Hombre a hombre, cara a cara
—Harry —alguien lo cogió del hombro y lo sacudió—. ¡Harry, despierte!
El necroscopio se despertó de inmediato; fue casi como si pasara por una puerta de Möbius de una existencia a otra, del sueño a la vigilia. Vio al gitano con el que había hablado y compartido la comida, y cuya manta le cubría las piernas. Y su primer pensamiento fue: «¿Cómo conoce mi nombre?». Pero un instante después se tranquilizó. Claro que conocía su nombre. Janos se lo había dicho. Seguramente había dicho ya a todos sus vasallos y a sus servidores humanos el nombre de su mayor enemigo.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry incorporándose.
—Ya ha dormido una hora —respondió el otro—. Muy pronto partiremos. Voy a coger mi manta. Además, hay algo que usted debería ver.
—¿Sí?
El gitano asintió con un gesto. Sus ojos tenían una mirada alerta, y eran agudos y oscuros.
—¿Tiene usted un amigo que le está buscando?
—¿Qué dice? ¿Un amigo en este lugar?
¿Era posible que Darcy Clarke o alguno de los del grupo de Rodas le hubiera seguido hasta aquí? Harry hizo un gesto negativo.
—No, no creo.
—¿Un enemigo que le esté siguiendo, entonces? ¿En un coche?
Harry se puso en pie.
—¿Ha visto un coche? Muéstremelo.
—Sígame —dijo el gitano—, pero con disimulo.
El gitano marchó a paso rápido por entre los árboles hasta llegar a un seto. Harry le siguió, y vio a los otros gitanos, dispersos aquí y allí en el campamento. Los hombres estaban silenciosos y tensos bajo la verde sombra de los árboles. Habían empacado todas sus pertenencias, y estaban preparados para emprender la marcha.
—Allí —dijo el guía de Harry, y se hizo a un lado para que el necroscopio pudiera mirar por entre los arbustos.
Al otro lado del camino un hombre estaba sentado al volante de un viejo escarabajo Volkswagen y miraba la entrada del campamento. Harry al principio creyó que no lo conocía…, pero pensó que sí. Ahora que su atención se concentraba en él, recordó dónde lo había visto. El hombre estaba en el avión. Y posiblemente también en Mezobereny. Aquella boquilla era inconfundible. Y también su estilo amanerado, casi femenino. Y ahora Harry también recordó su primera escaramuza con la Securitatea en Rumania. ¿Era posible que este hombre fuera el contacto de los servicios secretos rumanos en Rodas? ¿Quizás era un agente de la Organización E soviética?
Harry miró al gitano que estaba a su lado y le dijo:
—Sí, es posible que sea un enemigo —y en ese instante vio que su compañero empuñaba un cuchillo—. ¿Y eso? —le preguntó, alzando una ceja.
El otro sonrió sin alegría.
—A los cíngaros no nos gustan los vigilantes silenciosos.
Harry, sin embargo, se preguntó si el cuchillo no sería para evitar que intentara huir.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó.
—Mirar —dijo el otro.
Una joven gitana, con un vestido de brillantes colores y un mantón, cruzó la carretera y fue hasta el coche; Nikolai Zharov se irguió tras el volante. Ella le mostró una cesta llena de fruslerías y le dijo algo. Pero él rechazó con la cabeza. Después le mostró unos billetes y se dirigió a ella con expresión inquisitiva. Ella cogió el dinero, asintió vigorosamente con la cabeza, y señaló hacia el bosque. Zharov frunció el entrecejo y volvió a interrogarla. Ella le respondió con más firmeza aún, dio una patada en el suelo y señaló nuevamente en dirección a Gyula, siguiendo el camino del bosque.
Zharov finalmente asintió y arrancó el coche. El ruso se alejó en medio de una nube de polvo. Harry se volvió hacia el gitano y le dijo:
—Entonces, era un enemigo y la chica lo ha enviado en una dirección falsa.
—Sí. Y ahora tenemos que irnos de aquí.
—¿Tenemos? —preguntó Harry sin dejar de mirarlo.
El hombre enfundó el cuchillo.
—Nosotros, los Viajeros. ¿Quién, si no? —respondió el gitano—. Si usted hubiera estado despierto, podría haber comido con nosotros. Pero no se preocupe, le hemos guardado un poco de sopa.
Y otro hombre se acercó con un cuenco y una cuchara de madera, que ofreció a Harry. Harry miró la sopa.
¡No la beba! —le dijo una voz en la lengua de los muertos, y Harry reconoció la voz del rey gitano.
¿Veneno? —preguntó mentalmente Harry—. ¿Su gente intenta envenenarme?
No, sólo quieren que se esté quieto por una hora o dos. Y si bebe eso, lo estará.
¿Quieto y enfermo?
No. Tal vez un leve dolor de cabeza, que desaparecerá con un sorbo de agua. Pero si bebe la sopa… todo está perdido. Cruzará la frontera, y le llevarán a las antiguas colinas y a las escarpadas montañas, que, como usted sabe, pertenecen a Ferenczy.
Que así sea, entonces —respondió Harry con un gruñido de satisfacción, y bebió la sopa…
Nikolai Zharov fue hasta Gyula, y ya se hallaba en el centro de la ciudad cuando prestó atención a una vocecilla que resonaba en su cabeza y le repetía, a cada instante con mayor insistencia, que era un tonto. Finalmente dio la vuelta con el coche y regresó al lugar de donde venía. Ya comprobaría más tarde si Keogh había ido a Gyula, pero entretanto, si la joven gitana le había mentido…
Los Viajeros habían levantado el campamento, y parecía que nunca hubieran pasado por allí los gitanos. Zharov soltó una maldición, giró a la izquierda, en dirección a la ruta principal, y apretó el acelerador. Y vio a lo lejos que el primer carromato pasaba por el puesto fronterizo.
Llegó al puesto con un rechinar de ruedas, saltó del coche y corrió hacia el interior de la caseta construida en el estilo de los chalets. El guardia que estaba sentado tras la mesa cogió su gorra y se la encasquetó de inmediato. Miró con furia a Zharov y el ruso le devolvió la mirada. Por los sucios cristales de las ventanas se veía al último carromato de los gitanos pasar bajo la barrera, que estaba levantada.
—¿Cómo permite eso? —chilló el ruso—. ¿Está loco? ¿Qué es usted, húngaro o rumano?
El guardia era joven, gordo y rubicundo. Era un campesino de Transilvania, que había ingresado en la Securitatea porque le había parecido que así tendría una vida más fácil. No se ganaba mucho dinero, pero al menos podía hacerse el matón de vez en cuando. Y, claro está, no le gustaba que nadie hiciera el matón con él.
—¿Y usted quién es? —dijo con voz amenazante.
—¡Payaso! —volvió a chillar Zharov—. ¿Así que esos gitanos van y vienen cuando quieren? ¿No es esto un puesto fronterizo? ¿Sabe el presidente Ceausescu que esa escoria pasa sus fronteras sin siquiera pedirle permiso a usted? ¡Mueva su gordo trasero y sígame! ¡En esos carromatos se esconde un espía!
La expresión del guardia había cambiado. Zharov, a pesar de su acento extranjero, podía ser un oficial de alto rango de la Securitatea. En verdad, actuaba como si lo fuera. ¿Pero qué era esa historia de espías? El guardia, medio sofocado y con la tez aún más rubicunda, salió deprisa de atrás de su mesa, se abrochó un botón de la camisa azul manchada de sudor, y se acarició nervioso la barba de dos días que le cubría las mejillas. Zharov le condujo fuera de la caseta, subió al coche y abrió la puerta del otro lado para que el guardia se sentara junto a él.
—¡Suba! —le ordenó.
El desconcertado guardia se acomodó como pudo en el pequeño asiento y protestó:
—¡Pero los Viajeros no son un problema! ¡Nadie se preocupa por ellos! ¡Si han hecho este camino desde hace años! Y ahora llevan a uno de los suyos para enterrarlo. Y no creo que esté bien impedir un funeral.
—¡Idiota! —Zharov apretó el acelerador a fondo, se acercó peligrosamente a la parte trasera de la caravana, y luego se puso a la par—. ¿Ni siquiera se molestó en mirar por si estaban tramando algo? ¡No, claro que no! Le digo que llevan a un espía británico llamado Harry Keogh. Le buscan en Rumania y en la URSS. Y ahora está en el país de usted, y por consiguiente bajo su jurisdicción. Usted podría apuntarse un tanto… si sigue mis instrucciones al pie de la letra.
—Sí, ya lo veo —murmuró el guardia, aunque en verdad no veía nada.
—¿Está armado?
—¿Yo? ¿Aquí? ¿Para matar ardillas?
Zharov gruñó y apretó el freno, atravesando el coche frente al primer carromato. La columna perdió velocidad de inmediato y luego los carricoches chocaron en acordeón, mientras Zharov y el guardia fronterizo bajaban del coche.
El agente de la KGB señaló hacia los carromatos, de los que estaban bajando los enfadados gitanos.
—¡Regístrelos! —ordenó.
—¿Pero qué tengo que buscar? —preguntó el guardia, todavía perplejo—. Se trata de carromatos; tienen un asiento delante, una puerta atrás, y una habitación en el medio. Con una mirada será suficiente.
—Tiene que buscar un espacio en el que puedan esconder un hombre. ¡Eso es lo que tiene que buscar! —dijo Zharov con voz cortante.
—¿Y qué aspecto tiene ese hombre? —insistió el guardia.
—¡Estúpido! —gritó Zharov—. ¡Pregunte más bien qué aspecto no tiene! ¡No tiene la pinta de un gitano!
Los Viajeros estaban furiosos, y su furia se iba haciendo más intensa a medida que el ruso y su ayudante de la Securitatea marchaban junto a la columna de carromatos, abriendo las puertas y mirando en el interior de los vehículos. Cuando se acercaron al último, que era el coche fúnebre, un grupo de cíngaros les cortó el paso.
Zharov sacó la automática y la agitó ante los hombres.
—Fuera del camino. Si se entrometen, la usaré. Esto es un problema de seguridad, y puede traer graves consecuencias. Ahora, abran esa puerta.
Se adelantó el gitano que había hablado con Harry Keogh.
—Éste era nuestro rey. Vamos a enterrarlo. Usted no puede entrar en este carro.
Zharov apoyó el cañón de la automática contra la mandíbula del gitano.
—Abra ahora mismo —ladró—, o tendrán que enterrar a dos.
Abrieron la puerta; Zharov vio dos féretros colocados sobre caballetes que estaban clavados al suelo para que no se movieran. El agente soviético subió los escalones y entró. El guardia fronterizo y el gitano fueron tras él. Zharov señaló el ataúd de la derecha y dijo:
—Ése…, ¡ábralo!
—Usted está maldito. Y lo estará por todos los días que le quedan de vida…, que no son muchos.
Los féretros eran muy rústicos, construidos por los mismos gitanos. Zharov le dio su pistola al avergonzado guardia, que se temía que la próxima maldición fuera dirigida contra él, y sacó su cuchillo de mango de hueso. Cuando apretó un resorte, apareció una varilla de hierro, de punta aguzada y veinticinco centímetros de largo. Zharov, sin demorarse, alzó el brazo y la clavó en la tapa del féretro, allí donde debía encontrarse el rostro del que yacía en su interior, quienquiera que fuese.
Alguien sofocó un grito dentro del ataúd, y algo se restregó contra la tapa.
Al gitano parecieron saltársele los ojos de las órbitas; se persignó y retrocedió con piernas temblorosas. Y el guardia hizo lo mismo. Pero Zharov no se dio cuenta. Y tampoco percibió un olor punzante, que no era solamente el de las ristras de ajos. Con una mueca salvaje arrancó el arma que había clavado en el ataúd y metió la punta bajo el borde de la tapa, haciendo presión aquí y allí hasta que la desprendió. Luego cogió el mango de hueso del arma entre los dientes, para tener las manos libres, cogió la cubierta del féretro y la levantó.
Y desde adentro alguien le ayudó a hacerlo… ¡pero no era Harry Keogh! Y luego…
Mientras el ruso le miraba con ojos de espanto, Vasile Zirra tosió y se revolvió en su féretro, y alzó un brazo correoso para coger a Zharov y poder levantarse.
—¡Mi Dios! —exclamó horrorizado el agente de la KGB, y el cuchillo que sostenía con los dientes cayó dentro del ataúd.
El viejo rey gitano cogió el arma de inmediato y la clavó hasta la empuñadura en el saltón ojo izquierdo de Zharov, hasta que la punta de acero rozó los huesos interiores de la parte trasera del cráneo del agente soviético. Ya era suficiente, más que suficiente.
Zharov, con el rostro cubierto de sangre, retrocedió con movimientos de autómata hasta dar con la pared lateral del carromato, y luego se desplomó de lado. Al caer emitió un estertor, se retorció brevemente en el instante de golpear el suelo, y luego se quedó inmóvil.
Pero fue lo único que permaneció de esa manera.
En el frente de la columna, un gitano llevó el coche de Zharov hasta una zanja al borde de la carretera. El patán de la Securitatea corrió en dirección al puesto de la frontera, gritando: «¡Yo no tengo nada que ver con eso! ¡Yo no tengo nada que ver con eso!». El gitano que había hablado con Harry pasó por encima del cuerpo de Zharov, miró temeroso a su viejo rey que yacía otra vez bien muerto en su féretro, se persignó por segunda vez y volvió a cerrar el ataúd. Luego alguien gritó: «¡Adelante!», y la columna se puso nuevamente en marcha.
A poco menos de un kilómetro de allí, donde la zanja paralela a la carretera era más profunda, y cubierta de zarzas y ortigas, abandonaron el cadáver de Zharov. Lo arrojaron desde un carromato a la zanja, y en un segundo desapareció de la vista oculto por la vegetación…
Mientras Harry bebía la sopa, con droga y todo, hasta la última gota, había puesto en acción el talento de Wellesley, y por consiguiente su mente se cerró a toda interferencia del exterior. La poción de los gitanos era de efecto rápido; Harry no había advertido cuándo le llevaron al coche fúnebre y le introdujeron en el segundo féretro.
Pero su aislamiento mental también tenía sus desventajas. Por una parte, los muertos no podían comunicarse con él. Harry, claro está, había tenido esto en cuenta, y también lo que le dijera Vasile Zirra sobre el corto tiempo que duraba el efecto de la pócima. Y había pensado que, después de todo, podía permitirse estar incomunicado durante una o dos horas. Pero lo que el viejo rey no le había dicho era que una cucharada o dos de sopa serían suficientes. El necroscopio se la había bebido toda, y la dosis era muy grande.
Y ahora, mientras despertaba lentamente —y se hallaba a medio camino entre el mundo subconsciente y el de la conciencia—, dejó caer la protección mental de Wellesley y se permitió vagabundear entre las ráfagas de voces que le llegaban en la lengua de los muertos.
¿Harry Keogh? —la voz del viejo rey muerto sonaba triste y llena de frustración—. Es usted un joven muy audaz. La araña está esperándole, y usted se ha arrojado en su tela. Porque fue amable conmigo —y porque los muertos le aman— puse mi posición en peligro para prevenirle, pero usted ignoró mi consejo. Y ahora deberá sufrir el castigo.
Harry, cuando oyó hablar de castigo, despertó con mayor rapidez. Aunque todavía no había abierto los ojos, sentía el balanceo del carromato, y supo que estaban en marcha. Pero ¿cuánto faltaría para llegar a destino?
Usted bebió toda la sopa —le recordó Vasile—. Halmagiu está… muy cerca. Conozco bien esta tierra, y puedo darme cuenta de dónde estamos. Falta poco para la medianoche, y ya se vislumbran las montañas.
Harry se asustó un poco entonces, y despertó del todo. Y se asustó aún más cuando descubrió que estaba dentro de un cajón que por su forma debía de ser un ataúd. Pero Vasile Zirra le tranquilizó.
No, no es su tumba, sino su refugio. Le pusieron allí para cruzar la frontera —dijo el viejo rey, y luego le contó lo sucedido con Zharov.
Y Harry le respondió con un susurro, dentro de los confines del frágil ataúd:
—¿Usted me protegió?
Usted tiene el poder, Harry —dijo el otro encogiéndose de hombros—. De modo que lo hice en parte por usted, y en parte por…, por él.
—¿Y quién es él? —Pero Harry sabía muy bien a quién se refería el rey—. ¿Janos Ferenczy?
Cuando usted se dejó drogar, se puso usted mismo en sus manos, y en las manos de su gente. La tribu de los Zirras es de Janos Ferenczy, hijo.
La respuesta de Harry fue amarga, en un tono que raramente usaba con los muertos:
—¡Si es así, los Zirras son unos cobardes! Al comienzo, mucho antes de que usted naciera (en realidad, hace más de siete siglos), Janos engañó a los Zirras. Les sedujo, les fascinó, se los ganó mediante la hipnosis y otros poderes que había heredado de su malvado padre. Consiguió que los Zirras le amaran, pero sólo para utilizarlos. Antes de Janos, los verdaderos wamphyri eran siempre leales a sus criados, y por eso se ganaron el eterno respeto de los cíngaros. Había entre ellos un verdadero vínculo. ¿Pero qué les ha dado a ustedes Janos? Sólo terror y muerte. Y le temen hasta después de muertos.
¡Sobre todo después de muertos! —fue la pronta respuesta—. ¿No sabe lo que él podría hacerme? Es un ave Fénix, que ha surgido de las llamas del infierno, sí, y podría resucitarme también a mí de mis cenizas. Y esta vieja carne, estos viejos huesos ya han sufrido demasiado. Son muchos los valientes hijos de los Zirras que han ido a esas montañas para apaciguar al gran boyardo; entre ellos, Dumitru, mi propio hijo, que nos abandonó hace tiempo. ¿Cobardes? ¿Qué podríamos hacer nosotros, que sólo somos hombres, contra el poder de los wamphyri?
—¡Él no es wamphyri! —exclamó Harry—. Quiere serlo, pero hay algo en la verdadera esencia de un vampiro que aún se le escapa. ¿Qué podría hacer usted contra él? Si realmente quisiera, podría ir con un grupo de sus hombres hasta el castillo de Janos en las montañas, buscarlo y terminar con él allí mismo. Podrían haberlo hecho hace diez, veinte, cien, incluso trescientos años. Y es lo que yo debo hacer ahora.
¿Qué no es wamphyri? —el interlocutor de Harry parecía atónito—. ¡Sí que lo es!
—Se equivoca. Janos tiene su propia clase de nigromancia (que, por cierto, es tanto o más cruel que otras prácticas de los wamphyri), pero no es un arte verdadero. Él puede cambiar de forma, pero tiene límites. ¿Acaso puede convertirse en una hoja que vuela al viento? No, Janos utiliza un avión. Es un impostor; un vampiro poderoso, peligroso e inteligente, pero no es un wamphyri.
Él es lo que es —dijo Vasile—. Y sea cual sea su naturaleza, es demasiado fuerte para mí y para los míos.
Harry soltó un bufido irónico.
—Entonces, déjemelo a mí. Tendré que buscar ayuda en otra parte.
El anciano rey gitano, ofendido por el tono burlón de Harry, dijo:
Además, ¿qué sabe usted de los wamphyri? Nadie sabe nada de ellos.
Pero Harry no hizo caso de él, y envió sus pensamientos —en la lengua de los muertos— hacia el cementerio de Halmagiu. Y desde allí, hasta el castillo en ruinas en las montañas…
Docenas de negros murciélagos rumanos volaban por encima de los vehículos y escoltaban la columna de carromatos a su paso por los brumosos campos de Transilvania. Eran los mismos murciélagos que volaban encima de los ruinosos muros del castillo Ferenczy.
Janos estaba allí, una oscura silueta en un peñasco que dominaba el valle. Como un gran murciélago, husmeaba la noche y observaba no sin satisfacción la niebla de un blanco lechoso que cubría los valles. La niebla era suya, como lo eran los murciélagos, y los cíngaros Zirras. Y a su manera, Janos se comunicaba con todos ellos.
—¡Mi gente lo tiene! —dijo, como para recordárselo a sí mismo.
Había repetido a menudo esta frase durante la tarde, y por la noche. Se volvió hacia sus vasallos vampiros, Sandra y Ken Layard, y dijo una vez más:
—Tienen al necroscopio, y me lo traerán. Está dormido, narcotizado, y sin duda es por eso por lo que no podéis leer sus pensamientos o localizarle. Porque vuestros poderes tienen grandes limitaciones.
Pero Janos no había terminado de hablar cuando su localizador dio un respingo.
—¡Ah! —exclamó Layard—. ¡Allí está!
Janos lo cogió del brazo y preguntó:
—¿Dónde? ¿Dónde está?
Layard tenía los ojos cerrados; se estaba concentrando. Su cabeza giró lentamente en un semicírculo que abarcaba todo el valle, para detenerse finalmente con el rostro en dirección a Halmagiu.
—Está cerca —dijo—. Allí abajo, cerca de Halmagiu.
Los ojos de Janos se encendieron. Miró a Sandra.
—¿Y bien?
Ella legó sus poderes telepáticos a las corrientes extrasensoriales de Layard.
—Sí —dijo, con un gesto afirmativo—. Está allí.
—¿Y sus pensamientos? —insistió ansioso Janos—. ¿Qué está pensando el necroscopio? ¿Tiene miedo? Sí, ese hombre tiene múltiples talentos, ¿pero de qué le servirán contra músculos que son absolutamente despiadados? Él habla con los muertos, sí, pero mis cíngaros están vivos.
Y para sus adentros, Janos pensó:
Sí, él habla con los muertos. Hasta lo hace con mi padre, que de vez en cuando se aloja en su mente. Y eso significa que así como yo conozco al necroscopio, el perro me conoce a mí. No puedo bajar la guardia un solo instante. Esto no terminará… hasta que no termine. Quizá debería hacer que le mataran ahora mismo, y luego resucitarlo cuando me plazca. ¿Pero qué gloria, qué satisfacción habría en ello? No es ésa la manera de hacerlo, no si quiero ejecutarlo al modo de los wamphyri. Yo mismo debo matarlo, y luego hacerlo resurgir de sus cenizas para que me reconozca como su señor.
Sandra se aferró al brazo de Layard e intentó percibir los pensamientos de Harry… y un instante después se alejó bruscamente del localizador, tan bruscamente que chocó con Janos. Éste la cogió, evitando que cayera.
—¿Qué sucede?
—¡Él… está hablando con los muertos!
—¿Con qué muertos? ¿Dónde?
—En el cementerio de Halmagiu. ¡Y…, y en su castillo!
—¿Halmagiu? —el hocico de murciélago se estremeció—. Los aldeanos me temen desde hace siglos, me temían incluso cuando yo no era sino polvo en una urna. No conseguirá nada allí. ¿Y los muertos en mi castillo? En su mayoría pertenecen a la tribu de los Zirras. —Janos soltó una risa horrible, y quizás un tanto nerviosa—. Ellos dieron sus vidas por mí, y no le escucharán después de muertos. ¡El necroscopio pierde el tiempo!
Sandra, a pesar de su fortaleza de vampiro, aún estaba conmovida.
—Él ha hablado con muchos, y no todos eran gitanos. En vida eran guerreros. He percibido apenas el levísimo murmullo de sus mentes muertas, pero todos ellos arden de odio hacia usted.
Janos se quedó mudo un instante, pero de inmediato lanzó una carcajada que parecía un aullido.
—¿Mis tracios? ¿Mis griegos, mis persas, mis escitas? Son polvo, las meras sales químicas que componen a un hombre. Los únicos que tienen forma son los guardias que he resucitado. El necroscopio puede hacer que los muertos se levanten de sus tumbas, pero no puede dotarlos de carne y huesos si sólo son un puñado de cenizas. Y aunque pudiera, yo volvería a reducirlos a su condición anterior. Él está desesperado e intenta reclutar aliados imposibles. ¡Deja que hable con ellos!
Janos volvió a reír, y volviéndose hacia el castillo en ruinas, dijo entrecerrando los ojos purpúreos:
—Vamos; hay que preparar ciertas cosas…
Un puñado de cíngaros condujo a Harry a través de los bosques, y más allá del otero al pie del peñasco, donde se alzaba el túmulo funerario construido con las «piedras de las almas». Tenía las manos atadas a la espalda y tropezaba a menudo; le dolía la cabeza, como si tuviera una monumental resaca, pero cuando pasaron cerca de la base del montículo, sintió a su alrededor los tenues fantasmas de los que en una ocasión fueron hombres.
Harry se dirigió a ellos en la lengua de los muertos y supo de inmediato que ellos sólo eran los ecos de los Zirras con los que había hablado en el Lugar de los Huesos, cerca del castillo en ruinas. La bruma cubría la base del otero, pero su cima redondeada, donde las piedras del túmulo funerario apuntaban a la luna naciente, permanecía despejada. Los hombres habían tallado esas piedras, sus propias lápidas, antes de subir a las alturas y entregarse en sacrificio al monstruo.
—¿Hombres? —susurró Harry para sí mismo—. ¡Ovejas, eso es lo que eran! ¡Ovejas que iban al matadero!
Sus palabras, dichas en la lengua de los muertos, fueron oídas, que es lo que él pretendía, y la respuesta le llegó desde el castillo.
No todos éramos así, Harry Keogh. Yo era uno de los que le hubiera combatido, pero él estaba en mi cerebro, y lo estrujaba como a un limón. Debes creerme cuando digo que no fui a entregarme a Ferenczy voluntariamente. No éramos tan cobardes como piensas. Y ahora dime, ¿has visto una brújula que señale al sur? Eso es algo tan imposible como para un Zirra alejarse de su amo cuando éste le elegía.
—¿Quién eres? —preguntó Harry.
Dumitru, hijo de Vasile.
—Bien, al menos tus argumentos son más convincentes que los de tu padre.
Uno de los gitanos le dio un codazo.
—¿Qué está murmurado? —dijo—. ¿Está rezando sus plegarias? Si el señor de Ferenczy le ha llamado, ya es demasiado tarde para eso.
Harry —dijo Dumitru Zirra—, si yo pudiera ayudarle, lo haría, por pequeña que fuera mi contribución. Pero no puedo. Aquí, en el Lugar de los Huesos, uno de los grises que sirven al boyardo Janos me devoró las piernas hasta las rodillas. Si usted me llamara, me arrastraría, pero no podría luchar. ¿De qué serviría yo, un medio hombre de hueso y cuero y trozos de cartílago? Pero no tiene más que pedírmelo, y haré lo que pueda.
De modo que finalmente he encontrado un hombre —respondió Harry, esta vez en silencio, como sólo el necroscopio podía hacerlo—. Pero puede yacer en paz, Dumitru Zirra, porque necesito algo más que viejos huesos para enfrentarme a Janos.
El camino era ahora más difícil, y los gitanos cortaron las cuerdas que sujetaban las muñecas de Harry. Le pusieron luego dos dogales con nudo corredizo; un hombre que iba delante llevaba la cuerda del primero, y otro que iba detrás la del segundo.
—Una caída ahora, y usted mismo se estrangulará —le informó el gitano que le había invitado al campamento—. ¡O se le estirará bastante el cuello mientras lo arrastramos!
Pero Harry no pensaba caer.
Habló con Möbius en la lengua de los muertos.
¿August? ¿Cómo van las cosas?
¡Estamos a punto de conseguirlo, Harry! —llegó la respuesta desde el cementerio de Leipzig—. Puede llevarnos una hora, dos, tres como máximo.
Intente que sean treinta minutos —dijo Harry—. No me queda mucho más tiempo.
Otras voces invadieron la mente del necroscopio. Llegaban desde el cementerio de Halmagiu.
Harry Keogh…, somos despreciados. ¡El que le calificó de «amigo de los muertos» era un gran mentiroso!
Harry, como le cogieron desprevenido, respondió en voz alta:
—Les pedí ayuda y me la negaron. No es mi culpa que los otros muertos les rechacen.
Los cíngaros se miraron unos a otros.
—¿Estará loco? —dijo uno—. ¡Siempre está hablando solo!
Harry abrió todos los canales de su mente, quitó todas las barreras interiores y exteriores, y se encontró de inmediato con Faethor, que le decía furioso:
¡Idiota! Yo soy el único que puede ayudarte, y me mantienes cubierto como a un pájaro salvaje en una jaula. ¿Por qué lo haces, Harry?
Porque no confío en ti —respondió mentalmente Harry—. No confío en tus motivos, en tus métodos, ni en tu corazón tan negro. No creo nada de lo que dices, Faethor. No sólo eres un padre de vampiros, sino también un padre de mentirosos. Con todo, aún tienes una oportunidad.
¿Una oportunidad? ¿Y cuál es?
Sal de mi mente y vuelve a tu tumba en Ploiesti.
¡No hasta que haya visto este asunto definitivamente concluido!
¿Y cómo puedo estar seguro de que entonces te marcharás?
¡No puedes estarlo, necroscopio!
Entonces, permanece en la oscuridad —le respondió Harry, bloqueándolo nuevamente.
Y ahora ya estaban a mitad del camino…
En Rodas era la una y media de la mañana.
Darcy Clarke y su equipo estaban sentados alrededor de una mesa en una de las habitaciones del hotel. Habían pasado algún tiempo recuperándose del trabajo realizado; habían cenado juntos y habían discutido sus experiencias, la manera en que éstas les habían afectado y probablemente seguirían afectándoles por mucho tiempo. Pero en su interior, cada uno de ellos sabía que su papel en la lucha era mínimo, y que si Harry Keogh no tenía éxito, todo lo demás no era más que pura apariencia, y que la euforia que sentían ahora sólo era la calma que precede a la verdadera tormenta.
Cuando volvían de cenar, a Zek se le ocurrió una idea. Ella era telépata, y David Chung un localizador. Juntos quizá podían comunicarse con Harry, y averiguar cuáles eran sus circunstancias.
Darcy se opuso de inmediato.
—Eso es precisamente lo que Harry no quiere —dijo—. Mira, si Janos se apodera mentalmente de ti…
—Tengo la intuición de que estará demasiado preocupado por Harry como para pensar en ninguna otra cosa —le interrumpió Zek—. Y quiero hacerlo de todos modos. En la madriguera de lady Karen, en Starside, mi trabajo consistía en leer las mentes de numerosos wamphyri. Y ninguno sospechó que yo estaba allí. O sospecharon, pero no hicieron nada al respecto. Y ahora procederé de la misma manera.
Darcy, no obstante, no estaba del todo convencido.
—Yo pensaba en el pobre Trevor —dijo—. Y en Sandra…
—Trevor Jordan no esperaba encontrarse con dificultades —respondió Zek—, y Sandra era poco experimentada, y su talento sujeto a variaciones. No estoy descalificándola, simplemente describo un hecho.
—Pero…
—¡No! —le interrumpió ella—. Si David está de acuerdo, yo quiero hacerlo. Harry significa mucho para Jazz y para mí.
Y Darcy recurrió entonces a Jazz Simmons.
—Si Zek dice que lo hará, lo hará —respondió Jazz—. Y no me pidas que la convenza, yo sólo estoy casado con ella.
Y Darcy, aunque con reservas, aceptó finalmente la propuesta de los dos agentes. En verdad, él estaba tan interesado como los demás en saber qué era de Harry.
Darcy, Jazz y Ben Trask, los tres que no participaban, se sentaron alrededor de la mesa y se concentraron en lo que estaban haciendo Zek y David: él tenía los ojos cerrados, respiraba profundamente, y tenía las manos posadas sobre la ballesta de Harry, que estaba sobre la mesa. Zek, sentada de la misma manera, había puesto su mano sobre la de David.
Permanecieron en esta posición durante uno o dos minutos, esperando que Chung localizara al necroscopio por medio de los objetos que le pertenecían. Pero a medida que pasaban los segundos, y los dos participantes seguían en silencio e inmóviles, los demás comenzaron a relajarse un poco, e incluso se agitaron en sus sillas. Y precisamente en el instante en que Jazz Simmons se rascaba la nariz, se produjo el contacto.
Fue muy breve.
David Chung suspiró largamente y Zek se irguió en la silla como sacudida por una corriente eléctrica. Los ojos de la joven permanecieron cerrados durante unos segundos, y su rostro adquirió un color ceniciento. Luego… sus ojos se abrieron; Zek retiró la mano con la que tocaba a Chung, se puso en pie y se alejó dando tumbos de la mesa.
Jazz se le acercó de inmediato.
—¿Te encuentras bien, Zek? —le preguntó ansioso.
Ella le miró unos segundos fijamente, como si mirara a través de él, pero luego reaccionó, y aceptó su abrazo. Él la sintió temblar, y Zek por fin respondió:
—Sí, yo me encuentro bien. Pero Harry…
—¿Le habéis encontrado?
—Oh, sí —respondió David Chung—, le encontramos. ¿Y qué has leído, Zek?
Ella le miró, miró a los otros, se soltó de los brazos de Jazz, y no dijo nada.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Darcy, y esperó la respuesta conteniendo el aliento.
—Sí, Harry está bien —respondió por fin Zek—, y ha llegado a su destino sano y salvo. Y también he visto lo bastante como para saber que el momento decisivo llegará muy pronto. Pero… algo no está bien.
—¿Qué quieres decir? —el corazón de Darcy se agitó en su pecho—. ¿Qué Harry ya está en dificultades?
Ella le miró con una mirada tan rara que parecía que hubiera contemplado criaturas extrañas en un mundo de hielo ajeno a todos los tiempos y lugares conocidos.
—¿En dificultades? ¡Oh, sí, claro que lo está! Pero no son necesariamente las dificultades que tú piensas.
—¿Puedes explicar lo que sucede?
Ella se irguió, sacudió la cabeza y dijo:
—No, no puedo. Aún no. Y de todas maneras, podría estar equivocada.
—Pero ¿acerca de qué podrías estar equivocada? —la frustración de Darcy iba en aumento—. Harry ha ido a combatir personalmente contra Janos Ferenczy. Y es un combate de un hombre contra…, ¡contra algo que no es humano! Si nuestro amigo ya está en dificultades antes de encontrarse con su enemigo, ¡su desventaja podría llegar a ser insuperable!
Ella volvió a mirarle con la misma expresión extraña, y dijo en voz muy baja:
—No, no será insuperable. De hecho, creo que…, que no habría una gran diferencia entre ambos.
Y después de eso, y durante largo rato, Zek permaneció en silencio.
El brumoso valle había quedado abajo, y Harry, en las alturas iluminadas por la luna, supo que llegarían muy pronto, y que debería enfrentarse cara a cara con el horror. Había confiado en que podría convocar a todos los muertos del lugar para que formaran un ejército y marcharan con él al reducto de Janos, pero hasta los muertos tenían miedo. Ahora ya tenía muy poco tiempo, y posiblemente aún menos esperanzas. Así pues, el hecho de que esperara con anhelo lo que habría de ocurrir, era algo muy difícil de explicar. Podía deberse, claro está, a que hubiera sufrido un colapso nervioso debido a la presión, pero no lo creía, pues a él nunca le sucedían ese tipo de cosas.
Su mente aún estaba abierta y Möbius percibió sus pensamientos.
¿Un colapso nervioso? ¿Usted? ¡No, jamás! Sobre todo ahora, que estamos tan cerca de hallar la solución. Necesito estar en su mente, Harry.
—Entre, por su propia voluntad —respondió, casi mecánicamente.
El otro entró y salió rápidamente, y estaba más emocionado que nunca.
¡Todo coincide! ¡Todo coincide! —dijo—. Estoy seguro de que la próxima vez que nos veamos podré abrir esas puertas.
—¿Pero no ahora?
Me temo que no.
—Entonces, quizá no haya una próxima vez.
¡No se dé por vencido, Harry!
—No lo hago, simplemente me enfrento a los hechos.
Le prometo que tendré la respuesta en…, ¡en unos minutos! Y entretanto, usted podría intentar ayudarse a sí mismo.
—¿Ayudarme a mí mismo? ¿Y de qué manera?
Oblíguese a realizar una tarea matemática. Propóngase resolver un problema de aritmética. Intente restablecer su capacidad de cálculo.
—Ni siquiera tengo idea de qué aspecto tiene un problema matemático.
Entonces, yo mismo le daré uno. —El gran matemático permaneció un instante en silencio, y luego dijo—: Escuche. Primer paso: yo soy nada. Segundo paso: he nacido, y en el primer segundo de mi existencia me expando uniformemente en una circunferencia de aproximadamente 2.100.000 kilómetros. Tercer paso: después de dos segundos de expansión uniforme, mi circunferencia se ha duplicado. Pregunta: ¿qué soy?
—¡Un loco, eso es! —respondió Harry—. Hace un minuto, hubiera jurado que era yo quien estaba loco, pero ahora, comparándome con usted, sé que estoy perfectamente cuerdo.
¿Harry?
Harry rió a carcajadas, y los gitanos, que ascendían el último tramo de la montaña con él, se sobresaltaron.
—Es un demente —murmuró uno de los hombres—. Sí, el señor de Ferenczy lo ha vuelto loco.
El necroscopio volvió a hablar en la lengua de los muertos.
August, no puedo ni siquiera contar correctamente los dedos de mis pies, ¿y usted pretende que resuelva los enigmas del universo?
Ha dado en el clavo, Harry —respondió Möbius—, ha dado precisamente en el clavo. Volveré tan pronto como pueda —dijo el matemático, y se marchó.
¡Jesús! —se dijo Harry a sí mismo, sacudiendo disgustado la cabeza—. ¡Jesús!
Pero el problema planteado por Möbius se le había metido en la cabeza. Ahora no podía prestarle toda su atención, pero sabía que estaba allí, alojado con firmeza en su mente.
El grupo ya había llegado a la cima de los riscos, y en algún lugar de aquella meseta árida y barrida por los vientos se hallaban las ruinas del castillo Ferenczy. Janos esperaba allí; pero aquí y ahora, al final de la dura escalada…, les esperaban otras criaturas. Eran siete, u ocho si contamos al Gris, el «acompañante» de Harry a la morada del vampiro no-muerto.
Los dos Zirras que iban delante fueron los primeros en verle; después Harry, y por último los tres gitanos que marchaban en la retaguardia. Todos se detuvieron, atónitos, todos menos el necroscopio. Porque Harry sabía que se hallaba ante hombres muertos, una experiencia común para él. Y lo que él y los otros vieron, fue lo siguiente:
Siete corpulentos tracios, que habían muerto hacía más de dos mil años, y habían sido resucitados por los hechizos de Janos. Parecían seres vivos, pero en ellos también había mucha muerte. Llevaban cascos y algunas piezas de armaduras de su época, pero allí donde se veía la piel desnuda, ésta aparecía desfigurada por las cicatrices. Sus cascos estaban diseñados para inspirar temor: de forma redondeada, eran de bronce reluciente, con agujeros ovales para los ojos, y unas piezas laterales que cubrían las mandíbulas.
Los siete eran hombres muy grandes, pero su jefe tenía unos diez centímetros más de estatura. Se adelantó hacia el grupo, inmenso, pero detrás de los agujeros del casco, sus ojos estaban rojos… de pesar.
Bodrogk miró a Harry Keogh y a los otros cinco hombres que, cobardes, permanecían tras él.
—Soltadle —dijo.
La lengua que hablaba era antigua, pero el significado de sus palabras —y la manera en que tocó con su espada las cuerdas que sujetaban a Harry—, era inconfundible.
El gitano que hacía de portavoz del grupo se situó con cautela junto a Harry y aflojó un poco los lazos del cuello. Y le preguntó a Bodrogk:
—¿Eres una de las criaturas de Ferenczy?
Bodrogk no comprendió. Miró a un lado y a otro, preguntándose qué le habría dicho el hombre. Harry percibió su confusión, y le habló en la lengua de los muertos:
—Quiere saber si te envía Janos —Harry habló en voz alta, dejando que su don tradujera las palabras al habla de los muertos. Y la mirada de Bodrogk se centró ahora solamente en Harry.
El gigantesco tracio se adelantó y los gitanos retrocedieron.
Bodrogk cogió las cuerdas que llevaba Harry alrededor del cuello y las cortó como si fuesen hilos. Luego se presentó, y dijo:
—De modo que eres el necroscopio, amado por todos los muertos.
—Por todos, no —respondió Harry—, porque también entre ellos hay cobardes, como los hay entre los vivos. Y si no puedo conocerlos (porque ellos tienen miedo de conocerme), entonces no puedo ser su amigo. De todas formas, Bodrogk, no deseo ser amado por lacayos.
Los hombres de Bodrogk habían rodeado a los gitanos. Y ahora su gigantesco jefe se quitó el casco y lo hizo a un lado estrepitosamente. Tenía el cuello de un toro y el rostro barbado y feroz. Pero la tez era de color gris, y la cara, como el resto del cuerpo, demacrada por un horror indecible. Su aspecto contaba mejor que mil palabras la manera en que Janos le había tratado, y había tratado a los suyos.
—Te he oído hablar con los muertos —dijo Bodrogk—. Debes saber que no todos los servidores de Janos son cobardes.
—Sé que los tracios en las mazmorras del castillo son ceniza, y no pueden ayudarme. Me dijeron que lo harían, pero que no pueden porque sólo Janos puede llamarlos, porque nadie más que él conoce las palabras. Por otra parte, tú y tus seis hombres no sois polvo.
—¿Nos llamas cobardes? —la mano encallecida de Bodrogk cayó sobre el hombro de Harry, cerca del cuello, y levantó un poco la gran espada de bronce que empuñaba en la otra mano.
—Sólo sé que algunos aceptan que Janos viva —respondió Harry—. Y que yo he venido a matarlo, y a acabar con su maldad para siempre.
—¿Y eres un guerrero, Harry?
Harry alzó la cabeza y apretó los dientes. No había temido nunca a la muerte, y no la temía ahora.
—Sí —respondió.
La sonrisa de Bodrogk fue extraña y triste, y desapareció tan pronto como miró a los hombres que estaban detrás de Harry.
—¿Y esos que están contigo? Te capturaron y te trajeron aquí, ¿verdad? Como a un cordero para el sacrificio.
—Ellos pertenecen a Ferenczy —respondió Harry.
El tracio lo miró, y sus ojos penetraron en el alma de Harry.
—¿Un guerrero sin espada? No puede ser, coge la mía —dijo, poniéndola en las manos de Harry, y luego hizo una señal a sus hombres. Los seis lugartenientes tracios cayeron con sus espadas sobre los gitanos, y un instante después los barrieron del peñasco y los arrojaron al abismo como si fueran desperdicios. Los cadáveres de los gitanos cayeron rebotando en la profunda y oscura sima.
—¡Por fin un amigo! —se alegró Harry—. Siempre pensé que finalmente encontraría a unos pocos.
—Eras tú o ellos —respondió Bodrogk—. Tenía que elegir entre asesinar a un hombre valioso, o matar a un puñado de perros. Entre la esclavitud a los Ferenczy, o la libertad…, dure ésta lo que dure. He tomado la única decisión que podía tomar un hombre. Pero si me hubiera detenido a pensarlo aunque fuera un instante…, podría haber hecho lo contrario. Por la salvación de mi esposa. —Y Bodrogk le explicó a Harry lo que quería decir.
—Has asumido una enorme responsabilidad —dijo Harry, devolviéndole la espada.
—Los muertos me llamaron —respondió Bodrogk—. Cientos de ellos me rogaron que te salvara la vida. Sí, y hubo una mujer que habló con especial elocuencia. ¡Si hasta hubiera podido ser mi madre! Pero era la tuya.
Harry suspiró y pensó: «¡Gracias a Dios que me dio una madre como tú, mamá!».
—Tu madre, sí. Ella me convenció a medias, y el resto lo hizo Sofía.
—¿Tu esposa?
—Sí. Ella me dijo: «¿Qué ha sido de tu honor, tú, que fuiste en tu época tan grande? Prefiero el aplauso y el helado consuelo de los muertos, y la eterna esclavitud a Janos, antes que otra urna llena de cenizas gimientes en las mazmorras del monstruo».
—Si es así, tu dama y yo tenemos mucho en común —dijo Harry. Y luego añadió, sin pensárselo—: Bodrogk, yo ya tengo una causa, pero tu mujer debe ser la tuya. Lucha pensando en Sofía, y no te vencerán.
Y para sus adentros, sin que le oyeran, rogó que eso fuera verdad.
—No tengo ningún plan —admitió Harry en voz alta.
—¡Un guerrero sin espada, y sin un plan de campaña! —rió sin alegría Bodrogk. Pero luego cogió al necroscopio por el hombro, y añadió—: He estado largo tiempo muerto, Harry Keogh, pero en vida fui un rey de guerreros, un general de ejércitos. Yo era un gran estratega entre los de mi raza, y todos los siglos transcurridos no me han despojado de mi astucia.
Harry miró al tracio que caminaba a su lado, demacrado, sombrío, un muerto resucitado.
—¿Pero será suficiente la astucia, frente a un vampiro al que le basta decir unas palabras para devolverte nuevamente al polvo? Pienso que será mejor que me digas cómo actúa la magia de Janos, y luego me cuentes algo de tu plan.
—Las palabras de devolución sólo pueden ser pronunciadas por un maestro, por un mago —dijo Bodrogk—, y Janos lo es. Él debe dirigir sus palabras, apuntar con ellas como la flecha apunta al blanco. Y para dar en el blanco, antes tiene que verlo. Por consiguiente, le atacaremos separados, individualmente. Tú, yo y mis seis hombres; cada uno de nosotros será una unidad. Nos acercaremos y entraremos en el castillo por todos sus lados. ¡Janos no podrá golpearnos a todos al mismo tiempo! Y a ti no puede atacarte con meras palabras, por poderosas que éstas sean. Algunos de nosotros caeremos, sí. ¿Y qué? Hemos caído antes, ¡y deseamos caer y permanecer así para siempre! Pero mientras Janos está ocupado con unos, los otros (especialmente tú, Harry), podrán vivir lo suficiente como para ocuparse de él.
—Es un plan tan bueno como cualquier otro —estuvo de acuerdo Harry—, pero… Janos seguramente no está solo.
—Tiene a sus vasallos vampiros —respondió Bodrogk—. Son cinco. Tres eran gitanos y dos que se unieron al grupo recientemente. Uno de ellos es una mujer, dotada de poderes…
—Sandra —Harry susurró el nombre, y se sintió enfermo al pensar en lo que debía estar padeciendo Sandra, y lo que tendría aún que padecer.
—Y el otro es un hombre igualmente dotado —continuó Bodrogk—. Janos le ha torturado para forzarlo a obedecer. En cuanto a la mujer, ha hecho con ella lo que el muy perro hace con todas las mujeres.
—Entonces, deberemos enfrentarnos también a ellos.
—¡Ya lo creo, y ahora mismo!
—¿Ahora?
—Están esperándonos un poco más allá, entre los árboles. Yo debo entregarte a ellos, que a su vez se encargarán de conducirte junto a su amo.
Harry miró, y vio en la última cresta antes de llegar al castillo unos pinos retorcidos y sacudidos por el viento. Y bajo la sombra de los árboles vio también las llamas amarillas de los ojos de los vampiros, que brillaban feroces en la oscuridad de la noche. Y utilizó solamente su mente para preguntar en la lengua de los muertos:
¿Sabes cómo lidiar con ellos?
¿Y tú?—le respondió Bodrogk con otra pregunta.
La estaca, la espada y el fuego —respondió sombrío Harry.
Espadas tenemos —dijo Bodrogk—. También fuego, en las antorchas que llevan mis hombres. ¿Y estacas? También, pues hemos cortado algunas mientras te esperábamos. Porque, como ves, en mis días también había vampiros. Así que, ¡manos a la obra!
Los vasallos no-muertos de Janos surgieron como fantasmas de entre los árboles. Tendieron sus largos brazos hacia Harry para cogerlo, en sus rostros una horrible sonrisa. Ninguno de ellos sospechaba que Bodrogk los había traicionado. Pero los tracios cayeron sobre ellos cuando rodeaban al necroscopio.
Fue una carnicería, y muy rápida. Los tres vampiros fueron decapitados, arrojados al suelo, y sus corazones atravesados con una estaca. Pero ¿eran sólo tres? Cuando los hombres de Bodrogk cogieron los cuerpos de sus víctimas, los acomodaron en las ramas bajas de los pinos e incendiaron los resecos árboles, Harry vio una figura encorvada que permanecía algo apartada. Y un instante después Ken Layard se adelantó.
—¡Harry! —dijo—. ¡Harry, gracias a Dios!
Cuando Ken Layard abrió los brazos en cruz, cerró los ojos y levantó el rostro hacia el cielo nocturno, la luz de la luna dio a su pálida tez un color dorado. Los tracios miraron a Harry; no había nada que él pudiera hacer, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y se dio la vuelta para no ver.
Y vio una figura alta y oscura, de pie en el borde de las ruinas, apenas a doce pasos de distancia.
¡Era Janos!
Los hombres de Bodrogk ya habían terminado con Layard, y también ellos vieron al vampiro allí, en las ruinas, los ojos escarlata llameando de furia. Los tracios retrocedieron con rapidez hacia las sombras, pero dos de ellos, que estaban juntos, no fueron lo bastante veloces.
Janos les señaló con el dedo, y su voz horrible resonó como una maldición en el aire de la noche.
—¡OGTHROD AI’F-GEB'LEE'H-YOG-SOTHOTH!
Dijo algo más, pero los efectos de la runa de la disolución ya eran visibles. Los dos tracios que fueran el blanco de Janos se convirtieron en insustanciales fantasmas, y luego, cuando Janos terminó su invocación, cayeron a tierra en forma de polvo.
Harry miró a su alrededor, Bodrogk y los cuatro hombres que le quedaban habían desaparecido de la vista; otro terror se aproximaba.
El lobo —el gran Gris que había sido parte de su escolta, pero que luego se había mantenido alejado del grupo de tracios— se acercaba ahora a Harry, y a la manera de un gigantesco perro pastor, intentaba conducirlo hacia el castillo de su amo. El necroscopio se agachó, cogió una de las espadas de bronce de los ahora inmateriales tracios, y percibió su gran peso. Era algo más pequeña que la de Bodrogk, pero, aun así, no se trataba de un estoque. Harry sabía que no le sería posible blandirla con soltura, pero era mejor que nada.
Harry buscó a Janos y vio la fugaz sombra del monstruo que se deslizaba hacia la oscuridad de las ruinas. Se trataba de un cebo para que Harry le persiguiera. Bien, ¿acaso no había venido para eso?
Cuando siguió a Janos, el gran Gris corrió tras él, mordiéndole los talones. Harry endureció la pierna como si se tratara de una barra de carne y hueso y golpeó, y sintió el crujir de los dientes de la bestia cuando su pie chocó contra su morro. Harry miró amenazante a la criatura y levantó con las dos manos la gran espada de bronce… y, cosa asombrosa, ¡el lobo retrocedió, gimiendo!
Antes de que Harry se preguntara qué significaba esto, Bodrogk y uno de los cuatro hombres que le quedaban salieron de su escondite y atacaron al animal. No duraron mucho los ruidos del ataque, que le recordaron a Harry los de una carnicería, cuando los tracios, tras malherir a la bestia, acabaron con sus aullidos cortándole la cabeza.
Los ojos de Harry estaban ahora más acostumbrados a la oscuridad; de hecho, la claridad de su visión nocturna era notable, y a él mismo le asombraba. Pero no tenía tiempo de considerar esta cuestión. En cambio, miró hacia el centro de las ruinas y vio a Janos de pie detrás de una pared caída. La mirada del monstruo estaba fija en un punto más allá de Harry. Los tracios, claro está. Pero cuando los señaló con la garra que tenía por mano, el necroscopio gritó:
—¡Cuidado!
—OGTHROD AI'F… —Janos comenzó la runa de la devolución, y antes de que terminara, otro tracio se derrumbó convertido en polvo. Uno de los dos hombres se había salvado, y Harry confiaba en que fuera Bodrogk.
Pero ahora el necroscopio fue de verdad tras Janos. Atlético, seguro de sus pasos incluso en la oscuridad, vio que el vampiro iniciaba, tras un montón de ruinas, lo que parecía ser un descenso a las profundidades de la tierra. En el último instante, antes de desaparecer, Janos volvió su extraña cabeza y miró hacia atrás, y Harry vio las lámparas carmesí de sus ojos. Y en su mirada había un desafío que el necroscopio no podía resistir.
Encontró una escotilla abierta en la piedra, y unos escalones que descendían, y casi sin pensarlo comenzó su propio descenso, hasta que una voz detrás de él lo detuvo. Se dio la vuelta y vio que Bodrogk y sus guerreros se acercaban.
—Harry —dijo el gigantesco tracio—. Serás el primero en descender. ¡Ve deprisa, y cuida de mi Sofía!
Harry dijo que sí con un gesto y comenzó a bajar por la escalera de caracol —un muro a un costado, y el abismo del otro— hasta el primer rellano. Pero cuando apoyó el pie en un sólido suelo de piedra…
¡Janos lo estaba esperando!
El vampiro apareció como salido de la nada, hizo saltar de un golpe la espada de la mano de Harry y lo arrojó contra la pared con tal fuerza que el necroscopio se quedó sin aliento. Y antes de que pudiera volver a respirar, Janos ya estaba sobre él y con su enorme puño le golpeó la cabeza contra la pared. Físicamente las fuerzas de ambos no eran parejas, y Harry se apagó como una cerilla…
¡Harry…, Haaarry! —llamó su madre, y cien madres como ella, y un número aún mayor de amigos y conocidos, y todos los muertos del mundo en sus tumbas. Sus voces, en la lengua de los muertos, llenaron el éter, pasaron el umbral del subconsciente de Harry y le reconfortaron con su amistoso calor. Calor, sí, porque las mentes de los muertos son distintas de la vulgar arcilla que antaño fue su carne.
¿Madre? —respondió Harry en medio del dolor, y luchando por recuperar la conciencia—. ¡Madre, estoy herido!
Lo sé, hijo —dijo ella—. Lo he percibido, ¡todos nosotros lo hemos percibido! Relájate, Harry, y siente lo que todos sentimos por ti. —Detrás de ella, la cortina sonora en la lengua de los muertos iba creciendo en intensidad, un muro de gemidos mentales.
Relajarme no me ayudará, madre —respondió él—. Ni todo el rechinar de dientes que oigo desde aquí. Tendré que volverme impermeable a todos vosotros. Necesito despertar. Y cuando lo haya hecho, ¡necesitaré ayuda para vivir!
Pero los muertos pueden ayudarte, Harry —insistió ella—. Alguien que en este instante trata de comunicarse contigo tiene parte de la respuesta.
¿Sería Möbius? Su madre seguramente se refería a Möbius.
No, no es él —respondió ella, y Harry sintió su gesto negativo—. Es otro, mucho más cercano a ti. Sólo que… ya no queda mucho de él, Harry, y no le oirás en medio de esta barahúnda. Aguarda, que haré que se callen.
Ella se retiró, habló con los otros, pasó un mensaje que se extendió como los círculos concéntricos en el agua calma de un estanque cuando cae una piedra, hasta que llegó a todo el mundo. La cháchara mental calló rápidamente y a continuación sobrevino un extraordinario silencio. Y en medio de él…
¿Harry?
Quienquiera que fuese, su voz, en la lengua de los muertos, era tan débil que al principio el necroscopio pensó que era algo que imaginaba.
¿Me estás buscando? —respondió al fin—. ¿Quién eres?
Soy nada —suspiró el otro—. No soy ni siquiera un gemido, ni siquiera un fantasma. O, en el mejor de los casos, soy el fantasma de un fantasma. ¡Si hasta a los muertos les resulta difícil oír mi voz! Mi nombre era George Vulpe, y hace cinco años, mis amigos y yo descubrimos el castillo Ferenczy.
Y él te mató, ¿no es así?
¡Hizo algo aún peor! —gimió la voz, frágil y quebradiza como el crujir de las hojas muertas—. Se apoderó de mi vida y de mi cuerpo y me dejó… sin nada. No tengo ni siquiera un lugar en el que descansar en paz.
Harry tuvo la intuición de que esto era algo muy importante.
¿Puedes explicarte? —preguntó.
He hablado con numerosos hombres de la tribu de los Zirras en el Lugar de los Huesos —le dijo George Vulpe—. Cuando Ferenczy yacía en su urna, ellos le alimentaban y le daban fuerzas con su sangre. Pero yo era diferente, porque en mis manos sólo había tres dedos y el pulgar.
¡Tú eras el elegido! —Harry sofocó una exclamación de asombro.
Él tiene mi cuerpo —dijo el otro—. Y yo no puedo descansar. Y no podré nunca.
¿Y qué era él? —quiso saber Harry—. Quiero decir, ¿cómo pudo usurpar tu cuerpo, desalojarte de él?
El otro se lo explicó.
Mi sangre le sacó de su urna. Yo era un hijo de sus hijos, de la tribu Zirra. Pero yo lo ignoraba. Sólo mi sangre lo sabía.
¿Y él salió de la urna? —insistió Harry—. ¿Bajo la forma de sales esenciales?
Mi sangre lo transformó.
Harry necesitaba ayuda para comprender, y liberó a Faethor de su cobertura.
¡Maldito seas, Harry Keogh! —se enfureció el incorpóreo vampiro.
¡Tranquilo! Y explícame lo que me está diciendo este hombre.
Faethor oyó la historia de Vulpe, y dijo:
¡Pero si todo está muy claro! Janos había tomado precauciones. Cuando yo reduje su cerebro y su vampiro a cenizas, sus fieles Zirras lo escondieron en un lugar secreto hasta que él pudo ejecutar su metempsicosis. Pero no se trató simplemente de una transferencia de mentes: la sanguijuela de Janos revivió de sus cenizas, y penetró en el cuerpo de este hombre. Y ahora…
Pero Harry ya lo cubrió de nuevo.
George —dijo el necroscopio—, gracias por tu ayuda. No sé muy bien de qué me servirá, pero muchas gracias.
La única respuesta fue un tenue suspiro, que se desvaneció muy pronto sin dejar rastro…
Harry se esforzó por salir de la inconsciencia, por volver a la vida, por despertar. Y cuando estaba a punto de conseguirlo, llegó Möbius.
¡Harry! —gritó Möbius—. ¡Tenemos la solución! ¡Pensamos que la tenemos! —El matemático entró en la mente del necroscopio, y un momento después, éste le oyó musitar: —Sí, sí, debe de ser esto. Pero ¿está preparado?
¡Nunca estuve tan preparado!—respondió Harry.
No es eso lo que quiero decir —dijo Möbius—. Le preguntaba si está preparado mentalmente.
¿Preparado mentalmente? August, ¿qué es todo esto?
El continuo de Möbius, Harry. Yo puedo abrir esas puertas, pero sólo si usted está preparado. Allí hay un universo diferente, puertas que se abren a lugares ni siquiera soñados. ¡Y no me gustaría que usted fuera absorbido dentro de su propia mente, Harry!
¿Absorbido? —Harry hizo un gesto de negación—. Lo siento, no le entiendo.
Mire…, ¿resolvió el problema que le planteé?
¿Problema? —De repente, Harry se sintió hervir de furia y frustración—, ¿Su maldito problema? ¿Le parece que tengo tiempo de resolver jodidos problemas?
¿Pensó siquiera en él?
No… ¡Sí, sí que pensé!
¿Y…?
Nada.
Harry, voy a abrir una de esas puertas…, ¡ahora!
El necroscopio no sintió nada.
¿Ya está?
Sí, ya está —respondió Möbius—. Y si usted tiene las ecuaciones, debería ser capaz de hacer usted mismo lo que falta.
Pero… no me siento distinto.
¿Acaso se sintió distinto alguna vez? Antes, quiero decir.
No, pero…
Voy a abrir otra puerta. ¡Ya está!
Pero en esta ocasión Harry lo notó. Una aguda y blanca lanza de dolor que encendió fuegos de artificio en su mente. Era algo semejante al dolor que su hijo Harry había dispuesto que sintiera si intentaba utilizar la lengua de los muertos, pero como ahora aún estaba inconsciente, el efecto era menor. Y el sufrimiento servía a un objetivo muy diferente.
Y en lugar de hacerle perder la conciencia, lo devolvió al mundo de la vigilia.
¡Y despertó en medio de una situación de pesadilla!
Un líquido frío le quemó la cara, se le metió en la garganta y le hizo toser. ¿Era alcohol? Por cierto, era volátil. Humeaba, y alrededor de Harry todo estaba envuelto en una nube de vapor. Y Harry yacía medio sumergido. Luchó por levantarse, intentando no respirar los vapores, que se alzaban en una especie de columna directamente encima de su cabeza…, una columna ennegrecida… ¡ennegrecida por el fuego!
Harry se arrodilló en una cuenca o depresión excavada en la roca, en medio de un lago de líquido volátil. Debía encontrarse en las entrañas del castillo, en una gran cueva en el basamento rocoso de la montaña…, y contra el muro de enfrente se veían unos escalones que llevaban hasta los niveles superiores… ¡Y allí estaba Janos contemplándolo! Tenía en la mano una tea ardiente, y el fuego se reflejaba en sus ojos escarlata.
Los ojos de Harry se encontraron con los de Janos, y éste enseñó sus dientes monstruosos en una horrible mueca.
—De modo que estás despierto, necroscopio. Me alegro, porque deseaba que sintieras el fuego que te hará mío para siempre.
Janos miró primero la antorcha que tenía en la mano, y luego el suelo. Harry también miró en la misma dirección. Hacia un desaguadero o canal que había sido horadado en la roca. Iba desde los pies de Janos, por el suelo, hasta el borde de la cuenca.
¡Jesús! —Harry intentó torpemente llegar hasta el borde del charco; se revolcó en el líquido, puso una mano en el borde y se impulsó hacia arriba, escuchó la demente risa de Janos y vio que acercaba lentamente la tea al suelo.
¡Mi problema, Harry! —Möbius, horrorizado, se desesperó.
Harry luchó con el terror para imaginarse el problema, convirtiendo automáticamente las circunferencias de Möbius en diámetros:
Y su talento matemático instintivo, que por fin recuperó, hizo lo demás.
¿Qué soy yo? —aulló Möbius mientras el fuego de la antorcha de Janos descendía hasta la líquida mecha.
¡Luz! —exclamó Harry—. ¿Qué otra cosa podría ser? Sólo la luz se expande al doble de la velocidad de la luz… desde nada hasta un diámetro de 1.197.096 kilómetros en dos segundos.
El fuego se extendió por el suelo de la cueva en un resplandor azul.
¿Qué luz? —Möbius estaba frenético.
—Usted no era nada hasta que comenzó a existir —gritó Harry—. Por consiguiente… ¡Usted es la luz original!
¡Sí! —Möbius bailó en la mente de Harry—. Y mi fuente era el continuo de Möbius. ¡Bienvenido, Harry!
Cuando la cuenca se convirtió en un infierno, en la mente de Harry se abrieron pantallas de ordenador. El fuego líquido le chamuscó el cabello y la barba e hizo arder sus ropas. Aquello duró quizá una décima de segundo, hasta que Harry conjuró una puerta de Möbius y salió por ella. Sabía donde ir: conjuró una segunda puerta, y salió del continuo de Möbius y entró en una tormenta de nieve en el techo del mundo. Estaba chamuscado, sí, pero vivo. Vivo como nunca se había sentido antes. Le invadió una sensación de euforia, y más que de euforia. Su risa —tan histérica como la de Möbius— se apagó rápidamente, se convirtió en un gruñido amenazador en las profundidades de su garganta…
Janos le había visto desaparecer, y en ese momento se había dado cuenta de que Harry Keogh era invencible. El necroscopio se había ido…, ¿dónde? ¿Y cuándo volvería? ¿Y qué terribles poderes traería con él? Janos no se atrevió a esperar para descubrirlo. Subió las escaleras que unían los distintos niveles de las laberínticas entrañas del castillo y finalmente llegó hasta los salones abovedados donde guardaba las urnas, las vasijas y los lekythoi. ¡Y descubrió que Harry se le había adelantado! Harry, Bodrogk y sus tracios.
Janos se agazapó contra una pared, furioso, y luego se irguió dispuesto a volver al ataque.
—¡Tú eres polvo! —rugió señalando a Bodrogk.
El gigantesco jefe tracio y dos de sus capitanes retrocedieron y salieron de la habitación, pero el tercer hombre quedó preso en el estallido del conjuro de Janos.
OGTHROD AI', GEB'L-EE'H
YOG-SOTHOTH, NGAH'NG AI'Y,
ZHRO
El tracio alzó los brazos, emitió su último suspiro… y cayó convertido en una nubecilla de elementos químicos de un color gris verdoso.
Janos lanzó una demencial carcajada, y se lanzó a coger la espada del guerrero caído. Después avanzó hacia Harry, la espada en alto…, pero el necroscopio sabía muy bien qué tenía que hacer. Porque Harry era un mago, un hechicero entre hechiceros, y en su mente mil voces muertas que salían de las urnas donde estaban prisioneras sus cenizas, le enseñaban las palabras del poder.
Harry señaló hacia las urnas, y girando en un círculo pronunció la runa de la invocación:
¡YAI'NG'NGAH, YOG-SOTHOTH,
H'EE-L'GEB,F'AI THRODOG,
UAAAH!
Un olor agrio y un humo púrpura invadieron el salón, volviendo invisibles a Harry, a Janos y a todos los demás. Y por encima de todo se oyeron los gritos de los torturados. No hubo tiempo de mezclar los elementos químicos; aquellos tracios, persas, griegos y escitas eran imperfectos, pero su ansia de venganza estaba intacta.
Y Janos lo sabía. Recorrió sus filas mientras ellos rompían las urnas y crecían como hongos de la nada, pero tan pronto como Janos señalaba a un grupo y los volvía de nuevo cenizas, el necroscopio los resucitaba. El vampiro no podía ganar; no podía gritar sus palabras lo bastante rápido y los resucitados guerreros le rodeaban, cada vez más próximos.
En medio de una polvareda, Janos subió los escalones rumbo a los pisos superiores, y desapareció de la vista. Los guerreros, horriblemente incompletos, se dispusieron a seguirle, pero Harry les advirtió:
—Permaneced aquí. Ya habéis hecho vuestra parte. Pero en esta ocasión, cuando retornéis al polvo, sabréis que será para descansar en paz.
Y ellos le bendijeron cuando les devolvió a su materia. A todos, menos al rey guerrero Bodrogk.
Y Harry se llevó consigo a Bodrogk y pasó por una puerta de Möbius… y salió otra vez a las ruinas del castillo Ferenczy.
Esperaron, y al poco rato llegó Janos, que gruñía, se quejaba y jadeaba en el aire nocturno. El vampiro los vio, y aterrorizado y medio sofocado, huyó dando tumbos por entre las ruinas. Estaba exhausto y sin aliento; se tambaleó hasta la ladera tras el castillo y subió por un sendero…, y a medio camino se encontró con Harry y Bodrogk, que estaban esperándolo. ¡Y el gigantesco tracio llevaba un hacha de guerra!
No tenía escapatoria. Janos miró hacia la oscuridad, y sus ojos escarlata contemplaron el vacío. Había un solo arte wamphyri que nunca había podido dominar, o imitar, y ahora debía hacerlo. Alzó los brazos y deseó el cambio, y sus ropas cayeron en jirones mientras su cuerpo se convertía en una gran manta, en una hoja de carne. Y a la manera de un murciélago, se lanzó al vacío desde el sendero de la montaña.
¡Y lo consiguió! Voló, y los jirones de sus ropas se agitaban en el aire como extrañas alas. Janos voló… hasta que el hacha de Bodrogk se clavó en su columna vertebral.
Harry y Bodrogk regresaron a las ruinas y encontraron al monstruo retorciéndose, caído entre los escombros. Se ahogaba, y, al toser, la sangre manaba de sus fauces, pero ya se había arrancado el hacha y su carne de vampiro comenzaba a cicatrizar. El necroscopio se arrodilló a su lado y lo miró a los ojos. ¿Hombre a… hombre? En todo caso, cara a cara, aunque uno de los dos rostros aparecía lleno de terror.
—¡Necroscopio bastardo! —maldijo Janos, y sus ojos saltones sangraban.
—Tienes cuerpo de hombre —respondió Harry con voz neutra—, pero tu mente y el vampiro que hay en ti fueron conjurados de las cenizas de una urna. —Harry le señaló con el dedo índice y dijo—: Las cenizas a las cenizas, Janos, y el polvo al polvo. OGTHROD AI'F, GEB'L-EE'H.
El vampiro chilló, se retorció con frenesí, tosió, se ahogó, pero retuvo su forma humana.
Y el necroscopio continuó:
—YOG-SOTHOTH'NGAH'NG AI'Y.
—¡No! —aulló Janos—. ¡N…n…oooooooooo!
Y cuando Harry pronunció la palabra final, «¡ZHRO!», todo el cuerpo de Janos vibró en un espasmo de insoportable dolor. Y luego se quedó inmóvil. Después su cabeza cayó hacia atrás, su horrible boca se abrió, y sus ojos se apagaron. Y luego…
Su pecho enorme se desinfló en un largo y último suspiro. Pero no fue aire lo que escapó de él, sino una nube de polvo rojo que se dispersó en el aire. El resto de su cuerpo, su cabeza incluso, debía de haber estado lleno de esa sustancia. Y cuando el polvo de la extinguida sanguijuela vampiro se asentó, el necroscopio pensó que le recordaba a las esporas de aquellas extrañas setas que crecían en la tumba de Faethor, cerca de Ploiesti.
Y esto a su vez le recordó que aún tenía cosas por terminar…
Sofía, la mujer de Bodrogk, y Sandra, llegaron de las ruinas.
Sandra tenía una apariencia fantasmal, como todos los vasallos de los vampiros, y sus ojos amarillos brillaban en la oscuridad, pero Harry sabía que ahora ella era menos que Sandra. O más. El necroscopio recordó la precognición que había tenido al comienzo de todo: una criatura extraña que llegaba en la noche y lo deseaba, pero sólo porque estaba ávida de sangre. Sandra era ahora una criatura extraña, que deseaba a los hombres sólo por su sangre.
Ella se arrojó en sus brazos, sollozando, y él la abrazó con fuerza —tanto para calmarla a ella como para tranquilizarse él—, y miró por sobre el hombro a Bodrogk, que abrazaba a su mujer.
Y el necroscopio oyó que Sofía decía:
—¡Ella me salvó! La chica vampiro encontró el lugar donde Janos me tenía prisionera, y me liberó.
Y Harry se preguntó si aquél habría sido el último acto voluntario y libre de Sandra, antes de que la monstruosa fiebre en su sangre se apoderara de ella por completo.
El hermoso y semidesnudo cuerpo de Sandra era frío como la porcelana en los brazos del necroscopio, y éste supo que él nunca podría hacer que se entibiara. La joven, corno telépata que era, percibió este pensamiento con tanta claridad como si hubiera sido dicho en voz alta, y se alejó un poco. Pero no lo suficiente.
La delgada y aguda estaca que ocultaba Harry, una astilla de cedro, se clavó bajo el pecho de la mujer y le atravesó el corazón. Ella aspiró por última vez el aire, se tambaleó hacia atrás y cayó.
Y Bodrogk, que vio la angustia de Harry, hizo todo lo demás…