Tracios - No-muertos en el Mediterráneo - Cíngaros
Möbius volvió a comunicarse con Harry más tarde.
—¿Harry? Escuche, muchacho. Siento haber tardado, pero esas puertas mentales de usted me causaron verdaderas dificultades. Con todo, y eso lo sabe usted muy bien, cuanto más difícil es un problema, más fascinante. De modo que me he reunido con algunos amigos, y hemos llegado a la conclusión de que se trata de unas nuevas matemáticas.
—¿Qué me dice? —Harry estaba atónito—. ¿Y quiénes son sus amigos?
—Las puertas de su mente están selladas con números —explicó Möbius—. Pero están escritos a la manera de símbolos, en una especie de álgebra. Y componen la ecuación simultánea más compleja que usted pudiera imaginar.
—Continúe —le incitó Harry.
—Yo jamás podría resolverla solo. Bueno, quizá si le dedicara los próximos cien años… Porque se trata del tipo de problema que sólo puede ser resuelto por medio de un sistema de tanteo. Así pues, después de dejarle a usted, busqué a unos colegas y les pasé la ecuación.
—¿Colegas?
Möbius suspiró.
—Harry, hubo otros antes que yo. Y algunos de ellos, muchos, muchos años antes. Pero como usted sabe mejor que nadie, ellos no desaparecieron. Aún están allí, y hacen en la muerte lo mismo que en vida. De modo que les he pasado diversas partes del problema. Y permítame que le diga que eso no fue nada fácil. Afortunadamente, todos habían oído hablar de usted, y me recibieron muy bien, a pesar de que comparado con ellos, sólo soy un aprendiz.
—¿Usted, un aprendiz?
—Sí, si me compara con Aristóteles, Ptolomeo, Copérnico, Kepler, Galileo, Isaac Newton, o Ole Christensen Roemer. Sí, junto a ellos yo soy un mero aprendiz. ¡Y Einstein un cachorrillo!
—Pero esos sabios que me ha nombrado, ¿no eran fundamentalmente astrónomos? —preguntó Harry.
—Sí, y también filósofos, matemáticos y muchas otras cosas —respondió Möbius—. Las ciencias se solapan unas con otras y se influyen mutuamente, Harry. Como puede ver, he estado muy ocupado. Pero, en todo esto, había un hombre al que deseaba consultar, pero no me atrevía. ¡Y él vino a buscarme! E incluso parecía ofendido de que le hubiéramos excluido.
—¿Y quién es él? —preguntó Harry, muy interesado.
—Pitágoras.
—¿Aún está aquí?
—Y continúa siendo un gran místico, e insiste en que Dios es la ecuación suprema. —Y aquí la voz de Möbius adquirió una peculiar inflexión—: Y el problema es… que ya no estoy tan seguro de que Pitágoras no tenga razón.
Harry aún estaba atónito.
—¿Pitágoras, ocupándose de mi caso? Mi madre me dijo que había mucha gente que deseaba ayudarme, pero… ¡Pitágoras! ¿Puede perder su tiempo en eso? ¿No tiene otras cosas más importantes que…?
—No —le interrumpió Möbius—. Para él, esto es de una importancia superlativa. ¿No comprende quién era Pitágoras, y qué hizo? ¡Anticipó la teoría de los números en el siglo sexto antes de Cristo! Era el principal defensor de la teoría que sostiene que los números son la esencia de todas las cosas, el principio metafísico del orden racional del universo. Y lo que es más, su principal doctrina teológica era la metempsicosis, o transmigración de las almas.
Harry hizo un gesto que indicaba su confusión.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó.
Möbius suspiró una vez más.
—Muchacho, usted no me escucha. ¡Perdón, sí que lo hace! Pero su actual incapacidad para la aritmética le impide comprender lo que estoy diciendo. ¡Todo se relaciona con usted! Después de dos mil quinientos años, usted es la viva prueba de todo lo que defendía Pitágoras. Usted, Harry, el único hombre de carne y hueso que ha impuesto su mente metafísica sobre el universo físico.
Harry intentó comprender lo que decía Möbius, pero le era imposible. Su ceguera matemática le impedía reflexionar sobre aquello.
—Entonces…, ¿me pondré bien?
—Sí, Harry, vamos a abrir esas puertas. Pero tiene que darnos tiempo, claro está.
—¿Cuánto tiempo?
—Horas, días, semanas —respondió—. No podemos saberlo.
—No puedo esperar semanas —contestó Harry—. Ni siquiera días. Tendrán que ser horas.
—Estamos intentándolo, Harry, estamos intentándolo…
En las montañas de Halmagiu, cerca de las ruinas de su castillo, Janos Ferenczy, hijo carnal de Faethor, vociferaba enfurecido. Había llevado a Sandra y a Ken Layard a un saliente en la montaña, a más de mil quinientos metros de altura. Los mismos vientos nocturnos estaban alborotados por la pasión de Janos; se arremolinaban alrededor de la empinada roca y amenazaban con arrancar de ella a las tres criaturas.
—¡Quedaos quietos! —ordenó Janos con voz amenazante a los elementos.
Y los vientos se calmaron, las nubes cruzaron por la faz de la luna como seres atemorizados, y el furioso vampiro se dirigió a sus vasallos.
—Tú —dijo, y cogiendo a Layard por la piel de la nuca, como una gata a sus gatitos, le arrojó contra el borde del saliente, al filo mismo del abismo—. Ya te he roto los huesos una vez, ¿quieres que vuelva a hacerlo? Y ahora dime: ¿dónde está él? ¿Dónde está Harry Keogh?
Layard se retorció intentando soltarse y señaló hacia el noroeste.
—¡Estaba allí, lo juro! Hace menos de una hora estaba a menos de cien millas de aquí. Yo lo sentí, era una sensación muy fuerte, como la luz de un faro. Pero ahora no hay nada.
—¿Nada? —repitió furioso Janos—. ¿Me tomas por tonto? Tú eras un hombre de talento, un localizador, y como vampiro tus poderes han aumentado de manera inconmensurable. Si alguien puede encontrar a Harry Keogh, ése eres tú. ¿Cómo puede ser que me digas que le has perdido? ¿Cómo puede ser que primero esté allí, y luego no esté? ¿Viene hacia aquí? ¿Se encuentra en algún punto intermedio? ¡Habla! —y le dio una brutal sacudida.
—¡Estaba allí! —gimió Layard—. Le sentí allí, solo, probablemente dispuesto a pasar la noche en ese lugar. Sé que estaba; le localicé y luego pasé sobre él una y otra vez, pero no me atreví a demorarme por miedo a que me siguiera hasta usted. Pregúntele a la chica, ella le dirá que no miento.
—¡Vosotros sois cómplices! —gritó Janos, obligándole a arrodillarse; luego cogió la transparente túnica de Sandra y la desgarró.
La joven retrocedió desnuda bajo la luna e intentó cubrirse, los ojos amarillos en el pálido óvalo de su rostro. Pero un instante más tarde se irguió. Janos ya le había hecho todo lo peor; cuando el horror embota, la carne no tiene sensaciones ni emociones.
—Él dice la verdad —dijo Sandra—. Yo no podía entrar en la mente del necroscopio, no fuera que él entrara en la mía, y a través de mí en la de usted. Pero cuando sentí que estaba dormido, pensé que podía arriesgarme a echarle un vistazo. Lo intenté… y él ya no estaba allí. Y si estaba, había cerrado su mente.
Janos la miró durante un instante muy largo; su mirada escarlata ardió sobre Sandra y la penetró, hasta que estuvo seguro de que la joven decía la verdad.
—De manera que el necroscopio se aproxima —gruñó Janos—. Bien, eso era lo que yo quería.
—¿Lo que quería? ¿En tiempo pasado? —Sandra le sonrió, puede que con malicia—. Pero ya no lo desea, ¿verdad, Janos?
Él la miró con el entrecejo fruncido, la cogió del hombro y la obligó a arrodillarse junto a Layard. Después volvió la cara hacia el noroeste y extendió los brazos hacia la noche.
—¡Extiéndete, bruma de los valles! —entonó—. Invoco los pulmones de la tierra para que respiren por mí, y lancen al aire su turbio aliento para que oscurezca su camino. Llamo a mis familiares para que le busquen y hagan que yo conozca sus labores, y a las rocas de las montañas para que le desafíen.
—¿Y todo eso le detendrá? —Sandra intentó disimular su desprecio por el vampiro.
Janos volvió hacia ella su mirada púrpura, y Sandra vio que su nariz se había achatado como el hocico de un vampiro, y que las mandíbulas y el cráneo se habían alargado como los de un lobo.
—No lo sé —respondió por fin Janos, y su horrible voz hizo vibrar las terminaciones nerviosas de la joven—. Pero si no lo detengo de esta manera, puedes estar segura de que lo lograré con otros recursos.
Janos descendió con tres vasallos vampiros (guardianes, que cuidaban de la morada en su ausencia y guardaban sus secretos) a las olvidadas entrañas de la tierra, a un lugar de pesadilla que no estaba precisamente abandonado. Allí utilizó sus habilidades nigrománticas para conjurar a una dama tracia mediante sus cenizas. La encadenó desnuda a un muro y convocó a su esposo, un jefe guerrero de enormes dimensiones, que incluso en la actualidad era un gigante, y que en sus días debió de ser considerado un Goliat. Janos ya los había convocado en otras ocasiones, pero ahora su propósito era enteramente distinto. Hacía más de quinientos años que no saqueaba tumbas, y aproximadamente en la misma época había perdido el entusiasmo por las torturas y la necrofilia.
Mientras el guerrero tracio, todavía aturdido se tambaleaba desorientado, gimiendo en el humor púrpura y el agrio olor de su reanimación, Janos le arrastró ante su señora y le encadenó. Él se calmó en el instante en que la vio; las lágrimas cayeron de sus ojos y resbalaron por la curtida piel de sus mejillas y por su barba.
—Bodrogk —Janos habló en la lengua del guerrero—, de modo que reconoces a tu mujer. Observa también cuánto he cuidado sus sales: ella ha resurgido de sus cenizas perfecta, tal como lo fue en vida, y no como tú, lleno de cicatrices y quemaduras, y marcas producidas por la pérdida de tus sustancias. Tal vez cuando te envíe de nuevo a tu recipiente, debería recoger con más cuidado tus cenizas, tal como lo hago con las de ella. Claro que tú seguramente sabes que ella me ha sido más útil que tú. Porque tú sólo podías darme oro, mientras que ella…
—¡Sois un cerdo! —gritó el otro, con una voz que retumbó como un peñasco al quebrarse, e intentó alcanzar a su torturador.
Janos reía mientras sus vasallos luchaban con Bodrogk para impedir que se soltase. Pero luego dejó de reír y sostuvo en alto una jarra de cristal para que el tracio la viese.
—Ahora quédate quieto y escúchame —le ordenó—. Como ves, tu esposa favorita es poco menos que perfecta. Y que continúe así depende de ti. Ella no ha cambiado desde hace dos mil años, y así seguirá por el tiempo que yo desee, y ni un minuto más.
Mientras hablaba, sus vasallos sujetaron las cadenas de Bodrogk a unas grapas en la pared.
—Observa —dijo Janos.
Cogió una varilla de cristal y la sumergió en el líquido de la jarra, y luego salpicó con unas gotas el amplio pecho del tracio.
Bodrogk se miró, y abrió muy grandes los ojos y la boca en un gesto de asombro cuando el enmarañado vello de su pecho comenzó a humear allí donde el ácido le había salpicado; gimió y se retorció en sus cadenas, y luego cayó de rodillas en la agonía de la tortura. Y el ácido le corroyó hasta que su carne se disolvió y corrió en finos riachuelos rojos y amarillos que descendieron por sus temblorosos muslos. Su esposa, la última de las seis que Bodrogk había tenido en vida, le gritó a Janos que no siguiera torturando a su marido. Y también ella, llorando, se derrumbó entre las cadenas. Su esposo consiguió por fin ponerse en pie, y miró a Janos con ojos rojos de sufrimiento y odio.
—Sé que ella está muerta —dijo—, y que también yo lo estoy, y que vos sois un demonio necrófago y un nigromante. Pero al parecer, hasta en la muerte hay vergüenza, dolor y tormento. Y para evitárselos a ella, decidme qué deseáis de mí. Si conozco la respuesta, os la diré. Si puedo hacer lo que me pidáis, lo haré.
—¡Muy bien! —aprobó Janos—. Tengo a seis de tus hombres en sus urnas funerarias, donde yacen convertidos en sales, en cenizas, en polvo. Y ahora les sacaré de sus lekythoi y les reanimaré. Ellos serán mi guardia, y tú su capitán.
—¿Más carne para torturar? —gruñó sordamente Bodrogk.
—¿Qué dices? —dijo Janos con fingida pena—. Deberías agradecérmelo. En otra época eran tus compañeros, y combatíais hombro con hombro. Sí, y puede que volváis a hacerlo. Porque no estoy seguro de que mi enemigo vaya a estar solo cuando me ataque. Yo hasta tengo vuestras armaduras, con las que os defendíais hace tantos siglos, y que fueron enterradas con vosotros. De modo que ya ves, serás de nuevo un guerrero. Y te lo repito, deberías agradecérmelo. Ahora invocaré a esos hombres, y te ordeno que seas su jefe. Tu mujer se queda aquí. Y si permites que un solo tracio se alce contra mí…, será ella quien sufra.
—Janos —dijo Bodrogk, que continuaba mirándole fijamente—. Pedidme lo que queráis, y lo haré. Pero en vida, además de ser un guerrero, era un hombre justo. Y por eso quiero advertiros de una sola cosa: no perdáis jamás el mando. Ya sé que sois un vampiro, y muy fuerte, pero conozco mis propias fuerzas, que son grandes. Si no tuvierais a Sofía encadenada, os habría destrozado a pesar de vuestro ácido. Sólo ella me contiene…
La risa de Janos más parecía un ladrido.
—¡Ese instante nunca llegará! —respondió—. Pero también yo quiero ser justo: cuando esto esté hecho, y hecho según mis deseos, os convertiré a los dos nuevamente en polvo, y mezclaré vuestras cenizas y las arrojaré para siempre al viento…
—Con eso me basta —respondió el tracio.
—Entonces, que así sea.
Mientras el sol asomaba en el horizonte, Harry Keogh dormía. Pero en el mar Egeo, cerca de Rodas, Darcy Clarke y su equipo iban a bordo de un barco un poco más grande y más rápido que el que habían utilizado la vez antes, y dejaron Tilos a babor para dirigirse hacia el oeste, a Sima. Darcy, mirando distraídamente las aguas del mar, partidas en dos por la proa del barco, repasó una vez más los planes que habían hecho la noche anterior, intentando encontrar en ellos algún punto débil.
Recordó que David Chung se había sentado a la mesa en su habitación, mientras los demás lo rodeaban y contemplaban su actuación. Los padres de Chung habían sido adictos a la cocaína; la droga había arruinado sus cuerpos y sus mentes, matándolos cuando él era poco más que un niño. Y Chung, desde que ingresó en la Organización, había puesto su talento al servicio de un objetivo específico: la destrucción de todos los que traficaban con la miseria humana. De vez en cuando le habían asignado al localizador alguna otra tarea, pero en la Organización E todos sabían cuál era su fuerte.
La noche anterior Chung había empleado una pequeña cantidad de la sustancia que odiaba. Había puesto sobre la mesa un gran mapa del Dodecaneso, y encima del mapa una pizca del polvo tóxico, depositado sobre un delgado papel de fumar.
Chung había pedido silencio, y permaneció sentado allí unos cuantos minutos, respirando profundamente y llevándose de vez en cuando a la boca, con el dedo mojado, unos granos de droga. Después, había hecho volar de un solo soplido el papel de fumar y la droga, y había señalado un punto en el mapa con el dedo índice.
—¡Aquí! —dijo—. ¡Y es un alijo enorme!
Manolis Papastamos y Jazz Simmons aplaudieron, pero Zek, Darcy y Ben Trask no parecían muy sorprendidos. Estaban impresionados, claro está, pero la percepción extrasensorial era para ellos el pan de cada día desde hacía muchos años, y la actuación de Chung no les parecía algo extraño.
Luego Manolis había mirado el mapa de cerca, y había asentido con la cabeza.
—Es la isla de Lazarides —dijo—. De modo que ahora sabemos dónde se esconde el Lazarus. Y a bordo está toda esa mierda que el vrykoulakas robó del viejo Samothraki.
Después de eso, los planes habían sido los básicos. El objetivo: llegar a la isla en la hora siguiente al alba, cuando la tripulación de vampiros era menos activa, y destruir el Lazarus, vampiros incluidos, en el mismo lugar donde estaba anclado.
David Chung no participaba en esta operación; él ya había cumplido su parte, y ahora podía tomar tranquilamente el sol; no iba a ver al resto del equipo hasta que el trabajo estuviera terminado. Y ahora se dirigían a terminarlo.
Manolis trajo a Darcy al presente.
—Otra media hora y estaremos allí. ¿Quiere que veamos de nuevo lo que vamos a hacer?
—No —dijo Darcy—, todos conocen su trabajo. Y yo esta vez sólo soy un pasajero, al menos hasta que lleguemos a la isla y a la morada de Janos.
Darcy miró a su equipo. Zek estaba abriendo la cremallera de su mono. Debajo llevaba un breve bañador amarillo que dejaba muy poco trabajo a la imaginación. Parecía mucho más joven, delgada, bronceada y con un aspecto maravilloso. Con sus ojos azules, su pelo de un rubio dorado y su sonrisa deslumbrante, no habría hombre, vivo o no-muerto, que se resistiera a mirarla.
Su marido la miró y sonrió.
—¿Qué encuentras tan divertido? —le preguntó ella.
—Estaba pensando —respondió Jazz— que me gustaría hundir a esos tipos junto con el barco. No me gusta la idea de que vayan nadando detrás de ti.
—Eso es algo que aprendí en Starside de lady Karen —dijo ella—. Si yo puedo distraerlos, ustedes harán su trabajo más fácilmente, y con menor riesgo. Karen era una experta en distracción.
—¡Oh, sí! ¡Usted los distraerá…, ya lo creo que sí! —afirmó Manolis.
Entretanto, Ben Trask había abierto una pequeña maleta dividida en compartimentos y había sacado cuatro de los seis brillantes discos metálicos de dieciocho centímetros de diámetro y cinco de espesor que allí había. El reverso de cada disco era negro, magnetizado, y en el anverso había una llave de seguridad y un reloj automático. Manolis miró cómo Trask comenzaba a meter las minas ventosa en un par de cinturones de submarinismo, en lugar de las pesas habituales, e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Aún no comprendo cómo consiguió sacar eso de Inglaterra —dijo.
Trask se encogió de hombros.
—En una valija diplomática —respondió—. Puede que nuestra Organización no sea muy conocida, pero somos parte de los servicios de inteligencia británicos.
—Allí delante se ve una roca —anunció Zek desde la estrecha cubierta que había arriba de la cabina—. ¿Es ésa, Manolis?
—Sí —respondió Manolis—. Darcy, ¿puede coger el timón?
Darcy se hizo cargo de la conducción del barco y moderó la marcha. Manolis y Jazz se quedaron en bañador y desaparecieron en el interior de la pequeña cabina. Allí probaron las escafandras e inspeccionaron el resto del equipo de submarinismo. Ben Trask se quitó la chaqueta y se puso unas gafas de sol y un sombrero de paja. Con su camisa hawaiana parecía un rico turista tonto que había salido a pasar el día navegando. Y Darcy podía muy bien ser su hermano.
La isla estaba más cerca, y era evidente que Zek había estado en lo cierto: era poco más que una gran roca. Se veían algunos arbustos, un poco de tomillo y de hierba, y muchísimas rocas… y situada en el centro, por encima de los acantilados de la costa, una torre amarilla de unos cincuenta metros de altura.
Zek la vio y dijo:
—Ésa es una madriguera poco menos que enana —dijo—, pero aun así me hace temblar. Y hay allí al menos dos hombres, o mejor dicho, vampiros.
El barco rodeó la punta de un promontorio y Darcy vio lo que había delante. Pero aunque no lo hubiera visto, su talento ya le había prevenido.
—Permanezcan abajo —le dijo a Manolis y a Jazz, que estaban en el camarote—. Ustedes no existen. Sólo estamos nosotros tres.
Manolis y Jazz hicieron lo que decía Darcy.
Zek se estiró voluptuosa en el techo de la cabina y se puso las gafas de sol; Trask se recostó despreocupadamente, una pierna enganchada a la barandilla. Darcy enfiló el barco directamente hacia la entrada de una pequeña bahía. Y allí, anclado en la bahía, se encontraba un navío blanco, el Lazarus.
Trask abrió una botella de cerveza, e hizo como que bebía, echando la cabeza hacia atrás. Sólo se mojó los labios, pero estudió atentamente todo lo que pudo de la isla. Eso era parte de su trabajo; Darcy y Zek, entretanto, estudiaban el Lazarus.
La isla consistía en una pequeña playa dentro de dos prolongaciones rocosas que se adentraban en el océano, y una árida cuesta que ascendía hasta el cañón central. Desde este lado, se veía que la parte superior del cañón era una fortaleza en ruinas, o quizá un faro, con restos de escalones de piedra, muy gastados por la erosión, que subían en zigzag. Pero hacia la mitad del cañón, había una suerte de falsa meseta excavada en la roca, como si siglos atrás la parte de arriba se hubiera partido por el centro, y la mitad se hubiera derrumbado. Alrededor del perímetro de la meseta habían construido gruesos muros, y era evidente que el lugar había sido un baluarte de los cruzados. Hacía tiempo que los antiguos muros se habían desmoronado en parte, pero se veía que estaban construyendo otros nuevos, y eran visibles los andamios adheridos a las ruinas y a la parte superior de la chimenea.
Darcy, entretanto, estudiaba el Lazarus. El blanco barco estaba anclado en las aguas profundas del centro de la pequeña bahía. La cadena del ancla se hundía en las aguas azules. Sobre la cubierta, bajo la negra toldilla, un hombre estaba sentado en uno de los sillones. Pero cuando el barco a motor de nuestros amigos entró dentro de su campo visual, el hombre se puso en pie y cogió los prismáticos que llevaba colgados del cuello. Tenía puesto un sombrero de ala ancha y gafas de sol, y se mantuvo prudentemente a la sombra mientras enfocaba con los binoculares a la motora.
Zek medio se sentó, apoyada sobre un codo, y saludó agitando la mano, pero al principio el hombre de los prismáticos la ignoró.
Darcy aminoró aún más la marcha, y describiendo un amplio círculo alrededor del blanco yate, se unió a los saludos de Zek.
—¡Eh, allí! —dijo con su mejor acento de aristócrata inglés—. ¡Hola, los del Lazarus!
El hombre fue hasta la puerta del salón, se asomó al interior, y luego volvió a salir. Ahora apuntó sus prismáticos hacia Zek, que continuaba saludando. Esto ya no era necesario, porque el barco a motor estaba a unos escasos quince metros del Lazarus. Zek sintió sobre ella la mirada del hombre y se estremeció, a pesar del calor del sol. Al primer hombre se le unió un segundo, que muy bien podría haber sido su hermano gemelo, y observaron en silencio al barco que navegaba en círculos alrededor de ellos, y, sobre todo, miraron a Zek.
Darcy volvió a aminorar la marcha, y un tercer hombre salió del salón del yate blanco. Ben Trask se puso de pie y sostuvo en alto la botella de cerveza.
—¿No quieren una copa? —preguntó, imitando el acento que había adoptado Darcy—. Podríamos subir a bordo…
«Y que lo digas», pensó Darcy.
Zek inspeccionó telepáticamente el barco, no sólo arriba, sino también bajo cubierta. Contó seis individuos en total. Tres dormían. Y todos eran vampiros. Y en ese instante uno de los durmientes despertó. Su mente estaba alerta; era más enteramente vampiro que los otros. Y «vio» a Zek antes de que ésta pudiera ocultar su espionaje telepático.
La joven dejó de saludar y le dijo a Darcy:
—Vámonos. Uno de ellos ha leído en mi mente. No vio mucho, pero sí que no soy lo que aparento. Pero si ahora se marchan, les perderemos.
—¡Les veremos luego! —gritó Ben Trask cuando Darcy viró en dirección opuesta al Lazarus y se dirigió hacia el promontorio más alejado.
Ya lejos de los observadores del Lazarus, Darcy aminoró la velocidad y dejó que el barco se deslizara junto a una roca plana, cubierta de hierba, y que apenas se alzaba sobre la superficie del mar. Jazz y Manolis salieron de la cabina, se pusieron las máscaras, regularon las válvulas de las escafandras, y cuando Darcy detuvo el motor, pasaron del barco a la roca, y de allí al mar.
—¡Jazz! —gritó Zek—. ¡Ten cuidado!
Puede que Jazz la oyera, y puede que no; su cabeza desapareció de la superficie y surgió una hilera de burbujas; los buceadores se sumergieron a unos cinco metros de profundidad y nadaron hacia el Lazarus.
—Más distracción —observó sombrío Darcy, que viró hacia el mar y aumentó gradualmente la velocidad.
—Darcy —dijo Zek—, esta vez quédate un poco más lejos. Estoy segura de que estarán prevenidos.
Cuando el Lazarus estuvo nuevamente a la vista, Ben Trask se arrodilló y cogió una pistola ametralladora Sterling que guardaba en una bolsa bajo el asiento. Extendió la culata y la cargó con proyectiles de 9 milímetros; luego dejó el arma entre sus pies y la cubrió con la bolsa.
A unos ochocientos metros, Darcy giró a babor y se dirigió hacia el barco blanco. Ahora había actividad a bordo, y los tres que estaban en cubierta iban y venían a lo largo de la barandilla, deteniéndose cada pocos pasos para mirar hacia el agua. Jazz y Manolis llegarían en cualquier momento. Darcy se acercó un poco más y Zek comenzó a saludar como antes. Los hombres de cubierta se agruparon junto a la barandilla para mirarla, y Zek sintió otra vez los prismáticos sobre su cuerpo casi desnudo. Pero en esta ocasión el interés no era sexual.
Y luego, cuando Darcy recomenzaba sus vueltas alrededor del Lazarus, el ruido de la cadena les indicó que estaban levando anclas, y oyeron que ponían en marcha los motores del yate. Y un cuarto hombre salió a cubierta desde el salón… ¡y llevaba en sus brazos una metralleta!
—¡Jesús! —gritó Ben Trask.
Y su grito fue como la señal para que comenzara la batalla.
El hombre de la metralleta abrió fuego desde la cubierta del Lazarus, rociando de plomo al barco más pequeño. Zek había saltado del techo de la cabina, y mientras entraba en el pequeño cubículo, el parabrisas voló hecho trizas y Darcy sintió el latigazo de los proyectiles a su alrededor. Después Trask se puso en pie y devolvió el fuego, y el tirador del Lazarus cayó hacia atrás como si le hubiera golpeado un martinete. Rebotó contra un puntal en la cubierta, y luego pasó sobre la borda y cayó al agua. Y otro tripulante corrió a coger la metralleta.
Darcy ya había dado la vuelta al Lazarus y se dirigió a mar abierto, pero Zek salió de la cabina, cogió el volante y le dio la vuelta de un tirón, gritando:
—¡Mira! ¡Por Dios, mira!
Darcy le cedió el volante y miró. En el Lazarus, el hombre de la metralleta estaba disparando al agua, contra algo o alguien que se alejaba lentamente del flanco del barco blanco. Sólo podía ser Jazz, o Manolis, o ambos.
—¡Lleva tú el barco! —gritó Darcy, y fue junto a Trask, que seguía disparando, y cogió una segunda bolsa que había bajo el asiento. Pero mientras cargaba la pistola ametralladora, hubo otra ráfaga de balas, y Trask gritó y se tambaleó hacia atrás, aunque consiguió no caer por sobre la borda. En el músculo superior del brazo de Trask había un agujero, que se volvió escarlata y comenzó a sangrar un instante después. Pero Darcy ya estaba disparando.
El Lazarus se movía; salió dando marcha atrás de la bahía, y luego comenzó a girar lentamente sobre su propio eje, y el agua se agitó furiosa por la acción de las hélices. No podían hacer nada, y dejaron que se marchara. Zek fue hasta donde estaba Trask para ver si podía hacer algo por él. Él hizo una mueca de dolor, pero le dijo:
—No te preocupes, no es nada. Hay que vendarlo, eso es todo.
Dos cabezas salieron a la superficie mientras Zek rasgaba la camisa de Trask para hacerle una venda y un cabestrillo. Darcy aminoró la marcha y ayudó a Jazz a subir a bordo, y un instante después le tocó el turno a Manolis. Y en ese instante el motor gorgoteó y se detuvo en seco.
—¡Está ahogado! —protestó Darcy.
Pero Ben Trask señalaba el mar y gritaba:
—¡Jesús! ¡Jesús!
El Lazarus había dado la vuelta y regresaba. El ruido de sus motores se hacía más intenso a medida que se acercaba al barco más pequeño, y su intención era evidente. Manolis, que intentaba frenéticamente poner en marcha el motor, miró el reloj sumergible que llevaba en la muñeca.
—¡Ya debería haber volado por los aires! —gritó—, ¡Las minas ventosa deberían…!
Y las minas estallaron cuando el Lazarus estaba a menos de cincuenta metros. No fue una sola explosión, sino cuatro.
Las dos primeras explosionaron cerca de la popa del barco blanco, con sólo un segundo entre una y otra explosión, lo que lanzó la popa a un lado y luego al otro, y también la elevó fuera del agua. El Lazarus, no obstante, continuó avanzando aunque con apenas una fracción de su antiguo ímpetu, pero luego las minas tercera y cuarta estallaron junto a la proa, y eso cambió por completo las cosas. Con la popa ya medio hundida en el agua por la gran brecha abierta por las primeras dos minas, la proa se elevó en medio de una cresta de agua espumosa, y cuando cayó y golpeó el agua, estallaron los motores. La parte trasera del barco se abrió, dejando escapar una gran bola de fuego.
Cuando el resplandor del incendio disminuyó, y un gran anillo de humo subió al cielo con el estertor final del barco, el Lazarus exhaló su último suspiro y se hundió en el mar. Briznas de la toldilla en llamas revolotearon sobre el agua y el humo poco a poco se desvaneció; el mar tuvo un gigantesco eructo y lanzó nubes de vapor, el gorgoteo y la ebullición de las aguas continuaron unos segundos más, y luego se hizo el silencio.
—¡Desaparecido! —dijo Darcy cuando recuperó el aliento.
—Así es —respondió Jazz Simmons—. Pero asegurémonos de que ha desaparecido por completo, y con toda la tripulación.
Manolis consiguió poner en marcha el motor y fueron al lugar donde se había hundido el Lazarus. Sobre el agua se veía una mancha de petróleo. Y mientras miraban, una cabeza y unos hombros surgieron del agua, y poco después se pudo ver también la parte inferior de un cuerpo ennegrecido. Flotaba en el agua como crucificado, los brazos abiertos y grandes ampollas amarillas reventando en el cuello, los hombros y los muslos. Pero de repente abrió los ojos, los miró fijamente, y comenzó a toser y a escupir flema, sangre y agua salada.
Manolis, sin pensárselo dos veces, detuvo el motor, cogió un arpón, disparó y atravesó el pecho del vampiro. La criatura tuvo uno o dos espasmos, y luego flotó inmóvil en el agua. Pero todavía no podían estar seguros. Zek miró hacia otro lado cuando lo arrastraron hasta el costado del barco, le ataron pesas a los tobillos, y dejaron que se hundiera.
—Rumbo a aguas profundas —comentó Manolis sin emoción—. Hasta los vampiros son de carne y hueso, y si no pueden respirar, no pueden vivir. Además, el fondo del mar es rocoso en esta zona, y hay muchos meros. Aunque sobreviviera, ellos le devorarían antes de que pudiera curarse.
Ben Trask estaba pálido y tembloroso, pero conservaba el dominio de sí mismo. Ahora su hombro estaba bien sujeto.
—¿Y qué ha sido del vampiro que hice caer por la borda?
Manolis llevó el barco hasta el centro de la bahía, donde estuviera anclado el Lazarus, y Darcy gritó y señaló algo que chapoteaba en el agua. A pesar de estar herido, el vampiro nadaba hacia tierra. Se le acercaron, le arponearon y le arrastraron mar adentro, donde procedieron de la misma manera que con el otro vampiro.
—Hemos terminado con ellos —gruñó Ben Trask.
—No del todo —le recordó Zek, señalando la torre de piedra blanca y amarilla que se alzaba en la isla—. Allí hay dos más. —La joven se llevó la mano a la frente, cerró los ojos y pareció concentrarse—: Y puede que haya algo más. Aunque no sé con seguridad qué es…
Manolis acercó la motora a la playa y cogió su arpón. Con él y la Beretta se sentía más tranquilo. Darcy tenía su metralleta y Zek cogió otro arpón. A Jazz le bastaba con la ballesta de Harry Keogh, con la que se había familiarizado durante el viaje. Podrían haber cogido otra metralleta, pero Ben Trask ahora no podía ir con ellos, y por si acaso le dejaron el arma. Su misión era guardar el barco.
Descendieron a la playa, y luego se dirigieron hacia las rocas, y comenzaron la escalada. Había una huella muy fácil de seguir entre los peñascos, y en las zonas más empinadas había escalones tallados en la roca. A medio camino de la torre, se detuvieron para descansar unos minutos y miraron hacia atrás. Ben les está mirando con los prismáticos, y también vigilaba la torre. Hasta el momento no había indicios de vida en el lugar, pero cuando se acercaron a la base, Jazz vio movimiento en las antiguas troneras.
Inmediatamente cogió de un brazo a Zek y la empujó a cubierto, e hizo señas a Darcy y a Manolis para que se refugiaran tras una pila de rocas.
—Si alguna de esas criaturas tiene rifles, podrían matarnos como a moscas —explicó Jazz.
—No deben de tenerlos, o ya habrían disparado —señaló Manolis—. Nos podrían haber matado cuando bajamos a la playa, e incluso cuando estábamos cerca del Lazarus, antes de que estallaran las minas.
—Pero han estado mirándonos —observó Zek—. Los percibo telepáticamente.
—Y están esperándonos allá arriba —dijo Jazz, contemplando con ojos entrecerrados los muros blancos de la antigua fortaleza.
—Estamos patinando sobre un hielo muy delgado —dijo Darcy—. Mi talento me está diciendo que ya hemos llegado demasiado lejos.
Les llegó un grito desde la playa. Se dieron la vuelta y vieron a Ben Trask que luchaba por subir la pendiente lo más rápido posible.
—¡Esperad! —gritó—. ¡Esperad!
Llegó a unos treinta o treinta y cinco metros de ellos e hizo un alto para descansar un instante. Y cuando se hubo recuperado, volvió a hablar casi gritando para que le oyeran.
—He mirado con los prismáticos la fortaleza. Algo no está bien. La subida parece muy fácil hasta llegar a los antiguos escalones de piedra, pero no lo es. ¡Se trata de una trampa!
Jazz bajó unos metros y se encontraron a medio camino; el marido de Zek cogió los prismáticos.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de trampa?
—Es como cuando escucho a la policía que interroga a un sospechoso —respondió Ben—. Sé de inmediato si miente, aunque no sepa cuál es la mentira. De modo que no me preguntes qué sucede allí arriba, pero créeme; se trata de una trampa.
—De acuerdo —respondió Jazz—. Vuelve al barco. De aquí en adelante iremos prevenidos.
Después de que Ben emprendiera el regreso, Jazz observó con los prismáticos la zigzagueante y empinada escalera que iba desde la base de la formación rocosa en forma de chimenea hasta los antiguos muros de la fortaleza. Cerca de la cima se abría la entrada de una caverna, erizada de peñascos y fragmentos de roca. La caverna estaba separada del vertiginoso borde y de los escalones por una barrera de gruesos alambres tendidos entre postes de hierro. Unos cables, casi invisibles, colgaban desde la muralla y desaparecían en la penumbra de la cueva. Jazz los contempló durante unos instantes. Es posible que fueran utilizados para detonar las cargas explosivas de una demolición.
Jazz se reunió con los demás, que estaban esperándolo.
—Creo que estamos yendo derecho hacia una trampa —les dijo—. O lo estaremos, si subimos por esos escalones —y explicó lo que significaban.
Darcy cogió los prismáticos, e inspeccionó minuciosamente la roca.
—Es posible que tengas razón. ¡Seguro que la tienes! Si Ben dice que todo está mal, es que lo está.
—No podemos cortar esos cables —dijo Jazz—. Esas criaturas tienen la ventaja de la altura. Desde allí, puede verse hasta a un ratón si sube esos escalones.
—Escuchadme —dijo Manolis, que también había estudiado el camino para subir a la roca—. ¿Por qué no jugamos al mismo juego que ellos? Dejemos que piensen que hemos caído en la trampa.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Darcy.
—Continuamos subiendo, pero nos demoramos un poco, y uno de nosotros va muy por delante de los demás. El sendero describe una curva precisamente debajo de la cueva. Y justo antes de la curva, hay un gran agujero, una especie de concavidad en el risco. Así pues, uno de nosotros acaba de coger la curva y los otros se preparan a seguirlo. Las criaturas de la fortaleza se encuentran en un dilema: ¿aprietan el botón y matan con seguridad a uno, o esperan a que los otros den la vuelta a la curva? Al llegar aquí, el que va al frente se da prisa y pasa el punto de máximo riesgo, y los demás fingen seguirlo. Pero en realidad se asoman para que les vean desde la fortaleza, pero no siguen subiendo. Los vampiros no pueden esperar; ya han dejado escapar a uno de nosotros, y deben a toda costa acabar con los otros tres. Y aprietan el botón. ¡Bum!
Jazz terminó la explicación de Manolis.
—Los tres de la retaguardia se han asomado a la curva, pero los tipos de arriba no saben que ellos están esperando lo que va a suceder. Y cuando los explosivos vuelan los peñascos de la entrada de la cueva, un poco más arriba, los tres se refugian en la concavidad de la ladera.
—Sí —dijo Manolis—, así es como yo lo veo.
—O bien lo dejamos hasta la noche —dijo Darcy, el rostro repentinamente pálido—, y…
—Es tu ángel guardián el que habla —dijo Manolis con expresión de disgusto—. Ya he visto antes esa expresión en tu cara.
Darcy sabía que el griego tenía razón, y maldijo por lo bajo.
—Entonces, ¿quién te parece que debe ponerle el cascabel al gato? —dijo.
—¿Qué dices?
—¿Quién va primero, y corre el riesgo de que le hagan saltar en pedazos?
—¡Pues tú, claro! ¿Quién, si no? —fue la inmediata respuesta de Manolis. Jazz miró a Darcy y preguntó:
—¿Funciona realmente ese talento tuyo?
—Sí —respondió suspirando Darcy—. Soy un deflector.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—El problema es que mi talento no opera de manera intermitente, sino todo el tiempo. Y me vuelve cobarde. Aun sabiendo que estoy protegido, ¡utilizaría una vela para encender una bengala! Tú me dices: adelante, Darcy, sube esos escalones. Y mi talento repite sin cesar: huye, Darcy, vete de aquí ya mismo.
—Entonces, lo que debes preguntarte es quién es el jefe, tú o él.
La respuesta de Darcy fue una sombría sonrisa. Luego metió un cargador nuevo en la metralleta y salió al descubierto, donde le podían ver los de la fortaleza. Se dirigió luego a la base de los escalones de piedra y comenzó a subir. Los otros se miraron un instante, y después Manolis fue tras él. Cuando ya no los podía oír, Jazz le dijo a Zek:
—Zek, tú te quedas aquí.
—¿Qué dices? ¿Después de lo de Starside, te atreves a decirme que debería dejarte ir solo?
—No estoy solo. ¿Y qué puedes hacer, armada solamente con un arpón? Te necesitamos aquí, Zek. Si una de esas criaturas consigue escapar de nosotros, tú tendrás que detenerla.
—Eso no es más que una excusa —protestó ella—. Tú mismo lo has dicho. ¿Qué puedo hacer armada solamente con un arpón?
—Zek, yo…
—¡Está bien! —cedió ella—. Ve, te están esperando.
Él la besó y fue tras sus compañeros. Ella esperó a que él comenzara a subir, y luego le siguió. Ya discutirían más tarde…
Justo antes del recodo decisivo, donde los escalones giraban hacia la izquierda y subían por la ladera directamente debajo de la entrada de la amenazante cueva, con su potencial barrera de peñascos, Darcy se detuvo a esperar a que los demás se adelantaran un poco. Respiraba trabajosamente y le temblaban las piernas; no a causa de la subida, sino porque debía combatir las órdenes de su talento instante tras instante.
Miró hacia atrás, y saludó agitando el brazo cuando vio a Manolis y a Jazz. Y luego dio la vuelta al recodo y siguió. Y recordó que cuando había pasado la concavidad que iba a servir de refugio al resto del equipo, se había sentido muy tentado. ¡Pero sabía que si se metía allí, no le sacarían ni con un cartucho de dinamita!
Alzó la cabeza, miró adelante… y le embargó el miedo. Desde donde estaba podía ver la red de alambres que sostenía la masa de rocas a menos de tres metros más arriba. Ya era hora de que siguiera. Aceleró el paso, y salió de la zona de mayor peligro; después se volvió y vio a Jazz y a Manolis que daban la vuelta a la curva. Y en ese preciso instante una piedra se deslizó bajo su pie, y Darcy cayó.
Con los pies colgando del vacío, se cogió de las rocas, y en ese mismo instante supo que lo que temían iba a suceder.
—¡Mierda! —gritó, pegado a los escalones y aferrado a las piedras cuando se oyó la ensordecedora explosión, y la onda expansiva amenazó lanzarlo al espacio.
Después, los fragmentos de roca volaron por todas partes; era como si todo el pico se desmoronara; Darcy, ensordecido por la explosión y medio ahogado por el polvo, sólo podía intentar permanecer en su lugar y esperar a que los oídos dejaran de zumbarle. Pasó un minuto, o tal vez dos, y los ecos del estruendo se desvanecieron. Darcy miró hacia atrás… y vio que Jazz y Manolis trepaban peligrosamente por los escalones, que estaban cubiertos de escombros.
¡Pero más arriba dos de las criaturas bajaban hacia ellos!
Darcy les vio cuando intentaba ponerse en pie: ¡avanzaban al encuentro de los invasores de la roca con los ojos llameantes y los dientes al descubierto! Uno de los vampiros llevaba una pistola, el otro un tridente de los utilizados para capturar pulpos. ¡Y las púas debían de tener veinticinco centímetros de largo!
La metralleta de Darcy había quedado bajo los escombros. Tiró del portafusil, pero no consiguió desenterrarla. El vampiro de la pistola le apuntaba, y se preparaba a disparar. Algo zumbó por encima de la cabeza de Darcy, y la criatura que le apuntaba dejó caer la pistola y retrocedió tambaleándose, mientras sus manos intentaban arrancar el cuadrillo de madera que le atravesaba el pecho. Se ahogó, emitió un extraño grito, cayó de rodillas y desapareció cuesta abajo.
El otro, armado con su terrible tridente, se lanzó contra Darcy maldiciendo. El agente británico se las arregló para eludir las afiladas púas, y entretanto Manolis se acercó por detrás. Luego el policía griego gritó: «¡Agáchate!» y Darcy se dejó caer al suelo. Oyó las detonaciones de la Beretta de Manolis, y las maldiciones del vampiro se convirtieron en aullidos de rabia y dolor. La criatura, que recibió tres disparos a quemarropa, se tambaleó en los escalones. Darcy le arrancó de las manos el tridente de capturar pulpos y lo golpeó en el pecho con el extremo romo. Y el vampiro rodó aullando hasta la base misma de la roca.
Jazz Simmons se reunió con sus compañeros.
—¿Hacia arriba o hacia abajo? —preguntó, jadeante.
—Abajo —respondió de inmediato Darcy—. Y no te preocupes, no es mi talento quien habla. Simplemente sé lo difícil que es matar a esas criaturas. —Miró a su alrededor y preguntó—: ¿Dónde está Zek?
—Se quedó abajo.
—Una razón más para que descendamos —dijo Darcy—. Después de quemar a esos dos, veremos qué hay allí arriba.
Pero Zek no estaba al pie de la roca, y en ese momento daba la vuelta al recodo. Y cuando la joven vio que los tres estaban sanos y salvos, suspiró aliviada de una manera harto elocuente.
Trajeron gasolina del barco e incineraron a los dos vampiros. Después descansaron un rato antes de subir a la antigua fortaleza. Arriba, Janos se había preparado un lugar de retiro espacioso y espartano; no la madriguera de un wamphyri, tal como las recordaba Zek, pero un lugar igualmente siniestro y ominoso.
Zek utilizó su talento telepático para que la guiara a través de pilas de escombros y aberturas en muros a medio construir, y más allá de ventanas con anchos alféizares desde las que se dominaba el horizonte, y condujo a sus compañeros hasta una escotilla oculta bajo encerados y vigas. La abrieron y vieron escalones gastados por el tiempo que descendían hasta una mazmorra de los cruzados. Los hombres se proveyeron de antorchas y descendieron por la escalera al hediondo corazón de la roca, y Zek los siguió. Abajo encontraron un par de pozos cubiertos, y rodeados de brocales bajos, que parecían hundirse aún más profundamente en la oscuridad, y fue entonces cuando Zek sofocó un grito y se recostó temblando contra uno de los muros.
—¿Qué sucede? —resonó la voz de Jazz en el recinto, iluminado por la vacilante luz de las antorchas.
—Los pozos —susurró ella—. También los había en las madrigueras de Starside. Los wamphyri guardaban allí sus…, sus bestias.
Los pozos estaban cubiertos por tapas hechas de gruesos tablones; Manolis acercó la oreja a una de ellas pero no oyó nada.
—¿Hay algo en los pozos? —preguntó con el entrecejo fruncido.
Zek asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. Ahora están en silencio, tienen miedo y esperan. Sus pensamientos son torpes, necios. Pueden ser sifoneadores, o bestias gaseosas, o cualquier cosa. Ellos ignoran lo que son. Pero tienen miedo de que nosotros seamos Janos. Son…, son criaturas de Janos, excrecencias de él.
Darcy, estremeciéndose, dijo:
—Como las criaturas que Yulian Bodescu guardaba en su sótano. Pero no es peligroso mirar. Si lo fuera, yo ya lo sabría.
Manolis y Jazz levantaron la cubierta de uno de los pozos y miraron en el interior. Era negro como la laguna Estigia, y no vieron nada. Jazz miró a sus compañeros, se encogió de hombros, alzó la antorcha y la arrojó al interior del pozo.
¡Y fue como si se hubieran desatado las furias del Averno!
Aullidos, rugidos, maullidos, escupitajos; el clamor era frenético. Por un momento, aunque muy breve, la antorcha caída iluminó el caos monstruoso del fondo del pozo. Vieron ojos, grandes mandíbulas y dientes, una maraña de miembros elásticos. Algo tan terrible que no podía ser descrito con palabras se revolvió allá abajo, saltó, farfulló cosas ininteligibles. Y un instante después la antorcha se apagó, y fue mejor así, porque ya habían visto lo suficiente. Y como el horrible tumulto continuó, Jazz y Manolis volvieron a cubrir el siniestro pozo.
—Vamos a necesitar una buena cantidad de gasolina —dijo Manolis mientras subían la escalera.
—Y madera en abundancia —añadió Jazz.
—Y después unas cuantas minas —dijo Darcy—, para asegurarnos de que estos pozos queden cegados para siempre. Ya era hora de que alguien hiciera una limpieza aquí…
Cuando salieron al exterior, Zek se cogió del brazo de Jazz y dijo:
—Si Janos pudo hacer esto aquí, con el escaso tiempo de que dispuso, imaginaos lo que puede haber hecho en las montañas de Transilvania.
Darcy, cuyo rostro aún tenía el color de las cenizas, miró a sus amigos. Y su garganta estaba tan seca como su voz cuando dijo lo que pensaba:
—¡Por Dios, no quisiera estar en el lugar de Harry Keogh por nada del mundo!
Harry despertó con la seguridad de que algo había sucedido, algo terrible y lejano. En sus oídos sonaron gritos inhumanos y una hoguera ardió ante sus ojos. Pero luego, cuando se sentó en la cama, se dio cuenta de que los gritos eran el canto matinal de los gallos, y el fuego era el sol que iluminaba las ventanas que daban hacia el este.
Y ahora que estaba despierto, había también otros sonidos y sensaciones: los ruidos del desayuno que venían del piso de abajo, y el olor a comida que salía de la cocina.
Se levantó, se lavó y afeitó, y se vistió deprisa. Pero cuando iba a bajar, oyó un campanilleo extrañamente familiar, unos crujidos, y el repiqueteo de pezuñas en el camino. Se asomó a la ventana y le sorprendió el calor del sol que le dio en los brazos; frunció el entrecejo. La amarilla luz solar le irritaba, le hacía sentirse inquieto.
En el camino, cuatro o cinco carromatos marchaban en hilera. Eran gitanos, Viajeros que se dirigían a las montañas lejanas, y Harry se sintió repentinamente ligado a ellos, porque ése era también su destino. Se preguntó si los gitanos cruzarían la frontera. ¿Les permitirían hacerlo? Sería raro que así fuera, porque Ceausescu no era precisamente un admirador de los gitanos.
Harry les miró pasar y vio que él último carromato de la fila estaba cubierto de coronas mortuorias y guirnaldas funerarias de raras formas, tejidas con hojas de vid y flores de ajo. Las pequeñas ventanas del carromato tenían las cortinas corridas; algunas mujeres caminaban junto al vehículo, vestidas de negro, las cabezas gachas, en un duelo silencioso. El carromato era un coche fúnebre, y su ocupante había muerto hacía poco tiempo.
Harry, comprensivo, le habló en la lengua de los muertos.
—¿Se encuentra bien?
Los pensamientos del desconocido eran calmos, despejados, pero aun así se sorprendió ante la intromisión de Harry.
¿No cree que es un poco grosero sorprenderme de esta manera? —dijo.
Harry se disculpó de inmediato.
—Lo siento —respondió—, pero estaba preocupado por usted. Ha muerto hace poco y… no todos los muertos son tan estoicos como usted al respecto.
Ah, pero yo he esperado a la muerte durante largo tiempo. Usted debe de ser el necroscopio.
—¿Ha oído hablar de mí? En ese caso sabrá que no quería ser grosero. Pero no sabía que los pueblos Viajeros me conocían. Yo siempre pensé que ustedes eran una raza aparte. Quiero decir que tienen sus costumbres, que no siempre son aceptadas por…; no, tampoco es eso lo que quería decir. Tal vez usted tenga razón, y sea una grosería de mi parte.
El otro rió.
Sé muy bien lo que quiere decir. Pero los muertos son los muertos, Harry, y ahora que han aprendido a hablar unos con otros, ¡hablan! Sobre todo recuerdan, y no tienen ningún contacto real con los vivos. Salvo usted, claro está. Y por eso usted es tema de conversación. ¡Claro que había oído hablar de Harry Keogh!
—Me doy cuenta de que usted es un hombre culto —dijo Harry—, y muy sabio. Por eso estar muerto no le será tan duro. Lo que era en vida, seguirá siéndolo después de muerto. Y ahora resolverá todas las cosas que le intrigaron cuando estaba vivo, y que nunca pudo aclarar del todo…
Usted hace lo que puede para que me sienta mejor, y se lo agradezco —respondió el otro—, pero en verdad no es necesario. Ya estaba viejo y cansado; creo que estaba preparado para la muerte. Y ahora me dirijo a mi tierra, al pie de las montañas, donde mis antepasados Viajeros me darán la bienvenida. También ellos fueron reyes gitanos, tal como lo soy yo…, o lo fui. Me ilusiona saber que escucharé la historia de nuestra raza de boca de sus protagonistas. Y pienso que es algo que tengo que agradecerle, porque si no fuera por usted ellos yacerían allí como semillas resecas enterradas en el desierto, potencialmente llenas de formas y colores, pero incapaces de manifestarlos. Usted ha sido para los muertos como la lluvia en el desierto.
Harry asomó medio cuerpo por la ventana y contempló cómo se alejaba el coche fúnebre hasta que desapareció en un recodo del camino.
—Fue un placer conocerle —dijo—. Y si hubiera sabido que era un rey, me habría acercado a usted de manera más respetuosa.
Harry —los pensamientos del rey gitano le llegaron, formulados en la lengua de los muertos, y Harry percibió que estaba un poco más inquieto—. Usted me parece una persona excepcional: bondadoso, compasivo y muy sabio a pesar de su juventud. Y usted ha dicho que ha reconocido en mí una antigua sabiduría. Y es por eso por lo que le pido que acepte un consejo de un experimentado y viejo rey de los Viajeros. Vaya a cualquier parte, menos al lugar al que se dirige. ¡Haga cualquier cosa, menos lo que se ha propuesto hacer!
Harry estaba intrigado, y también inquieto. Los gitanos tienen extraños talentos, y también los difuntos, aunque su muerte sea reciente.
—¿Me está diciendo la buenaventura? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que cubrí con plata la palma de un Viajero.
¡Plata, sí! —exclamó el otro—. Mis palmas nunca volverán a sentirla, pero han cerrado mis ojos con monedas de ese metal. No. Harry, cúbrase usted de plata, ¡cúbrase usted!
Ahora Harry no sólo estaba perplejo, sino que comenzó a alentar sospechas. ¿Qué sabría este anciano? ¿Qué podía saber, y qué estaba tratando de decirle?
Los pensamientos de Harry no estaban protegidos, y el rey gitano los percibió y respondió.
Ya he hablado demasiado, y puede que algunos me consideren un traidor. Bien, dejemos que lo piensen. Después de todo, soy viejo y estoy muerto, y puedo permitirme una última satisfacción. Pero usted ha sido amable, y la muerte me ha puesto más allá de toda pérdida.
—Su advertencia es siniestra —observó Harry, pero no obtuvo respuesta; sólo una nubecilla de polvo señalaba que por allí había pasado una caravana.
—¡Mi camino ya está fijado! —gritó Harry—. ¡E iré hacia allí! —La respuesta fue un suspiro; solamente un suspiro—. Gracias, de todos modos —continuó Harry—. ¡Y adiós!
Y sintió que su interlocutor meneaba tristemente la cabeza…
Harry dejó el hotel Sarkad de Mezobereny a las once de la mañana, y esperó a su taxi a un lado de la carretera. No llevaba más equipaje que una bolsa de viaje que contenía muy pocas cosas: un saco de dormir, un mapa del distrito de pequeño tamaño y unos bocadillos que le había preparado la hija del dueño del hotel.
El sol calentaba mucho, y los sucios cristales del viejo coche parecían aumentar su calor; Harry sintió que le quemaba las muñecas, y la sensación sólo podía compararse con la producida por un molesto salpullido. En Bekes, el primer pueblo por el que pasaron, Harry hizo un alto para comprar un sombrero de paja de ala ancha.
Desde Mezobereny al lugar donde le iba a dejar el taxi, cerca de la frontera con Rumania, había unos veinte kilómetros. Antes de que el conductor se fuera, Harry se aseguró de que su mapa era correcto y de que el paso en la frontera entre los dos países estaba a dos o tres kilómetros más adelante, en un lugar llamado Gyula.
—Sí, Gyula —dijo el conductor del taxi, señalando a la carretera—. Desde la colina verá a Gyula, y a la frontera.
Harry miró cómo daba la vuelta con el coche y se alejaba; después se colgó el bolso del hombro y siguió a pie. Hubiera podido seguir en taxi hasta la misma frontera, pero no había querido que le vieran llegar de esa manera. En un camino vecinal, un caminante pasa más inadvertido.
Estaba en pleno campo; bosques, campos verdes, cultivos, setos, animales que pastaban; parecía una buena tierra. Pero más adelante, y pasada la frontera, se hallaba el macizo central de Transilvania. Quizá no tan ominoso como los montes meridionales, pero de todos modos montañas misteriosas y amenazantes. Y cuando la carretera subía hasta las crestas de las ondulantes colinas, Harry podía ver a unos cincuenta kilómetros los picos de un azul grisáceo. Se erguían en el horizonte, una cadena de brumosos riscos oscurecidos por la distancia y las nubes bajas. El destino de Harry.
Y desde la parte más alta de las colinas también podía ver el puesto fronterizo, con su barrera pintada a rayas rojas y blancas que cruzaba el camino, junto a la casa de los aduaneros, un chalet que parecía austríaco. En otra época, cuando utilizaba el continuo de Möbius, las fronteras no habían inquietado a Harry, pero ahora significaban para él una considerable molestia. Sabía que no había manera de cruzar ésta, al menos no yendo por la carretera. Pero ya había tenido esto en cuenta al trazar su sencillo plan. Ahora que sabía exactamente en qué lugar del mapa se encontraba (y conocía con precisión el trazado de la línea fronteriza), continuaría fingiendo que era un turista, y pasaría tranquilamente el día en algún pueblecito o caserío. Allí estudiaría el mapa hasta conocer la zona de pe a pa, y buscaría una ruta segura a Rumania. Sabía que los de la Securitatea desplegaban gran celo para evitar que los rumanos abandonaran su país, pero no creía que se preocuparan mucho por los forasteros que pretendían entrar en él. Después de todo, ¿quién, en su sano juicio, pretendería entrar clandestinamente en Rumania? ¿Quién? Pues Harry Keogh…
Al pie de la colina había una encrucijada, y uno de los caminos, el menos importante, se internaba hacia el norte en un espeso bosque. Y a menos de dos kilómetros, cruzando ese bosque…, estaba Gyula. Harry podía ver las columnas de humo que se alzaban de las chimeneas, y las brillantes cúpulas bulbosas de las iglesias. Parecía un lugar tranquilo, que era precisamente lo que convenía a sus planes.
Pero cuando bajó la colina y giró hacia la izquierda, en el interior del bosque oyó otra vez el familiar campanilleo, y vio acampados bajo los árboles a los mismos carromatos gitanos que habían pasado esa mañana bajo su ventana. No hacía mucho que estaban aquí, y los Viajeros estaban terminando de instalar el campamento. Uno de los hombres, que llevaba botas negras, pantalones de cuero y camisa rojiza, y atado a la frente un pañuelo a lunares blancos para sujetar sus largos y brillantes rizos negros, estaba sentado en una valla mordisqueando una brizna de hierba.
Cuando Harry pasó a su lado, le saludó sonriendo y dijo:
—¡Hola, extranjero! Camina solo. ¿Por qué no se sienta a beber conmigo, y se quita el polvo de la garganta? —Tenía en las manos una larga y delgada botella de slivovitz—. ¡El año que destilaron este licor, las slivas eran muy fuertes!
Harry iba a decir que no, pero luego se lo pensó mejor. «¿Por qué no?», se dijo. Además, podía estudiar su mapa sentado bajo un árbol. Y de esa manera, llamar menos la atención sobre su persona.
—Es usted muy amable —contestó—. ¡Y habla mi lengua!
El gitano sonrió.
—Hablo muchas lenguas. Un poco de cada una de ellas. Somos Viajeros, ¿y qué otra cosa podría esperarse de nosotros?
Harry entró con él en el campamento.
—¿Y cómo sabía que soy inglés?
—¡Porque no es húngaro! Y porque los alemanes ya no vienen a este lugar. Además, si fuera francés, vendría en un grupo de dos o tres personas, con pantalones cortos y en bicicleta. Pero no sabía que usted era inglés. Y si no me hubiera contestado, seguiría sin saberlo. Claro que, mirándolo bien, usted tiene pinta de inglés.
Harry miró los carromatos, con sus extraños blasones tallados, y sus adornos pintados. Los símbolos eran tan estilizados que parecían fundirse con los adornos, como si hubieran sido escondidos deliberadamente en el diseño. Y cuando los miró más de cerca —aunque mantuvo el aire de un observador casual—, vio que tenía razón, y que los habían ocultado deliberadamente. Estaba interesado en el coche fúnebre, que se hallaba algo apartado de los otros carromatos. Dos mujeres vestidas de negro estaban sentadas en los escalones, las cabezas bajas y los brazos caídos a los lados.
—Un rey muerto —dijo Harry, y vio con el rabillo del ojo que su nuevo amigo se sobresaltaba.
Las cosas comenzaban a tomar forma en su mente, como piezas de un rompecabezas que revelaban una figura.
—¿Cómo sabe que era un rey? —preguntó el hombre.
—Es evidente que el carromato, aunque oculto por las flores y las cabezas de ajo, es espléndido, y digno de un rey de los Viajeros. Y ahora transporta su féretro, ¿verdad?
—Lleva dos féretros —respondió el otro, y miró a Harry con algo de desconfianza.
—¿Y eso?
—El otro es para su mujer. Es la más delgada, de las dos que están sentadas en los escalones. Está muy apenada, y no cree que pueda sobrevivir mucho tiempo a su marido.
Se sentaron en las nudosas raíces de un gran árbol, y Harry sacó sus bocadillos. No tenía hambre, pero quería ofrecérselos a su «amigo» gitano, para agradecerle el buen brandy de ciruelas.
—¿Van a enterrarlos? —preguntó al cabo de un rato Harry.
El gitano señaló hacia el este con aire casual, pero Harry sintió que el hombre le estaba estudiando.
—Sí, a la sombra de las montañas —respondió.
—He visto un puesto fronterizo muy cerca de aquí. ¿Les dejarán pasar?
El gitano sonrió, y un diente de oro relució al sol, que se filtraba entre las ramas de los árboles.
—Éste ha sido nuestro camino desde mucho antes que existieran los puestos fronterizos, o incluso las señales camineras. ¿Usted piensa que ellos querrán detener un cortejo fúnebre? ¿Y arriesgarse así a que los gitanos los maldigan?
—La antigua leyenda de la maldición de los gitanos funciona, ¿verdad? —dijo Harry, sonriendo.
—Sí, funciona —dijo el otro sin responder a la sonrisa de Harry.
Harry contempló el paisaje, aceptó otra ronda de brandy y bebió un buen trago. Era consciente de que los otros hombres de la tribu le miraban, pero disimuladamente, mientras continuaban con los trabajos del campamento. Percibía la tensión que había en ellos, y él mismo se sintió presa de sentimientos contradictorios. Tenía la impresión de que había descubierto la manera de cruzar la frontera, y pensaba que los gitanos aceptarían de buen grado llevarle con ellos. Más que de buen grado: ¡era probable que quisieran llevarle aunque él no lo deseara!
Lo más extraño era que no sentía ninguna animosidad hacia este hombre, hacia la gente de la tribu, aunque ahora estaba convencido de que estaban aquí para hacerle caer en una trampa. No les tenía miedo; de hecho, de todas las circunstancias que podía recordar, ésta era la que menos temor le había inspirado en toda su vida. El problema era el siguiente: ¿debía caer fingiendo no darse cuenta, pasivamente incluso, en la trampa que le tendían, o tenía que intentar salir del campamento? ¿Debía aludir a la situación, hacerles ver que sospechaba de ellos, o seguir haciéndose el tonto? En resumen, ¿era mejor ir con ellos «tranquilamente», o armar un lío y recibir algún que otro golpe?
De una cosa estaba seguro: Janos le quería vivo, deseaba enfrentarse a él cara a cara, de hombre a hombre, y eso significaba que los cíngaros jamás le harían daño. Ahora que estaba atrapado, puede que fuera mejor quedarse quieto y dejar que el monstruo le arrastrara hacia él. Parte del camino, al menos.
Cuando él abra ante ti sus grandes mandíbulas, métete por ellas; Janos es más vulnerable en el interior…
¿Fui yo quien pensó eso, o eres de nuevo tú, Faethor? —preguntó Harry en la lengua de los muertos.
Tal vez somos los dos —respondió una voz profunda en su interior.
De modo que eras tú —afirmó Harry—. Muy bien: en esta ocasión jugaremos a tu manera.
¡Muy bien! Créeme: tú (¿o nosotros?) eres quien domina el juego.
—¿Cree que puedo descansar un rato aquí? —le preguntó Harry al Viajero mientras estaban sentados bajo los árboles—. Es un lugar muy tranquilo, y quisiera sentarme a consultar mi mapa, y planear el resto del viaje. —Harry tomó un último sorbo de slivovitz.
—Claro que sí. Puede estar seguro de que no corre ningún peligro… mientras esté aquí.
Harry se estiró en el suelo, apoyó la cabeza en el bolso y estudió el mapa. Halmagiu debía estar a unos cien kilómetros. El sol estaba apenas por debajo del cénit, y era pasado el mediodía. Si los Viajeros se ponían en marcha a las dos de la tarde (y si mantenían una velocidad constante de doce kilómetros por hora), llegarían a Halmagiu a medianoche. Y Harry con ellos. No tenía idea de cómo se las arreglarían, pero estaba seguro de que encontrarían un medio para hacerle pasar el puesto fronterizo. Estaba tan seguro de ello como de que había visto un murciélago de ojos rojos que se alzaba del borde de una urna, pintado entre el decorado del carro fúnebre del rey gitano.
Cerró los ojos, y mirando en su interior, le habló en la lengua de los muertos a Faethor:
Creo que cuando amenacé a Janos con invadir su mente, le hice huir atemorizado.
Fue una maniobra audaz de tu parte —respondió de inmediato Faethor—. Un farol muy astuto. Pero estabas en un error, y es una suerte que Janos se lo haya creído.
¡Pero si yo seguía tus instrucciones! —protestó Harry.
Entonces, es evidente que no me he explicado bien —dijo Faethor—. Yo quería decir que tu mente es tu castillo, y que si él intentaba invadirlo, tú debías tratar de comprender sus reacciones, debías mirar en su mente, e intentar adivinar su funcionamiento. ¡No quería decir que realmente te metieras dentro de ella! Además, eso sería imposible, pues tú no eres telépata, Harry.
Ya lo sé —respondió el necroscopio—, pero Janos no lo sabía a ciencia cierta. Después de todo, él había visto algunas cosas muy extrañas en mi mente. Tu presencia, entre otras. Y si tú me estabas aconsejando, era obvio que él debía ser muy cauto. La última cosa que él querría —él y cualquiera, incluyéndome a mí—, es tenerte a ti en la mente. Aun así, supongo que tienes razón, y que fue un farol ¡Pero me sentía tan fuerte! Tenía la sensación de que yo tenía las cartas del triunfo.
Eres fuerte —respondió Faethor—, pero recuerda que a tus fuerzas se añadían las de la chica y las de Layard. Estabas utilizando sus talentos, que han sido enormemente aumentados.
Lo sé —dijo Harry—, pero me sentía aún más fuerte. Puede que haya sido tu influencia, claro está, pero no lo creo. Yo sentía que todo era mío. Y creo que si hubiera sido un verdadero telépata, habría entrado en su mente. Aunque sólo fuera para hacerle a Janos lo que le hizo a Trevor Jordan.
Harry sintió la aprobación de Faethor.
¡Bravo! Pero no corras antes de aprender a caminar, hijo mío. —Y antes de que Harry pudiera responderle, Faethor preguntó—: ¿Irás con esos cíngaros, esos sucios Zirras?
¿Derecho a la boca del lobo? —respondió Harry—. Sí, creo que sí. Y ya que no puedo penetrar en su mente, lo haré en lo que podría ser considerado su «cuerpo», y tal vez le arrancaré unos cuantos dientes de camino. Pero quiero que me contestes a algunas preguntas. Si he hecho que le dé miedo intentar una invasión, o seducción mental, ¿qué hará la próxima vez? ¿Qué harías tú, si fueras Janos?
¿Qué recursos le quedan? —respondió Faethor—. Él piensa que eres su igual en cuanto a poderes mentales, esos poderes que desea robarte. De modo que primero debe conquistarte físicamente. ¿Qué haría yo si fuera él? Asesinarte, y luego, por medio de la nigromancia, arrancarte todos tus conocimientos de las entrañas.
La nigromancia era tu arte —respondió Harry—. Y el de Thibor y Dragosani. Pero Janos no la domina.
Pero domina otras artes de magia, antiguas y extrañas. Puede reducirte a cenizas, y luego reanimarte, convocándote mediante tu esencia química; y puede torturarte hasta que no seas más que una ruina, incapaz de defenderte… y penetrar entonces en tu mente. ¡Y apoderarse allí de lo que desee!
Cuando Harry escuchó esto, ya no se sintió tan poderoso. Además, el slivovitz era más fuerte de lo que él pensaba, y había bebido bastante. De repente sintió que estaba mareado, y era a la vez presa de una alcohólica alegría, y al mismo tiempo percibió el peso de una manta con la que le cubrieron las piernas. Estaba fresco bajo los árboles, y alguien, por el momento, al menos, se preocupaba por su bienestar. Entreabrió apenas los ojos y vio a su «amigo» gitano de pie junto a él, mirándolo. El hombre hizo un leve saludo con la cabeza, sonrió y se marchó.
Estos perros son traicioneros y muy listos —comentó Faethor.
Claro —respondió Harry—. Han sido muy bien enseñados…
A pesar de que Harry pensaba que no estaba falto de horas de sueño, se adormeció. Desde hacía dos o tres días se sentía fatigado, como si estuviera convaleciente de alguna pequeña infección vírica, quizás algo que se le había contagiado en las islas griegas. Pero era una enfermedad rara, que por un lado le hacía sentirse muy vigoroso, y fatigado por el otro. Quizás era el agua, o el cambio de aires, o la intensa actividad mental que había desplegado, incluyendo el uso del lenguaje de los muertos, que le había sido devuelto hacía muy poco tiempo. Podía deberse a cualquiera de estas cosas… o tal vez a otra.
Harry comenzaba a soñar cosas muy extrañas —acerca de un mundo de ciénagas y montañas y madrigueras construidas de piedras, huesos y cartílagos— cuando recibió la visita de Möbius.
¿Harry? ¿Se encuentra bien, muchacho?
Claro que sí —respondió—, sólo estaba descansando. Necesitaré estar en plena posesión de mis fuerzas. La batalla se acerca, viejo amigo.
Usa expresiones muy extrañas, Harry —dijo perplejo Möbius—. Y no parece el mismo.
El sueño de Starside de Harry se desvaneció, y percibió mejor las palabras de Möbius.
¿Qué ha dicho? ¿Uso expresiones extrañas? ¿Y no parezco el mismo?
¡Eso está mejor! —dijo Möbius con un suspiro de alivio—. Por un instante pensé que estaba hablando con otra persona.
Y quizá lo estaba —contestó Harry entrecerrando los ojos. Buscó a Faethor en su mente y le envolvió en un manto de soledad.
Ya está —le dijo a Möbius—. Puedo mantenerle allí mientras hablamos.
¿Un extraño inquilino? —preguntó Möbius.
Sí, un indeseable. Pero ahora he tapado la entrada de su ratonera. Prefiero estar solo. ¿Y qué es lo que ha venido a decirme, August?
¡Qué ya estamos a punto de conseguirlo! —respondió el otro de inmediato—. Estamos descifrando el código, Harry, y muy pronto tendremos la respuesta. He venido a traerle esperanza. Y a pedirle que demore un poco el combate, para que nosotros…
Ya es demasiado tarde para eso —respondió Harry—. Es ahora o nunca. Esta noche iré a enfrentarle.
Möbius pareció otra vez perplejo.
¡Pero si parece usted impaciente!
Él se apoderó de lo que era mío, me desafió, me ofendió gravemente —respondió Harry—. Y si pudiera, me reduciría a cenizas, me volvería luego a la vida, me torturaría para conocer mis secretos, e incluso invadiría el continuo de Möbius. Y ése no es su territorio.
¡Ya lo creo que no! No pertenece a nadie. Simplemente es… —la voz de Möbius, hablando la lengua de los muertos, sonaba de nuevo distraída, y eso hizo que Harry se concentrara y se consolidara dentro de su propia personalidad.
¿Simplemente es? —repitió las últimas palabras de Möbius—. ¡Pues claro que es! ¿Qué quiere decir con eso?
Lo piensa todo —respondió Möbius—. Por consiguiente, lo es… ¡todo!
Pero algún extraño proceso había comenzado en él. Se desvanecía, se alejaba, regresaba a la dimensión de los números puros.
Y Harry no intentó retenerlo y le dejó marchar.