Capítulo 3

El Perchorsk Projekt

El vasto complejo construido en la base de la montaña situada en el fondo del barranco de Perchorsk sólo producía cierto grado de orgullo ruso a Chingiz Khuv acompañando a Michael J. Simmons en una visita de inspección, si bien Khuv no dejaba de sentir respeto por el considerable talento que poseía Jazz para destruir. Durante el paseo, el agente británico estaba literalmente metido en una especie de camisa de fuerza que lo inutilizaba de cintura para arriba y, por si fuera poco, Karl Vyotsky estuvo presente todo el tiempo, como arrogante guardaespaldas de su jefe de la KGB.

—Échele las culpas a la laguna que tenemos en la tecnología en caso de que tenga que contar con un chivo expiatorio —dijo Khuv al agente británico—. Los norteamericanos, con sus microchips, sus satélites espías, sus complicados e inteligentes sistemas electrónicos de escucha… Me refiero a que ¿dónde está la seguridad si pueden escuchar cualquier llamada telefónica que se haga en este amplio mundo? Y éstas no son más que unas pocas de las muchas maneras mediante las cuales se puede obtener información. El arte de espiar —y dirigió una mirada de soslayo a Jazz, aunque sin hostilidad ninguna— adopta una gran cantidad de formas e involucra a algunos formidables e incluso diría aterradores talentos. Me refiero a ambos bandos, el Este y el Oeste por igual. Una gran tecnología por un lado y lo sobrenatural por otro.

—¿Lo sobrenatural? —dijo Jazz levantando las cejas y con aire interrogativo—. A mí el Perchorsk Projekt me parece una cosa que no tiene nada de sobrenatural. Y, por otra parte, siento decir que no creo mucho en los fantasmas.

Khuv sonrió y asintió con la cabeza.

—Lo sé —dijo—, lo sé. Ya hemos hablado de esas cosas. ¿O es que no lo recuerda?

Jazz se quedó en suspenso y frunció el entrecejo. Ahora que se detenía a pensarlo, sí lo recordaba. Había formado parte de los interrogatorios, si bien entonces no le prestó demasiada atención. En realidad, se figuraba que el funcionario le estaba tomando el pelo. Eso de preguntarle si sabía algo de INTESP o de la Rama-E, que se servían de la percepción extrasensorial como instrumento de espionaje… De hecho, las iniciales ESP[6] eran las primeras letras de la palabra espionaje. De todos modos, Jazz no sabía absolutamente nada de esto y, probablemente, de haberlo sabido, tampoco lo habría creído.

—Si lo de la telepatía fuera verdad —dijo a Khuv—, no habrían tenido necesidad de enviarme a mí, ¿no cree? La verdad es que ya no habría secretos.

—Exactamente, exactamente —respondió Khuv después de una pausa momentánea—. En otro tiempo yo pensaba lo mismo. Y como usted acaba de indicar, todo esto —y al mismo tiempo hizo un gesto amplio con el brazo— no tiene nada de sobrenatural.

«Todo esto» era el gimnasio donde, durante la última semana, Jazz había estado poniéndose en forma después de los quince días que había pasado tumbado boca arriba. El que le hubieran sonsacado tan fácilmente todo lo que sabía no encajaba muy bien con su manera de ser. Ahora, mientras se paraban un momento para dejar que Karl Vyotsky se sacara el jersey y trabajara unos minutos con las pesas, Jazz pensó que también él personalmente habría hecho con gusto unas cuantas preguntas que le interesaban.

Estaba completamente seguro de que, cualesquiera que fueran las preguntas que le hiciera a éste, se las contestaría de manera directa y sincera. En este aspecto el comandante de la KGB era totalmente accesible. Por otra parte, ¿por qué no había de mostrarse franco con él? No tenía nada que perder. Sabía que no saldría de este sitio nunca más en la vida. De esto se había podido dar cuenta enseguida. Por lo menos esto es lo que ellos se figuraban.

—Usted me sorprende —dijo— quejándose de la pericia de los norteamericanos. Se supone que yo estoy a prueba de lavados de cerebro en un setenta y cinco por ciento, pero usted se las arregló para sacarme el tapón y canté como el primero. No ha habido torturas ni amenazas y además soy resistente al pentotal… La verdad es que me ha sido imposible mantener cerrada la boca. ¿Cómo lo ha conseguido?

Khuv clavó los ojos en él y volvió a observar a Vyotsky, que estaba manejando pesas como si fueran papier-mâché. Jazz también observaba a Vyotsky.

El subordinado de Khuv era un hombre corpulento: alrededor de metro noventa y más de noventa kilos, todo músculos. Parecía que no tenía cuello y un tórax que era como un cañón montado en la cintura. Por debajo de los pantalones de un azul claro se le notaban los muslos, turgentes y prietos. Sentía los ojos de Jazz fijos en él y por detrás de su negra barba asomaba una sonrisa, mientras hacía ostentación de unos bíceps que habrían avergonzado a un oso.

—¿Te gustaría trabajar conmigo, británico?

El hombre terminó sus ejercicios y ahora soltó las pesas, que retumbaron al caer al suelo.

—¿En un ring y sin guantes, quizá?

—No tienes más que decir una palabra, Iván —respondió Jazz con una media sonrisa y bajando la voz—. ¿No recuerdas que te debo dos muelas?

Vyotsky le mostró las suyas, pero esta vez no con una sonrisa, y le puso el jersey. Khuv se volvió a Jazz y dijo:

—No se arriesgue con Karl, amigo. Le gana por diez kilos de más y por diez años de experiencia, aparte de que tiene costumbres muy feas. Cuando lo atrapó en la montaña, le arrancó dos muelas, de acuerdo, pero puede creerme si le digo que tuvo una suerte loca, porque lo que habría querido arrancarle hubiera sido la cabeza. Y es posible que lo hubiera hecho, y con poco esfuerzo, además. Incluso yo habría podido dejar que lo hiciera, aunque habría sido un despilfarro inútil y ya hemos despilfarrado bastante aquí.

Volvieron a ponerse en marcha, atravesaron el gimnasio y entraron en una sala con una pequeña piscina. No estaba embaldosada y había sido construida dinamitando el lecho de roca sobre una falla natural. El techo irregular y veteado era aquí un poco más alto. Había varios miembros del personal del Projekt nadando en el agua caliente de la piscina; la sala se llenaba de ecos al chocar la carne contra el plástico, mientras dos mujeres jugaban a la pelota. Un hombre delgado y de cabello ralo practicaba el lanzamiento de cuchillos desde un trampolín.

—En cuanto al interrogatorio al que ha sido sometido —dijo Khuv encogiéndose de hombros—, le diré que hay técnicas y técnicas. Occidente tiene sus artilugios miniatura, su soberbia electrónica, nosotros tenemos nuestros…

—¿Químicos búlgaros? —le interrumpió Jazz.

La franja embaldosada al borde de la piscina estaba húmeda y resbaladiza. Jazz patinó, pero Vyotsky lo cogió con fuerza por el brazo y evitó su caída. Jazz lanzó una imprecación en voz baja.

—¿Saben lo incómodo que es tener que caminar con esto encima?

Se refería a la camisa de fuerza.

—Es una precaución necesaria —dijo Khuv—. Lo siento, pero es mejor así. La mayoría de los que están aquí no van armados. Son hombres de ciencia, no soldados. Los soldados guardan las entradas del Projekt, naturalmente, pero sus cuarteles están en otra parte; no lejos de aquí, pero no aquí. Sin embargo, aquí también hay algunos soldados, como podrá comprobar, lo que pasa es que son especialistas. Así es que, si usted anduviera suelto por ahí… —nuevamente volvió a encogerse de hombros—… podría hacer mucho daño antes de que se encontrara con un tipo como Karl.

Al llegar al extremo de la piscina, pasaron por otra puerta y accedieron a un pasadizo que describía una curva suave que Jazz reconoció como el perímetro. Así era como lo llamaban: «el perímetro», un túnel revestido de metal con el pavimento de goma que rodeaba todo el complejo aproximadamente a nivel medio. Desde el perímetro, unas puertas conducían al interior de las diferentes zonas del Projekt. Todavía había algunas puertas que Jazz no había atravesado y que eran las que requerían medidas especiales de seguridad. Había visitado las zonas donde se hacía vida —el hospital, las salas de recreo, el comedor y algunos de los laboratorios—, pero no había visto la máquina propiamente dicha, suponiendo que existiera semejante bestia. Khuv le había prometido, sin embargo, que hoy visitaría «las entrañas» de aquel lugar.

Khuv iba delante, seguido de Jazz y de Vyotsky, que cerraba la comitiva. A su alrededor circulaba gente que iba y venía, ataviada con batas de laboratorio o con monos. Algunos llevaban blocs o notas en la mano; otros, piezas de maquinaria o instrumentos. Aquel sitio habría podido ser una fábrica de alta tecnología de cualquier lugar del mundo. Seguido de Jazz y de su escolta, Khuv dijo:

—En cuanto a lo que me ha preguntado sobre su interrogatorio, he de decirle que tiene razón en lo de nuestros amigos, los búlgaros. Hay que reconocer que están muy dotados para preparar poderosos brebajes… y que conste que no me estoy refiriendo únicamente al vino. Las pildoras eran para provocarle dolor, para desencadenarle calambres en los músculos y para potenciar su sensibilidad. Las inyecciones eran en parte el suero de la verdad y en parte sedantes. Sus efectos consisten en conseguir que la persona sea susceptible a las sugestiones que se le hacen. No sirven tanto para conseguir que no se resista como para hacerlo más propenso a creerse todo lo que se le diga. El encargado de hacerle los interrogatorios no sólo habla muy bien el inglés, sino que además es un psicólogo de primera clase. Así que no se eche las culpas si acabó cediendo, porque la verdad es que no tenía más opción que ésa. Usted se figuraba que estaba entre los suyos y que no hacía otra cosa que cumplir con su deber.

Jazz se limitó a gruñir por toda respuesta. Su rostro no reflejaba emoción alguna, pues así era como había aprendido a mantenerse desde que descubrió que había sido engañado.

—Por supuesto —continuó Khuv— que sus «químicos» británicos también son listos. Fíjese en la artimaña de la cápsula que guardaba usted en la boca. Aquí en el Projekt no hemos podido analizarla. Aunque esto no tiene por qué sorprender a nadie, ya que aquí no disponemos de todo lo necesario para hacer análisis…, no es ésta la finalidad del Perchorsk Projekt. Con todo, por lo menos hemos podido llegar a la conclusión de que la minúscula cápsula que llevaba en la muela contenía una sustancia extraordinariamente compleja. Por esto la enviamos a Moscú. ¡Quién sabe! A lo mejor contiene alguna cosa que nos pueda ser útil.

Mientras hablaba con Jazz, Khuv no paraba de volverse para mirarlo, repasándolo constantemente de arriba abajo, como hiciera las semanas pasadas. Lo único que veía en él era a un hombre de no más de treinta años sobre cuyos hombros los jefes de los servicios secretos de Occidente habían cargado una pesada responsabilidad. Y pese a toda la preparación de Simmons, pese a su forma física y mental, era un hombre inexperto. Sin embargo, se planteaba una vez más la pregunta, ¿hasta qué punto puede ser «experto» un agente activo del Servicio Secreto? Cada misión era como una moneda echada al aire: si salía cara, ganabas; si salía cruz… a lo mejor perdías la cabeza. O, como habría podido decir el propio agente británico, era como un juego de la ruleta rusa.

Pese a toda la experiencia de Simmons en muchos otros campos, se trataba de facultades aplicables únicamente en teoría, pero que aún no había puesto a prueba en situación de «combate», pues la verdad es que en la primera misión los dados le fueron adversos, el cilindro se puso en su sitio y la bala salió directamente hacia el blanco. Desgraciadamente para Michael J. Simmons, pero afortunadamente para Chingiz Khuv.

Una vez más, los ojos oscuros y fulgurantes del comandante de la KGB se posaron en Simmons. El inglés tenía una talla superior al metro ochenta, un par o tres de centímetros menos que Khuv. Mientras se dedicó a maderero se dejó crecer una barba roja que armonizaba con su mata desgreñada de pelos. Ahora ya no la llevaba, por lo que quedaba al descubierto su mandíbula cuadrada y sus mejillas ligeramente hundidas. Estaba algo flaco, ya que, al parecer, a los británicos les gustaba que sus agentes tuvieran un cierto aire famélico. Los gordos no corren tanto como los delgados, y son mucho más vulnerables a las balas.

Pese a su juventud, la frente de Simmons estaba profundamente marcada por las arrugas, debido a que tenía la costumbre de adoptar una expresión de enfurruñamiento; no se trataba únicamente de sus actuales circunstancias, sino que habitualmente tampoco parecía un hombre particularmente feliz ni que lo hubiera sido en ningún momento de su vida. Tenía los ojos profundos, grises y penetrantes, y la dentadura (descontando las muelas que Karl le había arrancado) en buenas condiciones, fuerte, cuadrada y blanca; en cuanto a su grueso cuello, llevaba colgada de él una crucecita sencilla que pendía de una cadena de plata, única joya con la que se adornaba. Tenía manos fuertes, pese a ser largas y finas, y unos brazos quizás excesivamente largos que le prestaban un aspecto un poco desgarbado y torpe. Khuv, sin embargo, sabía que las apariencias pueden ser engañosas y que Simmons era un atleta bien dotado y con un cerebro de primera clase.

Llegaron a una zona del perímetro que Jazz no había visto con anterioridad. Aquí había muchas menos idas y venidas del personal y, así que los tres doblaron la curva del largo pasillo, apareció una puerta de seguridad que lo cortaba por completo. Cerca de dicha puerta el techo y las paredes estaban tiznados de negro, como por efecto de un incendio, y en la pintura se apreciaban grandes ampollas. En el sitio más próximo a la puerta daba la impresión de que la roca del techo se había fundido, que se había licuado igual que cera y solidificado después sobre el frío metal de las paredes artificiales. Las piezas de goma que cubrían el suelo se habían quemado hasta la misma plancha abombada de metal que tenían debajo. Resultaba un poco paradójico que en un estante de la pared exterior hubiera un lanzallamas del ejército ruso, afianzado con una abrazadera. En un sitio como aquél Jazz habría podido esperar que hubiera un extintor, no un lanzallamas. Tomó nota mentalmente del hecho para hacer la pregunta más tarde y de momento preguntó:

—En cuanto al incidente de Perchorsk…

Y se quedó observando a Khuv para ver cuál era su reacción.

—Sí, tiene usted razón.

Sin embargo, la expresión del rostro del ruso no varió ni un ápice y se limitó a mirar a Jazz a los ojos.

—Ahora vamos a sacarle la camisa de fuerza. La razón es muy sencilla: en los niveles más bajos va a necesitar libertad de movimientos. No quiero que se caiga y se haga daño. De todos modos, si intenta hacer alguna locura, Karl tiene mi permiso…, mejor dicho, tiene instrucciones concretas para atacarlo seriamente. Debo decirle igualmente que si usted se perdiera por aquí, podría encontrarse en una zona de elevada radiactividad. Es posible que alguna vez descontaminemos todas las zonas peligrosas, pero no es probable que lo hagamos. ¿Para qué, si no pensamos volver a frecuentar dichas zonas? Así es que, según el tiempo que usted tardara en rendirse o el tiempo que tardáramos nosotros en desalojarlo, no hay duda de que el perjuicio para su salud sería más o menos considerable… e incluso podría ser fatal. ¿Lo ha entendido?

Jazz movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¿De veras se figura que soy tan estúpido como para huir corriendo? ¿Adónde quiere que vaya? ¡Por el amor de Dios!

—Como ya le he dicho —le recordó Khuv, mientras Vyotsky le desataba las correas de la camisa de fuerza—, no nos preocupa demasiado que trate de escapar. Sería un puro suicidio y usted ahora ya no tiene razones para querer morir, suponiendo que las haya tenido alguna vez. Lo que nos preocupa es el daño que podría hacer, quizás incluso un sabotaje a gran escala. Y esto podría tener consecuencias muy graves no sólo para las personas que están aquí, sino para el mundo entero.

Por primera vez se mudó la expresión de Jazz: torció la boca para sonreír y en vez de una expresión humorística le salió una risita irónica.

—¿No se está poniendo un poco melodramático, camarada? Me parece que ha visto demasiadas películas decadentes de James Bond.

—¿Eso cree usted? —dijo Khuv, con sus ojos ligeramente oblicuos, que se empequeñecieron un poco más y se volvieron mucho más brillantes—. ¿En serio lo cree usted?

Sacó una llave del bolsillo y se volvió hacia la pesada puerta de metal. Estaba provista de una cerradura, colocada en el centro de una rueda de mano, como las que sirven para cerrar las cámaras acorazadas de los bancos. Cuando introdujo la llave, la rueda giró un cuarto de círculo y los bordes de la puerta se separaron con un crujido. Khuv dio un paso atrás. Alguien se acercaba por el otro lado.

La puerta se abrió completamente hacia los tres, que se habían quedado esperando, y asomaron por ella un grupo de técnicos y dos hombres vestidos con impecables trajes de calle. Uno de ellos era gordo, alegre, jovial: un visitante importante de Moscú. El otro, de aspecto mas grave, bajo y delgado, tenía el rostro cubierto de cicatrices y la mitad izquierda y el cráneo de piel amarillenta surcada de venas, estaban totalmente desprovistos de pelo. Jazz lo había visto con anterioridad: era Viktor Luchov, director del Perchorsk Projekt y uno de los supervivientes de los incidentes de Perchorsk uno y dos.

Khuv y los dos hombres intercambiaron breves saludos, después toda la comitiva prosiguió su camino. Jazz y sus acompañantes atravesaron la puerta y Khuv la cerró al pasar.

El complejo, al otro lado de la puerta, tenía un aspecto completamente diferente. Comparados con los desperfectos de esta zona, los del otro lado eran superficiales. Jazz lo contempló todo con ojos muy abiertos y trató de encontrar un sentido a todo aquel caos. En todas partes se evidenciaban los efectos del espantoso calor que allí se había desarrollado: los montantes estaban ennegrecidos y en algunos puntos estaban consumidos por el calor; las losas del suelo faltaban completamente y habían sido sustituidas por tablones de madera; la cara de la pared rocosa exterior —literalmente, la propia montaña— estaba completamente negra, deslucida y llena de bultos, como cubierta por una capa de lava que hubiera quedado detenida en su curso. Una silla o una mesa de metal —habría sido difícil decir de qué se trataba— y un armario de acero eran chatarra retorcida que parecía surgir de un nódulo de lava, fundido a su vez y adherido a la pared, y por encima de él se veía un tronco cilindrico de unos tres metros y medio de diámetro, incrustado en la roca según un ángulo de cuarenta y cinco grados, por cuya abertura era visible la lava que en parte se había derramado.

Jazz observó la oscura abertura de aquel cilindro y se preguntó cómo lo habrían cortado y dónde iría a parar. Levantó una mano para tocar el costado del borde, lugar por donde el cilindro se abría al corredor. La roca era fina como el cristal, no rugosa como el material volcánico que había salido por la boca del cilindro… Dándose cuenta de que Khuv lo estaba observando, Jazz le dirigió una mirada que era toda una interpelación.

—Me han dicho que tenía una sección transversal cuadrada, con lados de algo menos de dos metros —informó Khuv—. Y que estaba forrado con un espejo perfecto, constituido por un vidrio de muy alta densidad sobre cerámica opaca, lo que produce casi un ciento por ciento de poder reflectante. Después de lo que usted ha llamado el incidente de Perchorsk, esto fue todo lo que quedó del cilindro. Supongo que en este caso usted podría decir que esto pasó por querer meter un clavo redondo por un agujero cuadrado, ¿verdad?

Y antes de que Jazz pudiera contestar, siguió:

—Por supuesto que yo no me encontraba cuando sucedió. Comprenderá, Michael, que yo tengo mi trabajo. Supongo que me perdona la familiaridad, ¿verdad? Trabajo en una rama de los servicios haciendo algo que usted encontraría absolutamente increíble. Se trata de la Rama-E, acerca de la cual ya hemos hablado.

Jazz no dijo nada y continuó mirando a su alrededor, tratando de hacerse cargo de todo cuanto veía y oía. No sabía de qué podía servirle, pero formaba parte de su manera de trabajar.

—Sí, Michael, la Rama-E —prosiguió Khuv—. Ustedes, los ingleses, también tienen una Rama-E, usted lo sabe perfectamente, razón por la cual nosotros teníamos tanto interés en averiguar si usted era miembro de la organización. En caso de que usted lo hubiera sido —dijo encogiéndose de hombros—, nos habríamos visto obligados a eliminarlo desde el primer momento.

Jazz, como tenía por costumbre, enarcó las cejas.

—Sí, naturalmente —prosiguió Khuv como si sus palabras no tuvieran ninguna importancia—, porque no habríamos podido permitir que transmitiera al mundo exterior, ni por vía telepática ni a través de ningún otro medio, lo que usted pudiera saber de este sitio. Podía ser peligrosísimo, hasta el punto de desencadenar incluso una tercera guerra mundial.

—¡Más melodrama! —murmuró Jazz.

Khuv exhaló un profundo suspiro.

—Acabará por entenderlo —dijo—, pero primero busque un sitio donde sentarse un momento y yo le contaré todo cuanto ha venido a descubrir aquí. Debe darse cuenta de que lo que yo quiero es que lo entienda todo. Más adelante sabrá por qué.

Khuv se encaramó a un saliente de la roca negra, mientras Jazz encontraba asiento en uno de los lados del armario de acero, por la parte que salía del nódulo de lava. Vyotsky se quedó de pie, sin decir nada, ocupado simplemente en mirar. La instalación de aire acondicionado del Projekt susurraba débilmente pero, aparte de esto y de la voz de Khuv, todo estaba en silencio. Khuv hablaba en voz muy baja y el efecto era pavoroso. Era como un murmullo que resonara en una extraña bóveda enterrada en grandes profundidades.

—Tiene que echar la culpa de todo lo que ve aquí al escenario del SDI o Guerra de las Galaxias de los Estados Unidos —empezó—. Por supuesto que no se había pensado en estas expresiones en aquel entonces, pero es evidente que la idea ya estaba presente. Nosotros lo sabíamos por las fuentes normales usadas por los servicios secretos. En cuanto al Perchorsk Projekt era poca cosa más que una teoría ingeniosa hasta que Norteamérica empezó a soñar en su iniciativa de defensa espacial. Pero después de esto fue la historia de siempre: era preciso que contásemos con un sistema defensivo todavía mejor. Si hay que tener bombas más grandes y mejores, lo mismo ocurre con los sistemas de defensa. Si la Guerra de las Galaxias podía significar la pérdida del noventa y cinco por ciento de nuestra capacidad nuclear, nosotros debíamos tener algo que destruyese totalmente la capacidad de ataque de Occidente.

»Perchorsk sería el primer paso, el campo de pruebas. De haber surtido efecto, se habrían podido instalar construcciones similares a todo lo largo de las fronteras de Rusia. Es posible que los países satélites tuvieran que valerse por sí mismos en un futuro holocausto, pero el corazón del pueblo soviético debía quedar incólume. ¡Totalmente incólume! ¿Me ha seguido hasta aquí?

Jazz inclinó la cabeza a un lado.

—Me está diciendo que esto no fue concebido como una arma, ¿no es eso? —dijo echando una mirada a su alrededor.

—Exactamente —dijo Khuv y asintiendo con la cabeza—, esto tenía que ser exactamente lo contrario de una arma: un escudo, un paraguas impenetrable colocado sobre la cabeza de la Unión Soviética. ¡Ah! Ya me estoy dando cuenta de que la cosa le interesa. Por fin parece que nos animamos un poquito. ¿Quiere que continúe?

—Por supuesto —dijo Jazz enseguida—, prosiga.

Khuv reanudó el hilo de sus explicaciones.

—No me pregunte nada sobre la mecánica del asunto. Yo soy…, yo soy «un policía», no un físico. Franz Ayvaz era el cerebro y el motor de Perchorsk, Viktor Luchov era el segundo de a bordo. Ayvaz, como usted seguramente debe de saber, era el número uno en la aceleración de haces de partículas y en otros campos relacionados con éste. En sus años jóvenes fue un destacado pionero de la tecnología del láser; sus credenciales eran impecables y su teoría (por lo menos, sobre el papel) parecía ser exactamente lo que el personal de defensa estaba buscando. Un campo de fuerza con un propósito doble: destruir los proyectiles que llegaban y hacer totalmente inocua su capacidad nuclear.

»Así fue como nació el Perchorsk Projekt hace cinco años y aquí es donde murió tres años más tarde. Ayvaz murió con él y Luchov todavía sigue aquí reuniendo información, tratando de reconstruirlo y mirando de recuperar alguna cosa. En cuanto a lo que ocurrió exactamente…

»Lo que se supone que ocurrió fue esto. Había que generar un haz en lo más hondo, en los niveles más bajos. Allí era donde solía estar toda la maquinaria. Acelerado hasta los límites tolerables y excitado por el bombardeo atómico, se proyectaría a través de este cilindro como un láser enorme hacia el interior del barranco. Allí donde el cilindro surgía en dirección al barranco, un conjunto de espejos dividiría el haz en abanico y se proyectaría a través del cielo hacia el espacio. Iba a ser una prueba y nada más que una prueba. La primera de una serie.

»Por desgracia hubo un fallo en los motores que gobernaban el movimiento de los espejos exteriores. Se averiaron en la peor posición posible y en el peor momento posible. Los científicos que había aquí estuvieron sometidos a una gran tensión, su trabajo era apresurado y se realizaba en unas condiciones que no eran las mejores, no se habían incorporado una serie de mecanismos de protección automática. ¿Sabe qué ocurre, Michael, cuando uno obtura el cañón de una arma, la carga y aprieta el gatillo? ¡Vaya pregunta ridicula para hacérsela a un hombre experto en armas de fuego! Por supuesto que sabe qué pasa…

»Pues bien, esto es lo que sucedió aquí. Hubo una colosal expansión de retroceso. Se liberó una energía suficiente para llenar un arco de espacio que cubriría la zona comprendida entre Afganistán y la Tierra de Francisco José, pero esta energía quedó atrapada en el interior, encerrada en el cilindro y dirigida de nuevo a su fuente. Se produjo una terrible colisión de fuerzas, la generación instantánea de temperaturas increíbles y la materia situada en las proximidades inmediatas del rayo experimentó cambios radicales. Por supuesto que ésta es la explicación de un lego en la materia, de alguien que no sabe de técnica. Si quiere saber más cosas tendría que hablar con Luchov, pero le aseguro que no entendería ni jota. A no ser que dentro de usted haya muchísimas cosas que no hemos descubierto.

»Así es que esto fue el incidente de Perchorsk o "pi", según lo han bautizado los occidentales. Los estragos que usted ve aquí no son ni la centésima parte de la ruina que se produjo abajo, donde iremos dentro de un momento. En cuanto a pérdidas de vidas humanas, debo decir que el tributo fue terrible, Michael, aunque no tan terrible como el tributo que posiblemente tengamos todavía que pagar…

Con estas enigmáticas palabras resonando en sus oídos, Khuv se puso en pie de pronto.

—¡Vayamos abajo! —dijo con palabras entrecortadas, urgentes—, ¡enseguida! Bajaremos dos niveles más y quizás entonces estará en condiciones de darse cuenta de lo que ocurrió realmente.

Jazz se puso de pie y siguió adelante. Una vez más Vyotsky se puso a la cola para seguir recorriendo el perímetro; después, más abajo, y a través de unas escaleras de madera muy empinadas, hasta un lugar que parecía pertenecer al reino de la fantasía.

Con una mano en la barandilla, Jazz escrutaba los oscuros rincones de un gran desorden, un espantoso caos. En aquel lugar la iluminación era pobre, quizá deliberadamente, ya que era cierto que lo poco que se podía ver allí era, para calificarlo de alguna manera, desconcertante, por no decir aterrador. Atravesaron una maraña de plástico retorcido, piedras fundidas y chatarra, a ambos lados de la cual había unos túneles de sesenta a noventa centímetros de diámetro, sorprendentemente sólidos y finamente taladrados, que serpenteaban y ondeaban como galerías excavadas por gusanos a través de viejos maderos, sólo que éstos se abrían a través de la roca maciza y de las vigas arrugadas.

Por la cabeza del agente británico cruzó la idea de que algo, alguna fuerza impetuosa, había intentado conferir una cierta homogeneidad a aquel lugar, como si quisiese convertir en igual todo cuanto era diferente. O bien había tratado de deformarlo todo hasta el punto de hacerlo irreconocible. No era tanto que los diferentes materiales hubieran quedado fundidos por el calor y el fuego, sino que parecía que habían sido amasados, como cuando se juntan los ingredientes para hacer con ellos una pasta o como si un niño monstruoso hubiera amalgamado con sus manos plastilinas de diferentes colores.

—Todavía hay algo peor —dijo Khuv con voz tranquila, abriendo nuevamente el camino en dirección hacia un lugar situado más abajo—. Esos extraños túneles no han sido abiertos en el magma. Así es como Viktor Luchov llama a este amasijo de materia, un «magma». Esos túneles fueron «comidos» por la energía desprendida con la expansión de retroceso. No sé qué habría pasado si la instalación se hubiera encontrado en la superficie.

Las escaleras bajaban a un auténtico lecho de magma y sólo se interrumpían cuando llegaban a una pared vertical de roca maciza como la superficie de un acantilado. Aquí las maderas del suelo formaban un camino que giraba a la derecha en ángulo de noventa grados y corría paralelo al pie de la pared de roca que se erguía enhiesta. Debajo de los maderos, el suelo estaba lleno de caóticos baches y de irregularidades, puesto que los diferentes materiales se habían amalgamado de tal forma que resultaban irreconocibles. A través de esa masa petrificada de materiales terrenos, imposibles de reconocer, discurrían los canales irregulares, parecidos a galerías de gusanos, excavados por la energía, semejantes a las oquedades que abren en la roca los crustáceos marinos, aunque aquí a escala gigantesca.

—«Comidos» —dijo Jazz reflexionando sobre la palabra—. Usted ha dicho que estos agujeros estaban «comidos» en la materia, pero ¿comidos por qué cosa?

—¿Quizá sería mejor decir que fueron «convertidos»? —Khuv clavó en él los ojos—. Quizá se aproxima más a la realidad decir que el material fue convertido en energía, pero si tiene un poco de paciencia, le mostraré un ejemplo mucho más gráfico. Ahora no dirigimos al lugar donde estaba el reactor atómico. También fue comido… o, si lo prefiere, convertido.

—¿El reactor?

Al principio, el significado de las palabras de Khuv no se registraron en los confusos pensamientos de Jazz.

—Sí, el reactor atómico que era la principal fuente de energía del Projekt —le explicó el ruso—. El contragolpe se lo comió… esto es evidente. Y a lo que parece, después se comió a sí mismo.

Jazz habría podido también interrogarse sobre la frase, pero en aquel momento vio asomar a la izquierda del camino un enorme agujero, perfectamente circular, en la misma superficie negra de la pared de roca. Por aquel túnel salía luz que se dirigía en ángulo hacia abajo. Jazz no necesitó que le explicaran que aquello era una continuación del tronco del cilindro que había visto en el nivel superior, que una vez —y sólo una vez— había transportado un temible haz de energía al mundo exterior.

El camino giraba hacia la izquierda, se metía en la boca del cilindro y volvía a convertirse en escalera. La luz blanca y cegadora era dolorosa comparada con la relativa oscuridad de los dos niveles a través de los cuales había bajado el grupo. Enfrente y abajo, el extremo opuesto del cilindro era un disco blanco de refulgente brillo, con el borde inferior ennegrecido por la plataforma del camino. Jazz se protegió los ojos con la mano y observó a un joven soldado ruso de uniforme apoyado en la curvada pared. El hombre se puso firme al momento, se cuadró y dio una palmada a su rifle Kalashnikov en señal de saludo.

—¡Descanso! —dijo Khuv—. Necesitamos gafas.

El soldado apoyó el rifle en la pared y hurgó en un talego que llevaba colgado del hombro. Sacó tres pares de gafas de celofán de color con montura de cartón, parecidas a las gafas que Jazz había usado en alguna ocasión hacía mucho tiempo para contemplar las películas en tres dimensiones.

—Es por la luz —explicó Khuv, pese a que no había necesidad de explicación— te podría dejar ciego cuando no estás acostumbrado.

Se puso las gafas.

Jazz lo imitó y siguió a Khuv por las escaleras construidas a lo largo del tronco cilindrico, fino como el cristal. Desde atrás llegó el estrépito del rifle al caer cuando el soldado se disponía a cogerlo, a lo que la voz ronca y amenazadora de Karl Vyotsky reaccionó espetándole con voz sibilante:

—¡Idiota! ¡Imbécil! ¿Tienes ganas de pasarte todas las noches de un mes haciendo guardias?

—¡No, señor! —dijo el soldado con voz jadeante—. Lo siento, señor. Ha resbalado.

—Tienes motivos sobrados para sentirlo —le gritó Vyotsky con aspereza—, y no sólo por el rifle. ¿Para qué demonios te crees que estás aquí? Pues te lo diré: para revisar pases. ¡Para eso! ¿Conoces a ese hombre de ahí delante, me conoces a mí, conoces al hombre que viene con nosotros?

—¡Oh, sí, señor! —dijo el soldado temblando—. El hombre de ahí delante es el camarada comandante Khuv, señor, y usted es un agente de la KGB. El otro hombre es…, es…, un amigo de ustedes, señor.

—¡Payaso! —le espetó Vyotsky—. Ese hombre no es amigo mío. Ni tuyo tampoco. Ni de nadie de este condenado sitio.

—Señor, yo…

—Y ahora sostén bien el rifle delante de ti —le ordenó Vyotsky—. Con el brazo estirado, un dedo en el guardamonte, un dedo debajo del alza. ¡Qué demonios…! ¡Con el brazo estirado, he dicho! Y ahora quédate así y cuenta despacio hasta doscientos. Después vuelve a prestar atención. Y como vuelva a cogerte pensando en las musarañas, vas listo, porque te voy a meter en ese infierno blanco que hay abajo y con la polla por delante, ¿me entiendes bien?

—¡Sí, señor!

Mientras seguía a Khuv en dirección al blanco fulgor del final del tubo, Jazz murmuró con ironía:

—Un amante de la disciplina, nuestro Karl.

Khuv se volvió a mirar para atrás y negó con la cabeza.

—No, la disciplina no es su fuerte. Lo suyo es el sadismo. Me repugna tener que admitirlo, pero tiene su utilidad…

Al final del cilindro había un rellano provisto de barandilla donde terminaban las escaleras y giraban a la izquierda. Khuv se detuvo en el rellano con Jazz a su lado. Mientras miraba a Vyotsky, los dos contemplaron una fantástica escena.

Era como estar en una cueva, si bien no era posible confundirla con una cueva ordinaria. Jazz observó que la roca había sido horadada en forma de esfera perfecta, una gigantesca burbuja en la base de la montaña, si bien era una burbuja como mínimo de unos treinta y cinco metros de diámetro. La pared curvada, negra y brillante que la rodeaba era fina como el cristal, salvo que tenía también aquellas galerías que la perforaban por todas partes, incluso el techo abovedado. La boca del cilindro, junto a la cual estaban de pie Jazz y Khuv, apuntaba hacia abajo, en ángulo de noventa grados, directamente hacia el centro del espacio, que era el lugar de donde surgía también el foco de luz, cosa que resultaba verdaderamente fantástica.

Aquella zona central era una bola de luz de nueve metros de diámetro, aparentemente suspendida en aquel lugar, a medio camino entre el techo abovedado y el suelo curvado hacia arriba. Una esfera deslumbrante que colgaba, inmóvil, dentro de otra esfera de aire, las dos enterradas en el pie de una montaña.

Entornando los ojos para evitar el deslumbramiento, que era muy intenso incluso a pesar del celofán oscuro de las gafas, Jazz comenzó a advertir que aquella cueva esférica en realidad contenía otras cosas. A media altura de la pared y alrededor de aquel fuego vivo que pendía en el centro había andamios construidos con una especie de telarañas. Dichos andamios sostenían una plataforma de madera que rodeaba la fantasmagórica fuente luminosa que recordó vagamente a Jazz el anillo que rodea a Saturno. Desde el anillo y en dirección hacia el interior salía un camino que conducía directamente al borde de la esfera de luz.

Por la parte exterior, apoyados contra las negras paredes recorridas por galerías y colocados a intervalos regulares a lo largo de todo el perímetro y sostenidos por toda una estructura de soportes, había tres cañones Katushev cuyas bocas apuntaban directamente al centro incandescente. Había también varias personas colocadas en posición de alerta, situadas de cara a la esfera, con los rostros blancos y porte de seres extraterrestres, con antenas en la cabeza y ojos saltones como los de los insectos, preparados para observar un blanco tan deslumbrante como aquél.

Entre las armas y la esfera se levantaba una valla electrificada de treinta metros de altura, provista de una puerta donde la madera cubría la abertura que se extendía entre el anillo de Saturno y el centro. Allí se notaba cierto ajetreo, nerviosismo e inquietud, aunque no demasiado. El hedor provocado por el miedo era tan intenso en aquel lugar, pese al supuesto aire acondicionado, que Jazz casi lo percibía en su piel como si tuviera cieno pegado en ella.

Se agarró a la barandilla de madera y, dejando que aquella escena se grabara de forma indeleble en su memoria, dijo:

—¿Se puede saber qué diablos es…?

Y volviendo la cabeza para mirar a Khuv, continuó:

—La noche en que ustedes me cogieron pude presenciar la entrada de todas estas armas y de la valla electrificada. Me figuraba que su destino era defender Perchorsk contra ataques del exterior, cosa que me pareció de lo más descabellado. Pero ¿para defenderse de dentro? Esto todavía tiene menos sentido… ¿Qué es esto? ¿Y por qué están tan desesperadamente aterrados todos estos hombres?

Y de pronto, sin que mediara aviso alguno, conoció la respuesta antes de que tuvieran tiempo de dársela… aunque no toda. De pronto parecía que todo encajaba: lo que había visto y lo que Khuv le había contado. Y de manera especial aquella monstruosidad voladora que los aviones de combate americanos habían ametrallado de lo lindo y habían derribado envuelta en una bola de fuego y sumergido desde lo alto en la costa oeste de la bahía de Hudson. Y hablando de llamas, ¿no era aquel escuadrón de cuatro hombres un equipo de especialistas lanzallamas, apostados en la plataforma del anillo de Saturno? Sí, esto es lo que era.

Vyotsky se había acercado sin hacer ruido y se había colocado detrás de Jazz y de Khuv, que seguían de pie junto a la barandilla. Puso una mano sobre el hombro de Jazz, provocando su sobresalto, y dijo:

—En cuanto a qué es esto, británico —dijo—, te diré que es una especie de puerta. Y por tanto, a nosotros no nos asusta.

Jazz notó, sin embargo, que el tono de voz de Vyotsky había cambiado e incluso le pareció advertir un poco de miedo.

—Karl tiene razón —dijo Khuv—: no, nosotros no estamos asustados por la puerta propiamente dicha… pero yo desafío a cualquiera que esté en su sano juicio a no tener miedo de las cosas que a veces salen por ella.