Capítulo 9

Al otro lado de la Puerta

El comandante de la KGB Chingiz Khuv estaba frente a su subordinado, Karl Vyotsky, separados por una distancia no superior a los tres metros y viéndose a través de una finísima película lechosa tan delgada que casi resultaba invisible. Aun así, se encontraban en dos mundos diferentes. Khuv habría podido dar dos o tres pasos adelante, tender la mano y estrechar la de Vyotsky. Habría podido hacerlo, pero no se atrevía, puesto que dada la situación en que se encontraban, aunque el comandante no habría podido sacar a Vyotsky tirándole de la mano, era indudable que Vyotsky sí habría podido arrastrarlo a él hacia el interior. Con todo, podían hablar, aunque con ciertas dificultades.

—¡Karl! —le llamó Khuv—. De momento no hay manera de que puedas salir de ahí, pero tampoco puedes quedarte arrodillado como un niño abandonado. Bueno, claro que puedes, pero no te va a servir de nada. Por supuesto que podemos suministrarte alimento, naturalmente que sí, te lo arrojamos a través de la Puerta y listos. En eso Simmons se ha equivocado. Seguramente no se le ha ocurrido, pero tenía razón cuando te ha dicho que morirías. ¡Al final morirás, Karl! El tiempo que puedas tardar en morir dependerá de lo que tarde en producirse el Encuentro Seis. ¿Me sigues?

Khuv se quedó esperando la respuesta de Vyotsky. La comunicación por la Puerta era desalentadora, pero finalmente Vyotsky asintió y se puso de pie. Para conseguirlo tardó unos minutos. Entretanto, la figura del agente británico iba desapareciendo en la distancia y lenta, muy lentamente, se perdía de vista. La cara y la boca de Vyotsky comenzaron a moverse de una manera grotesca, mientras sus palabras iban llegando apagadas, sordas, lentas. Khuv le oyó decir:

—¿Qué me aconsejas?

—Simplemente, esto: vamos a equiparte exactamente igual que a Simmons, es decir, te suministraremos todo el equipo y el alimento concentrado que puedas transportar. Por lo menos tendrás las mismas oportunidades que él.

Por fin llegó la respuesta:

—¿Quieres decir que así tampoco tendré ninguna oportunidad?

—Una oportunidad mínima, la verdad sea dicha —insistió Khuv—, pero no vas a saber si la tienes hasta que intentes averiguarlo.

Llamó a un suboficial del escuadrón de soldados que tenía detrás de él y le dio órdenes tajantes y perentorias. El hombre se marchó corriendo.

—Y ahora, Karl, escucha —prosiguió Khuv—. ¿Se te ocurre alguna cosa que pueda serte útil? Me refiero a algo que no hayamos proporcionado a Simmons.

Vyotsky volvió a asentir lentamente con la cabeza y dijo:

—Una motocicleta.

Khuv se quedó con la boca abierta. No tenían ni la más mínima idea de cómo debía ser el terreno, y así se lo dijo.

—Si no me puedo montar en ella, la dejo aquí tranquilamente —respondió Vyotsky—. ¿Tan difícil es proporcionarme una motocicleta? Si supiera pilotar un helicóptero, lo pediría.

Khuv, por tanto, dio nuevas órdenes. Como cumplirlas requería tiempo, Simmons ya no era entonces más que un puntito en la blancura del horizonte, un punto que iba haciéndose gradualmente más pequeño, como una hormiga que recorriera una duna de arena.

Comenzó a llegar el equipo, transportado en un carro, que fue empujado hacia el interior de la esfera. Vyotsky inició la interminable faena de ponerse encima los arneses. Lo hacía con toda la rapidez que podía, pero para Khuv y los demás observadores era como contemplar el lento avance de un caracol. La paradoja era ésta: que a ojos de Vyotsky ocurría lo mismo con los demás. Consideraba que se estaba moviendo con gran rapidez, pero los demás parecían moscas moviéndose sobre miel. Para los compañeros de Vyotsky hasta las mismas gotas de sudor que resbalaban por su frente tardaban segundos en llegar al suelo invisible sobre el que tenía posados los pies.

Por fin llegó la moto: un pesado modelo militar, pero en buenas condiciones de funcionamiento y con suficiente combustible para recorrer trescientos setenta y cinco kilómetros. La moto fue colocada en otro carrito y empujada también hacia el interior. Vyotsky, en el otro lado, iniciaba el proceso increíblemente lento de montarse en la motocicleta y de poner en marcha el motor. Sin embargo, pese a la anomalía que presentaba el ritmo del tiempo, el resto del espectro físico parecía funcionar perfectamente. La moto emitió unos cuantos estampidos, hizo un ruido parecido al de grandes martillos que golpeasen sobre madera de roble, puesto que cada pistón producía un sonido diferente e individual, y Vyotsky levantó los pies del suelo. Lentamente, muy lentamente, aunque con mucha mayor rapidez que Simmons, Vyotsky y su moto fueron empequeñeciéndose en la blanca distancia hasta desaparecer finalmente de la vista. Sólo quedaban dos carros vacíos…

Aunque Vyotsky ya había desaparecido, Khuv siguió contemplando la esfera hasta que los ojos le comenzaron a doler. Después dio media vuelta, atravesó la pasarela hasta el anillo de Saturno y comenzó a subir las escaleras de madera hasta llegar al pozo que perforaba el magma. Allí, en la plataforma situada en la boca del pozo, le esperaba Viktor Luchov. Khuv se paró y dijo:

—Director Luchov, he podido darme cuenta de que procuras quedarte al margen de este experimento. De hecho, si en algo te has hecho notar ha sido precisamente por tu desinterés —dijo un poco a la defensiva.

—Sí, de la misma manera que seguiré manteniéndome al margen de hechos como éstos —respondió Luchov—. Tú eres aquí un comandante de la KGB, pero yo soy un hombre de ciencia. Tú lo llamas experimento, pero yo lo llamo ejecución. A lo que parece, dos ejecuciones. Me figuraba que ya habría terminado todo, por eso he venido. Desgraciadamente, aún he estado a tiempo de ver a ese patán de Vyotsky en el momento de desaparecer con la moto. Aunque es un bruto, me da lástima. ¿Qué explicación piensas dar de todo esto a tus superiores de Moscú?

Las aletas de la nariz de Khuv temblaron un poco y se puso algo más pálido, pese a lo cual su voz permaneció tranquila al responder:

—Me hago responsable de mis procedimientos de información, director. Tienes razón: tú eres un hombre de ciencia y yo soy un miembro de la KGB. Pero fíjate en que cuando digo «hombre de ciencia» no lo digo con la misma entonación con la que diría «cerdo», por lo que te aconsejo que vayas con cuidado al utilizar la palabra KGB. ¿Acaso porque tenga que desempeñar tareas más ingratas que las que tú haces son menos meritorias? Yo más bien creo lo contrario. ¿Me vas a decir en serio que como hombre de ciencia no te sientes fascinado por la oportunidad que acaba de presentársenos?

—Si tú realizas esa clase de tareas mejor que yo es porque yo no estoy dispuesto a realizarlas. —Y después de estas palabras añadió casi a gritos—: ¡Dios mío, es que…, es que…!

—¿Qué te pasa, director? —dijo Khuv enarcando las cejas y con los labios tensos, que dibujaban una sonrisa fina y desagradable.

—¡Hay gente que no aprende nunca! —gritó Luchov—. ¿Es que has olvidado el juicio de Nuremberg? ¿Es que no sabes que todavía estamos llevando a gente ante los tribunales de justicia?

Al darse cuenta de la expresión del rostro de Khuv se calló.

—¿Me estás comparando con los criminales de guerra nazis?

Khuv estaba ahora pálido como un muerto.

—¡Este hombre era uno de los nuestros! —dijo Luchov, señalando la esfera con un dedo tembloroso.

—Sí, lo era —dijo Khuv bruscamente—, pero también era un psicópata, un ser brutal, un hombre tortuoso, insubordinado y peligroso hasta el punto de constituir un peligro potencial. Pero ¿no te habías preguntado nunca por qué no lo reprendía nunca? Tú te figuras saberlo todo, ¿verdad, director? Pues bien, no es así. ¿Sabes para quién trabajaba Vyotsky antes de trabajar conmigo? Era guardaespaldas de Yuri Andropov en persona…, y todavía no hay nadie que sepa de cierto cómo murió. Lo que sí se sabe es que no se llevaban nada bien y que Andropov había intentado degradarlo. ¡Sí, puedes creerlo, Karl Vyotsky estaba implicado! Pues bien, ahora te voy a decir por qué fue enviado aquí…

—No… no lo considero necesario —dijo Luchov agarrándose al pasamanos de la escalera para sostenerse.

Parecía que de su rostro se había retirado la sangre y ahora estaba tan pálido como Khuv.

—Me parece que ya lo sé.

Khuv bajó la voz.

—De todos modos voy a decírtelo —dijo con un hilo de voz—. De no haber sido por la desgracia de esta noche, nuestro próximo «voluntario» habría sido igualmente Karl Vyotsky. Así es que no te lamentes por él, querido director, porque de todas maneras únicamente le quedaba un mes.

Luchov pareció horrorizado, pero miró estupefacto a Khuv mientras éste se daba la vuelta y subía por las escaleras a través del pozo.

—¿Y él no lo sabía? —preguntó.

—Naturalmente que no —respondió Khuv sin volverse—. Si hubieras estado en mi pellejo, ¿se lo habrías dicho?

Jazz siguió trabajosamente su camino.

Habría sido inútil apresurarse o desperdiciar energías innecesariamente y, de momento, no tenía la impresión de que nada ni nadie fuera a atacarlo. Por lo menos no aquí. De todos modos, debía tratar de conservar sus fuerzas. No sabía cuánto camino le faltaba por recorrer; tanto podía ser un kilómetro más, como diez o cien. Se sentía como si tuviera que atravesar un lago de sal, después de haberse quedado cegado por el sol. Sí, así era como se sentía: como si avanzara a ciegas por un camino interminable y bajo un sol abrasador. Un sol que, aun siendo abrasador, no desprendía calor ninguno. Sólo luz. En realidad, sudaba, pero era por el esfuerzo, no porque estuviera sometido a ninguna fuente de calor. En aquel blanco túnel entre dos mundos no hacía calor ni frío, sino que la temperatura era constante y no constituía ningún problema. De hecho, allí se habría podido vivir en el supuesto de que hubiera habido vida, pero allí no había nadie que pudiera vivir realmente, puesto que en aquel lugar la única realidad y todo lo demás era… blancura.

Por dos veces había tomado un sorbo de la botella de agua que llevaba, simplemente para reemplazar la humedad que había perdido, y las dos veces pensó: «¿Es que no hay nada más aquí? ¿Sólo este vacío? ¿Qué va a pasar si resulta que eso no va a ninguna parte?»

Pero entonces ¿de dónde habían salido el murciélago y el lobo y las demás criaturas del magma? ¿Y el guerrero? No, aquello tenía que ir a parar a alguna parte.

También había hecho una pausa para sacar el cargador oxidado de su metralleta, arrojarlo lejos de sí y encajar en ella otro de los que llevaba de repuesto. Si le hacía falta usar el arma, lo último que deseaba era que se le quedara la bala encasquillada en el momento en que más la necesitara.

Fue entonces, después de haber encajado el nuevo cargador, cuando se enteró de algo que no sabía acerca de aquel maldito lugar de la Puerta. Al sujetar los correajes del macuto, levantó la vista y se dio cuenta de que no sabía qué dirección debía tomar. Llevaba una brújula en la muñeca, pero se había hecho tarde para servirse de ella, habría debido consultarla inmediatamente después de penetrar en la esfera. Con todo, la miró… sólo para ver que la manecilla giraba sin rumbo, tan perdida como él. Después volvió a mirar a su alrededor, girando lentamente y dando una vuelta completa o lo que él creía que era una vuelta completa. Pero ni siquiera de esto podía estar seguro.

Todo era igual, se girara hacia donde se girase: una blancura inmensa que se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Un suelo blanco, un cielo blanco, sin que apareciera ninguna distinción en parte alguna, sin ningún horizonte ni cosa alguna diferente, aparte de su propia persona. Él y la fuerza de la gravedad. Gracias a Dios que existía la gravedad, que sin aquella sensación de tener algo sólido debajo… habría tardado muy poco en volverse loco.

Por lo menos la fuerza de la gravedad le permitía saber dónde estaba arriba y dónde estaba abajo.

Se volvió y miró por encima del hombro. ¿De veras que había venido de esa dirección? ¿O quizá de esa otra? Habría sido difícil asegurarlo. ¿Cómo podía saber que iba en la dirección adecuada? ¿Y qué diablos podía querer decir en aquel sitio dejado de la mano de Dios ir en la dirección adecuada?

Sin embargo, cuando trató de volver a ponerse en camino, encontró una resistencia, una pared de espuma invisible que lo empujaba hacia atrás con una fuerza igual a la que él desplegaba contra ella. Ir hacia la derecha no era tan difícil, pese a que también costaba; hacia la izquierda ocurría lo mismo. Sólo se podía ir en una dirección, lo que significaba que aquélla era la adecuada. Por esto no lo había notado anteriormente, porque había escogido automáticamente el camino que ofrecía menor resistencia o se había sentido guiado hacia él.

Después se habían renovado los esfuerzos y los sudores hasta que llegó el momento de echar otro trago de la botella. Mientras miraba hacia adelante y tragaba agua de la botella para refrescarse el gaznate, Jazz se dio cuenta de que las cosas ya no eran de un color blanco inmaculado. Comprobarlo fue para él un susto y poco le faltó para atragantarse. ¿Qué diablos era todo aquello? ¿Eran montañas lo que divisaba a distancia? ¿Siluetas de peñascos? ¿Un cielo azul intenso…, estrellas? Era como mirar a través de una cueva marina, como si contemplara la escena desde el interior de un túnel una mañana de niebla. O como si estuviera observando un dibujo al aguafuerte en un trozo de seda blanca. ¡Pero qué lejos estaba!

Jazz se esforzó en mirar con mayor atención… pero al mismo tiempo sintió mayor recelo. La escena estaba acercándose y haciéndose más brillante a medida que las estrellas parpadeaban y eran sustituidas por débiles rayos de sol que parecían venir de las montañas situadas en la parte derecha de la escena. Y en ese momento fue cuando Jazz oyó el sonido.

Al principio lo asoció con la escena que estaba revelándose a su vista, pero después se dio cuenta de que venía de atrás. Y entonces reconoció de qué ruido se trataba: ¡era una moto! Se dio la vuelta y miró.

Karl Vyotsky iba montado en una moto con la correa de la metralleta colgada del hombro derecho y la metralleta debajo del brazo con el cañón apuntando hacia adelante. De momento todavía no podía ver la escena que Jazz acababa de descubrir, ya que lo único que podía ver era a Jazz. El hombretón ruso hizo rechinar los dientes y sus labios dibujaron una mueca de desprecio. Conducía la moto con la mano izquierda y las rodillas, mientras con la derecha sostenía la culata del arma. Deslizó el índice a lo largo del guardamonte y llevó la mano a la válvula de estrangulación del motor, al tiempo que la moto daba un salto adelante.

—¡Británico! —gruñó como si hablase consigo mismo—, tienes el tiempo contado. Da un besito a todo el mundo antes de desearles buenas noches.

Jazz se quedó estupefacto. ¡Una motocicleta! ¡Y él que había estado haciendo tantos esfuerzos para caminar! El problema consistía ahora en conseguir que aquella ventaja que Vyotsky tenía sobre él se transformara en desventaja. Pero mientras caminaba, Jazz tuvo tiempo de dedicar algunos de sus pensamientos al curioso aspecto de la Puerta. Le parecía que tenía la respuesta de aquella situación.

—Muy bien, Iván —murmuró para sí—, vamos a ver si eres tan listo como crees.

Vyotsky estaba cada vez más cerca y ahora comenzó a acelerar hasta que en el indicador apareció el número sesenta y sintió el latido de la moto debajo de él. Aunque el avance de la moto era suave y regular como la seda, sabía que no le iba a ser fácil hacer puntería con la metralleta. Sería, literalmente, dar en el blanco o fallar. Pero tenía a su favor el elemento de la sorpresa o, por lo menos, del susto. ¿Qué estaría pensando ahora el inglés, se preguntaba, al ver aquella poderosa máquina que se abalanzaba sobre él?

Jazz calculó que en aquel momento la moto estaba a poco menos de un kilómetro de distancia y que sólo le quedaban treinta segundos. Se arrodilló, se puso de lado, a fin de disminuir el blanco que ofrecía su silueta, y giró el arma en dirección a Vyotsky. No pensaba dispararle y lo único que quería era ponerlo un poco nervioso.

Cuando le quedaban unos cuatrocientos metros por recorrer, vio que el rostro de Vyotsky se había convertido en la máscara del odio, como preludio del ataque. Pero… súbitamente su presa se volvió más pequeña y estaba apoyada en una rodilla. Al mismo tiempo Vyotsky vio la escena que se había desarrollado al otro lado de la Puerta. Por un momento se quedó absorto en ella, pero en seguida volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo: ¡quería abatir a aquel inglés hijo de puta y matarlo! Movió las rodillas, desplazó el peso del cuerpo, imprimió a la moto una especie de lento bamboleo… y al mismo tiempo comenzó a disparar tiros aislados en dirección a Jazz.

Quedaban unos ciento cincuenta metros y Jazz todavía se abstenía de disparar. Ni siquiera había sacado el seguro ni preparado el arma. Parecía evidente que aquel ruso loco quería abatirlo. Vyotsky confiaba en que Jazz se dejaría vencer por los nervios y trataría de echar a correr para apartarse de su camino. Pero Jazz tenía sus planes. Por fin sacó el seguro, preparó el arma, apuntó y… esperó. Porque, en caso de no estar equivocado, era inútil disparar.

Sólo cincuenta metros y Vyotsky seguía disparando con su arma automática: un río de plomo que zumbaba y hendía el aire alrededor de Jazz, demasiado cerca para su tranquilidad. Por fin, ya en el último momento, se echó a un lado. La moto de Vyotsky volcó y éste le imprimió un fuerte giro lateral. La moto quedó clavada en el suelo con las ruedas en el aire después de haber proyectado a su conductor fuera del sillín.

Moto y motorista iban dando volteretas en direcciones diferentes, mientras Jazz se encaminaba cautelosamente hacia ellos y hacia la escena que aparecía al otro lado de la Puerta. Como por milagro, Vyotsky dejó de patinar y de dar volteretas y se encontró prácticamente incólume. Aquí el «terreno» era evidentemente diferente. Tenía magulladuras por todo el cuerpo y se había desgarrado una manga del mono de combate pero, aparte de asomarle el codo por el desgarrón, todo parecía en orden. Se puso de pie con aire vacilante y con expresión de incredulidad contempló al inglés, situado quizás a unos quince pasos de distancia, que se dirigía a él.

—¡Hola, Iván! —le gritó Jazz—. Veo que has llegado por la vía directa.

Vyotsky cogió el arma, comprobó que no le había ocurrido nada y apuntó con ella al enemigo que se acercaba. ¿Por qué se sonreía de aquella manera aquel cabrón de mierda? ¿Por el accidente? ¿Lo encontraba divertido? No sabía qué le había pasado a la moto. Seguramente se le había reventado un neumático… pero a Simmons debía de habérsele reventado el cerebro, ni siquiera se defendía. Llevaba el arma en brazos como si acunara un niño y se acercaba a él como si no pasara nada en absoluto.

—¡Británico, eres hombre muerto! —dijo Vyotsky.

Apuntó deliberadamente a la parte baja del cuerpo, pensaba hacerle papilla los muslos, las ingles, el vientre… Y apretó el gatillo. El arma estaba puesta en el funcionamiento automático. Hizo tres disparos seguidos antes de que el dedo de Vyotsky saltara del gatillo, cosa que ocurrió cuando el arma le golpeó en el pecho y lo tumbó para atrás dejándolo espatarrado en el suelo. Vyotsky tuvo la sensación de que le había hundido el pecho, de que le había roto las costillas. Posiblemente se había roto una o dos.

Tumbado en tierra, rodeándose el pecho con los brazos, rechinando los dientes y soltando una serie de ayes de dolor, seguía con la vista clavada en Jazz. A distancia y entre los dos había tres balas perfectamente visibles en el suelo. La metralleta las había disparado, pero lo único que había hecho era expulsarlas a través el cañón. El resultado había sido tres poderosas coces en rápida sucesión que ni siquiera el corpachón del enorme ruso había sido totalmente capaz de amortiguar.

Vyotsky hizo un esfuerzo para alcanzar la metralleta humeante, pero ésta se encontraba cerca de donde estaba Jazz, es decir, en dirección indebida. Por mucho que se esforzase, sus intentos eran inútiles.

La metralleta estaba a menos de medio metro de distancia de sus dedos, verdaderamente a muy poca distancia, pero igual podría haber sido un kilómetro o no haber estado en ninguna parte. También la moto estaba en dirección opuesta.

Jazz se dirigió a la moto, la levantó, se colocó la rueda delantera entre las piernas y enderezó el manillar volviéndolo a colocar en posición correcta, ya que había quedado torcido con el golpe. No hizo ningún caso de los lamentos de Vyotsky, sino que se limitó a empujar la moto y a recoger del suelo la metralleta del ruso. Por fin habló:

—A lo que parece, el sonido y la luz son las dos únicas cosas que circulan aquí en ambas direcciones —dijo—. Podemos oír lo que decimos y podemos vernos mutuamente y, aunque tú estás más adelante que yo, al otro extremo de la Puerta, tus palabras me llegan perfectamente bien. Como me llega igualmente tu imagen, ya que puedo verte. Sin embargo, mientras estemos en esta misma posición, de ti a mí no puede llegar nada sólido. De haber estado en posición inversa, seguro que ahora estaría muerto. Pero no ha sido éste el caso. Así es que no hay manera de que puedas hacerme ningún daño, Iván, ni con balas, ni con palos, ni con piedras. ¡Nada! Esas tres balas —dijo apartando de un puntapié los tres proyectiles disparados— no han hecho otra cosa que descargar el arma contra ti. Si no te hubiera dominado el odio, lo habrías descubierto tú mismo.

Después de escuchar estas palabras, Vyotsky frunció el entrecejo y asintió con la cabeza y, abrazándose todavía el pecho con las manos, se sentó.

—Pues entonces acaba de una vez —dijo—. ¿A qué esperas?

Jazz lo miró fijamente e hizo una mueca.

—¿Serás imbécil? ¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor somos los únicos seres humanos que estamos en este lado de la Tierra? ¿Tú y yo? No es que me encanten los hombres, pero no me veo matando a la mitad de la población humana sólo para darme ese gustazo. La última vez que ocurrió fue cuando Caín mató a Abel.

A Vyotsky le costaba muchísimo seguir la lógica de Jazz. Ni siquiera estaba seguro de que el razonamiento fuese lógico.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Pues que, yendo en contra de mis propias convicciones, te concedo la vida —le dijo Jazz—. Date cuenta de que no soy un loco asesino como tú. Ayer, en mi celda, de haberte tenido en esta misma situación, las cosas seguramente habrían sido muy diferentes. Y también habría sido culpa tuya, porque tú me provocaste. Pero ahora, ni loco te mataría.

Vyotsky trató de soltar una risita burlona, pero sólo le salió una mueca.

—¡Cobarde de mierda, hijo de…!

Se puso en pie de golpe.

Jazz apuntó hacia abajo su metralleta y disparó una sola bala entre los pies de Vyotsky, que rebotó en el suelo.

—Los palos y las piedras no pueden herir mis huesos —recordó—, pero las palabras pueden hacer mucho daño a los tuyos.

Se montó en la moto y con un golpe dado con el pie, la puso en marcha.

—¿Vas a dejarme aquí sin el arma? —dijo Vyotsky, alarmado de pronto—. ¡Pues es lo mismo que si me mataras!

—Encontrarás el arma esperándote cuando cruces la Puerta —le dijo Jazz—. Pero acuérdate de esto: como vuelva a encontrarte en mi camino, la historia va a tener un final muy diferente. No sé si ese mundo que tenemos delante es muy grande, pero me parece que basta para los dos. Tú lo has decidido así, por lo tanto, no tengo nada más que decirte. Espero no volver a verte.

Puso la moto en marcha y pasó por delante de Vyotsky, cambió la marcha y cogió un poco de velocidad. Después se volvió y miró un momento hacia atrás. El ruso lo miró mientras desaparecía. Habría sido difícil decir qué reflejaba la expresión de su rostro. Jazz suspiró, cambió las marchas sucesivamente y se dirigió a la escena iluminada por el sol que se revelaba ante sus ojos. Pero algo en el fondo de sus pensamientos lo avisaba de que acababa de cometer una grave equivocación…

Otra equivocación era ésta: ¡no reconocer dónde terminaba la Puerta y dónde empezaba el extraño mundo que se extendía más allá!

Jazz hacía tres o cuatro minutos que conducía a una velocidad regular de treinta o cuarenta kilómetros por hora cuando, sin previo aviso, rompió la piel exterior de la esfera, que por este lado también era una esfera, como pudo comprobar al saltar al espacio. El problema era que por ese lado de la esfera parecía colocada en la garganta de lo que parecía un cráter y el borde de dicho cráter era un metro más alto que el terreno circundante.

Cayó la moto y Jazz con ella, consiguiendo liberarse de un puntapié de aquella máquina cuyas ruedas seguían girando, al tiempo que los dos chocaban estrepitosamente con la dura tierra y las esquirlas desprendidas de las rocas. Jazz se quedó en el suelo hecho un ovillo esperando que sus sentidos se recuperasen del golpe. Después se sentó y miró a su alrededor… y entonces se enteró de la suerte que había tenido.

La deslumbrante esfera blanca tenía quizás unos nueve metros de diámetro, y alrededor de su perímetro, penetrando la tierra y el cráter, unas paredes con un radio de unos veinte metros y con las galerías del magma abiertas por doquier. Jazz había aterrizado entre dos de esos agujeros y sabía muy bien que sólo la buena suerte había impedido que cayera de cabeza por la boca de uno de ellos. Sus paredes eran finas como el cristal y casi perpendiculares, mientras que su profundidad tan sólo se podía conjeturar. Una vez dentro, le habría costado Dios y ayuda volver a salir.

Jazz contempló la esfera, pero tuvo que apartar en seguida los ojos de ella para evitar que lo cegara. Era una gigantesca pelota de golf, totalmente luminosa, colocada sobre mortero húmedo y puesta a secar. Eso era lo que parecía.

—Pero ¿quién diablos la habrá puesto aquí? —dijo Jazz para sus adentros—. ¿Y por qué no gritó «¡ojo!»?

Se puso de pie y quiso comprobar qué se había hecho, pero lo único que descubrió fueron chichones y magulladuras. Después (y pese a que se sentía casi obligado a permanecer inmóvil y con la boca abierta ante aquel extraño mundo en el que había penetrado) se dirigió a la moto para ver qué daños había sufrido. La horquilla había quedado totalmente torcida; la rueda, inmóvil y aprisionada. De haber tenido una llave inglesa y haber podido sacar la rueda, tal vez sirviéndose de la fuerza bruta hubiera podido enderezar la horquilla, pero… no disponía de llave inglesa.

¿Disponía de alguna herramienta?

Soltó las lengüetas que sujetaban el sillín y tiró de él para atrás… El compartimento de herramientas que estaba debajo se encontraba vacío. La máquina estaba destinada a quedarse allí hasta que se oxidase. Y lo mismo había que decir del transporte…

En ese momento Jazz se acordó de Karl Vyotsky. El ruso se encontraba a dos o tres kilómetros de distancia, lo que suponía cuarenta minutos en el mundo exterior, incluso cargado con el equipo. Lo último que deseaba Jazz era encontrarse allí cuando Vyotsky llegase, pero antes de marcharse todavía tenía que hacer una cosa.

Llevaba una pequeña radio de bolsillo, un walkie-talkie que Khuv había querido que se llevara. Lo puso en marcha y habló brevemente por el micro:

—¿Camarada cabrón comandante Khuv? Aquí Simmons. Estoy al otro lado y no pienso decirle ni una puñetera palabra acerca de cómo he llegado hasta aquí ni de qué aspecto tiene todo esto. ¿Qué le parece?

No hubo respuesta, ni siquiera ruido de interferencias. Quizás un débilísimo y lejano silbido y una especie de crujido. En cualquier caso, nada que se pareciera ni siquiera remotamente a una respuesta. De hecho, Jazz no la esperaba porque, si los demás no lo habían conseguido, ¿por qué había de ser diferente en su caso? Pero lo probó otra vez:

—¡Hola, aquí Simmons! ¿Me oye alguien?

Tampoco se oyó nada. La radio, que únicamente pesaba medio kilo, era ahora un peso «muerto» que no le era de ninguna utilidad.

—¡Cojones! —exclamó a través del micrófono, y lo arrojó dentro de uno de los agujeros del magma, por el que desapareció.

Y ahora…, ahora había llegado el momento de aspirar una profunda bocanada de aire y de echar una ojeada a aquel lugar en el que había ido a parar.

Jazz estaba contento de haber hecho las cosas observando el orden correcto de prioridades. Ahora se habría quedado allí de pie contemplando con la boca abierta quién sabe cuánto tiempo el mundo situado a ese lado de la Puerta de Perchorsk. En parte le resultaba familiar y fascinante, en parte extraño y amedrentador, pero igualmente fascinante. La mirada quedaba confundida ante tantos contrastes, cosas que habrían podido compararse a un paisaje surrealista si no hubieran sido tan reales.

Jazz quiso observar primero las cosas que le resultaban más familiares: las montañas, los árboles, el desfiladero que se abría como una boca entre colmillos de piedra y laderas cubiertas de bosque, un desfiladero que a través de hileras de árboles bordeaba las estribaciones desoladas y verticales de piedra grisácea que parecían erguirse hasta una altura infinita. Aterrado ante tanta grandeza, Jazz se sintió arrastrado por aquellas montañas y se alejó unos cien metros de la esfera y allí hizo un alto y, levantando una mano, se resguardó los ojos del persistente fulgor que emanaba de la esfera y contempló las montañas limítrofes.

Aunque no hubiera sabido que se encontraba en un mundo diferente, habría deducido que aquellas montañas no eran de la Tierra. El había esquiado en las montañas de la Tierra y sabía muy bien que no eran como éstas. Más que resultado de un enorme plegamiento geológico, parecían creadas por las circunstancias atmosféricas y, si en realidad esto no podía considerarse un hecho extraño en el mundo de Jazz, tampoco imaginar que este fenómeno se diera a una escala tan grande. Era un hecho increíble incluso en un mundo diferente: ¡Qué de la roca virgen hubiera podido salir aquella fortaleza, una cordillera de montañas que habría cubierto un planeta! ¡Eran tan altas, tan aserradas, tan salvajes, tan dramáticas e impresionantes aquellas montañas! De haber prescindido de los árboles que formaban la línea del bosque habrían parecido las montañas de la luna.

Jazz echó una ojeada a la brújula y advirtió que volvía a funcionar, lo que le permitió comprobar que la poderosa cordillera iba de este a oeste, en ambos sentidos hasta donde alcanzaba la vista. Sus picos se perdían en lejanos horizontes y se confundían con ellos, disolviéndose en lontananzas moradas, azules y aterciopeladas y desapareciendo en los confínes mismos del mundo. Y dejando aparte aquel desfiladero, que en épocas remotas habrían formado las montañas al abrirse de par en par, su continuidad no parecía interrumpirse en ningún punto.

Ahora, con la esfera detrás, Jazz miraba fijamente el «sol»… o lo que podía ver de él. Los débiles rayos que había contemplado al pasar por la Puerta, a la derecha de la imagen para dar su luz a aquella tierra, se filtraban por el desfiladero desde el borde del lejano sol. Pero no era más que eso: el borde del sol.

Al otro lado del desfiladero se estaba levantando una burbuja de luz roja. (¿O es que quizá se ponía, puesto que Jazz, en todo el tiempo que había estado allí, no había apreciado que aumentase?) La burbuja proyectaba sus débiles rayos por el muro de las montañas. Era el sol o un sol, por muy débil que brillase su luz; su contacto era agradable en la cara y en las manos de Jazz, con las que protegía sus ojos que no paraba de mover de un sitio a otro. Era imposible saber qué había al otro lado de las montañas del lejano paraje invisible pero iluminado por el sol. Pero a este lado…

Hacia el oeste se veía el flanco cubierto de bosque de la cordillera de montañas y al pie de ésta se divisaba una llanura que se extendía hacia el norte y que después de derivar hacia un tono azulado acababa por volverse azul intensísimo antes de perderse en una distancia aparentemente incalculable. Hacia el norte, el norte lejano situado más allá de la bóveda de la esfera, no había más que oscuridad, en la que refulgían formando desconocidas constelaciones estrellas como diamantes, incrustadas en el azabache abovedado de los cielos. Y debajo de aquellas estrellas, que emitían y reflejaban los distantes rayos de aquel sol-burbuja, se veía la superficie de lo que habría podido ser un tenebroso océano o más probablemente una sábana de hielo glacial.

Ahora soplaba del norte un viento helado que iba abriéndose camino gradualmente entre las ropas de Jazz hasta penetrar en sus huesos. Se estremeció porque sabía que el «norte» era un lugar inhóspito. Instintivamente comenzó a abrirse camino por la llanura de piedras y rocas en dirección al desfiladero que se abría entre las montañas.

Pero… era muy extraño. Si las montañas se dirigían hacia el este y el oeste y los hielos se encontraban en el norte, el sol debía de estar en el sur. Sin embargo, aquella burbuja de luz y calor no se movía. ¿Era un sol que se encontraba en un lejano sur, aparentemente inmóvil? Jazz movió la cabeza como desorientado. Por fin dejó vagar un momento la mirada hacia el este, que era donde acababa de golpe algo vagamente real y familiar y donde empezaba lo irreal o, en el mejor de los casos, lo surreal. Si Jazz había tenido serias dudas de las fuerzas sísmicas o corrosivas que habían formado las montañas, ¿qué podía pensar de las últimas torres envueltas en niebla que se levantaban al este? Eran nidos de águilas de kilómetro y medio de altura, esculpidos de manera fantástica, que se elevaban como extraños rascacielos en la pedregosa llanura que se extendía a la sombra de las enormes montañas. Jazz había advenido sus estructuras todo el tiempo que había permanecido en aquel lugar, pese a que había procurado mantener apartados de ellas los ojos; probablemente un signo más que confirmaba que la dirección que había emprendido —el desfiladero y el camino a través del desfiladero— era el acertado.

Es posible que las columnas o cañones se hubieran formado a partir de montañas y se hubieran quedado allí como centinelas fantasmagóricos mientras las montañas iban desintegrándose a su alrededor. No había duda de que se trataba de fenómenos «naturales», pues era inconcebible que una criatura las hubiera construido. Pero al mismo tiempo había algo en ellas que las convertía en algo más que una obra de la naturaleza, evidente sobre todo en las torres, en los torreones y en los contrafuertes aéreos de sus cumbres, que a ojos humanos se presentaban como castillos.

Pero no, no podía tratarse de otra cosa que de su imaginación, de la necesidad de poblar un lugar como aquél de criaturas que fueran semejantes a él. Debía de tratarse de una ilusión producida por la luz espectral, por un espejismo fruto de la niebla que, entrelazándose, vestía los enormes menhires, una distorsión óptica y mental conjurada por la distancia y los sueños. Los hombres no podían haber construido unos megalitos como aquéllos y, si habían sido los hombres, no podía tratarse de hombres como los concebía Michael J. Simmons.

¿De qué clase de hombres podía tratarse? ¿De wamphyri? Podía tratarse muy bien de un vuelo de la fantasía, pero Jazz volvía a ver ahora con los ojos de la mente el guerrero en llamas que se consumía en la pasarela y oía su voz que se elevaba orgullosa y desafiante: «¡Wamphyri!»

Aquellos castillos de más de mil quinientos metros de altura eran los nidos de águilas de los wamphyri. Jazz lanzó un bufido, como si sus imaginaciones pretendieran divertirse con él de una manera un poco sórdida…, pero ya la idea se había apoderado de sus pensamientos y había quedado impresa en ellos.

De pronto se apoderó de él un sentimiento extraño: sintió una inmensa soledad, una soledad como no había sentido en toda su vida. Se sentía absolutamente solo y sin amigos en un mundo cuyos habitantes…

Pero ¿qué habitantes? ¿Serían animales? Jazz todavía no había visto a nadie.

Contempló el cielo y no vio en él ningún pájaro, ni siquiera un solitario milano que saliera en busca de un poco de cena. Pero ¿acaso era de noche? Ésta era, por lo menos, la sensación que tenía. Sí, aquello parecía la noche, pero no solamente allí, sino en el mundo entero. ¿Sería aquél un mundo donde siempre era de noche? Dado que el sol se encontraba tan bajo en el horizonte, la verdad es que era muy posible. Por lo menos a este lado de las montañas. ¿Estaría la mañana al otro lado? ¿Sería aquél un lugar donde no existiera otra cosa que la mañana?

Parecía que el ensueño se había apoderado de sus pensamientos, cosa que no formaba parte de la manera de ser de Jazz y de la que debería liberarse indefectiblemente. Suspiró, se estremeció y se encaminó, decidido, a la abertura del paso y a aquel sol-burbuja que veía al otro lado del mismo. Aquel desfiladero no se encontraba a nivel del suelo, sino en un lugar elevado, camino de la cresta de una garganta entre montañas. Es decir, Jazz debía trepar. Aunque parezca extraño, aquel esfuerzo le pareció estimulante, porque le ayudaba a conservar el calor y era una actividad en la que podía concentrarse. A lo largo del camino crecían hierbas comunes, arbustos enanos e incluso algún que otro pino, mientras que más arriba de las laderas cubiertas de guijarros se veían empinadas pendientes cubiertas de densa arboleda. Ese sitio se parecía muchísimo a ciertas regiones del mundo que conocía… aunque no pertenecían a él. Éste era un mundo extraño y Jazz tenía pruebas de que daba cobijo a seres cuya naturaleza era letal.

Unos veinticinco minutos más tarde, al hacer una pausa para apoyarse un momento en una piedra, Jazz se volvió y miró para atrás.

La esfera en este momento se encontraba situada a poco más de tres kilómetros detrás de él y a un nivel más bajo. Había penetrado en la boca de la sima donde se encontraba aquélla, como una cuchillada en la cordillera de montañas. Pero en la llanura cubierta de locas, la esfera parecía un huevo refulgente medio enterrado en aquel nido del magma donde se alojaba. Como un microbio, había una mancha oscura que se movía sobre su refulgente superficie. No podía tratarse de nadie más que de Vyotsky. Al cabo de un momento, Jazz movió la cabeza con cierta contrariedad. Naturalmente, no podía tratarse más que de Vyotsky.

De pronto llegaron hasta Jazz los ecos de un disparo, que fueron rebotando de pared en pared hasta lo más hondo del desfiladero. El ruso había encontrado el arma donde Jazz la dejara y ahora estaba anunciando a aquel mundo extraño su presencia en él. Era como si dijera a sus habitantes: «¡Atención! Aquí hay un hombre que debéis tener en cuenta. Os conviene no andaros con bromas, puesto que ese hombre es nada menos que Karl Vyotsky».

Como los campesinos supersticiosos que, cuando están a oscuras, se ponen a silbar. O es que quizá sólo quería advertirle a Jazz y decirle: «¡Simmons, esto todavía no ha terminado! Quiero avisarte: ¡mira siempre para atrás!».

Jazz se prometió que no dejaría de hacerlo…

Ya en la parte baja de la esfera, Vyotsky dejó de soltar tacos, se colocó junto al arma y miró la moto. Vio que el sillín estaba tirado para atrás, girado sobre sus bisagras. Su rostro se deformó en una mueca. En uno de los bolsillos de un macuto guardaba una pequeña caja de herramientas. Era la última cosa que le habían dado al otro lado y, con las prisas, se había olvidado de guardarla debajo del asiento. Aquella mueca burlona se borró instantáneamente de su rostro y exhaló un suspiro de alivio. Desde que Simmons le quitó la moto, no había vuelto a acordarse de las herramientas. De haber recordado que las llevaba, seguro que las habría arrojado en cualquier parte durante los tres últimos kilómetros.

Descolgó una bolsa en forma de riñon que llevaba en la mochila, sacó unas herramientas y soltó la rueda. De pie sobre una de las horquillas y metido como una cuña debajo de la rueda, agachado y tirando de la otra horquilla con una mano, notó que cedía y pudo liberar la rueda. Ahora sólo era cuestión de enderezar la horquilla. Cogió la parte frontal de la moto y, medio a rastras y haciendo también girar la rueda, la colocó sobre un par de grandes piedras que estaban juntas. Si conseguía meter la horquilla torcida en el espacio comprendido entre las dos piedras y hacer palanca en la dirección adecuada…

Levantó la moto y puso la horquilla en su sitio y comenzó a hacer fuerza… pero se quedó helado. Tratando de evitar los jadeos que le causaba el esfuerzo y dejando incluso de respirar un momento, pensó: «Pero ¿qué diablos es esto?» Se precipitó hacia el arma, la agarró, la preparó para disparar y comenzó a mirar como un loco a su alrededor. No había nadie, no había nada. Pero él había oído algo. Habría jurado que acababa de oír algo. Se acercó corriendo a la moto y…

¡Otra vez! El gigante ruso sintió un estremecimiento y notó que se le ponía la carne de gallina. ¿Qué era aquello? La voz era apenas perceptible. ¿Qué era aquel grito metálico, que casi no se oía? ¿Era un grito de ayuda? Aguzó el oído y volvió a oír lo mismo de antes. No era un murmullo, sino una voz muy débil y distante, pero era una voz humana y salía de una de las galerías del magma.

Pero esto no era todo sino que Vyotsky incluso reconoció la voz. Sí, era la voz de Zek Föener, una voz casi sin aliento y desesperada, pero ávida de comunicarse con alguien, con algún ser humano que pudiese estar en aquel mundo extraño.

Se precipitó junto a la galería y miró el interior desde el borde de la misma. La lisa abertura era perfectamente circular, tenía aproximadamente un metro de diámetro y se curvaba hacia adentro, en dirección a la base enterrada de la esfera, por lo que el interior no era visible. Pero precisamente allí donde el pozo se perdía de vista había una pequeña radio parecida a la que Vyotsky llevaba en el bolsillo. Era evidente que era la de Simmons y que seguramente éste se había desprendido de ella. Cada vez que se oía la voz de Föener, en el panel de control parpadeaba la luz de un pequeño monitor rojo. Aquella luz avisaba de la recepción, advertía a su operador de que debía elevar el volumen.

—¿Hola? —volvió a decir la voz de Zek Föener—. ¡Hola! ¡Oh, responda, por favor! ¿Hay alguien aquí? He oído su voz pero… yo estaba durmiendo. ¡Me figuraba que estaba soñando! ¡Por favor, por favor… si hay alguien ahí afuera, diga por favor quién es! ¡Y dónde está! ¡Hola! ¡Hola!

—¡Zek Föener! —exclamó Vyotsky con un suspiro y relamiéndose los labios al tiempo que se la imaginaba.

¡Ah, pero qué mujer tan diferente era ésta de aquella puta de lengua viperina que había rechazado sus avances en Perchorsk! ¿Este mundo había hecho esto con ella? Sí, la había cambiado. Ahora se moría de ganas de tener compañía. ¡La que fuese!

Vyotsky sacó su propia radio, la conmutó y tiró de la antena. Sólo había dos canales. Transmitía sistemáticamente a través de los dos, y este fue su mensaje:

—Zek Föener, aquí Karl Vyotsky. Estoy seguro de que te acuerdas de mí. Hemos descubierto un procedimiento para neutralizar el efecto de arrastre en un sentido que tiene la Puerta. Me han enviado para localizar a los supervivientes de los experimentos realizados con la Puerta y para devolverlos al otro lado. Ven aquí, Zek, yo te sacaré. ¿Me oyes?

Así que terminó de hablar, la luz roja de su aparato comenzó a parpadear. Estaba contestando, pero él no podía oírla. Subió el volumen y comenzó a oír interferencias y todo tipo de ruidos. Agitó el aparato y lo miró con rabia. Tenía rota la envoltura de plástico y el panel de control miniatura situado en la parte de arriba estaba mellado. Debía de haberse roto al ser arrojado de la moto. Aparte de esto, su proximidad a la radio desechada de Simmons también interfería la recepción en el aparato.

—¡Mierda! —soltó, apretando los dientes.

Dejó a un lado el aparato roto y bajó la cabeza, un brazo y el hombro, que introdujo en la galería. Se agarró al borde con la mano que le quedaba libre y se colgó con un pie de una protuberancia de la roca. Estiró el cuerpo todo lo que pudo hacia abajo y a su alrededor, extendiendo los dedos hacia la radio de Simmons. Tenía la antena totalmente sacada y formaba una especie de medio aro fino y flexible de secciones metálicas telescópicas en las que había algo colocado a los lados del palo que impedía que la radio cayese hacia abajo. Los dedos inquietos de Vyotsky tocaron la antena… y la movieron.

—¡Mierda!

El aparato desapareció de su vista y cayó dando bandazos hasta ignotas profundidades.

Vyotsky salió con furia del agujero y se puso en pie de un salto. ¡Maldita suerte la suya! Volvió a coger su aparato y dijo:

—Zek, no te oigo. Sé que estás ahí y que probablemente me estás oyendo, pero yo no puedo oírte a ti. Si has oído mis palabras, probablemente querrás ponerte en contacto conmigo. En este momento estoy en la esfera, pero no me quedaré mucho rato. De todos modos, estaré ojo avizor, Zek. Me parece que soy la única esperanza que te queda. ¿Quieres cambiar o no de situación?

La luz roja de su aparato comenzó a parpadear de nuevo, igual que un telégrafo ininteligible que no pretendiera ser entendido. Vyotsky no sabía si le estaba rogando algo o si le lanzaba un desafío. De todos modos, tarde o temprano, ella tendría que salir a buscarlo. Aunque Vyotsky había mentido al decirle que él era su única oportunidad, ella no podía saber que no era verdad. Y si lo sospechaba, no podía permitirse el lujo de ignorar su presencia.

Vyotsky soltó una risita nerviosa. Por lo menos había una cosa en este condenado mundo que podía suponerle una satisfacción. Y que seguramente lo sería. Todavía con aquella risita en los labios, desconectó la radio…