Los amigos de Harry, y otros
Un sonido metálico que se oía a lo lejos distrajo momentáneamente a Harry de la historia del extinto vampiro. Se disculpó ante su interlocutor, y recorrió con la vista los terrenos baldíos, cuya monotonía sólo era rota por unas casas medio demolidas. Ni siquiera el sol, que entibiaba la espalda de Harry y comenzaba a evaporar el agua de los charcos, conseguía hacer menos sombrío el paisaje: un puñado de dinosaurios de metal avanzaban en el horizonte, extrañas siluetas medio veladas por nubes de polvo y el humo azul de los tubos de escape. Era poco probable que las aplanadoras llegaran hasta donde se encontraba Harry, pero su visión hizo que recordara la hora. Debían de ser cerca de las nueve; tenía que regresar a Bucarest; el vuelo de regreso a Atenas salía a las doce y cuarenta y cinco.
¿Harry? —llamó Faethor, su voz débil como un suspiro—. Puedo sentir el sol sobre la tierra, y me debilita. ¿Continúo, o lo dejamos para otra ocasión?
Harry reflexionó durante un instante. Había aprendido mucho sobre Janos, un vampiro con enormes poderes mentales. Pero, de acuerdo con Faethor, su hijo no era un vampiro en el verdadero sentido de la palabra, o al menos no lo era hacía ochocientos años. Teniendo esto en cuenta, esta conversación no era sólo una oportunidad para aprender más acerca de Janos, sino también sobre los vampiros en general. Harry no ignoraba que ya era una autoridad en la materia, pero pensaba que, sobre criaturas como ésas, todo conocimiento era poco.
Tienes razón —dijo Faethor—. Muy bien, continuaré. Y seré tan breve como pueda…
Mis cíngaros encontraron al perro de mi hijo temblando en una cueva de los riscos. Fui hasta allí y le llamé. Él se acercó a la entrada, que se abría a un saliente en la roca bajo la cual se abría el precipicio.
Janos, a pesar de su juventud, era corpulento y muy fuerte. Tan corpulento como Thibor cuando joven, o como yo. Tenía miedo pero no era cobarde. Había cortado una rama y la había pulido y afilado hasta hacer una estaca.
—No te acerques, padre —me advirtió—, o la clavaré en tu corazón de vampiro.
—¡Ah, hijo mío —le dije sin ninguna animosidad—, ya lo has hecho! ¡Creía que me querías! Estaba seguro de ello. Y también de que amabas a tu madre…, aunque no sabía cuál era la naturaleza de tu amor. Pero ¿qué sé de ti, en verdad, excepto que eres mi hijo? Ahora me doy cuenta de que te conozco muy, muy poco. —Y me adelanté un paso hacia la entrada de la cueva.
—Sabes una cosa, que te mataré si intentas castigarme —respondió mientras retrocedía.
—¿Castigarte, yo? —Me encorvé, y moví la cabeza en un gesto de tristeza—. No, sólo quiero una explicación. Eres carne de mi carne, Janos. ¿Cómo podría castigar a mi propio hijo, ahora que soy probablemente una de las criaturas más solitarias de la Tierra? Estaba furioso, sí, ¿pero te resulta tan difícil comprender mis sentimientos? ¿Y a qué me condujo la ira? Tu madre está muerta, y ambos, que la amábamos tanto, la hemos perdido. Y ahora ya no hay ira en mí.
—Entonces, ¿no…, no me odias? —preguntó.
—¿Odiarte? ¿A ti, mi propio hijo? —hice un gesto negativo con la cabeza—. No, pero no entiendo. Quiero comprenderte, Janos. Explícame por qué lo has hecho, y puede que así te conozca mejor. —Y me metí un poco más en la cueva.
Él continuó retrocediendo, pero no dejó de amenazarme con su arma. Y como si se hubiera roto un dique, las palabras fluyeron de su boca.
—¡Cómo te he odiado! —dijo—. Porque eras cruel conmigo, frío, indiferente las más de las veces y siempre…, siempre distinto de mí. Yo era como tú, y sin embargo no lo era. Y lo que más deseaba era ser enteramente igual a ti, pero no podía. He contemplado a menudo cómo te transformabas en una lámina de carne que se alzaba en el aire; pero cuando intentaba hacer lo mismo, yo siempre caía. Quería infundir miedo en el corazón de los hombres, como tú, con una mirada, una palabra, un pensamiento, pero yo no era un vampiro y sabía que, si lo intentaba, ellos me matarían como a un enemigo cualquiera. Y entonces tuve que hacerme amigo de quienes despreciaba, introducirme en sus mentes, hacer que me amaran para conseguir su obediencia. Me veía parecido a ti, pero nunca podría ser tú, y por eso te he odiado.
—¿Tú deseabas ser yo? —repetí.
—¡Sí, porque tienes el poder!
—Pero tú tienes tus propios poderes —le respondí—. ¡Grandes, fantásticos poderes! Y debes agradecérmelos. Pero me los has ocultado todos estos años.
—No los he ocultado —dijo con sorna—. Por el contrario, te los he demostrado. Los utilicé para mantenerte fuera de mi mente y de mi voluntad. Y permanecieron secretos incluso cuando estaban plenamente desarrollados. Tú pensabas que mi mente era inferior, incapaz de conocer tus talentos, y por consiguiente impermeable a ellos; que yo era una página en blanco (un vacío incluso) en la que nada podía ser escrito. Y entonces, cuando descubriste que no podías dominar mi mente, no dijiste: «¡Vaya, qué fuerte es!», sino «Ja, qué débil». Era tu ego, padre, inmenso pero no infalible.
—Sí —dije pensativo cuando él terminó—. Eres mucho más complejo de lo que yo sospechaba, Janos. Y tienes poderes.
—¡Pero no los tuyos! —dijo—. Tú eres… una criatura cambiante, misteriosa, siempre diferente. Y yo soy siempre el mismo.
—De acuerdo. Pero yo soy wamphyri.
—Y yo siempre he querido serlo —dijo él—, pero no soy más que un ser humano extraño, una cosa a medias…
—¿Y eso te disculpa? —le pregunté—. ¿Es ésa una razón suficiente para usar a tu madre como a una puta? Odiarme por tus propias deficiencias fue un error, pero pretender enmendarlo poseyendo a…
—¡Sí! —me interrumpió—. Esa era mi razón. Quería ser como tú y no podía, y por eso te odiaba. Y tenía que mancillar y someter aquello que tú más querías. Primero los cíngaros, de quienes logré que me amaran, si no más que a ti, al menos igual. Y después tu mujer, que te conocía mejor que nadie en el mundo, como sólo una amante puede conocer.
Ahora —y muy deliberadamente— retrocedí alejándome de él, y Janos me siguió en dirección a la entrada de la cueva.
—En tu deseo de ser como yo —dije—, decidiste hacer las cosas que yo hacía, y saber lo que yo sabía. Hasta el punto de conocer a tu propia madre… carnalmente.
—Creí que ella podía…, que podía enseñarme cosas.
—¿Qué? —casi suelto una carcajada—. ¿Los usos sexuales? ¿No crees que ésa debe ser la tarea del padre?
—Yo no quería nada de ti, sólo quería ser tú.
—¿Y no podías haber sido más afectuoso, y ganarte así mi cariño?
Esta vez fue él quien estuvo a punto de echarse a reír.
—¿Tu cariño? ¡Hubiera sido como buscar dulzura en un terrón de sal!
—Eres duro —le dije en voz baja—. Quizá no seamos tan diferentes, después de todo. Y en ese caso, tú serías wamphyri, ¿no? Pero tienes mucho que aprender antes de que llegue ese día.
—¿Qué dices? —se extrañó, y una expresión de incredulidad pasó por su rostro como una sombra. Y luego susurró—: ¿Estás diciendo que…?
—¡Eh! —Extendí mi mano en un gesto aleccionador; ahora que él estaba fascinado, era mi turno para mantenerlo a raya—. No, no somos tan distintos como tú creías. Y te diré algo, mi estúpido, celoso e impaciente hijo: lo que has hecho no es algo excepcional. Ni siquiera extraño o detestable. No lo es para mí, ni para los que son como yo. ¿Incesto? ¡Los wamphyri siempre han jodido a los suyos, y uso esa palabra en todas sus acepciones! Te diré algo, Janos: alégrate de haber nacido hombre, y de ser más humano que vampiro. Porque si fueras otro vampiro… sabría muy bien qué hacer contigo. ¡Sí, y entonces comprenderías plenamente el significado de la palabra violación!
Mis palabras deberían haberle puesto sobre aviso de que yo no estaba tan dispuesto a perdonarle como aparentaba, pero no fue así. Yo le había hecho una promesa a medias, y él la quería entera, y en el acto.
—Has dicho que… ¿puedes enseñarme a ser wamphyri?
—Bien, sí, algo así. —Su estaca ya no señalaba mi pecho con la firmeza de antes.
—¿Y cómo lo harías?
—¡No tan rápido! —dije—. Antes debo saber hasta dónde has llegado. Has dicho que deseas ser como yo. Exactamente igual que yo. Es decir, wamphyri. Muy bien, pero entretanto has practicado, ¿no es verdad? Y debo saber cuáles han sido tus logros.
Janos era taimado.
—Será mejor que me preguntes en qué he fracasado. ¡Todo lo demás puedo hacerlo!
—Muy bien. ¿Y qué es lo que no puedes?
—No puedo cambiar la forma de mi cuerpo, alterar mi sustancia, volar.
—Eso no es más que la voluntad actuando sobre la carne…, pero sólo si la carne es de wamphyri. La tuya no lo es. Aun así…, eso se puede modificar. ¿Qué más?
—Eres un nigromante muy hábil. En una ocasión, mataste a un Viajero solitario que pasaba por aquí. Yo estaba escondido, y te vi abrir su cadáver y hurgar en sus vísceras para extraer todo su conocimiento del mundo exterior. Aspiraste los gases de su abdomen para aprender de ellos. Chupaste sus ojos para ver lo que habían visto. Frotaste la sangre de sus oídos destrozados sobre los tuyos para oír lo que ellos habían oído. Más tarde, cuando pasó una tribu de cíngaros desconocidos, yo les robé una niña e hice con ella lo que tú con el Viajero. Pero no aprendí nada, sólo me puse enfermo.
—Los wamphyri somos excelentes nigromantes —le dije—. Sí, y es un difícil arte. Pero… puede ser enseñado. Si me hubieras permitido entrar en tu mente, yo podría haber sido tu maestro. Tú mismo te limitaste, Janos. ¿Alguna otra cosa?
—Tu enorme fuerza —respondió él—. Te he visto castigar a un hombre. ¡Lo levantaste en el aire y lo arrojaste a lo lejos como si fuera un pequeño madero! Y te he visto… en la cama. Tu energía no se agotaba nunca. Yo solía pensar que Marilena tenía algún secreto, una pócima misteriosa, algo que mantenía tu erección. También por eso me acosté con mi madre. Quería saber todos tus secretos.
Y había algo al respecto que yo también deseaba saber.
—¿Sospechó ella alguna vez que eras tú?
—Jamás —me respondió—. Mis ojos la habían sometido por completo. Sólo sabía lo que yo quería que supiera, y hacía lo que yo le ordenaba.
—E hiciste que creyera que tú eras yo —gruñí—, ¡para que lo hiciera todo! —y me adelanté para sujetarlo.
En ese instante, el muy perro leyó mi mente. Hasta entonces me había protegido, pero la imagen de él y Marilena juntos volvió a acosarme, y perdí el control. Janos vio mis pensamientos, mis intenciones, eludió mi brazo y me atacó con su lanza.
Yo estaba al borde del precipicio; me hice a un lado y el arma desgarró mi ropa y me rozó el hombro. Se la quité, y le golpeé con ella en la cara. Le destrocé la boca, y saltaron sus dientes. Hizo un movimiento convulsivo para apartarse de mí y se golpeó la cabeza contra el techo de la cueva. Y cuando se desplomó lo cogí. Aturdido, no pudo hacer nada cuando lo llevé hasta el borde del peñasco. Su cabeza se balanceaba, pero tenía los ojos muy abiertos, y me contemplaba mientras yo permitía a mi enfurecido vampiro que cambiara una y otra vez mi rostro y mi cuerpo.
—De modo que querías ser wamphyri —gruñí entre dientes, y le mostré mi mano, que ahora era la garra de una bestia primitiva—. Querías ser como yo. Quiero que sepas, Janos, que la única razón de que seas humano es tu madre. Yo deseaba que ella tuviese un niño, y en cambio le di un monstruo. Pero has dicho que eres algo intermedio, y tienes razón. No eres ni una cosa ni la otra, y no sirves ni para hombre ni para bestia. ¿Deseabas poder modelar tu carne a voluntad? ¡Qué así sea, entonces!
Y junté una bola de flema, espuma y sangre sobre mi lengua hendida, y la metí dentro de su boca abierta, y la empujé por su garganta hasta que la tragó. Tosió, medio ahogado, hasta que pareció que iban a saltársele los ojos, pero no podía hacer nada.
—¡Ya está! —dije, riendo como un demente—. Deja que crezca en ti, y forme la elástica carne que deseas, y haga que tu carne sea la suya. Sí, necesitarás algo de vampiro en ti…, aunque sea para unir tus huesos rotos.
Y sin una sola palabra más, lo arrojé al precipicio…
Janos estaba malherido. Todos los huesos rotos, tal como yo se lo había anunciado, y la carne desgarrada contra las rocas. Si hubiera sido un hombre, habría muerto. Pero siempre hubo algo de mí en él, y ahora había aún más. Lo que yo había escupido en su interior creció más rápido que un cáncer, pero en vez de matarle, le salvó la vida. Janos iba a curarse y a vivir, porque así me convenía.
Antes de dirigirme a Hungría, y a la ciudad de Zara, ordené a los cíngaros que dejaba tras de mí:
—Cuidadle bien. Y cuando haya curado, dadle mis órdenes. Ha de permanecer aquí y guardar mi castillo y mis tierras, porque he de ser bienvenido a mi regreso. Hasta entonces, él es el señor del lugar, y se hará su voluntad. —Y partí a unirme a la gran cruzada, y tú ya sabes lo que sucedió, y cómo terminó todo…
Cuando dejó de oírse la voz de Faethor, Harry echó una mirada al lugar y vio que las aplanadoras ya estaban en funcionamiento. A unos ciento ochenta metros de donde él se encontraba, una casa en ruinas se desplomó en medio de una nube de polvo y escombros, y a Harry le pareció que el suelo temblaba. También Faethor lo percibió.
¿Crees que hoy llegarán hasta aquí?
El necroscopio hizo un gesto negativo.
—No, no lo creo. Además, no parecen trabajar de acuerdo a un plan preconcebido, y tampoco se les ve trabajar muy deprisa. ¿Te afectará que destruyan este lugar? No queda ya mucho que destruir, de todos modos.
¿Preguntas si me afectará? No, nada puede hacerlo, puesto que ya no existo. Pero el estruendo de esas máquinas puede hacer que me sea mucho más difícil escuchar las conversaciones de los muertos.
Y Harry sintió la sarcástica sonrisa del monstruo, quien a su vez percibía la inevitabilidad de una tumba de cemento, probablemente en el centro de una gran fábrica. Una sonrisa, sí, porque Faethor jamás aceptaría la compasión de Harry, e incluso haría como que la ignoraba.
Por consiguiente, la frase que a continuación le dirigió Harry era, tal vez, gratuita:
—Bueno, espero…, espero que te encuentres bien cuando las cosas cambien. —Pero de todos modos, la dijo. Y añadió de inmediato, antes de que se percibiera su incomodidad (o la de Faethor)—: Ahora tengo que marcharme. He aprendido mucho de ti, y te agradezco que me hayas devuelto la facultad de hablar con los muertos. Si puedo, me comunicaré de nuevo contigo (de noche, claro está, y probablemente desde lejos), para que termines de contarme tu historia. Porque sé que después de la cuarta cruzada regresaste a Valaquia y acabaste con Thibor, y deben de haber sucedido más cosas entre tú y Janos. Puesto que hace muy poco que se ha levantado de su tumba, antes alguien debió ponerlo en ella. Y sospecho que ese alguien eres tú, Faethor.
Harry sintió la sombría sonrisa del vampiro.
—Bien, lo que fue hecho en una ocasión, puede serlo en otra. Con tu ayuda, claro está.
Siempre serás bienvenido, Harry. El propósito de ambos es que Janos vuelva al polvo. Y ahora, sigue tu camino. Me gustaría descansar un poco, al menos mientras dure esta paz que acabará tan pronto.
Pero cuando Harry cogió la mochila, sus pies resbalaron en la viscosa carne de las setas venenosas. Su «aroma» le asaltó como una ráfaga fétida.
—¡Aj! —Harry no pudo contener la exclamación de asco. Y Faethor la escuchó, y tal vez vio mentalmente cuál era la causa.
¿Setas?— preguntó el vampiro, y Harry pensó que su voz sonaba como si el vampiro de repente se sintiera inquieto.
Puede que, después de todo, la precariedad de su situación le afectara.
—Sí, hongos, setas venenosas, lo que sean. El calor del sol está acabando con ellas.
Harry percibió el estremecimiento de Faethor, y deseó no haber dicho nada. Su última frase había sido innecesariamente cruel. Pero… ¡qué diablos!… ¿por qué debería alguien sentir pena por el destino de una criatura muerta hacía ya tanto tiempo, y tan malvada como había sido el vampiro?
—Adiós —se despidió, y abandonó la morada en ruinas de Faethor, dirigiéndose hacia el antiguo cementerio, y la polvorienta carretera que pasaba junto a él.
Hasta siempre —le respondió el espíritu inquieto—. Y no te demores reflexionando sobre lo que debes hacer. Pon manos a la obra de inmediato, Harry, que en este caso la prontitud es fundamental.
Harry esperó un instante, pero Faethor no dijo nada más…
Cuando Harry escaló el muro posterior del viejo cementerio y caminó entre las tumbas y las lápidas, alguien le llamó desde muy cerca:
¡Harry! ¡Harry Keogh!
Harry se sobresaltó y miró a su alrededor pero… ¡allí no había nadie! Claro que no, pues le hablaban en la lengua muerta…, aunque sin la terrible agonía mental que había llegado a asociar con el idioma de los difuntos. Le habían prohibido utilizar su macabro talento durante tanto tiempo que le costaría acostumbrarse de nuevo a su uso.
¿Te he asustado? —preguntó la voz de algún alma muerta—. Discúlpame. Pero te hemos oído hablar con la Criatura Muerta que Escucha, y supimos que eras tú, Harry Keogh, el necroscopio. ¿Quién otro podría hablar con los muertos? ¿Y qué otra persona podría querer hablar con una criatura como ésa? Sólo tú, Harry, que no tienes enemigos entre la Inmensa Mayoría.
—Oh, sí que tengo unos pocos enemigos —respondió Harry—. Pero en general me llevo muy bien con los muertos, es verdad.
Y todo el camposanto pareció cobrar vida. Antes, había un silencio, un vacío doloroso que disimulaba… algo reprimido. Pero ahora ese algo desbordó sus límites como un río en una inundación, y cientos de voces demandaron la atención de Harry. Se oían las habituales preguntas de los muertos: ¿Cómo estaban aquellos que habían dejado en el mundo de los vivos? ¿Qué sucedía en el universo de los seres corpóreos, donde las mentes estaban alojadas en cuerpos? ¿Podía Harry llevar un mensaje a un amado padre, o madre, o hermana, o amante, o…?
¡Le llevaría toda una vida responder a las preguntas y llevar los recados de los habitantes de este cementerio! Pero apenas formuló este pensamiento, los muertos reconocieron que así era, y la algarabía mental calló de inmediato.
—No es que no quiera hacerlo —explicó Harry—, sino que no puedo. Para los vivos, vosotros estáis muertos e idos para siempre. Y sólo yo y unos pocos colegas sabemos que aún estáis aquí, aunque habéis cambiado. ¿Pensáis que a vuestros seres amados que todavía habitan el mundo de los vivos les ayudaría saber que…, que existís? No. Sólo serviría para hacer más profundo su dolor. Os imaginarían en una inmensa prisión, en un campo de concentración sin cuerpos. Ya sé que vuestra situación es mala, pero ahora que habéis aprendido a comunicaros entre vosotros, no lo es tanto. Mas no podemos contarles esto a los vivos, porque si lo hiciéramos, comenzaría de nuevo el sufrimiento de aquellos que han conseguido consolarse por vuestra pérdida, y continuar con sus vidas. Y me temo que, además, habría siempre falsos necroscopios que intentarían aprovecharse de vuestros seres queridos.
Tienes razón, Harry —respondió el portavoz de los muertos—. ¡Pero es algo tan poco frecuente —algo único— poder hablar con un ser vivo! Ya percibimos tu prisa, y por cierto que no queremos retenerte.
Harry se paseó entre las tumbas —las había muy antiguas y otras más recientes—, y preguntó:
—¿Qué sucederá con vosotros? Quiero decir, ¿tendrá algún efecto sobre vosotros que nivelen toda la zona? Ya sé que permaneceréis aquí cuando lo aplanen todo, ¿pero os perturbará que borren vuestras tumbas de la superficie de la tierra?
¡No lo harán, Harry! —dijo un muerto que había sido miembro de la Comisión de Planificación de Ploiesti—. Este cementerio está en la lista de edificios protegidos. Es verdad que han reducido a escombros un montón de camposantos, pero éste escapará a la locura de Ceausescu. Y me enorgullezco de haber contribuido a que así sea. Era mi deber. Los Bercius, mi familia, son enterrados aquí desde hace siglos. Y las familias deben permanecer unidas, ¿verdad? —Radu Berciu rió con cierta ironía—. Pero nunca pensé que yo mismo me beneficiaría de esa decisión…, o al menos no tan pronto. Porque nueve días después de firmar el decreto que impedía la demolición del cementerio, morí de un ataque al corazón.
—¿Y hay otros muertos recientes? —preguntó Harry con todo el tacto posible, porque sabía que eran los que más sufrían al no haber tenido aún tiempo suficiente como para recuperarse del trauma de la muerte. Lo menos que podía hacer era hablar un instante con ellos antes de marcharse.
Y un par de voces, jóvenes, tristes e infinitamente desvalidas le respondieron.
Sí, Harry, somos los hermanos Zaharia.
Ion y Alexandru —dijo la otra voz—. Hemos muerto en un accidente, cuando trabajábamos en la carretera nueva. Un camión cisterna chocó y derramó su carga de combustible cuando estábamos preparando té en un brasero. Ardimos. Y ambos nos habíamos casado hacía muy poco tiempo. Si al menos pudiéramos hacerle saber a nuestras esposas que no hemos sufrido nada, que no hubo dolor…
—¡Pero…, pero debéis haber sufrido muchísimo! —Harry no pudo contenerse.
Sí —respondió uno de los Zaharias—, pero quisiéramos que ellas pensaran que no fue así. De lo contrario, quizá pasen cada noche que les queda de vida pensando en nosotros, oyendo nuestros gritos mientras nos abrasábamos. Nos gustaría evitarles al menos ese sufrimiento…
Harry estaba conmovido, pero no podía hacer nada por ellos. En todo caso, no por el momento.
—Escuchadme —dijo—. Creo que podré ayudaros, pero no ahora, sino más adelante. Espero que pronto. Y cuando llegue ese momento, os lo haré saber. Pero eso es todo lo que puedo prometeros.
¡Harry! —respondieron al unísono—. ¡Eso es muchísimo para nosotros! Nos has dado esperanza, y sabemos que tenemos un amigo en un lugar que, de no ser por ti, estaría absolutamente fuera de nuestro alcance. Los muertos somos afortunados de que tengas el poder de comunicarte con nosotros.
Harry salió del cementerio y cogió la polvorienta carretera en dirección a Bucarest. A su espalda, las emocionadas voces del cementerio fueron perdiéndose gradualmente en la distancia. Ahora hablaban entre ellos y no con él. Y Harry sabía que había hecho nuevos amigos. Luego, carretera abajo encontró a dos que no eran precisamente amigos. Todo lo contrario.
El coche negro pasó a su lado. Iba en la dirección contraria, pero cuando Harry oyó el repentino chirrido de los frenos y miró hacia atrás, lo vio dar la vuelta. Y en ese instante tuvo la sensación de que se hallaba en dificultades. Luego, cuando el coche se detuvo a su lado y sus ocupantes bajaron del vehículo, Harry supo sin lugar a dudas que sí, que se hallaba en un aprieto.
No vestían uniforme, pero Harry conocía a los de su calaña. Ya los había encontrado antes. No a esos dos en particular, pero sí a otros exactamente iguales. Con sus trajes gris oscuro y sus sombreros de fieltro, que parecían salidos de una película de gángsters de los años treinta, eran el equivalente rumano de la KGB soviética, agentes de la Securitatea. Uno era pequeño, delgado, con cara de hurón; el otro alto, fuerte y desmañado. Sus rostros eran inexpresivos, y medio velados por el ala de los sombreros.
—Su documento de identidad —gruñó el más pequeño, y tendió la mano haciendo chasquear los dedos.
—Permiso de trabajo —dijo el otro, más lentamente—. Documentos, autorizaciones.
Ambos hablaban en inglés, pero Harry estaba tan sorprendido que cayó derecho en la trampa que le tendían.
—Yo…, yo sólo tengo mi pasaporte —respondió, también en inglés, y se llevó la mano al interior de la chaqueta para dárselo.
Pero antes de que pudiera sacar su falso pasaporte griego, el agente más pequeño le apuntó con una fea pistola automática.
—Con cuidado, señor Keogh —dijo. Y cuando Harry sacó lentamente la mano, el hombre le arrancó el documento y se lo pasó al agente más corpulento.
Después, mientras el pequeño le cacheaba, el corpulento abrió el pasaporte y lo estudió. Después de un instante, lo sostuvo para que su compañero pudiera mirarlo sin apartar la vista de Harry; ambos sonrieron fríamente y sin humor, y Harry pensó que imitaban muy bien a un par de tiburones. Pero sabía que le habían cogido, y que por el momento no podía hacer nada.
La última vez que le había sucedido algo parecido fue cuando hablaba con Möbius en el cementerio de Leipzig. En esa ocasión había escapado por medio del continuo de Möbius. Y también había hecho uso de su conocimiento de las artes marciales, aprendidas de varios maestros difuntos. Bien, todavía era un experto en esto, con varios años de práctica, pero en aquella ocasión era mucho más joven, menos experimentado y más propenso al pánico. Ahora estaba mucho más tranquilo, y con causa: en los años que mediaban entre Leipzig y el día de hoy, se había enfrentado a horrores que esos matones rumanos ni siquiera imaginaban que pudieran existir.
—De modo que nos hemos confundido —dijo el agente más robusto; su dominio del inglés era excelente, a pesar de su acento gutural, tan bueno que incluso le permitía mostrarse sarcástico—. Usted no es Harry Keogh, sino un caballero griego llamado… Hari Kiokis. ¡Un anticuario, ya veo! ¡Pero qué extraño, un griego que sólo habla inglés!
El agente de la cara de hurón fue más directo.
—¿Dónde pasó la noche, Harry? —y apretó la punta de la pistola contra las costillas de Harry—. ¿Qué traidor le dio alojamiento, señor espía?
—Yo…, yo no estuve con nadie —respondió Harry, lo que no era enteramente cierto, y señaló su mochila—. Dormí a la intemperie. Aquí está mi saco de dormir.
El agente más alto cogió la mochila, la abrió y extrajo el saco de dormir. Estaba manchado por el barro y las hierbas. El agente dejó que una expresión de sorpresa asomara a su cara de piedra.
—¡Ah, ya veo! —dijo luego—. Su contacto no apareció, y tuvo que arreglárselas como mejor pudo. Muy bien, ¿nos dirá entonces con quién tenía que encontrarse?
—Con nadie —respondió Harry, y una idea comenzó a tomar forma en su mente—. Es más barato dormir así, y disfruto con el aire fresco. En todo caso, eso no es asunto suyo. Ya han visto mi pasaporte, y saben quién soy. ¿Pero quiénes son ustedes? Si son policías, me gustaría que se identificaran.
Y mientras los policías se miraban el uno al otro, y lo miraban a él, un tanto perplejos, Harry habló mentalmente en la lengua muerta a sus nuevos amigos del cementerio cercano. Habló (pero en silencio) con Ion y Alexandru Zaharia, y su mensaje fue simple y sin rodeos.
Me amenazan dos hombres. Me temo que dos compatriotas vuestros de la Securitatea. ¡Estoy perdido si no recibo ayuda!
Esto fue lo que Harry alcanzó a decir antes de que el agente más pequeño le diera un puntapié en la ingle. Harry lo vio venir y se las arregló para eludir en parte el impacto, pero aun así se desplomó, fingiendo un dolor insoportable.
—¿Ve lo que sucede? —dijo el agente de la cara de piedra, con voz monótona e inexpresiva—. ¡Ha enfadado a Corneliu! Harry Keogh, tiene que tratar de ser más amable con nosotros, de cooperar un poco más. Nuestra paciencia no es infinita, ni mucho menos.
El agente fue hasta el maletero del coche, lo abrió y metió dentro las cosas de Harry, pero guardó el pasaporte falso en el bolsillo.
¿Qué podemos hacer, Harry? —le llegó la voz ansiosa de Ion Zaharia mientras se retorcía intentando ganar tiempo—. Podemos tratar de…; pero no, estás demasiado lejos. No llegaríamos a tiempo.
No —respondió Harry—. Permaneced donde estáis. Pero salid del suelo, eso es todo. Vosotros y todos los que…, bueno, que estén todavía en buena forma y quieran ayudar. Pero no desperdiciéis vuestras fuerzas intentando venir hasta donde yo estoy, porque se me ocurre que se cómo llevar a estos bastardos hasta el cementerio.
—¡La chaqueta! —le ordenó Corneliu, el más pequeño—. ¡Deprisa!
Harry se sentó y se quitó la chaqueta antes de que se la arrancaran del cuerpo.
—Estoy muy decepcionado, en verdad —dijo el agente, y la expresión de su rostro ahora, antes que de indiferencia, era de desdén, de superioridad—. ¡Estábamos seguros de que tendríamos que dispararle! ¡Nos habían contado tales cosas de usted! ¡Les había causado tamaños problemas a nuestros colegas del otro lado de la frontera! Pero… usted no parece estar muy desesperado, Harry Keogh. ¿Quizá no merece la reputación que tiene?
Harry había desistido de intentar engañarlos. Los agentes sabían muy bien quién era, aunque ignoraran qué era.
—Eso fue hace mucho tiempo —respondió—, cuando yo era joven. Ahora no soy tan insensato. Sé muy bien cuando el juego ha terminado.
Un camión se acercó por la carretera, rumbo a Bucarest. En la parte de atrás, y sentados en dos hileras de bancos enfrentadas, iba un grupo de hombres y de mujeres, en su mayoría campesinos de edad. En sus ojos se veía una mirada sin esperanza; apenas si miraron a Harry, que estaba arrodillado en tierra con un matón a cada lado. Los campesinos tenían sus propios problemas. Eran los indigentes, los sin hogar, y sus vidas habían sido arruinadas por la ciega y destructora política agrícola e industrial de Ceausescu.
—Bien, el juego está realmente terminado para usted, amigo —continuó el agente más alto—. Como sabrá, le buscan por espionaje, sabotaje y… asesinato. ¡Sí, unos cuantos asesinatos! —el agente sacó un par de esposas—. Tantos que, por si acaso, tomaremos nuestras precauciones. No está mal ser precavido. Usted parece inofensivo, y está desarmado, pero…
El hombre esposó a Harry.
—Billete de vuelta a Rodas —el hurón estaba huroneando en los bolsillos de Harry—, cigarrillos y cerillas, y un montón de dólares americanos. Eso es todo. —Y dirigiéndose a Harry, le ordenó—: ¡Póngase de pie!
Lo hicieron subir a la parte trasera del coche, con el agente más pequeño a su lado apuntándole todo el tiempo con la pistola. El más alto se sentó tras el volante.
—De modo que se dirigía al aeropuerto —dijo este último—. Bien, lo llevaremos nosotros. Tenemos allí un saloncillo donde podremos esperar hasta que salga el vuelo a Moscú. Una vez que le entreguemos a los rusos, usted ya no será responsabilidad nuestra. —El agente puso en marcha el coche y salieron en dirección a Bucarest.
—No lo entiendo —dijo Harry, verdaderamente perplejo— ¿Desde cuándo son tan amigas la Securitatea y la KGB? Yo creía que la glasnost y la perestroika eran exactamente lo contrario de lo que hace Ceausescu. ¿O será que ustedes dos son agentes dobles? ¿Es así? ¿Están trabajando para dos amos?
—¡Cállese! —el hurón apretó la punta de la pistola contra las costillas de Harry.
—Déjalo hablar —intervino el conductor—. Me divierte descubrir lo mal informados que están en Occidente —dijo, y se dio la vuelta y miró por sobre el hombro—. Y cuánto de lo que saben es mera suposición. Puede llamarme Eugen, señor Keogh, aunque nuestra relación será muy breve. ¿De modo que le sorprende que Rusia tenga amigos en Rumania, a pesar de ser vecinos, y de que nuestro país haya sido durante tanto tiempo un satélite de la URSS? ¡Vaya, si luego me dirá que no hay agentes rusos en Inglaterra, Francia o los Estados Unidos! No, no puedo creer que sea tan ingenuo.
—¿Usted es… de la KGB? —preguntó Harry con el entrecejo fruncido.
—No, somos de la Securitatea… cuando nos conviene. Pero usted debe comprender; comparado con el lei, el rublo es una moneda mucho más fuerte y estable, y todos debemos pensar en el futuro, ¿no? Tarde o temprano, tendremos que retirarnos —miró hacia atrás, le sonrió a Harry, y luego se puso serio—: En su caso, será temprano.
Así que esos dos estaban en la nómina de la KGB, que a su vez tenía una sección que trabajaba con los viejos «amigos» de Harry, la Organización E soviética. Se trataba otra vez de los agentes PES soviéticos; recordaban muy bien Bronnitsy, y querían vengarse de Harry. ¡Sí, pero también le tenían un miedo tremendo! Primero la demente conspiración de Wellesley en Bonnyrig, y ahora esto. Le iban a sacar en secreto de Rumania para llevarle a la URSS y entregarle a la Organización E soviética que le haría desaparecer sin mucho ruido. Eso era lo que habían planeado…
Pero Harry leyó mucho entre líneas. Si le iban a sacar clandestinamente de Rumania, era evidente que las autoridades rumanas no sabían nada de él. Para ellos, él era la persona que figuraba en el pasaporte: Hari Kiokis, un hombre de negocios que venía de Grecia. Eso tenía sentido. La KGB (o la Organización E) se había puesto en contacto con sus hombres en Rumania, hombres en los que se podía confiar para un trabajo rápido, porque intentar otro tipo de extradición podía llevar mucho tiempo, y ser muy frustrante. De manera que tal vez había que decir algo a favor de Ceausescu, después de todo.
—Eugen, me parece que su misión era capturarme, ¿podría decirme por qué no lo hizo ayer en el aeropuerto? —preguntó Harry—. ¿Tal vez porque tenía que evitar toda publicidad?
—Ésa era una de las razones —respondió el agente más alto mirándolo por sobre el hombro—. Pero también pensamos que podíais matar dos pájaros de un solo tiro, seguirle a usted y descubrir quién era su contacto. Después de todo, usted debe de haber venido a Rumania a ver a alguien. De manera que seguimos su taxi. Pero tuvimos un pinchazo; esas cosas suceden. Más tarde interrogamos al conductor de su taxi y él nos mostró dónde le había dejado. Y también nos dijo que usted pensaba volver por la mañana a la ciudad en autobús. ¡Eso sí que fue frustrante! Estuvimos yendo y viniendo desde muy temprano, esperando que usted apareciera. Como último recurso, hubiéramos vuelto a Bucarest, y le habríamos cogido en el aeropuerto. Hoy hay un solo vuelo a Atenas. Pero tal como ocurrieron las cosas, no fue necesario.
—¡Pero yo no tenía ningún contacto! —exclamó de repente Harry—. Sólo tenía que…, tenía que dejar instrucciones, y recoger información.
Harry actuaba dando por supuesto que ellos no sabían casi nada de él; sólo que tenían que detenerlo y entregarlo a sus jefes rusos. Además, ya le quedaba poco tiempo. Sus amigos del cementerio ya debían estar preparados.
Eugen apretó el freno y detuvo el coche.
—¿Usted dejó instrucciones? ¿Entonces allí donde estuvo hay un escondrijo para la correspondencia secreta?
—Sí —mintió Harry.
—¿Y la información que debía recoger? ¿Dónde está?
—No estaba allí. Por eso esperé toda la noche, para recogerla por la mañana. Pero hoy tampoco estaba en el escondrijo.
Eugen se volvió y miró fijamente a Harry con los ojos entrecerrados.
—Usted está hablando mucho, amigo. Supongo que todo esto tiene que ver con nuestros quintacolumnistas campesinos, ¿no?
Harry se esforzó por parecer asustado, cosa nada difícil. No sabía nada de los campesinos quintacolumnistas, pero comprendía la psicología de aquellos matones.
—Sí, algo por el estilo —respondió—. Usted dijo que tienen un saloncillo en el aeropuerto. Bueno, prefiero contárselo todo ahora antes de que el camarada Corneliu me lo saque a golpes en privado más tarde.
—Una pena, en verdad —gruñó Corneliu—. Pero puede que igual le dé algunos golpes.
—¿Nos llevará hasta el escondrijo de las cartas?
—Sí, si eso me pone las cosas más fáciles.
—¡Ja! —se mofó Corneliu—. ¿Conque éste era un tipo duro? —Y dirigiéndose a Harry—: ¿Todos los espías ingleses son unas señoritas?
Harry se encogió de hombros. En verdad, él sabía muy poco de los espías británicos corrientes; sólo conocía agentes PES, espías mentales.
Eugene dio la vuelta con el coche y comenzó a desandar el camino que habían hecho. No dijeron nada más hasta que llegaron a la entrada del cementerio, donde Harry les indicó que se detuvieran.
—Es aquí —dijo—. Éste es el sitio del escondrijo.
Bajaron del coche y Corneliu hizo marchar a Harry a punta de pistola. Y Harry, mientras caminaba, hablaba en la lengua muerta:
Ya estamos aquí. Uno de los agentes tiene una pistola… ¡y me está apuntando! Cuando os vea se distraerá y aprovecharé para desarmarlo. ¿Todo va bien?
Sí, Harry, aquí estamos todos bien —respondieron de inmediato los Zaharias—. Y se nos han unido unos cuantos. No sabemos si servirán de mucho, pero… la unión hace la fuerza, ¿no es verdad?
No os veo —dijo Harry muy preocupado—. ¿Estáis escondidos?
Los otros están bajo el suelo, pero apenas —respondió Ion Zaharia—. Y nosotros hemos salido de nuestros féretros, y estamos bajo la tapa de nuestro sarcófago.
Y Harry entonces se acordó de que los Zaharias estaban enterrados juntos en un gran sarcófago de mármol que se alzaba por encima de las demás tumbas. A ellos no les había importado que él se sentara encima mientras les hablaba. De manera que estaban esperando bajo la cubierta…; eso estaba muy bien.
—¡Muévete, Keogh! —gruñó Corneliu, empujándolo por un corredor entre hileras de lápidas—. ¿Dónde diablos está ese escondrijo?
—Allí mismo —respondió Harry, y señaló adelante. Fue hasta la gran tumba y se quedó mirando la pesada cubierta del sarcófago—. Yo tuve que deslizarla hacia un lado, pero entre los dos podremos moverla con facilidad.
Harry esperaba que los matones no se hubieran dado cuenta del mal olor, que empeoraba por momentos. En todo caso, no les preguntó nada.
—¿De modo que profanando tumbas? —se burló Eugen—. ¡Harry Keogh, debería avergonzarse! ¡Enviar cartas a los muertos! Usted sabe muy bien que ellos no pueden responderle. —Y dirigiéndose a Corneliu—: Tú cúbrelo con la pistola, que yo le echaré una mano.
¡Qué equivocado estás! —pensó Harry mientras intentaba junto con el agente más robusto mover la cubierta del sarcófago, que de repente, y con gran facilidad, se deslizó hacia un costado. El necroscopio se esperaba algo así, y contuvo el aliento, pero a Corneliu y a Eugen los cogió por sorpresa. Y los agentes tampoco se esperaban lo que sucedió a continuación, inmediatamente después de que escaparan los gases atrapados dentro de la tumba.
—¡Dios! —Eugen retrocedió tambaleándose, y se cubrió la nariz y la boca con las manos. Pero Corneliu sólo se atragantó y los ojos parecieron saltársele de las órbitas. Y el arma que tenía en la mano dejó de apuntar a la espalda de Harry y señaló hacia aquello, todavía indiscernible, que se alzaba lentamente de la oscuridad de la tumba.
Pero antes de que pudiera apretar el gatillo —si es que le quedaban fuerzas para hacerlo—, Harry le quebró la muñeca con un puntapié que parecía tener reservado desde hacía años. La pistola saltó por los aires, y Corneliu hizo lo mismo…, ¡directamente a las manos abrasadas y llenas de ampollas, grises y azules por el efecto de la putrefacción, de los Zaharias! Los hermanos lo cogieron, le miraron fijamente con sus muertos ojos y le hicieron una mueca amenazante, enseñándole los dientes requemados en el incendio, fijos en mandíbulas de huesos y cartílagos abrasados.
El otro agente, Eugen, que mascullaba palabras incomprensibles mientras se alejaba dando tumbos por entre las antiguas sepulturas, en dirección a la salida del cementerio, no se detuvo ni un instante para mirar hacia atrás… hasta que dio con quienes le estaban esperando. Eran los muertos más antiguos que se habían unido a los Zaharias. Y aunque no eran más que fragmentos —o quizá por eso mismo—, aquellos restos de cadáveres, que se arrastraban y saltaban espasmódicamente, detuvieron a Eugen.
Uno de esos cadáveres era el de una mujer que había perdido la vida y las piernas en un terrible accidente. Enterrada desde hacía mucho tiempo, los pechos le caían putrefactos sobre el vientre, y perdía trozos al moverse, pero aun así se mantuvo erguida sobre sus muñones y con fuerza sobrenatural se aferró a los muslos de Eugen, que comenzó a moverse en una especie de danza enloquecida, mientras clamaba piedad al cielo e intentaba apartar la cara de ella de su entrepierna. Lo consiguió finalmente, y las vértebras del cuello del cadáver se quebraron; la cabeza cayó hacia atrás como la de una muñeca rota pero sujeta por un gozne, y quedaron al descubierto los gusanos que se alojaban en la garganta y se alimentaban de la carne en descomposición.
Dando frenéticos saltos y puntapiés, Eugen, presa del terror, consiguió librarse del destrozado torso de la mujer y metió la mano en el interior de la chaqueta. Sacó una pistola automática y la amartilló, apuntando a los animados trozos de cadáveres que avanzaban hacia él. Harry no deseaba que hubiera disparos; ya era bastante con los aullidos de Eugen, y si a eso se le sumaba el ruido de un disparo, era muy probable que alguien viniera a investigar qué sucedía.
Los muertos percibieron la preocupación de Harry como si hubiera sido formulada en palabras, y actuaron en consecuencia. La horrorosa mujer sin piernas se irguió y se aferró con sus manos putrefactas al arma de Eugen, y hundió el cañón en la gelatinosa cavidad de su cuello. Amortiguó con su cuerpo el ruido del primer disparo de Eugen, y Harry se cuidó de que no hubiera otro.
Se acercó al agente por detrás, golpeándole en la nuca con sus manos esposadas y le dejó inconsciente. Cuando Eugen cayó, le quitó la pistola de un puntapié. Al desvanecerse, Eugen vio desaparecer lentamente el rostro de Harry en la oscuridad, y se preguntó por qué en sus extraños, melancólicos ojos no se veía nada horroroso…
Cuando el agente de la Securitatea recobró el conocimiento, estaba seguro de que todo lo experimentado no era más que una vívida y particularmente terrorífica pesadilla… hasta que abrió los ojos y miró a su alrededor.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó, y cerró los ojos con fuerza.
—No se desmaye —le advirtió Harry—. Tengo poco tiempo y quiero preguntarle algunas cosas. Si no obtengo las respuestas que necesito, estos muertos se pondrán furiosos con usted.
Eugen mantuvo los ojos cerrados.
—Harry… Harry Keogh —dijo finalmente con voz entrecortada—. Pero éstos… ¡éstos son muertos!
—Sí, ya se lo he dicho —respondió Harry—. Ya ve, sus amigos del otro lado de la frontera cometieron un error. Le dijeron quién soy, pero no qué soy. Y no le dijeron que tengo muchísimos amigos, y que están todos muertos.
El otro murmuró algo en rumano, y luego comenzó a gemir histéricamente.
—Tranquilícese —le dijo Harry—, y hable en inglés. Olvídese de que la gente que le tiene prisionero está muerta. Piense solamente que son mis amigos, y que harán cualquier cosa para protegerme.
—¡Dios, puedo olerlos! —gimoteó Eugen; Harry sospechó que el otro no le entendía del todo y decidió endurecer su tono.
—Mire, ustedes iban a entregarme a la KGB, donde me habrían torturado para que les dijera lo que quieren saber, y luego asesinado. ¿Por qué tendría yo que comportarme mejor con usted? De modo que, o recupera el dominio de sí mismo y empieza a contestar a mis preguntas, o me voy de aquí y le dejo con ellos.
Eugen se revolvió un poco y luego se sentó muy quieto, ya que cada movimiento que hacía levantaba una nueva oleada de hedor a muerto. Sentía los muertos y correosos dedos que sostenían sus brazos. El rumano aún tenía los ojos cerrados.
—Dígame sólo una cosa —dijo—. ¿Estoy loco? ¡Por Dios, no puedo respirar!
—Algo más, Eugen —le dijo Harry—. Cuanto más tiempo permanezca con mis amigos, más riesgos corre su salud. Las enfermedades proliferan entre los muertos, Eugen. Usted no sólo los huele, sino que inhala partículas de sus cadáveres.
La cabeza del agente se balanceó hacia adelante y hacia atrás y Harry pensó que estaba a punto de perder el conocimiento. El necroscopio lo abofeteó dos veces, con la palma y con el dorso de la mano. Eugen abrió los ojos, miró a derecha y a izquierda con expresión de ira, pero su momentánea ira desapareció de inmediato cuando volvió a tener presente la situación en que se encontraba. Los hermanos Zaharias lo mantenían prisionero. Ambos estaban arrodillados dentro de su abierta tumba, y tenían agarrado de los brazos a Eugen, que estaba con la espalda apoyada en el sarcófago. Y «ellos» le miraban con sus ojos de pez muerto. El agente rumano volvió de inmediato la vista al frente, hacia Harry.
El necroscopio estaba agachado, con una rodilla en tierra, frente a Eugen, y detrás de él otras criaturas muertas formaban un semicírculo. Algunas de esas criaturas no eran más que trozos momificados, marchitos y arrugados, secos como un papel. Pero otras estaban… húmedas. Y todas se movían, se estremecían, amenazaban, aunque fuera en silencio. Los amigos de Harry Keogh. Un grupo estaba reunido junto a la caída figura de Corneliu, a quien la combinación de terror y dolor por la muñeca rota había hecho perder el conocimiento. Eugen vio todo esto. Y luego preguntó:
—¿Me van a matar?
—Si me dice lo que quiero saber, no.
—Pregunte, entonces.
—Primero, quíteme las esposas —y le tendió las manos—. Los muertos son muy buenos para agarrar algo y no soltarlo, pero no se las arreglan muy bien con las cosas delicadas. No son tan hábiles como los vivos. —Eugen le miró y se preguntó quién era más aterrador, Harry Keogh o los muertos. El necroscopio parecía incapaz de conmoverse ante nada.
Ion Zaharia soltó de mala gana la mano de Eugen para que el agente pudiera coger la llave del bolsillo. Pero Alexandru, el hermano de Ion, no deseaba correr ningún riesgo, y apresó el cuello del agente con el brazo. Harry se vio por fin libre de las esposas, y se puso de pie frotándose las muñecas.
—No irá a dejarme aquí —dijo Eugen, cuyo rostro estaba tan pálido que los ojos parecían los agujeros de una máscara.
—Eso depende de usted. Primero conteste mis preguntas, y luego decidiré qué he de hacer con usted y con su amigo.
Harry fue hasta donde estaba Corneliu y recuperó el billete de avión, los cigarrillos y las cerillas. Después volvió, se arrodilló y cogió el pasaporte que había guardado Eugen.
—Y lo primero que quiero saber —dijo— es si aún puedo usar este documento, o habrá gente esperándome en el aeropuerto. ¿Estaban ustedes dos solos en este asunto, o hay otros agentes de la Securitatea trabajando para la KGB?
—Si los hay, yo no los conozco, pero en este asunto trabajábamos solos. Ellos se comunicaron con nosotros por teléfono y nos avisaron en qué avión llegaba usted de Atenas. Teníamos que apresarlo y retenerlo hasta que vinieran a buscarlo. Hay un vuelo desde Moscú a las trece horas.
—¿De modo que podré ir a Bucarest y coger sin inconveniente mi avión?
Eugen, malhumorado, no respondió hasta que Ion acercó su horrible cara y le hizo un gesto de advertencia alzando un dedo.
—¡Sí! ¡Por el amor de Dios! —exclamó Eugen.
—¿Dios? —dijo Harry mientras buscaba las llaves de su coche en los bolsillos del agente. Harry no sabía si aún creía en Dios, y no comprendía por qué los muertos deberían creer, no en el «paraíso» que les había sido concedido. Pero ellos, y lo había descubierto en numerosas conversaciones, no habían perdido la fe. Harry suponía que Dios era esperanza. Pero aun cuando él personalmente no hubiera dicho que mentar el nombre de la deidad era una blasfemia, no le gustó nada oírlo en boca de un personaje de la calaña de Eugen—. ¿Y qué sabe usted de Él?
—¿Qué dice? —preguntó Eugen— ¿De quién habla?
Tal como Harry había esperado, Eugen no sabía nada de Él.
—Bien, ahora me marcharé —dijo Harry—, pero me temo que usted y Corneliu tendrán que permanecer aquí. No puedo permitir que se marchen, no por el momento. De modo que serán los huéspedes de mis amigos hasta que yo esté bien lejos de aquí. Pero tan pronto me encuentre volando a Atenas, le haré saber a esta gente que pueden dejarles en libertad.
—¿Les…, les hará saber? —Eugen había comenzado a temblar y no podía contenerse—. ¿Y cómo lo hará?
—Gritaré —respondió Harry con una sonrisa sin alegría—. No tema, me oirán.
¿Y si ellos gritan antes? —le preguntó Ion Zaharia a Harry cuando éste salía del cementerio.
Impídeselo —respondió Harry—, pero trata de no matarle. Como tú bien sabes, la vida es un don precioso, así que permíteles vivir la que les resta. Además, valen demasiado poco como para quedarse para siempre con vosotros…
Harry condujo con cuidado hasta Bucarest, dejó el coche en el aparcamiento del aeropuerto, lo cerró con llave y metió las llaves en la tierra de un gran tiesto junto a las taquillas para la venta de billetes. Luego, con un retraso de apenas cinco minutos con respecto a la hora en que debía presentarse, entregó el billete y el equipaje. Todo sucedió igual que cuando había llegado; nadie le miró dos veces.
El avión de Olimpia Airlines despegó con once minutos de retraso, a las doce horas y cincuenta y seis minutos. Mientras giraba hacia el sur, en dirección a Bulgaria y el Egeo, Harry tuvo la satisfacción de ver un avión de Aeroflot que descendía para aterrizar. A bordo había un par de tipos que se morían de ganas de ponerle las manos encima. Pues bien, que siguieran muriéndose.
Cuarenta minutos más tarde, con el Egeo a la vista por las ventanillas circulares, Harry habló en su lengua muerta a los amigos del cementerio en las afueras de Ploiesti.
¿Cómo va todo?
Bien, Harry. No ha venido nadie, y estos dos tipos no han causado problemas. El más corpulento perdió el conocimiento, y su amigo más pequeño despertó, echó una sola mirada a su alrededor, y volvió a desvanecerse.
Ion, Alexandru, y todos vosotros —dijo Harry—, no tengo palabras para agradeceros lo que habéis hecho por mí.
No tienes nada que agradecer. ¿Podemos dejar a estos dos donde se encuentran, y enterrarnos nuevamente?
Harry hizo un gesto de asentimiento y se reclinó en su asiento. En el cementerio rumano, los muertos lo percibieron e iniciaron el regreso a sus tumbas.
Muchas gracias —volvió a decirles Harry, y luego se permitió relajarse un poco por primera vez en…, bueno, al menos un día.
De nada —fue la respuesta.
Harry intentó llegar hasta Faethor. Si podía comunicarse con tanta facilidad con los otros muertos, no debería tener problemas para hacerlo con el difunto padre de los vampiros. Después de unos pocos segundos de concentración, dio con él.
¿Harry? Veo que estás a salvo. ¡Eres un hombre lleno de recursos, Harry Keogh!
¿Sabías que estaba en dificultades? —preguntó Harry.
Ya te lo he dicho antes, a veces oigo lo que otros hablan. ¿Deseas algo?
Creo que podríamos aprovechar el tiempo —respondió Harry—. Ahora no tengo nada que hacer, y dentro de poco mi mente estará llena con la algarabía de los amigos, y la atmósfera de un lugar acogedor… ¡pero no me quejo! De modo que he pensado que tal vez fuera éste un buen momento para que terminaras de contarme la historia de Janos.
No hay mucho más que contar, pero si quieres…
Sí, lo deseo.
Muy bien, hijo mío —suspiró Faethor—. Sigamos entonces…
Como ya he dicho, estuve fuera de mis dominios durante trescientos años, ¡trescientos años sangrientos! La gran cruzada fue sólo el comienzo; más tarde combatí para Genghis Kan, y luego para su nieto Batu. En el año 1240 estuve con los que gozaron con la toma de Kiev, y la redujeron luego a cenizas. Por entonces ya era tiempo de que «muriera»… y volviera luego como Fereng el Negro, hijo de Fereng. En 1258, a las órdenes de Hulegu, ayudé a tomar Bagdad. ¡Ah, qué años aquéllos, de matanzas, saqueos y violaciones!
Pero los mongoles estaban en decadencia, y a comienzos de siglo les abandoné para combatir por el islam. ¡Oh, sí, yo era un otomano! ¡Yo, un turco, un ghazi musulmán! ¡Ah, lo que es ser mercenario! Y con los turcos me deleité durante dos siglos y medio más en una orgía de guerras, sangre y muerte. Al final, sin embargo, ya había vivido demasiado tiempo con ellos, de modo que abandoné su causa. De todos modos, ellos también estaban en decadencia. Y así fue como por fin regresé y acabé con Thibor, tal como ya ha sido contado, y luego partí rumbo a las montañas —que no cambiaban, que nunca nadie podría cambiar— a buscar a Janos, y comprobar si había cuidado de mi casa.
Pero en el intervalo mantuve mis oídos abiertos. Los oídos de los wamphyri son instrumentos muy delicados, a los que muy poco se les escapa. Sí, y habían estado alerta para recibir noticias de mis hijos Thibor y Janos. Con el primero ya sabemos lo que aconteció. ¿Y con el segundo?
Thibor estaba siempre ávido de sangre, y Janos simplemente ávido. Durante mi período en el extranjero sus intereses habían sido muchos, pero sobre todo había sido un ladrón, un pirata, un corsario. ¿Te sorprende esto? No deberías, porque los piratas bárbaros tuvieron su origen en los pequeños príncipes que se sublevaron durante los conflictos cristiano-musulmanes de las cruzadas. La principal ocupación de Janos durante mi ausencia había sido el robo: se había convertido en un gran pirata del Mediterráneo, en un ladrón que robaba a otros ladrones.
Y ahora es otra vez un marino. Bien, ¿y por qué no? Conoce muy bien el mar, y ahora su profesión es rescatar los tesoros que hay en el fondo del océano, o en las islas. ¡Ja! ¿Y quién sabría mejor dónde encontrarlos, puesto que él mismo los escondió hace ya más de quinientos años? ¿Y por qué esa acumulación de riquezas, ese esconder tesoros, como esconden las ardillas su provisión para el invierno?
Pues así fue como ocurrió. Sí, porque Janos había trabajado duro con sus artes adivinatorias para observar el futuro, y no le gustó lo que allí vio.
Para empezar, había visto mi regreso, y sabía muy bien lo que yo haría con él. Así pues, había acumulado para otro tiempo, mucho más allá de la hora de mi venganza. El tiempo presente, claro está, en que Janos está de nuevo en acción en el mundo de los vivos.
Pero tal vez preguntes de qué quería yo vengarme. Yo había perdido a Marilena hacía más de trescientos años, y podría haberle matado cuando sucedieron los hechos que ya he narrado. ¿Por qué vengarme ahora, pues? Te lo diré.
Primero, por no cumplir con la tarea que le había encomendado, pues para dedicarse a la piratería había tenido que abandonar mis dominios. Segundo, por el tratamiento que había dado a mis cíngaros. Durante los primeros años de mi ausencia había expulsado a la tribu de Ferengi y había acogido nuevamente en mis tierras y mi castillo a los Zirras, a quienes yo había maldecido. Tercero, y último, aunque no la menor de las ofensas, por la manera como me había recibido cuando yo por fin regresé.
En mi viaje de vuelta había ido reuniendo cíngaros que me eran fieles y que me habían recordado en mis años de exilio. No los originales, no, que ya se habían convertido en polvo, sino los hijos de sus hijos. ¡Los cíngaros nunca olvidan las leyendas! Pero cuando fui al castillo, lo hice solo y de noche, porque mi pequeño ejército hubiera sido muy visible, y podía parecer amenazador.
Cuando llegué, vi que el lugar estaba en ruinas. Bueno, tal vez exagero algo, pero no demasiado. Las almenas estaban medio derruidas; los terraplenes, descuidados; y el estado del edificio en general era malo. Deshabitado durante largas temporadas, se había resentido. Pero Janos, que había abandonado la piratería y decidido continuar con sus otras actividades, vivía ahora en él. Y del mismo modo en que yo había intentado saber de su vida y su carrera, él se había informado de mis andanzas.
Janos sabía que yo estaba de vuelta; los guardias del castillo habían recibido sus instrucciones. Me dieron el alto, y cuando me identifiqué… ¡me atacaron!
Habían afilado estacas de madera dura. Tenían ballestas con cuadrillos de madera. Llevaban también los largos cuchillos de hoja curva de los turcos. Y tenían también armas de plata, y ajo para frotarlas. Y cada uno de los grupos tenía vasijas llenas de petróleo, y antorchas para encenderlo. Y yo me pregunto, ¿qué pensaban quemar?
Huí de ellos hacia los montes, por entre riscos y peñascos. Fui cojeando, aullando de dolor, seguido de muy cerca por mis perseguidores. Sabían que estaba herido y que me atraparían. Janos había enviado a todos sus hombres para que me cazaran. Pero… lo que yo hacía era atraerles hacia una trampa. ¿Faethor Ferenczy, con la cola entre las piernas, huyendo de la escoria de Zirra?
No, porque mientras ellos me perseguían, mi pequeño pero fiel ejército de cíngaros tomaba el castillo. Y en lo alto de las montañas, yo planté cara a mis perseguidores, reí y maté a unos cuantos, y luego volé hacia mi castillo como lo hacía antaño. Y allí descubrí a Janos acorralado, y lo hice caer de rodillas.
Cuando los Zirras volvieron a casa, se encontraron con mis hombres, que acabaron con ellos. Unos pocos escaparon de la carnicería e hicieron correr la voz; después ya no vino nadie más. Los supervivientes huyeron a las tierras vecinas, y volvieron a ser los Viajeros de antaño…
Fue entonces cuando descubrí los intereses secundarios de Janos, que le habían mantenido ocupado mientras yo estaba ausente. Y descubrí también cuánto le había subestimado. Mi castillo había sido construido sobre los cimientos de otra construcción más antigua, y Janos había descubierto sus sótanos. Y se había cuidado de extenderlos, atravesando los grandes peñascos que rodeaban el castillo y penetrando en la base rocosa de la montaña. ¿Con qué fin?
Esto demuestra la magnitud de mi subestimación. Janos me había dicho que deseaba ser un wamphyri…, pero yo no sospeché que su deseo fuera tan intenso.
En aquellos días la nigromancia era un arte. Algunos hombres comunes y corrientes la habían descubierto y la practicaban a la manera de los vampiros, pero sin la predisposición natural de éstos. Yo sabía que Janos era un hábil nigromante y que me emularía, pero me había negado a enseñarle mis técnicas. Y él había acabado por descubrir sus propios métodos. Sin duda, había consultado con numerosos nigromantes para aprender sus secretos.
Los grandes sótanos del castillo eran secretos y laberínticos, con escaleras y pasadizos conocidos sólo por Janos y por un puñado de sus hombres, todos los cuales habían muerto o huido. Pero yo bajé con él para ver qué había estado haciendo, y descubrí allí abajo el producto del saqueo de todas las tumbas de Valaquia, Transilvania y los territorios de la zona. No eran tesoros, sino lo obtenido en el expolio de tumbas.
¿Sabes que en la prehistoria los hombres incineraban a sus muertos y enterraban las cenizas en urnas? Vosotros también lo hacéis, porque la costumbre ha perdurado. En el presente hay tantas incineraciones como enterramientos. Pero los tracios enterraron a muchísimos de sus muertos de esa manera, y Janos había estado muy ocupado desenterrándolos. Y una vez más preguntarás, ¿con qué fin?
¡Para conocer sus secretos! ¡Para volver los muertos a la vida, atormentarlos y que le contaran sus historias! ¡Para dar a sus cenizas carne que él pudiera torturar! Porque los tracios poseían mucho oro; y como ya he dicho, Janos era codicioso. Nada nuevo, ¿verdad? Cien, doscientos, trescientos años después, los nigromantes seguían convocando a sus espíritus para descubrir sus tesoros. Edward Kelly y John Dee se decían nigromantes, pero eran impostores. Yo los he consultado, y lo sé con certeza.
En cuanto al método de Janos, era sencillísimo.
Primero, llevar la urna que había desenterrado a los sótanos del castillo, donde, por medio de las artes que había aprendido a dominar, sus sales podían ser reconstituidas; luego encadenaba a la pobre cosa que había obtenido y la torturaba para extraerle toda la información sobre la tribu a la que pertenecía, la localización de las tumbas de su gente, y los lugares donde escondían sus tesoros. Y así una y otra y otra vez. Janos había juntado un verdadero cementerio de urnas, vasijas y lekythoi, y hubiera podido llenar con ellas varios salones.
Intrigado, le pedí que me demostrara su arte. (Esto, como comprenderás, no era nigromancia tal como la practican los wamphyri, sino algo totalmente nuevo, al menos para mí.) Y Janos, que sabía que yo aún no había concluido con él, intentó complacerme. Arrojó sales en el suelo, y mediante el uso de palabras extrañas en una invocación al poder, hizo aparecer de esas cenizas a una mujer tracia de extraordinaria belleza. Hablaba una lengua extremadamente antigua, pero no enteramente incomprensible; yo, en todo caso, podía entenderla, porque era wamphyri y experto en lenguas. Además, ella sabía que estaba muerta y que aquello era una gran blasfemia, y suplicó a Janos que no volviera a utilizarla. De lo cual deduje que el bastardo de mi hijo no sólo conjuraba a los muertos para que adquirieran la apariencia que tenían cuando estaban vivos, sino que, además de interrogarlos para conocer el paradero de los tesoros enterrados, hacía otras cosas con ellos.
¡Qué extraordinario! Estaba tan exaltado que la poseí antes de permitir a mi hijo que la redujera otra vez a cenizas.
—Debes enseñarme esto —le dije a Janos—. Es lo menos que puedes hacer después de lo mucho que me has faltado.
Estuvo de acuerdo y me enseñó a mezclar ciertas sustancias químicas y sales humanas, y luego escribió dos grupos de palabras sobre una piel humana extendida. El primer grupo, en la dirección de una flecha ascendente, era la invocación propiamente dicha, y el segundo, como una flecha descendente, la devolución.
—¡Bravo! —exclamé cuando aprendí el conjuro—, ahora he de probarlo.
—Como ves —dijo señalando todas las vasijas y urnas—, puedes elegir.
—Ya lo he hecho —respondí con seriedad, acariciándome la barbilla.
Y de inmediato, sin darle tiempo a reaccionar, saqué una estaca de madera que llevaba bajo la capa y lo ensarté. Esto no le mató, no, porque había un vampiro en él; solamente le inmovilizó. Luego llamé a algunos de mis hombres que estaban en el castillo y quemé a Janos hasta reducirle a cenizas, a pesar de que se retorcía, gemía, y hasta gritaba. Sí, y cuando esas cenizas —sus sales esenciales— estuvieron frías, las mezclé con diversos elementos químicos… ¡y utilicé su propia magia para hacerlo aparecer ante mí!
¡Y vaya si gritó entonces! El calor de la hoguera, que lo consumió en poco tiempo, no era nada comparado con la insoportable agonía de saber que ahora, y por toda la eternidad, estaba en mi poder. O al menos así lo creía yo…
Sus gritos no eran provocados por este conocimiento, sino por una desgarradora separación del ser, que explicaré en un momento. Pero ver esas nubes de humo elevarse de sus resecos y polvorientos restos —un gran torbellino de humo y llamas—, y que de allí se alzara Janos, desnudo y gritando, era…, ¡era un milagro! Mi hijo no estaba solo. Con él, pero aparte, estaba su vampiro: mi esputo, que había crecido y se había convertido en una criatura viva, pero con muy poca, por no decir ninguna inteligencia propia.
Era una sanguijuela, un caracol, una serpiente, una gran babosa ciega, y que no sabía andar por sí misma. Maullaba, aunque no sé cómo. Pero yo conocía la razón de aquel misterio: al quemar a Janos, había quemado dos criaturas, y al volverlo a la vida, también había revitalizado a las dos…, pero separadas.
Y luego… tuve una idea. Busqué a mis asustados hombres y les ordené que cogieran a Janos y lo inmovilizaran.
—¿De modo que querías ser wamphyri? —le dije, aproximándome con mi espada desenfundada—. Y lo serás. Esta criatura es un vampiro, aunque no tiene cerebro. ¡Pero tendrá el tuyo!
Janos gritó una vez más antes de que le cortara la cabeza. Y luego abrí su cráneo y extraje de él su cerebro, vivo y chorreante.
Estoy seguro de que puedes adivinar lo que sucedió a continuación. Utilizando los procedimientos de Janos, y manteniendo aparte su cuerpo, devolví su cabeza junto con el vampiro al mismo montón de cenizas, que deposité en una urna. Y luego reí y reí hasta que se me saltaron las lágrimas. Si por casualidad lo devolvían ahora a la vida… ¿bajo qué forma se reencarnaría? ¿Una babosa inteligente? ¿O una sanguijuela ingeniosa? Vaya, quizá lo llamaría yo mismo otra vez, para divertirme.
Pero eso no pudo ser, porque Janos finalmente desbarató mis planes. La piel sobre la que él había escrito sus conjuros era piel resucitada, arrancada a una víctima. Yo había realizado mis conjuros catabólicos a través de la misma piel en donde los leía, y así, cuando convertí a Janos en polvo, también la piel se había deshecho. Bien, la invocación al poder era difícil y yo no la había aprendido; sólo recordaba el nombre de un antiguo dios oscuro de otros mundos. Pero de todos modos, aún tenía el cuerpo de mi hijo bastardo.
Y también lo incineré —sí, por segunda vez— y arrojé puñados de ceniza a los cuatro puntos cardinales, y se dispersaron en el viento.
Ése fue el final. Yo había acabado con Janos. Y ahora he terminado con mi historia…