Zek
Dos horas después de haber salido de la esfera —dos horas sombrías en solitario, acompañado únicamente de sus propios gruñidos y exclamaciones—, Jazz Simmons hizo un pausa para concederse su primer descanso y encontrar asiento en una piedra, situada a cierta altura, que le ofrecía una excelente vista de todo el terreno circundante. Cogió unas cuantas galletas de su macuto y dos pastillas de chocolate negro que debía chupar, no morder. Tomó un sorbo de agua y pensó que no tardaría en volver a ponerse en camino. De momento, allí sentado, mientras alimentaba su cuerpo larguirucho pero fuerte y recuperaba un poco de fuerzas, consideró que era el momento de inspeccionar a su alrededor y de considerar la situación en que se encontraba.
Era una situación verdaderamente de risa. No se trataba, ciertamente, de una situación envidiable: solo y en tierra extraña, con alimentos concentrados suficientes para sobrevivir una semana, armamento bastante para iniciar la tercera guerra mundial y hasta ahora sin nada a la vista que mereciera un disparo, una explosión o un incendio… Pero no se lamentaba por esto. Volvió a ocurrírsele el mismo pensamiento de pocos momentos antes: ¿dónde estaban?, ¿dónde diablos estaban los habitantes de ese mundo? Y cuando por fin los encontrase —o ellos lo encontraran a él—, ¿cómo serían? El hacerse esta consideración ya quería decir que pensaba que aquí habría seres diferentes de los que ya conocía, lo cual ya era suponer.
Fue como si estas consideraciones particulares actuaran como una invocación porque ocurrieron dos cosas simultáneamente: en primer lugar, el brillo de media luna que iba elevándose por la parte de poniente que teñía el cielo de un color azul intenso con reflejos dorados y se mostraba sobre los picos del lado opuesto de la garganta; y en segundo lugar…, en segundo lugar un lejano y angustiado lamento, una nota sostenida que reverberaba y parecía arrancar ecos a la luna para volver a bajar después, recogida por toda una serie de gargantas afines y que cruzaba tristemente el desfiladero y se perdía en la distancia.
Los aullidos eran inequívocos: se trataba de lobos. Jazz recordó lo que le habían contado acerca del Encuentro Dos. Sin embargo aquel lobo estaba ciego, tullido, era inofensivo. Estos, no. Era imposible que un ser capaz de proferir un grito de esta naturaleza no tuviera una excelente salud…, lo cual no presagiaba nada bueno para la suya propia.
Jazz terminó de comer, se despejó el gaznate del chocolate grumoso que acababa de comer, se ajustó el macuto y se bajó de la roca. Volvía a ponerse en camino. Pero… tuvo que hacer una pausa, se quedó paralizado un momento en el sitio donde se encontraba, fijó la mirada al frente y comenzó a subir, a subir sin parar.
Anteriormente, la luz que procedía de aquel sol-burbuja, aunque débil, había servido para delimitar la silueta de las paredes del cañón. Ante los ojos de Jazz se presentaban como una masa negra, lateral, mientras que la escena principal se situaba directamente enfrente. Aquel cuadro era el falso horizonte que había visto en lontananza, el camino sembrado de piedrecillas que conducía a él y el fino arco de resplandeciente luz amarilla situado más allá y que, como Jazz pudo observar, había ido trasladándose gradualmente de oeste a este y que ahora se encontraba en la misma esquina de la escena.
Durante los cuatro o cinco kilómetros últimos, cuando apartó un momento los ojos del sol, volvió la cara a un lado y miró hacia arriba, al irse acostumbrando gradualmente sus ojos pudo divisar las alturas oscuras cubiertas de bosque y, por encima de ellas, el hiriente fulgor plateado de la nieve. Pero, de hecho, tenía poco tiempo para admirar el paisaje. Su atención se centraba más bien en el camino inexistente que recorría y que iba encontrando a través de rocas desprendidas y de piedras, escogiendo siempre el lugar más fácil para transitar por él. Mientras avanzaba no se le ocurrió pensar en ello, pero de hecho allí había un camino. En su propio mundo lo habría habido, pero en este no parecía haberlos. Esta vez, sin embargo, le parecía que allí lo había.
La garganta era aquí mucho más estrecha. En la boca de la garganta, donde estaba dos horas antes, la distancia entre las paredes era de algo más de un kilómetro, quizás incluso de dos kilómetros, pero aquí se había estrechado hasta llegar a menos de doscientos metros, convirtiéndose en una especie de cuello de botella al pie de las escarpadas paredes del cañón. Tenía la impresión de que la cresta del cerro estaba ahora solamente a unos cuatrocientos metros de distancia, cuando por fin miró hacia abajo y contempló algo de aquel mundo en la parte de la cordillera que estaba iluminada por el sol.
La causa de la impresión había sido que la luna, elevándose rápidamente por la parte occidental de la garganta, brillaba ahora con luz plateada y amarillenta en la pared este. Jazz estaba cerca de aquel lado de la garganta, por lo que la cara que veía antes como una silueta ahora parecía descollar directamente sobre su cabeza. Sin embargo, ya no era una silueta, ya no era un saliente de roca negra que se proyectaba verticalmente, sino que el poderoso acantilado del cañón había adoptado un aspecto completamente diferente.
Recortado ahora por la luna con todo detalle, Jazz vio un castillo construido a una impresionante altura. Sí, un castillo de verdad y esta vez no había posibilidad de equivocarse. Allí donde anteriormente un amplio saliente había mutilado la ladera del acantilado, ahora se levantaban a fantásticas alturas las paredes de una fortaleza hasta encontrar el imponente saledizo de piedra natural que se cernía sobre ella. Un castillo, un puesto avanzado, un siniestro alcázar cargado de malos augurios, levantado allí para guardar el paso.
Estirando el cuello todo lo que le fue posible, pudo captar en toda su terrible desolación, iluminada por la luz de la luna, la sombría soledad de sus formas que recordaban batallas y asedios: los muros de la fortaleza coronados de almenas, con macizos merlones y amplias troneras; y allí donde las torres y torreones estaban sostenidos por contrafuertes y arbotantes, se abrían las bocas de monstruosas gárgolas. Arcos de piedra escalonados unían las partes arquitectónicas que de otro modo habrían resultado inaccesibles, allí donde la roca natural del acantilado sobresalía o se proyectaba hacia afuera y en general resultaba obstruida; tramos de escaleras de piedra ascendían, empinadas, entre los varios niveles, excavadas profundamente en la aspereza de la roca; los agujeros de las ventanas destacaban tenebrosos como ojos oscuros en la piedra color de luna y miraban como enfurruñados a Jazz, agachado en las sombras, contemplando maravillado todo lo que veía.
La estructura se erguía tal vez a quince metros de altura de la cara del acantilado y se elevaba hasta la parte superior de un saliente solitario, proyectado hacia afuera. En la chimenea situada entre el acantilado y el pilar se veían unas escaleras de piedra que iban zigzagueando hacia arriba hasta llegar a la boca de una cueva provista de bóveda. Era de presumir que la cueva fuera extensa y que tuviera pasadizos que conducían al castillo propiamente dicho. Más arriba aún, las fortificaciones se extendían hacia afuera por la ladera del acantilado, igual que extraños hongos de piedra, cubriendo los bastiones de la naturaleza con obras menores pero más útiles, construidas… ¿por hombres? A Jazz no le quedaba otra alternativa que imaginar que era así.
Sin embargo, los que habían construido aquel nido de águilas, era evidente que ahora no estaban en él. No se veía figura ninguna en las almenas ni en las escaleras, no brillaban luces en las ventanas, en los miradores ni en los torreones, y de las altas chimeneas no se veían espirales de humo subiendo hacia la ladera del acantilado. El lugar estaba desierto… probablemente. Y si pensaba en aquella palabra, era porque Jazz estaba seguro, como lo había estado en todo momento, de que había ojos ocultos que lo observaban y espiaban mientras él, a su vez, casi sin aliento, se dedicaba a estudiar el castillo construido en la roca.
La parte inferior del saliente donde se encontraba, libre en gran parte de la pared del cañón, estaba todavía en sombras que iban retirándose gradualmente a medida que la luna subía a mayor altura. Jazz estaba contento con la luna, pues el sol ahora estaba declinando. Cuando cruzara la cresta de la garganta, tal vez alcanzaría un poco de sol y podría beneficiarse durante una hora o más de su luz mortecina, pero aquí, al socaire de aquel tenebroso castillo, la luna era el único astro. Avanzó rápidamente, yendo casi corriendo a causa de los ojos que imaginaba, amparándose siempre que podía en las sombras de las rocas y cruzando a gran velocidad los espacios iluminados por la luna. Había llegado a la base del saliente de roca inclinada desde la que se proyectaba hacia afuera sobresaliendo del acantilado. O por lo menos había llegado a la gran pared que rodeaba la base.
Era un muro hecho de bloques macizos, tenía unos cuatro metros de altura y estaba coronado de merlones y troneras; bocas de dragones formaban caños para los canalones de las ménsulas. Sin embargo, aquellos dragones tallados no eran dragones de la Tierra. Jazz, rápidamente y en silencio, fue bordeando el muro hasta llegar a una puerta construida con enormes tablones claveteados de hierro en los que vio pintada una temible cimera: nuevamente el dragón, con la cara y las alas de murciélago y el cuerpo de lobo. Le recordó enormemente aquella cosa del magma que había visto metida en un recipiente en Perchorsk. Pero este dragón estaba dividido por la mitad, a través de la cual se veía la amenazadora oscuridad de un patio, ya que las grandes puertas estaban un poco abiertas hacia adentro. Era como una invitación. Si lo era realmente, Jazz quiso ignorarlo y, en cambio, se apresuró a encaminarse hacia el sol, que iba debilitándose por momentos, deseando únicamente poner la máxima distancia posible entre él y aquel lugar mientras hubiera luz suficiente para poder hacerlo.
Unos minutos más tarde comenzó a respirar con más libertad, llegó a la cima y enseguida se sintió bañado por la cálida luz del sol que ya moría. Protegiéndose los ojos frente a aquella luz repentina, aunque brumosa, se volvió para mirar hacia atrás. A unos cuatrocientos metros de distancia, el castillo volvió a confundirse una vez más con la ladera del acantilado. Jazz sabía que estaba allí porque lo había visto con sus propios ojos —lo había sentido incluso—, pero la piedra se fundía con la piedra y la ladera irregular del acantilado conseguía enmascararlo perfectamente. Jazz se dio cuenta de que había tenido mucha suerte de haber salido indemne de aquel lugar. Es posible que en él no hubiera nadie ni nada, pero seguía considerando que había tenido mucha suerte.
Aspiró una profunda bocanada de aire y la soltó exhalando un suspiro… y, de pronto, tuvo un susto terrible.
Algo se movía cerca de él, a la sombra de piedras caídas que se amontonaban oscuramente a su izquierda. Y oyó una voz fría de mujer que, hablando en ruso, le decía:
—Está bien, Karl Vyotsky, puedes escoger: habla o muérete. ¡Aquí y ahora!
Jazz tenía el dedo puesto en el gatillo de la metralleta desde que se había alejado del castillo. Antes aun de que empezara a hablar la voz de mujer, Jazz se había vuelto y había rociado la oscuridad donde ella se escondía. Ahora debía de estar muerta… o lo habría estado si el arma hubiera estado amartillada. Jazz tuvo suerte de que no lo estuviera. A veces, dada su rapidez y su puntería, convenía tomar precauciones. En esta ocasión la precaución había sido dejar el arma con el seguro puesto. Era una práctica buena para sus nervios y nada más. Disparar a las sombras era una señal segura de que un hombre comenzaba a desmoronarse.
—¡Señora! —dijo con voz tensa—, ¿es usted Zek Föener? Yo no soy Karl Vyotsky. De haberlo sido, probablemente usted estaría yendo camino de un extraño cielo…
Unos ojos observaban a Jazz desde la oscuridad, pero no eran los ojos de una mujer, sino unos ojos triangulares… y amarillos que estaban demasiado cerca del suelo. De pronto apareció un animal gris, enorme y con expresión de hambre: ¡un lobo! Su roja lengua pendía entre los incisivos, que tenían cuatro centímetros de longitud. Ahora sí que amartilló el arma y, al hacerlo, ésta emitió el típico chasquido.
—¡Detente! —dijo ahora la voz de la mujer—. Es mi amigo y hasta ahora…, quizás incluso ahora…, el único que tengo.
Se oyeron unas piedras que resbalaban y la mujer salió de la sombra. El lobo la seguía, a la derecha y un poco más atrás. Ella llevaba una arma como la de Jazz, que temblaba en sus manos mientras lo apuntaba.
—Voy a repetírselo —dijo—, por si no me ha oído. Yo no soy Karl Vyotsky.
El arma de la mujer seguía temblando en sus manos, ahora con gran violencia. Jazz, fijando en ella la vista, añadió:
—Aparte de que me parece que no haría blanco.
—¿Es usted el hombre de la radio? —dijo—. ¿El que se oyó antes de Vyotsky? Reconozco… reconozco su voz.
—¿Cómo? —dijo Jazz, que al fin acabó por entenderla—. Sí, claro, soy yo. Estaba intentando que Khuv lo pasara mal… pero me parece que no me oía. Fue Khuv el que me hizo atravesar la Puerta, igual que hizo con usted. La única diferencia es que a mí no me engañó. Yo soy Michael J. Simmons, agente británico. No sé qué piensa usted de todo esto, pero… da la impresión de que estamos en el mismo barco. Puede llamarme Jazz. Todos mis amigos me llaman Jazz y, si no le importa, ¿quiere dejar de apuntarme con eso?
La mujer profirió un sollozo, un sollozo que habría partido el corazón de cualquiera, y se lanzó en los brazos de Jazz. Éste se daba cuenta de que lo había hecho incluso contra su propia voluntad, pero que había sido incapaz de evitarlo. El arma retumbó al caer en el suelo de piedra al agarrarse con fuerza a Jazz.
—¿Británico? —volvió a sollozar con la cara apoyada en el cuello de Jazz—. No me importaría que fueses japonés, africano o árabe. En cuanto al arma, no funciona. Hace tiempo que está así. Por otra parte, tampoco me quedan balas. Si el arma funcionase y hubiese dispuesto de municiones, seguramente que haría mucho tiempo que me habría disparado un tiro. Yo… yo…
—¡Calma! —dijo Jazz—. ¡Calma!
—Los de la Tierra del Sol me persiguen —dijo sin parar de sollozar— para entregarme a los wamphyri y Vyotsky me ha dicho que hay un procedimiento para volver a casa y…
—¿Qué dices? —dijo Jazz, apretándola con más fuerza—. ¿Has hablado con Vyotsky? Eso es impos…
Pero se reprimió. Por uno de los bolsillos superiores de Zek asomaba la antena de una radio.
—Vyotsky es un embustero —dijo—. ¡Olvídate de él! No hay manera de volver. Lo que él quiere es una compañera, eso es todo.
—¡Oh, Dios! —dijo, clavándole las uñas en los hombros—. ¡Oh, Dios!
Jazz la estrechó entre sus brazos, le acarició la cara, sintió sus lágrimas en el cuello… También percibió su olor y se dio cuenta de que no olía precisamente a flores, sino a sudor, a miedo y a suciedad. La apartó a la distancia de sus brazos y la miró. A pesar de la luz engañosa que la iluminaba, tenía buen aspecto y, aunque ojerosa, estaba guapa. Y muy humana, además. Aunque ella no podía saberlo, Jazz se sentía desesperadamente feliz de haberla encontrado.
—Zek —le dijo—, quizá podríamos encontrar un sitio agradable donde fuera posible hablar e intercambiar impresiones, ¿no te parece? Creo que podrías ahorrarme mucho tiempo y una gran cantidad de esfuerzos.
—La cueva en la que descanso —dijo ella, respirando con una cierta ansiedad— está a unos doce kilómetros de distancia. Yo estaba durmiendo cuando oí tu voz por la radio. Creía estar soñando. Cuando me di cuenta de que no era así, ya era demasiado tarde: te habías marchado. Por eso me encaminé hacia la esfera, que era el lugar al que me dirigía. He seguido llamando cada diez minutos y después ha sido cuando me he puesto en contacto con Vyotsky…
Tuvo un ligero estremecimiento.
—Muy bien —le dijo Jazz—, está muy bien o todo lo bien que puede estar. Ya me lo irás contando mientras nos dirigimos a esa cueva de la que hablabas, ¿quieres?
Se agachó para recogerle el arma y el lobo se agazapó al momento, adoptó una expresión feroz y lanzó un gruñido de advertencia.
Pero Zek, con aire casi ausente, le dio unos golpecitos en la enorme cabeza, en la parte plana del cráneo comprendida entre las orejas, al tiempo que le decía:
—¡Está bien, Lobo! No te preocupes, es un amigo…
—¿Lobo? —dijo Jazz sin poder reprimir una sonrisa, aunque un poco tensa—. Lo encuentro muy original.
—Me lo dio Lardis —dijo ella—. Lardis es el jefe de una tribu de Viajeros. Gente de la Tierra del Sol, por supuesto. Lobo debía ser mi protector y lo ha sido. Nos hicimos muy amigos desde el primer momento, a pesar de que no se parece en nada a un cachorro. En realidad, es bastante salvaje. Pero debes pensar en él como si fuera un perro grande…, me refiero a que hay que considerarlo como un amigo, entonces no hay ningún problema.
Se dio la vuelta y comenzó a guiarle a través del camino que iba bajando desde la cumbre en dirección hacia la neblinosa esfera del sol, aparentemente inmóvil en la boca sur del desfiladero.
—¿Es teoría o es realidad? —le preguntó Jazz—. Me refiero a Lobo, por supuesto.
—Es realidad —contestó ella con simplicidad.
Después, con la misma rapidez con que se había puesto en camino, hizo una pausa y lo agarró por el brazo.
—¿Estás seguro de que no podemos regresar atravesando la esfera? —preguntó con una voz que tenía algo de súplica.
—Ya te lo he dicho —respondió Jazz, procurando no parecer demasiado brusco—, Vyotsky es un embustero… entre otras muchas cosas más. ¿Te figuras que él seguiría aquí si se pudiese marchar? Cuando me forzaron a atravesar la Puerta arrastré a Vyotsky detrás de mí, y ésta es la razón de que se encuentre aquí. Me hice la reflexión de que si esto era malo para mí, sería bueno para él. Khuv y Vyotsky son…, sería difícil encontrar una palabra suficientemente ofensiva para calificarlos.
—Atrévete a decirla —dijo Zek con amargura—, son unos hijos de puta, ¿verdad?
—Dime una cosa —dijo Jazz disponiéndose a seguirla al ver que volvía a ponerse en camino—, ¿por qué te dirigías a la esfera?
Ella lo miró de manera significativa y dijo:
—Cuando lleves aquí tanto tiempo como yo no tendrás necesidad de preguntar. Yo llegué aquí a través de aquella Puerta y es la única que conozco. Me paso el tiempo soñando que un día volveré a atravesarla, me despierto con la idea de que quizá los polos se han invertido y de que ahora se puede ir en dirección opuesta. Es lo que iba a probar ahora, a la salida del sol. Una posibilidad y sólo una y, en caso de que no pudiera atravesarla, pensaba no volver a la Tierra del Sol.
Jazz frunció el entrecejo.
—¿Qué es toda esta historia de la inversión de los polos? ¿Es científico todo esto? ¿Tiene algún sentido?
Zek dijo que no con un movimiento de cabeza.
—No es más que mi fantasía —dijo—, pero merecía la pena probarlo por última vez…
Estuvieron caminando en silencio un buen rato, mientras el lobo los seguía al trote, colocado entre los dos. Había un millón de preguntas que Jazz habría querido hacer, pero no quería cansarla. Por fin se decidió a preguntar:
—¿Dónde diablos están los demás? ¿Dónde están los animales, los pájaros…? Quiero decir que la naturaleza ordena que cuando hay árboles haya también animales para que se alimenten de ellos. Además, en Perchorsk he visto cosas que me hacen pensar que he venido aquí como una bola de nieve que fuera rodando hasta el infierno. Y en cambio no he visto…
—Ni lo verás —le interrumpió Zek—. No lo verás en la Tierra de las Estrellas ni a la salida del sol. Ahora estamos bajando hacia la Tierra del Sol y allí empezarás a ver animales y pájaros; al otro lado de la cordillera los verás en cantidad. Pero no en la Tierra de las Estrellas. Créeme, Michael… ¿o Jazz?…, de veras que no te gustaría ver ninguna cosa viva en la Tierra de las Estrellas…
Y con un estremecimiento se abrazó el pecho poniéndose las manos en los codos.
—La Tierra de las Estrellas y la Tierra del Sol —reflexionó Jazz—. El polo está allí, las montañas van de este a oeste y el sol está en el sur.
—Sí —dijo ella asintiendo con la cabeza—, siempre es así…
Zek tropezó y exclamó:
—¡Oh!
Había caído de rodillas. Jazz la ayudó a levantarse cogiéndola por el codo, impidiendo que cayera en el suelo cuan larga era. Esta vez Lobo no manifestó ningún signo de protesta. Jazz ayudó a Zek a ponerse de pie y la condujo hasta una roca plana. Se descargó un macuto del hombro y sacó de él un paquete que contenía alimento para mantener a un hombre durante veinticuatro horas. Descargó el paquete sobre la roca e indicó a Zek que se sentara en ella.
—Estás débil porque tienes hambre —le dijo, tirando de la anilla de una latita de zumo de fruta concentrado.
Tomó un sorbo para aclararse la boca y pasando la lata a Zek le dijo:
—Termínatela.
Zek lo hizo con gran delectación. Lobo se mantenía cerca, meneando el rabo igual que un perro alsaciano atado a una correa. De su enorme lengua brotaba espumante saliva. Jazz desprendió una pastilla de chocolate ruso concentrado y se la arrojó. Lobo la atrapó cerrando rápidamente las mandíbulas antes de que llegara a tocar el hielo.
—El mayor problema son los pies —dijo Zek.
Jazz le miró los pies y vio que llevaba unas sandalias de cuero áspero, pero observó sangre seca entre los dedos. La niebla se había apartado un poco del sol y ahora Jazz podía observarla con mayor detenimiento. Todavía costaba percibir los verdaderos colores, si bien los perfiles, las sombras y las siluetas marcaban ya contrastes perceptibles. El traje de una sola pieza que llevaba estaba roto por la parte de los codos y de las rodillas y tenía un parche en la espalda. Llevaba colgada de ella un macuto con algo arrollado que Jazz supuso era un saco de dormir.
—No es calzado adecuado para este terreno —dijo Jazz.
—Ahora lo sé —respondió Zek—, pero lo había olvidado. La Tierra del Sol es mala, pero este desfiladero es peor. La Tierra de las Estrellas es un verdadero infierno. Cuando llegué aquí llevaba botas, como tú, pero no duran mucho tiempo. Los pies se endurecen pronto, ya lo verás, pero algunas de estas piedras y rocas cortan como cuchillos.
Jazz le ofreció chocolate y ella casi se lo arrancó de las manos.
—Quizá deberíamos descansar aquí —dijo Jazz.
—Es bastante seguro, mientras tengamos el sol sobre nuestras cabezas —respondió ella—, pero yo preferiría seguir moviéndome. Como no podemos servirnos de la esfera ni podemos quedarnos en la Tierra de las Estrellas, es mejor que volvamos a la Tierra del Sol enseguida que podamos.
Su tono era siniestro.
—¿Hay alguna razón especial? —dijo Jazz sabiendo de antemano que la respuesta no iba a gustarle.
—Hay muchas razones —dijo ella—: todos viven aquí.
Y con un gesto indicó el lugar de donde venían.
—¿Te importaría decirme quiénes son… todos?
Jazz descolgó uno de los paquetes en forma de riñon que llevaba. Sabía que, entre otras cosas, contenía un paquete de primeros auxilios y de él sacó unas vendas de gasa, un tubo de ungüento y esparadrapo y, mientras Zek hablaba, se arrodilló y con mucho cuidado le sacó las sandalias y comenzó a vendarle los pies.
—¡Todos…! —repitió Zek como un eco, imprimiendo un sentido siniestro a la palabra, y de nuevo la recorrió un estremecimiento—. Estás pensando en los wamphyri, ¿verdad? Pues no son el problema peor, porque en la Tierra de las Estrellas todavía hay cosas peores. ¿Viste aquel bicho de Agursky, el que tenía metido en el tanque de Perchorsk?
Jazz levantó la cabeza y asintió.
—Sí, lo vi, pero si tuviera que explicar qué vi exactamente no sabría qué decir.
Rasgó un trozo de gasa, la empapó en agua que llevaba en el frasco y le limpió suavemente la sangre de las heridas de los pies. Zek se lo agradeció, suspiró de alivio cuando le aplicó ungüento del tubo en las grietas que tenía debajo de los dedos y en las plantas de los pies.
—Lo que viste es lo que ocurre cuando el huevo de un vampiro penetra en una especie de la fauna local —le explicó Zek.
Lo dijo con extrema sencillez y su voz sonó perfectamente neutra.
Jazz dejó de curarle los pies, la miró directamente a los ojos y asintió lentamente con la cabeza.
—Un huevo de vampiro, ¿verdad? ¿Es de eso de lo que estás hablando?
Ella fijó los ojos obstinadamente en él hasta que Jazz tuvo que desviar la mirada.
—Exactamente, un huevo de vampiro —dijo Jazz encogiéndose de hombros y comenzando a vendarle los pies—. O sea que lo que me estás diciendo es que los wamphyri son ovíparos, que ponen huevos, ¿no es eso?
Zek negó con un gesto de la cabeza pero enseguida, como cambiando de opinión, hizo un gesto de asentimiento.
—¡Sí y no! —dijo—. Los wamphyri son el resultado del huevo de un vampiro cuando penetra en un hombre… o en una mujer.
Jazz calzó las sandalias a Zek. Le estaban algo grandes, de aquí que le produjeran rozaduras y ampollas. Ahora le quedaban más apretadas e impedían que los pies le rozaran.
—¿Así está mejor? —le preguntó Jazz.
Se quedó pensando un momento en lo que Zek acababa de decirle, pero decidió dejar que se lo contase a su manera y que se tomara el tiempo que quisiera.
—Ahora me siento mejor —dijo—. Gracias.
Se puso de pie, le ayudó a colgarse todos los paquetes y volvieron a dirigirse hacia el sol.
—Oye una cosa —dijo cuando se pusieron en camino—. ¿Por qué no me cuentas todo lo que te ha ocurrido desde que estás aquí y así yo me entero? ¿Por qué no me cuentas todo lo que has visto, todo lo que sabes, todo aquello de lo que te has enterado? Me parece que disponemos de tiempo sobrado y que las perspectivas son buenas, que no corremos ningún peligro inmediato. Tenemos el sol sobre nuestras cabezas y la luz de la luna es buena…
—¿Tú crees? —respondió Zek.
Jazz estiró el cuello y levantó la cabeza para mirar la luna. Había cruzado el desfiladero y sus bordes parecían rozar las cimas más orientales. Unos minutos más y habría desaparecido.
—El período de rotación planetaria es increíblemente lento —comenzó a explicar Zek—, pero por otra parte la órbita de la luna está más próxima y es mucho más rápida. Un «día» de aquí es aproximadamente como una semana de la Tierra. Ah, dicho sea de paso, este lugar es «la Tierra». Así es como la llaman ellos. No es nuestra Tierra, por supuesto, pero es la suya. Al principio lo encontré extraño, pero después pensé: ¿cómo habrían de llamarla entonces?
»De todos modos, este planeta gira hacia el oeste de una manera muy lenta y sus polos no están totalmente alineados según el sol. Es como si el planeta se bambolease. Se ve el sol como si se moviera de oeste a este, es decir, en sentido opuesto al de las agujas del reloj, describiendo un círculo lento y pequeño. Ahora bien, yo no soy astrónomo ni especialista en las ciencias del espacio, así es que no me preguntes el cómo ni el porqué, lo único que sé decirte es que es así y nada más.
»En la Tierra del Sol tenemos una "mañana" de unas veinticuatro horas de duración, un "día" quizá de setenta y cinco horas, una "tarde" de veinticuatro horas y una "noche" de unas cuarenta horas. El mediodía o el tiempo que lo rodea corresponde a la salida del sol y toda la noche es la puesta.
Jazz volvió a mirar para arriba y ahora vio la luna dividida en dos por el borde agudo de las montañas. Mientras la observaba le pareció que disminuía su fulgor, como si se dispusiese a desaparecer de la vista.
—Yo tampoco soy astrónomo —dijo—, pero me parece evidente que tenemos una luna que se mueve con gran rapidez.
—Exactamente —respondió ella—, y además también tiene una rotación muy rápida; a diferencia de la antigua luna, muestra las dos caras, la de delante y la de atrás.
Jazz hizo un gesto de asentimiento.
—No es nada tímida, ¿verdad?
Zek se echó a reír.
—Según cómo, me recuerdas a otro inglés que conocí —dijo—. Daba la impresión de ser ingenuo, pero en realidad de ingenuo no tenía nada.
—¿Ah, sí? —dijo Jazz mirándola—. ¿Y quién era ese hombre afortunado?
—No era tan afortunado como eso —dijo ella, inclinando ligeramente la cabeza.
Jazz contempló su rostro de perfil, iluminado por los últimos rayos de la luna, y decidió que la mujer le gustaba. Y mucho.
—Así que, ¿quién era ese hombre?
—Era miembro de tu Rama-E británica… o quizás el jefe —respondió Zek—. Se llamaba Harry Keogh y tenía un talento especial. Yo también tengo talento, pero el suyo era… diferente. No sé siquiera si podría llamársele ESP. ¡Hasta ese punto se diferenciaba de los demás!
Jazz se acordó de lo que Khuv le había dicho de Zek. Todo le parecía exagerado en lo que a él se refería, pero lo mejor era no dejar que viera su escepticismo.
—¡Ah, sí, por supuesto! —dijo—. Tú eres vidente, ¿verdad? Lees el pensamiento. Y el talento de ese Keogh, ¿en qué consistía?
—Era necroscopio —dijo Zek, con una voz que de pronto pareció helada.
—¿Era qué?
—¡Podía hablar con los muertos! —dijo ella y, callándose de pronto, como si estuviera enfadada, se apartó de Jazz.
Éste la miró sorprendido de su repentino arranque de mal genio y observó también a aquel lobo colocado entre los dos, a aquel lobo que no paraba de mover sus ojos amarillos de él a ella y de ella a él.
—¿Qué he hecho?
—¡No es lo que has hecho sino lo que has pensado! —soltó Zek—. Lo que has pensado ha sido: ¡qué montón de mentiras!
—¡Es verdad! —dijo Jazz, porque eso era exactamente lo que había pensado.
—Oye una cosa —dijo ella, de pronto—, ¿sabes cuánto tiempo estuve ocultando mis dotes telepáticas? Sabía que yo valía más que lo que ellos tenían, pero no quería trabajar para ellos. No me atrevía a trabajar para ellos, porque sabía que, si lo hacía, tarde o temprano volvería a tropezar con Harry Keogh. Yo he sufrido a causa de mis dotes telepáticas, Jazz, e incluso ahora… aquí, donde esto importa poco…, cuando admito la verdad de este poder…
—¡Demuéstramelo! —dijo él interrumpiéndola—. Me doy cuenta de que no llegaremos a ninguna parte si no existe una confianza mutua, pero tampoco llegaremos a ninguna parte si nos mentimos mutuamente o decimos cosas totalmente carentes de sentido. Si me dices que puedes hacer estas cosas, bien, lo acepto, porque sé muy bien que hay mucha gente que cree en tu talento. Pero ¿no tendrías manera de demostrármelo? Tienes que admitirlo, Zek, era fácil imaginar lo que yo estaba pensando en ese momento y no sólo de tus dotes telepáticos, sino también de ese tipo llamado Keogh… y de las cosas que, según tú, es capaz de hacer. No me digas que no has topado nunca con el escepticismo, especialmente tratándose de una cualidad que la mayoría de las personas consideran sobrenatural.
—¿Quieres tentarme? —dijo con ojos llameantes—. ¿Quieres burlarte de mí? ¿Hacer un poco de broma? ¡Vade retro, Satanás!
—Bueno, ese talento tuyo es cosa divina, ¿no es así?
Jazz no podía ocultar totalmente su incredulidad.
—Si de verdad eres tan buena, ¿cómo es que no sabías quién subía por el desfiladero? Si la telepatía y el ESP en general son cosas que existen realmente, ¿por qué Khuv no sabía que yo había escondido un cargador para mi metralleta, que fue precisamente lo que me permitió arrastrar a ese imbécil de Vyotsky aquí dentro conmigo?
Lobo lanzó un débil aullido y agachó las orejas.
—Lo estás poniendo nervioso —dijo Zek— y a mí también. Parece que no acabas de entenderlo. En esto eres un poco machista. Te he dicho que tengo dotes telepáticas y me pides que te lo demuestre. Después querrás que te demuestre que soy una mujer.
Jazz asintió con un gesto enfurruñado.
—Tú te valoras en mucho, ¿no te parece? Sabe Dios qué clase de hombres estás acostumbrada a tratar, pero yo…
—¡Perfectamente! —le espetó ella—. ¡Observa!
Zek miró a Lobo, le dirigió una simple mirada, después se volvió, inclinó la cabeza y se dirigió hacia el sol. Recorrió cien metros aproximadamente, mientras Jazz y el lobo permanecían en su sitio observando lo que hacía. Zek se paró y se dio media vuelta.
—Yo ahora no diré nada —dijo Zek— y tú ya me dirás qué piensas de lo que ocurra a continuación.
Jazz frunció el entrecejo y pensó: «¿Qué ocurrirá ahora?»
Pero al cabo de un momento Lobo le demostró qué ocurría. El animal se acercó más a Jazz, con sus enormes mandíbulas lo agarró fuertemente, pero con suavidad, por la manga del mono que llevaba y lo arrastró en dirección a Zek. Jazz tropezó tratando de mantener el equilibrio y, cuanto más corría, tanto más corría Lobo, hasta que los dos llegaron al lugar donde esperaba la joven. Sólo entonces el lobo soltó a Jazz, cuando estuvieron delante de ella.
—¿Y bien? —dijo Zek, cuando Jazz se detuvo jadeante.
Jazz se llevó la lengua al agujero en la encía debido a la desaparición de las dos muelas, levantó una mano y se rascó la nariz.
—Bien… —dijo—, yo…
—Estas pensando que soy domadora de animales, ¿verdad? —le cortó Zek—. Pero si lo dices en voz alta, te diré que es así. Seguiremos caminos diferentes. Hasta ahora he sobrevivido sin ti y puedo continuar como hasta ahora.
Lobo se apartó de Jazz y se puso al lado de ella.
—Estamos dos a uno —dijo Jazz con una mueca y con cierto pesar—. Y como he creído siempre en el proceso democrático… no tengo más opción que aceptar lo que dices: tienes dotes telepáticas.
Siguieron caminando, pero ahora un poco separados.
—Entonces ¿cómo es que no sabías que era yo el que subía por el desfiladero? ¿Cómo es que me llamaste como si yo fuera Vyotsky?
—Viste el castillo, ¿verdad? ¿Viste el torreón?
—Sí.
—Pues ésa es la razón.
Jazz volvió la vista atrás. El castillo que se levantaba junto a los acantilados debía estar ahora a kilómetros de distancia.
—Pero estaba vacío, abandonado.
—Tal vez sí y tal vez no. Los wamphyri están deseando apoderarse de mí. Y no son estúpidos ni mucho menos. Saben que llegué aquí a través de la esfera, de la Puerta, y seguramente piensan que tarde o temprano intentaré salir por el mismo camino por el que entré. Les concedo por lo menos este poco de inteligencia. No les habría costado mucho durante la última puesta de sol… es decir, durante cualquiera de las muchas puestas de sol… poner a algún ser allí de guardia. Debe de haber allí muchos huecos y muchos rincones en los que nunca entra el sol.
Jazz hizo un gesto negando con la cabeza y levantó la mano como para indicar que interrumpiese lo que decía.
—Aun suponiendo que entendiera lo que dices, que no es el caso, seguiría sin saber qué tiene que ver conmigo —dijo.
—En este mundo —le respondió ella— tienes que tener mucho cuidado en lo referente a cómo usas el ESP. Los wamphyri lo poseen bajo muy diferentes formas, como también en menor grado la mayor parte de los animales. Sólo los hombres de verdad carecen de él.
—¿Quieres decir que si los wamphyri dejaron algo en el castillo, una criatura cualquiera, ésta habría captado tus pensamientos?
Jazz volvía a rozar la incredulidad.
—Podría haber oído mis pensamientos dirigidos, si es eso lo que me preguntas —dijo ella asintiendo con la cabeza.
—Pero esto…
Jazz refrenó su lengua antes de que pudiera ofenderla.
—Lobo los oye —dijo Zek con toda simplicidad.
—¿Y yo? —repuso Jazz lanzando un bufido—. ¿Es que el hecho de no oírlos me convierte en un idiota?
—No —dijo ella, acompañando sus palabras con un movimiento de cabeza—. En un idiota no, sino en un hombre de verdad, tú no eres un «esper». Escucha una cosa, cuando yo vine hacia aquí oí tus pensamientos, unos pensamientos distantes, extraños y algo confusos. Pero no me atreví a centrarme en ti y en comprobar tu identidad, para evitar que esto desencadenase algo que permitiera identificarme. Ahora que nos encontramos bajo la luz del sol, la presión ha desaparecido, pero cuanto más cerca esté de la Tierra de las Estrellas, más cuidado debo tener. Y como no podía tener la seguridad absoluta de que tú no fueses Vyotsky, por eso tuve que desafiarte. Tú me has dicho que probablemente él me habría matado. Tal vez sí y tal vez no. Pero en caso afirmativo, también se habría visto obligado a matar a Lobo, cosa que no le habría resultado tan fácil como eso. Y si me hubiera matado, se habría quedado absolutamente solo. Aun así, era un riesgo que yo debía correr…
Esta vez Jazz aceptó todo lo que ella le dijo; tenía que empezar en algún sitio y parecía la mejor manera de proceder.
—Escucha una cosa —le dijo—, aunque me considero una persona dotada de comprensión rápida, necesitaría que me explicases muchas cosas que todavía no me has dicho. Pero antes de nada me gustaría enterarme ahora mismo de una cosa: ¿necesito poner a buen recaudo mis pensamientos?
—¿Aquí en la Tierra del Sol? ¡No! En la Tierra de las Estrellas sí, en todo momento… De todos modos, con un poco de suerte ya no tendremos necesidad de volver a la Tierra de las Estrellas.
—¡Muy bien! —dijo Jazz, y asintió con la cabeza—. Pasemos ahora a cosas más inmediatas. ¿Dónde está esa cueva de la que me hablaste? Me parece que ahora tendríamos que descansar un poco. Al mismo tiempo podría acabar de curarte los pies. Además, me parece que podrías tomar una comida bastante más sustanciosa.
Zek le dedicó, por vez primera desde que estaban juntos, una amable sonrisa. Jazz habría querido poder contemplarla bajo la luz del sol, del sol de su tierra.
—Voy a decirte una cosa —dijo ella—. Hace mucho tiempo que aprendí a no escuchar los pensamientos de los demás. A veces son agradables, te lo aseguro, pero cuando no lo son, una se siente muy incómoda. A veces pensamos cosas que no podríamos expresar con palabras. También a mí me ocurre. Una regla que observábamos todos los «espers» es que debíamos respetar la intimidad de los demás. Pero me he pasado mucho tiempo sola…, sin nadie con quien poder relacionarme, quiero decir. Ninguna persona de mi propio mundo. Así es que, mientras te oía hablar… también oía otras cosas. Cuando me acostumbre a estar contigo, haré un esfuerzo para no inmiscuirme… incluso ahora ya lo intento, pero me resulta imposible no escudriñar en tus pensamientos.
Jazz frunció el entrecejo.
—Dime, entonces, qué estaba pensando —insistió Jazz—. Me refiero a que lo único que he dicho es que deberíamos descansar.
—Pero lo que tú querías decir, en realidad, es que yo debía descansar: yo, Zek Föener. Eres muy amable y, si lo necesitara de verdad, lo aceptaría. Pero también tú has recorrido un largo camino. De todos modos yo preferiría seguir andando hasta que superemos el desfiladero. Debemos recorrer otros diez kilómetros más y ya lo habremos superado. Como puedes ver tú mismo, el sol está a punto de llegar al muro este. El proceso es lento pero antes de una hora y media el paso volverá a estar sumido en la oscuridad. En la Tierra del Sol todavía quedan veinticinco horas de sol, y la noche es igual de larga. Después… ya encontraremos algún sitio donde poder escondernos.
Zek se estremeció.
Aunque Jazz no sabía nada de ESP, estaba en condiciones de leer muy bien lo que pensaba la gente.
—Eres una mujer estupenda —le dijo, aunque no pudo evitar preguntarse por qué había dicho aquella frase, ya que no era una persona muy dada a decir cumplidos y no le salían muy bien.
Aun así, sabía que había hablado con sinceridad, como también lo sabía ella, pese a no estar de acuerdo con él.
—No, no tengo nada de estupenda —dijo Zek, muy seria—. Quizá lo fui en otro tiempo, pero me he vuelto muy cobarde. Pronto descubrirás por qué.
—Pero antes tendrías que informarme sobre los azares inmediatos —dijo Jazz—, en el supuesto de que sean inmediatos. Has dicho algo de los habitantes de la Tierra del Sol y de que estaban persiguiéndote. Y también de los wamphyri… que andaban persiguiéndote como locos. Anda, dame más detalles.
—¡Los habitantes de la Tierra del Sol! —dijo ella con un suspiro, aunque sin pretender darle una respuesta.
Calló de pronto, quedó tensa, mirando a su alrededor alarmada, especialmente la zona de sombras proyectadas por los acantilados del este. Después se llevó la mano a la frente y se la acarició con dedos temblorosos. A Lobo se le erizaron los pelos del cuello, echó para atrás las orejas y profirió un gruñido bajo y gutural.
Jazz quitó el seguro de la metralleta, la amartilló y comprobó que el cargador estuviera colocado en su sitio.
—¡Zek! —la interpeló con voz ronca.
—¡Arlek! —dijo ella en un murmullo—. Esto es lo que ocurre por frenar mis dotes telepáticas en consideración a ti. Jazz, yo…
Pero ya no tuvo tiempo de nada más, porque ya estaban metidos en el problema.