¡Wamphyri!
Salió el hombre de la esfera para entrar en la pasarela… y en seguida se aceleraron las imágenes.
Entornó los ojos ante la luz repentina, gritó como resistiéndose en una lengua que Jazz entendió a medias o que le pareció entender y se echó al suelo, en actitud defensiva. Pareció como si la película cobrara vida. Con anterioridad, era como si los sonidos se hubieran amortiguado: alguna tosecilla ocasional, conversaciones nerviosas, pies que se arrastraban y, de cuando en cuando, el sonido de los muelles de las armas y el inconfundible chasquido metálico de la recámara al ser colocada en su posición. Pero todo resultaba extraño y un poco fuera de tono, como los primeros minutos de una película, cuando uno todavía conserva en los oídos los sonidos de la calle y aún no se ha acostumbrado al nuevo medio en que el sonido rebota contra las paredes.
Ahora, sin embargo, el sonido ya parecía más relacionado con la película. Se oía la voz de Khuv que gritaba: «¡Cogedlo vivo! ¡No le disparéis! ¡Voy a hacer consejo de guerra al primero que apriete el gatillo! No es más que un hombre, ¿o es que no lo veis? ¡Venga, capturadlo!»
Figuras vestidas con uniformes de combate pasaban corriendo por delante de la cámara, haciendo que el cameraman y la película se movieran a sacudidas, tapando un momento la imagen y ocupando la pantalla. Como les había ordenado que no disparasen, llevaban las armas de una manera torpe, como si no supiesen qué hacer con ellas. Jazz lo entendía: les habían dicho que en aquella esfera se escondía la muerte, pero ahora resultaba que no era más que un hombre. ¿Cuántas personas serían necesarias para reducir a un hombre? Con toda una gran variedad de armas al alcance de la mano, seguramente debían de sentirse como hombres tratando de aplastar insectos con cañones. Había que tener en cuenta, sin embargo, que de aquella esfera habían salido cosas espantosas, y ellos lo sabían.
El hombre que había salido de la esfera vio que se acercaban y se irguió. Ahora sus ojos enrojecidos ya estaban acostumbrados a la luz. Se quedó aguardando a que los soldados se acercaran, aunque Jazz pensaba que aquel hombre, que debía de medir casi dos metros, seguro que sabía cuidarse de sí mismo.
¡No hay duda de que estaba en lo cierto!
La pasarela debía de tener unos tres metros de ancho. Los dos primeros soldados se acercaron a aquel hombre prácticamente desnudo que había salido de la esfera abordándolo desde ambos lados, cosa que fue un error. Ordenándole a gritos que se pusiera manos arriba y avanzara, el más rápido de los dos se le acercó y lo aguijoneó con la punta de su rifle Kalashnikov. Con sorprendente presteza, el intruso pareció cobrar vida, apartó de un manotazo el cañón del arma sirviéndose de su mano izquierda y agitó en el aire el arma que llevaba en la derecha contra la cabeza del soldado.
El lado izquierdo de la cabeza del soldado pareció ceder, al hincarse los ganchos del guantelete en los huesos rotos del cráneo. El recién llegado se irguió un momento y después se agitó, vano intento, como un pez atravesado por un arpón. Pero no era más que una reacción nerviosa, puesto que la acometida lo dejó sin vida al instante. Después, el hombre de la Puerta refunfuñó y retiró bruscamente la mano para liberarla, al tiempo que con el hombro expulsaba a su víctima de la pasarela. El cuerpo del soldado desapareció de la vista.
El segundo soldado se detuvo y miró para atrás, el rostro lívido en el momento en que la cámara captó su indecisión. Sus compañeros no sabían qué actitud tomar, estaban fuera de sí y se sentían ávidos de abatir a aquel extraño enemigo. Sintiéndose valiente, gracias al número de los que lo acompañaban, volvió a hacer frente al intruso y precipitó la culata del rifle contra su cara. El hombre bufó como un lobo y esquivó el golpe, al tiempo que describía un arco con el guantelete que le cubría la mano. Con él sajó el cuello al soldado, dejándole una herida escarlata y derribándolo de lado. Pero, después de caer cuan largo era, se puso de rodillas, mientras el intruso descargaba su arma sobre su cabeza, atravesándole con ella su gorro de piel y su cráneo.
Después comenzaron a aparecer las figuras preparadas para el combate, que se congregaron alrededor del guerrero, arremetiendo contra él con sus rifles y golpeándolo con las botas. Pero él se deslizó debajo de los soldados, lanzando bramidos de furor y rabia. Los gritos de los soldados se habían convertido en un rugido, pero Jazz pudo reconocer la voz de Khuv que destacaba por lo estentórea: «¡Cogedlo, pero no lo matéis! Lo queremos vivo… ¡Vivo! ¿Está claro?».
Fue entonces cuando apareció Khuv, avanzando hacia la pasarela y agitando frenéticamente los brazos por encima de su cabeza.
«¡Sujetadlo, pero no lo machaquéis!», gritaba. «Lo queremos íntegro».
Estas tres palabras finales expresaban toda la sorpresa de Khuv y su incredulidad. Al contemplar la película, Jazz comprendió por qué había advertido el cambio en la voz de Khuv, por qué casi había simpatizado con él.
Aquel extraño guerrero había resbalado al bajar —posiblemente al pisar la sangre— y era la única razón que explicaba por qué había bajado. Los cinco o seis soldados que lo rodeaban, sus movimientos entorpecidos por las armas que llevaban y desesperados por no ponerse al alcance de la terrible máquina trituradora que llevaba en la mano derecha, no constituían unos contrincantes dignos de él. Uno tras otro se movían hacia adelante y hacia atrás, tratando de agarrarse a gargantas degolladas o a caras destrozadas; dos de ellos salieron disparados hacia el borde de la pasarela, precipitándose a más de veinte metros de profundidad en un magma que era como un pantano; otro, que se quedó paralizado al darse la vuelta, salió despedido por los aires al recibir un puntapié de desprecio del guerrero, quien al final se quedó todo cubierto de sangre, pero libre y solo, en los tableros cubiertos de fango rojo que formaban la pasarela. Después vio a Khuv y entre los dos no mediaban más que cuatro o cinco pasos a través de los tablones.
«¡El escuadrón de los lanzallamas!», gritaba Khuv con voz ronca, convertida de pronto en un susurro ante el repentino silencio que invadía el lugar. «¡A mí! ¡Rápido!»
No volvió la cabeza para mirar, porque no se atrevía a apartar los ojos ni un momento del ser amenazador que había surgido de la esfera.
Pero el guerrero lo había oído hablar e inclinó la cabeza a un lado, entornando los ojos para mirar a Khuv. Quizá le había parecido que las palabras del comandante de la KGB sonaban a desafío. Y contestó con una sola frase breve, que casi sonó como un ladrido.
Probablemente era una pregunta formulada en una lengua que a Jazz le parecía que entendía, una pregunta que terminaba con una palabra: «¿wamphyri?» Dio dos pasos y repitió las palabras enigmáticas y vagamente familiares de la frase. Ésta vez la última palabra, «¿wamphyri?», fue pronunciada con mayor intensidad, en tono amenazador y arrogante.
Khuv cayó de rodillas y agarró una pistola automática de cañón largo. Con mano vacilante apuntó al guerrero, sirviéndose de la mano que tenía libre para urgir a los hombres a que se adelantasen.
«¡Escuadrón de lanzallamas!», graznó.
Cuando la película llegó a esta escena, parecía que ya no tenía saliva en la boca, como no la había tampoco en la boca de Jazz.
En aquel momento el guerrero volvió a lanzarse hacia adelante, sólo que esta vez no parecía tener intenciones de detenerse. Su manera de mirar y la forma como amenazaba con su mortal guantelete hablaban con bastante elocuencia de sus intenciones. Se oyó el ruido de botas al acercarse y unas cuantas figuras oscurecieron los laterales de la pantalla; en ellos aparecían varios hombres que avanzaban precipitadamente, pero Khuv no esperaba. Hasta él había olvidado sus órdenes sobre el uso que había que hacer de las armas, sus palabras se habían convertido en pura palabrería. Sostenía su pistola automática con manos temblorosas y por dos veces disparó a bocajarro contra la amenazadora figura humana, verdadera máquina de matar que avanzaba desde el otro lado.
El primer disparo alcanzó al guerrero en el hombro derecho, debajo de la clavícula. Al tiempo que caía derribado hacia atrás apareció en su hombro una mancha oscura semejante a una flor horrenda. Se quedó tumbado sobre los tablones. Al parecer, no había conseguido alcanzarlo con el segundo disparo, pero se sentó, se llevó la mano a su hombro herido y, sorprendido, se quedó contemplando la sangre que manchaba su mano. Sin embargo parecía que el dolor todavía no se había dejado sentir… cuando, un segundo más tarde, comenzó a notarlo…
El alarido del guerrero no se parecía a ningún sonido humano, puesto que era mucho más primitivo. Parecía venir de las cavernas que se pierden en la noche de los tiempos, cavernas de un mundo lejano, más allá de extraños límites de espacio y tiempo. Era tan espantoso y amedrentador como el hombre que lo profería.
Se habría abalanzado sobre Khuv y, de hecho, se agachó preparándose para hacerlo, pero los tres lanzadores de llamas se le adelantaron. Los aparatos que manejaban correspondían al tipo portátil, que un hombre puede llevar colgado de la espalda. De todos modos, se trataba de un artilugio pesado, compuesto de un depósito de combustible, montado sobre un carretón motorizado del que se encargaba un hombre, mientras otro, a su lado, manejaba el lanzallamas. El tercer miembro del escuadrón llevaba un gran escudo flexible de amianto, de hecho una protección frágil contra el retroceso.
El hombre que había salido de la esfera, pese a estar herido, descargó el arma de su guantelete contra el escudo de amianto y casi consiguió arrancarlo de las manos de la persona que lo sostenía. Antes de retirar el guantelete, que parecía haberse pegado al escudo, Khuv gritó: «¡Muéstrale el fuego! Pero muéstraselo únicamente, ¡no le quemes!»
Estaban demasiado nerviosos, pero del aparato salió proyectada una llamarada que lamió el costado del guerrero, lo que hizo que éste se pusiera a gritar, presa de rabia y terror, y se diera media vuelta. Cuando el fuego se extinguió, del costado del hombre seguían saliendo llamas químicas que le quemaron la barba, las cejas y que, incluso, prendieron en el único mechón de pelo que tenía en la cabeza.
En seguida comenzaron a formársele ampollas, mientras el hombre no dejaba ni un momento de traducir en gritos sus sufrimientos e iba golpeando las llamas con la mano izquierda. Súbitamente arrebató al soldado el escudo de amianto que sostenía y lo arrojó contra el escuadrón. Antes de que los soldados tuvieran tiempo de recuperarse del golpe, ardiendo, se volvió a la esfera blanca para encaminarse a ella.
«¡Detenedlo!», gritó Khuv. «Disparad contra él… pero a las piernas. No dejéis que se meta dentro…»
Al ponerse a disparar, vio que el cuerpo del hombre se estremecía y se tambaleaba, mientras las balas se incrustaban en la parte trasera de sus muslos desnudos y en la parte inferior de las piernas. Había alcanzado ya su objetivo cuando un disparo afortunado le dio detrás de la rodilla derecha y consiguió derribarlo en tierra. Ya estaba lo bastante cerca de la esfera para tratar de colarse en ella, salvo que…
«¡Lo ha tumbado para atrás! Es como si hubiera tratado de introducirse por una pared de ladrillo».
En aquel instante, mientras contemplaba la película, Jazz comprendió —como lo habían comprendido los que se encontraban presentes y cuantos la habían visto— que la Puerta era una celada. Como el ascidio, dejaba penetrar en ella a sus víctimas, pero les negaba la salida. Una vez atravesada, las criaturas pertenecientes al mundo que había al otro lado de la misma debían quedarse en éste, por lo que Jazz no pudo evitar preguntarse si le ocurriría lo mismo a una persona que quisiera atravesarla desde este lado. Aunque difícilmente llegaría nadie a descubrirlo.
«Ahora tendrá que volver y sin armar alboroto», dijo Khuv, que no cabía en sí de gozo.
Así que cesó el tiroteo, Khuv bajó por la pasarela y se dirigió al escuadrón de los lanzadores de llamas y se quedó detrás de ellos observando las lastimosas payasadas que hacía el hombre que había aparecido por la Puerta. En aquel momento Jazz sintió piedad de él, pero la verdad es que fue sólo un momento.
El hombre se sentó, se estremeció, perplejo, y extendió una mano hacia la deslumbrante esfera de luz. La mano chocó con algo resistente y no pudo seguir adelante. Se puso entonces de rodillas y volvió la cara a sus torturadores. Sus ojos escarlata se abrieron de par en par y en ellos se reflejó su odio, lanzó un bufido y escupió todo su desprecio a los de la pasarela. Pese a tener el cuerpo cubierto de ampollas amarillas, que se reventaban y dejaban rezumar un líquido que le resbalaba por el costado derecho, pese a estar herido y quizás indefenso, seguía desafiándolos.
Khuv se adelantó y señaló el guantelete que llevaba el guerrero en la mano derecha.
«¡Quítatelo!», dijo acompañándose de gestos lo suficientemente gráficos para que lo entendiera. «Quítatelo ahora mismo».
El hombre se miró el guantelete y, por increíble que parezca, se puso de pie. Khuv se hizo atrás y lo apuntó con el arma.
«¡Quítate eso de la mano!», le ordenó.
Pero el hombre de la esfera se limitó a sonreír. Contempló el arma de Khuv, el lanzallamas cuya boca apuntaba directamente contra él, y sonrió torciendo la boca. Era una expresión extraña, mezcla de triunfo, de ironía y hasta de tristeza o de melancolía sardónica, pero no un signo de miedo.
«Wamphyri», dijo el hombre señalándose el pecho con el dedo y levantando la cabeza con orgullo, después de lo cual, echándola para atrás, ululó nuevamente la palabrita: «¡Wamphyri!»
Mientras los ecos de sus palabras se desvanecían lentamente, avanzó la cara y volvió a clavar la mirada en los hombres que se encontraban en la pasarela, al tiempo que con la expresión de su cara parecía decir: «¡Hacéis lo peor! No sois nada ni sabéis nada».
«¡El guantelete!», volvió a gritarle Khuv, indicándoselo con el dedo.
Y como para impresionarlo, disparó al aire, después de lo cual apuntó el arma al corazón del guerrero. Sin embargo, éste aspiró una profunda y audible bocanada de aire, después de lo cual lo soltó como en un jadeo.
De pie en la pasarela, balanceándose ligeramente de un lado a otro, el hombre de la esfera abrió las mandíbulas desencajándolas hasta lo imposible. Tenía una lengua hendida, escarlata, que asomaba por la caverna de su boca. Sus fauces inmensas seguían abriéndose todavía más, se distendían visiblemente, emitiendo un ruido como el que haría la vela de una barca al ser rasgada. Y como todo lo demás estaba en el más absoluto silencio y el resto de la escena parecía haber quedado congelado, la imagen y los sonidos que procedían de aquella metamorfosis todavía resultaban más vividos.
Jazz retenía el aliento mientras observaba y, ahora, en su celda, volvía a retenerlo recordando todo lo que había visto.
Los labios carnosos del guerrero se habían retraído hacia adentro, poniendo la carne tan tirante que habían acabado por partirla, haciendo manar sangre por la herida y poniendo al descubierto unas encías de color carmesí y unos dientes puntiagudos como dientes de sierra, salpicados de sangre. No había nada que pudiera parecerse tanto a las profundas fauces de un lobo como aquella boca… y el resto de la cara era igualmente amedrentador, por no decir más. La nariz ancha y aplastada todavía se había ensanchado más y en ella habían aparecido toda una serie de crestas que la recorrían y que le daban la apariencia de la trompa chupadora de un murciélago, con fosas nasales ovaladas y de un negro tan resplandeciente que parecían pozos recubiertos de cuero negro. Las orejas, antes planas y pegadas a la cabeza, se habían cubierto de manchas de pelo y habían crecido apuntando hacia arriba y hacia fuera, formando una especie de conchas carnosas cubiertas de venillas escarlata, que se movían nerviosamente. Su aspecto recordaba cada vez más el de un murciélago. O quizás el de un demonio.
En aquella cara parecía escrita la palabra «infierno», reflejada en su espeluznante expresión. Aquel rostro era en parte un murciélago, en parte un lobo, pero evidentemente causaba horror. Con todo, el cambio todavía no se había producido del todo.
Los ojos, antes pequeños y profundamente hundidos en la cara, habían aumentado de tamaño hasta convertirse en sanguijuelas hartas de sangre. Aparecían rojos y abultados en sus cuencas. En cuanto a los dientes…, parecían dar un nuevo significado a la pesadilla, puesto que habían crecido y se habían curvado sobre las laceradas encías de aquel ser extraño, transformándose en dagas de hueso que habían herido su propia boca para alimentarse con su propia sangre. Los dientes asomaban entre la sangre como los espantosos colmillos de algún carnívoro primitivo.
En cuanto al resto del cuerpo, afortunadamente se había mantenido antropomórfico, si bien la metamorfosis había hecho que su maltrecho tronco y sus atropelladas piernas adquiriesen el brillo apagado del plomo, mientras todo su cuerpo parecía vibrar como acometido por una increíble parálisis. Pero finalmente…
Finalmente había terminado. Sabiendo muy bien lo que se hacía, el hombre, o la cosa aquella que había salido de la esfera, dio otro paso vacilante hacia adelante. Y al mismo tiempo que daba un paso en dirección a Khuv, exclamó con voz confusa: «¡Wamphyri!»
Khuv se había figurado que aquel ser era humano y apenas había tenido tiempo de recuperarse de la sorpresa que le había producido su error. Los nervios, las piernas, la voz… todo parecía fallarle. Habría sido fatal que en aquel momento se sintiese mal, pero se recuperó para dar un paso atrás, fuera del alcance de aquel ser, y gritar: «¡Asadlo vivo! ¡Acabad de una vez con ese monstruo hijo de puta!»
El hombre que sostenía la manguera no esperó a que dijera más; sin necesidad de hacérselo repetir, se limitó a apretar el índice que tenía apoyado en el gatillo. Un lengüetazo amarillo de fuego en el que anidaba una veta blanca y cauterizadora salió por la boca y envolvió a aquel horror que había surgido de la Puerta. Pasaron unos segundos que se hicieron larguísimos, el escuadrón cubrió aquella cosa de fuego químico, aunque la cosa seguía de pie. Al fin se desplomó, rendida ante el vómito de fuego, y pareció fundirse. Aquel ser había caído sentado.
«¡Alto!»
Khuv se había cubierto la cara con un pañuelo. Aquel río rugiente de fuego todavía continuó durante uno o dos segundos, emitió un silbido antes de consumirse y quedó apagado en su fuente. Pero el guerrero seguía ardiendo. Estaba cubierto de llamas, que alcanzaban casi los dos metros por encima de su cabeza, convertida ahora en una masa ovalada que iba derritiéndose lentamente y que emitía un espantoso hedor. Jazz no había tenido ocasión de olerlo, pero estaba convencido de que el olor que despedía debía ser repugnante.
Mientras las llamas iban ardiendo cada vez más bajas, crepitando, la forma se hundía y se encogía al mismo tiempo que los jugos de su cuerpo burbujeaban al hervir. Algo que podía ser un brazo largo y delgado se elevó de aquellos rescoldos alquitranados, onduló como una cobra enferma entre nubes de humo, e inició unos violentos temblores que no cesaron hasta que volvió a caer en la masa carbonizada formada por los tablones de la pasarela.
«Otro chorro más», ordenó Khuv, provocando con ello una satisfacción al escuadrón.
En breve espacio de tiempo se consiguió que no quedara nada.
La película había terminado y en la pantalla destellaban unas luces blancas, pero Khuv y Jazz habían seguido sentados, mirando aquellas escenas que se habían marcado con fuego en su memoria. Hasta después de oír el chasquido del rollo vacío de película Khuv no se movió, pero a continuación se dirigió a apagar el proyector y las luces.
Después… fueron a tomar otro trago. Pocas veces en la vida había tenido Jazz ocasión de paladearlo más a gusto…
Mientras Michael J. Simmons estaba sentado en su litera pensando en todo lo que había visto y oído, el latido del complejo fue reduciendo su ritmo paulatinamente hasta adquirir una especial regularidad. Era de noche y hora de dormir. Pero no todo el personal del Projekt ni las unidades complementarias se disponían a dormir (por ejemplo, los que debían guardar la Puerta estaban muy despiertos) y también aquella criatura que vivía en el complejo, un ser que ni era humano ni pertenecía al mundo de los hombres y que seguramente tampoco debía de dormir.
Eso era lo que pensaba su guardián, Vasily Agursky, sentado con la barbilla y las hundidas mejillas en las palmas de sus manazas, observando al Encuentro Tres a través de la gruesa pared de cristal del recipiente donde se encontraba. Agursky era un hombre bajo que no superaba el metro sesenta, delgado, con los hombros caídos y una cabeza de coronilla resplandeciente y puntiaguda que asomaba entre los escasos cabellos grises y sucios que la cubrían como una especie de plumón. Sus ojos, detrás de las gruesas lentes de sus gafas, parecían grandes y de un color castaño claro que destacaba sobre la palidez de su rostro. Los tenía ribeteados de rojo y se movían bajo unas cejas finas pero expresivas. Tenía labios finos y unas orejas grandes que le daban un curioso aspecto de gnomo si bien, por paradójico que parezca, no tenían nada de cómico.
La luz roja de la sala donde estaba la cosa estaba muy atenuada para no asustarla ni obligarla a que se refugiara debajo de la arena. La cosa conocía a Agursky y rara vez se excitaba en su presencia. Mientras él permanecía sentado observándola, con sus delgadas piernas a horcajadas sobre una silla de acero y los codos apoyados en el respaldo, la cosa se extendió en el suelo del recipiente como si también lo estuviera observando. En aquel momento tenía el aspecto de un sanguijuela y cara de roedor. Un seudópodo que hubiera brotado de algún lugar situado a la izquierda. Se movía lentamente como una estrella de mar, examinando con sus patas, cada una por su cuenta, los guijarros y los granos de arena y descartándolos después de examinados. El único y rudimentario ojo del seudópodo estaba abierto y miraba sin parpadear.
Estaba hambriento, y Agursky, incapaz de dormir pese a la media botella de vodka de la que había dado buena cuenta, decidió bajar para darle de comer. Lo que encontró extraño (una cosa extraña más entre tantas cosas extrañas), últimamente había podido darse cuenta, era que las costumbres de aquel ser comenzaban a afectarlo. Si lo veía inquieto, también él lo estaba. Y lo mismo le ocurría cuando lo veía hambriento. Esta noche, y eso que había comido bien durante el día, notaba que tenía hambre, cosa que le hizo pensar que también a aquella criatura debía de pasarle lo mismo. En realidad no le tocaba comer, ni parecía necesitarlo, pero sabía que le apetecería. Restos de la cocina, sangre de animales, pellejos, pezuñas, ojos, sesos, tripas…, esas cosas que los hombres desechan. Todo era aprovechable. Una vez picado, todo pasaba por aquel tubo que utilizaba para darle de comer, y la cosa lo devoraba todo sin dejar nada.
—¿Qué clase de cosa eres? —preguntó Agursky a la criatura, probablemente por milésima vez desde que estaba bajo su cuidado.
Era realmente decepcionante no saberlo, aunque si había alguien que pudiera dar una respuesta, éste tendría que ser el propio Agursky. La zoología y la psicología eran los campos que constituían su especialidad. Lo habían mandado llamar especialmente para estudiar a aquella cosa y descubrir su naturaleza. Después de permanecer un mes aproximadamente trabajando en el caso, habían acudido otros científicos, supuestamente más cualificados que él, para ayudarlo en sus investigaciones. Daba la impresión de que Agursky había fracasado. Sin embargo, tras considerar las circunstancias y estudiar sus notas, se habían tenido que marchar moviendo la cabeza desengañados. Y él se había quedado solo para ver de seguir adelante. Pero ¿qué era lo que había de seguir? Conocía a aquella criatura tan bien como pudiera conocerla cualquiera, pero a pesar de ello no sabía cómo clasificarla.
Su sangre era parecida a la de todas las miríadas de animales que pueblan la Tierra, aunque se diferenciaba lo suficiente de ella para poder afirmar que no era igual. En la escala de la inteligencia, no podía considerársele un animal superior —no podía compararse con el hombre, el delfín, los cánidos o las abejas— y sin embargo tenía como una especie de astucia inteligente. Sus ojos, por ejemplo, hipnotizaban con la mirada. De vez en cuando tenía que dejar de mirar a aquel ser y desviar la vista a otro lado, porque sentía como que se quedaba dormido. De hecho, ya se había dormido en varias ocasiones, e invariablemente, en estos casos, las pesadillas lo despertaban y se encontraba pronunciando palabras inconexas.
Podía aprender, pero se resistía. Sabía, por ejemplo, que cuando su guardián le mostraba una tarjeta blanca, a continuación le daba de comer. Y también que una tarjeta negra significaba que corría peligro de recibir una descarga eléctrica. Le había costado aprender que una tarjeta negra y otra blanca significaban, cuando estaban juntas, que no debía tocar la comida hasta que fuera retirada la tarjeta negra. Sin embargo, la aparición de las dos tarjetas juntas le volvía furioso. Cuando había comida, no le gustaba que se la negasen ni que lo amenazaran. Éstas eran unas cuantas de las pocas cosas que Agursky había aprendido sobre la criatura, si bien, al mirarla, tenía la desagradable sensación de que aquella cosa sabía mucho más acerca de él. Conocía su espantosa capacidad de odio… y sabía a quién odiaba.
—¡Es hora de comer! —dijo a la cosa—. Voy a echarte una porquería asquerosa y putrefacta y tú te la vas a zampar como si fuera la leche de tu madre, como si fuera miel de un panal de abejas… ¡Bicho repugnante!
No hay duda de que hubiera preferido una o dos ratas blancas vivas, pero el solo hecho de imaginarlo poblaba de pesadillas la cabeza de Agursky. Había algo que también sabía de la cosa; que aunque se alimentara de sangre coagulada, en realidad prefería perforar una arteria y tomarla todavía palpitante, es decir, que era un vampiro.
Cuando Agursky se puso de pie para empezar a preparar el aparato dispensador de comida, se acordó de la primera vez que dio a la cosa una rata viva. Había hecho falta drogarla primero y dejar que se durmiera. Para conseguirlo había bastado con darle una pequeña cantidad de sangre con una dosis masiva de un tranquilizante. Así que la cosa empezó a dar muestras de sufrir los efectos del somnífero y se retiró a dormir bajo la arena, entonces él retiró los dispositivos de seguridad que afianzaban la tapadera y metió en el interior del tanque a la bulliciosa ratita. Tres horas más tarde (período de tiempo extremadamente corto considerada la dosis de la droga), la cosa recuperó la conciencia y se asomó a la superficie para ver qué pasaba.
La rata no tenía escapatoria. Por supuesto que se había defendido como puede defenderse una rata cuando se ve acorralada en un rincón, pero le sirvió de muy poco. El vampiro la inmovilizó, la mordió en el cuello y le sorbió toda la sangre. Para hacerlo, le formó en el cuello un par de tubos carnosos y finos como una aguja, verdaderos sifones que deslizaba en los vasos seccionados de la rata.
El «banquete» duró tan sólo uno o dos minutos y aquélla era la vez que Agursky vio a la criatura alimentarse con mayor avidez. Posteriormente, de vez en cuando la cosa adoptaba ciertas características propias de los roedores, cosa que su guardián atribuía a haberlas «aprendido» de la criatura devorada. Y al decir «devorada» no empleamos una palabra demasiado fuerte, puesto que después de chupar la sangre de la rata, la criatura consumió su piel, sus huesos e incluso el rabo.
Aquélla y otras comidas de alimento vivo que Agursky le sirvió, lo indujeron a sacar varias conclusiones que, sin embargo, todavía no había tenido ocasión de comprobar. El Encuentro Uno había sido con un vampiro. Por lo menos se trataba de un carnívoro, si no de un vampiro. Antes de que escapara del complejo, se le había visto devorar a varios hombres. El ser del Encuentro Dos, un lobo, también era un depredador, un animal que se alimentaba de carne. El cuarto fue un murciélago y, más específicamente, un murciélago vampiro. Y el quinto se había declarado wamphyri. ¿Había algo en aquel mundo que estaba al otro lado de la Puerta que no tuviera que ver con los vampiros o que no fuera carnívoro? La conclusión de Agursky fue que no le habría importado visitar aquel mundo para poder describirlo de primera mano.
Otra de sus reflexiones o de sus divagaciones, que habrían podido llevar a varias conclusiones impensables, era que tres de los cinco encuentros —las cinco incursiones del más allá— habían sido con seres de forma cambiante, criaturas no vinculadas a una forma específica.
La cosa del tanque, tras examinar y comerse una rata, estaba en condiciones de asumir de manera imperfecta la identidad de un roedor. ¿Sería capaz de emular a un hombre? Esto, a su vez, conducía a otra pregunta: ¿sería el guerrero wamphyri un hombre dotado de la facultad de cambiar de forma, o era otra cosa que imitaba a un hombre?
Pensamientos y preguntas morbosas como éstas habían empujado a Agursky a la bebida. El solo hecho de volver a reflexionar en ellas le hacía desear que ojalá ahora dispusiera de una botella. Pero se daba el caso de que ahora no la tenía. Cuanto antes terminara con aquel asunto, más pronto podría volver a su cuarto y echar un buen trago antes de meterse en la cama.
Junto a la puerta había un carrito de ruedas con el alimento de la criatura metido en un contenedor provisto de tapadera. El contenedor estaba colgado de un gancho a una bomba eléctrica. Agursky acercó el carrito al tanque y lo enchufó a la corriente. Acopló la salida del contenedor al tubo dispensador situado en la pared extrema del tanque, hizo girar las válvulas del contenedor y del tanque dejándolas en posición de apertura y puso en marcha el motor. Aquel motor eléctrico era de una eficiencia máxima. Primero hubo un chasquido, después se oyó un gorgoteo e inmediatamente comenzaron a fluir una serie de líquidos viscosos.
Mientras trabajaba, Agursky se dio cuenta de que la cosa lo estaba observando. Era curioso que lo mirase a él y no al dispensador de comida, es decir, que permaneciese en la misma postura en que se había quedado. Lo único que se desplazaban eran sus ojos, que iban siguiendo sus movimientos. Agursky estaba desconcertado. Caían dentro del tanque gruesos grumos de color rojo oscuro, mezclados con un flujo de sangre medio coagulada, que salían en esporádicos chorretones y que quedaban sobre la arena formando un montón de visceras en un extremo del cubil. Pero la cosa ni se movía.
Agursky frunció el entrecejo. Aquella criatura era capaz de consumir una cantidad de comida igual a la mitad de su peso y hacía cuatro días que no comía. ¿Estaría enferma? ¿Funcionaría debidamente la entrada de aire? ¿Qué diablos estaba ocurriendo?
Volvió a su silla y se sentó como antes, con los brazos doblados en el respaldo y la barbilla reposando en el dorso de la mano izquierda. La criatura lo observaba con unos ojos que ahora parecían casi humanos. Su rostro en estos momentos había perdido mucha de su identidad de roedor y había adquirido unos rasgos que se aproximaban mucho a los humanos. Aquel cuerpo parecido a un saco que tanto recordaba al de una sanguijuela se había alargado, había perdido su coloración oscura y todas las rugosidades que lo cubrían. Le estaban saliendo piernas… y brazos… ¿y eso otro?, ¿eran pechos?
—¿Cómo? —murmuró Agursky, apretando los clientes—. ¿Qué…?
El miembro espurio con el que solía examinar las piedras se había encogido y retirado en la enorme masa del cuerpo. Era un cuerpo prácticamente humano, por lo menos en cuanto a su forma. Ahora parecía una muchacha e incluso tenía la cabellera de una muchacha. Sin embargo, en la cabeza de la criatura, aquella mata de pelo era áspera y sin brillo, como la falsa cabellera de una muñeca barata. Los pechos eran meros bultos sin pezones, como pálidos amasijos de carne pegados al tórax de un hombre. Las dimensiones tampoco correspondían a la realidad, puesto que tenía unas dimensiones semejantes a las de un perro grande, lo que sólo podía equivaler a una mujer muy bajita.
A medida que iban pasando los minutos, la expresión del rostro de Agursky iba reflejando el asco que le inspiraba aquel ser. Estaba intentando parecerse a una mujer, pero sólo se convertía en una imitación que parecía una pesadilla. Las manos ahora adquirían la forma de meros apéndices que se asemejaban a las manos humanas, si bien los dedos, excesivamente delgados, tenían unas uñas extremadamente largas y eran de un color rojo brillante. Lo peor de todo era que los pies también eran manos. Aquella criatura no sabía distinguir. En este punto, el rostro idiota y bobalicón de la cosa sonrió a Agursky y súbitamente recordó dónde había visto antes aquella sonrisa.
¡Eran la cara y la sonrisa, e incluso el cabello, de aquella mujerzuela sedienta de sexo que se llamaba Klara Orlova, una científica especializada en física teórica, larguirucha como una escoba, que estaba fascinada por la criatura y que, de vez en cuando, la visitaba para poder admirarla! La cosa había visto su cara, sus manos de uñas pintadas, las redondeces de su busto, que se cubría con una blusa desabotonada hasta bastante abajo para dar dentera a los soldados… Pero la cosa no sabía nada de pezones, ni tampoco le había visto los pies, por lo que había dado por sentado que tenían que ser igual que las manos.
Agursky se contuvo: no, no por esto iba a atribuirle inteligencia, puesto que ya sabía que no se trataba de un ser especialmente despierto. Su mímica era como un parloteo sin sentido, aunque parecido al humano, como el del loro, o como el mono que se pone gafas para «leer» un libro. De hecho, ni siquiera era eso, ya que en ese caso se trataba de puro instinto. Era como el cambio de color del camaleón o, mejor aún, el control de color del camaleón más la elasticidad del pulpo.
Mientras pensaba en esto, se fijó en que la cosa había limado ciertas imperfecciones. La tonalidad de la piel era mucho más normal, como también el arco de la boca que parecía pintada. Pese a todo, la nariz seguía siendo fea y extraña, cubierta de rugosidades, de circunvoluciones temblorosas… En su ambiente natural (dondequiera que se encontrase), su sentido del olfato constituía el instrumento más importante para asegurar su supervivencia; cambiar la forma de aquel órgano equivaldría a degradar drásticamente su función. En cualquier caso, la imagen final que presentaba, aunque resultase errónea y grotesca, ¿tenía algo de tentadora?
¿Pero de qué tentación se trataba?
Súbitamente Agursky se sintió indignado. ¿Acaso aquella maldita sabandija devoradora de carne se había propuesto seducirlo?
—¡Condenada! ¡Eso es!, ¿verdad? —exclamó poniéndose de pie—. Estás al corriente de la diferencia que existe entre nosotros… o por lo menos la intuyes. ¡Y te gustaría sacar partido de ella! Te figuras que me mostraría más condescendiente con mi extraña putita chupadora de sangre si se me antojaba hacer el amor con ella, ¿verdad? Pues mira… ¡te has equivocado de hombre!
Igual que un gato juguetón, la cosa se tumbó en el suelo, se colocó patas arriba e irguió sus pálidos e inútiles pechos como ofreciéndoselos. No tenía ombligo en el vientre, pero un poco más abajo del lugar que correspondía al ombligo había un tubo carnoso y palpitante que se prolongaba como una protuberancia y que seguramente equivalía a la idea que se hacía de la vulva de una mujer. Aquellas insinuaciones de carácter sexual pusieron a Agursky lívido de rabia. ¡La cosa estaba intentando seducirlo! Sacándose una tarjeta negra del bolsillo del guardapolvo, la mostró a la cosa, que seguía sonriéndole y haciendo muecas.
—¿Has visto esto, monstruosidad que ni siquiera conoces a tu madre? ¿Quieres bailar un ratito? Esto ya no te gusta tanto, ¿verdad?
Palabras, sólo palabras, y la criatura lo sabía. Sus ojos límpidos miraban a través del vidrio a uno y otro lado de la sala, pero Agursky no había traído consigo la caja de las sacudidas eléctricas. Se sentía impotente para dar realidad a sus amenazas.
Aquel potingue rojizo y gorgoteante seguía saliendo del tubo dispensador y amontonándose en el recipiente. El contenedor ya estaba casi lleno, pero la cosa parecía no sentirse tentada a iniciar el banquete. Pero ahora, mientras Agursky, tembloroso, volvía a ocupar su asiento, un río de la papilla escarlata salió del montón de carne y, describiendo un camino en zigzag, llegó hasta el lugar donde se encontraba la criatura y le tocó el costado. La metamorfosis que se operó en ella fue instantánea.
Torció el cuello en un ángulo imposible para que su rostro casi humano pudiera ver la sangre que sentía resbalar por su costado. Nuevamente volvió el rostro y entonces Agursky pudo observar que sus ojos habían adquirido la coloración de la sangre que acababa de mirar. Aquellos ojos parecían escupir fuego. Aquella grotesca imitación de una cara comenzó a desleírse y a cobrar otras características, otra forma. La boca se ensanchó hasta abarcar casi la cara entera, se abrió desmesuradamente para mostrar su cavernosa abertura en la que se alineaban unos dientes curvados y finos como agujas y donde había una garganta roja que llegaba hasta allí donde Agursky podía mirar. En ella vibraba la lengua bífida de una serpiente, cuyas puntas entraban y salían a través de los labios ensangrentados de la cosa.
—¡Así me gusta! —exclamó Agursky, con la impresión de haber conseguido una victoria—. Como te ha fallado el plan, muéstrate como eres en realidad.
El contacto con aquella pulpa enrojecida y sanguinolenta despertó el hambre de la cosa y le arrancó la máscara del rostro. Cuando se encontraba frente a necesidades urgentes, se sentía incapaz de llevar adelante el engaño. Salvo que… a pesar de todo el tiempo que había pasado con aquella criatura, Agursky jamás había tenido ocasión de verla como ahora. Su comida estaba allí y aquella cosa que había venido del otro lado de la Puerta lo sabía, pero se había despertado algo más que hambre y sed de sangre. Nuevamente el científico se preguntó si estaría enferma, si estaría sufriendo. Y si era así, ¿qué le pasaba?
Como si la vibración de la lengua no hubiera sido más que el comienzo, el catalizador, ahora todo el cuerpo empezaba a temblar. La palidez humana de su protoplasma —ya que a Agursky le costaba pensar que aquella cosa tenía un cuerpo de carne— estaba adquiriendo un tono pizarroso, como leproso, mientras por todas partes le aparecían mechones de pelo áspero. Sus miembros iban retrayéndose, volvían a formar parte de su masa y en la totalidad de la misma se notaban vibraciones regulares, sísmicas, espasmódicas.
Al contemplar aquella escena —fascinado contra su voluntad hasta el punto de no poder apartar de ella los ojos— los labios de Agursky se retrajeron de sus dientes amarillentos en una silenciosa mueca de asco. ¡Dios santo! Aquella cosa parecía una inmensa y morbosa placenta… una placenta con cabeza.
Pero los ojos carmesíes seguían clavados en él y, como a él le resultaba imposible dejar de observarla, vio que la cosa arrollaba para atrás su lengua bífida hasta retirarla al fondo de la garganta. Sus espasmos se convirtieron en arcadas hasta que, finalmente, la criatura expulsó nuevamente la lengua y la hizo visible. En equilibrio sobre las puntas ligeramente curvadas hacia arriba de su lengua había una esfera temblorosa, parecida a una perla de empañado brillo, más o menos del tamaño de una canica.
Agursky se levantó al momento, se acercó al recipiente, se agachó y se quedó mirando el extraño objeto en forma de bola, aparentemente dura, que la criatura sostenía con la lengua. Fuera lo que fuese, era algo vivo. Su superficie estaba recubierta de una película perlácea, si bien a Agursky le pareció ver varias hileras de cilios que aleteaban en torno a su superficie, haciendo girar verticalmente la esfera sobre su eje, tal como se encontraba depositada sobre la lengua.
—¿Y ahora qué…? —comenzó a decir.
Pero en aquel mismo momento la criatura echó la cabeza hacia adelante, su lengua se desdobló y proyectó la esfera perlácea directamente a la cara del científico.
Agursky retrocedió automáticamente y se alejó. La reacción era ridicula, ya que la criatura no podía hacerle ningún daño mientras el grueso vidrio siguiese separándolos. Allí era donde había ido a parar aquel objeto reluciente y donde se había quedado, aplastado contra el cristal. Pero aunque Agursky se levantó y se sacudió nerviosamente la ropa, pudo darse cuenta de que la esfera se movía.
Se deslizaba por la pared interna del recipiente y durante un breve espacio de tiempo descansó sobre la arena y las piedras cubiertas de sangre. Recobró su forma esférica y se quedó flotando como una burbuja sobre la película que se había formado en la sangre. Después, ayudándose con sus miríadas de aleteantes cilios, se dio impulso y siguió con celeridad la corriente hasta su origen, situado debajo del tubo dispensador. A continuación ocurrió un hecho sorprendente.
Como una pelota de ping-pong que se encaramara por un surtidor, aquel esferoide subió por el último goterón sanguinolento que salía del tubo y desapareció en su interior. Con el entrecejo fruncido y la boca ligeramente entreabierta, Agursky se acercó a la parte del recipiente. Las válvulas seguían abiertas, naturalmente, y pensó que habría sido formidable poder aislar aquella cosa… ¿tal vez un parásito? ¿Era eso en realidad? ¿Era un organismo parasitario instalado en el cuerpo de otro ser? Quizá, pero…
Agursky sentía bullir en la cabeza toda suerte de ideas y de palabras. El mismo había comparado a la criatura con una placenta unos momentos antes de que expulsara aquello. A lo mejor no había estado tan desencaminado al hacer aquella comparación. Daba la impresión de que la criatura experimentaba una especie de cataplasia, una reversión de sus células y tejidos en dirección a una forma más primitiva, casi embrionaria. Placenta, cataplasia, embrión… ¿protoplasma?
¿Huevo?
Agursky cerró las válvulas y desconectó la bomba, empujó el carretón para acercarlo y levantó la pesada tapadera del contenedor de alimento. En el interior, en el fondo del contenedor y exactamente en el centro, flotando sobre una capa de sangre entre grumos de cartílagos sanguinolentos y restos imposibles de identificar, la esfera perlácea rodó con un movimiento casi imperceptible de los cilios. Agursky clavó en ella los ojos y movió la cabeza con aire desorientado.
En un momento de descuido, fascinado por lo que veía y olvidándose de lo que hacía, metió la mano en el contenedor y rozó con el índice de la mano derecha aquella cosa extraña. En el momento en que lo hacía tuvo conciencia de lo desatinado de su proceder, pero ya era demasiado tarde para rectificar.
El esferoide se volvió rojo como la sangre en el mismísimo instante y subió por la mano del hombre introduciéndose debajo del puño de su bata blanca de laboratorio. Agursky lanzó un grito de angustia, se enderezó retrocediendo, como tratando de apartarse del carrito. Sentía que el esferoide, un cuerpo extrañamente húmedo, le iba subiendo por el antebrazo, se trasladaba rápidamente hacia arriba y llegaba al hombro. No había tardado nada en llegarle al cuello y en asomar por debajo de la camisa. Pegando saltos como si hubiera enloquecido, comenzó a lanzar imprecaciones y a tratar de sacudirse de encima aquello y, al sentir la humedad en la palma de la mano, creyó por un instante que lo había aplastado. Pero en seguida se dio cuenta de que lo tenía en la nuca.
¡Allí era exactamente donde aquello quería estar! El huevo vampiro penetró como azogue a través de la piel de Agursky y se instaló en su columna vertebral.
Sintió un dolor fuerte en el cuerpo, en los miembros y en el cerebro. Presa de una reacción extraña, como si acabara de tocar un cable por el que pasara la corriente, se puso a saltar como un loco. Se dio un golpe contra la pared, se alejó de ella mareado y tambaleándose y al final cayó de rodillas. Como pudo, se esforzó por ponerse de pie y atravesó la habitación inmerso en un mar de dolor. Tenía que hacer algo, pero aquello era odioso… intolerable…
Sentía en su cerebro como rojos cohetes que estallaban y se lo cauterizaban. Alguien o algo estaba echando gota a gota un ácido en sus terminaciones nerviosas, que sentía en carne viva como si se las acabaran de sajar. Agursky lanzó un grito y, mientras el mundo entero se tornaba carmesí, descubrió la única salvación posible: el negro botón de alarma metido en la caja de vidrio con marco rojo que tenía en la pared.
Aunque sintió que iba a desmayarse, todavía pudo reunir la fuerza suficiente para abrir de un puñetazo la caja de vidrio…