La lengua muerta
Cuando regresaba a su casa, después de dejar a Sandra en Bonnyrig, Harry se detuvo en un quiosco y compró un paquete de cigarrillos. Miró la vuelta, pero no intentó comprobar si estaba bien. No podría, aunque quisiera. Podían engañarle cada vez que compraba algo: él no se daría cuenta.
Eso era también obra de Harry hijo. En la actualidad, era absolutamente incompetente en matemáticas. ¿Cómo podría utilizar la banda de Möbius, si ni siquiera podía calcular la vuelta de un paquete de cigarrillos? Sandra se ocupaba de pagar todas sus cuentas. ¿Qué se había hecho de su intuición matemática? ¿Y las ecuaciones de Möbius? ¿Dónde diablos estaban? ¡Si ni siquiera podía representarse la ecuación más simple!
Y Harry se preguntó una vez más si su vida pasada había sido un sueño, una fantasía, un mero producto de su imaginación. Sí, recordaba muy bien cómo había sido todo aquello; pero cuando intentaba contárselo a Sandra, sólo podía hacerlo a la manera de un sueño, o de un libro leído en la infancia, y ya medio borrado de la memoria. ¿Había hecho realmente todas esas cosas? Y si así era, ¿quería de verdad ser capaz de hacerlas otra vez? ¿Deseaba hablar con los innumerables muertos, y pasar por puertas que nadie sospechaba que existían para viajar velozmente en el metafísico continuo de Möbius?
¿Lo deseaba? Quizá no; pero ¿qué era él sin ese don? La respuesta: Harry Keogh, un don nadie.
Una vez en su casa, fue al jardín y contempló de nuevo las piedras.
KENL
TJOR
RH
No tenían para él ningún significado, pero aun así fijó en su mente aquella escritura sin sentido. Después trajo la carretilla, la cargó con las piedras y las devolvió al muro donde… Se detuvo un instante, frunciendo el entrecejo, y luego las llevó otra vez al césped. Y allí las dejó, sin sacarlas de la carretilla.
Si alguien estaba intentando decirle algo, ¿por qué ponerle las cosas aún más difíciles?
Harry, de vuelta al interior de la casa, subió las escaleras hasta llegar al desván, una habitación amplia y polvorienta que nadie sospechaba que existía, con una ventana en la parte de atrás y una bombilla eléctrica que colgaba de una viga del techo. Tenía también un gran número de estantes llenos de libros. El desván era ahora una especie de monumento funerario a su obsesión. Todos los hechos y las ficciones estaban allí, todos los mitos y las leyendas, las «condenas definitivas» y las «evidencias irrefutables», que demostraban su existencia, su inexistencia —o se mostraban indecisas entre una y otra posibilidad—. Allí estaba todo, absolutamente todo lo que se conocía —y Harry había estudiado— sobre la naturaleza de los vampiros.
Todo esto era en verdad una especie de chanza macabra porque, ¿cómo podría alguien comprender plenamente la naturaleza del vampiro? Claro que si algún hombre podía, éste era Harry Keogh.
Pero Harry no había subido al desván a consultar una vez más sus libros o a sumergirse más profundamente en el miasma de épocas, tierras y leyendas del pasado. No, porque él creía que ya había pasado el tiempo del estudio, y de los vanos intentos por comprender. Sus sueños de hebras rojas entre las azules eran cosas inmediatas, del «ahora»; y si algo había aprendido en el curso de su extraña vida, era a confiar en sus sueños.
¡Los wamphyri tienen poderes, padre!
¿Un eco, un susurro, un ratón que se escabullía? ¿O un recuerdo?
¿Cuánto tiempo pasará hasta que te busquen y te encuentren?
No, en esta ocasión Harry no estaba aquí para investigar en sus libros. Las tácticas del enemigo deben estudiarse antes del ataque. Si él está golpeando a tu puerta, ya es demasiado tarde. Y aunque todavía no lo había hecho, Harry había soñado cosas, y confiaba en sus sueños.
Cogió de la pared donde estaba colgada un arma moderna (sí, moderna, aunque su diseño no había cambiado mucho en dieciséis siglos) y la llevó hasta una mesa, donde la depositó sobre una capa de periódicos para limpiarla, aceitarla y dejarla en condiciones de ser utilizada. Tenía esta arma, y en un rincón había también una cimitarra cuya hoja curva brillaba como una navaja.
¡Qué extrañas armas éstas para ser utilizadas contra una fuerza cuyo poder destructor era potencialmente mayor que cualquiera de los juguetes nucleares del hombre! Pero por el momento eran las únicas con que contaba Harry.
Y sería mejor que las dejara en condiciones…
La tarde transcurrió sin ningún incidente. ¿Y por qué no habría de ser así? Habían pasado años enteros sin incidentes, dentro de los parámetros de la mentalidad e identidad de Harry Keogh. Pasó casi todo el tiempo considerando su posición (que era ésta: ya no era un necroscopio, y no tenía acceso al continuo de Möbius), y la manera en que podría mejorar esta posición y recuperar sus talentos antes de que éstos se atrofiaran por completo.
Era posible —aunque muy difícil, considerando su actual incapacidad para el cálculo— que, si hablaba con Möbius, éste pudiera ayudarle a estabilizar el mecanismo matemático que se había desquiciado en su mente. Claro que antes tendría que ser capaz de hablar con el matemático, cosa que evidentemente en la actualidad era imposible. Porque Möbius estaba muerto desde hacía más de cien años, y a Harry le habían prohibido hablar con los muertos, so pena de agonía mental.
Él no podía hablar con los muertos, pero puede que éstos estuvieran estudiando la manera de comunicarse con él. Harry sospechaba —no, estaba seguro— que hablaba con ellos en sueños, aunque le había sido prohibido recordar, o obrar de acuerdo a lo que ellos le dijeran mientras dormía. Pero sabía que le habían hecho advertencias, aunque ignoraba acerca de qué.
Había algo de lo que estaba seguro, no obstante: sabía que dentro de él, y dentro de todos los hombres, las mujeres y los niños que poblaban la Tierra, había una hebra azul que venía del pasado y constituía el futuro de la humanidad, y que él había soñado —o había sido prevenido— que entre el azul había hebras rojas.
Y aparte de esto —de la ineludible sensación de algo inminente y terrible—, el resto del asunto era un rompecabezas chino sin solución, un laberinto sin salida, la raíz cuadrada de menos uno, cuyo valor sólo puede ser expresado en abstracto. Harry sabía esto, a pesar de que había olvidado lo que significaba. Y era un rompecabezas que había estudiado hasta el aturdimiento, un laberinto que había explorado hasta caer rendido, y una ecuación que no había intentado resolver porque, tal como le sucedía con todos los conceptos matemáticos, no podía ni siquiera leerla…
A la noche se sentó a mirar televisión, intentando relajarse. Pensó llamar a Sandra, pero no lo hizo. Había algo que la preocupaba, Harry lo había percibido; además, ¿qué derecho tenía él a complicarla en esto…, fuera lo que fuese? Ninguno.
Ya entrada la noche, Harry se preparó para ir a dormir, pero acabó dormitando en su sillón. La pantalla parabólica del jardín recogía señales y las traducía en imágenes en la pantalla del televisor. Le despertó el ruido de aplausos, y descubrió un presentador americano hablando con una mujer gorda que tenía la mirada más humana y conmovedora que Harry había visto en mucho tiempo. El programa se llamaba «Gente interesante», o algo por el estilo, y Harry ya lo había visto en otra ocasión. Por lo general, era cualquier cosa menos interesante, pero ahora oyó la palabra «extrasensorial» y prestó atención. Todo lo que se refería a la percepción extrasensorial le parecía fascinante.
—Así pues, usted se quedó sorda cuando tenía dieciocho meses y nunca aprendió a hablar, ¿verdad? —le dijo el esquelético presentador a la mujer gorda.
—Así es —respondió ella—, pero tengo una memoria increíble, y evidentemente había oído muchas conversaciones antes de quedarme sorda. De todos modos, no había aprendido a hablar, de modo que no sólo era sorda sino también muda. Y luego, hace tres años, me casé. Mi marido es técnico en un estudio de grabación. Me llevó un día, y cuando le vi trabajar, de repente establecí la relación entre los sensores oscilantes de sus máquinas y el sonido de las voces y los instrumentos del grupo que estaba grabando.
—Entonces, de repente usted tuvo la idea del sonido, ¿no es así?
—Exactamente —la mujer gorda sonrió y continuó—: Yo había aprendido el lenguaje de los signos o dactilología (que yo mentalmente llamaba la «lengua muda») y también sabía que la gente sorda puede mantener conversaciones perfectamente normales, en lo que yo llamaba la «lengua sorda». Pero yo nunca lo había intentado porque no entendía el sonido. Mi sordera era total, absoluta. El oído no existía…, ¡o sólo existía en mi memoria!
—¿Y entonces fue a ver a ese hipnotizador?
—¡Ya lo creo que fui! Fue muy duro, pero él es muy paciente, y además conocía el lenguaje mudo. De modo que me hipnotizó, y me hizo recordar todas las conversaciones que había oído cuando era un bebé. Y cuando desperté…
—¿Podía hablar?
—Sí, tal como me está oyendo ahora.
—¡Increíble! Con una sintaxis perfecta, y casi sin acento. Señora Zdzienicki, la suya es una historia fascinante, y usted es una de las personas más interesantes que han visitado este programa.
La cámara se detuvo en el rostro sonriente del presentador, que subrayó sus palabras con un frenético gesto afirmativo.
—¡Sí, señora! Y ahora, sigamos con…
Pero Harry se había levantado para apagar el televisor, y cuando la pantalla se oscureció vio que ya era de noche. Cerca de medianoche, y la temperatura de la casa había bajado porque la calefacción se había apagado automáticamente. Ya era hora de meterse en la cama…
Aunque tal vez miraría una entrevista más con alguna de esas interesantes personas. No recordaba haber encendido el televisor; pero cuando la imagen apareció, Harry fue absorbido al interior de la pantalla y se encontró con Jack Garrulous, o como quiera que se llamase el presentador, a la deriva en el continuo de Möbius.
—¡Bienvenido al programa, Harry! —dijo Jack—. Estoy seguro de que todos le encontraremos muy interesante. Y he de decirle que todos admiramos mucho este…, bueno…, este lugar tan peculiar que usted se ha conseguido. ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Éste es el continuo de Möbius —respondió Harry, un poco nervioso—, y yo no debería estar aquí.
—¡Pero en este programa todo vale, Harry! ¡Usted está en una hora de máxima audiencia, hijo, así que nada de timideces!
—¡Pero todas las horas son importantes, Jack, todo el tiempo es importante! ¿Así que usted está interesado en el tiempo? En ese caso, mire aquí —y, cogiendo a Garrulous por el codo, lo guió a través de una puerta del tiempo futuro.
—¡Muy interesante! —aprobó el presentador, y juntos se deslizaron en el futuro, rumbo a la lejana bruma azul que era la expansión de la humanidad en las tres dimensiones mundanas del universo espacio-temporal—. ¿Y qué son todas esas hebras azules, Harry?
—Las hebras de la vida de la raza humana —explicó Harry—. ¿Ve allí, esa hebra que comienza en este instante, de un azul tan puro y brillante que es casi cegador? Es un bebé recién nacido, con un largo camino por recorrer. ¿Y esa otra que se desvanece gradualmente, presta a desaparecer? —Harry bajó la voz en un gesto de respeto—: Es la de un anciano a punto de morir.
—¡Qué cosas dice! —exclamó asombrado Jack Garrulous—. Pero claro que usted lo sabe todo acerca de eso, ¿no es verdad, Harry? Quiero decir, lo sabe todo sobre la muerte. ¿No es usted, después de todo, un necro… necrono-sé-qué?
—Sí, soy un necroscopio —asintió Harry Keogh—. O mejor dicho, lo era.
—¿Qué les parece eso, muchachos? —Jack se dirigió a la audiencia, sonriendo con dientes grandes como teclas de piano—. ¡Harry Keogh es el hombre que habla con los muertos! ¡Y ellos sólo le responden a él… y de muy buena gana! Porque le quieren. Entonces —se dirigió a Harry—, ¿qué nombre le da usted a esa clase de conversaciones, Harry? Quiero decir, cuando habla con los muertos. Ya vio usted hace un rato, cuando charlábamos con la señora Zdzienicki, que nos hablaba de la «lengua muda» y la «lengua sorda» y…
—Yo le llamo al idioma que hablo con ellos la «lengua muerta» —le interrumpió Harry.
—¿La lengua muerta? ¿De verdad? ¡Diablos! ¡Qué interesante es usted! —El presentador hizo una pausa, mirando por sobre el hombro de Harry.
—¿Sí?
—Una última pregunta, hijo —dijo Garrulous con tono apremiante, los ojos fijos en algo que estaba fuera del campo de visión de Harry—. Usted nos habló de las hebras azules de la vida, ¿pero qué significa una hebra roja?
Harry volvió bruscamente la cabeza y miró, los ojos muy abiertos. ¡Y vio una hebra roja que se acercaba reptando hacia él!
—¡Vampiro! —aulló, y abandonando el sillón, se refugió en la oscuridad de la habitación.
Y en el quicio de la puerta vio una silueta: sólo podía ser aquello que él sabía que un día vendría a buscarlo.
Junto al sillón había una mesilla que Harry, al levantarse, había tumbado. Sus dedos, tanteando en la oscuridad, encontraron dos cosas: una lámpara de mesa que había caído al suelo y el arma que había puesto en condiciones ese mismo día. Y estaba cargada.
Harry encendió la lámpara, se lanzó agachado detrás del sillón esgrimió la ballesta de reluciente metal. Y vio que su peor pesadilla había entrado en la habitación.
La criatura no disimulaba su naturaleza: su piel de color gris pizarra, sus abiertas mandíbulas y lo que contenían, sus orejas puntiagudas y la capa de cuello alto que destacaba su cabeza y sus amenazantes facciones. Era un vampiro… ¡cómo los que aparecen en los tebeos! Pero aunque se dio cuenta de que no era verdadero (y él, más que nadie, debería saberlo), Harry tensó su dedo en el disparador del arma.
Su reacción fue total. El cuerpo que había entrenado hasta alcanzar la perfección, funcionaba tal como lo había programado durante cientos de simulacros de esta situación. Y a pesar de que acababa de despertarse —y de que sabía que la criatura que había entrado en la habitación era una falsificación—, la adrenalina corría por sus venas, su corazón bombeaba en el pecho con fuerza y el cuadrillo de cerca de cuarenta centímetros de la ballesta salió disparado en el aire. En la última milésima de segundo, Harry trató de evitar el desastre elevando la ballesta hacia el techo. Y lo consiguió, pero apenas.
Wellesley, cuando vio que Harry empuñaba una ballesta, había intentado retroceder, el rostro desencajado en una mueca de terror. El cuadrillo le pasó rozando la oreja, atravesó el cuello de la capa del traje de época que llevaba puesto, y su impulso arrastró a Wellesley contra la pared. El proyectil se hundió profundamente en el enlucido y los antiguos ladrillos, sujetando al jefe de la Organización E, que quedó allí clavado.
Wellesley escupió los dientes de plástico que llevaba en la boca, y que eran parte de su disfraz, y gritó:
—¡Idiota, no ve que soy yo!
Pero lo decía más para que le oyera Darcy Clarke, que estaba en algún lugar de la oscura casa, que Harry Keogh. Porque mientras Wellesley gritaba, su mano ya estaba debajo de la capa, cogiendo la pistola reglamentaria, una Browning de 9 milímetros. Esta era su gran oportunidad: Keogh lo había atacado, tal como él había esperado. Sería, pura y simplemente, un caso de defensa propia.
Harry, dispuesto a no correr el menor riesgo, había puesto otro proyectil en la ballesta, que estaba presta a ser disparada. En una especie de movimiento en cámara lenta, producto de sus propias acciones, vio que el brazo de Wellesley se enderezaba y se ponía en posición de disparar. Harry, no obstante, no podía creer que el hombre fuera a dispararle. ¿Por qué? ¿Qué razón tenía? O quizá Wellesley temía que fuera a utilizar por segunda vez la ballesta. Debía de ser eso, sí. Harry dejó caer su arma y alzó las manos.
Pero Wellesley no bajó el brazo. Sus ojos relucían, y sus nudillos palidecieron sobre el gatillo de la automática. Y sonreía mientras gritaba:
—¡Keogh, no sea loco! ¡No… no!
Y entonces… tres cosas sucedieron casi simultáneamente. Una: la voz de Darcy Clarke, que Harry reconoció de inmediato, gritó:
—¡Wellesley, salga de ahí! ¡Salga inmediatamente de ahí! —y los pasos del agente, que se acercaba, resonaron en el corredor, como resonó su maldición cuando tropezó con un tiesto con una planta y lo volcó.
Dos: Harry se arrojó hacia atrás, y se parapetó tras el sillón cuando comprendió cuál era la intención de Wellesley, y oyó el zumbido de la primera bala que erró por pocos centímetros. Y se levantó para coger la ballesta, justo a tiempo para ver cómo la furia y el deseo de matar en la mirada de Wellesley se transformaban en inconmensurable horror ante algo que parecía estar detrás de Harry.
Tres: el ruido de cristales rotos, cuando algo mojado, pesado y torpe entró destrozando las puertas del patio, algo que recibió los disparos de Wellesley que en un principio estaban destinados a Harry.
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! —gritó el director de la Organización E vaciando su pistola por encima de la cabeza de Harry, quien a su vez se volvió hacia las destrozadas puertas de cristal.
Allí, tambaleándose por el impacto de los disparos pero no obstante en pie, se hallaba algo —alguien, aunque sería difícil decir quién era— que Harry creía no volvería a ver nunca. Y aunque no le conocía, sabía que era un amigo. ¡En los viejos tiempos todos los muertos habían sido sus amigos!
Este difunto estaba hinchado y empapado, pero intacto. No llevaba mucho tiempo muerto, aunque sí el suficiente como para oler muy mal. Y detrás de él venía otro cadáver, marchito, polvoriento, casi momificado. Ambos estaban amortajados y llevaban una piedra en la mano, y se dirigían hacia Wellesley, que aún estaba sujeto a la pared por el cuadrillo de la ballesta y continuaba apretando el gatillo de su vacía pistola.
Y Harry lo único que pudo hacer fue quedarse allí agazapado y mirar cómo los cadáveres se acercaban al director de la Organización E —que había enloquecido de terror—, y comenzaban a levantar las piedras a modo de arma.
En ese instante se encendió la luz del pasillo y Darcy Clarke entró en la habitación. Su talento para sobrevivir —que nadie percibía, excepto el propio Darcy— le gritaba que saliera corriendo de allí, pero no hizo caso de la advertencia. Después de todo, los muertos no dirigían su hostilidad contra él, sino contra su jefe.
—¡Harry! —gritó Darcy cuando vio lo que sucedía en la habitación—. ¡Por Dios, deténlos!
—¡No puedo! —le respondió Harry, también gritando—. ¡Sabes muy bien que no puedo!
Pero lo que sí podía era interponerse entre Wellesley y sus atacantes, y lo hizo. Se levantó de un salto, y consiguió meterse entre el desesperado Wellesley y las muertas criaturas. Y los dos cadáveres interrumpieron su marcha, y permanecieron con los brazos levantados, esgrimiendo las piedras. El más húmedo e hinchado intentó suavemente hacer a un lado a Harry. Y quizá lo hubiera conseguido, pero Harry, en un impulso suicida, les ordenó:
—¡No! ¡Volved al lugar de donde habéis venido! ¡Estáis cometiendo un error!
O al menos esto fue lo que intentó decir, pero sólo consiguió articular «volved al lugar…». Porque le habían prohibido hablar con los muertos. Pero, por suerte para Wellesley, a los muertos no les estaba prohibido obedecerle.
Harry se cogió la cabeza entre las manos y aulló de dolor, sacudiéndose como un títere espasmódico, y los muertos dejaron caer sus piedras, se volvieron y regresaron a la oscuridad de la que habían salido.
Wellesley, que había recuperado el habla, se dirigió a Darcy Clarke con voz de demente:
—¿Lo ha visto? ¿Lo ha visto? ¡Yo no lo creía, pero ahora lo he visto con mis propios ojos! ¡Los llamó para que me atacaran! Es un monstruo, por Dios, un monstruo. ¡Pero esto es lo último que hará, Harry Keogh, lo último!
Wellesley estaba cargando de nuevo su pistola cuando Clarke lo golpeó con todas sus fuerzas. La pistola y los proyectiles volaron por el aire, y Wellesley quedó colgado de la pared, sujeto por el cuadrillo de la ballesta.
Después se oyeron otros pasos, y entraron los dos agentes que habían permanecido en el exterior de la casa. Los hombres se preguntaron qué diablos estaba pasando allí, cuando vieron a Darcy en el suelo, con Harry, que se debatía presa de un dolor insoportable, en sus brazos. Y luego Harry Keogh se deslizó en el profundo y oscuro pozo del misericordioso olvido…
Muchas cosas ocurrieron en las nueve horas que Harry permaneció durmiendo. Llamaron a un médico de confianza de la Organización para que le viera, y también para que le inyectara un sedante a Wellesley. Clarke consideró que Sandra debía estar allí —y que debería haber estado desde el primer momento—, y se comunicó con ella; y cuando llegó la mañana, y Harry y Wellesley daban señales de que comenzaban a volver en sí, el oficial de guardia de la sede central de la Organización E llamó por teléfono.
En la Organización estaban enterados de lo sucedido. Darcy, claro está, había llamado al oficial de guardia tan pronto como pudo, le había informado de todos los acontecimientos, y también de lo que él había hecho, y al mismo tiempo había presentado su renuncia ante el ministro de quien dependían. Y también había sugerido que tal vez deberían pensar en alguien para reemplazar a Wellesley, que parecía estar algo más que chiflado. Darcy, recordando el plan de Wellesley para aterrorizar a Harry Keogh de tal manera que éste se viera forzado a utilizar el continuo de Möbius, plan que él, Darcy Clarke, había secundado, se dijo que era probable que él también estuviera un poco chiflado.
Cuando Sandra llegó, parecía preocupadísima, y después de que Darcy le explicara lo sucedido, ella le había dicho poco más o menos lo mismo, y probablemente le habría hablado en términos mucho más fuertes si no hubiera visto que Darcy estaba realmente contrito. Sandra no le culpó porque era evidente que él se culpaba a sí mismo, de modo que, en lugar de enfadarse, la joven se limitó a sentarse junto a Harry, y a velar a su lado toda la noche y parte de la mañana. Y hacía pocos minutos, cuando estaban tomando la tercera taza de café, había sonado el teléfono. Llamaban desde las oficinas de la Organización E, y querían hablar con Darcy Clarke. Él había cogido el teléfono, había escuchado durante un largo rato lo que decían desde el otro lado de la línea, y cuando colgó se había quedado un minuto reflexionando.
Habían acostado a Wellesley en el dormitorio de Harry, en la planta alta, con uno de los agentes montando guardia; Harry ocupaba el sofá del estudio donde habían tenido lugar los acontecimientos.
Taparon los cristales rotos de las puertas con una manta para que no entrara el frío de la noche. Sandra, Darcy y el otro hombre de la Organización E se quedaron en el estudio con Harry, y lo único que podían hacer era esperar a que despertara.
Pero Darcy, tras la llamada telefónica, podía hacer algo más, y la rapidez con que habían cambiado las circunstancias le había dejado sin aliento. Sandra había visto los rápidos cambios de expresión que registrara su rostro mientras le hablaban por teléfono; y ahora, al percibir telepáticamente una ráfaga de la confusión que reinaba en la mente de Darcy —y también alivio, y quizá sorpresa—, le preguntó:
—¿Qué te han dicho, Darcy?
Darcy la miró con ojos ligeramente desenfocados, y luego se dirigió al otro agente:
—Eddy, suba al piso de arriba y hágale compañía a Joe. Y cuando Wellesley despierte, dígale que está arrestado.
—¿Qué dice? —le espetó el otro, incrédulo.
—Acabo de hablar por teléfono con el oficial de guardia, y el ministro estaba con él. Parece que nuestro compañero Norman Wellesley ha estado tonteando con un individuo muy sospechoso de la embajada rusa. Está suspendido de todas sus funciones, y tenemos que entregarlo a la gente del MI5. Por el momento, yo estoy a cargo de la dirección de la Organización.
Cuando Eddy se fue arriba, Darcy le dijo a Sandra:
—Esto no es más que una pequeña parte. Me temo que tenemos un gran problema.
—¿Tenemos? —dijo ella con retintín—. No. Yo estoy fuera del asunto, sea lo que sea. Puede que hayan rechazado tu renuncia, pero no la mía. He terminado definitivamente con la Organización.
—Sí, ya sé —dijo él—, y quise decir que yo tengo un problema. No es sólo una cuestión de trabajo, sino personal. Y me temo que no puedo renunciar hasta que no lo haya resuelto. Pero tú seguramente no quieres ni siquiera enterarte, ¿o me equivoco?
—Bueno, escucharte no me hará daño —respondió Sandra.
—Se trata de Ken Layard y de Trevor Jordan —comenzó a explicar Darcy—. Estaban en Rodas, siguiendo un alijo de droga en el Mediterráneo. Y ahora parece que han sufrido un contratiempo muy serio.
—¿Están mal?
Sandra conocía a los dos hombres. De hecho, Jordan, el telépata, había sido su padrino en la Organización; la joven también conocía sus dones, y la excelente reputación de que ambos gozaban.
—Muy mal —respondió Darcy—. Y…, ¡y es algo muy extraño! Tendré que ir personalmente a averiguar qué ha pasado. Éramos muy amigos.
—¿Extraño? ¿Y por qué? —insistió Sandra.
—Trevor tuvo algunos problemas los últimos días. Nada importante, y pensaron que quizá se debía a que habían comido o bebido demasiado, o alguna cosa por el estilo. Y ahora parece que está completamente loco… o lo estaría, si no estuvieran administrándole sedantes todo el tiempo en un hospital psiquiátrico en Rodas. Y hace dos noches…, no, perdón, tres, cuando estoy cansado como ahora suelo confundirme, sacaron a Ken Layard del agua medio ahogado y con un fuerte golpe en la cabeza. El diagnóstico fue conmoción cerebral, nada más, pero lo extraño es que no está recobrándose como sería de esperar. Hay algo en todo eso que me huele mal.
—¿Cómo dices? —preguntó Harry Keogh como si le costara pronunciar cada palabra, e intentó sentarse en la cama.
Darcy y Sandra corrieron a su lado. El agente le ayudó a incorporarse mientras Sandra le acariciaba la cabeza.
Harry se soltó, y tras pasarse la lengua por los labios resecos dijo:
—Sé buena y tráeme una taza de café —y cuando la joven se marchó, concentró su atención en Darcy—. Nombres —le urgió.
—¿Cómo?
—Has mencionado a algunas personas —Harry aún hablaba con dificultad, como si le costara pronunciar las palabras—. Gente de la que yo he oído hablar, y que he conocido cuando estaba en la Organización E. —Harry puso cara de asco—. ¡Dios, qué gusto horrible tengo en la boca! —Y de repente recordó lo sucedido, y en su rostro apareció una expresión de asombro—. ¡Ese idiota quería matarme! Y luego… —Se sentó bruscamente, y sus ojos registraron la habitación.
—Eso fue anoche, Harry —le dijo Darcy, que sabía lo que Harry buscaba—. Y… ahora se han marchado. Se fueron cuando les ordenaste que lo hicieran.
La angustia desapareció en parte de la expresión de Harry, reemplazada por el gesto amargo de un hombre que se siente traicionado.
—Tú estabas aquí con Wellesley —dijo en tono acusador.
Darcy no lo negó.
—Sí —respondió—, estaba con él, pero por última vez. Obedecía órdenes, o al menos intentaba hacerlo, pero ya sé que eso no es una excusa. No debería haber estado aquí. Pero ahora… tengo un último trabajo que realizar, y luego abandonaré definitivamente la Organización E. Espiar no es mi vocación, Harry, ¡y mucho menos joder a mis amigos! En cuanto a Wellesley, no creo que de ahora en adelante pueda molestarnos.
—¿Por qué? —Harry palideció—. No me digas que ellos…
—No —respondió de inmediato Darcy—, no le hicieron ningún daño. Les ordenaste que se marcharan, y te obedecieron. Y luego perdiste el conocimiento.
Sandra entró en la habitación con el café para Harry.
—¿Qué es ese asunto de los nombres? —quiso saber la joven.
Harry tomó un sorbo de café, sacudió levemente la cabeza, como probando sus fuerzas, y se quejó:
—¡Dios, cómo me duele!
Sandra cogió unas pastillas de su bolso y se las dio. Harry las tomó con el café.
—Nombres, sí —dijo luego—. Los nombres de la gente de la Organización E. Estabas hablando de ellos cuando yo desperté.
Darcy le contó lo sucedido a Layard y a Jordan, y mientras hablaba el rostro de Harry fue adoptando una expresión preocupada. Al final, después de que Darcy terminó, Harry miró a Sandra.
—¿Y bien? —preguntó.
Ella le miró, desconcertada.
—¿Qué quieres, Harry? —preguntó por fin.
—Cuéntale lo de las piedras del jardín.
Y ella comprendió de inmediato.
—¡Ken L.! ¡Y T.Jor!
Ahora era Darcy quien parecía confuso.
—¿Podéis explicarme de qué se trata? —preguntó.
Harry se levantó, se tambaleó levemente, y luego se dirigió al jardín. Todavía llevaba puesto el pijama.
—¡Ve con cuidado! —le previno Darcy—. Todavía hay muchísimos trozos de cristal. Me temo que anoche no barrimos muy bien.
Harry evitó los cristales y cogió la manta. Los otros dos le siguieron. Cruzó descalzo el jardín, y señaló unas cuantas piedras que habían dejado en la hierba.
—Mirad allí. Eso es lo que estaban haciendo cuando Wellesley me atacó. Dicho sea de paso, sería bueno que cuando tengas algún momento libre, dentro de una o dos semanas, me expliques lo sucedido.
Harry se dirigía tanto a Sandra como a Darcy.
—¡Harry, yo no tuve nada que ver con eso! —protestó Sandra.
—Pero trabajas para la Organización.
—Ya no —respondió ella, y luego, llevada por su miedo a perderlo, se apresuró a explicarle—: Intenta comprenderlo, Harry. Al principio, tú no eras más que un trabajo, aunque distinto de todos los que me habían dado antes. Además, yo lo hacía por tu bien; al menos eso es lo que ellos me dijeron. Pero no estaba planeado, ni por mí ni por la Organización, que yo me enamorara de ti. Sucedió, sin embargo, y ahora pueden quedarse con su trabajo.
Harry sonrió apenas y luego se tambaleó. Sandra de inmediato se acercó y le sostuvo.
—¡No deberías estar levantado, tienes muy mal aspecto!
—Sólo estoy un poco mareado —respondió Harry—. Pero volvamos a lo que decías antes; cuando estaba despertando lo oí todo. ¡Qué diablos!, me parece que supe desde siempre que eras de la Organización. Tú y el viejo Bettley. ¿Y qué importa? Yo también fui agente en una época. Además, seamos sinceros, necesito toda la ayuda que puedan darme.
Darcy continuaba mirando las piedras, el entrecejo fruncido.
—¿Significará esto lo que yo creo que significa? —preguntó, y todos leyeron la palabra incompleta:
RHODA
—Sí, es Rodas —asintió Harry—. No tuvieron tiempo de terminarla. Y ahora todo tiene sentido.
—Sí, ¿pero cuál? —dijeron Sandra y Darcy al unísono.
Harry les miró, y no intentó disimular su temor.
—Es algo por lo que he rezado para que no sucediera, pero no obstante, desde que regresé de Starside sospechaba que tarde o temprano tendría lugar. —Harry se estremeció y añadió—: Vayamos adentro… —y no dijo nada más sobre lo que le preocupaba.
Cuando Wellesley despertó y Darcy le dijo que al parecer se encontraba metido en un buen lío, se mostró al principio prepotente. Pero más tarde tuvo también que enfrentarse a Harry, y entonces se desmoronó. Sabía que era afortunado al no haberse convertido en un asesino, y también sabía que Harry no había dejado que sus amigos le mataran, aunque si lo hubieran hecho, nadie le habría acusado de nada. Y lo que es más, no desconocía el sufrimiento que le había causado a Harry dar aquella orden. Así pues, Wellesley lo confesó todo: cómo Gregor Borowitz le había reclutado por su talento negativo (el hecho de que nadie pudiera leer en su mente), y cómo había sido un topo sin actividad hasta que intentaron convertirle en un agente activo.
Harry era quien interesaba fundamentalmente a los rusos, aunque sin duda también se habrían interesado por los demás agentes de la Organización E cuando tuvieran la seguridad de que Keogh ya no tenía ninguna función dentro de ésta. Por esa razón, Wellesley les había comunicado detalle a detalle los progresos de Harry. Y cuando parecía que éste estaba por descubrir cosas nuevas, los rusos decidieron eliminarle. Harry sería demasiado peligroso si recuperaba sus antiguos dones, o desarrollaba otros nuevos y desconocidos hasta el momento.
Después Darcy había ordenado a sus hombres que llevaran al ex director de la Organización a Londres y le entregaran a los agentes del MI5, tras lo cual había hablado largo rato por teléfono con el ministro responsable del grupo. Uno de los temas había sido Nikolai Zharov, el contacto ruso de Wellesley. Estaba en paradero desconocido, y seguramente continuaría estándolo. Puesto que gozaba de inmunidad diplomática, no podían detenerle. Elevarían una protesta ante la embajada soviética, y solicitarían la expulsión de Zharov por la razón acostumbrada, «actividades reñidas con su condición de diplomático…», etc., etc.
Cuando Darcy terminó, Harry había tomado un poco más de café y comido algo, y se encontraba un poco mejor. Darcy observó que no parecía triste, sólo tranquilo y un poco ausente. Le hizo pensar en una poderosa linterna a la que le faltaran las pilas. Podía brillar si estaba cargado, pero ahora no daba ni siquiera una chispa de luz.
O tal vez sí.
—¿Cuándo irás a Rodas? —preguntó Harry.
—En el primer vuelo que haya —respondió Darcy—. Ya me habría marchado de aquí, pero quería estar seguro de que te encontrabas bien. Pienso que te debo eso, y posiblemente mucho más. Pero si Trevor y Ken pueden viajar, quiero sacarlos de allí cuanto antes. Además, debo intentar descubrir qué les ha pasado. El agente griego que les servía de enlace aún está allí, y quizá pueda ayudarme. —Darcy le dirigió a Harry una mirada calculadora—. Y pensaba que tal vez tú también pudieras ayudarme, Harry, con esos mensajes… o lo que sea que recibes.
Harry asintió.
—Tengo mis sospechas —dijo—, pero roguemos que sean erróneas. Mira, yo sé que los muertos jamás querrían hacerme daño; que sabiendo que podrían causarme dolor, nunca se arriesgarían deliberadamente. Pero esto que sucede es tan importante para ellos, o para mí, que parecería que me hubieran tentado para que les hablara. Pero mi hijo hizo un muy buen trabajo conmigo. No puedo recordar mis sueños (o al menos no los que los muertos me inspiraron) y no puedo tratar de interpretarlos. Y en cuanto al continuo de Möbius… ¡por Dios, cómo podría utilizarlo si cada vez que sumo dos más dos, el resultado es cinco!
Darcy Clarke tenía una experiencia personal con el continuo de Möbius. Harry le había llevado en una ocasión desde donde se hallaban ahora hasta las oficinas centrales de la Organización E, en Londres, a más de quinientos kilómetros de distancia. Darcy jamás olvidaría ese viaje, y confiaba en que nunca volvería a repetirlo. Todavía ahora, muchos años más tarde, estaba profundamente grabado en su memoria.
En la banda de Möbius reinaba la oscuridad, una oscuridad primigenia, tal como era antes de que comenzara el universo. Era un lugar de negatividad, sí, donde la oscuridad cubría las profundidades insondables. Y Darcy había pensado que ésa pudiera ser la región desde donde Dios había dado la orden de «¡Hágase la luz!», y había producido el vacío metafísico.
No había aire, pero tampoco tiempo, así que Darcy no necesitaba respirar. Y sin tiempo, tampoco había espacio; esas dos dimensiones esenciales del universo estaban ausentes. ¡Pero Darcy no había estallado ni se había expandido porque no había dónde expandirse!
La única ancla con que había contado Darcy para no enloquecer era Harry; no podía verlo porque no había luz, pero podía sentir la presión de su mano. Y posiblemente porque Darcy también tenía facultades de percepción extrasensorial, sintió que de alguna manera comprendía aquel lugar. Por ejemplo, sabía que era real porque él se encontraba allí, y con Harry a su lado no había sentido miedo. Además, su talento para sobrevivir no le había señalado que no entrara en el continuo. Y aunque presa de una confusión muy cercana al pánico, había sido capaz de explorar sus sensaciones y sentimientos con respecto al lugar.
No había en él espacio ni tiempo. Era centro y frontera al mismo tiempo, interior y exterior, donde nunca cambiaba nada excepto por la fuerza de la voluntad. Pero no había aquí voluntad alguna, sólo la que traía consigo alguien como Harry Keogh. Harry sólo era un hombre, pero las cosas que podía hacer por medio del continuo de Möbius eran… ¿propias de un dios? ¿Y si Dios viniera al continuo?
Y Darcy había pensado en el Dios, el que había provocado el Gran Cambio, y por la mera fuerza de su voluntad había producido un universo donde antes había un vacío informe. Y entonces, se le había ocurrido algo:
—No deberíamos estar aquí. Éste no es nuestro lugar.
—Comprendo lo que sientes —había respondido Harry—, porque yo me he sentido igual. Pero no tengas miedo. Simplemente déjate llevar y acepta lo que sucede. ¿No puedes sentir su magia? ¿No te emociona como nunca lo has estado en tu vida?
Y Darcy tuvo que admitir que le emocionaba, ¡pero que también le infundía terror!
Después, como para no prolongar aquello demasiado, Harry le había conducido hasta el umbral de una puerta del tiempo futuro. Miraron y vieron un caos de billones de hebras de pura luz azul dibujadas contra una eternidad de terciopelo negro, como una increíble lluvia de meteoros, sólo que las huellas no se borraban sino que permanecían impresas en el cielo, impresas en el tiempo. Y lo más asombroso era que dos de esas hebras de luz azul procedían de Harry y de Darcy, salían de sus cuerpos y se extendían al futuro.
Las hebras azules de la humanidad, de todo el género humano, extendidas en el espacio y el tiempo… Pero luego Harry cerró aquella puerta y abrió otra, una puerta en el pasado. Las miríadas de hebras luminosas como el neón también estaban allí, pero en lugar de extenderse hacia una nebulosa distancia, se contraían, apuntando hacia un lejano azul centro del origen.
Y esto era lo que más había impresionado a Darcy, y permanecía grabado en su memoria: que había visto la luz del origen de la humanidad.
—Voy a ir contigo —se oyó la voz de Harry, que hablaba con tono decidido, y trajo a Darcy al presente—. Iremos juntos a Rodas. Puede que me necesites.
Darcy lo miró asombrado. No le había visto tan decidido y animado desde hacía… ¿Desde hacía cuánto tiempo?
—¿Vienes conmigo?
—Ellos también son mis amigos —le espetó Harry—. Puede que no les conozca tanto como tú, pero en una ocasión confié en ellos, y ellos confiaron en mí, en lo que yo estaba haciendo. Trabajamos juntos en el caso Bodescu. Tienen facultades extraordinarias, y también una valiosa experiencia de…, de cosas. Además, me parece que los muertos desean que vaya. Y no nos podemos permitir que le pase algo malo a gente como ellos.
—¿No nos podemos permitir? ¿A quiénes te refieres con ese «nos», Harry? —Y Darcy parecía muy tenso mientras esperaba la respuesta de Harry.
—A mí, a ti, al mundo entero.
—¿Piensas que este asunto es tan serio?
—Podría serlo, por eso iré contigo.
Sandra los miró y dijo:
—Yo también voy.
Darcy hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, si Harry cree que lo que está sucediendo puede ser muy malo, tú no vas.
—¡Pero soy telépata! —protestó la joven—. Y puedo ayudar con Trevor Jordan. Él y yo nos leíamos nuestras respectivas mentes como si fueran libros abiertos. Y recuerda que también es mi amigo.
—¿No has oído lo que dijo Darcy? Trevor está loco. Ha perdido por completo la cabeza —le dijo Harry cogiéndola del brazo.
Ella le miró con una expresión burlona.
—¿Qué significa eso, Harry? La cabeza no se pierde nunca, y tú deberías saberlo. A veces no funciona muy bien, eso es todo. Puede que yo pueda leer su mente, y ver qué es lo que no está bien.
—Estamos perdiendo el tiempo —Darcy se estaba poniendo ansioso—. De acuerdo, ya está decidido. Vamos los tres. ¿Cuánto tiempo necesitáis para prepararos?
—Yo estoy listo —respondió de inmediato Harry—. Dame cinco minutos para meter unas pocas cosas en la maleta.
—Yo tengo que recoger mi pasaporte cuando pasemos por Edimburgo —dijo Sandra—. Si necesito alguna cosa, la compraré en Rodas.
—Muy bien. Llama a un taxi, y yo ayudaré a Harry —dijo Darcy—. Si tenemos tiempo, llamaré a las oficinas de la Organización desde el aeropuerto. De modo que manos a la obra.
Y los muertos se tranquilizaron en sus tumbas. Por el momento, al menos. Harry, a quien le pareció oír el multitudinario suspiro de alivio, se estremeció. No era terror, ni miedo. Pero el saberlo le producía un leve estremecimiento. Y claro está que sus amigos —sus amigos del mundo de los vivos— no percibieron absolutamente nada.
Ellos lo ignoraban, pero Nikolai Zharov había ido al aeropuerto de Edimburgo para verlos partir. También había estado al otro lado del río con unos prismáticos especiales para ver en la oscuridad cuando Wellesley entró en la casa de Harry en Bonnyrig. Y había visto a los seres que abandonaron el jardín para regresar a sus tumbas, en un cementerio junto al río a dos kilómetros del lugar. Los había visto, y sabía qué eran, pero hubiera preferido ignorarlo.
Pero eso no impidió que enviara un mensaje codificado a los hombres de la KGB en la embajada. Así pues, los servicios secretos soviéticos se enteraron muy pronto de que Harry Keogh estaba en camino hacia el Mediterráneo…
Eran las seis y media de la tarde en Rodas cuando Manolis Papastamos se reunió con ellos en el aeropuerto; durante el viaje en taxi a la histórica ciudad, les contó —a su ritmo vertiginoso-todo lo que él sabía de lo sucedido. Pero como no le veía ninguna relación con el asunto, no mencionó a Jianni Lazarides.
—¿Y cómo está ahora Ken Layard? —preguntó Darcy.
Papastamos era pequeño y delgado, puro nervio, muy moreno, de pelo negro y ondulado. Guapo en su estilo, y habitualmente lleno de energía, se le veía ahora abatido y fatigado.
—No sé cómo está, ¡y me culpo a mí mismo por eso! Pero esos dos… no son fáciles de entender. ¿Agentes de la policía? ¡Sí, y qué agentes más extraños! Parecía que sabían mucho (y estaban muy seguros de ciertas cosas), pero jamás me explicaron cómo era que sabían tanto.
—Sí, son muy especiales —estuvo de acuerdo Darcy—, ¿pero qué sucedió con Ken?
—No podía nadar, y tenía un chichón en la cabeza. Lo saqué del agua y le dejé sobre unas rocas, le hice la respiración artificial y fui a buscar ayuda. Jordan no hizo nada: se sentó debajo de los viejos molinos de viento hablando solo. ¡Había enloquecido de repente! Y siguió así. Pero Layard estaba bien, lo juro. Sólo tenía un chichón en la cabeza. Y ahora…
—¿Sí?
—¡Ahora dicen que puede morir! —Papastamos parecía a punto de echarse a llorar—. ¡Yo hice todo lo que pude!
—¡No se eche la culpa de nada, Manolis! —le dijo Darcy—. Usted no es responsable de nada de lo que sucedió. ¿Pero podemos ver a Layard?
—Claro, ahora vamos al hospital. También pueden ver a Trevor, si lo desean. Pero no creo que sirva de nada. ¡Dios, cuánto siento lo sucedido!
El hospital estaba en Papalouca, una de las principales calles de la ciudad nueva. Era un gran edificio, que ocupaba toda la manzana.
—Una sección está reservada para los turistas —Papastamos les explicó cuando el taxi cruzó la verja—. Ahora está medio vacía, pero en julio y agosto trabajan sin parar. Huesos rotos, insolaciones, cortes, golpes… Ken Layard tiene una habitación individual.
Papastamos le dijo al conductor que les esperara, y les condujo a un pabellón lateral. La recepcionista se estaba haciendo la manicura, pero tan pronto como vio a Papastamos se puso en pie de un salto y se dirigió a él en griego, con tono solícito. Papastamos dio un respingo y palideció.
—Amigos, han llegado demasiado tarde —dijo—. Ha muerto. —Miró alternativamente a Harry, a Darcy y a Sandra, y sacudió la cabeza, abatido—. Lo siento…, lo siento…, eso es todo lo que puedo decirles.
Estaban demasiado aturdidos para responderle de inmediato, pero al cabo de unos segundos Harry dijo:
—¿Podemos verle, de todos modos?
Harry, vestido con una chaqueta azul pálido, camisa blanca y pantalones holgados, parecía imperturbable. Habían dormido en el avión, recuperando el sueño perdido la noche anterior, pero Harry parecía más descansado que sus compañeros. La expresión de su rostro, a diferencia de los de Sandra y Darcy, era de calma y resignación. Papastamos no vio pesar en él, y el griego pensó: «Éste sí que es un tipo insensible».
Pero se equivocaba: Harry, simplemente, había aprendido a considerar la muerte de otra manera. Puede que Ken Layard hubiera «acabado» aquí —acabado físicamente, materialmente, en el mundo corpóreo—, pero no estaba enteramente muerto. Y de acuerdo con las experiencias pasadas de Harry, bien pudiera suceder que Ken le estuviera buscando ahora mismo, desesperado por hablarle en la «lengua muerta». Pero a Harry le estaba prohibido escucharle, y le estaba prohibido responderle aunque le escuchara.
—Sí, claro que pueden —respondió Papastamos—. Pero la recepcionista me ha dicho que el médico que le atendió quiere vernos antes.
Y el griego les condujo por un fresco pasillo en el que la luz entraba oblicuamente por las altas y estrechas ventanas.
Encontraron al médico, un hombrecillo calvo con gruesas gafas sostenidas precariamente en la punta de su nariz ganchuda, en un pequeño despacho, firmando y sellando papeles. Cuando Papastamos los presentó, el doctor Sakellarakis mostró de inmediato la aflicción y la pena que le producía la pérdida del amigo de los británicos.
En un inglés bastante correcto, les dijo:
—Me temo que el golpe en la cabeza de Layard fue algo más que un simple chichón. Es probable que hubiera una herida interna, aunque no lo sabremos con certeza hasta que no tengamos los resultados de la autopsia. Pero yo creo que ésa es la causa de su muerte; una herida interna, o tal vez un coágulo de sangre —y el doctor volvió a menear tristemente la cabeza.
—¿Podemos verle? —pidió Harry otra vez. Y cuando el médico les llevaba hasta la habitación del muerto, preguntó—: ¿Cuándo se hará la autopsia?
—Dentro de uno o dos días, cuando podamos. Pero será pronto. Hasta entonces, le tendremos en la morgue.
—¿Y a qué hora murió, exactamente? —insistió Harry.
—¿Exactamente? ¿Al minuto? No lo sé, creo que hace una hora. Alrededor de las dieciocho horas.
—A las seis de la tarde, hora local —dijo Sandra—. Estábamos viajando.
—¿Es necesario que se realice la autopsia? —preguntó Harry, a quien la idea no le gustaba nada; sabía el efecto que la necromancia producía en los muertos, y el temor que les provocaba.
Dragosani había sido un nigromante, y los muertos le habían odiado y temido intensamente. Claro que esto no era lo mismo; Layard no sentiría nada en manos de un médico patólogo, que trabajaría como un cirujano y no como un torturador. Con todo, a Harry seguía sin gustarle la idea de la autopsia.
—Así lo establece la ley —respondió Sakellarakis.
La habitación de Layard era pequeña, blanca, limpia, y olía fuertemente a desinfectante. El cadáver del agente estaba sobre una camilla, cubierto de la cabeza a los pies por una sábana. Habían hecho la cama que él utilizara, y la ventana estaba cerrada para que no entraran moscas. Darcy retiró cautelosamente la sábana para descubrir el rostro de Layard, y volvió a cubrirlo de inmediato, con un gesto de susto. También Sandra retrocedió. La expresión del cadáver no era de reposo.
—Es el espasmo —informó Sakellarakis—. Una contracción muscular. El servicio de pompas fúnebres se encargará de arreglarlo. Y después parecerá que Layard está dormido.
Harry no sólo no había retrocedido, sino que se adelantó y estudió con cuidado a Layard. El agente PES tenía un color gris, y estaba rígido por la acción del rigor mortis. Pero su rostro estaba deformado por algo más. Tenía las mandíbulas abiertas en un aullido, y el labio superior contraído dejaba al descubierto los dientes. Todo el rostro parecía congelado en un rictus brutal, como si estuviera gritando su rechazo a algo increíble e insoportable.
Sus ojos estaban cerrados, pero Harry vio dos cortes en los párpados, bajo las pestañas. Eran finos, pero claramente perceptibles contra la palidez cadavérica.
—¿Le han… cortado? —dijo Harry mirando fijamente al médico griego.
—Sí —asintió el médico—. Los ojos se abren a causa del espasmo. Yo mismo hice los pequeños cortes en los músculos. Ningún problema.
Harry se pasó la lengua por los labios, frunció el entrecejo y estudió concienzudamente el gran chichón azul que comenzaba en la frente de Layard y continuaba debajo del cabello. La piel estaba desgarrada en el centro, una pequeña abrasión por donde asomaba la carne, blanca como la del vientre de un pez. Harry miró el chichón, extendió la mano como para tocarlo, pero se apartó.
—Esa expresión en su rostro —dijo en voz muy baja— no tiene nada que ver con un espasmo muscular. ¡Es terror puro!
Darcy Clarke, por su parte, había echado una mirada a Layard y había retrocedido, primero un paso y luego otro. Pero no se había detenido allí, y ahora estaba en el pasillo. Su cara estaba muy pálida, y tenía los ojos clavados en el cadáver de la camilla. Sandra y Harry se reunieron con él.
—¿Qué sucede, Darcy? —preguntó en un susurro Sandra.
—No lo sé —contestó Darcy—. ¡Pero sea lo que sea, no está bien!
Era su don que actuaba, preservando su vida.
Papastamos volvió a cubrir el rostro de Layard con la sábana, y junto con Sakellarakis salió de la habitación al pasillo.
—¿Dice que no fue un espasmo? —dijo el médico mirando a Harry—. ¿Y usted sabe algo de esas cosas?
—Sí, tengo algunos conocimientos acerca de los muertos —asintió Harry.
—Harry es un…, un experto —añadió Darcy, que ya se había recuperado.
—¡Ah, es médico! —observó Sakellarakis.
—Oiga —Harry lo cogió del brazo y se dirigió a él con expresión muy seria—: Hay que hacer la autopsia esta misma noche. Y luego hay que quemarlo.
—¿Quemarlo? ¿Querrá decir incinerarlo?
—Sí, incinerarlo, reducirlo a cenizas. Mañana a más tardar.
—¡Por Dios! —estalló Manolis Papastamos sin poder contenerse—. ¿Y dice que Ken Layard era su amigo? ¡Yo no necesito esa clase de amigos! Pensé que usted era un hombre insensible…, pero es más que eso, usted está tan muerto como él.
Gotas de sudor frío perlaban la frente de Harry, y comenzaba a tener aspecto de no encontrarse bien.
—¡De eso precisamente se trata! —respondió—. ¡Yo no creo que esté muerto!
—¿Qué no cree que…? —El doctor Sakellarakis abrió la boca estupefacto—. ¡Pero yo lo sé con seguridad! El caballero inglés está muerto y bien muerto.
—¡Es un no-muerto! —respondió Harry, tambaleándose.
Sandra abrió muy grandes los ojos. ¡Entonces… era eso! Pero habían cogido a Harry con la guardia baja, y estaba hablando demasiado.
—Es una expresión inglesa —se apresuró a decir de inmediato la joven—. No-muerto quiere decir… que para los que lo quisieron, simplemente se ha ido a otra vida mejor. Los viejos amigos… no mueren, se marchan al otro mundo. Eso es lo que Harry quiso decir; Ken no ha muerto, sino que está en manos de Dios.
«¡O del diablo!», pensó Harry, pero ahora se encontraba mejor, y se alegraba de que Sandra hubiera acudido en su ayuda.
La mente de Darcy también trabajaba a marchas forzadas.
—La religión de Layard exige que sea incinerado al día siguiente de su muerte. Harry sólo desea estar seguro de que todo se hará tal como Ken lo hubiera querido.
—¡Ah! Entonces tengo que pedirle disculpas —Manolis Papastamos no estaba muy convencido, pero pensó que al menos comenzaba a entender qué sucedía—. Lo siento, Harry.
—Está bien, no tiene importancia. ¿Podemos ver ahora a Trevor Jordan?
—Ahora salimos para allí —asintió Papastamos—. El psiquiátrico está en la ciudad antigua, adentro de las murallas. Queda en la calle Pitágoras, y lo administran las monjas.
Subieron de nuevo al taxi y llegaron a destino en unos veinte minutos. El sol se estaba poniendo y una fresca brisa soplaba desde el mar y aliviaba el calor del día.
—¿Podría conseguirnos algún lugar donde alojarnos? —le preguntó durante el viaje Darcy a Papastamos—. ¿Algún hotel que esté bien?
—Irán a un lugar mejor —respondió el griego—. La temporada turística apenas si ha comenzado y aún hay muchas villas desocupadas. Yo les reservé una tan pronto supe que iban a venir. Les llevaré allí después de visitar al pobre Trevor.
En el hospital psiquiátrico tuvieron que esperar a que una monja terminara con sus tareas más urgentes y pudiera acompañarles a la celda de Jordan. Éste tenía puesta una camisa de fuerza, y estaba sentado en una profunda silla de cuero que no le permitía apoyar los pies en el suelo. En esta posición no podía hacerse daño, pero, además, parecía estar dormido. La monja les explicó —Papastamos hacía de traductor— que le estaban administrando un sedante suave a intervalos regulares. No lo hacían porque Jordan fuera un paciente violento, sino porque parecía que algo lo aterrorizaba.
—Dígale que puede dejarnos solos con él —le dijo Harry al griego—. No nos quedaremos mucho rato, y sabemos cómo salir de aquí. —Papastamos tradujo sus palabras, y la monja se marchó—. Váyase usted también, Manolis, por favor —le pidió entonces Harry.
—¿Qué?
Darcy le puso la mano en el brazo.
—Sea buen chico, Manolis, y espere afuera —le dijo—. Créame, sabemos lo que hacemos.
El griego se encogió de hombros, aunque parecía disgustado, y se marchó.
Darcy y Harry miraron a Sandra.
—¿Te parece que puedes intentarlo?
—Tendría que ser fácil —respondió ella, aunque estaba nerviosa—. Nuestro talento es similar, he practicado mucho con Trevor, y conozco la manera de penetrar en su mente —daba la impresión, sin embargo, de que Sandra decía esto más para convencerse a sí misma que para informar a sus compañeros.
Y cuando la joven se colocó detrás de Jordan, con las manos en el respaldo de la silla, los últimos rayos del sol parecieron abandonar la pequeña celda.
Sandra cerró los ojos y se hizo el silencio. Jordan permanecía prisionero en su silla; su pecho se alzaba y descendía, sus párpados temblaban mientras soñaba, o quizá pensaba en aquello que le aterrorizaba; su mano izquierda, atada a la pierna, también se estremecía ligeramente. Harry y Darcy, de pie, contemplaban la escena, y percibían ahora la oscuridad que descendía sobre la habitación, la luz que se desvanecía…
¡Y sin aviso previo, Sandra de repente ya estaba en la mente de Trevor!
La joven miró, vio, se le escapó un gemido ahogado y se alejó tambaleándose de la silla de Jordan hasta que chocó con la pared. Los ojos de Jordan se abrieron de golpe. ¡Estaban llenos de terror! Su cabeza giró de izquierda a derecha y vio a los dos agentes PES frente a él. ¡Y por un momento los reconoció!
—¡Darcy! ¡Harry! —graznó.
Y Harry supo en ese instante quién había acudido a sus sueños en Bonnyrig para pedirle ayuda.
Pero de inmediato el pálido rostro de Jordan comenzó a retorcerse y sacudirse en horribles espasmos de esfuerzo y agonía. Intentaba hablar pero algo se lo impedía. Los estremecimientos cesaron, cerró los afiebrados ojos y su cabeza cayó hacia adelante, y Jordan se hundió nuevamente en el estupor.
Pero incluso mientras regresaba a sus sueños monstruosos, consiguió decir una última palabra:
—¡Ha… a… aarrry!
Acudieron junto a Sandra, que estaba medio desmayada contra la pared. Y cuando ella dejó de respirar forzadamente y se rehizo, Harry le preguntó:
—¿Qué pasó? ¿Lo has visto?
—Sí, lo he visto —respondió ella, tragando saliva—. No está loco, Harry, solamente prisionero.
—¿Prisionero?
—Sí, encerrado en su propia mente. Como una víctima inocente que se retuerce en la mazmorra.
—Sí, ¿pero víctima de qué, o de quién? —quiso saber Darcy, a quien aún no se le había borrado la expresión de asombro, mientras contemplaba a Sandra temblando en los brazos de Harry.
—¡Dios mío, Dios mío! —susurró ella mirando otra vez en dirección a Trevor Jordan, inconsciente en su silla, y se estremeció con tal intensidad que pareció sacudir a Harry.
Darcy sintió que la expresión que aparecía en los ojos de Sandra le helaba la sangre. La joven por fin le respondió:
—Víctima del monstruo que está allí junto a él. De la criatura que en este mismo instante esta aquí, con Jordan, y habla con él…, le hace preguntas… ¡sobre nosotros!