A través de la Puerta
Se abrió una cuarta puerta y Clarke sintió la urgencia de atravesarla. Pero la brusca sensación de velocidad en el movimiento lo alarmó, además de turbarlo profundamente, pues no se había recuperado todavía.
¿Harry?, dijo, mientras aquel pensamiento temblaba igual que una hoja en el vacío inmaterial del continuo de Möbius.
—¿Harry? —dijo seguidamente.
Pero esta vez fue su propia voz lo que oyó y no simplemente sus pensamientos. Estaba junto a Harry Keogh en su despacho del cuartel general de la Rama-E en Londres. Permaneció un momento turbado y vacilante.
El mundo físico, el mundo real —el de la gravedad, el de la luz, el de todas las sensaciones humanas y especialmente el del sonido, sobre todo el del sonido— se imprimía con fuerza en aquella persona tan desprevenida que era Clarke. La mayoría del personal había abandonado ya el local, pero quedaban el Oficial de Servicio y un puñado de funcionarios. Por supuesto, los sistemas de seguridad estaban en funcionamiento como siempre. En el piso superior del complejo se dispararon las alarmas e irrumpieron en él Clarke y Keogh, primero bajo pero aumentando gradualmente en volumen y frecuencia hasta que al cabo de unos momentos ya eran insoportables. La pantalla de un monitor situado cerca de la mesa de Clarke cobró vida y en ella apareció el escrito siguiente:
MR. DARCY CLARKE NO ESTÁ DISPONIBLE EN ESTE MOMENTO. USTED SE ENCUENTRA EN UN ZONA DE SEGURIDAD. TENGA LA AMABILIDAD DE IDENTIFICARSE CON SU VOZ NORMAL O ABANDONE INMEDIATAMENTE ESTE SITIO, DE LO CONTRARIO…
Pero Clarke ya había recuperado el control parcial de sí mismo.
—Soy Darcy Clarke —dijo—, ya he vuelto.
Y por si la máquina no había identificado su voz temblona, no teniendo deseo ninguno de que comenzara a desgranar su sarta de amenazas frías y mecánicas, se acercó un tanto vacilante al cuadro de mandos de su escritorio y eliminó el contacto de seguridad.
Antes de enmudecer, la pantalla todavía le advirtió:
NO SE OLVIDE DE VOLVER A ACTIVAR EL MECANISMO ANTES DE SALIR DEL DESPACHO.
Acto seguido quedaron desconectadas las alarmas.
Clarke se desplomó en su silla y, en aquel momento, el interfono comenzó a zumbar insistentemente. Pulsó el botón de contacto y oyó al Oficial de Servicio que con voz alterada le decía:
—¿Hay alguien aquí o es que esto no funciona?
Se oyó una voz que, detrás de la puerta, refunfuñaba:
—Mejor creer que hay alguien.
Era evidente que se trataba de uno de los «espers».
Harry Keogh, con cara de pocos amigos, dijo, acompañando con un gesto de cabeza sus palabras:
—No fue gran cosa perder este sitio. ¡Qué va!
Clarke, manteniendo apretado el pulsador de mando, dijo:
—Aquí Clarke. Ya estoy de vuelta y me he traído a Harry. Mejor dicho, él me ha traído a mí. No os precipitéis. De momento veré al Oficial de Servicio; después ya hablaremos.
Era evidente que había hablado para todos, después de lo cual miró a Harry y le dijo:
—Lo siento, pero uno no puede llegar así por las buenas a un sitio como éste sin que nadie se entere.
Harry le indicó con una sonrisa que lo había comprendido, pero aquella sonrisa reflejaba también su extrañeza.
—Antes de que se lancen al ataque —dijo—, ¿podrías decirme desde cuándo se ha dado por desaparecido a Jazz Simmons? Quiero decir, ¿cuándo advirtió su ausencia David Chung?
—Hace tres días… —dijo Clarke, echando una ojeada al reloj—… en un espacio de tiempo de seis horas. Alrededor de medianoche. ¿Por qué lo preguntas?
Harry se encogió de hombros.
—Por algún sitio tengo que empezar —dijo—. ¿Cuál era su dirección aquí en Londres?
Clarke le dio la dirección antes de oírse al Oficial de Servicio llamar con los nudillos en la puerta. La puerta estaba cerrada con llave. Se levantó Clarke con la llave y atravesó la habitación con aire vacilante para dejar entrar a un hombre alto y desgarbado, de temperamento nervioso, vestido con un traje gris de lana fina. El Oficial de Servicio llevaba un revólver en la mano, que volvió a meter en su funda al comprobar que tenía delante a su jefe.
—Fred —dijo Clarke, cerrando la puerta nuevamente con llave y dejando fuera todo un conjunto de caras curiosas que atisbaban desde el pasillo—. Me parece que no conoces a Harry Keogh. Harry, éste es Madison, Fred Madison. Él…
Pero súbitamente advirtió la expresión de sorpresa que reflejaba la cara de Madison.
—¿Qué te pasa, Fred? —dijo, al tiempo que los dos echaban una mirada a la habitación en la que, aparte de ellos dos, no había nadie más.
Clarke se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente al tiempo que Madison lo agarraba al verle que se desplomaba contra la pared. Clarke tenía todo el aspecto de encontrarse muy mal.
—Estoy bien, no te preocupes —dijo, enderezándose—. En cuanto a Harry…
Y volvió a echar una ojeada a su despacho, después se quedó moviendo la cabeza.
—¿Qué decías, Darcy? —dijo Madison.
—Nada, que ya lo conocerás en otra ocasión. Éste es un sitio que no goza de sus especiales preferencias…
Cuatro días antes, en el Perchorsk Projekt ocurría lo siguiente:
Chingiz Khuv, Karl Vyotsky y el director del Projekt, Viktor Luchov, se encontraban en el hospital a la cabecera de la cama de Vasily Agursky. Hacía cuatro días que éste había ingresado, a causa de ciertos síntomas, y habían iniciado una desintoxicación de alcohol. Es más, se figuraban haberlo conseguido. De hecho, había sido sumamente fácil. Desde que Agursky fue liberado de la responsabilidad de ocuparse de aquella cosa cerrada en el tanque, su dependencia del vodka y del slivovitz barato desapareció por completo. Sólo una vez pidió de beber y fue al recuperar la conciencia el primer día, si bien a partir de entonces no volvió a mencionar el alcohol y no parecía haber empeorado como resultado de la privación.
—¿Te encuentras mejor, Vasily? —dijo Luchov, sentándose al borde de la cama de Agursky.
—Todo lo bien que cabe esperar —replicó el paciente—. Me parece que he estado mucho tiempo al borde de una crisis. Debido al trabajo, por supuesto.
—¿El trabajo? —dijo Vyotsky, que no parecía demasiado convencido—. Lo que tiene el trabajo, cualquier tipo de trabajo, es que produce unos resultados. En lo que respecta al tuyo, camarada, cuesta creer que pueda ser agotador.
El hombre barbudo clavó los ojos en el hombre que yacía en la cama y lo observó con ceño.
—Vamos, Karl —intervino Khuv—, sabes perfectamente que, de la misma manera que hay diferentes tipos de trabajo, las presiones que ejercen sobre las personas que los realizan son diferentes. ¿Te gustaría ser el guardián de la cosa? Me imagino que no. Lo del camarada Agursky no era agotamiento propiamente dicho y, si lo era, se trataba más bien de un agotamiento nervioso, provocado por la proximidad de la criatura.
Luchov, máximo responsable en el complejo de Perchorsk y, por consiguiente, máxima autoridad, levantó los ojos para mirar a Vyotsky y frunció el entrecejo. Físicamente, Luchov no abultaba ni la mitad del hombre de la KGB, pero en el orden jerárquico del Projekt estaba por encima de él e incluso por encima de Khuv. En el tono de voz empleado para hablar con aquel bruto dejó traslucir todo el desprecio que le inspiraba:
—Tiene usted muchísima razón, comandante. Si hay alguien que considere que el trabajo de Vasily Agursky es fácil de hacer, no tiene más que ponerse en su sitio y tratar de hacerlo. ¿Es que contamos con un voluntario quizá? ¿Pretende decirnos su hombre que él sabría desempeñarlo mejor?
El comandante de la KGB y el director del Projekt miraron significativamente a Vyotsky. Khuv, con su sonrisa ambigua y el rostro lleno de cicatrices; Luchov, sin ningún rastro de emoción y sin sombra de complacencia. Su disgusto se evidenciaba en el latido de las venas, visibles en la mitad de su cráneo mondo y lirondo cubierto de quemaduras. La aceleración de su pulso denotaba siempre que desaprobaba algo o a alguien, en este caso a Karl Vyotsky.
—¿Y bien? —dijo Khuv, que últimamente había tenido varios encontronazos con la rudeza y los malos modos de su subordinado—. A lo mejor es que me equivoco y que sí te interesa el puesto. ¿Qué me dices, Karl?
Vyotsky se tuvo que tragar el orgullo. Khuv fue lo bastante perverso para dejar que saliera como pudiera del brete en el que se había puesto.
—Yo… —dijo—, me refiero a que yo…
—¡No, no! —dijo el propio Agursky tratando de salvar a Vyotsky de aquel mal paso y acomodándose mejor en las almohadas—. Ni que decir tiene que no se trata de que nadie ocupe mi puesto, e incluso resulta ridículo sugerir que una persona que no está cualificada para ello pueda desempeñar mi trabajo. No lo digo en modo alguno para rebajarte, camarada —dijo dirigiendo una mirada indiferente a Vyotsky—, pero cada uno tiene sus propios méritos. Ahora que he superado dos de los problemas que me afectaban: mi crisis nerviosa y mi absurda… obsesión por la bebida, me niego a considerarlo vicio… les prometo que no me va a ser difícil superar el tercero. Si se me concede un período de tiempo igual al que llevo ya empleado, pueden estar seguros de que aquella criatura me enseñará todos tus secretos. Sé que los resultados que he obtenido hasta ahora no son demasiado prometedores, pero de ahora en adelante…
—Tómatelo con calma, Vasily —le dijo Luchov poniéndole una mano en el hombro, refrenando un entusiasmo que tenía muy poco que ver con el temperamento apático de Agursky.
Era evidente que no estaba recuperado del todo. Aun así, los médicos hubiesen asegurado que estaba en perfectas condiciones de volver al trabajo; lo cierto es que sus nervios todavía no estaban totalmente repuestos.
—¡Mi trabajo es importante! —protestó Agursky—. Necesitamos saber qué hay detrás de la Puerta y es posible que esa criatura tenga la respuesta. Si sigo aquí, no podré descubrirla.
—Un día más no te hará ningún daño —dijo Luchov poniéndose de pie—, y yo personalmente me ocuparé de que de ahora en adelante cuentes con un ayudante. No puede ser bueno para nadie tener que encargarse en solitario de un ser como ése. Estoy seguro de que algunos de nosotros —y al decir estas palabras miró significativamente a Vyotsky— ya haría mucho tiempo que se habrían desmoronado…
—Está bien, me quedaré un día más —dijo Agursky volviendo a tumbarse—, pero tendré que ponerme a trabajar inmediatamente. Creedme si os digo que la relación que se ha establecido entre aquella criatura y yo es algo sumamente personal y que no pienso rendirme hasta llegar al final.
—Descansa —dijo Luchov— y ven a verme tan pronto como te encuentres en condiciones. Yo mismo me ocuparé de que puedas hacerlo.
Los visitantes de Agursky salieron de la habitación y éste pudo quedarse a solas. Ya no tenía que andarse con más vueltas. Su rostro dibujó una sonrisa taimada y a la vez llena de amargura, una sonrisa que reflejaba en parte la sensación de triunfo que le embargaba por haber conseguido engañar a todos cuantos lo habían visto y en parte su terror ante lo desconocido y ante el hecho de quedarse a solas, pero aquella sonrisa desapareció de su cara con la misma rapidez con la que había aparecido. Se vio sustituida por una angustia nerviosa revelada en el temblor de sus pálidos labios y en un insistente tic que contraía el músculo de la comisura de su boca. Sabía engañar tanto a médicos como a visitantes, eso era cierto, pero no podía engañarse a sí mismo.
Los médicos lo habían examinado concienzudamente y lo único que encontraron fue un ligero agotamiento psíquico y quizás un cierto cansancio físico —ni siquiera llegaba a la extenuación de Vyotsky—, y sin embargo Agursky sabía que lo que él padecía era mucho más gordo. Aquella cosa que estaba en el recipiente había puesto algo dentro de él, algo que se había introducido dentro de él. Pero las ruedas seguían girando y el tiempo seguía su curso. Lo que uno podía preguntarse era esto: ¿cuánto tiempo permanecería escondida en él aquella cosa?
¿Cuánto tiempo tardaría en encontrar la respuesta e invertir el proceso, cualquiera que fuese? Y si no podía encontrar la respuesta, ¿qué haría aquella cosa mientras vivía y crecía dentro de él? ¿Cómo sería cuando saliera a la superficie? De momento aquel hecho sólo lo conocía él, por lo que a partir de ahora debería vigilarse estrechamente, para poder conocer antes que nadie si… si le ocurriría algo extraño. Si se enteraban, si descubrían que dentro de él había algo que procedía del otro lado de la Puerta, si sospechaban siquiera que…
Agursky comenzó a temblar sin poder controlarse, rechinaban sus dientes y sus puños se cerraban en un espasmo de terror. Ellos habían quemado aquellas cosas que atravesaron la Puerta, las habían rociado con fuego hasta convertirlas en pequeños montoncitos de engrudo. ¿No irían ahora a quemarlo a él si…, si…?
¿En qué se convertiría cuando aquellas ruedecillas interiores que giraban lentamente hubiesen realizado su ciclo completo? Lo peor de todo era esto: no saber…
Tras salir del perímetro y dejar a Luchov, que siguió su camino, Khuv y Vyotsky se encaminaron a su lugar de trabajo dentro del escuadrón de «espers» del Projekt y en aquel momento vieron aparecer a uno de éstos que se dirigía jadeando a su encuentro. Era un hombre gordo y grasiento llamado Paul Savinkov, que antes de trabajar en Perchorsk había estado en las embajadas de Moscú. Su predilección antinatural por los hombres y especialmente por los miembros más jóvenes del personal extranjero de las embajadas había hecho que su trabajo pasara a convertirse en un riesgo. Rápidamente fue trasladado a Perchorsk, si bien seguía tratando de escapar de aquel lugar, cosa que pensaba lograr principalmente haciendo lo posible para tener contento a Khuv. Estaba seguro de que llegaría a convencer a su vigilante en la KGB de que había otros sitios en los que su talento podría resultar más efectivo o utilizado de manera más productiva. Su don especial era la telepatía, en la que en ocasiones destacaba extraordinariamente.
El rostro de niño gordo y reluciente de Savinkov exteriorizaba una gran preocupación en el momento en que chocó con Khuv y Vyotsky en el amplio corredor exterior.
—¡Ay, camaradas! ¡A vosotros era a quien andaba buscando! Iba a hacer mi informe…
Hizo una pausa para apoyarse en la pared y recobrar el aliento.
—¿Qué te pasa, Paul? —dijo Khuv.
—Estaba de servicio tratando de no perder de vista a Simmons… bueno, es un decir…, cuando hará cosa de diez minutos que trataron de ponerse en contacto con él. Es imposible que me equivoque: ha habido un potente sondeo telepático apuntado directamente hacia él. Lo he percibido y me las he arreglado para desbaratarlo, he logrado interferirlo y, en cuanto he dejado de detectarlo, he venido corriendo a buscaros. He dejado a otros dos del escuadrón en mi sitio por si había algún nuevo intento. ¡Ah!, de camino me han dado esto para que te lo pasara.
Y tendió a Khuv una nota del Centro de Comunicaciones.
Khuv le echó una ojeada y al momento frunció la frente, que quedó cubierta de arrugas. Volvió a leer y sus ojos oscuros parecieron fulminar la hoja de papel.
—¡Mierda! —exclamó en voz baja, cosa que en él equivalía a algo mis que una mera expansión.
Y dirigiéndose a Vyotsky, Je dijo:
—Ven, Karl, tendremos que ir a hablar inmediatamente con mister Simmons. Voy a adelantar un poco los planes que tenemos con él. Seguramente te contrariará saber que a partir de esta misma noche ya no podrás continuar tomándole el pelo porque no estará aquí.
Se metió el informe del Centro de Comunicaciones en el bolsillo y despidió al adulador de Savinkov con un gesto de la mano.
Vyotsky casi tenía que andar corriendo para alcanzar a Khuv cuando éste, desviándose del camino que llevaban, se encaminó a la celda de Simmons.
—¿Qué pasa, comandante? —dijo—. ¿De dónde viene la nota que has recibido y qué dice?
—Este contacto telepático del que acaban de informarnos… —masculló Khuv, como si no hubiera oído las preguntas del otro—. No es el primero, como sabes muy bien…
Siguió adelante rápidamente, con Vyotsky pegado a sus talones.
—La mayoría eran meramente inquisitivos y eran fruto de la labor de varios grupos de videntes y adivinos extranjeros que intentan descubrir qué pasa aquí. Pero eran insignificantes, porque los «espers» extranjeros no pueden precisar con exactitud nuestra localización, es decir, no cuentan con un punto definido en que centrarse y porque el barranco nos protege. Nuestros psíquicos han sabido desembarazarse de ellos con bastante facilidad y burlar sus planes. Pero si una potencia extranjera consiguiese introducir realmente a un «esper» bien dotado en este lugar, ¡sería harina de otro costal!
—Simmons no tiene esas condiciones —protestó Vyotsky—. De eso podemos estar bastante seguros.
—De esto no cabe duda —dijo Khuv con un gruñido—, aunque me parece que han encontrado la manera de utilizarlo para sus fines. De hecho, el informe que tengo en el bolsillo lo confirma. —Dejó escapar una risita siniestra, como la del jugador que acaba de perder una pieza en el juego de ajedrez—. Sólo puede tratarse de los británicos, que son los que están más avanzados en estas artimañas. ¡Los de la Rama-E son buenos de verdad! Siempre lo han sido… y extremadamente peligrosos además, como lo comprobaron nuestros «espers» en ocasión de lo del château Bronnitsy.
—No te sigo —dijo Vyotsky con aire de desprecio hablando como a través de la barba—. Simmons no está aquí porque se haya introducido él; fuimos nosotros quienes lo metimos aquí, y no muy a la chita callando, por cierto.
—Vuelves a estar en lo cierto —dijo Khuv asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Fuimos nosotros los que lo atrapamos y los que lo metimos aquí, pero créeme, no podemos seguir teniéndolo aquí dentro. ¡Tenemos que sacarlo esta misma noche!
Habían llegado a la celda de Simmons. Junto a la puerta un soldado armado y uniformado hacía guardia con aire distraído; se puso inmediatamente en posición de firme al advertir que Khuv y Vyotsky se acercaban. En una celda contigua a la del prisionero, un par de «espers» vestidos de paisano estaban ante una mesa sumidos en sus pensamientos y divagaciones. Khuv entró y les dijo unas pocas palabras:
—¡Eh, vosotros dos! Supongo que Savinkov ya os habrá dicho qué ha ocurrido. La noticia exige redoblar la seguridad, ¡y estar más alerta que nunca! Quiero que el escuadrón completo…, todos, Savinkov incluido…, se dediquen a trabajar a partir de ahora. ¡Jornada completa! Estas órdenes no se mantendrán durante mucho tiempo, probablemente sólo durante unas horas, pero mientras no diga otra cosa, lo quiero así. Pasad la orden y encargaos de que se cumpla.
Volvió junto a Vyotsky y el soldado de servicio los dejó pasar a la celda de Jazz. El agente británico estaba tumbado en su litera con las manos detrás de la cabeza. Se sentó así que entraron, se restregó los ojos y, con un bostezo, dijo con su sarcasmo habitual:
—¡Tengo visita! ¡Fantástico! Ya estaba pensando que me tenían olvidado. ¿A qué se debe el honor?
Khuv sonrió fríamente.
—Estamos aquí para hablar con usted de la D-cap, Michael… entre otras cosas. ¡Es interesante e ingenioso lo de la D-cap!
Jazz se manoseó un poco el lado izquierdo de la cara por la parte de la mandíbula inferior y la movió de un lado a otro.
—Lo siento, pero me parece que ya está en su poder —dijo con petar—. Y la muela de al lado también. Pero se están curando muy bien, gracias.
Vyotsky se adelantó con aire amenazador.
—¿Quieres ver cómo dejan de curarse bien, británico? —le preguntó con un gruñido—. Puedo hacerte pedazos y verás cómo no te curas.
Khuv lo refrenó con un suspiro de impaciencia.
—Karl, a veces eres un plomo —le dijo—. Sabes perfectamente que necesitamos que mister Simmons esté en forma, ya que de otro modo no valdría la pena realizar nuestro experimento.
Después de eso miró con intención al prisionero.
Jazz se enderezó ligeramente en la cama.
—¿Un experimento? —dijo, tratando de sonreír, pero presa de inquietud—. ¿Qué clase de experimento? ¿Y qué es todo esto de mi D-cap?
—Sí, hablemos primero de esto —respondió Khuv—. Nuestros hombres de Moscú han analizado su contenido: se trata de drogas muy complejas pero totalmente inofensivas. Habrían hecho que durmiera unas cuantas horas, pero nada más.
Observó atentamente su reacción y vio que Jazz fruncía el entrecejo y evidenciaba una franca incredulidad.
—Eso es una ridiculez —replicó—. No es que pensara servirme de ella…, por lo menos esto es lo que creo…, pero esta clase de cáplulas son letales. —Y entornando los párpados añadió—: ¿Qué pretende de mí, camarada? ¿Se trata de algún plan desatinado para atraerme a su bando?
Volvió a sonreír.
—No, porque me temo que nosotros no le resultaríamos de ninguna utilidad, Michael, especialmente ahora que conoce los entresijos del Perchorsk Projekt. Pero no desdeñe tanto esa posibilidad. No creo que con nosotros le fuera peor de lo que le ha ido. Después de todo, los suyos hasta ahora no le han tratado tan bien como eso…
—No sé de qué me habla —dijo Jazz moviendo la cabeza y dejando de hacer comedia—. ¿Por qué no me dice claramente qué quiere de mí?
—Ya se lo he dicho —respondió Khuv—, por lo menos en parte. En cuanto a lo que le estoy hablando le diré que su gente estaba esperando que lo cogieran, si bien no estaban seguros de la recepción que le dispensaríamos y por eso debían asegurarse de que usted no te liquidase demasiado pronto.
Jazz frunció el entrecejo.
—Demasiado pronto… ¿para qué?
—Antes de que pudieran servirse de usted, por supuesto.
Jazz seguía con el entrecejo fruncido.
—Aunque lo que está diciendo parece que tiene sentido, sé que no puede tener sentido —dijo Jazz—. ¡Claro, suponiendo que dice la verdad!
—Su confusión es comprensible —dijo Khuv asintiendo con la cabeza— y muy tranquilizadora, porque me revela que usted no tenía parte en el asunto. La D-cap era para engañarle, para asegurarse de que usted representaría su papel hasta el final. Y también para engañarnos a nosotros. Estaba pensada para ponernos todas las trabas posibles. Imagino que sus «espers», los británicos de la Rama-E, urdieron todo el chanchullo. Más tarde o más temprano se las habrían arreglado para llegar hasta usted, en caso de haber tenido tiempo. Pero no lo tenían. Ya no lo tenían.
—¿La Rama-E? ¿El ESP? —dijo Jazz levantando las manos—. Ya le he dicho que no sé una palabra de todo esto, ¡Qué ni siquiera creo en todo esto!
Khuv se sentó en una silla al lado de la cama de Jazz y dijo:
—Entonces hablemos de algo que usted crea.
Ahora su voz era muy tranquila, peligrosa incluso.
—Usted cree en aquella Puerta espacio-tiempo que hay en el fondo de las entrañas del magma. En eso sí cree, ¿verdad?
—Acepto la evidencia que me llega a través de mis cinco sentidos, sí —respondió Jazz.
—Entonces acepte también lo que voy a decirle: esta noche usted cruzará esa Puerta.
Jazz se quedó estupefacto.
—Que yo, ¿qué?
Khuv se puso de pie.
—Ésa ha sido mi intención desde el principio, pero primero quería estar absolutamente seguro de que se había recuperado totalmente de las heridas antes de servirme de usted. Como máximo, dejaré pasar tres o cuatro días más.
Se encogió de hombros.
—Pero ahora debo puntualizar una cosa. Lo crea o no, las Ramas-E mundiales son absolutamente reales. Yo soy el monitor y guardián de un grupo de psíquicos, y destacados aquí conmigo hay varios de mis «espers». Los de Occidente quieren servirse de usted como se servirían de un «espejo» para enterarse de lo que hacemos aquí. Hasta ahora no lo han conseguido. Hoy nos aseguraremos de que no lo conseguirán nunca.
Jazz se puso de pie y se adelantó hacia Khuv. Vyotsky se interpuso entre los dos y dijo:
—Vamos, británico, ahí me tienes.
Jazz se apartó. Le habría encantado hacer algo con aquel ruso enorme, pero en su propio espacio y en su propio tiempo.
—Si me obliga a atravesar aquella Puerta quiere decir que usted no es otra cosa que un asesino —dijo a Khuv.
—No —dijo Khuv negando con un gesto de la cabeza—, yo soy un patriota consagrado al bienestar de su patria. ¡El asesino es usted, Michael! ¿Se olvida de Boris Dudko, el hombre que mató en lo alto del barranco?
—¡Él quería matarme a mí! —protestó Jazz.
—No es verdad —repuso Khuv—, pero si lo hubiera hecho, simplemente hubiera cumplido con su obligación. —Y demostrando que se sentía profundamente ultrajado, Khuv añadió—: ¿Cómo? ¿Un agente enemigo dedicado a espiar dentro de las fronteras de un país pacifico? Naturalmente que habría cumplido con su obligación. Como nosotros cumpliríamos con la nuestra si ahora le quitásemos la vida.
—Sería una violación de los convenios.
Aunque Jazz sabía que carecía de argumentos, comprendía que valía la pena intentarlo.
—En un caso como éste los convenios no cuentan para nada —respondió Khuv con voz tranquila—. Tenemos que desembarazarnos de usted, es evidente. Tiene que comprenderlo. Además, no será ningún asesinato.
—¿Qué no lo será? —dijo Jazz volviendo a tumbarse en la cama—. De acuerdo, puede llamarlo experimento si usted quiere, pero yo lo llamo asesinato. ¡Jesús! ¿Es que no ha visto lo que sale por esa esfera o por esa Puerta o como quiera llamarle? ¿Qué posibilidades tiene un hombre en el mundo del que ellos vienen?
—Muy pocas —respondió Khuv—, pero mejor eso que nada.
Jazz reflexionó sobre esto, trató de imaginar cómo sería y procuró poner orden en sus pensamientos, súbitamente arremolinados.
—Un hombre solo en un lugar así —dijo—, cuando ni siquiera se qué digo cuando digo «un lugar así».
Khuv asintió con un gesto.
—Es impresionante, ¿verdad? Pero no se trata necesariamente de un hombre solo…
Jazz clavó en él los ojos.
—¿Es que me acompaña alguien?
—Desgraciadamente no —dijo Khuv con una sonrisa—. Debo decir, en cambio, que hay alguien, de hecho tres personas ya, que han hecho este viaje.
Jazz movió la cabeza.
—No acabo de entenderlo —tuvo que admitir.
—La primera fue un ladrón y un asesino, uno de la localidad. Se le dio a elegir: ejecución o Puerta. No tenía mucho donde elegir, diría yo. Fue provisto de lo necesario, al igual que lo será usted, y emprendió el viaje. Tenía una radio, pero no la llegó a utilizar y, si quiso servirse de ella, la Puerta actuó como barrera. De todos modos, valía la pena intentarlo, porque habría sido una novedad eso de recibir transmisiones desde otro universo, ¿no le parece? Llevaba también alimentos concentrados, armas, una brújula y, lo más importante de todo, muchas ganas de vivir. El equipo que transportaba era de la más alta calidad y era abundante…, muchas más cosas de las que he mencionado. Usted no llevará menos; al contrario, dispondrá de más. Todo es cuestión de lo que puede llevar o de lo que esté dispuesto a llevar. En cualquier caso, transcurridos quince días, decidimos suprimirlo de la lista. Si es que había un camino de vuelta, él no lo encontró… o quizás hubo algo que lo encontró a él primero. Aunque he dicho que lo tachamos, en realidad puede estar vivo, pero al otro lado. Después de todo, no sabemos qué ocurre al otro lado.
»A continuación probamos con un "esper". Uno de los mejores de entre los más distinguidos. Se llamaba… quizá siga llamándose, Ernst Kopeler, un hombre dotado de la extraordinaria facultad de ver el futuro. Seguramente usted piensa que fue un despilfarro enviar un hombre de esas condiciones a través de la Puerta. Pero la verdad es que Kopeler no llegó nunca a acomodarse a nuestra manera de ver la vida y que por dos veces intentó… ¿cómo lo llaman ustedes? ¿Desertar? Sí, ustedes pueden llamarlo así, pero nosotros lo consideramos una traición de lo más ruin. ¡Qué estúpido! Con un talento como el suyo y encima se figuraba que iba a gozar de libertad. Las razones que lo movieron al final fueron de lo más irónico. Parece que vio su futuro y descubrió que era monstruoso, ¡insoportable!
Después de meditar un momento, Jazz dijo:
—Sí, descubrió que atravesaría la Puerta.
Khuv se encogió de hombros.
—Es posible. ¿Cómo se dice? Creo que es «qué será, será». Los hombres no pueden evitar lo que los espera, Michael. El sol se pone y vuelve después a levantarse para todos.
—Salvo para mí, ¿verdad? —dijo Jazz con una risita irónica—. Y en cuanto al tercer «voluntario», ¿qué? ¿También era un traidor?
Khuv asintió con un gesto de la cabeza.
—Es posible que lo fuera, en realidad no estamos seguros de que fuera verdaderamente una traidora.
—¿Una traidora? —dijo Jazz, incrédulo—. ¿Quiere decir que la tercera persona fue una mujer?
—Sí, es exactamente lo que estoy diciendo —respondió Khuv—, y muy bonita además. ¡Fue una verdadera lástima! Se llamaba o se llama Zek Föener. Zek es el diminutivo de Zekintha. Su padre era alemán, de Alemania Oriental, y su madre griega. Había sido una de las «espers» más competentes pero… ocurrió algo. No sabemos exactamente qué fue lo que la cambió, pero el hecho es que perdió facultades… o eso era lo que ella decía por lo menos. Y lo que siguió diciendo durante los seis años que estuvo encerrada en una institución mental, donde su conducta fue juzgada excesivamente problemática. Después pasó otros dos años en un campo de trabajos forzados de Siberia, donde los «espers» no la perdieron de vista ni un momento. Éstos juraban que seguía conservando sus dotes telepáticas, pero ella lo negaba a machamartillo. En conjunto, un caso muy enojoso y una terrible pérdida de tiempo. Había sido una persona dotada de extraordinarias dotes telepáticas y se había convertido, en cambio, en una disidente, en alguien que se negaba a colaborar, que exigía derecho a emigrar a Grecia. En resumen, que se convirtió en un problema en muchísimos aspectos. Así es que…
—Así es que decidieron desembarazarse de ella, ¿verdad? —dijo Jazz con enorme desdén.
Khuv hizo como que no advertía el desprecio que reflejaban los ojos de su interlocutor.
—Lo que le dijimos fue esto: atraviesa la Puerta, sírvete de tus dotes telepáticas para decirnos qué ocurre al otro lado, porque aquí tenemos gente que captará lo que tú les transmitas, de esto puedes estar segura, y si tienes suerte y haces las cosas a nuestra entera satisfacción, te devolveremos aquí.
Jazz miró fríamente a Khuv y dijo:
—Pero ustedes no podían traerla aquí. ¡No sabían!
Khuv volvió a encogerse de hombros.
—No, pero eso ella no lo sabía.
—O sea que, en cualquier caso, estamos hablando de asesinato —dijo Jazz asintiendo nuevamente con la cabeza—. Si son capaces de hacer una cosa así con uno de los suyos, ¿cómo puedo esperar que me dispensen mejor trato? Ustedes son… ¡al diablo!… ¡son una mierda!
Vyotsky gruñó una advertencia… o quizás era un desafío. Lo cierto es que se adelantó hacia él con sus manazas levantadas. Khuv lo detuvo cogiéndolo por el brazo.
—También a mí se me ha acabado la paciencia, Karl. Pero ¿qué importa? Mejor que ahorres tus energías. De todos modos, este asunto ya está tocando a su final. Créeme si te digo que estoy tan harto como tú de mister Simmons, pero que sigo queriendo que pase entero por la Puerta.
Se dispusieron a salir de la celda y para ello Khuv llamó con los nudillos a la puerta, que les fue abierta desde fuera. Cuando ya estaba a punto de salir, el comandante de la KGB dijo de pronto:
—¡Ay, por poco se me olvida! Enséñale a Michael tus asquerosas fotos. Si somos mierda, comportémonos como mierda.
Khuv atravesó la puerta y desapareció sin darse la vuelta. Vyotsky, en cambio, se volvió y, mirando a Jazz, le dirigió una sonrisa sardónica y se sacó del bolsillo un pequeño sobre de papel manila:
—¿Te acuerdas de tus amigos del campamento de madereros? Sí, me refiero a los Kirescu. Tan pronto como te cogimos, tus amigos de Occidente nos previnieron sobre ellos. Nosotros ya hacía tiempo que teníamos sospechas y nos pusimos a vigilarlos hasta que descubrimos que intentaban escapar. ¡No sé dónde se figuraban que podían ir! Anna Kirescu irá a un campo de trabajos forzados y su hijo Kaspar a un orfanato. En cuanto a Yuri, trató de resistirse y tuvimos que matarlo de un tiro… ¡qué lástima! Así es que sólo quedaron dos.
—Kazimir y su hija, Tassi. ¿Qué ha sido de ellos? —dijo Jazz poniéndose de pie.
Sentía un impulso irresistible de abalanzarse sobre Vyotsky. ¡Cómo deseaba cargarse a aquel bestia!
—Los tenemos con nosotros, naturalmente. Pueden decirnos muchas cosas. Hablarnos de sus contactos aquí en Rusia y en su antigua patria. Pero como son gente muy ruda, los métodos que empleamos para sacarles información tienen que ser muy directos. Nosotros sabemos ir al grano cuando nos conviene. ¿Me sigues?
Jazz dio un paso adelante. Tanto sus emociones como sus sentimientos estaban a flor de piel y sabía que, si daba un paso más, tendría que llegar hasta el final y arrojarse sobre Vyotsky. Lo más probable es que aquel matón de la KGB no esperase otra cosa.
—¿Un viejo y una muchacha? —dijo articulando las palabras entre dientes—. ¿Quieres decir que los han torturado?
Vyotsky se pasó la lengua por los labios ásperos y carnosos y, lanzando el sobre desde el otro extremo de la celda, lo situó sobre la cama de Jazz.
—Hay torturas y torturas —dijo con voz ronca y extrañamente lasciva—. Por ejemplo, estas fotografías serán una tortura para ti. Me refiero a que tú y la pequeña Tassi tengo entendido que simpatizabais bastante, ¿no es verdad?
Jazz sintió como si toda su cara rezumase sangre, miró el sobre y a continuación volvió a mirar a Vyotsky. Se sentía desgarrado.
—Pero ¿qué diablos…? —exclamó.
—Ve las fotografías —dijo Vyotsky arrastrando las palabras—, el comandante sabe lo mucho que disfruto provocándote, por lo que me dijo que veía muy bien que yo y la chica realizásemos una pequeña sesión fotográfica. Espero que las fotos te gusten, porque son muy artísticas.
Jazz avanzó hacia él dispuesto a agredirlo, pero Vyotsky le dio con la puerta en las narices.
Jazz, dentro de la celda, se concedió un momento de respiro, mientras clavaba los ojos en la puerta y sentía su respiración jadeante cómo resonaba en su pecho y en su garganta. En aquel momento habría cogido con gusto un cuchillo oxidado, habría abierto la barriga a Vyotsky y le habría sacado los intestinos. Habría sido una operación sin anestesia. Aquellas fotografías…
Jazz se acercó a la cama y cogió cinco fotos del sobre. La primera estaba un poco arrugada. Jazz ya la había visto antes: Tassi sentada en un campo de margaritas. La muchacha le había dado aquella fotografía. La fotografía siguiente la mostraba… desnuda, sujetada con argollas a una pared de acero. Tenía las manos afianzadas con cadenas sobre la cabeza y las piernas abiertas. La muchacha tenía los ojos cerrados, los párpados apretados debido a la fuerza que hacía para mantenerlos cerrados. Vyotsky, a su lado, con malévola sonrisa en los labios, parecía sopesarle el pecho izquierdo con la palma de la mano.
La tercera foto era peor. Jazz ni siquiera se dignó mirar las restantes. Las estrujó con la mano y arrojó la bola lejos de sí. Después se acurrucó en la cama y, hecho un ovillo, se concentró en otras imágenes. Volvían a centrarse en los intestinos de Vyotsky, aunque esta vez se los extraía con una navaja, sino que se los arrancaba con las uñas.
Vyotsky se quedó unos momentos con la oreja pegada al frío acero de la puerta de la celda. Nada. Silencio absoluto. Vyotsky pensó que Jazz no debía de tener sangre en las venas, sino agua. Después de dar Unos fuertes golpes en la puerta gritó:
—Michael, Khuv me ha dicho que esta noche, cuando nos hayamos librado de ti, puedo divertirme con ella una o dos horas. La vida también tiene sus momentos buenos, ¿no crees? A lo mejor podrías indicarme qué cosas le gustan más, ¿quieres?
Pero la sonrisa desapareció del rostro de Vyotsky que, frunciendo el entrecejo, dio unos pasos atrás.
Jazz Simmons, que seguía acurrucado en la cama, dejó escapar un gemido. Se había mordido el labio y por la herida no salía sangre sino fuego líquido…
Durante las cinco o seis horas siguientes Jazz tuvo un gran número de visitantes. Se presentaron en su celda con varios artilugios cuyo funcionamiento le explicaron y demostraron con todo detalle. Incluso lo autorizaron a manipularlos, desmontarlos y volverlos a montar. Jazz puso mucha atención en todas estas operaciones, puesto que significaban para él la supervivencia. El minúsculo lanzallamas que le suministraron venía desprovisto de su lata de combustible y, en lugar de la metralleta de pequeño calibre, le dieron un manual con su descripción.
El soldado que a última hora de la tarde apareció con el manual le entregó también una caja de municiones medio vacía con balas inutilizadas y cargadores oxidados. Era para que Jazz pudiera practicar la manera de cargar los cartuchos. En combate, la rapidez en cargar el arma supone a veces salvar la vida. Jazz había manoseado torpemente la primera carga, pero después, tras concentrarse en el trabajo, había conseguido colocar el segundo cargador en muy poco tiempo. El soldado se había quedado impresionado, pero al rato comenzó a bostezar y se desinteresó del asunto. Jazz continuó cargando y descargando cartuchos durante media hora más.
—¿Por qué estás ahí? —acabó preguntándole el soldado.
—¿Quieres decir que por qué estoy prisionero? Pues por espionaje —dijo Jazz.
No veía razón para disimular ni para ocultar la verdad.
—Pues yo, como no me dejen dormir pronto, es que me amotino —dijo el muchacho señalándose el pecho con el dedo pulgar—. Anoche en el cuartel hubo prácticas de alarma y desde entonces estoy de servicio. ¡Estoy que no me tengo de pie!
Frunciendo el entrecejo, añadió:
—¿Has dicho espionaje?
—Sí, soy espía —dijo Jazz asintiendo con la cabeza.
Metió los viejos cartuchos y un puñado de balas descoloridas en la caja de municiones, colocó la tapadera con un golpe y afirmó los cierres. Después se restregó las manos en los pantalones y se puso de pie.
—Ya está, me parece que ya lo domino.
—De todos modos, no sirve de mucho saber cargar el cartucho si no dispones de una arma —dijo el soldado riendo por lo bajo.
Jazz le devolvió la sonrisa.
—Tienes razón —le dijo—. ¿Me dejas una?
—¡Sí, hombre! —exclamó el chico echándose a reír—, una cosa es amotinarse y otra muy distinta estar chalado. ¿Qué te deje un arma? No voy a ser yo quien te la deje. Ya te la darán después…
Ahora era ese «después» del que había hablado el soldado: las dos de la madrugada en el mundo exterior, aunque dentro del subterráneo del complejo de Perchorsk la hora tenía muy poca importancia. Allí las cosas variaban muy poco, ya fuera de día o de noche. Eso por lo menos era lo que ocurría en las noches normales. Esta noche, sin embargo, no era una noche normal.
En aquellos niveles de pesadilla situados en el interior del magma, en el mismo núcleo de aquel complejo, Michael «Jazz» Simmons esperaba de pie en la plataforma que formaba aquella especie de anillo de Saturno, pertrechándose con el equipo que le habían preparado. En cualquier caso, no tenía más remedio que hacer lo que le mandaban. Todavía no le habían dado la lata de combustible de su lanzallamas miniatura y aún estaba sin su metralleta. Ésta se encontraba en las manos muy capaces de Karl Vyotsky, que sostenían aquella arma ligera en sus brazos enormes como si se tratara de un niño. Vyotsky tenía que escoltar a Jazz a lo largo de la pasarela.
El agente iba cargado con todo lo que podía sostener, pese a lo cual seguía moviéndose con cierta desenvoltura. Había rechazado una parka y un enorme cuchillo de monte, que en conjunto habrían supuesto otros siete kilos de peso. Había aceptado, sin embargo, una pequeña hacha con una hoja afilada como una navaja barbera que podía servirle como arma o como utilísima herramienta.
Khuv, avanzando entre el círculo de personas que observaban a Jazz, dijo:
—Bien, Michael, así es como están las cosas. Ahora no me queda más que decirle que, si creyera que ha de aceptarlos, ahora sería el momento de ofrecerle mis mejores deseos.
—¿Ah, sí? —dijo mirándolo de arriba abajo—. ¡Yo nunca le ofrecería a usted mierda, camarada!
Khuv apretó las comisuras de los labios.
—Perfectamente —dijo—, tiene que ser fuerte y mantenerse fuerte, Michael. ¡Quién sabe, a lo mejor incluso logra sobrevivir! En cualquier caso, si encuentra forma de volver, nosotros le estaremos esperando. Y me encantará volver a tener noticias suyas. Como usted sabe, nos gustaría que por aquí pudiera pasar todo un ejército, por lo que todos los informes que podamos conseguir han de servirnos de gran ayuda.
Hizo una seña con la cabeza a Vyotsky.
—¡Adelante, británico! —dijo el enorme ruso, pinchándolo con la punta de la metralleta.
Jazz avanzó hacia el interior por el entarimado, se volvió para echar una última ojeada, se encogió de hombros y se encaró con la esfera. Unas gafas oscuras le protegían los ojos contra el deslumbramiento, pero hasta la misma uniformidad de la superficie de la esfera le resultaba molesta, como si estuviera contemplando un canal que no funcionase en la pantalla de un televisor. La plataforma del anillo de Saturno ya se había quedado atrás y Jazz avanzaba por el istmo de la pasarela. Las maderas carbonizadas que tenía bajo los pies le revelaban que aquél era el lugar donde había muerto el guerrero y le parecía estar oyendo el grito de aquel ser extraño: «¡Wamphyri!». Después…
… después llegaron a la esfera. Jazz se paró y avanzó una mano. Los dedos pasaron fácilmente a través de aquella luz blanca y no sintió la resistencia hasta que volvió a retirar la mano. Entonces notó una extraña viscosidad, como si la esfera estuviese tirando de él. Parecía que no quería soltarlo, aun así era el primer momento de penetración. Con bastantes esfuerzos consiguió liberar la mano.
—¡Aguanta, británico! —le dijo Vyotsky, detrás de él—. Y procura no ponerte nervioso. ¡Toma, lo vas a necesitar!
Y colgó del macuto que llevaba a la espalda una botella cilindrica de aluminio que contenía el combustible para el lanzallamas, después de lo cual le ordenó:
—¡Ahora date la vuelta!
Jazz le obedeció. Vyotsky, con una sonrisa sardónica, le dijo:
—¡Estás muy pálido, británico! Es una sensación extraña, ¿verdad?
—Sí, un poco —dijo Jazz francamente.
Ahora que veía el hecho como inevitable, sentía una extraña sensación. Pero aún habría sido mucho peor si se hubiera concentrado en sus sentimientos, ya que en realidad estaba concentrado en algo totalmente diferente.
Vyotsky escrutó su rostro un momento y dijo:
—¡Bah! No sé si eres un héroe o simplemente un estúpido. Dime, ¿qué eres? —Sacó el cargador de la metralleta y pasó el arma a Jazz. Después, riendo por lo bajo, añadió—: ¿Quieres también esto, británico? Mucho más a mano que los que llevas en el macuto, ¿verdad?
Y agitó el cargador en la mano, que sonó de manera especial.
El rostro tenso de Jazz reflejaba una profunda concentración, pero no denotaba ninguna emoción. De pronto Vyotsky pensó: «aquí está ocurriendo algo» y, dejando de reír bruscamente, dio un paso atrás.
La mano derecha de Jazz se metió en el bolsillo del mono de combate que llevaba y sacó de él un cargador oxidado, pero pese a ello utilizable. De un gesto rápido introdujo el cartucho en el arma y apuntó al ruso con ella.
—¡Quieto! —dijo encañonándolo.
Vyotsky se quedó helado, mientras Jazz acortaba la distancia entre los dos y colocaba la boca del cañón debajo mismo de la barbilla del ruso. Entonces, hablando entre dientes, le espetó:
—¡Es curioso, pero encuentro que estás un poco pálido, Iván! ¿Hay alguna cosa que te preocupa?
Khuv acudió corriendo desde la plataforma del anillo de Saturno.
—¡Alto el fuego! —vociferó, no dirigiéndose a Jazz, sino a los soldados apostados en el perímetro con las armas apuntadas hacia el agente británico.
Khuv se detuvo a unos tres metros de distancia de los dos hombres.
—Michael —dijo jadeando—. ¿Qué mosca te ha picado?
—Me parece que está bastante claro —dijo Jazz, que ahora parecía estar divirtiéndose de lo lindo—. El Iván el Terrible este que tengo a mi lado va a acompañarme en la excursión.
Y agarrando con fuerza a Vyotsky por la barba, le presionó el cañón del arma debajo de la barbilla y tiró de él hacia la esfera.
Vyotsky estaba pálido como un muerto.
—¡No! —tartamudeó, aunque sin atreverse a negarse, porque temía que el inglés presionara el gatillo.
—¡Naturalmente que sí, Iván, si no quieres que te liquide aquí mismo! —le dijo Jazz—. Lo que es yo, no tengo nada que perder.
Ya estaba notando la superficie externa de la Puerta que iba atrayéndolo hacia ella.
Khuv todavía se acercó un poco más y a Jazz se le ocurrió un plan que aún le pareció mejor.
—¡Tú también, comandante! —dijo—, o disparo ahora mismo contra este hijo de puta y contra ti.
Khuv actuó con rapidez y se puso en movimiento en el mismo momento en que Jazz pronunciaba aquellas palabras, desplomándose en la pasarela cuan largo era y gritando:
—¡Fuego, fuego, fuego!
Jazz cayó pesadamente de espaldas dentro de la esfera, arrastrando en la caída al tambaleante Vyotsky tras él. Y…
… ¡y allí había más que blancura! Blanco puro, un fondo de blancura inmaculada sobre el cual Jazz y Vyotsky no constituían otra cosa que manchas de suciedad. Rodaron por un suelo aparentemente sólido que resultaba invisible debido a su misma blancura. Por encima de sus cabezas sonaron unos disparos que formaron una ensordecedora barrera de retumbantes truenos… y que cesaron al momento, cuando se oyó la voz de Khuv, transformada en una especie de zumbido irreconocible que se producía muy lentamente y que parecía llegar desde una distancia infinita:
—¡A-l-t-o e-l f-u-e-g-o! ¡A-l-t-o e-l f-u-e-g-o!
Ahora que se encontraban en el interior de la esfera y que Khuv ya estaba a salvo, no quería que les hiciesen ningún daño.
Jazz se levantó y volvió la vista atrás. A través de una fina película lechosa veía el «exterior» y tenía la impresión de que los movimientos de la gente eran tan lentos que casi eran inexistentes. Era un efecto de doble sentido. Khuv estaba levantándose del suelo y tenía el brazo en alto sobre su cabeza, dando orden de que cesase el fuego.
Jazz lo saludó con el brazo, después de lo cual se volvió hacia Vyotsky, tumbado en el suelo y con el terror pintado en el rostro, y lo apuntó con el arma.
—¡Arriba, Iván! —le dijo con una voz que sonó completamente normal—. Hay que ponerse en movimiento, ¿no te parece?
Vyotsky miró a su alrededor como para dominar la situación. Tenía los hombros caídos. Lentamente se puso de pie y dijo:
—¡Vete a la mierda, británico!
Y a continuación hizo un gesto como tratando de dirigirse hacia Khuv.
Pero no fue más que un intento, porque ahora sólo podía moverse en una dirección. Como si hubiera chocado con una invisible barrera, se desplomó de rodillas y sus uñas arañaron el aire. Y dándose cuenta de la situación en que se encontraba, hizo lo que Jazz esperaba que hiciera: ponerse a gritar solicitando ayuda.
Jazz lo contempló mientras se arrastraba por el suelo y después dijo:
—Haz lo que te venga en gana, Iván. Quédate aquí gritando y vociferando todo lo que quieras y, al final, muérete.
Vyotsky volvió la cabeza rápidamente hacia él.
—¿Morirme?
Jazz asintió con un gesto.
—Sí, de hambre o de agotamiento…
Y volvió la espalda a la imagen que se veía tras la Puerta: Khuv, un telón de fondo formado por las paredes del magma y toda la soldadesca moviéndose de forma lentísima. Y avanzó hacia lo que parecía y se mostraba como una inmensidad de tan extraordinaria blancura que casi le hacía daño.
Vyotsky, desde atrás, todavía le gritó:
—Pero ¿por qué?, ¿por qué? ¿De qué te va a servir que me quede aquí?
—De nada —le contestó Jazz—. Pero tampoco tú le serviste de nada a Tassi…