El hijo carnal
Thibor el Valaco, ese maldito ingrato al que di mi huevo, mi nombre y mi estandarte, y a quien había legado mi castillo, mis tierras y mis poderes de wamphyri, me había ofendido profundamente.
Cuando me arrojaron ardiendo desde las murallas de mi castillo, experimenté la más atroz de las agonías. Miles de pequeños murciélagos volaban a mi alrededor mientras caía y murieron abrasados, pero no hicieron más débiles las llamas que me envolvían. Caí entre matorrales y malezas, y rodé en llamas hasta el profundo fondo del barranco. Pero mi caída había sido atemperada en parte por el follaje, y acabé por reposar en una charca poco profunda, que salvó mi abrasada carne de wamphyri.
Tan cerca de la muerte como puede estarlo un vampiro y permanecer no-muerto, llamé desesperado a mis fieles gitanos, que estaban acampados en el valle. Vinieron, sacaron mi cuerpo de las aguas salvadoras y le prestaron los primeros auxilios, y luego me llevaron hacia el oeste, cruzando las montañas, rumbo a Hungría. Me protegieron de las durezas del camino, me escondieron de mis enemigos potenciales, me mantuvieron a salvo de los rayos del sol y finalmente me llevaron a un lugar de reposo. Sí, y fue un reposo muy largo: un tiempo de retiro forzoso, de recuperación, para rehacer mi cuerpo herido; un largo, larguísimo descanso.
¡Thibor me había herido tan duramente! Todos los huesos rotos, la espalda y el cuello, el cráneo y las extremidades; el pecho hundido, el corazón y los pulmones destrozados; la piel arrancada por piedras y agudas ramas, y chamuscada por el fuego…; hasta el vampiro que había en mí estaba quemado, magullado y golpeado. ¿Un mes para que cicatrizaran las heridas? ¿Un año? No, un siglo.
Pasé mi larga convalecencia en un refugio inaccesible de las montañas, y todo el tiempo mis cíngaros me atendieron, y sus hijos, y los hijos de sus hijos. Sí, y también sus hijas de suaves pechos. Lentamente el vampiro que hay en mí curó sus heridas, y luego me curó a mí. Wamphyri, caminé otra vez, practiqué mis artes, me hice más sabio, más fuerte, más aterrador que antes. Y finalmente un día abandoné mi madriguera y comencé a hacer planes para la aventura de mi vida.
Pero el mundo al cual salí era terrible, con guerras por todas partes, sufrimientos, hambrunas, plagas. Terrible, sí, pero para mí aquello era la materia de la vida, porque yo era un wamphyri.
Encontré las ruinas de una fortaleza en la frontera con Valaquia, y utilicé las piedras para construir allí un pequeño castillo. Dentro de sus muros era casi inexpugnable, y me establecí como un boyardo medianamente acaudalado. Era el jefe de una banda de cíngaros, húngaros y valacos, los alojaba y les pagaba buenos salarios, y muy pronto me aceptaron como terrateniente y señor. Y así llegué a ser poderoso en aquella tierra.
En general, evitaba entrar en Valaquia, porque había en aquella tierra alguien cuya fuerza y crueldad eran famosas; un mercenario voivoda llamado Thibor, que combatía al servicio de los príncipes valacos. Yo no deseaba encontrarme con él (¡su obligación era, en verdad, guardar mis tierras y mis propiedades en los montes Khorvaty!); no tan pronto; porque, si le veía, era probable que no pudiera contenerme. Y eso sería mortal para mí, pues Thibor había llegado a ser mucho más poderoso que yo. No, mi venganza tendría que esperar… Después de todo, ¿qué es el tiempo para los wamphyri?
El tiempo en el tumulto de su transcurrir, donde un día entero es como un solo tic de un gran reloj, es nada. Pero cuando cada larguísimo tic es exactamente el mismo que sonó antes, y cuando comienzan a resonar como truenos en el oído…, entonces uno descubre las limitaciones del tiempo, que engendran aburrimiento, el tedio más absoluto. Me sentía inquieto; estaba encerrado, confinado. Yo era vigoroso, lleno de deseos, poderoso, y no tenía cómo canalizar mis energías. Se acercaba el momento de lanzarme al mundo, de expandir mis horizontes.
Pero luego, en 1178, el curso de mi vida se alteró.
Había oído hablar durante años de una mujer cíngara que era una verdadera observadora de los tiempos, lo que quiere decir que tenía el poder de conocer lo que iba a suceder antes de que aconteciera. Mi curiosidad se despertó y decidí visitarla. No pertenecía a mi tribu de gitanos, de modo que tendría que esperar a que se aventurara dentro de la zona de las montañas que estaba bajo mi dominio.
Entretanto, envié emisarios para alterar el curso de su vagabundeo, emisarios que le dijeron que cuando ella y su tribu llegaran a mis dominios serían mis invitados, a quienes trataría con el mayor de los respetos y pagaría en oro cuanto servicio me prestaran. Entretanto, mientras esperaba la llegada de la supuesta pitonisa, decidí ejercitar mis pequeños talentos y practicar algunos hechizos de mi creación.
Mezclé ciertas hierbas y las encendí, me quedé dormido aspirando sus emanaciones, y busqué por medio de la oniromancia adivinar de qué manera se desarrollaría mi relación con la bruja —sin duda, una impostora—, cuyo nombre era Marilena. Sí, en aquellos días yo tenía mis razones para interesarme en el talento de la gente del pueblo, y para buscarles siempre que se presentaba la oportunidad. Mi hijo Thibor ya llevaba actuando un período equivalente al de varias vidas humanas, y podía haber producido toda clase de peculiaridades en sus dominios.
Y yo buscaba estas anomalías, y me enorgullecía de poder distinguir a los charlatanes. ¡Pero si tropezaba con un auténtico talento, y si en sus venas corría sangre de wamphyri, esa criatura podía considerarse muerta! Porque para una criatura como yo, la sangre es —o era— la vida, pero el néctar más dulce de todos sólo puede ser libado en la no-muerta pila de otro vampiro. Y digo pila, porque un néctar semejante es sagrado, al menos para alguien de mi especie.
Pero… imagina mi asombro cuando finalmente la oniromancia dio resultados y yo soñé con un ángel negro, y no con la bruja impostora que había esperado descubrir.
¡Si no era más que una niña! La vi en mis sueños; una niña encantadora e inocente (¡pero esto era un error, porque era tan experimentada como una puta!). Vino a mí desnuda —toda curvas de piel satinada, ojos y pelo oscuros; los labios de su boca eran rojos como cerezas, y los de su ostra, cuando la abrí, tenían el color de la carne recién cortada—, sin vergüenza alguna. Habían pasado dos siglos desde que Thibor destruyera mi castillo en los montes Khorvaty, y violara y matara a mis mujeres vampiro; entretanto yo había probado la suave carne cíngara, me había derramado en cuantas odaliscas gitanas deseé. No había amor en eso; esa palabra se puede aplicar a otros, nunca a mí. Pero ahora…
Era mi lado humano, claro está, que de vez en cuando dominaba mis sueños. Contemplé esta dulce y sensual princesa de los viajeros con ojos velados por una humana debilidad. El estremecimiento de mi pubis era el amor de un hombre (llámalo así, si quieres), no la frenética lujuria de los wamphyri. Y, para mayor vergüenza, mis sueños fueron húmedos, y me corrí sobre las mantas como un adolescente tembloroso acariciando las tetas de su primera novia.
Pero el problema de la oniromancia es siempre el mismo: ¿había sido una verdadera y exacta predicción del futuro, o solamente un sueño? Y los días siguientes, para confirmar mis hallazgos (o tal vez por otras razones, pues estaba evidentemente encaprichado), quemaba hierbas noche tras noche, y me sumergía en los sueños adivinatorios. Eran siempre los mismos, y cuanto más nos conocíamos con Marilena, más placentero era hacer el amor, y yo me sentía más y más enamorado. Hasta que me di cuenta de que, o tenía a Marilena en la realidad, o me volvería loco.
Y fue entonces cuando ella vino a mí en la realidad, de carne y hueso.
Era de la tribu de Grigor Zirra, llamado el rey Zirra. Marilena era su hija. De modo que yo había estado en lo cierto: ella era una «princesa» de los Viajeros.
Llegaron en invierno, a fines de enero, y yo no recordaba que hubiera hecho nunca tanto frío. Mis propios cíngaros habían situado sus caravanas en apretados círculos cerca de los muros de mi castillo, montado sus tiendas dentro de los círculos, y amarrado a sus animales dentro, con ellos, para aprovechar su calor. Esas sabias gentes habían previsto un invierno muy frío, y habían trabajado duro para acumular en las cuevas cercanas forraje para sus animales. Aun así, tanto a los hombres como a sus animales les habría resultado difícil sobrevivir a aquel invierno si no hubieran contado con la protección del boyardo del castillo.
Yo mantuve abiertas todas mis puertas para ellos, y los salones del castillo calientes con hogueras por todas partes. No tenían más que pedir mis reconfortantes ponches y fuertes vinos rojos, así como cereales para el pan. Todo eso no me costaba nada; esas cosas pertenecían a los gitanos, porque me las habían dado en otras estaciones mejores, ¡a mí, que no las necesitaba!
Una mañana vino a verme un hombre. Había estado cazando en las montañas, que eran mías. Yo no negaba a los gitanos ese privilegio; si mataban tres perdices, o tres jabalíes, uno era para mí. El hombre me habló del cíngaro Zirra; una avalancha había caído sobre su tribu, en un puerto cercano, y había arrastrado a las caravanas. Sólo habían sobrevivido unos pocos, entre las ruinas de los carromatos.
Yo sabía que lo que me decía era verdad. La noche anterior había acudido a las hierbas para soñar una vez más, pero esta vez mis sueños estuvieron despojados de todo deleite carnal, y llenos en cambio con la ventisca y los gritos de los moribundos. No había soñado con mi Marilena, y pregunté si estaría entre ellos.
Después llamé a mi jefe cíngaro y le dije:
—Hay una muchacha atrapada en la nieve. Este hombre sabe dónde está. Ella y su gente son cíngaros. Ve, búscalos, sácalos de allí y tráelos al castillo. Y date prisa, porque si llegas demasiado tarde y ella está muerta…, la casa de Ferenczy puede que piense que ha malgastado su hospitalidad en gente como tú y los tuyos. ¿Me has comprendido?
Corrió a obedecer mis órdenes.
El jefe y sus hombres regresaron por la tarde. Me dio el parte: de los cíngaros de Zirra, que habían sido unos cincuenta, sólo hallaron vivos al propio Grigor Zirra y a una docena más. Tres de los supervivientes estaban heridos, pero curarían; dos más eran ancianas, y puede que murieran; y entre los restantes… se hallaba la hija de Grigor, llamada Marilena, que era observadora de los tiempos.
—¿Les han atendido vuestras mujeres, les han alimentado y dado todo lo que necesiten? No repares en gastos para que se sientan cómodos, que vean que son bienvenidos. Por lo que me dices, lo han perdido todo, ropas, carromatos, tiendas. De modo que, sin mí, estarían en la indigencia. Muy bien, que se alojen dentro de los muros del castillo. Búscales habitaciones cómodas, cerca de las mías. —Y como vi en su cara una expresión perpleja, le pregunté—: ¿Qué pasa?
—A tu gente puede parecerle extraño que trates tan bien a esos extranjeros, que tengamos que dejarles nuestro lugar a gentes que no te han prometido fidelidad.
—Eres sincero y por eso me gustas. Y yo también lo seré —le dije—. He oído decir que esa mujer, Marilena Zirra, es muy guapa. Si es verdad, tal vez quiera hacerla mía, pues no sois vosotros, los cíngaros, los únicos que sufrís el frío de las noches. Por consiguiente, tratad con respeto a su gente, especialmente a su padre y a su familia. No quiero que piensen que soy frío y cruel.
—¡Qué decís, señor! ¡Vos, frío y cruel! ¿Quién podría creer jamás algo así? —dijo, el rostro inexpresivo, sin la menor traza de emoción en la voz.
Le miré un instante, y finalmente dije:
—Sincero es una cosa, y atrevido otra enteramente distinta. ¿Pretendes una cierta familiaridad conmigo? Permíteme decirte que no creo que disfrutaras esa… familiaridad. Por consiguiente, cuando me digas ciertas cosas, y de esa manera, debes hacerlo siempre sonriendo… —Le miré fijamente, y emití un profundo aunque suave gruñido hasta que se sintió incómodo.
—Señor —dijo, empezando a temblar—, no quería…
—¡Calla y no temas, estoy de buen humor! —le tranquilicé—. Y ahora, pon atención. Más tarde, cuando los Zirras se hayan recuperado, vuelve y condúceme hasta su alojamiento. Hasta entonces, no quiero verte.
Pero cuando fui a verles, aquello no me gustó. No era que no hubieran cumplido mis instrucciones; lo habían hecho al pie de la letra. Pero los sufrimientos de aquella gente habían sido tan grandes que estaban aturdidos, como ausentes. Llevaría tiempo que se repusieran. Entretanto, permanecían sentados, cubiertos por sus harapos, y temblaban. Y sólo hablaban cuando se les hablaba.
¿Y dónde estaba la princesa de mis sueños? Todos los sucios hatos de harapos agrupados alrededor del fuego me parecían iguales. Me asombró que mis sueños me hubieran mentido; sentí que era un fracaso como oniromante. Y odiaba el fracaso, sobre todo cuando era el mío.
De modo que permanecí unos instantes allí, contemplando sombrío aquellos desechos humanos, y finalmente pregunté:
—¿Quién es Grigor Zirra?
Se puso en pie: era insignificante, una brizna, pálido por el frío y los sufrimientos, y la pérdida de su gente. No era viejo, pero tampoco parecía joven. Su delgadez había sido antes vigorosa, pero ahora las fuerzas parecían haberle abandonado. No era como yo; era enteramente humano, y había perdido mucho.
—Soy Ferenczy —le dije—. Éste es mi castillo. La gente que vive aquí es mi gente, cíngaros como vosotros. Me complace daros albergue, y he oído que hay entre vosotros un observador de los tiempos. Soy aficionado a contemplar esos misterios. ¿Dónde está esta bruja… o mago?
—Vuestra hospitalidad es tan generosa como grande vuestra leyenda —respondió—. Siento que, en mi pesar, no pueda declarar con más propiedad mi agradecimiento. Pero hoy ha muerto una parte de mí. Era mi esposa, y fue sepultada por la avalancha. Ahora sólo me queda mi hija, una niña, que lee el futuro en las estrellas, en la palma de las manos y en sus sueños. Mi Marilena, de la que habéis oído hablar, no es una bruja, mi señor, sino una verdadera observadora de los tiempos.
—¿Y dónde está?
Me miró con miedo en los ojos. Y en ese instante sentí que me tiraban de la manga, y me asombró que alguien osara tocarme. Ninguno de los míos me había tocado sin que yo se lo pidiera desde el día en que me levanté de mi lecho de enfermo. Miré… y vi que uno de los hatillos de harapos se había puesto en pie y estaba a mi lado… Sus ojos eran enormes y oscuros bajo una capucha de piel… Su pelo, rizos negros que enmarcaban una cara en forma de corazón… Los labios, del color de las cerezas, brillantes como la sangre. Y sobre mi brazo, su pequeña mano, con sólo tres dedos y el pulgar, tal como la había visto en mis sueños.
—Soy Marilena, señor —dijo—. Perdonad a mi padre, porque me quiere y se preocupa por mí; en la tierra hay personas que dudan de los misterios que no pueden dominar, y son muy poco amables con las mujeres a las que denominan brujas.
Sentí que el corazón me saltaba en el pecho. ¡Era ella! ¡Conocía su voz! Vi en ella, a pesar de sus ropas, a la princesa de mis sueños, y supe que lo que había allí era una maravilla.
—Yo…, yo te conozco —dije con voz entrecortada.
—También yo os conozco, señor. Os he visto en mi futuro. A menudo. ¡No sois un extraño!
Me quedé sin palabras. O si las tenía, se me habían quedado atragantadas. Pero… ¡yo era el señor de Ferenczy! ¿Qué debía hacer? ¿Bailar, reír, cogerla en mis brazos y hacerla girar por el salón? Era lo que deseaba, pero no podía revelar mis sentimientos. Me quedé allí, de pie, atónito, como un tonto, hasta que ella vino en mi ayuda.
—Si queréis que os lea el futuro, mi señor, llevadme a otro lugar, porque aquí no puedo concentrarme. Hay demasiada tristeza en este lugar, demasiada gente que entra y sale, demasiado barullo, y todo eso perturba mi videncia. Lo mejor sería un lugar más íntimo…
¡Vaya si sería mejor!
—Ven conmigo —le dije.
—¡Señor! —nos detuvo su padre—. ¡Ella es inocente! —la última palabra fue dicha con tono plañidero; los cíngaros no desconocían mi naturaleza.
Pero… ¿no conocía él a su propia hija? Pensé decirle: «¡Perro mentiroso! ¿Inocente esta mujer? ¡Si me ha lamido todo el cuerpo como si me estuviera bañando! ¡Si cada noche he derramado mis fluidos en su garganta incitado por su lengua y sus manecitas de cuatro dedos! ¿Inocente? Sí, tan inocente como yo».
Pero ¿cómo podía yo decir eso? ¡Mis noches de amor con Marilena no habían sido más que sueños!
Ella acudió una vez más en mi ayuda.
—¡Padre! —dijo—, he visto el porvenir, y no he leído ningún mal en mi futuro. O al menos, no a manos del señor de Ferenczy.
Él, no obstante, había percibido mi mirada, y sabía hasta qué punto había puesto a prueba mi hospitalidad.
—Perdonadme, señor —dijo bajando la cabeza—. No he hablado como un hombre que os lo debe todo, sino como un padre. Mi hija sólo tiene diecisiete años, y estamos entre extraños. Los Zirras hemos perdido demasiado en el día de hoy. ¡Ah, no he debido decir esto, pero es mi lengua, que habla casi sin que yo me lo proponga! Quiero decir, el pesar que me embarga es quien habla por mí —y se desplomó al suelo sollozando.
Me incliné y posé mi mano en su cabeza.
—Cálmate. Si alguien te hace daño, a ti o a los tuyos, en la casa de Ferenczy, deberá responder ante mí.
Después, conduje a Marilena a mis aposentos…
Una vez allí, donde nadie iba a molestarnos, y solos, le quité su abrigo de pieles y quedó con su vestido de campesina. Ahora se parecía más a la princesa que yo conocía, pero aún no era bastante. Mis ojos la quemaban con su mirada, ardían de sólo verla. Y ella lo sabía.
—¿Cómo puede ser? —dijo ella, asombrada—. ¡Realmente os conozco! ¡Mis sueños nunca fueron más vívidos!
—Tienes razón —le respondí—. No somos desconocidos. Hemos compartido los mismos sueños.
—Tenéis grandes cicatrices —dijo—, aquí en el brazo, y en el costado. —Y entonces yo, el señor de Ferenczy, me estremecí cuando me tocó.
—Y tú tienes un pequeño lunar rojo —le dije—, como una lágrima de sangre, en el centro de la espalda…
Junto a la gran chimenea, en la que crepitaba el fuego, había una pila de piedra para bañarse. Sobre el fuego, un gran caldero de agua añadía vapor al humo. Marilena se agachó junto al trípode y dio vuelta a la manecilla, vertiendo el agua en la pila. ¡Había aprendido a hacerlo en sus sueños!
—Estoy sucia del viaje y la nieve —me dijo.
Se desnudó y yo la bañé, y luego ella me bañó a mí.
—¿No es ésta una espléndida lectura privada del porvenir? —dije riendo.
Pero cuando la abrí e iba a deslizarme dentro de ella:
—¡Ah! —gimió—. Nuestros sueños no tuvieron en cuenta mi falta de experiencia, señor. Mi padre os ha dicho la verdad, señor. El futuro se acerca deprisa, eso es cierto, pero yo todavía soy virgen.
—¡Ah! —respondí gemido por gemido mientras la penetraba—. ¿Acaso no lo fuimos todos alguna vez?
Mi vampiro rugía en mi interior, pero yo lo contuve, y la amé sólo como hombre. De otro modo, para Marilena la primera vez hubiera sido también la última…
Lo diré ahora sin rodeos. Esto fue lo que sucedió:
En mis sueños onirománticos, tanto por curiosidad como por otras razones, había buscado a Marilena, me había enamorado de ella y la había seducido. O, mejor dicho, nos habíamos seducido el uno al otro.
Pero, me preguntarás, ¿cómo podría seducirme una niña sin experiencia? Y yo te responderé. ¡Porque en los sueños el peligro no existe! Suceda en ellos lo que suceda, cuando se despierta, nada ha cambiado en la realidad. En sueños ella podía permitirse todas sus fantasías sexuales sin pagar las consecuencias. Y también preguntarás, ¿cómo podía yo, Faethor Ferenczy, incluso dormido y soñando, ser otra cosa que un wamphyri? ¡Ah, pero yo era soñador mucho antes de convertirme en vampiro! Porque yo fui, en tiempos remotos, solamente un hombre. Las cosas que me habían perturbado en mi juventud de vez en cuando, todavía perturbaban mi sueño: los antiguos miedos, las viejas emociones y pasiones.
Estoy seguro de que me comprendes: todos sabemos que mucho después de que algo se haya convertido en una experiencia cotidiana e insignificante en el mundo de la vigilia, podemos aún revivirla en nuestros sueños con tanto miedo —o emoción— como la primera vez. En mis sueños, por ejemplo, yo todavía revivía el instante de mi propia conversión, cuando había recibido el huevo de mi padre y me había vuelto vampiro. ¡Ay, y qué terror me producían todavía esos sueños! Pero en la fría luz del día ese horror era rápidamente olvidado, y yo no era un vacilante adolescente, sino el señor de Ferenczy.
El encuentro de los sueños de Marilena con los míos, sin embargo, no había sido producto del puro azar: yo la había buscado, y la había encontrado. Y cuando me introduje en sus sueños, yo había soñado —como lo haría cualquier hombre— en tener relaciones sexuales con ella. ¡Y lo repito una vez más, ésos no eran simples sueños! Yo tenía los poderes de los wamphyri, y ella predecía el porvenir. Esos talentos son análogos a la telepatía. Ambos habíamos compartido realmente nuestros sueños; y por medio de ellos, conocimos nuestros cuerpos.
Todos nuestros besos y abrazos, y más tarde nuestros vigorosos e imaginativos apareamientos, habían tenido lugar en otro mundo —el de la mente—, donde todo estaba permitido; de modo que cuando finalmente estuvimos juntos, éramos como antiguos amantes. Salvo que, en la realidad, Marilena era inocente, y su cuerpo no había sido probado por hombre alguno. Yo comprendía esas cosas, pero ella no. Ella pensaba tanto que conocía el futuro, su futuro, gracias solamente a su talento, que no hubo en ello ninguna interferencia del exterior. No sabía que yo la había guiado en sus sueños con el magnetismo, y el hechizo de los vampiros y con…; todas las artes son instintivas en mí desde el comienzo de los siglos. ¡Ella creía que estábamos predestinados a ser amantes! Y quién sabe, tal vez de todas formas lo hubiéramos sido, pero yo no era tan tonto como para contárselo todo, y correr el riesgo de decepcionarla.
Y ahora, puede que también te preguntes cómo una joven guapa, fresca como una manzana, nueva de cuerpo y de alma, podía encontrar algún tipo de satisfacción cuando estaba despierta en una criatura vieja, no-muerta y llena de cicatrices como yo, en una criatura salvaje, cruel y llena de horror. ¡Me sorprendería que no te lo hubieras preguntado! Pero puede que hayas recordado lo que sabes sobre los poderes hipnóticos de los vampiros, y tal vez pienses que ésa es la explicación del misterio. Dirás: «Ella era su sierva, su juguete, no actuaba por su propia voluntad». Bien, no negaré que, antes de Marilena, había sido siempre así. Pero con ella no.
Para empezar, yo no era tan grotesco como tú posiblemente supones. Siendo un wamphyri, mis setecientos cincuenta años de edad no se notaban, salvo ocasionalmente en mis ojos, o cuando yo quería que los advirtieran. E incluso podía aparecer a voluntad tan viejo o tan joven como yo lo deseaba. Y en el caso de Marilena, siempre deseé ser joven, cuarenta años a lo sumo. Aun sin mi vampiro, era alto y fuerte, y tenía siglos de sabiduría, de encanto, de ingenio —y de fantasía— a los que recurrir. ¿Cicatrices? Sí, eran numerosas. Pero había retenido aquellas marcas por vanidad (me gustaba exhibir las muescas de viejas batallas) y para no olvidar a aquel que había causado muchas de ellas. Podía haber permitido a mi vampiro que las borrara por completo, pero no lo haría mientras Thibor viviera. No, usaba esas cicatrices como espuelas contra mis propios flancos, para estimularme si alguna vez mi odio flaqueaba.
Pero si dudas de que fuera guapo, recuerda cómo me describió Ladislao Giresci cuando te habló de la noche en que me quitó la vida. ¡Ah! ¿Lo ves? Aún entonces yo era todo un hombre. Pero debes disculparme; quien habla es mi vanidad. Los wamphyri han sido siempre vanidosos.
Y también te pido disculpas por haberme demorado tanto hablando de Marilena…, pero me daba placer hacerlo. Porque, ¿con quién más puedo compartir mis recuerdos? Sólo un necroscopio puede escucharme…
Tú sabes, claro está, que soy el padre de Janos, y ahora puede que hayas adivinado que Marilena era su madre. Él era mi hijo carnal, nacido del amor y el deseo entre un hombre y una mujer, de la ardiente fusión de la sangre, de la transmisión de un germen de vida del uno a la otra, para fecundar el óvulo de ella y producir la vida. Mi hijo carnal, mi hijo «natural», sin nada en él de vampiro. Así era como debía ser. Yo no sabía si se podía hacer, pero de todas formas lo intenté: traté de traer al mundo una vida independiente de la influencia de los wamphyri. Lo hice por Marilena, para que ella pudiera ser madre tal como manda la naturaleza.
¿Y si fracasaba y el niño se convertía en un vampiro? Aun así, sería hijo mío. Y yo le enseñaría las costumbres de los wamphyri, para que cuando yo saliera al mundo, él guardara de los enemigos mi castillo y mis montañas.
¡Ja! ¡Ja! Recordarás que en épocas anteriores había tenido las mismas esperanzas con el ingrato valaco Thibor. Bien, está en la naturaleza de todos los grandes hombres, supongo, intentarlo una y otra vez, y no hacer nunca cálculos en su porfía por alcanzar la perfección. Sólo que, y ya lo he dicho antes, yo no soportaba el menor fracaso…
Cuando Janos nació parecía normal. Había nacido de madre soltera, lo que desesperaba a Grigor, su abuelo, pero no significaba nada para mí. Sus manos tenían tres dedos y el pulgar, igual que las de Grigor y Marilena, pero esto no era más que una rareza, un rasgo heredado, sin ninguna connotación siniestra.
A medida que Janos crecía, se hizo evidente que yo había fracasado. Mi esperma, que yo intentaba por la pura fuerza de la voluntad mantener libre de las influencias púrpuras, había sido no obstante ligeramente infectado. Mi experimento era insensato: ¿puede un águila procrear una golondrina, o el lobo un sonrosado cerdito? Y cuánto más difícil es que un vampiro, cuyo mero toque infecta, engendre un niño inocente. Janos no era un verdadero vampiro, pero tenía la mala sangre de una de esas criaturas. Sí, y todos mis vicios multiplicados por dos, pero había heredado muy poco de mi flexibilidad, y nada de mi cautela. Claro que yo también había sido obstinado cuando joven; era su padre, y por consiguiente debía mostrarle el rumbo a seguir. Lo hice, y cuando hizo falta mano dura para que se detuviera, o rectificara su curso, la empleé sin demora.
Pero… él continuó siendo obstinado, orgulloso y cruel más allá de lo necesario. Su único aspecto bueno, en el que seguía fielmente mis enseñanzas, era la manera en que tenía dominados a los cíngaros. No sólo a los de Zirra, la tribu de su madre, que había aumentado con los años, sino a mis propios cíngaros, los de Ferengi. Todos ellos le amaban aún más que a mí. Y tal vez esto me amargó, e hizo que le tuviera un poco de celos. Y también podría ser que por esta razón me haya mostrado demasiado duro con él.
De todos modos, diré sólo una cosa más en su favor: amaba a su madre. Algo que está muy bien en los niños mientras lo son…; pero que no necesariamente sigue estándolo cuando se convierten en hombres. Porque hay amores y amores…, y tú comprenderás lo que quiero decir.
Entretanto, otros conflictos se habían ido gestando, y finalmente habían estallado en el mundo. Diez años antes, Saladino había invadido los reinos de los cruzados en Palestina; el siniestro mercenario Thibor combatía ahora en las fronteras de Valaquia, pagado por el oro de los príncipes títeres; en Turquía, los alzamientos mongoles se extendían como el fuego en un bosque cuando es atizado por el viento, y llegaban cerca de la frontera con Hungría. Otro Inocencio, el tercero, había sido elegido papa. Sí, relámpagos de tormenta cruzaban las oscuras nubes que cubrían los cielos del mundo.
¿Y qué lugar ocupaba Faethor Ferenczy en el orden de las cosas? En plena vejez y decadencia, deben de haber pensado algunos, en su castillo de las montañas. Enseñando modales a su hijo bastardo, mientras sus guardias cíngaros, feroces en otras épocas, bebían demasiado, se levantaban tarde y se burlaban de él a sus espaldas.
El tiempo seguía pasando sin demasiadas consecuencias para mí. Pero una mañana me levanté, sacudí la cabeza y miré a mi alrededor. ¡Me sentía atónito, aturdido, perplejo! Habían pasado veinte años, veinte rapidísimos años, sin que yo me diera cuenta. Pero en ese instante sí que lo percibí. Había vivido en una especie de letargo, enfermo, como hechizado: poseído por eso que los hombres vulgares llaman «amor». Sí, y me había reducido a la misma dimensión de esos hombres. Porque, ¿cuál era mi enigma ahora? No era más que un miserable boyardo, un oscuro barón cuyas posesiones, tierras baldías, nadie codiciaba. ¡Era el señor de una cochiquera de piedra en los riscos!
Acudí a Marilena y ella me leyó el futuro. Yo iba a embarcarme en una gran cruzada, grande y sangrienta, y ella no se interpondría en mi camino. No sabía cómo interpretar sus palabras. ¿Qué no se interpondría en mi camino, ella, que no soportaba separarse de mí? ¿Y a qué cruzada se refería? Pero ella se limitó a menear la cabeza. No había visto nada más, pero yo lucharía en una terrible guerra santa; y después de eso… todas sus artes adivinatorias al parecer fracasaban. ¡Ah!, ¿cómo podía yo saber que ella había leído su propio porvenir… y había descubierto que no tenía futuro?
Pero… Marilena había hablado de una terrible guerra santa. Medité sobre sus palabras, y decidí que era posible que estuviera en lo cierto. Las noticias viajaban lentamente en aquellos días, y en ocasiones ni siquiera me llegaban. Comencé a sentirme encerrado, y mis antiguos sentimientos de frustración retornaron, más intensos que nunca.
¡Ya tenía bastante de aquella vida! ¡Era hora de lanzarme al mundo!
Janos tenía casi veinte años; ya era un hombre; le dejé a cargo del castillo y me dirigí de incógnito a Szeged, para enterarme de la situación, y hacer mis planes en consecuencia. Mi decisión no podría haber sido más oportuna.
La ciudad era un hervidero de noticias: Zara, que había sido tomada poco tiempo antes por Hungría, iba a ser muy pronto sitiada por los cruzados francos. Una gran flota de francos y venecianos ya surcaba los mares, y el rey había enviado emisarios a todos los boyardos (también a mí, supuse) para que reunieran a sus hombres y cogieran las armas. ¡Marilena había leído bien mi futuro!
En toda la zona había hombres míos. Cíngaros. Les encontré fácilmente en mi viaje de vuelta a la montañosa frontera.
—Quiero que os reunáis conmigo en el castillo —les dije—. Formaré un pequeño ejército con los mejores. Iremos a Zara, y también más allá. Los pobres os haréis ricos. Luchad bajo mi bandera, y yo os haré a todos boyardos. Pero si me defraudáis, acabaré con vosotros, y dentro de cien años yo continuaré siendo un gran señor, y vosotros no seréis más que polvo, vuestros nombres olvidados.
Y regresé a mi hogar. Pero como viajaba a la manera de los wamphyri —al menos por la noche—, y no había permanecido mucho tiempo en Szeged, volví mucho antes de lo previsto. Esos pocos días que permanecí separado de Marilena habían aguzado mis instintos, y todo mi ser esperaba ansioso el «santo» y sangriento festín que me habían augurado. En las montañas mi criados cíngaros se habían vuelto gordos y perezosos, pero yo sabía cómo despertarlos. No me esperaban de vuelta tan pronto, pero cuando me vieran sabrían que yo era el Ferenczy de los viejos tiempos.
La última noche, mientras volaba a casa con mis grandes alas membranosas, llamé mentalmente a todos los jóvenes cíngaros de la tribu de Ferengi, dondequiera que estuvieran, y les dije que se reunieran conmigo en las cercanías de Zara. Y supe que me habían escuchado en sus sueños, y que allí estarían.
Y tras haberme sacudido veinte años de desidia, volé en una corriente de aire entre la luna y las montañas, y todos los lobos de los picos nevados se echaron a aullar, hasta que por fin llegué a las almenas de mi castillo, donde recobré mi figura humana. Después… busqué a mi mujer y a mi hijo, sí… ¡Y los encontré juntos!
Pero he ido demasiado aprisa, permíteme que vuelva a unos pasos atrás.
He dicho antes que en Janos no había nada del vampiro. Bueno, eso era lo que yo pensaba. Pero ¡qué equivocado estaba! El vampiro estaba en él, pero no en su cuerpo sino en su mente. Había heredado de mí la mente de un verdadero vampiro. Y también había heredado algo de los poderes de sus padres. ¿Algo? ¡Él era todo un poder!
¿Telepatía? ¡Cuántas veces en el curso de aquellos años había intentado yo leer su mente y había fracasado! Claro que eso no es algo tan especial: hay hombres —unos pocos, todo hay que decirlo— que son naturalmente resistentes. Sus mentes están cerradas, protegidas de talentos como el mío. ¿Y fascinación, o hipnotismo? En algunas ocasiones, cuando mi hijo se mostraba obstinado, yo había intentado hipnotizarlo para que hiciera lo que yo deseaba. Había sido inútil; mis ojos no podían ver en los suyos, no podían penetrar buscando su mente. Así pues, había dejado de intentarlo.
En verdad, la razón de mis fracasos no era que Janos fuera insensible, sino que su fuerza era tal que desafiaba cualquier intrusión, y le volvía impenetrable. Yo comparaba la situación con un tira y afloja, en el cual mi adversario había atado su parte de la cuerda a la raíz de un árbol, y era imposible vencerle. Pero no, no era nada tan complicado; él era simplemente más fuerte. Y lo que es más, había heredado el talento de su madre para las predicciones. Podía ver el futuro, o al menos una parte de éste. Sólo que en este aspecto nuestros talentos estaban más equilibrados, o yo nunca le hubiera cogido. Porque él veía los acontecimientos del futuro a la distancia, y medio desvanecidos, como los recuerdos de una historia que el tiempo hubiera oscurecido.
Pero ahora déjame volver a aquella noche.
Ya he dicho que mis instintos estaban más aguzados que en los veinte años anteriores, y cuando estuve cerca del castillo sentí que las cosas no estaban como debían. Formé en mi rostro el hocico de un murciélago para olfatear el aire del lugar, no se percibía la presencia de ningún enemigo, y tampoco parecía haber ningún peligro físico para mí, pero había algo raro. Avancé con más cautela, silencioso como una sombra, y deseé que no me vieran ni me oyeran. Pero no era necesario; Janos estaba demasiado… absorto —¡el muy cerdo!—, y su madre demasiado perpleja como para darse cuenta siquiera de cuál era el propósito de su hijo, que advirtió sólo cuando él le ordenó algo.
Pero estoy adelantándome a los acontecimientos.
Yo, al menos en el primer momento, no vi que se trataba de Janos. Pensé que el hombre era un cíngaro, y esto me produjo un gran asombro. ¿Un gitano, uno de los míos, en el dormitorio de mi mujer a esa hora de la noche? ¡Aquél era realmente un valiente! Tenía que hacerle saber lo mucho que admiraba su intrepidez mientras lo estrangulaba con sus propias entrañas.
Ésos fueron mis pensamientos cuando llegué a los aposentos de Marilena y mis sentidos de wamphyri me dijeron que mi mujer no estaba sola. Después de lo cual tuve que hacer denodados esfuerzos para evitar que mis dientes se convirtieran en afiladas guadañas y me cortaran las encías, y sentí que las uñas de los dedos de las manos se alargaban involuntariamente como cuchillos, y ésta fue también una reacción que apenas si pude controlar.
El dormitorio tenía una puerta exterior, una pequeña antecámara, y una segunda puerta que daba al dormitorio propiamente dicho. Muy suavemente, sin hacer ruido, probé la puerta exterior y la encontré atrancada. Se despertaron mis peores sospechas, y también mi ira. Claro está que podía echar la puerta abajo, pero así les hubiera puesto sobre aviso. Y yo quería verlos con mis propios ojos. Y entonces no habría negativa, ni mentira, ni disimulo posible para una escena grabada para siempre en mis pupilas.
Salí a un balcón, convertí mis manos y antebrazos en discos membranosos semejantes a las ventosas de un pulpo grotesco y me dirigí a la ventana de Marilena. La ventana era grande, en forma de arco, y se abría en un muro de más de metro ochenta de espesor. Las cortinas del interior estaban cerradas. Me subí a la ventana y abrí apenas la cortina, para espiar por la hendidura. En la habitación, una mecha que flotaba en un recipiente de aceite daba suficiente luz como para que lo viera todo. Aunque yo no necesitaba la lámpara, porque veía en la oscuridad tan bien o mejor que los hombres a la luz del día.
Y esto fue lo que vi:
Marilena, desnuda como una puta, acostada de espaldas en una mesa, sus piernas alrededor de la cintura de un hombre que permanecía de pie, esforzándose entre las piernas de ella, sus nalgas contraídas como puños, introduciéndose en Marilena como si estuviera martilleando una cuña. Y lo estaba, ¡una gruesa cuña de carne que dentro de un momento yo iba a meter en su garganta!
Pero entonces, en medio del enloquecido pulso de mi sangre, del retumbar de mi cerebro y del rugir de mis ofendidos sentimientos, la escuché decir con voz entrecortada:
—¡Sí, Faethor, así, así! ¡Lléname, mi amor vampiro, como sólo tú sabes hacerlo!
Pero… permíteme hacer una pausa…; todavía ahora me enfurezco al recordar aquello, a pesar de que no soy más que una voz de ultratumba…; permíteme hacer una pausa…, quiero explicarte algo.
Se me ocurre que he hablado muy poco de mí durante los veinte años de Marilena y de su hijo bastardo. Lo haré ahora, pero brevemente.
El hecho de que hubiera tomado una mujer no había modificado mi condición de vampiro. Ya antes había tenido mujeres, tenerlas está en la naturaleza del vampiro, del mismo modo que está en la naturaleza de las mujeres tener hombres. Pero nunca antes me había aficionado tanto a ninguna criatura. (Ya basta de la palabra «amor»; la he utilizado con demasiada frecuencia, y de todos modos no creo en el amor. Es una mentira, tal como son mentiras «honestidad» o «verdad» en su definición de reglas que todos los hombres de vez en cuando transgreden.)
Así, pues, aunque no había avasallado deliberadamente, o vampirizado a Marilena, yo era un wamphyri en todos mis pensamientos, humores y actividades. Pero al haber decidido que no iba a beber su sangre, y que mi carne no debía entrar en la de ella (con la sola excepción del comercio sexual, claro está), tenía que buscar mi sustento en otra parte. Yo no estoy obligado a beber sangre; en tanto pueda controlar el deseo, me las arreglo perfectamente con las viandas de los humanos. Pero para el vampiro la sangre es como la verdadera vida, del mismo modo en que el opio es una muerte segura para el adicto, y ambos hábitos son muy difíciles de dejar. En el caso del wamphyri, la criatura interior se asegura de que la adicción continúe.
Yo podía pasar largos períodos sin separarme de Marilena, pero a veces el deseo me vencía y me levantaba en la noche, cambiaba mi forma y volaba desde las almenas del castillo para buscar mi placer. Mi señora, claro está, no era tonta; hacía tiempo que había adivinado la verdadera naturaleza de su amante; además, todos los gitanos sabían que el cíngaro Ferengi servía a un amo vampiro. Y Marilena tenía celos de aquellos a quienes yo visitaba de vez en cuando.
Se despertaba cuando yo abandonaba el lecho y exclamaba:
—¡Faethor! ¿Me abandonas en la noche? ¿Vuelas hacia tu amante? ¿Por qué me maltratas así? ¿No te basta con mi cuerpo? ¡Tómalo y haz con él lo que quieras, pero no me dejes aquí sola, llorando!
Y yo le respondía:
—Busco a un hombre para beber su sangre. ¿Y tú dices que te soy infiel? ¿Cuándo noche tras noche, en las cuatro estaciones, yazgo contigo, y tienes de mí todo lo que quieres? ¿Y he faltado alguna vez a mis obligaciones? Pero la sangre es la vida, Marilena… ¿o acaso quieres verme reseco como una momia sobre las sábanas, y que cuando te despiertes por la mañana y me toques yo me haga polvo bajo tu mano?
Y ella entonces chillaba:
—¡Tú vas con mujeres! ¿Dices que buscas a un hombre para beber su sangre? ¡No, tú buscas a una mujer por su culo redondo, sus pechos salientes y su centro caliente, humeante! ¿Crees que soy idiota? ¡Ja, reseco como una momia! Si tienes el vigor de diez hombres. ¿Estás tan lleno de la semilla de los hombres, Faethor, que tienes que sembrarla o reventar? Dámela a mí, entonces. Ven, déjame que yo la chupe, y tu inquietud se desvanecerá.
¿Y qué hace uno en semejante situación? Es imposible discutir con una mujer en ese estado. Yo la había golpeado sólo una vez, y fue tan intenso mi remordimiento que nunca más volví a hacerlo. ¡Estaba tan…, tan apegado a ella!
Así pues, cuando ella me sorprendía escapando, yo le hacía el amor para demostrarle que no me atraía ninguna otra mujer. Sí, y ella me mantenía ocupado toda la noche, para asegurarse de que yo permanecería en la cama. Y esto sólo servía para aumentar mi apego hacia Marilena.
Pero había ocasiones en las cuales debía, salir, y en esos casos utilizaba una droga que, tomada con el vino, la tranquilizaba. O bien la hipnotizaba y la sumía en un sueño profundo, para poder salir luego en mis excursiones nocturnas.
Marilena, claro está, estaba en lo cierto; yo le mentía. Muy raramente buscaba yo hombres para absorber su fuerza vital. La sangre es la sangre, sí, ya sea de ave o de bestia, o incluso el néctar de otro vampiro, cuando se presenta la ocasión. Pero, aparte de esta dulce rareza, la sangre humana es superior. O, mejor dicho, la sangre de mujer.
Thibor me había dicho en una ocasión: con una joven se puede hacer muchas cosas, además de comerla. ¡Sí, el valaco tenía razón! Pero… no era que yo deseara serle infiel a Marilena…, era el vampiro dentro de mí quien me lo exigía. O al menos, ésa era mi excusa.
Yo no acudía a las mujeres cíngaras. Incluso antes de Marilena, sólo había ido con ellas por… comodidad, digamos, nunca para saciar mi hambre. No, ellas eran de los míos, y yo no iba a defraudar a mi gente. Pero me había aficionado a las mujeres de ciertos boyardos que se preciaban de ser los más modernos de su época. En aquellos días había numerosos castillos y mansiones, y a menudo los «señores» de esas casas estaban ausentes, atendiendo a los negocios del rey. Como ya he dicho, en el mundo se libraban numerosas guerras.
Recuerdo a una de esas señoras con las que yo me relacionaba, una dama de la casa de Bathory, llamada Elspa, vinculada a la realeza. Sí, y mi mal contagió a los Bathory y a sus herederos durante siglos. Hubo una, nacida en 1560, llamada Elisabeth, a quien casaron cuando era una niña con el conde Nadasdy. Curiosa coincidencia, el primer apellido del novio era Ferencz. ¿Qué? Sí, ya sé lo que estás pensando. Sí, ¿y por qué no? El incesto es una de las costumbres de los vampiros: incesto del cuerpo, del espíritu y de la sangre. Pero si estás en lo cierto…, ¡qué delicia! ¿Verdad? ¡Casarme con una de mis descendientes… diez generaciones después!
¡Ah, los Bathorys! Y Elisabeth, la «condesa sangrienta». Aunque a mí ya no me conozca nadie, ella al menos es una leyenda.
Y así volvemos a Janos, llevados por el tema del incesto. Y por el incesto más vil, su primera traición. ¿Dónde estaba…? ¡Ah, sí!
Allí estaba mi hijo, penetrando a su madre, bramando como un toro y derramando sudor y semen. Y el dormitorio era un completo desorden, con las ropas de ellos dos y las de la cama dispersas por todos lados, y con otras señales de que sus fornicaciones no se habían limitado a la superficie de la mesa; y los suaves pechos de Marilena enrojecidos por las furiosas caricias de Janos, mientras que con los muslos alrededor de la cintura de él lo incitaba a que la penetrara más profundamente. Eso es lo que vi desde mi posición detrás de las cortinas. Pero además, oía. ¡Oía a Marilena llamando a su hijo por mi nombre, diciéndole Faethor!
En ese momento podría haber entrado en la habitación, y haber asesinado a ambos. ¡Y lo deseaba, ya lo creo que lo deseaba! Pero… ¿por qué le había llamado Faethor a Janos? Y entonces, cuando él la levantó de la mesa y se tambaleó hacia adelante y hacia atrás, con ella colgada de su cuerpo y sacudiéndose hacia arriba y abajo sobre su pértiga, vi el rostro de mi mujer: completamente en blanco, a pesar de la lujuria animal. Los ojos redondos como platos, destacaban en medio de la palidez de la cara, aunque su color tendría que haber sido mucho más subido a causa de los esfuerzos.
¡Y supe de inmediato que Marilena estaba hipnotizada!
Y en ese instante, por primera vez, supe lo traicionero que mi hijo podía ser, y cómo me había engañado. Comprendí por qué mis poderes de wamphyri habían fracasado en él: porque él tenía poderes propios, que me había ocultado durante todos esos años. Y comprendí también por qué Marilena se mostraba tan renuente a dejarme marchar las noches en que me acuciaba el deseo; y por qué me había dicho cosas que en ese momento no había entendido. Que soñaba cosas malas cuando yo no estaba con ella y cuando despertaba nunca podía recordar de qué se trataba, y cómo se había magullado en sueños, y había despertado dolorida, y fatigada como tras una jornada de duro trabajo.
Sí, trabajo duro, porque él la había hecho trabajar y la había utilizado en esas ocasiones, haciéndole creer que yo era su fogoso amante. ¡Janos ocupaba mi lugar para violar a su madre! ¿Con qué frecuencia lo había hecho? Me volví loco de furia al pensarlo.
Irrumpí en la habitación, medio enredado con las cortinas. Había unas espadas cruzadas colgadas de la pared; las arranqué y salté sobre Janos con una de ellas en alto. Quería abrirlo en dos, pero él me vio e interpuso a su madre entre ambos. Ella fue quien recibió el golpe, y su cabeza se partió en dos y su cerebro chorreó por la abertura.
Mi ira se evaporó en un instante, y mientras Janos apartaba de él a mi Marilena, yo la cogí y la acuné en mis brazos. Mi hijo huyó de la habitación farfullando palabras ininteligibles, y yo me quedé solo con el grotesco cadáver…
No sé cuánto tiempo permanecí allí abrazado a aquella que ya no existía. Diversos planes cruzaron mi mente. Pondría algo de mi vampiro en ella, lo suficiente como para que creciera en su interior y curara su herida. Ella estaba muerta, pero no tenía por qué permanecer en ese estado… ¡podía ser una no-muerta! Sólo que entonces cambiaría, y mi Marilena no sería más que una esclava que acudiría cuando yo la llamara, una vampira. No, no podía soportar la idea de verla así cambiada, convertida en una criatura sin más voluntad que la mía.
O podía despedazar su cadáver y practicar un acto de necromancia, y averiguarlo todo sobre la infamia de mi hijo bastardo. Marilena había sido hipnotizada para olvidar todo lo hecho por él, pero su espíritu lo sabría, y su carne lo recordaría. No pude hacerlo, porque sabía que incluso los muertos sienten la agonía del contacto con el nigromante, y no quería causarle más sufrimientos. ¡Ah, si hubiera sido un necroscopio! Pero en aquella época ni siquiera sospechaba la existencia de poderes semejantes.
Permanecí allí sentado hasta que la sangre y los restos del cerebro de Marilena se secaron sobre mi cuerpo y su cadáver se puso rígido en mis brazos. Cuando mi desesperación cedió un poco, comencé a pensar con claridad, y claro está, también mi furia se debilitó.
Mataría a Janos, por supuesto, y en medio de los peores tormentos. Pero antes debía dar con él.
Me lavé, llamé a Gregor Zirra y a mis otros jefes cíngaros. Algunos dormían en la planta baja de mi castillo, pues en otra época me había sentido generoso y les había permitido que se alojaran permanentemente allí. Pero aquello se terminaría, pues ahora se aproximaban tiempos más duros, tiempos que empezaban en ese mismo instante.
Le mostré el cadáver de Marilena a Grigor y le dije:
—Esto lo ha hecho tu nieto, el de la impura sangre Zirra. ¡Y por lo que él hizo, que todos los Zirras sean malditos! Ya no eres bienvenido a la casa de Ferenczy. Vete junto con los tuyos, y que nunca más te encuentre yo en mis tierras.
Después de que Zirra se fuera, me dirigí al jefe que en una ocasión se había mostrado familiar y atrevido al hablarme.
—¿Cómo han llegado las cosas tan lejos? —le pregunté—. ¿No has cuidado de lo que era mío en mi ausencia?
—Señor, habíais ordenado a vuestro hijo que velara por vuestro castillo y vuestras tierras —y se encogió de hombros en un gesto que consideré de indiferencia—. Yo no he gozado de vuestra confianza ni de vuestros favores en muchos años.
—¿Acaso no eres un cíngaro? —gruñí mientras mis colmillos se alargaban y mis uñas se transformaban en cuchillos—. ¿Y no soy yo el señor de Ferenczy? ¿Desde cuándo debo pedir lo que me es debido, y ordenar lo que siempre ha sido tu deber?
Hablé con calma, pero todos los que estaban en la habitación retrocedieron, excepto el jefe al que me dirigía, y al que tenía sujeto por el hombro.
Después… ¡desenfundó un puñal e intentó acuchillarme! Pero yo me limité a sonreírle torvamente y le detuve con la mirada. Y el jefe cíngaro, temblando, dejó caer el puñal y dijo:
—¡He traicionado tu confianza! Destiérrame también a mí, señor, y permíteme marchar con los Zirras.
Le enseñé los dientes en mis encías sangrantes, y bostecé para que viera el negro agujero de mis fauces. Él sabía que yo podía cerrar esas mandíbulas en su cara y destrozarla. Pero lo arrastré hasta la ventana.
—¿Desterrarte? —dije—. ¿Y adónde te gustaría ir?
—¡A cualquier parte! —jadeó—. ¡A cualquier lugar lejos del castillo!
—¿Lejos del castillo? —dije mirando por la ventana—. ¡Bien, que así sea!
Y antes de que pudiera decir nada, lo lancé por la ventana. Gritó sólo una vez antes de que su cuerpo se destrozara contra las rocas, y luego no se oyó nada más.
Después de ver esto, los otros jefecillos cíngaros seguramente pensaban en huir, pero les advertí que no lo hicieran.
—Si escapáis, os buscaré uno a uno, y devoraré vuestros corazones. —Y al cabo de un instante, cuando vi que nadie osaba moverse, continué—: Ahora marchaos, y encontrad a mi hijo. Me lo traeréis, y yo me encargaré de él. Y después nos reuniremos, pues tengo que hablaros de cosas muy importantes. Partiremos en una gran cruzada. Faethor Ferenczy será otra vez un gran poder en el mundo, y vosotros haréis fortuna. Sí, pero tendréis que ganárosla…