Capítulo catorce

Segundo contacto - Horror en Halki - Carga negativa

Harry, dormido con un muy inquieto sueño en su cama del hotel de Rodas, podría haber despertado en ese instante, pero tan pronto como se interrumpió su comunicación con Sandra y Layard, otra voz se inmiscuyó en sus sueños; esta vez se trataba de una visita recibida con agrado.

¿Harry? ¿Ha llamado usted? ¿Ha pronunciado Su nombre, Harry, en el vacío?

Era Möbius, pero la movilidad de su voz y el tono con que hablaba le dijeron al necroscopio que Möbius estaba tan perplejo y errático como siempre.

—¿Su nombre? —musitó Harry, que se agitaba entre las desordenadas sábanas, pero que comenzaba a tranquilizarse—. ¿El nombre de usted, quiere decir? Sí, es probable que lo haya pronunciado, pero más temprano.

¡No, Su nombre! —insistió Möbius.

—No sé de qué me habla —respondió Harry, desconcertado.

¡Ah! —suspiró Möbius, en parte aliviado, pero más que nada decepcionado—. Pensé por un momento que usted había llegado a la misma conclusión que yo. En absoluto imposible, ni siquiera improbable. Porque, como usted sabe, siempre le he considerado mi igual, Harry.

Lo que decía seguía sin tener sentido, pero Harry no quiso decírselo. Su respeto por Möbius era ilimitado.

—¿Su igual? —respondió por fin—. Nada de eso, señor. Y de ninguna manera podría yo llegar a la misma conclusión que usted, fuera la que fuere. Ya no soy el mismo hombre de antes. Y por eso le estaba buscando.

¡Ah, sí, ahora lo recuerdo! ¿Era algo sobre la pérdida de su lengua muerta? ¿Y también de su habilidad matemática? Bien, en cuanto a lo primero, evidentemente no la ha perdido, pues de ser así no podría ahora estar hablando conmigo. Y con respecto a que haya perdido su habilidad matemática, bien, no creo que ése sea el caso, Harry Keogh.

Harry dejó escapar un suspiro de alivio. La mente de Möbius, al principio un tanto nublada, parecía haber recuperado su habitual claridad.

—Pues ésa es la única manera de describir lo que me pasa. No puedo hacer ningún tipo de cálculos; soy incompetente para las matemáticas; no puedo conjurar las ecuaciones y por consiguiente no tengo acceso al continuo de Möbius. ¡Y necesito el continuo más que nunca!

¡Incompetente para las matemáticas! —repitió asombrado Möbius—. ¡Usted, que era mi mejor alumno! ¿Cómo podría creer una cosa así? —y Möbius escribió en la pizarra de la mente de Harry una complicada secuencia matemática. Harry la miró, examinó cada uno de los símbolos y de los números, y era como intentar descifrar una lengua completamente desconocida.

—Es inútil —dijo.

¡Asombroso! —exclamó Möbius—. Ese problema era muy simple, Harry. Me parece que su incapacidad es seria.

—Es lo que le he dicho —Harry intentó ser paciente—. Y por eso necesito su ayuda.

Dígame qué quiere que yo haga.

El suspiro de Harry fue ahora de satisfacción, porque al parecer contaba por fin con la total atención de Möbius. Le contó rápidamente cómo Faethor se había introducido en su mente y había deshecho las conexiones que había encontrado allí, y que eran las responsables del dolor intolerable que Harry sufría cuando intentaba utilizar la lengua muerta.

—Faethor era probablemente el único que podía corregirlo —explicó Harry—, porque era uno de su especie el que lo había hecho, y así fue como recuperé la lengua de los muertos. Pero no era ésa la única obstrucción que Faethor encontró, ni mucho menos. Las áreas que rigen mi entendimiento básico e instintivo de los números han sido cerradas casi por completo. Faethor descubrió puertas cerradas con llave y cerrojo, y todas mis matemáticas escondidas tras ellas. Faethor, a pesar de no ser un matemático, abrió por la pura fuerza de su voluntad una de esas puertas. Sólo por un instante, y luego se cerró nuevamente, pero bastó. Detrás… ¡estaba el continuo de Möbius! Era demasiado para él, y salió de allí.

¡Fascinante! —dijo Möbius—. Al parecer, tendremos que educarlo otra vez desde el principio.

—No es así como lo veo yo —protestó Harry—. Quiero decir, yo pensaba que habría alguna manera mucho más rápida. Vea usted, Möbius, lo necesito añora mismo, o estoy perdido. Faethor sólo puede actuar en las áreas en las que era un experto, de modo que yo pensé que quizás usted…

¡Harry, yo no soy un vampiro! —Möbius parecía escandalizado—. Su mente le pertenece sólo a usted, es privada e inviolable, y…

—Pero no será así por mucho tiempo —le interrumpió Harry—, no si usted se niega a ayudarme. —Y prosiguió, ahora con verdadera desesperación—: August Ferdinand, tengo que hacer frente a algo absolutamente monstruoso, y necesito toda la ayuda posible. Pero no sólo para mí, para todos y para todo. Si yo pierdo, mi enemigo lo obtiene todo, hasta el continuo de Möbius. Créame, no exagero. Si usted no puede abrir esas puertas en mi mente, él lo hará. Y…, y después de eso…

¿Sí?

—Después de eso, no sé.

Möbius permaneció un instante en silencio.

Es algo realmente serio, ¿no?—dijo luego.

—Sí, muy, muy serio.

Pero Harry, allí están todos sus secretos, sus ambiciones, sus pensamientos más íntimos.

—También mis deseos, mis vicios, mis pecados. Pero no se trata de un peep show, August, y no tiene por qué mirar lo que no quiera ver.

De acuerdo —dijo Möbius, y suspiró—. ¿Cómo lo haremos?

—August Ferdinand, usted, entre todos los muertos, es el único que puede ir a cualquier parte (literalmente a cualquier parte) en el espacio tridimensional. Usted ha estado en las estrellas y en el lecho de los océanos más profundos. Mediante su conocimiento del continuo de Möbius, usted se ha liberado de la prisión de la tumba. De modo que… lo que tenemos que hacer es algo muy simple, o así lo espero. Yo dejaré mi mente en blanco, me dormiré, y le invitaré a entrar. Diré: Möbius, venga a mi mente. Entre por su propia voluntad, y haga todo lo necesario para…

¡AH! —se oyó la oscura, gutural, avasalladora voz de Janos Ferenczy en la mente de Harry—. ¡QUÉ ELOCUENTE INVITACIÓN! ¡Qué NADIE DIGA NUNCA QUE LA HE RECHAZADO!

Möbius y su lengua muerta fueron barridos en un instante. Harry, paralizado, no pudo hacer nada. Sintió a Janos Ferenczy que se adentraba en su mente como un pez siente a la lamprea que se aferra a sus branquias y, como el pez, no pudo detener a la criatura invasora. Era como si una babosa se hubiera deslizado por su oído para devorarle el cerebro, y ahora se desperezara satisfecha antes de comenzar el banquete. Harry intentó cerrar las persianas de su mente, pero estaban bloqueadas, definitivamente abiertas por el invasor.

¿CÓMO? —dijo Janos, disfrutando del horror de su anfitrión—. ¿ME EQUIVOCO, O TE HAS ENCOGIDO? ¿ACASO INTENTAS DESALOJARME, Y ESTABAS PROBANDO TUS FUERZAS? SI ES ASÍ, TENGO MUY POCO QUE TEMER. PERO ¡QUÉ VERGÜENZA, HARRY KEOGH! ¿ME INVITAS A ENTRAR, Y DE INMEDIATO QUIERES EXPULSARME? ¿QUÉ CLASE DE ANFITRIÓN ERES?

—¡Mi invitación no era para ti! —respondió Harry, haciendo trabajar a su cerebro a su máxima potencia, y diciéndose que Janos era simplemente un vampiro más.

El vampiro se lanzó sobre su respuesta como un buitre sobre la carroña.

¿Qué NO ME INVITASTE? ¡PERO TU MENTE ESTABA ABIERTA COMO LAS PIERNAS DE UNA PUTA… Y ERA IGUALMENTE TENTADORA!

El horror que experimentaba Harry se desvaneció en parte; se esforzó por mantener el dominio de sí mismo, y puso a su mente en lo que él confiaba fuera una postura defensiva. Pero casi podía oler el fétido aliento del vampiro, y sentía sus pasos seguros en los corredores de su ser más íntimo.

¡Y TODAVÍA ME ACUSAS DE OLER MAL! —rió el invasor—. ¿CON QUÉ ME COMPARASTE LA ÚLTIMA VEZ? ¿CON UN CERDO MUERTO? TÚ DEBERÍAS SABER MEJOR QUE NADIE QUE ESO NO PUEDE SER, PUESTO QUE SOY UN NO-MUERTO…

Harry, de repente, se encontró mejor. Antes se había sentido sofocado, pero ahora era como si alguien hubiera abierto una ventana y el aire hubiera barrido las telarañas de su mente. Llenó sus pulmones con este extraño y conjetural éter y se sintió mucho más fuerte. Y desde un punto de vista más optimista y extrañamente imparcial, se maravilló de la audacia del vampiro, que se sentía tan seguro como para…, como para meterse sin más en su mente.

Pero todos estos pensamientos estaban protegidos, y Janos tomó el silencio de Harry como una señal de su terror.

DE MODO QUE ÉSTE ES EL GRAN NECROSCOPIO —dijo el vampiro—. ¿Y CÓMO TE SIENTES CON MI «SUCIA SANGUIJUELA» EN TU MENTE, HARRY KEOGH?

Harry continuó protegiendo sus pensamientos. No era difícil: era como cuando hablaba con los muertos. Éstos, con un pequeño esfuerzo de concentración, sólo oían lo que él quería. Y Harry sintió que resurgía la confianza en sí mismo, algo quizá sin justificación. Porque dormido y soñando no podía controlar su mente como cuando estaba despierto. Pero de todos modos percibió que Janos se mostraba algo más cauteloso.

¿SABES QUE PUEDO SOMETERTE A MI VOLUNTAD TAL COMO SOMETÍ A ESE TONTO DE JORDAN?

Pero ¿estaba Janos enunciando un hecho, o formulándose una pregunta?

—Continúa diciéndote eso —dijo Harry sin ninguna emoción—, pero recuerda que has entrado por tu propia voluntad.

¿CÓMO?

Los pensamientos de Janos tenían ahora un matiz de preocupación. Era como si por primera vez estuviera calculando las probabilidades y considerando su posición.

Ya Harry, en las profundidades de su mente, y sin que Janos lo sospechara, le parecía oír a Faethor aconsejándole nuevamente, tal como lo había hecho en las ruinas cercanas a Ploiesti.

En vez de encogerte y retroceder cuando le sientas cerca, adelántate, sal a su encuentro. ¿Qué él pretende entrar en tu mente? ¡Entra tú en la suya! Él esperará que tú le temas: ¡sé audaz! Janos te amenazará; haz a un lado estas amenazas y ataca. Pero, sobre todo, no dejes que su maldad te debilite. —Y las palabras finales—: Puede que en tu mente haya más cosas de lo que supones, Harry…

Y eso era lo que Janos también comenzaba a pensar.

TU MENTE ES… DIFERENTE DE LA DE OTROS HOMBRES. ME DARÁ UN GRAN PLACER EXPLORARLA, Y A TI TE PRODUCIRÁ UN GRAN SUFRIMIENTO.

—Bien, veo que tienes la vanidad de los wamphyri —dijo Harry—. Pero ¿de qué sirve la vanidad sin las cualidades que la justifiquen?

NOS CONOCES BIEN —dijo Janos, con los nervios de punta—, DEMASIADO BIEN, QUIZÁ.

—¿Te arrepientes, hijo mío?

—¿QUÉ? —ahora sorprendido y furioso.

—Vamos, no estés tan nervioso. Hablo más como un tío que como un padre. Pero, de hecho, yo también tengo un hijo. Sólo que él es un verdadero wamphyri. Pero me doy cuenta de que tiemblas. ¿Tienes miedo? ¿Cómo puede ser? Después de todo, me conoces. ¿No has invadido mi mente, acaso? ¿Y dónde está mi resistencia? ¿Con qué podría resistirte? Te encuentras dentro del castillo de mi verdadero ser. Claro que hay castillos y castillos, y en algunos es más fácil entrar que salir. —Y por fin Harry pudo cerrar de un golpe las persianas de su mente.

Janos estaba confundido; éste no era simplemente un hombre. Se sentía como si…, como si hubiera hablado con una criatura que era más que humana. Y en su pánico, el vampiro se tornó violento.

ESAS INSIGNIFICANTES BARRERAS QUE HAS LEVANTADO… ESTOY RODEADO POR PUERTAS, PERO TENGO FUERZA SUFICIENTE COMO PARA DERRIBARLAS A TODAS, COMO PARA ARRANCARLAS DE SUS GOZNES.

Harry le oyó, pero también escuchó:

Cuando abra sus grandes mandíbulas para mostrarte los dientes, penetra por ellas, porque él es más blando en su interior.

—Derríbalas —respondió Harry—. Arráncalas de sus goznes… ¡si te atreves!

Y Janos se atrevió. Corrió por la mente de Harry, derribando todas las barreras que el necroscopio había interpuesto en su camino, arrancando las persianas y los biombos de su ser más íntimo. Todo el pasado de Harry estaba allí, sus amores y sus odios, sus esperanzas y aspiraciones, y todo fue hollado cuando el vampiro asoló los secretos corredores del yo. Y en algunos de esos lugares el monstruo podría haberse detenido, podría haber jugado con Harry, haberle hecho llorar, reír, gritar… o morir. Pero como advirtió que realmente había calado a Harry, no se detuvo sino que continuó su alocada carrera. Y:

¿QUÉ ES ESTO? —dijo riendo cuando llegó a un lugar más fortificado que todo el resto junto—. ¡VAYA, SI ESTO SOLO PUEDE SER LA CÁMARA DEL TESORO! ¿Y QUÉ SECRETOS MARAVILLOSOS ESTÁN DEPOSITADOS AQUÍ, HARRY KEOGH? ¿SON ÉSTOS LOS COFRES DE TUS TALENTOS?

Y antes de que Harry pudiera responder, Janos abrió dos de las puertas de un golpe.

Detrás de una de ellas estaba la NADA final, de modo que un instante después Janos se halló en el umbral del continuo de Möbius. Y detrás de la otra… estaba Faethor Ferenczy, agazapado, y desde allí dirigía el juego de Harry, e inspiró a Janos el más absoluto terror.

El invasor retrocedió ante Faethor, que salió de su escondite e intentó frenéticamente expulsar a Janos a través del umbral hacia la eternidad. Janos estaba atónito, aún no podía creerlo. Creía encontrarse dentro de una identidad humana, y había tropezado no sólo con un concepto aterrador y desconocido, sino también con la extraña y monstruosa mente de su padre, muerto desde hacía muchísimo tiempo.

El terror le galvanizó: se libró de un tirón de Faethor, le soltó un torrente de obscenidades, y huyó. Y en un instante estaba fuera del yo de Harry. No había causado ningún daño real, y el necroscopio supuso que no se atrevería a intentarlo otra vez. Pero…

—¡Faethor! —gruñó Harry, su voz mental áspera y desagradable como el rechinar de una vieja tiza en una pizarra nueva. Era su propia voz, que ya no influenciaba ni guiaba la mente de su inquilino secreto. Y repitió—: ¡Faethor!

No hubo respuesta, excepto una risita lejana, débil, como burbujas que suben a la superficie de un lago de brea. O quizá como un furtivo agitar de alas de murciélagos, oído en la más profunda y oscura de las cavernas.

—¡Tú, bastardo mentiroso! —aulló Harry—. ¡Estás ahí dentro! ¡Lo estás desde el instante mismo en que te permití entrar! Pero puedo encontrarte, y echarte de allí…

No es necesario, hijo mío —murmuró la voz distante y enferma de Faethor—. La primera batalla ha sido librada y ganada; ahora sale el sol. ¡Ya… me… retiro!

Después de eso, Harry salió lentamente, y con frío, de sus sueños, y el sudor ya se había secado sobre su cuerpo cuando despertó por completo y Darcy Clarke llamó a su puerta y dijo algo sobre el desayuno. Y para entonces, Harry pensaba que ya sabía cómo iba a jugar el resto de la contienda…

A las ocho y cuarto de la mañana la ciudad de Rodas acababa de despertar, pero Harry ya estaba junto al muelle, en el puerto de Mandraki, despidiendo a sus amigos. Darcy y Manolis agitaron las manos varias veces mientras su barco se internaba en las aguas increíblemente azules y serenas del Egeo. Harry no les respondió. Simplemente los saludó con una leve inclinación de cabeza, contempló cómo se alejaban y les deseó buena suerte en silencio.

Después fue en el coche hasta la playa de Kritika y nadó una hora antes de volver al hotel a ducharse. Después de frotarse vigorosamente con la toalla, y a pesar de que la temperatura era de cerca de treinta grados centígrados, Harry todavía tenía frío. Pero era un frío que no tenía nada que ver con la temperatura, que venía de su interior.

En la habitación ya habían hecho la cama; Harry se recostó con las manos cruzadas detrás de la cabeza y se quedó pensativo; lentamente puso la mente en blanco, y dejó que los pensamientos erraran sin orden ni concierto… ¡y entonces sorprendió a Faethor!

Lo cogió en su mente, antes de que el otro pudiera deslizarse a su escondite. Eran alrededor de las diez y media de la mañana, y el ardiente sol estaba alto en el cielo. ¡Tendría que haberse dado cuenta de que el sol no obraría como disuasorio, puesto que los fantasmas no se queman! Quizá podía provocar algunos malos sueños en Faethor, pero no le haría ningún daño real porque en él no había ya nada físico. Cualquiera de sus amigos muertos podría habérselo explicado a Harry.

—¡Viejo demonio! —dijo, pero fríamente, sin vehemencia, pues no estaba insultándolo sino exponiendo un hecho—. Viejo bastardo, mentiroso. Piensas adherirte a mí de la misma manera en que Thibor lo hizo con Dragosani, ¿no?

¿Qué lo estoy pensando? —Faethor se descubrió, y Harry lo sintió tan cerca como si estuviera de pie junto a la cama—. Fait accompli, Harry, y será mejor que te acostumbres.

Harry negó con la cabeza, y sonrió sin la menor alegría.

—Ya me libraré de ti —respondió—. Pues créeme, Faethor, me libraré de ti aunque eso signifique tener que librarme también de mí mismo.

¿Suicidio? —se mofó Faethor—. No, Harry, tú nunca lo harías. Eres tan tenaz como las criaturas que persigues y destruyes. No te matarás mientras tengas la posibilidad de matar a una más.

—¿Quieres decir matar a uno de los tuyos? Tal vez te equivocas, Faethor. Soy solamente humano, y podría morir muy fácilmente. Una bala en el cerebro, como Trevor Jordan…, y ni siquiera llegaría a enterarme. Créeme, es una posibilidad tentadora.

No veo en tus pensamientos que contemples seriamente la idea del suicidio —respondió Faethor encogiéndose de hombros—, ¿para qué finges? ¿Piensas que me siento amenazado? ¿Cómo podrías amenazarme, Harry, si ya estoy muerto?

—Pero tienes vida mientras estás en mí. Escucha y te diré algo: en realidad no sabes qué hay en mis pensamientos. Puedo ocultártelos hasta a ti. Es la lengua muerta; aprendí a hacerlo para impedir que los muertos se enteraran de mis pensamientos. Lo hacía para no herirlos, pero puedo utilizar el mismo mecanismo con un efecto opuesto.

Durante un instante —brevísimo, un mero tic del reloj—, Harry sintió que Faethor vacilaba. Y sonrió con malicia.

—¿Ves? Yo sí sé lo que piensas, viejo demonio. Pero ¿sabes tú lo que hay en mi mente si te lo oculto… así?

Y en las profundidades de la mente de Harry, el padre de los vampiros se sintió rodeado por la nada. Cayó sobre él como una manta sofocante. Era como si de nuevo se encontrara en la tierra cerca de Ploiesti, donde habían sido enterrados sus malvados restos la noche que Ladislau Giresci le quitó la vida.

—Ya ves —dijo Harry, permitiendo que la luz de sus pensamientos brillara de nuevo—. Puedo dejarte fuera.

No, Harry, fuera no. Puedes encerrarme momentáneamente, pero apenas bajes la guardia me tendrás contigo.

—¿Siempre?

Faethor permaneció un momento en silencio.

No —respondió luego—. No, porque hemos hecho un trato. Y en tanto tú cumplas tu parte, yo mantendré mi palabra. Cuando hayas acabado con Janos, te verás también libre de mí.

—¿Lo juras?

¡Por mi alma! —prometió Faethor con su voz gutural y profunda como una negra ciénaga, y dibujó una sonrisa inmaterial.

Era el sarcasmo propio de los vampiros, pero Harry sólo dijo:

—Haré que cumplas tu promesa —y su voz era fría como los espacios interestelares—. Recuérdalo, Faethor, haré que la cumplas.

Manolis conducía el barco. Tenía una pequeña cabina y un motor poderoso, y dejaba una estela semejante a dos muros bajos que se disolvían en el azul. Siempre cerca de la costa, dieron la vuelta al cabo Koumbourno y dejaron atrás a los que practicaban esquí acuático en la playa de Kritika antes de que Harry fuera a bañarse a ese lugar.

A las nueve de la mañana pasaron el cabo Minas y enfilaron hacia Alimnia. Darcy creyó que podría tener problemas con su estómago, pero el mar estaba liso como un cristal, y con la brisa que le daba en la cara… alguien podría haber pensado que estaba disfrutando unas vacaciones de lujo. Darcy, sin embargo, estaba absolutamente seguro de que se dirigían hacia el horror. Hacia las diez de la mañana un par de delfines se habían puesto a jugar cerca de la proa del barco, aproximadamente a la misma hora pasaron por entre las áridas rocas de Alimnia y Makri, y pudieron divisar Halki.

Quince minutos más tarde ya estaban en el puerto y habían amarrado el barco. Manolis se puso a charlar con un par de pescadores que remendaban sus redes. Mientras el policía les hacía preguntas con aire casual, Darcy compró un mapa en una pequeña tienda frente a los muelles, y estudió el plano de la isla. En realidad, no había mucho que estudiar.

La isla era una gran roca de doce kilómetros de largo por seis de ancho, y el eje más largo estaba situado de este a oeste. Hacia el este, las cimas de las montañas se alzaban áridas y desoladas, y la carretera, llena de meandros, parecía conducir a ninguna parte. Darcy supo que su destino y el de Manolis estaban allí, en las alturas al final de la carretera. No necesitaba el mapa para saberlo; su talento se lo había dicho desde el momento mismo en que dejó el barco y saltó a tierra.

Manolis acabó por fin de hablar con los pescadores y se reunió con Darcy.

—No hay medios de transporte —dijo—. Tenemos unos dos kilómetros y luego tendremos que escalar. Claro está que iremos cargados con…, ¿cómo lo dirían ustedes, las cestas de picnic? Será una larga y calurosa caminata, amigo mío, y toda ella cuesta arriba.

Darcy miró a su alrededor.

—Mire eso —dijo—. ¿Qué es sino un medio de transporte?

Un artefacto de tres ruedas, que hacía el mismo ruido que un motor a vapor y arrastraba un carro de cuatro ruedas, se acercaba por una estrecha callejuela y aparcó en el «centro de la ciudad», que era precisamente el puerto con sus bares y tabernas.

El conductor era un griego delgado de unos cuarenta y cinco años. Bajó del vehículo y entró en un colmado. Darcy y Manolis le esperaron hasta que salió. Se llamaba Nikos; tenía una taberna y alquilaba habitaciones en la playa situada más allá del promontorio rocoso detrás de la ciudad; en esta época no tenía muchos clientes y podía llevarlos hasta el final de la carretera por una pequeña suma de dinero. Cuando Manolis habló de mil quinientos dracmas, los ojos de Nikos se iluminaron. Se pusieron en camino cuando Nikos terminó de comprar el pescado, la bebida y las demás provisiones que necesitaba para la taberna.

Ir en la parte trasera del carro era mejor que caminar, pero no mucho mejor. Se detuvieron para que Nikos descargara las provisiones y destapara un par de botellines de cerveza para sus pasajeros, y luego continuaron el viaje.

Después de un rato, cuando ya se habían adaptado al traqueteo del carro, Darcy, tras beber un sorbo de cerveza, le preguntó a Manolis:

—¿Qué ha averiguado?

—Los hombres son dos —respondió Manolis—. Vienen a la ciudad por la tarde a comprar carne (sólo carne roja, nada de pescado) y a beber un poco de vino. Andan siempre juntos, hablan poco, se cocinan la comida en el lugar de las excavaciones…, ¡eso, si cocinan! —Se encogió de hombros y miró a Darcy entrecerrando los ojos—. Trabajan sobre todo de noche; cuando el viento sopla de aquel lado, los pobladores a veces oyen las explosiones. Nada grande, sólo pequeñas cargas para mover las rocas y los escombros. No se les ve mucho durante el día. Supongo que descansan en las cuevas del lugar.

—¿Y qué pasa con los turistas? —preguntó Darcy—. ¿No les molestan? ¿Y cómo ha conseguido Lazarides, o Janos, salirse con la suya? Quiero decir, excavar en las ruinas. ¿Está loco su gobierno? Esto es…, ¡es historia! ¡Es patrimonio público!

Manolis volvió a encogerse de hombros.

—Al parecer, el vrykoulakas tiene amigos. Y en realidad no están excavando en las ruinas. Más allá del castillo, el acantilado cae a pico. Más abajo hay salientes y cuevas, y allí es donde cavan. La gente del pueblo piensa que están locos, que no hay ningún tesoro, sólo polvo y rocas.

—Pero Janos está mejor informado, ¿no? Si él lo enterró, debe de saber muy bien dónde cavar —observó Darcy.

Manolis estuvo de acuerdo.

—En cuanto a los turistas, debe de haber unos treinta. Pasan el tiempo en las tabernas y en la playa. Están de vacaciones. Algunos suben hasta el castillo, pero nunca descienden por el acantilado. Y nunca van allí de noche.

—Uno se siente raro —dijo Darcy después de un rato.

—¿Por qué?

—Vamos allá arriba a matar a esas criaturas.

—Sí —respondió Manolis—. Pero sólo si es necesario. Quiero decir, ¡solamente si no son seres humanos!

Darcy se estremeció y echó una mirada a la larga y estrecha cesta que llevaban a sus pies. Adentro había arpones y estacas de madera, la ballesta de Harry Keogh y cinco litros de gasolina en una garrafa de plástico.

—No lo son —dijo luego—. Puede creerme, Manolis, no son seres humanos…

Quince minutos más tarde, Nikos detuvo su vehículo al final de la carretera. A la izquierda, caminos que eran poco más que senderos de cabras llevaban montaña arriba hasta las ruinas de una ciudad antigua; más arriba de las ruinas se levantaba un monasterio de un blanco brillante, al parecer todavía en funciones, y todavía más arriba, en la cima misma de la montaña…

—¡El castillo! —exclamó Manolis.

Y mientras Nikos y su maravilloso carro de tres ruedas daban trabajosamente la vuelta y regresaban traqueteando al valle, Darcy se protegió los ojos con la mano para contemplar los siniestros muros del castillo, que montaba guardia allí desde hacía largos siglos.

—Pero… ¿hay algún camino para subir?

—Sí —respondió Manolis—. Una senda de cabras. Muy estrecha, pero bastante segura. O al menos eso opina el pescador.

Comenzaron a subir llevando entre los dos la cesta. Más allá del monasterio, y antes de que comenzara la parte más difícil del ascenso, se detuvieron para mirar hacia atrás. Al otro lado del valle todavía se veían las ruinas de antiguos caseríos y los linderos de campos abandonados hacía tiempo, donde los montes de olivos y los huertos habían vuelto a su salvaje estado natural.

—Esponjas —dijo Manolis a modo de explicación—. Estos pueblos eran pescadores de esponjas, y cuando se agotaron, también se acabó la gente. Ahora, como ve, casi todo son ruinas. Quizás el turismo devuelva un día la vida a la isla.

Darcy tenía otras cosas muy diferentes en la cabeza.

—Sigamos —dijo—. Yo ya no quiero seguir más allá, y si tardamos mucho, no querré ir de ningún modo.

Después de eso, todo fue peñascos de color ocre, hierbajos amarillentos y serpenteantes senderos de cabras, y allí donde había una abertura entre las rocas, las vistas daban vértigo. Pero finalmente llegaron al pie de los enormes muros, y entraron por un enorme pórtico de piedra al interior de las ruinas. El lugar era una acumulación de estilos, griego antiguo, bizantino y medieval, de la época de los cruzados, y Darcy había tenido razón con respecto a su valor histórico. Y cuando treparon a los muros de más de un metro de espesor, la vista era fantástica; toda la costa de Halki y las islas vecinas aparecían ante sus ojos.

Sortearon montones de escombros en un recinto que fuera la capilla de los cruzados, y en cuyos muros aún se veían descoloridas pinturas murales de santos con halos, y finalmente se detuvieron donde acababa el castillo, al borde de las ruinas que daban a la bahía de Trachia.

—Están allí abajo —dijo Manolis—. Mire: ¿ve que han estado excavando, y los escombros forman una hilera oscura contra las rocas? Son ellos. Y ahora debemos encontrar el sendero para bajar. Darcy, ¿se encuentra bien? ¡Tiene un aspecto tan…!

Darcy no se encontraba precisamente bien.

—Ellos…, ellos están allí abajo —respondió—. Siento que no puedo levantar los pies del suelo, y cada paso me pesa una tonelada. ¡Es mi talento, que es un cobarde!

—¿Quiere descansar un momento?

—¡Por Dios, no! Si me detengo ahora, ya no me podré mover. ¡Sigamos adelante!

Varios paquetes vacíos de cigarrillos y marcas de pisadas en las rocas y en el suelo arenoso les señalaron el camino para bajar, que no era dificultoso. Muy pronto encontraron una carretilla oxidada y un pico roto en un ancho saliente de la montaña. Y un poco más allá, en el mismo saliente, se amontonaban los escombros de las excavaciones que habían realizado en las cuevas. Sin hacer ruido se aproximaron a la cueva en la que parecían haber trabajado hacía menos tiempo y se detuvieron en la entrada. Y cuando sacaron los arpones de la cesta y los cargaron, Manolis susurró:

—¿Está seguro de que nos harán falta?

—Sí, claro que sí —afirmó Darcy, el rostro ceniciento.

Manolis se adelantó hacia la boca de la cueva.

—¡Espere! —le detuvo Darcy, con voz estrangulada—. Será mejor llamarlos para que salgan.

—¿Y hacerles saber que estamos aquí?

—A la luz del sol la ventaja será nuestra —musitó Darcy—. De todos modos, la necesidad de huir que experimento es aún más intensa, lo que probablemente significa que ellos ya saben que estamos aquí.

Darcy tenía razón. Una sombra se separó de las más oscuras sombras de la cueva, y avanzó cautelosamente hacia la entrada, hacia ellos. Se miraron y sin decir palabra le quitaron el seguro a las armas y las levantaron en gesto de advertencia. El hombre de la cueva siguió avanzando, pero comenzó a hacerlo de costado y algo agachado, ofreciendo un blanco más reducido.

Manolis dejó escapar un torrente de maldiciones en griego, desenfundó la Beretta y pasó el arpón a la mano izquierda. El hombre o vampiro seguía acercándose, y ahora le vieron más claramente. Era delgado, alto, y extrañamente andrajoso. Llevaba un sombrero de ala ancha, pantalones muy holgados y una camisa con los puños desabrochados. Parecía un espantapájaros que hubiera descendido de su pértiga, pero no era a los pájaros a quienes espantaba.

—¿Hay sólo uno? —susurró Darcy, y se le pusieron los pelos de punta cuando escuchó el ruido de unos guijarros que se deslizaban en el saliente detrás de ellos.

El hombre en la cueva continuó avanzando; Manolis disparó su pistola con un ruido ensordecedor; Darcy miró hacia atrás y vio a una segunda criatura que se acercaba amenazante. ¡Pero ésta estaba mucho más cerca! Como su colega en la cueva, llevaba un sombrero de ala ancha, y sus ojos eran amarillos y bestiales. ¡Peor aún, empuñaba un pico, y con el rostro contraído en una mueca feroz se preparaba a clavarlo en la espalda de Darcy!

Darcy —o quizá su talento— se volvió para defenderse del ataque, apuntó y disparó a quemarropa el arpón. El proyectil se clavó en el pecho del vampiro. El impacto lo detuvo; el vampiro dejó caer el pico y retrocedió tambaleándose hasta apoyarse en el muro del acantilado. Darcy, inmóvil, no podía apartar los ojos de la criatura que gemía, se retorcía y escupía sangre.

Manolis, en la cueva, maldijo y disparó otra vez su pistola, y siguió a su presa a las profundidades de la cueva. Y luego… Darcy oyó un chillido inhumano, seguido del deslizarse de la plata sobre el acero, y finalmente el sordo sonido del arpón de Manolis que penetraba en la carne. Los ruidos lo sacaron de la parálisis, y se dio cuenta de que Manolis ya había utilizado todas sus armas. Se inclinó para coger otro arpón de la cesta, y el hombre del saliente se acercó tambaleándose, y de un puntapié hizo rodar montaña abajo la cesta y su contenido.

—¡Jesús! —gritó Darcy, la garganta áspera y reseca como papel de lija, cuando la criatura de ojos llameantes se dio la vuelta y le miró.

El vampiro se detuvo, miró a su alrededor, y vio su pico cerca del acantilado. Se adelantó para cogerlo, y Darcy hizo lo mismo. Su talento le decía que huyera, pero le respondió «¡Jódete!», y se lanzó como un demente contra el vampiro. Éste cayó al suelo, y Darcy cogió el pico. Era una herramienta muy pesada, pero era tan grande el terror de Darcy que le pareció que tenía un juguete en las manos.

Manolis salió de la cueva en el momento mismo en que Darcy clavaba el pico en la frente de su no-muerto contrincante. La criatura emitió unos sonidos guturales y cayó de rodillas, y luego se desplomó pesadamente contra el acantilado.

—Gasolina —pidió Manolis.

—Se cayó por el barranco —le respondió Darcy con una voz que parecía un graznido.

Manolis miró hacia abajo; la cesta estaba a unos quince metros, donde unas rocas habían detenido su caída. Estaba abierta, y había algunos objetos desparramados a su alrededor.

—Vigílelos, que yo la traeré —dijo Manolis.

Le dio la pistola a Darcy e inició el descenso. Darcy tenía un ojo puesto en el vampiro del pico clavado en la cabeza, y el otro en la entrada de la cueva. La criatura con la que había luchado —un hombre, sí, pero también una criatura— no estaba «muerta». Debería estarlo, pero, en realidad, estaba no-muerta. El pequeño porcentaje de su organismo compuesto por protoplasma de vampiro ya estaba actuando, y sus heridas comenzaban a curar. Mientras Darcy lo miraba, se estremeció, abrió los ojos amarillos y su mano se dirigió hacia el arpón que tenía clavado en el pecho.

Darcy apretó los dientes y se le acercó. Su ángel guardián aulló, inundó sus venas de adrenalina, y le gritó «¡corre, corre!». Darcy, sin embargo, desoyó todas las advertencias, cogió el arpón y lo hundió más profundamente en la carne del vampiro, hasta que la criatura rechinó los dientes, se echó hacia atrás y volvió a quedarse quieta.

Darcy retrocedió —sus piernas parecían de gelatina—, y dio un grito cuando algo lo cogió por el tobillo desde atrás.

Miró hacia abajo y vio que la criatura de la cueva se había arrastrado hasta allí, y cogía con mano de hierro su tobillo. Un arpón le atravesaba la garganta justo debajo de la nuez de Adán, y los disparos le habían destrozado media cara, pero aún podía moverse, y le miraba con un ojo enloquecido que brillaba en medio de la masa sangrante. Darcy podría haberse desmayado, pero cayó sentado hacia atrás, desprendiéndose de la criatura no-muerta, y desde el suelo vació la pistola en la horrible media cara del vampiro.

Manolis regresó en ese momento. Abrió de un golpe la cesta, sacó la ballesta de Harry Keogh, y la cargó justo a tiempo, porque el vampiro del saliente ya se había arrancado el pico de la cabeza y ahora estaba quitándose el arpón del pecho.

—¡Jesús! ¡Jesús! —gimió Manolis.

Se acercó a la horrible y ensangrentada criatura, apuntó la ballesta desde menos de un metro de distancia, y disparó el dardo de madera directo al corazón.

Darcy, entretanto, se había arrastrado hacia atrás para alejarse del otro vampiro. Manolis le ayudó a levantarse y dijo:

—Terminemos con esto antes de que sea demasiado tarde.

Arrastraron a los vampiros al interior de la cueva, y luego se apresuraron a salir a la luz del sol. Pero Darcy ya no podía hacer nada más; su talento no le permitía moverse.

—Está bien —dijo Manolis, que comprendía la situación—. Puedo hacerlo solo.

Darcy se sentó temblando en el borde del saliente, y Manolis cogió el recipiente de gasolina y volvió a entrar en la cueva. Reapareció poco después, dejando tras él un fino reguero de combustible. Había rociado abundantemente con gasolina todo lo que había en la cueva, y el recipiente estaba casi vacío. Retrocedió hasta donde se hallaba Darcy, vació la garrafa hasta la última gota, y la arrojó por el barranco. Cogió luego un encendedor, y acercó la llama al reguero de gasolina.

Un fuego azul tan tenue que era casi invisible se extendió por el saliente y penetró en la cueva; allí creció en un segundo hasta convertirse en una gigantesca lengua de fuego, seguida de inmediato por una terrible explosión que hizo estallar la entrada de la cueva en pedazos, y provocó una avalancha de piedras sueltas y guijarros. La conmoción hizo que Manolis perdiera pie y acabara sentado junto a Darcy.

Se miraron y Darcy preguntó:

—¿Qué diablos ha sido eso?

—Deben haber guardado sus explosivos ahí dentro.

Se acercaron a la entrada de la cueva, ahora bloqueada por las piedras caídas. Toneladas de roca se habían desmoronado, sellando las excavaciones. Y era evidente que de allí dentro no podía salir nadie —ni nada— con vida.

—Ya está hecho —dijo Manolis, y Darcy, casi sin fuerzas, hizo un gesto de asentimiento.

Darcy, cuando se dieron la vuelta para comenzar el descenso, vio algo amarillo y brillante entre los escombros. Junto a la cueva destruida por la explosión se abría otra, más pequeña, de cuya boca aún salían nubecillas de polvo y algo de humo. El muro de piedra entre ambas excavaciones estaba deshecho, y se veían trozos de roca en el saliente. Pero entre los escombros había algo más.

Darcy y Manolis se acercaron a mirar más de cerca lo que, sin proponérselo, habían desenterrado. En el muro fracturado, cuidadosamente envuelto y sellado, entre bloques de piedra dispuestos especialmente para formar una recámara, había estado depositado el tesoro que Jianni Lazarides —o Janos Ferenczy— buscaba, ese tesoro que él mismo había enterrado siglos antes. Pero los contornos cambiantes de la montaña, modificados por la naturaleza en tormentas y terremotos, le habían confundido. El viejo castillo de los cruzados había sido su punto de referencia, pero incluso él se había derrumbado y cambiado con los siglos. Aun así, Janos había errado sólo por un metro o metro y medio.

Los dos hombres caminaron por entre el polvo y las rocas, la emoción del descubrimiento amortiguada por el horror vivido poco antes. Vieron un tesoro surgido del pasado: ¡oro de Tracia! Cuencos y jarrones…, jarrones de oro llenos a desbordar de anillos, collares y brazaletes…, un casco de bronce colmado de pendientes, hebillas y pectorales…, ¡e incluso un peto de oro macizo!

—¿Pero qué haremos con todo esto? —reaccionó por fin Manolis.

—Se queda aquí —respondió Darcy—. Pertenece a los espíritus. No sabemos lo que le costó a Janos traerlo aquí y enterrarlo, ni cómo y dónde lo obtuvo. Pero es un tesoro ensangrentado, puede estar seguro. Ya vendrá alguien a ver qué ha pasado con esos dos, y encontrará el oro. Dejemos que las autoridades se hagan cargo de todo. Yo no quiero ni tocarlo.

—Tiene razón —dijo Manolis, y juntos comenzaron el descenso hacia el castillo…

Llegaron al pueblo a las doce y media, y Manolis llenó el tanque del barco, preparándose para el viaje a Karpathos. Mientras trabajaba, se le acercaron unos pescadores amigos, y le preguntaron cómo estaban los excavadores.

—No nos acercamos —respondió Manolis—, estaban volando las rocas. Además, el acantilado cae a pico, y un hombre puede despeñarse muy fácilmente.

—Son unos tipos muy engreídos —observó el pescador—. Ellos nos ignoran a nosotros, y nosotros a ellos.

Cuando terminó con el barco, Manolis compró un litro de ouzo y todos se sentaron a beberlo en una de las mesas de la taberna. Más tarde, cuando se alejaban en el barco, el griego dijo:

—Necesitaba unas copas.

—Yo también —dijo suspirando Darcy—. Es un trabajo horrible.

Manolis le miró y asintió con la cabeza.

—Y habrá mucho más, amigo mío. Está muy bien que el ouzo sea barato, ¿no? Piense, con todo ese oro podríamos habernos comprado una destilería.

Darcy se dio la vuelta, contempló la rocosa isla de Halki que lentamente desaparecía en el horizonte, y pensó: «Sí, y tal vez más adelante deseemos haberlo hecho…».

Yendo por la ruta elegida por Manolis, Karpathos estaba a unos noventa kilómetros de Halki; el griego prefería no perder de vista la costa durante la mayor distancia posible, y tampoco quería forzar el motor del barco. Cuando pasaron Ktenia y Karavolas, enfiló hacia el suroeste, y dejaron atrás Rodas, ya en dirección a Karpathos. Eso quería decir que estaban en mar abierto, y el estómago de Darcy comenzó a molestarle. Era algo puramente físico, y no muy grave; después de todo lo que había soportado, era difícil que ahora vomitara. ¡Y no se trataba de que su talento le estuviera previniendo contra un naufragio, o algo por el estilo!

Manolis, para distraer a Darcy y hacer que olvidara su malestar, comenzó a hablarle de Karpathos.

—Es la segunda isla más grande de las del Dodecaneso —dijo—. Queda a mitad de camino entre Rodas y Creta. Así como Halki se extiende de este a oeste, Karpathos lo hace de norte a sur. Tiene unos cincuenta kilómetros de largo, pero sólo siete u ocho de ancho. Es la cima visible de una cadena de montañas submarinas. No es muy grande ni está muy poblada, pero Karpathos ha conocido épocas turbulentas.

—¿Sí? —dijo Darcy, que apenas escuchaba.

—¡Claro que sí! La han gobernado los árabes, los piratas italianos de Génova, los venecianos, los cruzados, los turcos y los rusos… ¡y hasta los británicos! ¡Ja! ¡A los griegos nos llevó siete siglos recuperarla! —Y como no obtuvo respuesta, preguntó—: ¿Se encuentra bien, Darcy?

—No del todo. ¿Cuánto falta para que lleguemos?

—Ya estamos a mitad de camino, amigo mío. Dentro de una hora estaremos dando la vuelta al extremo de la isla, a la altura del aeropuerto. Y allí estará anclado el Lazarus. Le echaremos una mirada, nada más. Quizá podamos saludar a alguien de a bordo, y ver qué pensamos de él.

—En este momento no puedo pensar en nada, ni en nadie —se quejó Darcy.

Pero Manolis se equivocaba, y el Lazarus no se encontraba allí. Buscaron en las pequeñas bahías del extremo sur de la isla, pero no encontraron rastro alguno del yate blanco. A Manolis se le acabó pronto la paciencia. Cuando fue evidente que buscaban inútilmente, se dirigió al norte, a la playa de Amoupi, y echó el ancla para que pudieran bajar a tierra. Comieron una ensalada griega en una taberna de la playa y entre los dos se bebieron una botella pequeña de retsina. Cuando Darcy se quedó dormido recostado en su sillón, bajo la marquesina de bambú de la taberna, Manolis suspiró, se reclinó también él en su asiento y encendió un cigarrillo. Fumó unos cuantos, admiró los bronceados pechos de las jóvenes inglesas que jugaban en la playa, bebió otra botella de retsina y finalmente despertó a Darcy.

Y a las cinco y cinco partieron de vuelta a Rodas.

Esa tarde, cuando llegaron al hotel fatigados, con agujetas, y morenos por el sol, Darcy y Manolis se encontraron con cuatro personas esperándolos en el salón del hotel. Hubo unos minutos de confusión. Darcy conocía bien a dos de los recién llegados, porque Ben Trask y David Chung eran dos de sus hombres, pero a Zekintha Föener (su apellido de casada era Simmons) y a su marido, Michael, o «Jazz», no los había visto nunca, y sólo los conocía de oídas. Darcy había previsto la llegada de cuatro personas, y había hecho las correspondientes reservas, pero de este grupo en particular sólo esperaba a dos. Siguiendo el consejo de Harry Keogh, había enviado un mensaje a Zek y a Jazz para que no intervinieran en el caso pero no lo habían recibido, o habían hecho caso omiso de él. Ya lo averiguaría más tarde. Los dos hombres que faltaban eran agentes de la Organización E que estaban terminando un trabajo en Inglaterra, y vendrían cuando acabaran con esa misión.

Los cuatro recién llegados, que ya se habían presentado unos a otros, y habían dejado sus maletas en sus respectivos cuartos, estaban preparados para hablar del caso. Darcy sólo tenía que presentarles a Manolis, informarles sobre el papel del policía, hablarles sobre lo sucedido hasta el momento, y luego todo se pondría en marcha. Pero antes de eso, Darcy y Manolis se disculparon y fueron a sus habitaciones a ducharse. Luego se reunieron con la gente de la Organización E, y Manolis les llevó a todos a una cara taberna del otro lado de la ciudad, que era poco probable que estuviera invadida por los turistas. Se sentaron todos alrededor de una mesa en un rincón tranquilo, y con vista al mar. Y Darcy los volvió a presentar a todos uno por uno, y describió los talentos de los miembros del grupo.

Estaba el matrimonio, Zek y Jazz Simmons, que habían estado en Starside con Harry Keogh. Zek era una telépata notable, y una autoridad en vampiros. Tenía una gran experiencia en las mencionadas criaturas, y había tenido contacto con mentes de wamphyri en un mundo ajeno al nuestro. Era muy guapa, de un metro setenta y cinco de estatura, delgada, rubia y de ojos azules. Su madre, de nacionalidad griega, le había dado el nombre de Zante (o Zakinthos) porque había nacido en la isla así denominada. Su padre había sido un alemán del Este, parapsicólogo. Zek tendría unos treinta y cinco años, uno o dos más que su marido.

Jazz Simmons no tenía otros talentos que aquellos con los que una enteramente mundana madre naturaleza le había dotado, más aquellos que había aprendido en los servicios secretos británicos. Después de Starside, había renunciado a su puesto y se había ido a vivir con Zek a las islas griegas. Apenas unos milímetros por debajo del metro ochenta, Jazz tenía un alborotado pelo rojo, ojos grises, una buena dentadura, mandíbula cuadrada, y unas manos muy vigorosas, a pesar de su artística forma. Sus largos brazos le hacían parecer desgarbado. Delgado, bronceado y atlético, tenía una engañosa apariencia de chico bueno…, y lo era en circunstancias normales. Pero no había que subestimarlo. Había sido entrenado de maravilla en vigilancia, protección y fugas, guerra en invierno, supervivencia, demolición, combate sin armas y armado. Lo único que en otra época le había faltado era experiencia, pero la había obtenido en el mejor —o el peor, según se mire— de los lugares, Starside.

Luego estaban los dos hombres de la Organización E: David Chung, localizador, y Ben Trask, un detector humano de mentiras. Chung tenía veintiséis años, un anglo-chino cockney de pura cepa. Estaba desde hacía seis años en la Organización y durante ese tiempo se había especializado en la localización extrasensorial de drogas ilegales, especialmente cocaína. Si no hubiera sido porque estaba trabajando en un caso en Londres, puede que hubiera sido enviado a Rodas en primer término, antes que Ken Layard.

Ben Trask era un robusto hombre de metro setenta de estatura, pelo castaño, ojos verdes, con exceso de peso y hombros caídos, y su expresión habitual sólo podía ser descrita como «lúgubre». Su especialidad era la verdad: si le presentaban una mentira, o un concepto falsificado deliberadamente, Trask lo detectaba de inmediato. La Organización E solía prestarlo a las autoridades policiales para trabajos de gran importancia, y también el Ministerio de Asuntos Exteriores solicitaba a menudo sus servicios para comprobar la verdad de las ideas políticas de algunos miembros no especialmente honestos de la comunidad internacional. Ben Trask conocía las intimidades de las embajadas extranjeras en Londres mejor que otras personas su propia casa. Además, había intervenido en el caso de Yulian Bodescu, y no era probable que tomara nada a la ligera.

Mientras esperaban la comida, Darcy terminó de informar al equipo, y observó cómo todos se ponían en guardia cuando comprendieron todo el horror de la situación. Luego, intentó averiguar por qué Jazz y Zek habían decidido participar en el caso.

Jazz respondió en nombre de los dos:

—Es por Harry, por Harry Keogh. Él cuenta con nosotros. Si tiene problemas, allí estamos.

—Eso es muy leal de vuestra parte —les dijo Darcy—, pero fue Harry quien dijo que prefería que os mantuvierais al margen. Claro está que no me quejo de que estéis aquí…, necesito gente capaz, y vosotros seguramente lo sois. Harry estaba preocupado porque Janos Ferenczy es un mentalista poderoso. Ya ha matado a Trevor Jordan, y domina a Ken Layard, de modo que ya veis el porqué de la preocupación de Harry. Él pensaba sobre todo en lo que podría suceder si Janos se enfrentaba contigo, Zek. De todos modos, puesto que Janos está en Rumania (eso es lo que creemos, en todo caso), y como Harry ha ido tras él… —Darcy se encogió de hombros—. Yo estoy encantado de que estéis en el equipo.

—Entonces, ¿cuándo empezamos? —David Chung parecía deseoso de ponerse manos a la obra.

—Tú comienzas mañana —le respondió Darcy—. La parte «activa» del servicio, al menos. Esta noche, cuando regresemos al hotel, lo planearemos todo. Y entonces veremos qué hará cada uno de nosotros… ¡y a quién se lo hará! —Darcy vio que un camarero se acercaba a la mesa con una bandeja cargada de viandas—. Y ahora, sugiero que disfrutemos de la cena y nos relajemos como mejor podamos. Porque mañana será un día muy duro, podéis creerme.

Mientras Darcy Clarke y su equipo pensaban sobre lo que harían al día siguiente, Harry Keogh reflexionaba sobre el que acababa de transcurrir. El vuelo a Atenas había transcurrido sin incidentes. Pero a bordo del avión a Budapest, cuando antes de que despegara había cerrado los ojos dispuesto a recuperar una hora de sueño, sintió de inmediato, mientras se hundía en el sueño, unas sondas extrañas que tocaban su mente. Y sabiendo que estaban allí, se había obligado a permanecer despierto y alerta, aunque había escondido este hecho a los talentos telepáticos que le habían localizado. «Ellos» sólo podían ser Ken Layard y Sandra, pero ahora sus poderes PES eran fríos e impuros. Ya estaban casi completamente dominados por Janos Ferenczy, y sus inseguros toques eran tan viscosos como los muros de una cloaca, y Harry tuvo que hacer un esfuerzo para no retroceder ante ellos. Pero recordó lo que Faethor le había dicho, y —cosa extraña— reconoció que probablemente era un buen consejo:

Cuando le sientas cerca, en lugar de retroceder, búscale. ¿Qué él pretende entrar en tu mente? ¡Entra antes tú en la suya!

Y cuando las inteligencias vampíricas perdieron su temor a ser descubiertas y le exploraron con mayor avidez, Harry las exploró a ellas. Y habló con ellas en voz muy baja, susurrando.

—¿Ken? ¿Sandra? De modo que él ahora cuenta con vuestra colaboración. Sí, y habéis hecho un buen trabajo. ¿Pero por qué tanto secreto? Yo os esperaba. Sabía que él os utilizaría. De hecho, no puede hacer nada sin vosotros. ¿Qué? ¿Él? ¿Cara a cara, y de hombre a hombre? No hay ninguna posibilidad. Vuestro superhombre vampiro es un cobarde. Tiene miedo de que yo le sorprenda de noche. Yo, un hombre solo contra él, y contra todo lo que guarda en su madriguera de las montañas, y me tiene miedo. Vosotros me habéis dicho que ha leído el futuro y ha visto su victoria. Bien, podéis decirle que esas predicciones no siempre se cumplen.

¡Ahhh! ¡Nos ha percibido! —Era Sandra, que siseaba como una serpiente en la mente de Harry—. Nos conoce. Sus pensamientos son fuertes. Su oculta fortaleza está aflorando.

Estaba en lo cierto, y Harry sintió que pasaba algo extraño. Se encontraba mucho más fuerte, y no conocía la fuente de esta renovada vitalidad. Se preguntó si era Faethor. Era posible. Pero, por el momento, no podía hacer nada, y en una tormenta cualquier puerto es mejor que ninguno.

La mente de localizador de Ken Layard se aferraba a Harry como una ventosa; el necroscopio dejó que la suya se deslizara por la del localizador hasta su origen, y miró por los ojos de Layard.

Era como si Harry estuviera allí en carne y hueso…, ¡y lo estaba, pero en la carne y los huesos de Layard! Estaban en la misma habitación subterránea de antes. Sandra estaba sentada frente a él (frente a Layard), y Janos caminaba furioso de un lado a otro.

—¿Dónde se encuentra? ¿Qué está pensando? —preguntó el monstruo, y miró con sus ardientes ojos rojos a Sandra; era evidente que estaba preocupado, pero intentaba esconderlo bajo la máscara de la furia.

—Está en un avión —respondió Sandra—, y viene hacia aquí.

—¿Tan pronto? ¡Es un demente! ¿No sabe que va a morir? ¿No puede ver que mis planes para con él van más allá de la muerte? ¿Qué piensa?

—Me oculta sus pensamientos —respondió ella.

Janos se detuvo, y acercó su rostro, a medias horrible, a medias guapo, al de Sandra.

—¿Esconde sus pensamientos? ¿Y tú te consideras una mentalista, una ladrona de pensamientos? ¿Qué pretendes, ponerme en ridículo? ¿No te he advertido que sufrirás las consecuencias si continúas poniendo obstáculos en mi camino? Te lo pregunto de nuevo: ¿cuáles son sus pensamientos?

El amo vampiro se inclinaba sobre la mesa, y miraba furioso a la atemorizada joven. Sus labios se encogieron en una mueca feroz y descubrieron sus dientes de bestia carnívora, pero Sandra no pudo darle otra respuesta.

—¡Él…, él es demasiado fuerte para mí!

—¿Demasiado fuerte para ti? —se enfureció Janos—. ¿Demasiado fuerte? Escucha: en las entrañas de este castillo yacen las cenizas de hombres sátiros, que en su día recorrieron estas tierras violando y asesinando mujeres, niños y hombres. Sí, y cuando habían acabado con los seres humanos, ni siquiera las bestias se salvaban de su lujuria. Y esas criaturas (cuyas ingles son ahora polvo, y sales sus huesos) no han hecho nada durante dos mil años. Pero te digo esto: cumple ahora mis órdenes, antes de que me sienta tentado de resucitarlos, y les ordene que se encarguen de tu educación. Pues eso será un tormento infinito, Sandra. Yo les pondría en línea para que uno a uno se encargaran de ti, tu vampiro repararía incesante el daño causado a tu carne. Imagínate esto: tu dulce cuerpo cubierto por su suciedad, arruinado una y otra y otra y otra vez.

Harry le miró por medio de los ojos de Layard, juntó flema de la garganta de éste, y la escupió al rostro del vampiro. Y cuando el monstruo retrocedió, emitiendo sonidos guturales y arañándose la cara, Harry le dijo con la voz de Layard:

—¿Eres sordo, además de insano, Janos Ferenczy? Ella no puede ver en mis asuntos, porque estoy aquí mismo, mirando los tuyos.

Layard, atónito, se apretó su propia garganta, pero Harry mantuvo el control de la situación.

Janos se acercó tambaleante a la mesa, una expresión inquisitiva en el rostro, pero sin poder creer lo que oía.

—¿Qué dices? —preguntó mirando furioso a Layard—. ¿Qué? —y levantó amenazadora una mano en forma de garra.

—¡Adelante! —se mofó Harry—. ¡Golpea! Dañarás a tu siervo, y no al que le manda.

Janos se quedó boquiabierto. Ahora comprendía.

—¿Tú? —dijo.

Harry hizo que el rostro de Layard sonriera torvamente.

—¿Sabes que esa fascinación tuya por mi mente no es sólo enfermiza y molesta, sino también contagiosa? —dijo Harry—. Pensaba que habías aprendido la lección, Janos, pero al parecer me equivocaba. Muy bien, veamos ahora qué sucede en tu mente.

—¡Soltadle! —aulló Janos a los telépatas, cogiéndose la cabeza con las manos—. ¡Enviad al necroscopio fuera de aquí! ¡No quiero que entre en mi mente!

—No te preocupes —le respondió Harry mientras Layard se retorcía en su asiento—. ¿Acaso crees que me metería en una cloaca? Pero recuerda una sola cosa, Janos Ferenczy: tú buscaste descubrir mis planes. Bien, ahora te los diré. Vendré a buscarte, Janos. Y como puedes ver, nuestros poderes son muy similares.

Harry se retiró de la mente de Layard y abrió los ojos. El avión ya había despegado, y se dirigía hacia el noroeste, rumbo a Budapest. Y Harry estaba satisfecho. Hacía menos de una semana, cuando todavía estaba en Edimburgo, le sorprendieron sus presagios acerca de un incierto y aterrorizador futuro, y sintió que estaba en el umbral de nuevos y extraños acontecimientos. Y ahora sintió que aquel sentimiento estaba justificado: sus poderes de necroscopio se estaban incrementando, expandiéndose para llenar la brecha causada por la manipulación de su hijo Harry. Ésta, en todo caso, era la explicación de Harry…

A la mitad del viaje —dormido en su asiento, ya sin temores—, Harry se comunicó con Möbius en la tumba del cementerio de Leipzig, donde el científico estaba enterrado. Möbius le reconoció al instante y dijo:

Harry, le he llamado pero no obtuve respuesta. En verdad, tenía un poco de miedo de comunicarme con usted. La última ocasión… ¡fue espantosa, Harry!

Harry asintió.

De modo que ya sabe contra qué debo enfrentarme. Bien, por el momento le he puesto en fuga: él no sabe con certeza qué puedo hacer yo, pero sabe que cualquier cosa que intente contra mí deberá apelar más a la fuerza física que a la mental. Físicamente aún soy muy vulnerable. Por eso necesito el continuo de Möbius.

Möbius se mostró bien dispuesto.

¿Quiere que comience donde lo había dejado? —preguntó.

.

Muy bien, abra su mente para mí.

Harry hizo lo que el sabio le pedía, y dijo:

Entre por su propia voluntad —y un momento más tarde sintió a Möbius en las laberínticas bóvedas de su mente.

Usted es un libro abierto —observó Möbius—. Si quisiera, podría hacerlo.

Encuentre las páginas que están pegadas —le dijo Harry—. Y despéguelas para mí. Ésa es la parte de mí mismo que he perdido. Abra esas puertas, y tendré acceso a mi mejor recurso.

Möbius se internó a mayor profundidad, en las abiertas cavernas de la mente extramundana.

¿Cerradas? —dijo—. Sí, y yo diría que fue un experto quien lo hizo. Harry, éstos no son cerrojos ni llaves ordinarios. He traspasado el umbral del conocimiento de usted, y aquí ha sido cerrada toda una sección. Este es el origen de su intuición matemática, pero está sellado con símbolos que ni siquiera yo reconozco. Quien hizo esto… ¡era un genio!

Harry sonrió, melancólico.

Sí, lo era, pero tanto Faethor Ferenczy como su hijo Janos pudieron abrir esas puertas con la sola fuerza de su voluntad.

Möbius era realista.

Ellos eran wamphyri, Harry, y yo sólo era un hombre. Un hombre decidido y paciente, pero no un gigante.

Entonces, ¿no puede hacerlo? —preguntó Harry conteniendo el aliento.

No a fuerza de voluntad, pero quizá sí utilizando la razón.

Haga lo que pueda —Harry volvió a respirar.

Es posible que necesite su ayuda.

¿Y cómo puedo ayudarlo?

Estudie mientras yo trabajo.

¿Y qué tengo que estudiar?

Aritmética, ¿qué otra cosa podría ser?

¡Pero si sé menos que un niño atrasado! —protestó Harry—. Para mí, la palabra «números» sólo me sugiere un concepto incierto y problemático.

Estúdielos de todos modos —le respondió Möbius, y encendió una pantalla ante los ojos de la mente de Harry. Había sumas simples que esperaban soluciones, y tablas de multiplicar incompletas cuyos espacios en blanco parpadeaban ante Harry esperando que él los llenara con la respuesta correcta.

Yo…, yo no sé las malditas respuestas —gruñó Harry.

Pues intente encontrarlas —le reprendió Möbius, que ya tenía bastante con sus propias dificultades…

Cuatro asientos más allá, del otro lado del pasillo central, alguien se volvió para mirar el rostro pálido y perturbado de Harry que dormía. Se trataba de un hombre delgado y de modales afeminados. Fumaba un Marlboro con boquilla, y sus ojos hundidos, de pesados párpados, eran tan negros como sus pensamientos.

Nikolai Zharov había fracasado estrepitosamente en Inglaterra, y éste era su castigo. Debía continuar el trabajo que no habían podido hacer Norman Harold Wellesley ni los hombres de la Securitatea de Rumania. Sus superiores se lo habían dicho muy claramente: «Vaya a Grecia y mate a Keogh. Y si fracasa, será mejor que no vuelva».

Bien, ya no estaban en Grecia, pero Zharov suponía que eso no tenía mucha importancia. Grecia, Hungría, Rumania…, ¿a quién le importaba el lugar, con tal de que el necroscopio muriera?

A las seis y media de la tarde, Harry Keogh, turista, ya había salido del aeropuerto de Budapest y había ido en tren a un lugar llamado Mezobereny. Ése había sido para él el final del trayecto, el alto en el camino. Después de Mezobereny el rastro del vampiro apuntaba a Arad, un lugar apartado. Harry tendría que seguir su camino desde aquí con los medios que consiguiera: autobús, taxi, carro, a pie, lo que fuera.

En las afueras de Mezobereny encontró un pequeño hotel regentado por sus dueños y que tenía el mismo nombre que el distrito donde se encontraba, Sarkad, y solicitó una habitación para pasar la noche. Eligió ese hotel porque cruzando una polvorienta y tranquila calle del pueblo, había un gran cementerio. Si tenía visitas nocturnas —sueños influidos por sus enemigos, y quizá visitantes más concretos—, así al menos tendría a los muertos de su lado. Y por esa razón, antes de acostarse, intentó, junto a la ventana, comunicarse con ellos en la lengua muerta.

Los muertos le conocían de oídas, pero no podían creer que estuviera allí. Le mantuvieron despierto con sus preguntas hasta muy tarde. Pero a medianoche Harry no tuvo más remedio que decirles que estaba cansado, y que debía descansar para prepararse para el día siguiente.

Harry no era un espía en el sentido corriente de la palabra. Si lo hubiera sido, habría advertido que un hombre le había seguido desde la estación de ferrocarril hasta el Sarkad, y había solicitado la habitación vecina.

Nikolai Zharov había oído al necroscopio que se movía en la habitación, y cuando Harry se había dirigido a la ventana, el ruso hizo lo mismo. La luz de las habitaciones caía sobre la calle, y la sombra de Harry se extendía oscura en el empedrado. Zharov retrocedió, apagó la luz y de nuevo fue a la ventana. Y desde allí miró hacia donde miraba Harry.

Y entonces, Zharov vio por primera vez el camposanto. Y se estremeció, corrió las cortinas, encendió un cigarrillo y se sentó en el borde de la cama a fumarlo. Zharov conocía el talento de Harry. Estaba en Bonnyrig cuando Wellesley intentó matar al necroscopio, y vio lo que vino desde el jardín de Keogh cuando fracasó el ataque del traidor. Eso, más ciertos detalles del informe de los cretinos de la Securitatea rumana y…, y tal vez el lugar y el momento no eran tan perfectos para un asesinato como él había pensado.

Pero sí era un buen momento para inspeccionar sus armas. Zharov abrió el compartimento secreto en la base de su maletín, sacó las piezas de una pistola automática pequeña pero mortal, y la armó. La cargó luego con un depósito de dieciséis cartuchos, y guardó otro igual en el bolsillo. En el maletín había también un cuchillo con una hoja de veinte centímetros de largo, y estrecha como un destornillador, y un garrote compuesto por un par de agarraderas unidas por una cuerda de piano de cincuenta centímetros de largo. Una sola de esas armas —cualquiera de ellas— era suficiente, pero Zharov quería asegurarse de que cuando llegara el instante decisivo, el asesinato sería cometido con la mayor rapidez. Keogh no debía tener ocasión de hablar con nadie. O, mejor dicho, con nada.

Y una vez más, la imagen de esas dos —¿debería llamarlas personas?— saliendo del jardín, que había contemplado furtivamente desde el otro lado del río, en Bonnyrig, cruzó por la mente de Zharov. Recordaba cómo se movían, cada paso un esfuerzo de voluntad sobrenatural, y cómo una de ellas daba la impresión de que iba dejando tras de sí trozos de su cuerpo, trozos que después le siguieron, como si tuvieran vida propia… Mientras el ruso pensaba estas cosas, aún era temprano para ir a dormir. Se puso el abrigo y bajó al bar del hotel a beber una copa. Varias, en verdad.

Harry continuó hablando con sus nuevos amigos en sueños tal como lo había hecho despierto, sólo que esta vez la conversación fue menos coherente, mucho más vaga, tal como lo son los sueños. Pero no estaba tan dormido que no pudiera sentir la mente localizadora de Ken Layard cuando pasó sobre él (y lo hizo con frecuencia), ni tan alejado de la vigilia que no pudiera distinguir entre el cotilleo banal de los muertos y la ocasional aparición de cosas reales e importantes. Así, cuando mediante su lengua muerta se comunicó con una nueva voz, supo de inmediato que esto era importante.

—¿Quién es usted? ¿Me está buscando? —preguntó Harry.

—¡Harry Keogh! —se oyó más potente a la nueva voz—. ¡Gracias a Dios que lo he encontrado!

—¿Lo conozco? —Harry procedió con cautela.

—Sí —respondió el otro—. Nos hemos conocido. Yo intenté asesinarlo.

Harry lo reconoció, y supo por qué no lo había reconocido antes. Era muy simple: esa voz estaba normalmente asociada a la de un ser vivo. Hasta este momento, en todo caso. No era, o al menos no debería haber sido, la voz de un muerto.

—¿Wellesley? Pero… ¿qué sucedió?

—Quiere decir, ¿por qué estoy muerto? Bien, me han hecho sufrir mucho, Harry. No físicamente, claro que no, pero los interrogatorios fueron interminables. Podría haber soportado el sufrimiento físico…, pero el mental es otra cosa. Cuanto más profundamente escarbaban en mí, más me daba cuenta de que yo había sido una basura. Para mí, ya todo había terminado. Años de prisión, una carrera a la que nunca podría volver, no tenía futuro. Sé que suena trillado, pero yo era un hombre arruinado. Así que me colgué. Como ve, a uno ya no le ofrecen la honorable salida de un disparo, de modo que utilicé un par de cordones de zapato. Temía que no resistieran mi peso, pero lo hicieron.

A Harry le resultó difícil sentir compasión por él. Después de todo, el hombre era un traidor.

—¿Qué quiere de mí? —le preguntó—. ¿Desearía que le diga que lo siento? ¿Qué le ofrezca mi hombro para que llore sobre él? ¡Vamos, tengo montones de amigos entre los muertos que nunca intentaron matarme!

—No estoy aquí por eso, Harry —le respondió Wellesley—. No, recibí mi merecido. Creo que todos lo recibimos, tarde o temprano. He venido a decirle que lo siento. A disculparme por no haber sido más fuerte.

—¡Vaya, vaya! Harry, siento no haber sido más fuerte. Si lo hubiera sido, le habría matado —le remedó Harry con ironía.

Wellesley suspiró.

—Bueno, al menos lo he intentado. Siento haberle molestado. Pero yo no sabía que el suicidio era sólo el comienzo de mis malos tiempos —dijo, y comenzó a retirarse.

—¿Qué dice? —Harry le retuvo—. ¿Sus malos tiempos? —y entonces se dio cuenta de lo que quería decir Wellesley—. Los muertos no quieren saber nada con usted, ¿es eso?

Wellesley se encogió de hombros; era un hombre vencido.

—Sí, algo por el estilo. Pero es como he dicho: siempre recibimos nuestro merecido. Lamento haberle molestado, Harry.

—No, espere… —Harry tenía una idea—. Escuche, ¿qué le parecería una oportunidad de compensar lo que ha hecho conmigo? ¿Y con los muertos en general?

—¿Hay alguna posibilidad? —la voz de Wellesley sonaba esperanzada.

—Podría ser.

—Dígame qué debo hacer.

—Usted tenía una especie de talento negativo, ¿verdad?

—Así es. Nadie podía ver en mi mente. Pero… como puede ver, mi talento murió conmigo.

—Tal vez no —respondió Harry—. Vea, lo que estamos haciendo no es lo mismo de antes. No nos comunicamos por telepatía, sino mediante la lengua de los muertos. Usted mismo la domina. Si no quiere hablar conmigo, no está obligado a hacerlo. Su talento era incontrolable. Usted ni siquiera sabía que lo tenía. Si alguien no hubiera advertido que su mente era un muro de piedra, usted nunca lo habría sabido. ¿No es así?

—Sí, supongo que sí. ¿Pero adónde quiere llegar?

—No estoy seguro. Ni siquiera estoy seguro de que sea posible… ¡Pero si yo tuviera su talento, sería para mí una ayuda inestimable!

—Es evidente que lo sería —respondió Wellesley—, pero como usted mismo lo ha dicho, no era un talento. Era una especie de carga negativa. Estaba allí todo el tiempo, trabajando por su cuenta, sin mi conocimiento o mi asistencia.

—Puede que así fuera, pero en algún rincón de su mente se halla el mecanismo que lo gobernaba. Me gustaría saber cómo funciona, eso es todo. Y entonces, si yo pudiera imitarlo, aprender cómo hacerlo funcionar o desconectarlo a voluntad…

—¿Usted quiere mirar dentro de mi mente? ¿Me está diciendo que conoce la manera de hacerlo?

—Sí —respondió Harry—, tal vez pueda si usted me ayuda. Y puede que sea por eso por lo que nadie ha podido hacerlo: porque usted mantenía a todos afuera. Dígame, ¿leyó usted alguna vez mi expediente?

—Claro que sí —dijo Wellesley, y rió irónico—. En aquella época pensaba que era fantástico. Recuerdo que uno de los agentes PES vio su expediente en mi mesa, y me dijo: «¡Ni muerto hablaría yo con ese tipo!».

Harry rió, pero recuperó su seriedad un instante después.

—¿Y leyó usted sobre Dragosani, y cómo robó el «ojo mortal» de Max Batu?

—Sí, pero él lo arrancó del corazón de Batu, lo leyó en sus entrañas, lo consiguió probando el sabor de su sangre.

—Así es —respondió Harry—, pero no necesariamente tiene que ser de esa manera. Esa ha sido siempre la diferencia entre los tipos como Dragosani y yo. Es la diferencia entre un nigromante y un necroscopio. Él cogía lo que deseaba por la fuerza. Torturaba para conseguirlo. Yo sólo lo pido.

—Cualquier cosa que yo tenga, se la daré de muy buen grado —dijo Wellesley.

—Bien, eso dirá mucho en su favor ante los muertos.

—Entonces, ¿cómo lo hará? —preguntó ansioso Wellesley.

—En realidad, es usted quien tiene que hacerlo.

—¿De verdad? Entonces, tendrá que decirme cómo.

—Deje su mente en blanco e invíteme a entrar en ella —respondió Harry—. Relájese como si yo fuera un hipnotizador y dígame: «Entre por su propia voluntad».

—¿Es tan fácil?

—Sí, la primera parte lo es —respondió Harry.

—Muy bien, intentémoslo… —respondió Wellesley con decisión.