía la cabeza hacia él, pero de una manera que sólo habría podido calificarse de ausente o, como mucho, de gesto no premeditado.
Sí, un gesto ausente e impremeditado, pues ahora el ruso se fijó en los arneses que llevaba el animal: sobre el lomo, una silla de montar de cuero ricamente repujado. Pero en quien se fijó sobre todo fue en el hombre que estaba de pie al lado y que tenía los ojos clavados en su escondrijo. De todos modos, vio lo bastante de él para darse cuenta de que no era un hombre o de que no lo era totalmente, puesto que un «hombre» como aquél era el que había ardido hasta morir en la pasarela del corazón de Perchorsk: ¡era un guerrero wamphyri!
Miraba directamente hacia Vyotsky y después se volvió en redondo con un movimiento lento. Pero, antes de volverse del todo, Vyotsky tuvo tiempo de ver el fulgor de sus ojos rojos, que brillaban como ascuas en su rostro. Sin embargo, más que el rostro del guerrero, lo que impresionó al ruso fue el arma en forma de guantelete que llevaba en la mano derecha, pues sabía el daño que podía hacer con ella. Aunque esta vez, por lo menos, no se lo haría a Karl Vyotsky.
El hombretón ruso estaba quieto como un ratón, amparado en la sombra; no se movía, no respiraba, no parpadeaba siquiera. El guerrero acabó de girarse y, levantando la cabeza, fijó la mirada un momento en el castillo que coronaba la columna, después de lo cual separó las piernas, se puso las manos en las caderas e inclinó la cabeza a un lado. A continuación lanzó un penetrante silbido, más parecido a una vibración del tímpano que a un verdadero sonido. En el cielo aparecieron dos figuras familiares, que se movieron en círculo sobre el guerrero y que inmediatamente después se precipitaron hacia Vyotsky, acurrucado a la sombra de los salientes que lo protegían. Fue tan inesperado que cogieron desprevenido al ruso.
Uno de los murciélagos estuvo a punto de golpear a Vyotsky con un movimiento del ala, por lo que éste tuvo que apartarse para esquivarla. El cañón corto de su metralleta golpeó la piedra y Vyotsky se dio cuenta de que se había roto el protector. El guerrero se encaró con él, profirió un silbido con el que alejó a los murciélagos y dio unos pasos hacia adelante. Ahora ya no le quedaba ninguna duda: sabía dónde se ocultaba su presa. Sus ojos parecían un ascua y en su rostro se dibujaba una extraña y sardónica mueca, al tiempo que se echaba unos mechones hacia atrás y adoptaba una actitud orgullosa, con la barbilla levantada y los hombros echados para atrás.
Vyotsky le dejó que se acercara y, cuando estuvo a veinte pasos de distancia, salió al exterior y se colocó bajo la luz amarillenta de la luna, en medio de la pedregosa llanura. Apuntando el arma hacia él, le gritó:
—¡Alto! ¡Quietecito, amigo, o se te ha acabado para siempre lo que te llevas entre manos!
Le temblaba la voz y parecía que el guerrero se daba perfecta cuenta de ello. Se limitó a cambiar bruscamente de postura como para variar el ángulo de enfoque y volvió a aproximarse avanzando la cabeza, igual que antes.
Vyotsky no quería matarlo. Debía tratar de vivir aquí como pudiera y procurar no morir en venganza por la muerte de aquel arrogante salvaje. El ruso prefería llegar a un acuerdo con él y abstenerse de luchar, para así no tener a todo un mundo enfrentado contra él. Apuntó el arma dispuesto a disparar un solo tiro contra el guerrero que avanzaba, procurando que la bala pasase rozando por encima de su cabeza. Disparó. La bala tocó el mechón de pelos del guerrero, tan cerca pasó de su cabeza, pero él se paró, levantó la cabeza y olió el aire. Entonces Vyotsky le gritó:
—Mira, tenemos que hablar.
Levantó la mano que tenía libre, con la palma abierta en dirección al guerrero, y bajó la metralleta apuntando con ella las piedras del suelo. Consideró que esa actitud era la mejor que podía adoptar para indicar que iba en son de paz. Sin embargo, al mismo tiempo se sirvió del pulgar para poner el arma en posición de disparar fuego graneado. La próxima vez que apretara el gatillo, la cosa iría en serio.
El guerrero levantó la mano y se tocó el mechón de pelo. Volvió a bajarla, se olisqueó los dedos de manera suspicaz con su boca de labios gruesos, semejante casi a un hocico de cerdo. Sus ojos se agrandaron y se quedaron tan redondos como monedas inyectadas de sangre y por lo bajo refunfuñó algunas palabras que Vyotsky creyó entender o adivinar.
—¿Cómo? ¿Te atreves a amenazarme?
El brazo derecho del guerrero se elevó hacia su hombro derecho en un gesto que era como una especie de saludo. Tenía el guantelete cerrado, pero, al terminar de hacer el saludo, se abrió de pronto y mostró todo un conjunto de cuchillas, ganchos y hoces.
Después se agachó, adoptó una actitud combativa e hizo como si fuera a abalanzarse sobre Vyotsky. Pero el gigante ruso no aguardó a que lo hiciera, sabía que a una distancia de sólo seis o siete pasos sería imposible que fallase el tiro. Apretó, pues, el gatillo, abrió fuego y regó el cuerpo del guerrero con una lluvia de plomo letal… o que así debiera de haberlo sido.
Pero el hombre de la KGB no debía de tener mucha suerte con su arma porque, al parecer, le salió una bala defectuosa y, después de tres o cuatro disparos, se le encasquilló. La intención de Vyotsky había sido coser el cuerpo del guerrero a tiros recorriéndoselo de derecha a izquierda, hacia arriba, en dirección contraria y luego hacia abajo. Un simple chorro de la metralleta habría bastado, ya que con él le habría soltado de quince a veinte balas y era casi seguro que por lo menos la mitad habrían dado en el blanco, pero el arma sólo había disparado tres o cuatro tiros, ninguno de los cuales había sido certero.
El primero abrió un corte en el costado izquierdo del guerrero, dejándole las carnes abiertas como si acabaran de pasarle por ellas una sierra de dientes afiladísimos; el segundo le perforó el hombro debajo de la clavícula derecha, junto a la articulación del brazo; el resto de las balas, dos a lo sumo, habían fallado totalmente el tiro. Aquellos dos primeros disparos hubieran sido como mazazos capaces de parar los pies a cualquier soldado de la Tierra. Pero aquello no era la Tierra, y el blanco no era simplemente un hombre.
Derribado por la fuerza del impacto en el hombro, cayó despatarrado en el polvo, pero se sentó inmediatamente y miró a su alrededor con aire aturdido. Vyotsky, lanzando unos cuantos sonoros tacos, sacó con brusquedad el cargador del arma, volvió a amartillarla y echó una ojeada a la recámara. Un cartucho no se había disparado y quedó encasquillado. Sacudió el arma tratando de sacar la bala defectuosa, pero no le sirvió de nada, porque era preciso extraerla con sumo cuidado. Y ahora el guerrero ya había vuelto a ponerse de pie.
Vyotsky se colgó el arma del cinturón para que no le estorbara y descolgó la boquilla del lanzallamas. Preparó el encendido y sacó el seguro. Cuando vio al guerrero herido avanzar hacia él dando trompicones, hizo un último intento pacificador y adoptó la misma postura de antes, mostrándole la palma abierta de la mano. Quizás el otro lo consideró un insulto, pero el hecho es que todo lo que Vyotsky obtuvo como respuesta fue un gruñido de rabia. Después, pese a que el guerrero había recibido un disparo en el hombro derecho, levantó el guantelete, flexionó sus mortíferos instrumentos y los mostró a su contrincante.
—¡Ya basta! —gruñó el ruso.
Dejó que su enemigo se acercara tres o cuatro pasos más, apuntó la boquilla del lanzallamas y accionó el dispositivo que lo ponía en marcha. La pequeña llama azul que apareció en la punta se convirtió en lanza cauterizadora que atacó al guerrero y convirtió en antorcha su costado izquierdo.
Despidiendo fuego, se puso a gritar sorprendido y aterrorizado y se alejó dando saltos hasta que, revolcándose en el polvo y entre las piedras, consiguió extinguir las llamas. Todavía echando humo, se tambaleó sobre sus pies y retrocedió, vacilante, hacia el lugar donde se encontraba su salvaje montura. Pero ahora que Vyotsky había iniciado su acción, estaba decidido a terminarla.
Avanzó detrás del guerrero humeante y apuntó por segunda vez el lanzallamas hacia él… y entonces ¡se quedó helado!
El guerrero wamphyri daba a su montura órdenes suplicantes pero perentorias que ésta oyó y obedeció al punto. Dio la impresión de que todo el cuerpo del animal se llenaba de arrugas, sus alas crecían y se transformaban en velas enormes. Las hizo batir en el aire, aplanándolas al tiempo que se elevaba. Empujado hacia arriba por lo que a Vyotsky le pareció un nido de enormes gusanos rosados que se desenrollaban igual que muelles para elevarlo, le dio la impresión de que aquello era como una enorme sábana de lona tosca y escamosa suspendida en el aire. Los impulsores en forma de gusano se retraían introduciéndose en ella, mientras se deslizaba en lo alto con su cola parecida a la de una raya desplegada y moviéndose de un lado a otro. Así que su cuerpo comenzó a agrandarse y se puso a batir las alas, los ojos que tenía en el vientre adquirieron nueva forma y comenzaron a moverse en varias direcciones. Súbitamente dejaron de espiar y se fijaron en el ruso.
Vyotsky retrocedió mientras la criatura voladora caía sobre él. Su forma semejante a la de un pez lo cubrió enteramente, negra como la tinta, y al mismo tiempo la parte inferior de su cuerpo, que tenía una consistencia parecida a la goma, se abrió para dar salida a una gran boca o bolsa, revestida de púas. Vyotsky vaciló y sintió que caía. Moviendo un gran vendaval con su cuerpo y trasladando con él un hedor increíble, aquella cosa se situó sobre él. Con un aleteo de carne, lo levantó y unos ganchos de materia cartilaginosa lo asieron por la ropa y ya no sintió más que una oscuridad fría y húmeda que lo comprimía.
Vyotsky seguía con el dedo puesto en el dispositivo para accionar el lanzallamas, pero no se atrevía a oprimirlo. De haberlo hecho, estando como estaba en el interior de aquella criatura, no habría conseguido otra cosa que freírse. Podía respirar, pero el aire era fétido y sucio. Toda aquella experiencia era una pesadilla espantosa, siniestra, pero que la estaba viviendo realmente y que se prolongaba cada vez más.
Los gases que emanaban de la criatura actuaban en él como un anestésico y, sin saber siquiera que estaba perdiendo la conciencia, Vyotsky se desmayó…
«Estar metido en el problema» significaba para Jazz Simmons unos cinco segundos para decidirse, que es lo que habría hecho de no haber estado presente Zek Föener para asesorarlo. Jazz se decidió en dos segundos y, cuando las sombras comenzaron a separarse de la gran sombra del desfiladero, ya estaba a punto de convertir la decisión en acción si no hubiera sido por Zek, que lo frenó con estas palabras:
—¡Jazz… no dispares!
—¿Cómo? —dijo él, incrédulo.
Las sombras eran hombres que se acercaban a ellos corriendo con intención de rodearlos.
—¿Qué no dispare? ¿Es que acaso conoces a esa gente?
—Sé que no nos harán ningún daño… —le contestó en un susurro—, que somos para ellos más valiosos vivos que muertos y que si disparas un solo tiro no vivirás lo suficiente para oír sus ecos. Al momento caerán sobre ti media docena de flechas y de lanzas. Y probablemente también caerán sobre mí.
Jazz escondió el arma, pero lentamente y de mala gana.
—Esto es lo que se llama tener fe en tus amigos —refunfuñó sin pizca de humor.
Y miró al grupo de hombres sigilosos y circunspectos que los rodeaban. Uno de ellos se irguió, avanzó la barbilla y se dirigió a Zek. Hablaba sirviéndose de un extraño graznido, dialecto o lengua que a Jazz le pareció que reconocía perfectamente. Zek le respondió en una lengua que, evidentemente, reconocía. Había que decir como mínimo que la reconocía, por no decir más, ya que se trataba de un rumano muy esquemático y un tanto deslavazado.
—¡Hola, Arlek Nunescu! —dijo Zek, y añadió a continuación—: Salid rápidamente de las montañas y dejad que el sol funda los castillos de los wamphyri… pero ¿esto qué es? ¿Acecháis y molestáis a los amigos Viajeros?
Ahora que Jazz sabía de qué lengua se trataba, le costaba menos concentrarse en entenderla. Su conocimiento de las lenguas románicas no era muy profundo, pero no le eran totalmente desconocidas. Las conocía en parte gracias a su padre y algo menos gracias a sus estudios académicos posteriores. Lo que contaba más era su instinto, puesto que siempre había tenido un don especial para las lenguas.
Aquel hombre, Arlek, y de hecho todos los hombres que los rodeaban y otros que estaban saliendo de sus escondrijos, eran gitanos. Ésta fue la primera impresión de Jazz: que eran hombres pertenecientes a la raza gitana. Eso estaba claro por su aspecto tan reconocible ahora como lo habría sido en el mundo que habían dejado atrás, al otro lado de la Puerta. Tenían cabellos oscuros, manejaban sonajas y cascabeles, eran delgados y de piel aceitunada, llevaban los cabellos largos y grasientos, las ropas sueltas, y tenían un estilo y una elegancia muy especiales. Una cosa que desorientaba es que muchos de ellos llevaban ballestas y otros iban armados con estacas sumamente puntiagudas de madera dura. Dejando aparte este detalle, Jazz había visto ese tipo de gente en países de todo el mundo… del viejo mundo, por supuesto.
Eran gitanos, hojalateros, vendedores ambulantes de objetos metálicos, músicos y… aficionados a decir la buenaventura.
—Que abandonemos rápidamente las montañas, ¿verdad? —le respondió Arlek saludándola, hablando con más lentitud y de manera más reflexiva—. Tú siempre sabes lo que tienes que decir, Zekintha, porque lo robas de las mentes de los Viajeros. Pero desde que los hombres lo recuerdan, no hacemos más que repetirlo: «Destruid las montañas». Hace muchísimo tiempo que lo decimos y todavía siguen en pie. Y mientras las montañas sigan en su sitio, los wamphyri seguirán en sus castillos. Nos pasamos la vida yendo de un sitio a otro, porque quedarse en el mismo sitio significa morir. Hemos visto el futuro, Zekintha, y si te damos cobijo vas a llevar el desastre sobre Lardis y su cuadrilla. Pero si te ponemos en manos de los wamphyri…
—¡Bah! —dijo ella en tono desdeñoso—. Sois muy valientes ahora que Lardis Lidesci está en el oeste, buscando un nuevo campamento para que os instaléis en él y donde los wamphyri no puedan realizar incursiones. ¿Y qué vais a decirle cuando vuelva? ¿Cómo vais a explicarle que os habéis conchabado para entregarme? ¿Qué habéis cedido a una mujer para apaciguar a vuestros peores enemigos y hacerlos más fuertes? ¡Un acto muy cobarde, Arlek!
Arlek exhaló un profundo suspiro. Se irguió aún más, dio un paso hacia ella y levantó la mano como si quisiera golpearla. Como se le habían subido los colores a la cara con la excitación, Arlek todavía parecía más moreno. Jazz bajó el cañón del arma hasta tocar con él el hombro de Arlek, apuntándole directamente a la oreja izquierda.
—¡No lo hagas! —le advirtió Jazz en su propia lengua—. Lo que he visto de ti hace que me importes muy poco, Arlek, pero si me obligas a matarte, también yo moriré.
Esperaba que hubiera comprendido bien las palabras que acababa de pronunciar.
Aparentemente había sido así. Arlek retrocedió y llamó a dos de sus hombres. Éstos se acercaron a Jazz y él les mostró los dientes al dirigirles una fría sonrisa; también les mostró el arma.
—Dásela —dijo Zek.
—Sí, no estaba pensando en otra cosa —dijo Jazz hablando entre dientes.
—Ya sabes qué quiero decir —dijo ella—, ¡Qué les des el arma!
—¿Acaso tus dotes telepáticas permiten que vayas por ahí desnuda, paseándote ante el cubil de los leones? —le preguntó.
Uno de los gitanos había agarrado el cañón de su metralleta, mientras la mano de otro se cerraba alrededor de la muñeca de Jazz. Tenían unos ojos profundos, oscuros, despiertos. Jazz sabía perfectamente que había varias ballestas que apuntaban sus saetas contra él, pero a pesar de todo preguntó:
—¿Qué hago? Tú lo quieres así, ¿verdad, Zek?
—No podemos volver a la Tierra de las Estrellas —respondió ella apresuradamente— y los Viajeros custodian el camino hacia la Tierra del Sol. Aunque consigamos salir de ésta y apartarnos de ellos, acabarán por volver a encontrarnos. Así que dales el arma. Por lo menos de momento estamos seguros.
—Lo hago en contra de mi voluntad —refunfuñó Jazz—. Pero supongo que no hay más remedio.
Sacó el cargador, se lo metió en el bolsillo y les dio el arma.
Arlek sonrió con picardía.
—Esto también —dijo señalando con el dedo el bolsillo de Jazz—. Y el resto de tus pertenencias.
Entender aquella lengua y hablarla era cosa sobre todo de inspiración. El talento de Jazz para las lenguas hizo que buscara y encontrara unas cuantas palabras.
—Estás pidiendo demasiado, Viajero —dijo Jazz—. Yo soy un hombre libre, como tú…, más libre que tú incluso, porque yo no hago tratos con los wamphyri para poder vivir.
Arlek se quedó muy sorprendido y preguntó a Zek:
—¿Es que también sabe leer los pensamientos de los hombres?
—Los únicos pensamientos que sé leer son los míos —dijo Jazz— y las palabras con las que hablo también son las mías. No hables con ella de mí, ¡habla conmigo!
Arlek se enfrentó con él abiertamente.
—Está bien, entonces —dijo—, danos tus armas y tus cosas. Te las guardaremos para que no puedas usarlas contra nosotros. Tú eres extranjero, vienes del mundo de Zekintha… se ve por tu vestido y por las armas que llevas. ¿Por qué hemos de confiar en ti?
—¿Y por qué hay que confiar en vosotros? —le interrumpió Zek, mientras los hombres de Arlek estaban ya apoderándose de las cosas de Jazz—. Vosotros traicionáis a vuestro jefe mientras está lejos buscando lugares seguros.
Como para darle la razón, algunos de los Viajeros restregaron los pies en el suelo y parecieron un poco avergonzados. Pero Arlek se volvió a Zek y protestó:
—¿Traición? ¿Tú me hablas de traición? Así que Lardis vuelve la espalda, si te he visto no me acuerdo. ¿Y adonde vas, Zekintha? Pues a tu mundo, ¿verdad?, aunque hayas dicho que no hay forma de volver a él. Quizá para encontrar algún campeón, quizás este mismo hombre, ¡quién sabe! ¿O es que quieres entregarte a los wamphyri y convertirte en una potencia del mundo? Yo también te entregaría a ellos…, pero sólo a cambio de la seguridad de los Viajeros… ¡no para conseguir ningún mérito personal!
—¡Mérito! —se burló Zek—. Yo más bien diría infamia.
—¿Por qué…, tú…?
No sabía qué palabras emplear.
Entretanto Jazz había sido despojado de todos sus paquetes y de sus armas, pero no de su orgullo. Aunque parezca extraño, ahora que sólo llevaba su indumentaria de combate, se sentía más seguro; sabía que no lo matarían por temor a la destrucción que podían causar sus temibles armas. Ahora, por lo menos, estaban en situación de hombre a hombre. Aun cuando no podía comprender todas las palabras de Arlek, y aunque muchas de las que podía comprender le sonaban a verdaderas, no le gustaba el tono de voz de Arlek cuando hablaba con Zek en aquel tono. Por eso agarró al gitano por el hombro y, haciéndolo girar en redondo, se enfrentó con él:
—Sabes gritar con las mujeres, ¿verdad? —le dijo.
Arlek miró la mano de Jazz agarrada a su ropa y abrió unos ojos como platos.
—Tienes mucho que aprender, «hombre libre»… —le dijo entre dientes al mismo tiempo que proyectaba el puño cerrado contra la cara de Jazz.
Jazz reaccionó: agachó rápidamente la cabeza, porque aquello era como luchar con un colegial torpe y sin experiencia. Ninguno de los hombres del mundo de Arlek había oído hablar de combates sin armas, es decir, del judo, del kárate o similares. Jazz le propinó dos golpes casi simultáneos que lo dejaron tumbado al momento. Pero, para colmo de males, también él quedó tumbado, porque uno de los gitanos, atacando desde uno de los flancos, le golpeó la parte lateral de la cabeza con la culata de su propia arma.
En el momento de perder el conocimiento oyó la voz de Zek que gritaba:
—¡No lo matéis! ¡No le hagáis ningún daño! Este hombre puede ser la única respuesta a todos vuestros males, el único que puede traeros la paz.
Por un momento sintió los dedos finos y frescos de Zek posados en su rostro ardiente y después…
… después se quedó sólo envuelto en una fría oscuridad…
Andrei Roborov y Nikolai Rublev eran estrellas menores de la KGB. Uno y otro habían sido asignados al Perchorsk Projekt —que gozaba fama de puesto de castigo— para ayudar a Chingiz Khuv, al distinguirse por el exceso de celo en su trabajo. Unos periodistas occidentales los habían fotografiado pegando a una pareja de moscovitas entregados al mercado negro. Los «criminales» de este caso eran un matrimonio de edad avanzada que se dedicaban a vender los productos de una huerta que tenían en las afueras de la ciudad. En resumen, Roborov y Rublev eran unos matones. Y en esta ocasión eran matones que estaban metidos en un buen lío.
Khuv los había enviado a «hablar» con Kazimir Kirescu; era la última oportunidad que tenían de interrogar al viejo antes de someterlo al suero de la verdad. Lo mejor era convencerlo de facilitar de buen grado la información requerida (acerca de los vínculos occidentales y rumanos), puesto que las drogas no eran muy buenas para el corazón de una persona de edad. Cuanto más viejo era un hombre, peores eran los efectos que podían tener sobre él. Khuv deseaba obtener información antes de que Kirescu muriese, porque después de muerto ya sería demasiado tarde. Aunque esto pueda parecer perfectamente obvio, para los miembros de la Rama-E soviética raras veces las cosas eran tan obvias como parecían. En los viejos tiempos, cuando moría una persona sin facilitar la información requerida, se llamaba al nigromante Boris Dragosani, pero ahora Dragosani ya no estaba. Dicho sea de paso, tampoco estaba Kazimir Kirescu.
Al dirigirse a la celda del viejo para ver cómo se desenvolvían sus hombres, Khuv llegó a tiempo de descubrir que se disponían a salir. Los dos llevaban capas o ponchos de plástico transparente usados por el torturador profesional, si bien la capa de Rublev estaba salpicada de sangre…, una cantidad excesiva de sangre. También lo estaban los guantes de goma, cuando se los sacó con manos temblorosas. Rublev tenía la cara mortalmente pálida y Khuv sabía que a veces ésta era la reacción que experimentaban esa clase de hombres cuando hacen un trabajo excesivamente bien o disfrutan demasiado con él. A veces les ocurría también cuando temían las consecuencias de algún error importante.
Al volverse los dos después de cerrar la puerta con llave, Khuv quedó frente a ellos y entornó los ojos al darse cuenta de cómo temblaba Rublev y de las condiciones en que se encontraba su indumentaria protectora.
—¡Nikolai! —lo increpó—. ¡Nikolai!
—Camarada comandante —le soltó el otro, mientras el grueso labio inferior le comenzaba a temblar—. Yo…
Khuv lo apartó de un empujón.
—Abre la puerta —ordenó a Roborov—. ¿Has pedido asistencia?
Roborov retrocedió un paso y negó con un gesto de la cabeza, larga y angulosa.
—¡Demasiado tarde, camarada comandante!
Pese a ello, se volvió y abrió la puerta. Khuv se metió en la celda, echó una ojeada al interior y volvió a salir. Tenía los ojos encendidos de rabia. Agarró a los dos por la parte delantera de la camisa y los sacudió con furia.
—¡Estúpidos, estúpidos…! —les dijo resollando con fuerza—. Esto no merece otro nombre que carnicería.
Andrei Roborov estaba tan delgado que casi resultaba esquelético. Su rostro cadavérico estaba siempre pálido, aunque nunca tanto como ahora. No tenía ni pizca de grasa, por lo que, al sacudirlo, su cuerpo se limitaba a moverse hacia adelante y hacia atrás bajo el asalto de Khuv, parpadeando rápidamente y velando a intervalos sus ojos verdes totalmente inexpresivos y abriendo y cerrando la boca. La primera vez que Khuv se enfrentó con aquel hombre pensó: «Este hombre tiene ojos de pez… y probablemente también alma de pez».
Nikolai Rublev, en cambio, era un hombre muy corpulento pero con la cara de color rosado, como el de un niño de pañales; la más mínima reprimenda podía hacerle derramar lágrimas. Sus puños, por el contrario, eran enormes y duros como el hierro. Khuv había llegado a la conclusión de que sus lágrimas solían ser de furia reprimida o quizá de rabia. Sus rabietas, cuando se entregaba a ellas, eran extraordinariamente espectaculares, si bien no era tan tonto como para desahogarse delante de un superior… y menos aún delante de Chingiz Khuv.
Finalmente Khuv dejó que se fueran, se volvió bruscamente y cerró los puños. Mirando por encima del hombro, sin fijar la vista directamente en ellos, dijo:
—Id a buscar una camilla y llevadlo al depósito de cadáveres… ¡no! Llevadlo a vuestras habitaciones y aseguraos de que esté perfectamente cubierto durante el traslado. Lo dejáis allí hasta que decidamos qué hacer con él. De todos modos, hagamos lo que hagamos, que nadie lo vea… en estas condiciones. ¡Sobre todo Viktor Luchov! ¿Queda entendido?
—¡Oh, sí, camarada comandante Khuv! —dijo Rublev jadeando.
Daba la impresión de que había perdido la razón.
Khuv seguía desviando la vista.
—Después preparáis los dos los informes habituales de defunción por accidente, los firmáis y me los traéis. Y aseguraos de que cubren todos los detalles.
—Sí, camarada, desde luego —respondieron los dos al unísono.
—Bien, entonces… ¡moveos! —les gritó Khuv.
Los dos hombres chocaron entre sí y después desaparecieron corriendo por el pasillo. Pero antes de que desaparecieran del todo, Khuv los llamó:
—¡Eh, os hablo a los dos!
Los hombres se detuvieron en seco.
—¡Nikolai, por el amor de Dios! ¿Quieres quitarte esa capa? —dijo Khuv pronunciando las palabras lentamente entre dientes—. Y que ninguno de los dos se acerque a la chica, la hija de Kirescu. ¿Está claro? Me ocuparé personalmente de ver cuál de los dos trata con la chica. ¡Y ahora desapareced de mi vista!
Los dos desaparecieron en perfecto orden.
Khuv se encontraba todavía temblando de rabia por lo sucedido cuando llegó corriendo Vasily Agursky procedente de los laboratorios. Vio a Khuv y se dirigió cautelosamente hacia él.
—Me habían dicho que habías ido a ocuparte de los prisioneros —dijo.
Khuv asintió con un gesto.
—Sí, me estoy ocupando de ellos —respondió—. ¿Querías algo?
—Acabo de ir a ver al director Luchov y me ha devuelto a mi trabajo. Ahora iba a enfrentarme con la criatura… es la primera visita que le hago desde hace una semana… Si tuvieras la amabilidad de acompañarme, comandante Khuv…
Precisamente ahora no deseaba hacer otra cosa que acompañarlo. Echó una mirada al reloj y dijo:
—Precisamente me pillas de camino.
Cualquier cosa era oportuna con tal de sacar a Agursky de allí antes de que volvieran a aparecer Roborov y Rublev con la camilla.
—¡Estupendo! —dijo Agursky, que parecía radiante—. Mientras caminamos, me tomaré la libertad de solicitar tu ayuda en cierta cuestión. Te diré confidencialmente que es posible que aportes una significativa contribución a la comprensión, tanto mía como de todos nosotros, de esa criatura procedente del otro lado de la Puerta.
Khuv observó a aquel hombrecillo que pasaba por científico con el rabillo del ojo. Su aspecto había cambiado; habría sido difícil decir en qué consistía el cambio, pero era evidente que algo había ocurrido.
—¿Qué yo puedo hacer una contribución? —dijo Khuv levantando las cejas—. ¿En relación con la criatura? Vasily, ¿te importa que te llame Vasily?, yo estoy aquí para proteger el Projekt de lo que podríamos llamar interferencias ajenas. Como policía, como cazador de espías, como detective, como cualquiera de todas estas cosas y con todas ellas juntas yo ya realizo mi contribución. En lo que respecta a otros detalles de la labor que se realiza en el Projekt, no tengo ningún control sobre el personal como tal ni tampoco ningún conocimiento «oficial» de ninguna de las diferentes facetas del trabajo científico que aquí se hace. Yo mando en mis hombres, eso sí, y protejo a los especialistas de Moscú y de Kiev pero, aparte de estos deberes rutinarios, sería difícil ver qué ayuda puedo prestarte en tu trabajo.
Agursky, sin embargo, no desistió de sus propósitos, sino que, por el contrario, su voz se hizo más ansiosa.
—Camarada, hay cierto experimento que me gustaría intentar. Todos los trabajos teóricos que realizo actualmente con la criatura son de mi competencia personal, por supuesto, pero ahora necesito algo que está por encima de las exigencias normales.
Khuv volvió a observarlo como si lo midiese desde su altura, puesto que al lado del altísimo comandante de la KGB, Agursky era poco más que un enano. La calva coronilla que asomaba entre sus sucios cabellos grises todavía le daba un aire más parecido al de un gnomo. Sin embargo, aquellos ojos ribeteados de rojo que las gafas engrandecían más lo situaban en una perspectiva mucho menos cómica. Era como un extraño espíritu encerrado en una botella que hubiera adoptado la forma de un hombre.
¡Un espíritu tortuoso! Sí, ésta era la palabra que Khuv había estado buscando para describir el cambio operado en Agursky. Había algo astuto en aquel hombrecillo, algo furtivo.
Khuv dejó a un lado sus divagaciones mentales y lanzó un suspiro de impaciencia. Nunca había considerado en mucho a aquel científico insignificante y ahora todavía lo tenía en menos.
—Vasily —le dijo—, ¿no hay un oficial de suministros en el Projekt? ¿No hay un comisario? Hay muchas cosas que giran en torno a lo que podamos averiguar acerca de esta bestia. Estoy seguro de que todo lo que solicites para tu trabajo se te facilitará a través de los adecuados canales. Es más, yo diría que gozas de una prioridad absoluta. Todo lo que tienes que hacer es…
—Los adecuados canales… —lo interrumpió Agursky, moviendo la cabeza—. ¡Exactamente, exactamente! Pero precisamente aquí está el problema, camarada comandante. Quizá los canales son demasiado adecuados…
Khuv se quedó estupefacto.
—¿Es que piensas pedir algo que no es del todo adecuado? ¿Algo inusitado? Entonces, ¿por qué diablos no lo solicitas al director Luchov? Acabas de verlo, ¿no es así? Yo diría que Viktor Luchov puede conseguir prácticamente…
—¡No! —exclamó Agursky cogiéndolo por el codo y obligándolo a pararse—. ¡En esto estriba exactamente el problema! Estoy totalmente seguro de que él no aprobaría mi petición.
Khuv lo miró fijamente. Había gotas de sudor en su labio superior. Sus ojos, que mantenía muy abiertos sin parpadear, parecían fulminar a Khuv a través de los gruesos cristales de sus gafas. El comandante de la KGB reflexionó un momento: «¿una petición que Luchov no aprobaría?» Se dio cuenta de que la mano de Agursky temblaba al agarrarlo por el codo. De pronto había llegado rápidamente a la conclusión final. Khuv se apartó bruscamente del hombre, restregó la manga de la chaqueta y dijo secamente:
—Creía que habías dejado de beber, Vasily. Comprendo que tener que dejarlo así de pronto ha sido muy duro para ti, ¿verdad? Ahora te has quedado sin repuesto de alcohol y lo necesitas —dijo moviendo la cabeza, plenamente convencido de la verdad de sus palabras—. Me figuraba que los soldados de los cuarteles de Ujta se ocupaban de cubrir tus necesidades. ¿O es que la urgencia es mayor?
—Comandante —dijo Agursky, sin modificar su expresión—, lo último que me hace falta es alcohol. Supongo que estás bromeando, acabo de decirte que el asunto tiene que ver con la criatura. De hecho, tiene que ver con desentrañar la naturaleza de la criatura. Te lo repito: el Projekt no está en condiciones de satisfacer legítimamente mi petición y es seguro que Luchov no la aprobaría nunca. Pero tú eres un oficial de la KGB, tú tienes contacto con la policía local, tú tienes autoridad sobre ella, tú tratas con traidores y criminales. En resumen, estás en situación, diría incluso en la situación ideal, para ayudarme. Y si mi teoría da resultado, tendrás la satisfacción de saber que has sido responsable en parte del descubrimiento.
Los ojos de Khuv se entornaron ligeramente. Aquel hombrecillo era ladino, estaba lleno de sorpresas, no parecía el mismo de antes.
—¿Cuál es esa teoría, Vasily? Y mejor que me digas también cuál es tu petición.
—En cuanto a lo primero —por vez primera desde que se había iniciado la conversación, Khuv vio que Agursky parpadeaba muy nervioso dos o tres veces en rápida sucesión—, no puedo decírtelo, porque probablemente considerarías que se trata de una teoría descabellada y tampoco estoy totalmente seguro de estar en lo cierto. En cuanto a lo segundo…
Y sin detenerse a hacer otra pausa, le dijo cuál era su petición…