Capítulo 2

El interrogatorio

Aunque prolijo, el interrogatorio fue extremadamente considerado y hay que decir que Simmons jamás habría imaginado que pudiera ser tan clínicamente aséptico. Por supuesto que en su caso debía hacerse con comedimiento, ya que había estado a las puertas de la muerte cuando sus amigos lo habían sacado subrepticiamente de la URSS. Esto había ocurrido unas semanas atrás —así se lo habían dicho— y al parecer ahora estaba hecho un lío.

El interrogatorio había sido respetuoso, pero en algunos momentos irritante, especialmente porque el oficial que lo interrogaba insistía en llamarle «Mike», pese a saber seguramente que Simmons siempre había respondido únicamente al nombre de Michael o de Jazz, y en Rusia, naturalmente, al de Mijaíl. Pero éste era un detalle sin importancia comparado con el hecho de gozar de libertad y estar todavía con vida.

Del tiempo pasado como prisionero recordaba muy poco, apenas nada. Los de seguridad sospechaban que había sido objeto de un lavado de cerebro, que le habían dicho que olvidara, pero en cualquier caso no habían perdido demasiado tiempo en este aspecto. Lo importante había sido su trabajo, lo que había conseguido. Tal vez hubiera un momento en que los rojos tuvieron intención de conservarlo e incluso de reprogramarlo como doble agente. Pero se ve que después cambiaron de opinión, lo arrojaron al foso y dejaron su cuerpo drogado y maltrecho en la dársena de salida que había debajo de la presa. Su cuerpo fue recuperado a ocho kilómetros de distancia río abajo desde Perchorsk, flotando boca arriba en aguas encalmadas, pero acercándose peligrosamente a unos saltos de agua que indudablemente acabarían con él. De haber ocurrido así, la cosa no habría tenido importancia ninguna: un maderero, un buscador de minas a ratos libres, un tal Mijaíl Símonov, se había caído en el río y, agotado por el frío extremo, se había ahogado. Un accidente que podía ocurrirle a cualquiera, ni era el primero ni el último. Que Occidente pensara lo que quisiera, si alguna vez se enteraran del hecho.

Simmons, sin embargo, no se ahogó. Gente que «simpatizaba» con él había empezado a buscarlo al ver que no volvía al campamento de los madereros, lo localizaron, se ocuparon de él y lo pusieron en manos de unos agentes que lo encaminaron por una ruta de escape fiable. El propio Jazz recordaba únicamente algunos detalles, breves episodios, borrosos en la memoria, de los pocos momentos en que había estado consciente. Un hombre con suerte. De veras que había sido un hombre con suerte.

Los días que duró su recuperación transcurrieron sin complicaciones. Estuvo incómodo, pero no sufrió complicaciones. Iba despertándose a un dolor que iba creciendo lentamente, un dolor que parecía provenir de sus venas tanto como de sus órganos o de partes identificables de su cuerpo. Estaba inmóvil, con la mitad inferior encajonada y (sospechaba) sometida a una especie de tracción, el brazo izquierdo entablillado y vendado y la cabeza igualmente vendada. El hecho de despertar fue para él como salir de un país surreal para emerger en un mundo igualmente espectral, poblado de sombras grises y de cautos movimientos que discurrían por el exterior.

La luz le llegaba a través de los vendajes, pero si trataba de ver era como mirar a través de la nieve o de una ventana cubierta de escarcha. Al parecer tenía toda la cara magullada, pero los médicos habían conseguido salvarle los ojos. Ahora tenía que dejar que descansasen, como también que descansase el resto de su cuerpo. Simmons no había sido nunca vanidoso y no se formulaba preguntas con respecto a su cara, aunque a veces pensase cómo podía haber quedado. Era natural.

Lo que más le perturbaba eran los sueños, unos sueños que no podía recordar del todo, salvo que le inquietaban, le sumían en un mar de angustias y de acusaciones. Esos sueños le preocupaban y le confundían en los ratos que mediaban entre la vigilia y el comienzo del dolor, pero después lo único que le preocupaba era esto, el dolor. Por lo menos le permitían pulsar un botón para indicar que estaba despierto, para que se enteraran «ellos», los ángeles de aquel infierno en la tierra tan particular: su médico y el oficial que lo interrogaba.

Volverían igual que sombras por la nieve de sus vendajes. El médico le tomaría el pulso (nunca hacía otra cosa) y alborotaría como una gallina preocupada, mientras que el agente de los interrogatorios se limitaría a decir:

—Tranquilízate, Mike, tranquilízate ahora.

Y entonces sentiría el pinchazo de la aguja. Pero el pinchazo no lo tranquilizaría y lo único que haría sería quitarle el dolor y facilitar que hablase. No hablaba solamente porque el agente quería que hablase, sino porque sabía que debía hablar y por simple agradecimiento. ¡Hasta aquí puede llegar el dolor!

Esto era lo que le habían dicho: que aunque estaba muy mal, no es que no tuviese remedio. Lo habían sometido a una operación y todavía tenían que volver a intervenirle, pero lo peor había pasado ya. El calmante empleado provocaba adicción y ahora tenían que desacostumbrarle poco a poco. De momento ya le habían bajado considerablemente la dosis y muy pronto sólo tendría que tomar pastillas. El dolor ya no sería tan intenso. Entretanto, el oficial que lo interrogaba tenía que sacárselo todo, hasta la última gota, y debía estar seguro de que decía la verdad. Seguro que aquel «maldito Johnnie-Rojo» le había metido en la cabeza una sarta de mentiras. Gracias a los métodos que actualmente se empleaban, no era difícil alterar la memoria de un hombre, la percepción que tenía de las cosas, los malditos límites de las cosas. Jazz no sabía que hubiera personas que todavía hablaban de esta manera.

Así es que, para asegurarse de que le sacaban lo que debían sacarle, habían empezado por el principio, antes de que Simmons hubiera sido contratado por el Servicio Secreto; en realidad, antes incluso de que hubiera nacido…

El nombre de Simonov no había sido difícil de adoptar, puesto que era el nombre de su padre. A mediados de los años cincuenta, Sergei Simonov desertó y se fue a Occidente, al Canadá. Era monitor de un equipo de patinadores soviéticos que se renovaban constantemente. Había sido un hombre frío y disciplinado mientras vivió entre hielos pero, fuera de ellos, le dio por cometer arbitrariedades y por tomar decisiones precipitadas e imprudentes. Más tarde, ya más calmado, a menudo cambiaba de idea, si bien hay cosas difíciles de rectificar. Una es la deserción.

Una aventura amorosa con una patinadora canadiense armó un cierto ruido e hizo que se encontrara desamparado. Pese a todo, había tenido ofertas de trabajo en Norteamérica y la libertad total constituía para él una experiencia embriagadora. En el curso de un viaje a Nueva York, en el que acompañaba a una compañía de patinadoras, conoció a Elizabeth Fallon, una periodista británica que hacía de corresponsal en los Estados Unidos, de la que se enamoró. Las relaciones fueron tumultuosas y al poco tiempo se casaron. Ella le consiguió un trabajo en Londres y, nueve meses después del día en que sus padres se conocieron en un restaurante serbio de Greenwich Village, nacía Michael J. Simmons en Hampstead.

Siete años más tarde, el 29 de octubre de 1962, el día después de que Kruschev se retirara de Cuba, Sergei entró en la embajada rusa y no volvió a salir. Por lo menos no salió cuando hubieran podido verle. Sus ancianos padres le habían escrito desde un pueblo en las afueras de Moscú, donde la verdad es que no lo estaban pasando demasiado bien. Sergei, por su parte, había pasado por un período de depresión como resultado de su matrimonio, que quedó roto durante un tiempo. Su doble deserción fue otra de sus apresuradas decisiones, típicas de su manera de ser y que lo empujó a volver a casa a fin de comprobar qué podía salvarse del naufragio. Elizabeth Simmons (que había insistido siempre en usar la versión inglesa del apellido) se limitó a decir:

—¡Menudo peso me he quitado de encima! ¡Ojalá que lo lleven a cualquier parte y que no le falte nunca hielo!

Más adelante resultó que su deseo se había cumplido. En el otoño de 1964, una semana antes de que Jazz cumpliera los nueve años, su madre tuvo noticias del departamento del gobierno encargado de comunicarle que Sergei Simonov había sido abatido de un disparo cuando, después de haber matado a un guardián, se disponía a escaparse de un campo de concentración situado cerca de Tura, en la Tunguska siberiana.

Derramó unas cuantas lágrimas en memoria de los buenos ratos pasados juntos y después siguió adelante. Jazz, por su parte…

Jazz quería mucho a su padre, a aquel hombre moreno y apuesto que solía hablarle en dos idiomas, que le había enseñado a patinar y a esquiar cuando todavía era muy pequeño y que le hablaba con tanta vivacidad de su patria, como si quisiera sembrar en él una semilla que con el tiempo fructificaría y haría que amase todo lo que era ruso…, un amor que había persistido hasta ahora. También le hablaba con amargura de las injusticias del sistema, si bien aquel aspecto quedaba más allá de la comprensión del pequeño Jazz. Ahora, sin embargo, cuando no contaba más que nueve años, las palabras de su padre volvían a cobrar vida, adquirían significado e importancia ante sus ojos y entraban en conflicto con su sed de conocimientos. Aquel padre al que Jazz amaba y de quien siempre había sabido que un día volvería, había muerto, y la Rusia que Sergei Simonov amaba era su asesina. A partir de aquel momento el interés de Jazz no se centró tanto en la avasalladora grandeza y en las gentes de la que había sido la patria de su padre sino en la opresión que reinaba en ella.

Jazz había ido a una escuela privada antes de los cinco años y, como era lógico, la asignatura que había elegido como objeto de enseñanza especial, y para la cual había que pagar una matrícula complementaria, era el ruso, lengua en que su padre lo había instruido continuamente. Al cumplir los doce años se hizo evidente que estaba especialmente dotado para el ruso, ya que obtuvo un sobresaliente en un examen especial de esta lengua. A los diecisiete años entró en la universidad, donde consiguió clasificaciones excelentes en ruso y, al cumplir los veinte, comenzó a destacar en matemáticas, asignatura en la que siempre había mostrado tener una gran facilidad y en la que su mente despierta siempre se había distinguido. Un año más tarde su madre moría de leucemia. Como Jazz no estaba interesado en cursar una carrera, buscó trabajo como intérprete-traductor industrial. En sus ratos de ocio dedicaba todo el tiempo de que disponía a los deportes de invierno, que practicaba en todo el mundo, buscando siempre lugares de clima favorable y asequibles a su situación económica particular. Aunque tenía unas cuantas amigas, no le unía relación seria con ninguna.

Más adelante, cuando contaba veintitrés años y pasaba unas vacaciones en el Harz, Jazz conoció a un comandante británico que estaba haciendo un curso de entrenamiento militar de invierno. Este nuevo amigo era miembro del Servicio Secreto destacado en el BAOR y puede decirse que aquel encuentro resultó decisivo. Un año más tarde Jazz se encontraba en Berlín en calidad de NCO[5] de aquel mismo cuerpo auxiliar. Pero ni Berlín ni el BRIXMIS eran de su agrado, si bien entonces el Servicio Secreto ya le había puesto los ojos encima y no quería que se arriesgara demasiado. De momento era un mero agente, pero ahora debía empezar a aprender las triquiñuelas del oficio. Se tramitó entonces su desmovilización, que se mantendría durante los seis años siguientes de su vida, para enorme satisfacción de Michael J. Simmons.

A partir de ese momento todo fueron entrenos y más entrenos. Se entrenó en vigilancia, en protección, en huidas, en evasiones, en prácticas militares de invierno, en supervivencia, en el manejo de armas (se convirtió en un buen tirador), en demolición y en combates sin armas. La única cosa que no le podían proporcionar era la experiencia.

Se dispuso que Jazz se trasladase a Moscú, donde actuaría como «intérprete diplomático», cuando surgió «Pill» (surgió o «cayó», según decía la CÍA). Se le relevó de su trabajo original (en cualquier caso, había sido poca cosa más que un ejercicio de entrenamiento) y se le adjudicó la Operación Pill. El Servicio la tenía planeada desde que los soviéticos tenían en marcha el Perchorsk Projekt; los «servicios locales» estaban perfectamente establecidos y funcionaban a las mil maravillas. Jazz fue informado con todo detalle, se trasladó a Moscú bajo el nombre de Henry Parsons, como si fuera un turista corriente y, al cabo de una hora de haber aterrizado, ya estaba provisto de un documento de identidad ruso. Un agente del Servicio Secreto que ya estaba en la URSS se encargó de adoptar la identidad de Parsons (junto con su pasaporte, etc.) y se sirvió de su billete para regresar a Londres.

—¡Uno fuera, otro dentro, y aquí se acaba el cuento! —le había explicado el jefe de informaciones a Jazz—. Es como en el juego del hokey-cokey, sólo que aquí no hay pie izquierdo, aquí todos son derechos.

Jazz desconocía muchas cosas de Moscú como uno de los terminales de la red; lo habían mantenido en la ignorancia de manera deliberada, por si acaso. Y lo mismo podía decirse de la estructura de Magnitogorsk, que tenía un departamento de envíos por ferrocarril destinados al Perchorsk Projekt. No acababa de entender por qué ese agente que lo interrogaba se sentía tan irritado al ver que no sabía más de esas cosas. Ésta era la impresión que tenía: que a pesar de haber facilitado todos los detalles posibles, el que preguntaba quería saber más. El simple hecho que lo explicaba todo es que las cosas estaban montadas sobre la base de informar únicamente de lo necesario y en realidad Jazz no necesitaba saber más.

En cuanto a los «servicios locales», estaba enterado de todo. Durante las muchas sesiones dedicadas a interrogatorios, Jazz lo había contado todo.

En los años cincuenta, Kruschev había decidido dispersar una bolsa de campesinos ucranianos judíos que le resultaban políticamente sospechosos, los trasladó de la región próxima a Kiev en la que vivían a las lomas y valles orientales de los Urales. A lo mejor se figuró que el frío ya se encargaría de acabar con ellos. Una vez reinstalados, se les asignaron tierras y trabajo. El trabajo era éste: ocuparse en faenas forestales y poner trampas para cazar durante el invierno, todo lo cual debía realizarse bajo la supervisión e instrucciones de los oficiales de la vieja guardia del Komsomol, con sede en los yacimientos de petróleo y gas natural del oeste de Siberia. Aunque no se trataba de trabajos forzados propiamente dichos, la verdad es que se les parecía mucho.

Pero los disidentes ucranianos eran una gente muy curiosa: cumplieron con su trabajo a pesar de las dificultades, cubrieron los objetivos, pusieron un gran interés y se establecieron en la zona. Su éxito, unido a la rápida expansión de las industrias de petróleo y gas natural del este, que eran mucho más importantes, hizo difícil e incluso innecesario el estricto control de las colinas judías. Sus vigilantes tenían cosas mejores en que ocuparse. Era a todas luces evidente que una región hasta entonces esencialmente rústica se había convenido ahora en una zona productora de madera y de pieles, que aprovechaba los recursos naturales que poseía y ofrecía trabajo a la gente. Estaba claro que la maniobra de Kruschev había dado buen resultado, al lograr transformar un hatajo de gandules y de parias políticos y levantiscos en ciudadanos rusos intachables y conscientes de su condición. ¡Ojalá hubiera acertado también en otras cosas! Sea como fuere, las visitas de los funcionarios encargados del control se fueron espaciando en proporción directa con los buenos resultados del programa.

En realidad, todo lo que los judíos querían era que los dejasen tranquilos para vivir a su antojo y de acuerdo con sus costumbres. Aunque el clima cambiase, ellos seguirían siendo los mismos. Instalados en sus campamentos y ocupados en labores forestales al pie de las montañas, vivían relativamente satisfechos. Por lo menos allí nadie los importunaba y tenían más que suficiente para vivir. Era duro, pero se estaba bien. Tenían toda la madera que querían para construir sus casas en verano y para calentarse en invierno, disponían de carne en abundancia, cultivaban hortalizas e incluso iban acumulando un buen montón de rublos como resultado de comerciar en secreto con las pieles. En los ríos había algo de oro, que ellos buscaban y lavaban de vez en cuando con éxito más que regular, la caza y la pesca eran abundantes, los horarios flexibles de trabajo aseguraban su buena distribución y todos tenían su parte en la «prosperidad» y en las cosas buenas de la vida. Hasta el frío trabajaba en favor suyo, porque alejaba a los entrometidos y reducía a un mínimo las interferencias.

Varios colonos eran de estirpe rumana y estaban unidos con fuertes lazos con su tierra. Sus opiniones políticas no eran acordes con las de la Madre Rusia ni lo serían nunca, mientras no desapareciese la opresión y la gente no pudiera trabajar a su manera y observar su culto y desaparecieran las restricciones que prohibían emigrar a voluntad. Eran judíos y eran ucranianos, pero se sentían rumanos; si les hubieran ofrecido libertad de elección, quizá se considerarían rusos. Sin embargo, lo que eran por encima de todo era ciudadanos del mundo, sin más amo que ellos mismos. Sus hijos habían crecido con las mismas creencias y aspiraciones.

En resumen, mientras hubiera muchas familias trasladadas a la zona que no eran otra cosa que campesinas, sin una confesión política determinada, en los nuevos pueblos y campamentos había que contar con muchos elementos anticomunistas, disidentes e incluso quintacolumnistas rabiosos. Estaban conectados con enlaces rumanos y en Rumania había grupos similares que tenían lazos sólidos con Occidente.

Mijaíl Simonov —su capa de persona exaltada, educada en la ciudad y amiga de armar jaleos, al que se le había brindado la oportunidad de convertirse en un pionero del Komsomol— había ido a parar a casa de la familia Kirescu, en la aldea de Yelizinka, para trabajar como leñador. Sólo el viejo, Kazimir Kirescu, y su hijo mayor, Yuri, sabían cuál era la verdadera finalidad que perseguía Jazz al pie de los Urales, y lo encubrían para que dispusiera de todo el tiempo posible. Jazz se dedicaba a buscar minas, a cazar o a pescar… pero Kazimir y Yuri sabían la verdad: que lo que hacía era espiar. Y sabían, además, qué espiaba, cuál era su misión: descubrir el secreto de la base militar experimental instalada allá abajo, en el corazón del desfiladero de Perchorsk.

—No sólo te juegas el cuello, sino que pierdes el tiempo —le había dicho con rudeza el viejo una noche a Jazz, poco tiempo después de instalarse en casa de los Kirescu.

Jazz se acordaba perfectamente de aquella noche. Anna Kirescu y su hija Tassi habían salido para asistir a una reunión de mujeres que se celebraba en el pueblo, y el hermano pequeño de Yuri, Kaspar, dormía en su cama. Había sido una ocasión que ni pintada para aquella conversación, la primera que sostenían.

—No hace falta bajar allá abajo para ver lo que se llevan entre manos —había continuado Kazimir—. Yuri y yo te lo podemos contar todo, como te lo podría contar cualquiera que viva en esos andurriales si quisiera.

—¡Una arma! —había intervenido Yuri, el hijo leñador, con un corazón como una catedral, pestañeando incesantemente y moviendo su grande y desgreñada cabeza—. Una arma como no se ha visto nunca otra igual, como nadie ha podido imaginar, una arma que convertirá a los soviéticos en el pueblo más fuerte del mundo. La construyeron allá abajo en el barranco e incluso la probaron… pero no salió bien.

El viejo Kazimir había asentido con un gruñido, después de lo cual escupió en el fuego como para subrayar lo dicho y dar más importancia al asunto.

—Hace poco más de dos años… —explicó, con los ojos clavados en las llamas, que rugían en la amplia chimenea de piedra—… pero nosotros ya hacía semanas que sabíamos que se estaba cociendo alguna cosa. Oíamos el ruido de las máquinas, ¿comprendes? Los grandes motores que mueven la cosa.

—¡Eso mismo! —había vuelto a continuar Yuri—. Las grandes turbinas que hay debajo de la presa. Me acuerdo de cuando las instalaron hace más de cuatro años, antes de que pusieran aquel tejado de plomo sobre el trasto ese. Ya entonces habían prohibido cazar y pescar en la parte del paso, pero yo me acercaba lo mismo. Cuando construyeron la presa… los peces bullían en aquel lago artificial.

Ahora, como te cogieran, te las cargabas de lo lindo. En cuanto a las turbinas… fui tan imbécil que me figuré que quizá querían ponernos electricidad. Todavía estamos sin luz eléctrica. ¿Para qué necesitaban toda esa energía?

Y al decir estas palabras se golpeaba la parte lateral de la nariz.

—Lo que sea… —continuó su padre—, lo que pasa es que aquí hay tanta tranquilidad que ciertas noches podrías oír un grito o el ladrido de un perro desde kilómetros de distancia. Pues ya te puedes figurar qué pasó con las turbinas cuando empezaron a hacerlas funcionar. Aunque estuvieran en el fondo del desfiladero, oías sus chirridos y sus zumbidos como si estuvieran aquí en el pueblo. En cuanto a la energía que producían es fácil saber en qué la empleaban: para sus minas y sus túneles, para sus taladros eléctricos y para las herramientas que sirven para abrir la roca, para las luces y para las máquinas de dinamitar. ¡Y claro! También para calentarse y para su comodidad, como es natural, aunque aquí en Yelizinka tengamos que calentarnos quemando troncos. Pero debieron de sacar miles de toneladas de roca de aquel desfiladero, o sea que ya me perdonarás si te digo que sólo Dios sabe para qué han excavado esa madriguera debajo de la montaña.

Después le volvió a tocar el turno a Yuri:

—Pues allí es donde construyeron el arma… ¡debajo de la montaña! Después llegó el momento de probarla. Mi padre y yo habíamos preparado unas cuantas trampas y aquella noche regresábamos tarde a casa. Me acuerdo de todo como si fuese ahora: era una noche como ésta, clara y luminosa. En lo más oscuro del bosque, si mirabas entre las copas de los árboles, veías la aurora boreal refulgiendo como una extraña y pálida cortina que cubriera la parte norte del cielo…

»El zumbido de las turbinas no había sido nunca tan fuerte y parecía que sentías las palpitaciones en el aire. Aunque hay que decir que era como un latido sordo y distante, ¿comprendes?, porque el Projeckt está a diez kilómetros de aquí. Mi padre y yo estábamos más o menos a medio camino, quizás a cuatro o cinco kilómetros de la fuente. De todos modos, eso te dará una idea de la energía que sacaban del río.

—En la cumbre de la cresta de Grigor —dijo Kazimir pegando la hebra—, nos paramos y miramos para atrás. Una estela de luz, igual que la aurora, inundaba el borde del barranco de Perchorsk. Debo decirte que yo fui uno de los primeros que vino a estas tierras, una de las primeras víctimas del programa de Kruschev, para ser más exactos, y en todos los años que he pasado aquí no había visto nunca una cosa parecida. Aquello no era la naturaleza, no, ¡qué va! ¡Aquello era la máquina, el arma! Lo que ocurrió después fue terrible…

Y se quedó un momento moviendo la cabeza como si no encontrara las palabras adecuadas.

Yuri se había excitado y volvió a intervenir:

—Las turbinas chirriaban a tope… hasta que de pronto se oyó como una especie de gemido, algo así como un suspiro. Del fondo del barranco salió un haz de luz…, ¡no!, fue como un tubo de luz, como un gran cilindro que fuera todo luz. Los picos de las montañas quedaron iluminados como si fuese de día, y después saltó al cielo. ¿Quieres saber si se movía? Pues te diré que el rayo, comparado con aquella luz, es lento. Eso es lo que a mí me pareció, por lo menos. Fue como una pulsación de luz, porque no es que la vieras, sino que lo que veías era la imagen que quedaba después en tus pupilas. Al momento ya había desaparecido, igual que un cohete lanzado al espacio. Como un rayo a la inversa. ¿Un láser? ¿Un proyector gigante? No, no tiene nada que ver… algo más sólido.

Ante aquellas palabras Jazz no había podido por menos de sonreír, pero el viejo Kazimir no había sonreído.

—¡Es tal como cuenta Yuri! —había declarado—. Cuando ocurrió era una noche muy clara, pero al cabo de una hora el cielo estaba cubierto de nubes que no sé de dónde salieron y comenzó a caer una lluvia caliente. Después se desató una ventolera cálida que parecía el aliento de una bestia, como si la vomitaran las montañas. Y por la mañana, de los picos y de los pasos más altos bajaron volando los pájaros para venir a morir aquí abajo. ¡Los había a millares! Y también animales. No hay rayo de luz, por potente que sea, que pueda conseguir eso. Y esto no es todo, porque así que hubieron hecho la prueba, una vez proyectaron aquella barra de luz en el cielo, se notó aquel tufillo a quemado, a cosa eléctrica quemada, ¿comprendes? No sé si sería ozono. Pero después sonaron las sirenas.

—¿Las sirenas? —Jazz iba sintiéndose interesado por momentos—. ¿Desde el Projekt?

—¡Claro! ¿Desde dónde, si no? —respondió Kazimir—. Eran sus sirenas de alerta, sus alarmas. Se había producido un accidente y era de consideración. Sí, hubo rumores. Y durante las dos o tres semanas siguientes… hubo helicópteros que entraban y salían, ambulancias que circulaban por la nueva carretera, hombres con la vestimenta contra las radiaciones que descontaminaban las paredes del desfiladero. La consigna ahora era: deshacer lo hecho. El arma había lanzado su descarga al cielo, eso estaba claro, pero también había tenido unos efectos de retroceso en la caverna donde se alojaba. Había actuado igual que un incinerador: había fundido la roca, había hecho saltar el tejado y, por poco, arranca toda la cubierta. Estuvieron más de una semana sacando muertos, y desde entonces no han vuelto a hacer pruebas.

—¿Y qué pasa ahora? —parecía que Yuri había de decir la última palabra.

Después de encoger sus poderosos hombros, dijo:

—Ahora, de cuando en cuando, hacen funcionar las turbinas, quizá sólo para mantenerlas en forma, pero como dice mi padre, ahora el arma está quieta. No ha habido más pruebas. Quizás aquella primera prueba les enseñó algo que todavía no sabían. Lo que yo creo es que ahora se han dado cuenta de que no están en condiciones de controlarla, que la máquina les puede. Aunque esto no explica por qué siguen aquí, por qué no lo han desmantelado y han ahuecado el ala.

Ante aquellas palabras Jazz movió la cabeza y dijo: —Bueno, pues ésta es precisamente una de las cosas que tengo que descubrir. Mirad, en Occidente hay un montón de hombres muy importantes y muy inteligentes que están preocupados por el Perchorsk Projekt. Y cuantas más cosas sé acerca de él, más convencido estoy de que tienen motivos para preocuparse…

Una noche, cuando dieron las pildoras a Jazz, éste no se las tomó. Hizo como que se las tragaba, pero se las dejó a un lado de la boca y bebió el agua sin engullirlas. En parte era un acto de rebeldía —contra lo que equivalía a un encarcelamiento físico, e incluso mental, aunque bien intencionado— y en parte otra cosa. Necesitaba tiempo para pensar. Era algo de lo que nunca tenía bastante: tiempo para pensar. O estaba durmiendo o tomando pildoras para dormir, O sufría dolores o estaba bajo los efectos de la inyección que amortiguaba el dolor y le ayudaba a hablar con el oficial que hacía los interrogatorios, pero nunca lo dejaban en paz para estar tumbado y pensar.

Tal vez no querían que pensara. Entonces no podía por menos de preguntarse: ¿por qué no quieren que piense? Aunque su cuerpo estaba bastante apabullado, a su cerebro no parecía haberle pasado gran cosa.

Cuando se quedó solo (así que oyó que salían de la habitación y cerraban la puerta) volvió un poco la cabeza a un lado y escupió las píldoras. Le habían dejado un poco de mal sabor, pero era soportable. Si volvía el dolor, siempre podía tocar el timbre, que tenía al alcance de la mano derecha, la que tenía libre. Lo único que tenía que hacer era un poco de presión con el índice.

Pero no volvió el dolor ni vino tampoco el sueño, por lo que Jazz tuvo ocasión de quedarse tumbado en la cama pensando. Y lo mejor de todo fue que, al cabo de un ratito, sus pensamientos se hicieron menos confusos. De hecho, en lugar de aquella confusión mental a la que ya se había acostumbrado, sus pensamientos se volvieron diáfanos como el cristal. Y comenzó a preguntarse de nuevo todas aquellas cosas que se había estado preguntando hasta entonces, pero a las que todavía no había tenido tiempo de contestar. Como ésta: ¿dónde demonios estaban sus amigos?

Había salido de Rusia… ¿cuánto tiempo hacía?, ¿dos semanas quizás…?, y las únicas personas que había visto (o, mejor dicho, las únicas que lo habían visto a él) eran un médico, un agente encargado de interrogarle y una enfermera que se dedicaba a refunfuñar, pero que no hablaba nunca. Sin embargo, él en el Servicio tenía amigos, y era más que seguro que sabían que había vuelto. ¿Por qué no habían ido a visitarle?, ¿tan mal estaba? ¿Estaría mal de verdad?

«No estoy tan mal como eso», se dijo Jazz en un hilo de voz.

Movió el brazo derecho y cerró el puño. El agujero de la muñeca ya se había cerrado y sobre la perforación había crecido nueva piel, tanto por la parte de arriba como por la de abajo. Había tenido la suerte loca de que la punta del piolet se hubiera deslizado entre los huesos y no le hubiera tocado las arterias. Todavía tenía la mano un poco envarada, pero esto era por la falta de movimiento. Nada más. Notaba cierto dolor, pero era soportable. Ahora que lo pensaba con más detenimiento, en ese momento prácticamente no le dolía nada y, por supuesto, lo podía mover todo. ¿Podía moverlo todo? Jazz decidió que era mejor no hacer la prueba.

En cuanto a la vista, ¿estaba a oscuras la habitación o estaba iluminada? La «nieve» de sus vendajes era gruesa y oscura y le habían dicho que le habían salvado la vista. ¿Salvado de qué? ¿En qué habían quedado afectados los ojos? Decir que le habían salvado la vista podía significar cualquier cosa. Por ejemplo, que estaría en condiciones de ver… pero ¿igual que antes?

De pronto, por primera vez desde que se encontraba en aquel recinto, sintió pánico. A lo mejor no se lo habían dicho todo porque esperaban el momento de interrogarlo a fondo, para no desmoralizarlo ni distraerlo. Algo así como: mientras hay vida, hay esperanza. ¿Sería verdad? ¿Sería verdad que no se lo habían dicho todo?

Jazz trató de dominarse y soltó una risita burlona. ¿Decírselo todo? Pero si no le habían dicho nada. Era él quien se había encargado de…

De hablar…

Aquella claridad mental que ahora tenía lo conducía por un camino que lo aterrorizaba, un camino que llevaba cuesta abajo. Cuanto más consideraba las posibilidades, tanto más aprisa caminaba y tanto más aterrador le parecía todo. Las piezas de un rompecabezas cuya existencia no había sospechado comenzaban a encajar y a ponerse en su sitio. Y el dibujo que aparecía era el de un payaso, el de un títere con su nombre y todo: Michael J. Simmons, el incauto.

Dobló el codo derecho, levantó la mano hasta la cabeza vendada y comenzó a tirar de los vendajes que le cubrían los ojos. Pero lo hacía con muchísimo cuidado, porque lo único que necesitaba era un pequeño resquicio nada más. Una pequeñísima abertura entre las vendas. Quería ver sin ser visto.

Al cabo de un momento se dio cuenta de que lo había conseguido, pero era difícil afirmarlo con absoluta seguridad. La nieve seguía allí pero si entornaba los ojos ante las rendijas de luz (la verdad es que era muy escasa) casi parecía todo natural. Era como cuando era pequeño: solía quedarse en cama con los ojos cerrados y simulaba la respiración lenta y regular de los que duermen. Entonces entraba su madre y encendía la luz, se quedaba de pie mirándolo, sin estar nunca segura de si dormía de verdad o estaba despierto. Pero ahora, con todos estos vendajes que le envolvían la cara, tenía que ser muchísimo mas fácil.

Volvió a estirar el brazo, palpó el botón y lo pulsó. Ahora la enfermera sabría que estaba despierto, pero el principio seguiría siendo el mismo: cuando ella entrase, él la miraría y ella no sabría que la miraba. ¡Así lo esperaba, por lo menos!

Al instante se oyeron unos pasos ligeros pero sin apresuramiento. Jazz volvió a presionar la cabeza en la almohada y quedó a la espera de lo que ocurriese en la semioscuridad de la habitación. Oía a su alrededor el zumbido leve del aire acondicionado, el aire olía ligeramente a antiséptico y sentía en la piel el tacto áspero de las sábanas. Entonces pensó: «Esto no parece la habitación de un hospital. Los hospitales, en el mejor de los casos, parecen artificiales, irreales. Pero esta habitación tiene un aire falsamente artificial…»

Pero se abrió la puerta y entró la luz.

Jazz desvió los ojos hacia arriba; gracias a que los tenía entornados, no quedó deslumbrado por la luz de la bombilla desnuda que colgaba de un cordón suspendido del techo. En cuanto al techo, era de piedra gris oscuro con hoyos y surcos producidos por explosiones. La habitación del hospital de Jazz era una cueva excavada por el hombre o, cuando menos, parte de una cueva.

Demasiado aturdido para moverse, se quedó completamente inmóvil mientras la enfermera se acercaba a su lecho. Después, luchando contra la rabia y la repugnancia que sentía crecer en su interior, volvió lentamente la cabeza para mirarla. Ella apenas le dirigió una mirada y se limitó a agacharse para tomarle el pulso. Era baja y gruesa, con el cabello lacio y corto, como los caballeros medievales; en la cabeza, el gorro almidonado característico del uniforme de las enfermeras, pero no de las enfermeras británicas. Los más espantosos temores de Jazz se habían hecho realidad.

Sintió los dedos de la mujer en su muñeca y retiró la mano en un movimiento brusco. Ella lanzó un profundo suspiro, dio un paso atrás y el talón de uno de sus zapatos negros y cuadrados pisó algo que había en el suelo y que crujió al aplastarse. La mujer se quedó inmóvil, miró al suelo, observó a Jazz y frunció el entrecejo. Sus ojos verdes se empequeñecieron como si estuviera tratando de introducir su mirada por la estrecha rendija que se abría entre los vendajes. Tal vez veía el brillo acerado de los ojos grises de Jazz. En cualquier caso se limitó a suspirar por segunda vez y a llevarse la mano a la boca.

Después se arrodilló, recogió los fragmentos de la píldora, se irguió furiosa y su rostro regordete dejó traslucir una rabia contenida. Clavó la mirada en Jazz, giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta. Él la dejó hacer, pero finalmente la interpeló:

—¿Camarada?

La mujer se paró instintivamente, giró en redondo y avanzó la mandíbula, miró ceñuda y con odio al espía, se apresuró a salir y dio un portazo terrible. En su precipitación por salir e ir a informar del hecho, se olvidó de apagar la luz.

Jazz pensó: «Me quedan unos dos minutos de tiempo antes de que las cosas empiecen a caldearse. Mejor será aprovecharlos».

Dirigió la mirada hacia la izquierda, el costado supuestamente «muerto», y vio un plato hondo en el que había un líquido de un color amarillo claro puesto en una mesilla. Inclinando la cabeza y estirando el cuello todo lo que le fue posible en aquella dirección, aspiró profundamente y notó un fuerte olor a antiséptico. ¡Qué fácil era crear un ambiente de hospital! Bastaba con poner unas baldosas de goma en el suelo para amortiguar los pasos, un plato con TCP para difundir un poco de olor a limpio y una aportación constante de aire templado y estéril. Tan sencillo como eso.

Las paredes de la habitación de Jazz (¿su celda?) eran planchas de metal acanalado aseguradas con pernos a unos montantes de acero verticales. Jazz suponía que también debía de haber una plancha de recubrimiento para mantener la habitación aislada e insonorizada. También podía ser que toda esta zona fuera un hospital, construido para atender al personal del Projekt. Después del incidente de Perchorsk es probable que lo hubieran considerado aconsejable. El hecho de contar con un hospital era práctico para realizar chequeos periódicos y seguramente debía de estar situado junto a unas instalaciones de descontaminación, puesto que con certeza aquí abajo debía de haber todavía un reactor atómico. En Occidente estaban totalmente seguros de que lo había. De todos modos, Jazz ya había detectado en la pared un aparato indicador de exceso de radiación, que en aquel momento estaba verde, con sólo un leve tinte rosado en la abertura.

El techo irregular de roca debía de estar a unos dos metros y medio de altura, era extremadamente duro en cuanto a su aspecto y no tenía ninguna grieta, o por lo menos Jazz no observó ninguna. Teniendo en cuenta los macizos montantes de acero, Jazz experimentó una sensación de claustrofobia, algo así como el peso enorme de una montaña que le oprimiese, puesto que ahora ya no tenía ninguna duda con respecto al lugar en que se encontraba: estaba debajo de los Urales.

Sintió unos pasos que se acercaban corriendo y la puerta se abrió de par en par. Jazz levantó la cabeza todo lo que se lo permitían las restricciones y clavó la mirada en los hombres que acababan de entrar jadeando en la habitación. Eran dos y detrás de ellos seguía la enfermera gorda. Pisándoles los talones apareció un tercer hombre con una bata blanca y una aguja hipodérmica en la mano. Jazz supo quién era al momento: el médico que alborotaba como una gallina, su tomador de pulso favorito. Pues bien, quizás ahora tendría motivos para cacarear.

—Mike, amigo mío… —dijo el hombre que iba delante, vestido con ropas de paisano normales, avanzando y dejando a los otros atrás.

Acercándose más a la cama añadió:

—¿Qué es esto que nos ha contado nuestra querida enfermera? ¿Cómo es esto? ¿No te has tomado las pastillas? ¿Por qué? ¿No querían ir para abajo?

Aquella voz que pretendía ser agradable era la del funcionario encargado de sus interrogatorios.

Jazz, muy envarado, asintió con la cabeza.

—Exactamente, «viejo» —respondió con aspereza—, se me han quedado atascadas en el buche.

Levantó la mano derecha, cogió los falsos vendajes y desgarró los que le cubrían los ojos, después los clavó en los cuatro hombres, que se quedaron inmóviles como moscas atrapadas en la miel.

Al instante el doctor murmuró algo en ruso, dio un paso adelante en señal de impaciencia y se dispuso a clavarle la aguja. El hombre número dos de la habitación, que también iba vestido de paisano, lo cogió por el brazo e impidió que hiciera nada.

—No —dijo Chingiz fríamente al médico, en ruso—. ¿No os dais cuenta de que está despierto? Pues si está despierto, consciente y al corriente de todo, dejemos que siga de esa manera. De todos modos, quiero hablar con él. Ahora me pertenece completamente.

—¡No! —dijo Jazz, clavando en él los ojos—. Sólo me pertenezco a mí mismo. Si quiere hablar conmigo, déjelos que me droguen, porque es la única forma de conseguir que hable.

Khuv sonrió, se acercó a la cama y miró a Jazz.

—Usted ya ha hablado bastante, mister Simmons —dijo, no sin un cierto deje de malicia—. Ya ha hablado bastante, se lo aseguro. De todos modos, no tengo intención de preguntarle nada. Lo que quiero simplemente es decirle unas cuantas cosas y quizá mostrarle otras. Nada más.

—¡Ah! —dijo Jazz.

—Sí, eso es. Lo que voy a decirle es lo que usted tiene más ganas de saber: todo lo relativo al Perchorsk Projekt, qué intentamos hacer aquí y qué hemos hecho de momento. ¿Le gustará saberlo?

—Me encantará —dijo Jazz—. ¿Y qué es lo que piensa enseñarme, el lugar donde fabrican sus espantosos monstruos?

Los ojos de Khuv se empequeñecieron, pero volvió a sonreír.

—Más o menos —dijo—, si bien hay algo que conviene que sepa desde el principio: no los hacemos nosotros.

—¡Por supuesto que sí que los hacen! —dijo Jazz, afirmando al mismo tiempo con la cabeza—. De eso estamos más que seguros. Aquí es donde está la fuente. Aquí es donde nació…, donde se generó.

La expresión de Khuv no cambió.

—Se equivoca —dijo—, pero es lógico que piense así, porque usted no conoce más que la mitad de la historia. La cosa salió de aquí, eso es verdad, pero no nació aquí. No, nació en un mundo toalmente diferente.

Se sentó en la cama de Jazz y lo miró fijamente.

—Me sorprende que usted sea un superviviente, mister Simmons.

Jazz no pudo reprimir una risita de mofa.

—¿Voy a sobrevivir también a esto?

—Es posible.

Ahora la sonrisa de Khuv era auténtica, como si se las estuviese prometiendo muy felices.

—Primero tenemos que ponerlo a usted de pie y mostrarle este lugar y después…

Jazz movió la cabeza con aire inquisitivo.

—Y después…, después veremos qué clase de superviviente es usted realmente.