Simonov
El agente estaba tendido en una mancha de nieve, sobre un montón de piedras blancas, en la cresta oriental de lo que había sido en otro tiempo el paso de Perchorsk, en el centro de los montes Urales. A través de unos prismáticos de visión nocturna observó una zona de casi una hectárea de tierras onduladas y de un gris plateado que se extendía sobre el barranco abierto a sus pies. Vista a la luz de la luna, aquella superficie podía ser tomada fácilmente por hielo, pero Mijaíl Simonov sabía que no se trataba de un glaciar ni de un río helado, sino de una plancha de metal de unos ciento veinte metros de longitud por algo menos de sesenta de ancho. A todo lo largo de los bordes irregulares que la recorrían en el sentido longitudinal, donde su bóveda suavemente curvada se juntaba con las paredes rocosas del desfiladero, y a ambos extremos, donde el arqueado metal se elevaba en línea recta hacia unas macizas barreras de masa pétrea o diques, «sólo» tenía quince centímetros de grueso, pero en su centro la plancha moldeada era de sesenta centímetros. Esto, por lo menos, es lo que habían registrado los instrumentos de observación de los satélites espías americanos, como también el hecho de tratarse de la mayor reserva de plomo acumulada en toda la superficie del globo.
Mijaíl Simonov pensó que era como mirar desde arriba una gigantesca botella que estuviera enterrada en sus tres cuartas partes y que tuviera el cuello recubierto de plomo, una botella mágica, en verdad, aunque en este caso el tapón ya se había retirado y el genio que la habitaba había salido volando por los aires. Simonov estaba allí para descubrir cuál era la naturaleza de tan dudoso fugitivo. Lanzó un suspiro, refrenó el ramalazo de fantasía en lo más recóndito de su mente y concentró la mirada y la atención en la escena que tenía a sus pies.
El fondo del desfiladero había sido un lecho de agua sujeto a fuertes inundaciones estacionales. Río arriba, por encima de la «húmeda» pared del dique, había un lago artificial cuya superficie parecía de plomo…, pero sólo su superficie. Canalizada por debajo del gran tejado de plomo a través de invisibles conductos, el agua reaparecía en forma de cuatro grandes y esplendentes surtidores procedentes de canales de la pared inferior. El agua de los chorros se elevaba en el aire, se helaba y caía en forma de escarcha, o volvía a ser arrastrada al fondo del desfiladero bajo la apariencia de nieve o hielo, donde a pesar del aparente volumen de agua ahora sólo había un arroyuelo que seguía el antiguo curso. Debajo de la coraza de plomo había cuatro grandes turbinas que permanecían inactivas, sorteadas por las impetuosas aguas procedentes del lago. Ya hacía dos años que estaban paradas, desde el día en que los rusos pusieron a prueba su arma por primera y última vez.
A pesar de todas las medidas de camuflaje tecnológico empleadas por la URSS, los satélites espías americanos también detectaron aquella prueba. Lo que vieron exactamente fue algo que no salió nunca a la luz pública, ni siquiera fue objeto de alusiones fuera de las elevadas esferas del gobierno y de los correspondientes departamentos subalternos, si bien fue suficiente para poner en marcha, en los Estados Unidos, el SDI o «Guerra de las Galaxias». En círculos castrenses muy restringidos, pero muy poderosos y altamente secretos del mundo occidental, se habían iniciado apresuradamente conversaciones sobre los «escudos» de APB, Accelerated Particle Beam (Haz de Partículas Aceleradas), sobre láseres impulsados por energía nuclear o por plasma e incluso sobre algo llamado «Motor Magma», que en teoría podía restaurar la energía del pequeño agujero negro que algunos científicos creen que existe en el núcleo de la Tierra, consiguiéndose al mismo tiempo alimentar y proveer de combustible al planeta. Sin embargo, todas estas discusiones se habían quedado en meras conjeturas. Era un hecho que desde Rusia no se había filtrado nada realmente importante, dejando aparte las pruebas aportadas por los satélites, es decir, no se había filtrado nada que no pudiese calificarse de informes habituales. En efecto, en lo que se refería a la región de Perchorsk en los montes Urales, durante un tiempo había existido una reserva muy superior incluso a la del Centro Espacial de Baikonour en los días de los Sputniks. Aquella reserva, en los tiempos de las secuelas de la espantosa y única prueba, parecía haberse cuadruplicado repentinamente.
Simonov temblaba, arrebujado en su blanco anorak forrado de piel, y con mucho cuidado limpió sus prismáticos, se aplastó materialmente en el suelo cubierto de hielo como amparándose entre las piedras, mientras las nubes que cruzaban el espacio se entreabrían y él quedaba iluminado por la luna llena. Hacía frío allí arriba durante la época que ellos llamaban «verano», pero a finales de otoño podía decirse que aquello era una especie de infierno glacial. Ahora era otoño y, por poca que fuese la suerte que acompañara a Simonov, esperaba que podría escapar a los rigores de otro invierno. Sin embargo, Simonov hubo de corregirse mentalmente y considerar que debería contar con muchísima suerte. ¡Una suerte loca!
Bajo los rayos de la luna que se derramaban a raudales, la escena que divisaba abajo parecía bañada en plata, si bien las lentes especiales de Simonov se adaptaron automáticamente a ella. Las dirigió ahora hacia el paso propiamente dicho o lo que había sido el paso hasta que el Perchorsk Projekt se puso en marcha hacía cinco años.
Aquí, en el costado oriental del desfiladero, el paso se había ido erosionando por la parte del flanco de la montaña a consecuencia de la acción de una de las fuentes del río Sosva en su curso descendente hacia Berezov, mientras que por la parte oeste se había dinamitado hasta quedar convertido en una profunda depresión. El camino, que bajaba en forma muy accidentada desde las montañas, seguía de forma más o menos paralela al curso del río Kama por espacio de cuatrocientos kilómetros hasta Berezniki y Perm, en el tramo del ferrocarril Kirov-Sverdlovsk.
En los cuarenta años anteriores al Projekt, el paso lo utilizaban principalmente madereros, tramperos y buscadores de minas, y para el transporte de herramientas y productos agrícolas en ambas direcciones a través de la cordillera. En aquellos tiempos la estrecha carretera se abrió literalmente con explosivos en la dura roca y así permaneció hasta época reciente: un camino accidentado, pero expedito, a través de las montañas. Sin embargo, el Perchorsk Projekt había aportado drásticos cambios.
Con la construcción del tramo del ferrocarril Zapadno-Serinskaya por la parte este y la prolongación del ferrocarril de Utja a Vorkuta en dirección norte, aquel puerto tan elevado había dejado de gozar del favor de la gente como ruta de tránsito a través de las montañas y únicamente conservaba su importancia para un puñado de agricultores locales y gente parecida, cuyos medios de subsistencia contaban muy poco en el campo más amplio de las cosas importantes. Lo que se había hecho era trasladarlos a otro lugar. Esto ocurrió hace cuatro años y medio, pero después con toda la celeridad, el ingenio y los músculos que una superpotencia es capaz de reunir, se volvió a abrir el paso, se ensanchó y mejoró, dotándolo de carreteras bien asfaltadas, provistas de dos carriles. No se trataba, sin embargo, de una autopista pública o accesible a las comunidades locales, por cierto muy diseminadas; es más, el uso del paso les estaba estrictamente prohibido.
En resumen, el proyecto había tardado casi tres años en realizarse; durante este tiempo los servicios secretos soviéticos sólo habían dejado transparentar inocuos detalles acerca de «un paso en los Urales que está siendo sometido a reparaciones y mejoras». Aquélla había sido la actitud oficial, encaminada a interceptar o a confundir el intento de reconstruir el verdadero cuadro tal como era visto desde el espacio por los Estados Unidos. Y por si todavía se requerían más pruebas de la inocencia del Perchorsk Projekt, se habían tendido conducciones de gas y de petróleo en el paso comprendido entre Ujta y los yacimientos de gas de Ob. Lo que los rusos no podían ocultar ni enmascarar era la construcción de los diques y el movimiento de la pesada maquinaria utilizada para ello, el increíble macizo blindaje de plomo, construido en capas, sobre el antiguo lecho del poderoso torrente de un desfiladero, y quizá, lo más importante, el gradual crecimiento de un movimiento de tropas en la zona hasta llegar a una presencia militar permanente. Había habido gran cantidad de explosiones, excavaciones y formación de túneles, además del traslado de muchos miles de toneladas de rocas por camiones al lugar, a veces simplemente arrojadas a los precipicios locales, aparte de la instalación de un gran contingente de complicados equipos eléctricos y otros aparatos. Todo esto había sido vigilado desde el espacio y había intrigado e irritado a los servicios secretos y de seguridad de Occidente hasta la exasperación. Como siempre, los soviéticos ponían las cosas difíciles a los demás. Sea lo que fuere lo que se llevaban entre manos, actuaban de una manera que resultaba prácticamente inescrutable, en un desfiladero de laderas escarpadas y a casi trescientos metros de profundidad, lo que exigía que, para ver lo que hacían, fuera necesario disponer de un satélite colocado directamente sobre el lugar de los hechos.
En Occidente seguían haciéndose conjeturas y las alternativas eran muchas. ¿Estaban los rusos realizando una operación disimulada encaminada a la detección de minas? ¿Habrían descubierto importantes yacimientos de mineral de uranio de alta calidad en la región de los Urales? ¿Se dedicaban quizás a la construcción de instalaciones nucleares experimentales bajo las montañas? ¿No estarían preparándose para hacer pruebas de algo totalmente nuevo y radicalmente diferente? Cuando al fin se supo de qué se trataba, es decir, dos años después, resultó que aquellos que se habían inclinado por la tercera alternativa fueron los que estaban en lo cierto.
Mijaíl Simonov disipó sus fantasías y volvió al momento presente, atraído por el grave rugido de unos transportes propulsados por motores diesel que retumbaban desde el desfiladero y apagaban el débil plañido del viento. En el momento en que la luna volvía a ocultarse detrás de unas nubes, los faros de un convoy de camiones que avanzaban pesadamente proyectaron sus haces de luz blanca en la oscuridad, en la que se movían, al salir de lo más profundo de la abertura que formaba la depresión occidental. Los enormes y cuadrados camiones estaban a menos de kilómetro y medio de distancia al otro lado del desfiladero y a unos ciento cincuenta metros de profundidad desde la posición ventajosa en la que se encontraba Simonov, a pesar de lo cual se pegó materialmente al suelo, arrellanado en el escondrijo que le brindaban las piedras desnudas. Era una reacción controlada, automática, casi instintiva, frente a un posible peligro, no una retirada dictada por el pánico. Simonov había sido concienzudamente entrenado y en su preparación no se había reparado en gastos.
Cuando el convoy atravesaba el paso y se dirigía por la empinada rampa descendente de una carretera abierta en el mismo costado del desfiladero, toda una batería de faros cobró vida, proyectando su luz desde la abrupta pared e iluminando perfectamente la bien pavimentada carretera. Fascinado, Simonov prestó oído a los potentes motores y contempló la rutina de una recepción perfectamente organizada.
Sin apartar los prismáticos de sus ojos, hurgó en el bolsillo y sacó de él una minúscula cámara fotográfica, que encajó en la parte inferior de los prismáticos. Después pulsó un botón de la cámara y siguió observando. Lo que mirara quedaría impresionado automáticamente, una fotografía cada seis segundos durante cuatro minutos y medio, cuarenta y cinco diminutas fotos fijas de claridad cristalina. No es que esperase ver nada realmente importante, puesto que ya sabía qué contenían los camiones, y las fotografías de la cámara eran simplemente para certificar que aquél era su destino y para satisfacer a gente de Occidente.
Cuatro camiones: uno con los elementos de una valla electrificada de tres metros, otros dos con los componentes y municiones de tres cañones Katushev de 13 mm, especialmente aptos contra blancos blindados, y el cuarto y último cargado con una batería de generadores propulsados con motores diesel. No, la carga no tenía ninguna importancia. La pregunta era ésta: si los rusos pensaban defender el Perchorsk Projekt, ¿contra quién pensaban hacerlo?
¿Contra quién o… contra qué?
La cámara de Simonov chasqueaba de manera casi inaudible y sus ojos observaban todo lo que ocurría allí abajo. Sabía perfectamente que sólo podía permanecer allí diez o quince minutos como máximo, debido a la gran cantidad de radiaciones, pero sus pensamientos ya estaban volando por otros sitios. Volvía a encontrarse en Londres, donde pasó un par de meses hacía dos años. El fotografiar la llegada de los camiones tenía la culpa de todo, porque era lo que había hecho que Simonov se pusiera a pensar en las otras fotografías que el MI6 y los norteamericanos le habían mostrado en Londres. Pero entonces se trataba de una película corta, no de fotos fijas. Se relajó durante unos instantes. Estaba haciendo lo que se esperaba de él, por lo que bien podía concederse alguna divagación. De hecho, después de haber contemplado la película, lo difícil era no seguir recordándola.
La película hacía referencia a algo que había ocurrido siete semanas después del incidente de Perchorsk (al que se aludía con la palabra «pi», Perchorsk Incident) y que había sido bautizado con las siglas «pi II» o «Pill». Sí, menuda pildora la que había tenido él que tragar.[1] Había sucedido lo siguiente:
Una mañana temprano de un día radiante de mediados de octubre en la costa oriental de los Estados Unidos. A lo largo del DEW-line[2] canadiense el ambiente estuvo agitado por espacio de unas tres horas. ¿Causa? Un par de aparatos espías con radares superpuestos, situados sobre los mares de Barents y de Kara volando desde Arkángel a Igarka a través de los Urales, enviaban informes secretos mediante destellos por encima del polo a receptores del Canadá y de las bases USAF[3] de Maine y de New Hampshire. Washington fue informada del hecho y se envió una notificación de alerta moderada a las bases de misiles de Groenlandia y a la base de la península de Foxe en la isla de Baffin. También recibieron notificaciones otros adheridos al DEW-line, pero Gran Bretaña mostró poco interés y pidió ampliación de noticias, Dinamarca se mostró nerviosa, como era lógico esperar (debido a Groenlandia), Islandia no exteriorizó ningún tipo de interés por el asunto y Francia se hizo la desentendida.
Pero las cosas ahora empezaban a coger un poco más de ritmo. Los espías del espacio habían perdido al intruso (un «intruso» es cualquier objeto aéreo que circule de este a oeste a través del océano Glacial Ártico) y ya no lo detectaban en sus radares, pero al mismo tiempo aquél había sido detectado por el DEW-line cruzando el Círculo Polar Ártico siguiendo un curso un tanto irregular; pero, en líneas generales, aproximándose a la isla Queen Elizabeth. Y lo que es más, los rusos habían puesto un par de interceptores Mig procedentes de sus aeropuertos militares de Kirovsk al sur de Murmansk. Noruega y Suecia se habían unido a Dinamarca en su nerviosismo. Los Estados Unidos, por su parte, se mostraban extremadamente curiosos, pero de momento no se sentían preocupados (el objeto se movía muy lentamente para constituir una verdadera amenaza). No obstante se había desviado de su vuelo rutinario a un avión de reconocimiento AWACS[4] hasta una línea de intercepción y habían salido dos aviones de combate de una franja situada cerca de Fort Fairfield, Maine.
Hace cuatro horas que el posible OVNI fue avistado por primera vez sobre Novaya Zemlya y hasta ahora ha cubierto poco más de mil cuatrocientos kilómetros, ha pasado por la parte oeste de la Tierra de Francisco José siguiendo lo que ahora parece una línea recta en dirección a la isla de Ellesmere, el lugar donde los Migs le dan alcance, aun cuando no aparece totalmente en la imagen. Desde el punto de vista geográfico le han dado alcance, pero pese a que se encuentran a la altura máxima, el OVNI todavía está tres kilómetros más alto que ellos. Es evidente, sin embargo, que ellos lo ven… y que él también los ve a ellos.
Lo que ocurre después no está comprobado, la base de Kirovsk ha ordenado silencio radiofónico, pero teniendo en cuenta lo que va a ocurrir más tarde, podemos adivinar lo sucedido. El objeto baja, coge velocidad, ¡y ataca! Es probable que los Migs abrieran fuego durante los segundos que precedieron al momento en que quedaron reducidos a confetti. Los restos de los aparatos se pierden en la nieve y el hielo a unos mil kilómetros del polo y a distancia parecida de Ellesmere.
¡Y ahora sí que el intruso actúa como verdadero intruso! Acelera su velocidad a unos quinientos cincuenta kilómetros por hora y se lanza recto como una flecha. El AWACS ha informado que los Migs han desaparecido de sus pantallas, presumiblemente por haberse precipitado en picado, pero una llamada superurgente desde Washington a Moscú no consigue otra cosa que las ambigüedades de costumbre:
—¿Qué Migs? ¿Qué intruso?
Los Estados Unidos se muestran un poco irritados.
—Este avión ha salido de su espacio aéreo y ha entrado en el nuestro. No tiene ningún derecho a permanecer en él. Si continúa llevando el mismo rumbo será interceptado y obligado a aterrizar. En caso de que no obedezca o de que dé muestras de hostilidad, es probable que sea atacado y destruido…
Y de pronto la inesperada respuesta de los rusos.
—¡Perfecto! Sea lo que sea lo que vean en sus pantallas, no tiene nada que ver con nosotros y renunciamos totalmente a responsabilizarnos del hecho. ¡Hagan lo que quieran con el aparato en cuestión!
Ahora ya están llegando informes noruegos mucho más detallados desde la estación receptora de Hammerfest. Se cree que el objeto procede de una región de los Urales próxima a Labytnangi, en el mismo Círculo Polar Ártico, aproximadamente a unos ciento sesenta kilómetros. De haberse situado unos cuatrocientos cincuenta kilómetros más al sur, los informes habrían sido más exactos, puesto que el paso de Perchorsk se encontraba a esa distancia de la fuente que ellos citaban. Desgraciadamente, en la otra dirección, al norte de Labytnangi, estaba Vorkuta, el emplazamiento de misiles más septentrional de la URSS, aprovisionado por ferrocarril desde Ujta. Ahora los americanos habían pasado de estar levemente irritados a sentirse profundamente recelosos. ¿Qué demonios querrán los rojos? ¿No se les habrá escapado algún proyectil experimental de Vorkuta y ahora resulta que lo han perdido? Y de ser así, ¿tendrá la ojiva explosiva?
¿Cuántas ojivas explosivas puede tener?
La inquietud va en aumento, mientras Moscú es objeto de la máxima atención y se producen contactos que reflejan una gran alarma. Pese a todo, los soviéticos continúan negando, aunque se nota que están nerviosos.
Las cosas empiezan a ponerse mejor y ahora van a llegar mensajes más claros. Tenemos el objeto localizado por satélite, por radar terrestre y por el AWACS. Todavía no se ha detectado ningún ser humano, ni se sabe qué puede ser físicamente, pero sí que está allí. Los aparatos espías aventuran la idea de que se trate de una densa bandada de pájaros, pero ¿qué pájaros vuelan a más de quinientos kilómetros por hora a una altura de ocho kilómetros a través del Círculo Polar Ártico? La colisión con los pájaros podría haber desviado a los Migs, por supuesto, pero… Las instalaciones del radar secreto y altamente tecnificado situado en el DEW-line declara que se trata de un gran avión o… de una plataforma espacial caída de la órbita que seguía. Pero esta clase de artilugios tienen un contenido en metal muy bajo, mejor dicho, un contenido nulo. Sin embargo, los servicios secretos no admitirían la existencia de una nave aérea (y menos aún de una estación espacial) de sesenta y pico de metros de longitud y hecha de lona. El AWACS informa que el objeto volador lo hace a base de unos movimientos rápidos y bruscos, como si fuera un inmenso pulpo aéreo. El AWACS está más o menos en lo cierto.
Hace una hora que los interceptores norteamericanos se han entrometido. Volando cerca del Mach II, han atravesado la bahía de Hudson desde las islas Belcher hasta un lugar situado a unos trescientos veinte kilómetros al norte de Churchill. Esto ha hecho que dieran alcance al AWACS y que lo dejaran atrás al cabo de unos minutos. El AWACS les ha dicho que el objetivo se encuentra mucho más adelante y que ahora ha descendido hasta una altura de tres mil metros. Y ahora, por fin, al igual que los Migs que están situados más adelante, han detectado al intruso.
Éstas habían sido las explicaciones y el escenario de los hechos que la CÍA y el MI6 habían facilitado a Simonov antes de mostrarle el film del AWACS y, en el momento en que el oficial encargado de las informaciones había pronunciado las tres últimas palabras —«detectado al intruso»—, la película había empezado a desplegarse ante sus ojos. Todo ello muy impresionante, tal como correspondía…
«Detectar al intruso», pensaba ahora Simonov, mientras las palabras dejaban un regusto amargo en su lengua hasta el punto de que al pronunciarlas casi las escupía.
¡Y tanto que sí! Aquellas palabras precisamente daban nombre al juego, ¿no es verdad? En cuestiones de seguridad, en asuntos relacionados con los servicios secretos o con el espionaje, siempre se trataba de lo mismo: Detectar al intruso. Y todos actuaban lo mejor que su experiencia les dictaba, algunos un poco mejor que otros. Ahora, y en ese lugar, el intruso era él: Michael J. Simmons, alias Mijaíl Simonov. Sólo que a él todavía no lo habían detectado.
Después, mientras volvía a concentrar toda su atención en la escena que se desarrollaba en el fondo del barranco, sintió o quizás oyó algo que no pudo identificar. De un lugar detrás de él y algo más abajo le había llegado el ruido que hace una piedra al salir desplazada y toda una serie de ruidos mientras la piedra, dando tumbos, arrastraba en su camino otras piedras que caían rodando montaña abajo. El último tramo de la ascensión había sido por una empinada arista con varios terraplenes. Más que subir por aquel tramo había tenido que gatear, lo que había provocado el desprendimiento de muchos guijarros y piedrecillas que habían quedado sueltas a lo largo del trayecto. Es posible que a su paso hubiera quedado suspendida en precario equilibrio alguna piedra en un saliente de la roca y que alguna ráfaga de viento la hubiera hecho saltar. Simonov pensó que no podía ser otra cosa, pero…
Pero ¿y si era otra cosa? Era una sensación que acababa de sentir, como una inquietante sospecha que iba tomando forma poco a poco: la impresión de que alguien, desde alguna parte, tenía conciencia de su presencia. Alguien de quien él todavía no se había apercibido. Suponía que se trataba de una de aquellas sensaciones con las que los espías acostumbran a tener que convivir. Quizá todo se había desarrollado tan bien que no había más remedio que ahora surgieran dificultades. Esperaba que no fuera más que eso. Pero para asegurarse…
Sin volver la vista atrás ni cambiar de postura, bajó la cremallera del anorak, metió la mano en su interior y sacó un revólver automático de aspecto avieso y cañón corto, con el grueso silenciador colocado. Comprobó el cargador y, sin hacer ruido, lo agarró con fuerza. Todo esto lo hizo con una sola mano, con la facilidad que da la práctica, sin suspender la fotografía de los camiones que circulaban por el desfiladero. Es posible que el último par de fotos hubieran quedado un poco desenfocadas, pero esto tenía poca importancia. Simonov estaba contento de lo que había conseguido.
La minúscula cámara encajada en los prismáticos de Simonov emitió un último chasquido y un zumbido de advertencia con el que indicaba que la secuencia había terminado. Retiró la cámara y la dejó aparte, colocó después los prismáticos perfectamente en la base de una piedra, puso con mucho cuidado el dedo en el gatillo de la pistola, se dio media vuelta y se puso de rodillas. Sin salir de su escondrijo, atisbo prudentemente a través de la abertura en forma de «V» que se abría en medio de dos piedras. Por allí no se veía nada o, por lo menos, él no veía nada. Sólo abruptos acantilados que se despeñaban desde trescientos metros de altura, con algún que otro espolón diseminado y finísimas capas de nieve blanca y fulgurante en todas las superficies planas. Y mucho más abajo, sumidas en la oscuridad de la noche, lomas más bajas y suaves que señalaban el límite de la vegetación arbórea. Todo estaba inmóvil, monocromo, bajo la débil luz de las estrellas y el esporádico esplendor de la luna; sólo leves ráfagas de viento levantaban la nieve que desalojaban de los espolones y de los salientes más altos. Eran mucho los sitios donde alguien podría ocultarse; nadie mejor que Simonov, experto en esconderse, podía saberlo, pero si alguien lo hubiera seguido, ¿por qué molestarse en subir hasta allá arriba? ¿No habría sido más fácil esperarlo abajo? Con todo, seguía persistiendo en él aquella sensación, la de no estar solo, que había ido creciendo progresivamente en las últimas dos o tres visitas que había hecho a este lugar.
Este lugar, tierra propicia a la producción de extraños monstruos…
Volvió a colocarse en la misma postura de antes, cogió de nuevo los prismáticos y se los acercó a los ojos. En el fondo del barranco, donde la accidentada carretera recorría el desfiladero hasta las imponentes paredes gemelas del dique y la curvada superficie de plomo que se extendía entre ellas, se abría una cavernosa entrada en el acantilado por la que salía la luz. El último camión dejó la carretera para girar a la izquierda, en dirección a una zona llana, después de colocarse tras unas grandes puertas de plomo provistas de ruedas y enmarcadas de acero. Un grupo de hombres vestidos de amarillo que se encargaban de dirigir el tráfico hicieron señales con unos banderines y el camión entró ruidosamente. Al poco rato se perdió de vista, después de lo cual lo siguieron hacia el interior del acantilado, desde donde irradiaba aquella luz cegadora. Otros hombres venían corriendo por la carretera, recogiendo al mismo tiempo las baliza de luz destellante que iluminaban el camino. Al llegar a las grandes puertas, éstas se cerraron, pero había quedado abierta una portezuela lateral, semejante a la puerta de una cueva, por la que emergía un haz de luz amarilla. Los hombres que llevaban las balizas entraron por ella y la puerta se cerró. Los focos que iluminaban el paso desde arriba se apagaron de pronto y al momento todo quedó sumido en la oscuridad. Únicamente el agua de la presa y el gran escudo de plomo refulgían al reflejar la luz de las estrellas.
Todo el plomo que había allá abajo lo sumía en profundas reflexiones, al igual que las peligrosas cumbres, bastante más radiactivas de lo que parecían a primera vista… y también aquella Cosa filmada por el AWACS mientras se escabullía de los aviones de combate americanos. Simonov no pudo reprimir un ligero estremecimiento, que esta vez no era debido al intenso frío reinante. Dobló los prismáticos y los metió en un estuche plano de cuero que deslizó dentro de su anorak, aunque sin quitarse del cuello la correa de piel de la que los llevaba colgados. Todavía se quedó unos momentos allí tumbado, con los ojos clavados en la enigmática sima que se abría allá abajo, mientras por su mente iba desfilando en la oscuridad la secuencia de hechos que había presenciado en Londres, en el film desenfocado que había rodado el AWACS…
Pero, pese a recordarlo, rehuía su recuerdo. ¡Ya era bastante terrible que de vez en cuando poblara sus sueños! ¿Sería posible que aquello…, aquello…, fuera lo que fuese, hubiera salido precisamente de allí? ¿Una mutación monstruosa? ¿Un guerrero clónico gigantesco y odioso conjurado por algún experimento increíble de un genetista enloquecido? ¿Una arma «biológica» fuera de todas las anteriores experiencias del hombre, fuera totalmente de su comprensión? Para eso estaba allí, para descubrirlo. O mejor dicho, esto es lo que debía probar de manera concluyente: que era éste el lugar donde aquella Cosa había nacido o donde había sido fabricada: aquel hervidero, aquella pulsación, todo aquel retorcimiento…
La nieve crujió levemente bajo una pisada furtiva.
Simonov se puso en pie de un salto y al mismo tiempo se giró, lo que le permitió contemplar una cabeza y unos ojos clavados en él que asomaban por encima de una acumulación baja de rocas. Con la pistola automática en la mano, se lanzó tras las piedras que tenía a la izquierda para ampararse en ellas, al tiempo que extendía el brazo derecho, pronto a disparar. Un hombre vestido con una parka de un blanco inmaculado seguía agazapado detrás de las piedras con una arma en la mano, apuntando a Simonov. En el instante en que Simonov se arrojó a un lado tuvo tiempo de hacer dos disparos, el primero le alcanzó en el hombro, y al levantarse, el segundo fue a darle en el pecho y lo derribó hacia atrás, dejándolo tumbado en la nieve que cubría a rachas el suelo.
Las sordas detonaciones, amortiguadas por el silencio del arma de Simonov, no habían levantado ecos, pero apenas había tenido tiempo de recobrar el aliento cuando Simonov oyó un ronco y jadeante gruñido a su lado y vio fulgurar repentinamente en el aire un destello plateado que reflejaba la luz de la luna. Del espacio cubierto de nieve que Simonov tenía a su izquierda, a menos de medio metro de distancia, se levantó de pronto una polvareda de nieve.
—¡Hijo de puta! —oyó que le decían en ruso, mientras aparecía una manaza que agarraba a Simonov por los cabellos y un piolet describía un arco en el aire que, al bajar, le atravesaba la mano que empuñaba el arma a nivel de la muñeca y se la dejaba casi clavada en el terreno pedregoso donde se había situado.
El ruso, tumbado en un hoyo lleno de nieve, le había estado aguardando. Ahora se abalanzó hacia él, tratando de descargar todo su corpachón sobre Simonov. El agente tuvo tiempo de ver una cara de tez cetrina, una hilera de dientes blancos y fieros, enmarcados por una barba y un collarín de pieles blancas, y descargó sobre ella con toda su fuerza un terrible golpe con el codo izquierdo. Se oyó un crujido de huesos y dientes y el ruso profirió un grito acompañado de un estertor, aunque no por ello soltó a Simonov, al que continuaba agarrando por los cabellos. Después, lanzando imprecaciones, el gigantesco soviético levantó el piolet para asestar un segundo golpe.
Simonov trató de servirse del arma, pero todo fue inútil. Sentía la mano inerte, que le colgaba como un pez atravesado por el arpón. El ruso se dobló sobre él, dejando que la sangre goteara sobre Simonov, al que ahora tenía agarrado por el cuello, y volvió a levantar el pico en el aire en actitud amenazadora.
—¡Karl! —se oyó decir a otra voz amparada en las sombras de otras piedras— ¡Lo queremos vivo!
—¿Muy vivo o poco vivo?
Karl masculló las palabras entre esputos de sangre, aunque soltó el piolet enseguida y con un puño duro como el hierro sujetó a Simonov en el suelo apretándole la frente. El espía sintió que se desmayaba, lo que casi supuso para él un alivio.
De la oscuridad surgió una tercera figura, otro ruso, que se colocó al lado de Simonov, ahora boca abajo. Después de comprobar el pulso del hombre inconsciente dijo:
—¿Estás bien, Karl? Si te encuentras en condiciones de hacerlo, ve a ver cómo está Boris. Me parece que éste le ha metido en el cuerpo un par de balas.
—¿Te parece? Bueno, yo estaba más cerca de él que tú y te aseguro que sí —refunfuñó Karl.
Tocándose cuidadosamente su maltrecha cara con dedos temblorosos, se acercó a Boris, que estaba despatarrado en el suelo.
—¿Está muerto? —dijo en voz baja el hombre colocado de rodillas al lado de Simonov.
—De muerto nada —rezongó Karl—, ¡ojalá estuviera muerto!
Y señaló a Simonov con un dedo acusador.
—Ha matado a Boris, me ha hecho polvo la cara… tendrías que dejar que le machacara la cabeza.
—No me parece muy original —le cortó el otro; después, se levantó.
Aquel tipo era alto y más delgado que una vara, pese incluso a su voluminosa parka. Tenía la cara pálida, labios finos y expresión sardónica vista a la luz de la luna, los ojos hundidos y oscuros brillaban como joyas. Se llamaba Chingiz Khuv y era comandante, pero en la rama especializada de la KGB donde trabajaba había que evitar los uniformes y el uso de títulos y graduaciones. El anonimato aumentaba la productividad y aseguraba la longevidad. Khuv había olvidado quién había dicho aquella frase, pero se adhería plenamente a ella. El anonimato conseguía esas dos cosas, pero había que asegurarse al mismo tiempo que no disminuyera la autoridad.
—Es un enemigo nuestro, ¿sí o no? —refunfuñó Karl.
—Sí, pero no es más que una persona y nuestros enemigos son muchos. Estoy de acuerdo contigo en que sería formidable retorcerle el pescuezo y a lo mejor tienes oportunidad de hacerlo…, pero no será antes de que yo le haya hecho papilla los sesos.
—Necesito que me atiendan —dijo Karl, frotándose un poco de nieve suavemente por la cara.
—A él le ocurre lo mismo —dijo indicando con un gesto a Simonov— y también al pobre Boris.
Volvió a su escondrijo entre las rocas y sacó una radio de bolsillo, extendió la antena y, hablando por el micrófono, dijo:
—Zero… aquí Khuv. Envía enseguida el helicóptero de socorro. Estamos a un kilómetro del Projekt río arriba, en la parte superior del centro oriental. El piloto verá la antorcha… Cambio.
—Zero… voy enseguida, camarada… Cambio y corto —fue la respuesta, aguda y acompañada de ruidos.
Khuv cogió una antorcha, la prendió, la hincó en el suelo y apiló nieve a su alrededor. Inmediatamente después bajó la cremallera del anorak de Simonov y comenzó a revolverle los bolsillos. No había mucha cosa: los prismáticos de visión nocturna, cargadores suplementarios para el arma automática, cigarrillos rusos, una fotografía ligeramente arrugada de una esbelta campesina sentada en un campo de margaritas, un lápiz y un pequeño bloc, media docena de cerillas sueltas, un carnet «oficial» del servicio secreto soviético y una barra curvada de goma de un centímetro de grueso por cinco centímetros de largo. Khuv observó unos momentos el trozo de goma negra, en el que divisó unas marcas que parecían…
—¡Marcas de dientes! —dijo, asintiendo con la cabeza.
—¿Cómo? —masculló Karl.
Se había acercado a Khuv para ver qué hacía. Hablaba a través de un puñado de nieve con el que pretendía restañar las heridas que tenía en la nariz y en los labios.
—¿Qué has dicho? ¿Marcas de dientes?
Khuv le mostró la goma.
—Es un protector de las encías —le informó—. Seguro que lo usa por las noches, para evitar que le rechinen los dientes.
Se pusieron de rodillas al lado de Simonov y Karl comenzó a manipular sus mandíbulas. El hombre, que estaba inconsciente, se quejó y se resistió un poco, hasta que finalmente se rindió a la presión de las manazas del ruso. Karl le obligó a abrir la boca y dijo:
—Llevo una linterna en forma de lápiz en el bolsillo de arriba.
Khuv hurgó en el bolsillo del otro y le sacó la linterna, con la que iluminó la boca de Simonov. En la mandíbula inferior, a la izquierda, muy atrás, la segunda pieza contando desde la muela del juicio… A primera vista parecía una muela empastada, pero, si se observaba con más atención, era evidente que se trataba de una muela hueca, dentro de la cual se alojaba un minúsculo cilindro. Había desaparecido parte del esmalte, que dejaba ver el metal brillante que se encontraba debajo.
—¿Cianuro? —se preguntó Karl.
—No, actualmente tienen algo mejor —respondió Khuv—. Es instantáneo y totalmente indoloro. Mejor que se lo saquemos antes de que despierte. No se sabe nunca… a lo mejor se empeña en convertirse en un héroe.
—Vuélvele la cara del lado izquierdo y acércasela al suelo —masculló Karl.
Había puesto las armas de Simonov y de Boris en uno de sus bolsillos y ahora las sacó para usar la culata del arma de Simonov como palanca para separarle las mandíbulas. El arma de su camarada muerto tenía un cañón largo y fino.
—¡Ésta no me hará más daño a mí que a él! —masculló Karl—. Me figuro que a Boris le gustaría saber que utilizo su arma.
—¿Cómo? —le gritó Khuv—. ¿Te gustaría dispararle? Vas a estropearle la cara y a lo mejor se muere del susto.
—Me encantaría pegarle un tiro —respondió Karl—, pero no es ésa mi intención.
Puso el talón sobre la culata del revólver.
Khuv miró para el otro lado. Esta parte era para gente como Karl.
A Khuv le gustaba pensar que él estaba un poco por encima de la simple brutalidad animal. Miró por encima del borde del acantilado, hizo rechinar los dientes en una especie de morbosa empatia al oír que Karl daba un golpe con el mango del martillo en la culata del arma.
—¡Ya está! —dijo Karl con aire de satisfacción—. ¡Terminado!
En realidad le había sacado dos dientes completos, la muela que contenía el cilindro y la vecina. Ahora metió un dedo pringoso en la boca llena de sangre de Simonov para hacerse con las muelas.
—Todo terminado —volvió a decir Karl—, y además no he roto el cilindro. Fíjate que tiene la tapadera puesta. Ya estaba a punto de volver en sí, creo, pero ahora el dolor lo mantendrá atontado.
—Lo has hecho perfectamente —dijo Khuv con un leve estremecimiento—. Métele un poco de nieve en la boca… pero no mucha.
E inclinando la cabeza, añadió:
—¡Ya vienen!
Desde el fondo del precipicio llegaba una luz tenue y artificial, como los rayos de un falso amanecer que se presentara a oleadas. Ahora iba aclarándose rápidamente. Con la luz llegó el sonido intermitente y cortante de los rotores de un helicóptero…
Jazz Simmons estaba cayendo, cayendo, cayendo… Estaba en la cima de una montaña y caía sin saber cómo. Era una montaña altísima y tardaría mucho tiempo en llegar al suelo. La verdad es que hacía tanto rato que estaba cayendo que más bien parecía estar flotando. Flotaba en el aire, despatarrado como una rana, en caída libre, igual que un experto paracaidista que estuviese aguardando el momento oportuno para abrir el paracaídas. Lo que pasaba es que Jazz no tenía paracaídas. Debía de haberse golpeado con algo al caer, porque tenía la boca llena de sangre.
Las náuseas y el vómito lo sacaron de la pesadilla para sumirlo en una realidad todavía peor que una pesadilla. ¡Estaba cayendo de veras! Súbitamente lo recordó todo y el pensamiento iluminó su cabeza.
¡Oh, Dios santo! ¡Me han arrojado por el precipicio!
Pero en realidad no caía, sino que flotaba. Por lo menos esta parte del sueño era real. Y ahora, mientras su cerebro empezaba a funcionar y la impresión parecía irse atenuando un poco, sintió la fuerte presión de las correas y la enorme fuerza del aire que proyectaba el gran ventilador del helicóptero, situado más arriba de su cabeza. Estiró el cuello y retorció el cuerpo y con grandes esfuerzos consiguió dirigir la vista hacia arriba. Encima tenía un helicóptero que con sus faros iluminaba las profundidades de la sima, pero encima mismo de su cabeza…
Encima mismo de su cabeza un hombre muerto giraba lentamente suspendido de una cuerda, suspendido de un gancho por el cinturón, los brazos y las piernas colgando fláccidamente. Sus apagados ojos estaban abiertos y cada vez que se daba la vuelta se clavaban en los de Jazz. Por las manchas carmesí que destacaban en su blanca parka, Jazz supuso que se trataba del hombre contra el cual había disparado.
Después…
Volvió a desmayarse, una especie de ingravidez, un vértigo frío, un viento restallante y el ruido, combinándose todo para hacerle perder el sentido por segunda vez. Lo último que recordó al caer en otro precipicio —un pozo negro como la noche de un misericordioso olvido— fue la pregunta que se hizo: ¿por qué tenía la boca llena de sangre y qué había ocurrido con sus muelas?
Unos momentos después de haber viajado en el helicóptero, lo descargaron en la parte plana que coronaba la pared de la presa situada mas arriba y unos hombres con chaquetas amarillas lo sacaron de allí y le retiraron las correas, gancho incluido. También descargaron a Boris Dudko, otro héroe de la Madre Rusia. Después se encargaron de transportar a Jazz Simmons sin demasiados miramientos, si bien él no se enteró y por eso le importó muy poco.
Tampoco sabía que iba a vivir el sueño de todo agente secreto del mundo occidental: entrar en el interior del Perchorsk Projekt.
Salir de allí ya sería otra cosa…