Capítulo doce

Primera y segunda sangre

Cuando Faethor terminó, anunciaron que volaban sobre Atenas y que el avión había iniciado el descenso.

Harry dijo:

Faethor, dentro de diez o quince minutos estaré en tierra, y en medio de la algarabía del aeropuerto. He observado que tu voz parece más débil, y lo atribuyo a la distancia y al sol que ilumina las ruinas de tu casa. Muy pronto estaré camino de Rodas, y estaré aún más lejos de ti. De modo que ésta es posiblemente la última oportunidad que tengo de decirte algunas cosas.

¿Tienes algo que decirme? (Harry se imaginó a Faethor alzando una ceja.)

Primero… deseo darte las gracias —le respondió Harry—, y segundo, no puedo dejar de pensar que, sin ti, nada de esto —Thibor, Dragosani, Yulian Bodescu y ahora Janos—, habría sucedido. Está bien, estoy en deuda contigo, pero al mismo tiempo sé que has sido una criatura de negro corazón, y sé que has echado monstruos al mundo, y sería un mentiroso si no te dijera que, en mi opinión, tú eres el más monstruoso de todos.

Considero tus palabras un cumplido —respondió Faethor sin vacilar—. ¿Hay algo más que desees saber?

Sí, unas pocas cosas más —respondió Harry—. Si destruiste por completo a Janos, ¿cómo pudo volver? Quiero decir, ¿qué truco utilizó? ¿Qué magia negra dejó tras él que le volvió a la vida? ¿Y por qué esperó tanto tiempo? ¿Por qué ha vuelto ahora?

¿No es evidente? —Faethor parecía genuinamente sorprendido por la ingenuidad de Harry—. Él había previsto el futuro, y había hecho sus planes de acuerdo a sus visiones. Aquella vez, cuando yo regresé a las montañas, Janos sabía que yo iba a acabar con él. Sí, y sabía que si regresaba al mundo cuando yo aún estuviera en él, encontraría una vez más la manera de aniquilarlo. De modo que esperó hasta que yo desaparecí de este mundo. El tiempo es una insignificancia para los wamphyri, Harry. Y en cuanto a su inteligente truco, fueron esos malditos Zirras. Sí, sé que fueron ellos porque me lo dijeron mis propios hombres, que murmuran en sus tumbas como todos los otros. Te contaré cómo sucedió.

Mucho después de que yo y los míos nos marcháramos del castillo en las alturas, volvieron algunos de los hombres de Janos, y escondieron sus cenizas de vampiro en un lugar secreto que él había preparado para una circunstancia semejante. Porque en mis trescientos años de ausencia, Janos había aprendido otros conjuros mágicos, y éste era uno de ellos. Mi hijo bastardo había poseído a mujeres de la tribu de los Zirras, y sembrado su semilla aquí y allá. Uno de los hijos de sus hijos, dotado sólo de cuatro dedos, se sentiría un día atraído por él y se dirigiría al antiguo castillo en las montañas…, pero quien descendería luego sería Janos. Así lo había planeado él, y así sucedió…

¿Y no encontraste nunca los tesoros que había hurtado de las antiguas tumbas? —insistió Harry—. ¿No buscaste en tu castillo?

Sí, busqué —respondió Faethor—. ¿Pero no me has escuchado? El tesoro estaba en otro lugar, enterrado o en el fondo del mar, hasta que Janos volviera a la vida y fuera a buscarlo.

Es verdad —asintió Harry—. Lo había olvidado.

De todos modos, no lo busqué exhaustivamente, no registré cada agujero de los que había excavado el perro de mi hijo. Yo ya no sentía que aquélla era mi casa, sino que él la había ensuciado. Podía sentir su olor, incluso su sabor, en todas partes. El castillo estaba marcado por él, y su despreciable blasón grabado en cada piedra, el murciélago de ojos rojos que se alzaba de una urna. Janos había usado el lugar, lo había hecho suyo, y yo no quería saber nada más con él. Muy poco tiempo después me mudé. En cuanto a mi propia historia después de aquel día, no te concierne.

Entonces… el castillo todavía está en pie —reflexionó en voz alta Harry un instante más tarde—. ¿Y sus sótanos? ¿Quedará algo del expolio de tumbas de Janos, de sus experimentos de nigromancia? Porque pareciera que fue allí donde se produjo su reciente resurgimiento…

Y Faethor supo que Harry estaba pensando en otro castillo en los Cárpatos, pero del lado ruso, en una región que antes llamaban Khorvaty, y que algunos aún conocen con el nombre de Bukovina. También allí tuvo Faethor su hogar en una época, y lo que había creado allí, y perduró aullando y ulcerándose en la tierra, era monstruoso; Harry, pues, sabía que en ciertas ruinas se esconden terribles peligros.

Puedo comprender tu preocupación —le dijo el vampiro—, pero creo que es infundada. Mi castillo en las alturas, sobre las antiguas aldeas de Halmagiu y Virfurilio, ya no existe. Fue barrido en octubre de 1928 por una inmensa explosión.

Sí, lo recuerdo —respondió Harry—. Me lo dijo Ladislau Giresci. Al parecer, fue producida por una acumulación de gas metano en los sótanos, lo que parece posible, si eran tan grandes como tú dices. Pero si Janos —su reencarnación— salió de allí, ¿quién te asegura que no hubo otras resurrecciones?

Como ya te he dicho —explicó Faethor—, Janos había previsto lo que iba a suceder. Cuando el castillo se derrumbó, quienquiera que estuviera en él pereció, pero no Janos. Puede que sus cíngaros hubieran llevado sus cenizas a otro lugar, y las hubieran devuelto luego a las ruinas del castillo, no lo sé. Es posible que lo hicieran cuando el castillo pasó a pertenecer a otro propietario. Pero no lo sé a ciencia cierta.

¿Quién era el otro propietario? —preguntó Harry.

Sí, el otro —suspiró Faethor al cabo de un largo silencio—, escucha y te hablaré de él.

En los siglos XV, XVI, XVII, e incluso XVIII, el mundo «civilizado» tuvo un conocimiento cada vez mayor de la existencia de las llamadas brujas, y la magia negra. Hechiceras, nigromantes, demonios, vampiros y otras criaturas semejantes —reales e imaginarias, culpables o inocentes—, fueron perseguidos por tenaces cazadores de brujas, su condición fue «demostrada» mediante la tortura, y fueron aniquilados. Ahora bien, el vampiro verdadero fue siempre consciente de su mortalidad, y del gran enemigo de su especie: la prominencia. Y el siglo XVI, especialmente, no fue una buena época para que descubrieran que se era demasiado viejo, o diferente, o amante de la soledad, o que se era diferente de los demás en cualquier aspecto. En resumen, si el anonimato había sido siempre sinónimo de longevidad para los vampiros, en los sombríos siglos XVI y XVII, lo fue más que nunca.

Ahora bien, a mediados y fines del siglo XVII los cazadores de brujas desplegaron una gran actividad en América, y un hombre llamado Edward Hutchinson escapó de un lugar llamado Salem. Arrendó mi antigua casa de las montañas y se refugió allí… durante demasiado, demasiado tiempo. Era un demonista, un nigromante, y probablemente un vampiro. ¡Y hasta puede que fuera wamphyri! Pero como ya he insinuado, fue imprudente: habitó demasiado tiempo en el mismo lugar y se hizo notar.

El americano estudió la historia del castillo y adoptó varios seudónimos: se hacía llamar barón, Janos e incluso Faethor. Y finalmente se decidió por barón Ferenczy. Y todo esto, como bien puedes suponer, hizo que me fijara en él. Aquello me ofendía, y me molestaba que viviera en mi castillo, porque yo pensaba que algún día volvería a él, cuando las cosas hubieran cambiado y el tiempo atenuara la huella que]anos había dejado. Los wamphyri, como sabes, están muy compenetrados con su territorio. Y así fue como juré que cuando llegara el momento y lo permitieran las circunstancias, pondría las cosas en claro con ese Hutchinson.

Pero la suerte no lo permitió; no, porque yo tenía que cuidar de mi propia existencia, y el mundo se había vuelto un lugar caótico y cambiante. Y así fue como aquel hombre vivió durante más de doscientos años en el castillo que yo había construido, mientras yo habitaba en la casa de Ploiesti.

Como ya he dicho antes, el americano se hizo notorio en más de un aspecto. Por cierto que le habrían llamado a Bucarest para justificarse de no haber sido por la explosión que acabó para siempre con él y con sus obras. Pero con respecto a Janos, sólo puedo suponer que estaba en su recipiente o urna en un lugar secreto, y esperó a que le llegara la hora, e hiciera su aparición el descendiente con cuatro dedos de los cíngaros, quien estaba destinado a encontrarlo y rescatarle.

Yo…, yo regresé al lugar en una ocasión —creo que fue en 1930—, y no me preguntes por qué lo hice. Tal vez porque deseaba ver si quedaba algo del lugar; tal vez deseara vivir allí si es que aún era habitable. Pero no, el toque de Janos aún perduraba en las piedras; su huella sobre el cemento y su odiado recuerdo en el aire de las ruinas. ¡Cómo no habría de ser así, si Janos aún estaba allí! Pero yo entonces lo ignoraba.

Pero ¿sabes una cosa? Creo que, al final, Janos estuvo más cerca de su antecesor wamphyri de lo que yo nunca hubiera podido suponer. Porque, a pesar de que mi exploración de las ruinas en 1930 fue superficial, hallé evidencia de trabajos que… Pero basta ya. Ambos estamos cansados y no me prestas toda tu atención. No importa; ya conoces lo principal, y del resto te enterarás en alguna otra ocasión.

Tienes razón —dijo Harry—, estoy cansado. Demasiada tensión, supongo —y se hizo la firme promesa de dormir todo el viaje entre Atenas y Rodas.

Y lo hizo…

Pero despertó inmediatamente antes del aterrizaje, y cuando bajó del avión, junto a los otros pasajeros, y le envolvió el brillante sol de Rodas, tuvo la sensación de que algo estaba mal. Y su corazón se aceleró cuando vio a Manolis Papastamos y a Darcy Clarke que le estaban esperando más allá de la zona de llegada. Porque a pesar del sol y el calor, sus rostros se veían pálidos y demacrados.

Harry miró a los dos hombres que le esperaban, buscó una respuesta en sus rostros, y casi arrancó su pasaporte falso de manos del guardia cuando éste se lo tendió. Después fue deprisa hacia sus amigos.

«Falta un rostro, el de Sandra», pensó, «pero eso no significa nada, porque ella ya debe de estar en Londres… ¿o quizá no sea así?».

—¿Ha pasado algo con Sandra? —preguntó cuando estuvieron frente a frente. Ellos le miraron y luego apartaron los ojos—. Decídmelo todo —les urgió Harry, curiosamente calmo, pese a que se sentía repentinamente enfermo.

Y ellos se lo contaron…

Veinticuatro horas antes:

Darcy había acompañado a Sandra al aeropuerto, en las afueras de Rodas, y había permanecido junto a ella hasta poco antes de que embarcara. Pero en el último momento se había visto obligado a ir al lavabo. Los servicios estaban bastante lejos de la zona de embarque, así que, cuando salió del lavabo, Darcy había corrido de una punta a otra del aeropuerto para decirle adiós. Cuando encontró un lugar desde donde veía el avión, ya estaban subiendo los últimos pasajeros, pero Darcy de todos modos saludó agitando los brazos, pues pensó que ella tal vez le vería desde una ventanilla.

Después de que el avión partió, Darcy volvió a la villa y comenzó a hacer sus maletas, pero le interrumpió una llamada telefónica de Manolis, desde la comisaría. Manolis había pensado que Darcy no debía quedarse solo después de que Sandra se marchara. El policía griego se alojaba en un hotel del centro de la ciudad, y Darcy podía compartir sus habitaciones. Pero antes de ir a buscar a Darcy a la villa, y como los vuelos llevaban cierto retraso, Manolis había llamado al aeropuerto para asegurarse de que Sandra ya estaba a salvo y en el aire. Y había descubierto que la joven había perdido el avión.

—¿Cómo? —Darcy no podía creerlo—. ¡Si yo estaba allí! Quiero decir, estaba en el…

—¿Dónde?

—¡Mierda! —estalló Darcy cuando finalmente no pudo sino aceptar aquella realidad.

—¿Estaba en…, en la mierda?

—No, en los malditos lavabos —gruñó Darcy—, que en este caso viene a ser lo mismo. ¿No lo ve, Manolis? Era mi talento que estaba actuando en mi favor… o en contra de mi trabajo. Y de esa pobre chica.

—¿Su talento?

—Mi ángel guardián, la facultad que me mantiene lejos de todo peligro. Es algo que no puedo controlar. Opera de diferentes modos. Esta vez vio el peligro cerca de Sandra… ¡y tuve que ir al maldito lavabo!

Manolis lo entendió, y comprendió también lo terrible de todo aquello.

—¿La han cogido? —susurró—. Ese Lazarides y sus criaturas, ¿han sacado la primera sangre?

—¡Dios, sí! —respondió Darcy—. No se me ocurre ninguna otra explicación.

Manolis lanzó una retahíla de tacos en griego, y luego dijo en inglés:

—Quédese donde está, que salgo de inmediato para allí.

—No —respondió Darcy—, encontrémonos en ese lugar donde cenamos la otra noche. ¡Cristo, necesito una copa!

—Muy bien —respondió Papastamos—. Dentro de quince minutos.

Darcy iba por el tercer metaxa cuando llegó Manolis.

—¿Va a emborracharse? —preguntó el griego—. Será peor.

—No —respondió Darcy—. Sólo necesitaba darme ánimos, eso es todo. ¿Y sabe qué me da vueltas todo el tiempo en la cabeza? Qué le diremos a Harry.

—No fue culpa suya —se compadeció Manolis—, y debe dejar de pensar en eso. Harry vuelve mañana, y dejaremos que él decida el curso a seguir. Entretanto, todos los policías de la isla están buscando a Lazarides, a su tripulación y a su barco. Y a Sandra, claro está. Di órdenes de que lo hicieran antes de venir aquí. Pero hay algo más; tendré toda la información que es posible obtener sobre este…, este cerdo vrykoulakas a primera hora de la mañana. No sólo de Atenas; también de América. Armstrong, la mano derecha de Lazarides, es americano.

Darcy miró a Manolis y dio gracias a Dios por haberles puesto en contacto con el policía griego.

Darcy no era un agente secreto, ni siquiera era policía. Había pertenecido a la Organización E durante varios años, no porque su talento les fuera indispensable, sino simplemente porque dicho talento existía, y todos los poderes extraños y esotéricos interesaban a la Organización. Pero Darcy no podía usar su talento como lo hacían los telépatas y localizadores, y, salvo en especiales circunstancias, era inútil. Darcy incluso tenía la impresión de que en algunas ocasiones su talento le había utilizado a él. Por cierto que le había ocasionado sufrimientos más de una vez; por ejemplo, en el asunto Bodescu, cuando le había salvado a expensas de otro agente PES. Y Darcy aún no se había perdonado aquello. Y ahora…, ahora esto. Darcy no sabía qué habría hecho si no estuviera Papastamos, que podía hacerse cargo de la situación y actuar físicamente.

—¿Qué cree que debemos hacer? —preguntó.

—No podemos hacer nada hasta que no sepamos dónde están Lazarides y la chica. Y entonces necesitaremos autorización para atacar a esa criatura. A menos que… Yo puedo decir que sospechaba que traficaban con droga, y proceder sin más. Pero lo mejor será esperar hasta mañana por la mañana, cuando recibamos la información que he pedido. Y puede que a Harry Keogh también se le ocurra algo. Pero por ahora —y el griego se encogió de hombros en un gesto de impotencia— no podemos hacer nada.

—Pero…

—Sin peros. Sólo podemos esperar. —Manolis se puso de pie—. Vamos a buscar sus cosas.

Fueron hasta la villa, y una vez allí Darcy advirtió que sentía un extraño rechazo a bajar del coche.

—¿Sabe que me siento sin fuerzas? Como si me hubieran apaleado —dijo—. Supongo que debe de ser por los nervios.

—Pues yo creo que se debe al Metaxa —respondió con ironía Manolis.

Pero cuando se acercaron a la puerta, Darcy repentinamente supo lo que le sucedía. Cogió al griego del brazo y susurró:

—¡Manolis, hay alguien en la casa!

—¿Qué dice? —Manolis le miró y miró luego la villa—. ¿Y cómo lo sabe?

—¡Lo sé porque no quiero entrar a la casa! Es mi ángel guardián en acción, mi talento. Alguien nos está esperando allí adentro, o, en todo caso, me está esperando a mí. Y yo tengo la culpa. Estaba tan perturbado cuando salí que dejé la puerta abierta.

—Y ahora está seguro de que allí hay alguien, ¿no? —la voz de Manolis era un tenue susurro mientras desenfundaba la pistola, le ponía un silenciador y la amartillaba.

—¡Dios mío, sí! —también Darcy susurró su respuesta—. ¡Estoy completamente seguro! Me siento como si alguien intentara darme la vuelta por la fuerza y me empujara para que saliera corriendo. Primero no quería salir del coche, y ahora, con cada paso que doy la sensación es más intensa. ¡Y créame, el que está adentro, sea quien sea, es letal!

—Entonces, ya es mío —dijo Manolis mostrándole la pistola a Darcy—. Porque ésta es también letal. —Extendió la mano y empujó apenas la puerta, que se abrió silenciosamente—. Sígame —le dijo a Darcy, y entró de costado, en posición de combate.

Todos los instintos de Darcy —cada fibra de su ser— le gritaban «¡Huye!»…, pero siguió a Manolis al interior de la casa. Esta vez no dejaría que le convirtieran en un cobarde. Tenía dos muertos en la conciencia, y eran demasiados. ¡Ya era hora de que le mostrara a esa maldita cosa quién mandaba!

Manolis encendió la luz.

El salón principal estaba vacío, e igual a como lo había dejado Darcy. Manolis miró a su compañero, hizo un gesto de interrogación, y formó con los labios la palabra «¿dónde?».

Darcy examinó el salón, las camas agrupadas en el centro, el tapiz en la pared, un par de decorativas lámparas de aceite sobre un anaquel; una maleta de Harry bajo la cama que no había utilizado. Y las puertas, cerradas, que daban a los dormitorios, que tampoco habían sido utilizados. Hasta ahora…

Darcy volvió a mirar luego la maleta de Harry, entrecerrando los ojos.

—¿Y bien? —volvió a formar con los labios Manolis.

Darcy le indicó con un gesto que callara, fue hacia las camas y movió la maleta de Harry hasta dejarla completamente a la vista. La abrió, cogió la ballesta, la cargó, y se puso de pie. Manolis hizo un gesto de aprobación.

Darcy se dirigió hacia las puertas del dormitorio y alargó la mano hasta tocar la primera. Lo único que le dijeron las yemas de sus temblorosos dedos fue que estaba mortalmente asustado. Ordenó a sus pies que le llevaran hasta la segunda puerta, e intentó alargar la mano. Pero no, su talento ya no le permitía hacer un solo movimiento más hacia adelante. Algo le gritó ¡NO! ¡POR EL AMOR DE DIOS, NO!

Se le puso la piel de gallina cuando se dio la vuelta para decirle a Manolis «¡aquí!», pero no llegó a pronunciar la palabra.

La puerta se abrió de un golpe, tirando a Darcy al suelo, y apareció Seth Armstrong. Su extraña naturaleza era evidente sólo con mirar su cuerpo simiesco, amenazador, estaba claro que era menos, o quizá más, que humano. En la débil luz de la habitación, su ojo izquierdo era amarillo, enorme, dilatado en la órbita, y un parche negro le tapaba el ojo derecho.

—¡Quédese donde está! ¡No se mueva! —gritó Manolis, pero Armstrong sonrió torvamente y se acercó con largos pasos.

—¡Dispare! —gritó Darcy—. ¡Por Dios, dispare!

Manolis no podía hacer otra cosa porque Armstrong estaba prácticamente encima de él, y había abierto la boca, exhibiendo unos colmillos y unas mandíbulas que el griego jamás hubiera podido imaginar. Manolis disparó dos veces, casi a quemarropa; el primer tiro dio en el hombro de Armstrong, e hizo que el americano se irguiera en toda su estatura; el segundo le dio en el vientre, e hizo que se encorvara, y retrocediera un paso. Pero eso fue todo. Después continuó su avance, cogió a Manolis del hombro y lo arrojó contra la pared. Y Manolis recordó dónde había experimentado una fuerza tan descomunal, pero este conocimiento ahora no le servía de nada. Su arma había volado por el aire, y Armstrong —con sus aterradores colmillos— se lanzaba de nuevo a por él.

—¡Eh, tú! —gritó Darcy—. ¡Jodido vampiro!

Armstrong, que tenía sujeto a Manolis, e iba acercando su horrible rostro al del griego, se volvió para mirar a Darcy. Y el inglés apuntó con la ballesta al corazón del vampiro y disparó.

Y consiguió su objetivo. Cuando el dardo penetró en el pecho del americano, la fuerza del proyectil le aplastó contra la pared y soltó a Manolis. Tosiendo y ahogándose, Armstrong intentó arrancarse el cuadrillo, pero no pudo. Estaba demasiado cerca de su corazón, el más vital de sus órganos. El corazón bombeaba su sangre de vampiro, que a su vez le proporcionaba su horrible fuerza. El vampiro se tambaleó hacia adelante y hacia atrás y escupió sangre. ¡Y su ojo izquierdo brillaba como una burbuja de sulfuro que hubieran arrojado sobre su cara!

Manolis estaba de nuevo en pie. Mientras Darcy intentaba desesperadamente volver a cargar la ballesta, el griego probó por segunda vez su suerte y tras apuntar cuidadosamente disparó cuatro tiros sobre el vampiro. Las balas tuvieron ahora más efecto que la vez anterior. Armstrong se estremeció espasmódicamente con cada una, y la última le lanzó contra la ventana, que se rompió bajo su peso. Armstrong cayó al jardín.

Darcy ya había cargado la ballesta y salió al jardín. Manolis le siguió. Armstrong yacía de espaldas entre los restos de la ventana, y agitaba los brazos e intentaba arrancarse el cuadrillo de dura madera que le atravesaba el pecho. ¡Pero vio a Darcy que se aproximaba y consiguió sentarse!

Darcy no quiso correr ningún riesgo; desde una distancia de poco más de un metro disparó un segundo dardo derecho al corazón del vampiro, y esta vez no sólo lo tendió plano contra el suelo sino que lo sujetó como un alfiler a una mariposa.

Manolis, boquiabierto, se acercó.

—¿Está…, está muerto? —preguntó.

—Mírelo —respondió Darcy, que aún respiraba agitadamente—, ¿le parece que hemos acabado con él? Puede que usted crea en los vampiros, Manolis, pero no les conoce tan bien como yo. ¡Todavía no está muerto!

Armstrong estaba quieto, pero sus dedos se estremecían, sus mandíbulas mordían el vacío y su ojo amarillo seguía todos los movimientos de los dos hombres. El parche que le cubría el otro ojo se había movido, mostrando una cuenca vacía, que parecía un negro agujero.

—¡Vigílelo! —dijo Darcy, y entró a la casa.

Un momento más tarde volvió con una enorme y afilada cuchilla de carnicero, que había sacado de la maleta de Harry.

Manolis vio el resplandor plateado de la hoja y preguntó, nervioso:

—¿Qué va a hacer?

—La estaca, la espada y el fuego —respondió Darcy.

—¿Decapitación?

—Y sin perder un instante. Su vampiro ya está cicatrizando sus heridas. Mire, ya no pierde sangre. En un hombre común, sus balas hubieran causado una hemorragia que le hubiera matado, y eso sin contar las heridas. Pero él ha recibido seis, y ni siquiera sangra. Tiene dos dardos en el cuerpo, uno que le atraviesa el corazón, y sus manos todavía funcionan. ¡Y también sus ojos, y sus oídos!

Estaba en lo cierto: Armstrong había oído su conversación, y su horrible ojo izquierdo había girado para mirar la cuchilla que empuñaba Darcy. Comenzó a gorgotear otra vez; su cuerpo vibraba contra el suelo, y el talón de su pie derecho martilleaba con movimientos mecánicos la tierra reseca del jardín.

Darcy se agachó junto al vampiro, y Armstrong intentó cogerlo con su espasmódica mano derecha. Pero no pudo alcanzarlo, pues sus miembros no funcionaban normalmente. Espuma, flema y sangre se amontonaban en la garganta del vampiro. Su mano derecha avanzó apenas hacia Darcy, como una araña, pero no pudo arrastrar con ella al brazo, demasiado pesado. Lo intentó una vez más, y luego, con un movimiento brusco, Armstrong cayó hacia atrás y permaneció inmóvil.

Darcy apretó los dientes, alzó la cuchilla y… la membrana al fondo de la cuenca vacía de Armstrong se inflamó y se abrió, y un dedo, de un gris azulado, serpenteó por la mejilla del vampiro.

—¡Jesús!

Darcy cayó hacia atrás, medio desvanecido, y Manolis ocupó su lugar. Disparó a la cara de Armstrong hasta que el dedo de pesadilla y el rostro del que había surgido no fueron más que una masa sanguinolenta. Y cuando vació el cargador de la pistola, Manolis cogió la cuchilla de entre los rígidos dedos de Darcy y decapitó a Armstrong.

Darcy se había dado la vuelta y vomitaba, pero entre arcada y arcada susurró:

—¡Ahora…, ahora tenemos que quemar… al maldito… bastardo!

También Manolis se hizo cargo de eso. Las lámparas de la villa no eran sólo de adorno. Contenían aceite, y también había una lata de combustible en la cocina. Cuando Darcy finalmente pudo controlar a su perturbado estómago, los restos de Armstrong ya estaban ardiendo. Manolis estaba junto a la hoguera, mirando, y Darcy lo cogió del brazo y lo llevó a una distancia prudente.

—Con los vampiros nunca se sabe —dijo, limpiándose la boca con un pañuelo—. Podríamos tener alguna otra sorpresa, además de ese espantoso dedo.

Pero no la hubo…

—Espero que no se hayan ido dejándole así —dijo Harry—. Sólo con combustible no puede haberse quemado del todo.

—Manolis tenía una bolsa para cadáveres —explicó Darcy—. Lo llevamos a una planta incineradora en la zona industrial de la ciudad. Dijimos que era un perro vagabundo que había entrado a morir en el jardín.

—Las altas temperaturas del incinerador deben de haber convertido sus huesos en ceniza —añadió Manolis.

—Así pues, hemos derramado la segunda sangre —gruñó Harry, pero con una ferocidad tan rara en él que los otros lo miraron sorprendidos; él notó sus miradas y dio vuelta a la cara, pero no sin que Darcy observara que sus ojos parecían más tristes que nunca. Y, claro está, él sabía por qué.

—Harry, con respecto a Sandra… —Darcy intentó explicárselo una vez más, pero Harry lo interrumpió.

—No fue por tu culpa —dijo—. En todo caso, la culpa es mía. Debería haberme ocupado personalmente de que ella quedara fuera de este asunto. Pero ahora no podemos pensar en Sandra. No debo hacerlo, o no podré pensar en nada más. Manolis, ¿llegó la información que estaba esperando?

—Sí, he recibido una gran cantidad de información —respondió el griego—. Todo lo que necesitábamos saber, salvo lo más importante.

Manolis conducía su coche, y Darcy y Harry ocupaban el asiento trasero. Se acercaban al centro de Rodas, en la ciudad nueva. Todavía no eran las seis de la tarde, pero ya se veían algunos turistas en trajes de etiqueta.

—Mírenlos —dijo Harry con tono helado—. Son felices; se ríen y se han vestido de fiesta; han disfrutado todo el día del cielo azul y del mar, y el mundo les parece espléndido. No saben que son hilos escarlatas en medio del azul. Y si alguien se lo dijera, no le creerían —y dirigiéndose a Manolis, con brusquedad—: Dígame todo lo que sepa.

—Lazarides es un arqueólogo de renombre —comenzó Manolis—. Se dio a conocer hace cuatro años, con varios hallazgos importantes en Creta, Lesbos y Skiros. Antes de eso…, no se sabe mucho de él. Pero tiene la nacionalidad griega, y la rumana. Esto es muy extraño, por no decir excepcional. Las autoridades de Atenas están investigando este aspecto, pero —y aquí Manolis se encogió de hombros— esto es Grecia, y todo lleva su tiempo. Y Lazarides tiene amigos en puestos importantes. Puede que haya comprado su nacionalidad. Si son ciertos los rumores que corren, le sobra dinero para hacerlo. ¿Rumores? ¡A montones! Se dice que se guarda (o vende a coleccionistas sin escrúpulos) la mitad de los tesoros que encuentra; y también que es (¿cómo lo dirían ustedes?) el rey Midas. Todo lo que toca se convierte en oro. No tiene más que mirar una isla para saber si allí hay algún tesoro escondido. Ahora mismo sus hombres están cavando en un antiguo castillo de los cruzados, en Halki.

—Sé a qué se debe todo eso, y más tarde se lo explicaré. Ahora siga —dijo Harry.

Manolis giró a la izquierda y dejó atrás una calle transitada para entrar en un callejón; otro giro a la izquierda y llegaron al pequeño aparcamiento detrás del hotel donde se alojaba.

—Hablaremos adentro —dijo el griego.

Manolis tenía dos grandes habitaciones; al parecer, el dueño del hotel le debía algunos favores a la policía local y Manolis se los estaba cobrando. Mientras hablaba, sirvió bebidas frías con muy poco alcohol. A pesar de ser griego y estar acostumbrado al clima, Manolis estaba sudando copiosamente. Darcy lo comentó, y Manolis se encogió de hombros.

—He cometido un delito —explicó—. Soy un asesino, y me preocupa…

—¿Por matar a Armstrong? —intervino Harry—. ¡En su vida había hecho un servicio tan grande a la humanidad!

—Sí, pero le he asesinado; además, estoy ocultando que lo hice, y me preocupa.

—¡Olvídelo! —insistió Harry—. Quizá deba matar a otros, y antes de lo que se imagina. Y ahora, cuénteme más cosas de Lazarides.

—Está comprando una isla. Bueno, una roca en realidad, en el Dodecaneso, cerca de Sirna. ¡Asombroso! No es más que un saliente rocoso que emerge del mar y tiene una pequeña playa. Pero piensa construir allí una casa, en la roca. En otros tiempos hubo allí un faro, una torre de los cruzados. Qué hará allí Lazarides, sólo él lo sabe. No hay agua; deberán llevar todo por barco. ¡Estará muy solo en su isla!

—Será una madriguera, o lo más parecido a ella. Lazarides aún quiere ser wamphyri.

—¿Qué dice?

—No tiene importancia. Continúe, por favor.

—Tiene un pequeño avión, un Skyvan, en Karpathos. Allí hay una pista de aterrizaje. Utiliza el avión para sus viajes a Atenas, a Creta, a todas partes. Puede que incluso a Rumania. Eso significa que en ocasiones su barco está cerca de Karpathos. No se preocupe, uno de mis hombres ya se ocupa de eso. Todos los días los turistas vuelan de Rodas a Karpathos. Ellos también lo hacen en un Skyvan. El piloto buscará el barco de Lazarides. Espero su llamada en cualquier momento.

—¿Algo más? —Harry aún parecía muy distante y pálido; como si el sol nunca le hubiera tocado.

—En cuanto a Armstrong —continuó informando Manolis—, hace cinco años y medio, él y algunos amigos americanos emprendieron un viaje a Europa…; eso es todo lo que sé con respecto a su destino, algún país europeo. Hubo un accidente, una caída en las montañas, o algo por el estilo, y algunos miembros del grupo murieron. Armstrong sobrevivió pero no regresó a América sino que acabó en Grecia, y solicitó la ciudadanía griega. Y poco tiempo después ya estaba trabajando para Lazarides.

—¿Eso es todo? —preguntó Harry, cuyo rostro extrañamente inexpresivo no había cambiado en toda la conversación.

—Sí, eso es todo —respondió Manolis—. ¡Ah, sí, algo más! Tengo autorización para perseguir a ese maldito vrykoulakas hasta el infierno, ¡si es que puedo encontrarle!

Darcy hizo un gesto de asentimiento.

—Anoche casi no dormimos —observó—. Manolis pasó horas llamando a Atenas. Hemos insistido en que se trata de un asunto de drogas, de manera que ahora podemos utilizar a la policía, si es necesario, para detener a Lazarides y a sus hombres, y registrar sus propiedades.

—Si podemos encontrarlos —dijo Harry.

—Bueno, podemos encontrar a dos o tres de sus hombres, eso es seguro —dijo el griego—. En Halki, donde están excavando en las ruinas.

—Muy bien —asintió Harry—. Ese puede ser el comienzo. También me gustaría ver ese islote rocoso en el Dodecaneso. Ahora les diré lo que yo he descubierto, y verán cómo todas las piezas encajan. Pero les advierto que se trata de una historia increíble.

Les contó todo, y le escucharon fascinados hasta el final.

—He recuperado el lenguaje de los muertos —terminó Harry—, lo que puede ser considerado un paso hacia adelante.

—Usted es un tipo muy frío —dijo Manolis—, ya lo pensé cuando le vi por primera vez. Habla tan tranquilamente de pasos adelante, mientras Sandra, su amante…

—Manolis —le interrumpió Harry—, ningún hombre ha perdido tanto como yo. No, no me estoy haciendo el mártir, simplemente dejo constancia de un hecho. Comenzó cuando yo era un niño, y aún no ha acabado. He perdido a todos los que he amado. Hasta he perdido a mi hijo en otro mundo, y por otro credo. ¡El maldito credo del vampirismo! Pero cuanto más pierde, más se endurece uno. Pregúntele a cualquier jugador. No juegan para ganar sino para perder. Antes jugaban para ganar, pero ahora, cuando ganan, regresan de inmediato a la mesa de juego…

—Ya está bien, Harry —le cortó Darcy, cogiéndolo del brazo.

—Déjame terminar —dijo Harry, librándose con una sacudida. Y luego, dirigiéndose a Manolis—: Yo también solía jugar para ganar, pero es un juego infernal en el que los dados están siempre cargados, y contra ti. ¿Quiere que llore por Sandra? Tal vez lo haré más tarde. ¿Quiere que me desmorone, para que puedan advertir que soy un buen tipo? ¿Pero de qué servirá que el dolor me aplaste? Yo amaba a Sandra, sí, creo que la amaba. Pero ya es demasiado tarde para hacer nada. Ella es una más en mi lista de pérdidas. Sólo viendo las cosas de esa manera puedo seguir adelante. Y ahora quizá comience a ganar de nuevo. Quizá todos nosotros comencemos a ganar. No Sandra, porque está muerta. O sería mejor que lo estuviera, si aún no lo está. Yo ahora conozco a este Janos Ferenczy, y sé de qué estoy hablando. Usted dice que soy frío, pero no sabe que estoy ardiendo por dentro. Y voy a pedirle un favor: deje de preocuparse sobre cómo ve las cosas, deje de preocuparse por Sandra. Es demasiado tarde. Ésta es una guerra, y ella fue una de las víctimas. ¡Ahora tenemos que comenzar a devolver los golpes!

Manolis se quedó callado durante unos instantes muy largos.

—Amigo mío —dijo por fin, en voz baja—, usted lleva un peso muy grande sobre los hombros, y yo me he comportado como un tonto. Nunca sabré lo que se siente cuando se es como usted. No es un hombre común, y yo no tenía derecho a hablarle como lo hice, o a pensar lo que he pensado.

Harry permaneció sentado muy quieto, mirando al griego, y éste vio cómo los ojos del necroscopio se llenaban lentamente de lágrimas. Antes de que éstas pudieran caer, Harry se levantó bruscamente y se dirigió con paso inseguro al lavabo…

Más tarde:

—Hay algo que me provoca verdadero odio —dijo Harry—, y es que se está riendo de nosotros (de todos nosotros en tanto que seres humanos), y probablemente de mí en particular. Es su ego de vampiro. Se hace llamar Lazarides, como el Lázaro de la Biblia, al que Cristo resucitó de entre los muertos. Si se es cristiano, eso ya es una blasfemia. Pero él va aún más allá, ¡y le ha puesto a su barco el mismo nombre! Nos desafía a que le descubramos, grita: «¡Mirad, ya estoy de vuelta!». Ha roto la primera ley de los vampiros, y se ha hecho notar en más de un sentido. Y yo pienso que lo hace deliberadamente.

—Pero ¿por qué? —preguntó Darcy.

—Puede permitírselo —respondió Harry— porque la gente ya no cree en vampiros. No, no hablo de nosotros, sino del pueblo en general. En estos tiempos, un vampiro puede permitirse ser prominente porque hasta cierto punto está a salvo de las masas. Pero también lo hace porque sabe que hay personas que aún creen (y es en ellas en quienes está interesado, en la gente peligrosa, tú, yo, los agentes de la Organización E), que se apresurarán a combatirle.

—¿Quieres decir que él… desea una confrontación?

—Sí, claro que sí, porque ha visto el futuro. Él hacía muy bien eso, y así fue como desbarató todos los planes de Faethor. Sabe que tarde o temprano nos enfrentaremos, y está conduciendo los acontecimientos para tener todas las ventajas. Utilizará mis propios recursos contra mí, y contra cualquiera que esté conmigo. Tiene a Ken Layard, y puede localizarnos cuando y como quiera. Ha herido a Trevor Jordan de tal manera que no nos es de ninguna utilidad, y se ha llevado a Sandra no por deseo o hambre sino para conocerme mejor, porque por medio de ella no sólo conoce mis virtudes, sino también mis debilidades. Anoche envió a su vasallo Armstrong para probarte, Darcy, y probablemente para destruirte, y acabar así con uno de mis últimos sostenes.

—Pero si él puede ver el futuro, ¿no sabía que íbamos a acabar con Armstrong? —Manolis utilizó su lógica de policía—. Y en ese caso, ¿por qué sacrificarlo de esa manera?

—Como ya he dicho, era una prueba —respondió Harry—. Él no lo ve como un sacrificio. Los vampiros no tienen amigos, sólo siervos. Y, de todos modos, Armstrong sólo era uno de los jugadores de Janos. Tiene muchos más. Ken Layard, por ejemplo, que puede hacer todo lo que hacía Armstrong, y más. Pero comprendo su pregunta: ¿por qué provocar una escaramuza que no se puede ganar? ¿No era eso lo que preguntaba?

—Sí, exactamente.

—El futuro no es así —dijo—. No se lo puede leer tan fácilmente, sin riesgos, y no hay manera de evitarlo. Y hay que recordar siempre que nada es cierto hasta que ha sucedido. Había un hombre, un ruso dotado de poderes extrasensoriales llamado Igor Vlady. Me encontré con él en una ocasión en el continuo de Möbius. En vida había sido un pronosticador, leía el futuro. Y continuó haciéndolo después de muerto, hasta llegar a ser un experto en el pasado y en el futuro. Así como el espacio era un libro abierto para Möbius, el tiempo era el patio de juegos de Vlady. Era incorpóreo y navegaba para siempre en la corriente del tiempo. Vlady me contó que en vida consideraba siempre inviolable su propio futuro. Jamás lo leía, pues pensaba que hacerlo era tentar al destino. No quería conocer cuándo ni cómo le llegaría la muerte, porque sabía que a medida que se aproximara el momento se obsesionaría con ello. Pero un día, en un instante de miedo e incertidumbre, rompió la ley que se había impuesto y predijo su propia muerte. Pensó que sabía de dónde vendría, y huyó para evitarla. Pero estaba equivocado, y en vez de huir fue a su encuentro. Era como un hombre que está cruzando las vías del tren y salta para evitar un tren que se aproxima… y cae bajo las ruedas de otro.

—¿Quieres decir que Janos no puede fiarse de lo que lee en el futuro? —preguntó Darcy.

—Puede, pero sólo hasta cierto punto. Sólo ve un esquema general de las cosas, no los detalles. Y sabe que no puede evitar nada de lo que ve. Por ejemplo, sabía que Faethor iba a acabar con él, pero vio más allá de aquello. No podía detener a Faethor, y no intentó hacerlo, porque lo inevitable es por definición aquello a lo que no podemos escapar, pero sí podía asegurarse de que regresaría.

Manolis había escuchado todo esto atentamente, pero ahora comenzó a sentirse abatido. Y preguntó:

—Pero ¿cómo puede pensar que va a vencer a esa criatura? ¡A mí me parece… invencible!

En el rostro de Harry apareció una extraña y torva sonrisa.

—¿Invencible? No, no estoy convencido de que lo sea, pero sí estoy seguro de que quiere que así lo creamos. Formúlese esta pregunta: si es invencible, ¿por qué se preocupa por nosotros? ¿Y por qué está tan preocupado por mí? No, Igor Vlady tenía razón. El futuro nunca es seguro, y sólo el tiempo puede decirlo. Además, ¿qué importa? Si yo no voy a buscarle, él vendrá por mí. Sí, el enfrentamiento es inevitable. Y por ahora, es Janos quien tira de las cuerdas. Pero esperemos que se pase de listo con sus manipulaciones, y cometa el mismo error que Igor Vlady… y salte frente a otro tren.

A las veinte horas cinco minutos, Manolis recibió la llamada que esperaba del piloto del avión que cubría la ruta entre Rodas y Karpathos. Al parecer, el avión de Jianni Lazarides, pilotado por uno de sus empleados, había despegado a las tres de la mañana de la pista de Karpathos con destino desconocido. A bordo se encontraban Lazarides, acompañado por un hombre y una mujer cuyas señas coincidían con las de Sandra y de Ken Layard.

Harry se esperaba algo así y no se sintió especialmente conmovido, pero sí desconcertado.

—¿Qué quiere decir destino desconocido? ¿No tiene que pedir autorización el piloto, dar a conocer su ruta, o pasar la aduana?

Manolis hizo un gesto irónico.

—¡Ya le he dicho que estamos en Grecia! Y Karpathos es una isla muy pequeña. El aeropuerto es… ¡un cobertizo! Existe desde hace sólo uno o dos años, y eso gracias a los turistas. Pero ¿dijo usted aduana? Alguien pondrá un sello en su pasaporte si usted es un extranjero que entra al país, pero no si es un ciudadano griego que se va. Y a las tres de la mañana…, ¡vaya, si lo que me asombra es que alguien recordara con tanta precisión la hora!

—¡Ahora sí que la hemos liado! —exclamó Darcy—. Puede haber ido a cualquier parte.

—No, yo puedo encontrarlo —respondió Harry—. El problema es que tal vez no sea tan fácil para mí dirigirme al mismo lugar. Ya resolveremos eso cuando llegue el momento. Entretanto, tengo que hablar con Armstrong.

Manolis y Darcy se quedaron atónitos… pero sólo por un instante. Darcy fue el primero en recuperarse porque ya había visto antes al necroscopio en acción.

—¿Quieres que te llevemos junto a él?

—Sí, ahora mismo. No porque el tiempo tenga ahora mucha importancia. Las ruedas ya se han puesto en movimiento, y, a su debido tiempo, todo llegará. Pero si me quedo sentado retorciéndome las manos…, creo que me volveré loco.

—¿Quiere decir que va a hablar con un muerto? —intervino Manolis.

—Sí —asintió Harry—. En el incinerador. Allí es donde está, y estará para siempre.

—¿Y él… hablará con usted?

—A los muertos no les molesta hablar conmigo —respondió Harry—. Armstrong no es el vasallo de Janos, e incluso puede que desee vengarse de él. Y más tarde, por la noche, debo intentar comunicarme con otro muerto.

—¿Möbius? —preguntó Darcy.

—El mismo —asintió Harry—. Un vampiro manipuló mi mente y me quitó el lenguaje de los muertos, y tuvo que ser otro vampiro quien deshiciera el entuerto. Pero el que causó el daño era también un gran matemático: mi hijo, que heredó de mí sus dones. Y mientras estaba en mi mente, cerró también algunas puertas, de manera que ahora soy un analfabeto en matemáticas. Bien, si Faethor pudo devolverme el lenguaje de los muertos, puede que Möbius pueda restaurar mi otro talento. Y entonces, Janos tendrá un contrincante digno de él…

El incinerador todavía funcionaba. Un joven trabajador griego arrojaba trozos de leña en las rojas fauces de la rugiente bestia, y arriba, una alta chimenea escupía humo negro y chispas. Darcy y Manolis se quedaron a un lado, mirando trabajar al obrero, y Harry se sentó en un cajón, un poco apartado, mirando al vacío. Su mente, no obstante, estaba muy activa, y su talento de necroscopio le decía que el espíritu de Seth Armstrong se encontraba allí. Sí, podía oír sus gemidos.

Armstrong —dijo Harry con tono suave—, ya estás libre de todo eso. ¿Por qué tanto pesar?

Los gemidos cesaron.

¿Harry Keogh? —dijo Armstrong, asombrado e incrédulo—. ¿Hablarás conmigo?

He hablado con muchos peores que tú, Seth —respondió Harry—. Además, sospecho que no eres más que una víctima, como tantos otros. Y no creo que pudieras evitar convertirte en lo que eras.

¡No pude, no, claro que no pude! —respondió Armstrong con evidente alivio—. Durante cinco largos años fui sólo… una mosca en su tela. Él era mi amo, y yo su vasallo; nada de lo que hice fue por mi propia voluntad.

Lo sé —le respondió Harry—, pero a ellos les gusta fingir que es así. Supongo que aun sabiendo que es una mentira, salvan así su conciencia: fingiendo que eres suyo por tu propia voluntad.

¿Conciencia? —dijo con amargura Armstrong—. No me hagas reír, Harry. Las criaturas como Janos Ferenczy nunca padecieron remordimientos de conciencia.

¿Te alegras entonces de haberte librado de él? ¿Por qué entonces tus gemidos? Ahora perteneces a la multitud de los muertos. Y eso, como muchos me lo han dicho, no es tan malo como parece.

¿Pero de verdad piensas que los muertos querrán tener algo que ver conmigo? —preguntó Armstrong.

Harry pensó durante un instante.

Sí, al menos dos que yo conozco —dijo luego—, y probablemente más. ¿Y tus padres, Seth?

Están muertos desde hace tiempo. Pero… ¿tú crees que…?

Creo que sería una buena idea que cuando te hayas recuperado intentes comunicarte con ellos —respondió Harry—. En cuanto a la gran mayoría, quién sabe. Tal vez no te tratarán tan mal como tú crees. Yo podría hablarles bien de ti.

¿Y lo harás?

¿Por qué no les preguntas sobre mí a los muertos cuando llegue el momento? —dijo Harry—. Ya verás, te dirán que no soy una mala persona. Pero hasta entonces, me gustaría pedirte un favor.

Nadie da nada por nada, ¿verdad? Ni siquiera aquí —dijo con amargura Armstrong.

No, Seth, te equivocas —le respondió Harry—. Si lo deseas, puedes decirme que no, eso no cambiará en nada las cosas, y yo les hablaré a los muertos en tu favor. Estás muerto, y convertido en cenizas, y como todos ellos saben, para ti ya no puede haber más castigo.

¿Qué quieres saber? —preguntó Armstrong.

Janos se ha marchado de Rodas, probablemente fuera de las islas. Se ha llevado a una mujer con él —supongo que tú dirías que es mi mujer—. Quiero saber dónde está.

Ella es el cebo en su trampa, supongo que tú lo sabes.

Claro que lo sé, pero de todos modos iría tras él.

Entonces ve a Rumania.

Harry se quejó por lo bajo. Aquél era el peor escenario posible.

Ya he estado en Rumania —dijo—. No creo que pueda entrar con tanta facilidad por segunda vez.

De todos modos, Janos está allí. En su castillo en las montañas cercanas a Halmagiu. Dijo que tú eras su único enemigo vivo, y el más grande que jamás tuvo. Y que cuando os enfrentarais, quería que fuera en sus propios términos y en su territorio. Él leyó el futuro de esa manera, y es así como jugará sus cartas. Pero, Harry…, confío en que no amarás a esa joven.

¡No hables de eso! —Harry apretó los clientes, hizo un gesto negativo con la cabeza, rechazó las horribles imágenes que las palabras de Armstrong habían conjurado. Eran reacciones instintivas a algo que él esperaba no fuera mencionado—. No quiero que me digas nada de eso.

Armstrong se quedó callado, pero el necroscopio pudo percibir su comprensión e incluso… remordimiento. Y de repente, Harry lo supo. Ya lo había sospechado, pero había intentado no pensar en ello. Hasta ahora.

Se la llevaste tú, ¿verdad?

Armstrong comenzó a gemir de nuevo.

Eso lo cambia todo, ¿no es así? —dijo. Y era una mera descripción de los hechos, no una pregunta—. Sí, yo me introduje en la mente de Sandra y la conduje hasta él.

Harry no se puso furioso ni maldijo. Sólo se puso en pie y se alejó con la cabeza baja. Darcy y Manolis le siguieron, y después de mirarlo y mirarse entre ellos, no hicieron ninguna pregunta. A sus espaldas el incinerador rugía y chisporroteaba, y un hombre lloraba desesperado, pero nadie más que Harry Keogh podía oírle. Y a pesar de sus promesas, Harry no hizo nada por él…

Más tarde, de regreso en el hotel donde Harry había pedido una habitación individual, el necroscopio intentó comunicarse con Möbius. Utilizó sus poderes para comunicarse con un lugar que conocía muy bien: el cementerio de Leipzig donde estaban enterrados desde hacía ciento veinte años los restos mortales de August Ferdinand Möbius, y desde donde la mente del astrónomo y matemático se había lanzado a explorar el universo.

¡Profesor! —llamó Harry, con su habitual respeto—. ¡August, soy yo, Harry Keogh! Sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos comunicamos, pero confío en que podré hablar con usted otra vez.

Esperó, pero no hubo respuesta, sólo un doloroso vacío. Las cosas sucedían tal como él había esperado: el hombre que le había enseñado a utilizar y aventurarse en una quinta dimensión enteramente conjetural estaba ahora allí, investigando en el continuo de Möbius. Harry no podía saber durante cuánto tiempo había estado ausente, y ni siquiera sospechaba cuándo podría estar de vuelta. Si es que volvía.

Pero Möbius era la única esperanza de Harry, si éste quería combatir a Janos con fuerzas equiparables a las del vampiro. Así que siguió intentándolo durante dos horas hasta que Darcy llamó a la puerta.

—¿Lo has conseguido? —preguntó cuando el necroscopio le abrió.

Harry negó con la cabeza, y luego añadió:

—Tengo hambre —algo sorprendente teniendo en cuenta las circunstancias.

Los tres comieron en una taberna que recomendó Manolis, y, mientras lo hacían, Harry explicó una posible línea de acción.

—Manolis —dijo—, necesito ir a Budapest, en Hungría, y de allí a Halmagiu, al otro lado de la frontera. Son unos doscientos cuarenta kilómetros. Una vez allí, puedo viajar en coche o por tren. Seré un turista, claro está. No sé muy bien cómo pasaré la frontera rumana. Ya veré cuando llegue allí. ¿Cuánto tiempo llevará conseguirme los documentos necesarios?

—No necesita nada más. Su pasaporte inglés dice que es un escritor; tiene el sello de entrada a Grecia, y evidentemente usted es un auténtico turista, o tal vez un escritor buscando material para su próximo libro. Puede volar a Budapest vía Atenas mañana mismo, si lo desea. No habrá ninguna dificultad.

—¿Así de sencillo?

—Hungría no es Rumania. Las restricciones son menos severas. ¡Si todos los días escapan rumanos a Hungría! ¿Cuándo viajará?

—Dentro de tres o cuatro días —respondió Harry—. Tan pronto como termine aquí. Como ya he dicho antes, con Janos el tiempo no es lo fundamental. Creo que se quedará esperándome en su refugio de las montañas de Transilvania. Él sabe que tarde o temprano iré a buscarle.

Manolis le miró y luego miró hacia otro lado.

—No sé cómo puede decir que el tiempo no apremia —murmuró.

—Está bien —respondió de inmediato Harry con un tono de voz áspero muy raro en él—, sé en qué está pensando. Mire, intentaré explicárselo con la mayor claridad posible. Y luego, por el amor de Dios y mi propia tranquilidad, no hablemos más del tema. Caben dos posibilidades: que Janos haya vampirizado a Sandra, o que no lo haya hecho. Si no lo ha hecho, ella es el as que él guarda en la manga por si yo hago algo inesperado, en cuyo caso Janos utilizará a Sandra para negociar. Pero eso es lo que yo espero que haya sucedido, y no lo que en verdad creo que aconteció. Y si la ha convertido en un vampiro, haré todo, absolutamente todo lo que pueda para matarla. Por el bien de Sandra. Pero si ahora me preocupo sólo por ella, es evidente que no podré pensar como se debe. Ya sé que piensa que soy un tipo frío, Manolis, ¿pero ha comprendido cómo son las cosas?

—No, no creo que sea frío, sino muy fuerte. Pero a veces necesito que me lo recuerden. Ya ve, algunos no somos tan fuertes.

Harry suspiró e hizo un gesto de asentimiento.

—Creo que usted lo hará muy bien —dijo, y alzó el vaso de vino tinto.

—De modo que dentro de tres o cuatro días te vas a Hungría —dijo Darcy—. ¿Y entretanto? Creo que piensas que ya es hora de que nos encarguemos de los empleados de Janos, ¿verdad?

—Sí, eso es exactamente lo que pienso —respondió Harry—. Janos tiene hombres, o vampiros, en las excavaciones de Halki. Es posible que haya algunos más en la isla, y también está la tripulación de su barco. Son bastantes, y no sabemos su grado de peligrosidad. Quiero decir, si todos son vampiros, todos son peligrosos, pero hay vampiros y vampiros. ¡Janos es de los peores! Comparados con él, los demás no serán tan difíciles de combatir. En todo caso, no más difíciles que Armstrong.

—¡Jesús! —exclamó Manolis—. ¿Acaso piensa que el americano no era muy peligroso?

—Claro que lo era —respondió Harry—, sólo estaba pensando en voz alta, y recordaba algunas de las criaturas que vi en Starside. Pero aquí y ahora…, Manolis, ya ha visto lo efectiva que es una ballesta con dardos de madera dura. ¿Hay en Rodas armas de ese tipo?

—¿Ballestas? No creo. Lo más parecido serían arpones submarinos.

Harry comenzó a hacer un gesto negativo, pero luego miró a Manolis con expresión pensativa.

—¿Con proyectiles de acero? —preguntó.

—Sí, con arpones de acero —asintió Manolis, y se preguntó qué estaría pensando Harry.

El necroscopio no le mantuvo mucho tiempo en suspenso.

—¿Hay alguna fábrica o industria donde puedan dar un baño de plata a unos cuantos arpones?

—¡Claro que sí! —respondió Manolis.

—Muy bien, comprémonos entonces dos o tres arpones submarinos de gran precisión y rendimiento. ¿Puede ocuparse de esto, Manolis?

—Es lo primero que haré mañana. Yo practico pesca submarina y conozco esas armas. El mejor modelo es el llamado Champion, hecho en Italia, con gomas simples o dobles. Si utilizamos un dardo con una aleta de metal que se abre cuando ha dado en el blanco…, será tan efectivo como una ballesta.

—¿Y qué son las gomas? —preguntó Darcy, que nunca había practicado deportes acuáticos.

—Esas armas utilizan propulsores de goma. Y son realmente mortíferas. No se cargan rápido, sin embargo, y necesitaremos propulsores de goma muy fuertes. Manolis, será mejor que compre media docena de arpones. Y ha llegado el momento, Darcy, de que solicites ayuda extra. No creo que sea muy difícil encontrar en Londres tres o cuatro voluntarios que quieran venir a trabajar con nosotros.

—¿De la Organización E? —respondió Darcy—. ¡Si están esperando que les llame! Traeré a los mismos que trabajaron en el caso Bodescu. Me ocuparé de eso cuando salgamos de aquí.

—Muy bien —aprobó Harry—, pero sería una buena idea comenzar antes de que lleguen los hombres de Londres. Creo que nuestro primer objetivo debe ser Halki. Sabemos que allí sólo hay un par de criaturas de Janos. Y ni siquiera sabemos si son «criaturas». Quizá sean hombres comunes y corrientes, ingenuos asalariados que no saben para quién trabajan. Bueno, sólo tengo que verlos para saber qué son. Manolis, ¿cuánto tiempo llevará que le den un baño de plata a los arpones?

—Podemos tenerlos para mañana por la noche.

—¿Y en cuánto tiempo podemos llegar a Halki?

—En una lancha rápida, dos horas, dos horas y media como máximo. Está a pocos kilómetros de la isla de Rodas, pero a unos cien kilómetros, yendo por la costa, de la ciudad de Rodas, donde estamos ahora. Halki es un islote pequeño, poco más que una gran roca en el mar. Hay un caserío con un par de tabernas, una carretera corta, algunas montañas y un castillo de los cruzados.

—Mañana es miércoles —dijo Harry—. Si consigue una embarcación y un hombre que la conduzca para el jueves por la mañana, podemos estar allí antes de mediodía. Entretanto, ¿hay alguna posibilidad de que podamos echar un vistazo a esa madriguera de piedra que Janos está construyendo en el Dodecaneso?

—Nos llevaría casi todo el día —dijo Manolis—. Yo sugiero que vayamos a Halki el jueves por la mañana y que antes vayamos directamente a ver Karpathos y la bahía cercana al aeropuerto donde está anclado el Lazarus. Dicho sea de paso, tanto Halki como Karpathos están situados en lo que antes era conocido como el mar Carpacio. Como ven, a ese vampiro le gustara sentirse en casa.

Harry asintió con un gesto.

—Supongo que es una coincidencia —dijo—. Extraña, pero coincidencia al fin. Pero estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho. Además, el jueves por la noche ya habrán llegado los refuerzos de la Organización E. El viernes será un buen día para darle una ojeada a la moderna madriguera de Janos.

El bistec de Harry, grande y poco cocido, ya debía de estar frío. Él no había tocado su comida, y sus compañeros hacía tiempo que habían terminado de comer. Harry, tras encogerse de hombros, comenzó a comer. Hacía mucho tiempo que no comía la carne tan poco hecha, casi sanguinolenta. De hecho, ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez. Y el vino tinto también era muy bueno. Y el necroscopio pensó con ironía: «Si no puedes vencerlos, únete a ellos».

Manolis quizá tenía razón, y después de todo era un tipo frío…

En el hotel les esperaba un mensaje: una de las monjas del asilo había solicitado que el inspector Papastamos la llamase por teléfono. Manolis lo hizo inmediatamente. Hablaba en su rápido y restallante griego, con largas pausas en medio de cada frase, y Harry y Darcy vieron que su cara pasaba sucesivamente por varias expresiones: inquisitiva y escéptica primero, asombrada luego, incrédula de inmediato, y feliz a continuación. Y entonces les tradujo la conversación.

—¡Trevor Jordan ha experimentado una gran mejoría! —exclamó con una sonrisa radiante—. Está consciente y habla con normalidad. Le dieron de comer, y luego le inyectaron un sedante para que pasara mejor la noche. Pero antes de dormirse dijo que quería verle, Harry. Me dicen que puede visitarlo a primera hora de la mañana.

Darcy y Harry se miraron.

—¿Qué piensas de eso? —le preguntó finalmente Darcy al necroscopio.

Harry, perplejo, no contestó durante un instante. Frunció el entrecejo y se rascó la barbilla.

—Podría ser que la distancia le hubiera puesto fuera del alcance de Janos. Yo creía que su condición era permanente (que habían alterado algo en su mente, como lo hicieron con la mía), pero quizá Janos no conoce esos trucos. Puede que no sea tan bueno, después de todo. En fin, ¿qué importa eso? Se deba a lo que se deba, me parece una muy buena noticia. Tendremos que esperar a mañana para descubrir lo que ha sucedido…