Sandra
Sandra Markham tenía veintisiete años, un hermoso tipo y una no menos hermosa cara, y era una telépata neófita. Por el momento, tenía muy poco control sobre su don, y éste iba y venía. Pero en lo que concernía a Harry Keogh, era mejor así. En ocasiones había leído cosas en su mente que ella estaba segura de que no deberían haber estado allí… ¡ni en ninguna mente sana!
Había hecho el amor con Harry hacía apenas una hora y él después se había quedado dormido. Sandra había llegado a conocer bien los hábitos de Harry: dormiría tres o cuatro horas, que para él eran el equivalente de una noche de sueño completa. En cuanto a Sandra, mañana compensaría las escasas horas de sueño de esta noche durmiendo en su piso de Edimburgo.
Cuando contempló el pálido y tranquilo rostro de Harry, casi infantil en reposo, no vio signos de los rápidos movimientos oculares que señalarían que estaba soñando. Por ahora ella también podía descansar. Lo que interesaban eran los sueños de Harry, o al menos era lo que Sandra se decía a sí misma.
La joven trabajaba para la Organización E. A veces deseaba que no fuera así, pero la realidad era ésa. Se ganaba así el pan de todos los días (y unas cuantas cosas más), de modo que no debería quejarse. Y en verdad, hasta que apareció Harry, no había tenido muchos motivos para quejarse. Al principio, aquél había sido un trabajo más —un amigo nuevo al que tenía que conocer, e intentar comprender—, pero luego las cosas se habían complicado y ella se había implicado profundamente. Había sucedido, simplemente, y después ella había deseado que sucediera una y otra vez más. Y al poco tiempo, Harry ya no era un trabajo más sino un modo de vida, no sólo «en su mente», sino también bajo su piel. Y al cabo de algún tiempo, Sandra había comenzado a pensar, y aún lo pensaba, que estaba enamorada de Harry Keogh.
Trabajar en el caso de Harry (odiaba pensar en él como un «caso», pero ésa era la realidad, por más que intentara maquillarla) era más interesante que ser un instrumento humano de adivinación para resolver casos que desconcertaban a la policía. La Organización E la utilizaba habitualmente para espiar en las mentes de delincuentes —las mentes de prisioneros demasiado endurecidos como para que la ley pudiera con ellos—, buscando pistas que métodos más ortodoxos no podían descubrir. Trabajo que, por cierto, habría sido satisfactorio si ella no hubiera tenido que entrar realmente allí. Porque mentes de esa calaña eran a menudo como cloacas, y ella no podía olvidar fácilmente su hedor. Y en ocasiones, si se trataba de un brutal asesinato o de una violación, el hedor podía permanecer un largo, larguísimo tiempo.
Ésta era, probablemente, la razón por la que Sandra se había enamorado de Harry Keogh. Porque su mente era como un jardín… durante casi todo el tiempo. De hecho, él tenía la mente más amable que ella había encontrado en muchos años: no débil, nada de eso. Ni siquiera ingenua, aunque había en él un toque de ingenuidad, sino amable, benévola. A Harry no le gustaba hacer daño a nadie, ni a nada.
Con la belleza de Sandra, habría sido raro que no hubiera hombres en su vida. Hubo algunos. Pero ella no podía apagar y encender su talento a voluntad. En verdad, ése era su gran defecto, que aparecía y desaparecía azarosamente. Podía suceder que saliera a cenar con un hombre, que él la acompañara a casa y se despidiera en la puerta besándole la mano y preguntándole cuándo podían verse otra vez, y en ese preciso instante su mente se abría como un libro y Sandra veía en ella la figura de un sátiro despiadado, y se veía junto a él. No con todos los hombres pasaba eso, pero sí con muchos.
Esto, sin embargo, no era todo. Estaba también el engaño, el hecho de que la gente miente. Como la vecina del piso de al lado, que sonríe y dice «¡Buenos días!» cuando nos cruzamos en la escalera, y en realidad está pensando: «¡Muérete, maldita bruja!». O el peluquero, que charla mientras nos peina, y de repente se le oye pensar: «¡Dios, y pensar que me pagan cinco libras la hora por hacer estos horrores! Esta estúpida debe tener más dinero que sentido común».
Sí, hubo algunos hombres. Los guapos a quienes sólo les preocupaba su propio aspecto. Y los no tan guapos cuyas mentes hervían de celos si algún otro hombre te sonreía. Y otra ocasión, en que después de una semana entera de veladas con un compañero «perfecto», estaban acostados juntos y él se preguntaba si tendría tiempo de hacer una vez más el amor antes de coger el último autobús para regresar a su casa.
La vida era así, Sandra lo sabía y había aprendido a vivir así desde que era una adolescente y su don comenzara a desarrollarse. Pero en semejante existencia no había mucho espacio para el amor. O no lo había hasta que apareció Harry.
Él era tan… anómalo.
Sandra, además de su mente, había leído también su expediente. Harry había matado a un buen número de personas. Eso era lo que decía su expediente. Pero no decía que él recordaba y se lamentaba de casi todas esas muertes, o que en ocasiones sentía la necesidad de hablar con ellos, y decirles que lo sentía, pero que no había podido hacer otra cosa. Tampoco decía que aún tenía pesadillas relacionadas con algunas de las cosas que había visto y hecho. Y, de todos modos, Sandra no creía ni la mitad de las cosas que se le atribuían. Su propio talento era paranormal, sí, pero lo que Harry podía hacer —o pudo hacer en otra época— era supranatural. Y él había utilizado sus poderes de la mejor manera posible. Había matado a muchos hombres con ellos, pero nunca había asesinado.
Sandra sabía cómo piensan los asesinos, y Harry Keogh no se parecía en nada a ellos. Sus pensamientos eran profundos y oscuros como el vino tinto, pero sacudidos por olas semejantes a las de un mar embravecido, y llenos de remolinos y bajíos, mientras que los pensamientos de Harry eran como el agua clara de un arroyo que corre sobre un lecho de piedras. Su mente podía ser también aguda, claro que sí, llena de dagas, si se le daba motivos para desenfundarlas, pero eran claramente visibles, nunca estaban ocultas. No, en la mente de Harry no había esquinas sombrías o callejuelas sórdidas. O si las había, no eran lugares en los que él intentara permanecer mucho tiempo.
Y en ese instante, acostada junto a Harry, Sandra supo cómo lo definiría. Él sólo podía ser dos cosas: completamente amoral, o naturalmente inocente. Y puesto que ella sabía que no carecía de moralidad, era un inocente. Un inocente maldito, pero inocente al fin. Un niño con sangre en las manos y en la conciencia y en sus pesadillas. Pesadillas que había decidido no comunicar a nadie hasta que se hacían insoportables, y entonces acudía a Bettley. Bien, ella no estaba segura de quién era Bettley —¿un Judas Iscariote? ¿Un padre confesor que no respetaba los secretos del confesionario?—, pero no se sentía feliz con su propio papel en aquella historia. Y lo más terrible de todo, pensaba que Harry sospechaba algo, y por eso nunca se sentía completamente cómodo ni con Bettley ni con ella, ni tampoco gozaba con ella como Sandra quería que gozara, o como ella gozaba con él. ¡Jesús, encontrar un hombre como Harry sólo para descubrir que era probablemente el único hombre que ella nunca podría tener! O por lo menos no tal como ella lo deseaba.
Repentinamente, furiosa consigo misma —deseaba arrojar a un lado las mantas y saltar de la cama, pero no quería molestar a Harry—, Sandra apartó suavemente el brazo de Harry, que la rodeaba, bajó de la cama y se dirigió desnuda al lavabo.
No tenía frío, o calor, ni tampoco estaba sedienta, pero sentía que tenía que hacer algo. Algo ordinario, algo que la cambiara físicamente. Y de esa manera quizá cambiaría su humor. Si fuera de día, sería muy simple: caminaría hasta el parque y miraría jugar a los niños, y sabría que algo de su mundo de cuento de hadas se abriría paso muy pronto hasta su propia y mucho menos paradisíaca existencia. Y cuando se le ocurrió esta idea, Sandra supo con certeza que sus sentimientos eran en este instante extremadamente negativos. ¡Era terrible que necesitara la inocencia de otros para equilibrar el peso de su propia culpa!
Bebió un vaso de agua, se lavó las axilas y bajo los pechos, los lugares donde había sudado al hacer el amor, se secó con una toalla y se examinó con ojo crítico en el espejo.
A diferencia de Harry, Sandra no era nada ingenua. Es muy difícil que alguien pueda ser ingenuo o inocente si las mentes de los demás son para él como un libro abierto, y no puede desviar la vista, sino que está obligado a leerlo todo. Los otros telépatas de la Organización E —Trevor Jordan, por ejemplo— habían tenido mejor suerte con sus dones: debían esforzarse, concentrarse para poder hacer uso de ellos, no era algo que les sobreviniera sin que pudieran controlarlo, como una radio mal sintonizada.
Sandra, otra vez furiosa, hizo un gesto negativo con la cabeza. ¡Otra vez se estaba compadeciendo de sí misma! ¿Qué?, ¿sentía compasión de sí misma, de esta hermosa criatura que se reflejaba en el espejo? Había oído tantas veces los pensamientos de otras mujeres que repetían: «¡Dios, qué no daría por ser como ella!».
¡Ah, si supieran!
¿Pero no habría sido mucho peor si hubiera sido fea?
Sandra tenía grandes ojos azul verdoso, una nariz pequeña y respingada, una boca a la que había educado para que pareciera dulce y sin asomo de cinismo, orejas pequeñas medio perdidas en una mata de pelo cobrizo, y pómulos altos que descendían delicadamente hasta una barbilla redondeada y de líneas perfectas. Sandra, claro está, era consciente de su belleza. Puesto que lo eran otras personas, ella no podía ignorarla.
Su ceja derecha, una fina línea de color cobre, se curvaba en un gesto de interrogación, de desafío casi. Como si ella estuviera diciendo: «¡Adelante, piénselo!». Y en ocasiones, lo decía.
En aquellas ocasiones en que detectaba pensamientos halagadores, su sonrisa era brillante, involuntariamente agradecida. Pero su entrecejo se fruncía y sus ojos se entrecerraban en una mirada helada cuando «oía» otra clase de cosas. A primera vista, pues, se podía confundir el rostro de Sandra con el de una modelo de las que aparecen en las revistas femeninas; pero si se lo miraba con más atención, era evidente que su personalidad le había marcado. Había pequeñas arrugas producto de la risa en los ángulos de los ojos, sí, pero también otras líneas verticales y horizontales en su frente que indicaban el infinito número de veces que había fruncido el entrecejo. Sandra se sentía agradecida de que estas arrugas no disminuyeran su belleza.
En cuanto al resto, Sandra sólo tenía dos cosas que criticar en su cuerpo, que si no fuera por ellas hubiera sido perfecto, o al menos tal como ella lo deseaba: sus pechos eran demasiado grandes y sus piernas demasiado largas.
«¡Bueno, a ti puede que te parezcan defectos, pero a mí me encantan!», recordó que le había dicho Harry hacía tiempo. A él le gustaba cuando ella lo rodeaba con sus piernas mientras hacían el amor, o balanceaba sus grandes pechos ante su rostro. Sus grandes pezones, imperfectos como suelen ser todos los pezones, le fascinaban, al menos en aquellas ocasiones en que parecía estar realmente allí. Y Sandra se enfrentó a otra verdad: demasiado a menudo ella había utilizado su sexo para atraparlo en el aquí y el ahora, como si temiera que él pudiera escaparse… a otro mundo.
Sandra sintió repentinamente frío; apagó la luz del lavabo y volvió al dormitorio.
Harry seguía en la misma posición en que ella le había dejado de costado, vuelto hacia la izquierda, y con el brazo en el lugar que había ocupado el cuerpo de Sandra. Su respiración era profunda y acompasada, sus párpados no se movían. Un breve vistazo telepático, espontáneo, le hizo vislumbrar las bóvedas infinitas y vacías del sueño, que él recorría buscando una puerta. La imagen desapareció con la misma velocidad con que se había producido y Sandra suspiró. En los sueños de Harry siempre había puertas, restos quizá de las puertas de Möbius que él en el pasado había hecho surgir de la nada mediante fórmulas matemáticas.
Harry se lo había dicho en una ocasión:
—Ahora que aquello ha terminado, a veces tengo la sensación de que todo fue un sueño, o un cuento leído en un libro de fantasía. Algo irreal, que yo imaginé, o quizás una experiencia de abandono del propio cuerpo. Pero eso me recuerda demasiado claramente cómo era ser incorpóreo, y yo sé que realmente ocurrió. ¿Cómo puedo explicarlo? ¿Has soñado alguna vez que podías volar? ¿Qué realmente sabías cómo volar?
—Sí —respondió ella con su suave acento escocés—. Lo he soñado a menudo, y con gran realismo. En ocasiones corría cuesta abajo para coger impulso, y volaba luego sobre las colinas de Pentland, sobre el pueblo en que nací. A veces daba miedo, pero recuerdo que tenía la sensación de que sabía perfectamente cómo hacerlo.
Harry se había entusiasmado.
—¡Justamente! Y cuando despertaste intentaste retener ese conocimiento, no querías que se desvaneciera con el sueño. Y te desilusionó comprobar, cuando despertaste, que estabas otra vez en tierra. Bien —continuó él, desvanecido ya su entusiasmo—, así es como yo me siento muchísimas veces. Como algo que poseí en una serie de sueños infantiles, pero que ha desaparecido para siempre…
«Es mejor para ti, Harry», pensó Sandra. «Ese mundo era peligroso. Ahora estás a salvo.»
Quizás era mejor para Harry, pero no para la Organización E, ni tampoco para el trabajo que le habían asignado a Sandra. Por el contrario, ellos deseaban que él recuperara sus poderes, y no les importaba cómo. Y se suponía que ella era parte del equipo encargado de devolvérselos.
Sandra se acostó junto a Harry, y la mano de él acarició de manera maquinal su pecho. El cuerpo del hombre era delgado y fuerte, en forma. Él se empeñaba en mantenerlo así.
—Es unos cuantos años más viejo que yo —le había dicho un día sin el mejor buen humor en su voz—, así que debo cuidarlo mucho.
Como si no le perteneciera, sino que fuera meramente su cuidador. Era difícil creer que en una época ese cuerpo no era el de Harry. Pero Sandra, y se alegraba de ello, no le había conocido en aquella época.
—¿Qué pasa? —murmuró él mientras ella se apretaba contra su cuerpo.
—Nada —susurró Sandra en la oscuridad de la habitación—, duerme.
—Hmmm… —dijo él, e instintivamente se acercó aún más a ella.
Estaba tibio y era Harry. Sandra nunca se había sentido antes tan segura junto a un hombre. A pesar de todos sus problemas, cuando estaba con Harry la joven tenía la sensación de que él era sólido como una roca. Le acarició el pecho, pero muy suavemente; no quería excitarle ni despertarlo, sólo inducir en él un sueño más profundo.
Pero quien se quedó profundamente dormida fue ella.
¡Haaarry…! —La madre de Harry, Mary Keogh, le llamó desde su tumba acuática, pero no pudo comunicarse con él. En el presente nunca podía hablar con su hijo, y sabía la razón, pero no le impedía intentarlo una y otra vez—. Harry, hay alguien que está intentando desesperadamente hablar contigo. Dice que erais amigos, y que tiene que decirte algo muy importante.
Harry la oía, pero no podía responder. Sabía que no debía responder, porque le habían prohibido hablar con los muertos. Si en alguna ocasión lo intentaba, o incluso si sólo pensaba en hacerlo, de inmediato oía en su mente esa voz irresistible, reforzando las órdenes que habían vuelto inútiles sus poderes de necroscopio.
¡No debes, Harry, o sufrirás la pena del dolor! Sí, grandes dolores. Torturas tales que oirías las voces de los muertos deformadas más allá de toda posibilidad de reconocimiento. Una agonía mental tan enorme que nunca te atreverías a volver a intentarlo. No deseo ser cruel, padre, pero es para protegerte… y protegerme yo mismo. Faethor Ferenczy, Thibor y Yulian Bodescu quizá fueron los últimos… o puede que no. ¡Los wamphyri tienen poderes, padre! Y si hay otros escondidos en tu mundo, ¿no crees que saldrían a buscarte antes de que tú los descubrieras a ellos? Pero te buscarán sólo si tienen motivos para temerte. Y yo ahora te despojo por completo de aquello que justificaría su búsqueda. ¿Me comprendes?
—Lo haces por ti mismo —había respondido Harry—, y no porque temas por mí. Tienes miedo de que yo vuelva un día y te destruya en tu madriguera. Te he dicho que nunca lo haría, pero es evidente que no confías en mi palabra.
Las personas cambian, Harry. Y tú también puedes cambiar. Soy tu hijo, pero también soy un vampiro. No puedo arriesgarme a que un día regreses armado con la espada, la estaca y el fuego. Ya lo he dicho antes: eres peligroso como necroscopio, pero sin la ayuda de los muertos no puedes hacer nada. Sin ellos, no hay banda de Möbius. No podrás regresar aquí, ni buscarme en otros lugares. Y sí, también por esa razón te impongo estas restricciones.
—Entonces me condenas a la tortura. Los muertos me aman. ¡Me hablarán!
Quizá lo intenten, pero tú no los escucharás ni les responderás. No de manera consciente. Por consiguiente, te niego ese don.
—¡Pero yo soy un necroscopio! Para mí es un hábito hablar con los muertos. ¿Y cuando sea viejo? ¿Qué sucederá si hablo con ellos entonces? ¿También entonces estaré condenado al sufrimiento?
Hay que abandonar los hábitos, Harry. Lo digo por última vez, y si dudas de mí, inténtalo: no debes hablar conscientemente con los muertos, y si ellos te hablan debes borrar inmediatamente sus palabras de tu memoria… o sufrir las consecuencias. Que así sea.
—¿Y todas las matemáticas que me enseñó Möbius? ¿Tendré que olvidarlas?
¡Ya las has olvidado! Ésa es mi prohibición más inmediata, porque no seré invadido en mi propio territorio. Y ahora… deja ya de discutir. Todo ha terminado… y es irrevocable.
Y en ese instante, Harry había sentido un terrible desgarramiento mental que le hizo gritar, seguido por la oscuridad, que a su vez fue seguida por…
… Su recuperación de la conciencia en Londres, en la sede de la Organización E.
Esto había ocurrido hacía cuatro años. Harry le había contado a la Organización E todo lo que podía, los ayudó a completar y cerrar los expedientes sobre él y sus hazañas. Ya no era un necroscopio, no podía imponer su voluntad metafísica sobre el universo físico; la Organización ya no tendría ningún trabajo para él. Pero Harry tenía la seguridad de que no se darían por vencidos ni siquiera después de que hubieran probado y descartado todos los medios de que disponían para devolverle sus poderes paranormales. Como necroscopio había sido enormemente valioso. Nunca le olvidarían, y harían todo lo posible para volver a contar con él. Y también los muertos, sus millones de amigos. Los amigos verdaderos de Harry —los que realmente conocía de entre los millones que pueblan el más allá— sólo eran un centenar, pero todos los demás conocían su existencia. Y para ellos, siempre había representado la única luz en medio de la oscuridad eterna.
Y ahora uno de ellos —de hecho, el ser más importante para Harry— intentaba hablar con él.
Harry, mi pequeño Harry, hijo mío, ¿por qué no me respondes? —Él siempre había sido para ella su «pequeño Harry».
—¡Porque no puedo! —hubiera querido decirle Harry, pero no se atrevía, ni siquiera dormido y soñando. Porque lo había intentado en una ocasión, cuando se encontraba a la orilla del río, y lo recordaba demasiado bien.
Había acudido al lugar menos de una hora después de regresar a su casa cercana a Bonnyrig, la casa que antes había sido de su madre, y después había pertenecido a Viktor Shukshin. Shukshin había ahogado a la madre de Harry bajo el hielo y había dejado que su cadáver fuera arrastrado por las aguas hasta un recodo en el río. El cadáver había quedado en el fondo, retenido allí por el lodo y las plantas acuáticas. Y allí había permanecido la madre del joven hasta que una noche Harry la llamó para que se vengara. Desde entonces, ella reposaba en paz, o tal vez sus restos habían sido dispersados por las aguas. Pero su espíritu aún estaba allí.
Y aún estaba cuando Harry, como lo había hecho antes tantas veces, se había sentado a la orilla a contemplar las aguas, profundas, oscuras y tranquilas de aquel río que discurría entre juncos y márgenes arcillosas. Era de día, el antiguo sendero paralelo al río estaba invadido por la hierba, y los pájaros cantaban entre las zarzas y los sauces.
Había otras tres casas en el lugar además de la de Harry; dos de ellas eran adosadas, y sus jardines, rodeados por altos muros, llegaban casi hasta el río. Deshabitadas, se habían ido deteriorando poco a poco, y estaban en venta desde hacía unos cuantos años. Cada tanto venía alguien a verlas, pero la gente se marchaba haciendo gestos negativos. No eran residencias «convenientes». Aquél era un lugar solitario, y por eso le gustaba a Harry. Él y su madre solían hablar aquí en privado, y nunca había temido que alguien le viera aquí hablando —aparentemente— solo.
En esa ocasión, no sabía qué esperar, lo único que sabía era que le estaba prohibido hablar, y que sería castigado si intentaba romper la prohibición impuesta sobre sus poderes de percepción extrasensorial. La Organización E no había utilizado la prueba del ácido porque Harry se había negado a ir tan lejos. Darcy Clarke era entonces el jefe de la Organización, y su talento le había advertido que no debía presionar demasiado a Harry ni a sus amigos.
Pero en el río, la madre de Harry —el espíritu de la joven inocente que fuera— no había sido capaz de resistir el deseo de hablar una vez más con su hijo.
Al principio todo había sido soledad, el rumor de las aguas del río y el canto de los pájaros. Pero al poco rato, la singular presencia de Harry había sido percibida. Y:
Harry, ¿eres tú, hijo mío? —Ella había despertado en la mente de Harry—. ¡Sé que eres tú! ¡Has vuelto a casa, Harry!
Eso era todo lo que ella le había dicho, pero era suficiente.
—¡No, madre, no lo hagas! —había gritado él, poniéndose trabajosamente en pie y huyendo como si hubieran encendido fuegos artificiales dentro de su cráneo, fuegos que se hundían en el blando tejido del cerebro. Y entonces, Harry Keogh había comprendido en toda su magnitud la condena infligida por Harry hijo, el Morador.
¡Una agonía mental tan terrible que nunca más te atreverás a dialogar con los muertos!
Eso era lo prometido por su hijo vampiro, y ahora se había realizado. No era el Morador mismo quien lo estaba torturando, sino sus órdenes poshipnóticas, grabadas en la mente de Harry.
Y el crepúsculo había encontrado a Harry echado en la hierba a orillas del río, volviendo dolorosamente en sí, en un mundo en el que sabía con absoluta certeza que ya no era un necroscopio. Ya no podía comunicarse con los muertos, o al menos no podía hacerlo conscientemente.
Pero dormido y en sueños…
¡Haaarry…!—La voz de su madre lo llamó una vez más, retumbando en las infinitas y laberínticas bóvedas del sueño—. Estoy aquí, Harry, aquí. —Y Harry, antes de que lo advirtiera, ya había dado la vuelta y penetrado por una puerta, y estaba de nuevo a orillas del río, esta vez a la luz de la luna—. ¿Eres tú, Harry? —La tenue voz mental le indicó que ella casi no creía que aquello fuera posible—. ¿De verdad estás aquí conmigo?
«¡No puedo responderte, madre!», deseaba decir Harry, pero sólo podía permanecer en silencio.
¡Pero me has contestado, hijo! —replicó ella, y Harry supo que era verdad. Porque los muertos no necesitan que se pronuncien las palabras, les basta con que se piense en ellas, si uno posee el don.
Harry se encogió en una posición fetal, se cubrió la cabeza con las manos y esperó el dolor, pero no lo hubo.
¡Harry, Harry! —dijo ella de inmediato—. ¿Acaso pensabas que después del sufrimiento de aquella vez yo te causaría deliberadamente dolor, o haría que te lo infligieras tú mismo?
—Mamá, yo… —Harry se puso en pie, todavía encogido y esperando la arremetida del dolor—. No…, no comprendo.
Sí, hijo, sí que lo entiendes —se mofó ella cariñosamente—. Sólo que lo has olvidado. Lo olvidas siempre, Harry.
—¿Qué es lo que he olvidado, madre? ¿Qué es lo que olvido en cada ocasión?
Olvidas que has estado antes aquí, en sueños, y que lo que te hizo mi nieto en este lugar no cuenta. Eso es lo que has olvidado, y olvidas siempre. Y ahora, llámame como es debido, Harry, y podré hablar contigo y pasearemos un rato juntos.
¿Era cierto que podía hablar con ella en sueños? Lo había hecho hacía muchos años —despierto y dormido, era lo mismo—, pero ahora era diferente.
¡No, hijo, es lo mismo, sólo que ahora necesitas que te lo recuerden en cada ocasión!
Y entonces resonó una voz que no era la de su madre, un eco venido de las cavernas de la memoria y no del sueño.
… No debes hablar conscientemente con los muertos. Y si ellos te hablan, debes borrar inmediatamente sus palabras de tu memoria… o sufrirás las consecuencias.
—La voz de mi hijo —suspiró Harry, y comprendió al fin—. Entonces… ¿cuántas veces hemos hablado, mamá? Quiero decir, desde que eso comenzó a hacerme daño. ¿Cuántas veces hemos hablado en los últimos cuatro años?
Y cuando ella empezó a responder, él la llamó, y ella surgió de las aguas y cogió la mano de su hijo, que la ayudó a subir a la orilla, otra vez una mujer joven, tal como era el día que murió.
Es difícil decirlo, Harry. Diez, veinte, cincuenta quizá. Es cada vez más difícil llegar hasta ti, Harry. ¡Y te echamos tanto de menos!
—¿Tú y quién más? —Harry la cogió de la mano y juntos caminaron por el sendero paralelo al río, mientras la luna llena brillaba muy alta en el cielo.
Yo… y tus amigos, los millones de muertos. Un centenar está ansioso por escuchar otra vez tu amable voz, hijo mío: un millón más pregunta qué has dicho, y todos los otros, que quieren saber cómo estás, y qué ha sido de ti. En cuanto a mí, ¡soy como un oráculo! Porque ellos saben que hablas conmigo más que con nadie. O solías hacerlo…
—Haces que me sienta como si hubiera traicionado una antigua promesa —respondió Harry—, pero nunca prometí nada. ¡Y de todos modos, no es eso, no he traicionado a nadie! No depende de mí el que no pueda hablar más contigo, o que no pueda recordar las veces en que lo hago. ¡No puedo evitarlo! ¿Y por qué se ha vuelto tan difícil dar conmigo? Me has llamado, y yo he venido. ¿Dónde está la dificultad?
Pero no siempre acudes, Harry. A veces te siento aquí, y te llamo, pero me huyes. Y en cada ocasión es mayor el intervalo entre una visita y la siguiente, como si ya no te importara, o nos hubieras olvidado. O tal vez como si nos hubiéramos vuelto una costumbre…, un hábito que quieres dejar.
—¡Nada de eso es verdad! —saltó Harry, pero sabía que ella estaba en lo cierto. No era un hábito que él deseara dejar, sino que lo obligaban, le obligaba su miedo, el terror a la tortura mental que le deparaba hablar con los muertos—. Pero si es verdad —dijo ahora con voz más suave—, no es mi culpa. Si mi mente se volviera inútil, no te serviría de nada, madre. Y eso es lo que sucederá si me arriesgo a hablar con vosotros.
En ese caso —y Harry advirtió un tono decidido en la voz de ella—, ¡habrá que hacer algo! Quiero decir, para remediar tu situación, porque se avecinan tiempos difíciles, hijo mío, y los muertos se revuelven inquietos en sus tumbas. ¿Recuerdas lo que te dije, Harry, que alguien quería hablar contigo, y tenía algo importante que decirte?
—Sí, lo recuerdo, madre. ¿Quién es, y qué es eso tan importante?
No quiero decirlo, y su voz viene de muy, muy lejos. Pero es muy extraño cuando los muertos sufren, Harry, porque la muerte generalmente los pone más allá de todo sufrimiento.
Harry sintió que se le helaba la sangre. Recordaba muy bien cómo los muertos, en determinadas circunstancias, sufren. Sir Keenan Gormley, asesinado por los espías mentales soviéticos, había sido «examinado» por Boris Dragosani, un nigromante. Y a pesar de estar muerto, su dolor había sido terrible.
—¿Es…, es como el sufrimiento de sir Keenan? —le preguntó a su madre, y contuvo el aliento hasta que ella le respondió.
No sé cómo es —dijo ella volviéndose y mirándole a los ojos—, porque no había visto nunca nada igual. ¡Pero tengo miedo por ti, Harry! —y continuó sin darle tiempo a que dijera nada para tranquilizarla—: ¡Ah, hijo mío, mi pequeño Harry! ¡Tengo tanto, tanto miedo por ti! ¿Me preguntas si es como en aquella ocasión? Y te respondo: ¿sucederá otra vez algo como aquello? ¿Cómo podría ser, si tú ya no eres un necroscopio? Y ruego para que nunca más vuelva a repetirse. De modo que ya ves, hijo mío, estoy desgarrada por dos cosas contradictorias. Te echo de menos, y también los muertos, pero si te ponemos en peligro, seguiremos sin ti.
Harry tuvo la impresión de que ella estaba evitando algo.
—Madre, ¿estás segura de que no sabes quién ha intentado comunicarse conmigo? ¿Estás segura de que no sabes dónde se encuentra en este instante?
Ella le soltó la mano y esquivó su mirada.
No, no sé quién es, ¡pero si oyeras su voz, su voz mental, lamentándose y llamándote! Y sé dónde está. Lo sabemos todos los muertos, se encuentra en el infierno.
Harry, frunciendo el entrecejo, la cogió suavemente por los hombros e hizo que se diera la vuelta.
—¿En el infierno? —dijo.
Ella le miró, abrió la boca… y sólo salió de ella un gorgoteo. Tosió, ahogándose, escupió sangre, y luego se irguió, pareció hincharse y se desprendió del débil abrazo de su hijo. Harry vio algo en la boca de su madre, ¡una lengua hendida que no era humana! La piel de ella envejeció en un instante y adquirió la apariencia de un pergamino centenario. La carne se desprendió de los huesos, como una mortaja podrida, dejando al descubierto la calavera. Ella gritó horrorizada y se alejó de Harry, huyendo por el camino de la orilla del río. Después se detuvo un instante en el recodo y se dio la vuelta para mirarle. El deteriorado y rancio esqueleto se rió de Harry mientras penetraba en el agua, y él vio que sus ojos tenían un resplandor púrpura a la luz de la luna, y que la calavera mostraba largos y afilados colmillos.
Harry, paralizado por el miedo, sólo atinó a gritar «¡Madre!». Pero no fue su madre quien le respondió.
¡Haaarry! —La voz llegó de muy lejos, pero aun así Harry miró hacia uno y otro lado, escudriñando la oscuridad de la noche. Allí no había nadie—. ¡Haaarry Keeeooogh! —Era tal como su madre la había descrito: una voz en la que resonaban los tormentos del infierno.
Todavía aturdido por la metamorfosis de su madre —que él sabía que sólo podía ser una horrible advertencia, porque ella nunca haría deliberadamente algo así—, Harry no fue en un primer momento capaz de responder. Pero reconoció la desesperación de la voz, que continuaba llamándolo, su angustia y su desesperanza.
¡Harry, por el amor de Dios! Si estás allí, contéstame. Sé que no deberías hacerlo, que no te atreves, pero es necesario. ¡Está sucediendo otra vez, Harry, está sucediendo otra vez!
La voz se estaba desvaneciendo, la señal se debilitaba, se diluía su potencia telepática. Si Harry quería llegar al fondo de este asunto, debía proceder de inmediato.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Qué pretendes de mí?
¡Haaarry! ¡Harry Keogh, ayúdanos!
El dueño de la voz no había oído a Harry; su voz se desvanecía, se confundía con el viento que soplaba en la orilla del río.
—¿Pero cómo? —gritó Harry—. ¿Cómo puedo ayudaros? ¡Ni siquiera te conozco! —pero Harry sospechaba que sí lo conocía. Era raro que los muertos le hablaran sin haber sido presentados.
Habitualmente, era él quien les hablaba primero, después de lo cual ellos sabían dónde encontrarle. Por esta razón, Harry sospechaba que ya había hablado en otra ocasión con este difunto (o con éstos, si se trataba de un grupo); puede que incluso lo hubiese conocido en vida.
¡Haaarry, por el amor de Dios, búscanos, y acaba con eso!
—¿Cómo puedo encontraros? —gritó Harry en medio de la noche, casi llorando de frustración—. ¿Y para qué? ¡Cuándo despierte, no recordaré nada!
Y entonces llegó la exhortación final, que heló la sangre del necroscopio, hizo que se le pusiera la piel de gallina, y le lanzó de regreso al mundo de la vigilia.
¡Encuéntranos y acaba con nosotros!, —imploró la voz desconocida—. Termina ahora mismo con las hebras escarlata, antes de que crezcan. Tú sabes cómo hacerlo, Harry: el filo del acero, la estaca de madera, el fuego purificador. ¡Hazlo, Harry! ¡Por favor, hazlo!
Harry despertó. Sandra le abrazaba, intentando tranquilizarlo. Estaba empapado en un sudor frío, y temblaba como una hoja. Ella también estaba asustada, los ojos muy abiertos y los labios fijos en una «O» silenciosa.
—¡Harry, Harry! —La joven estaba medio atravesada en la cama sobre él. Le soltó los hombros y le pasó los brazos alrededor del cuello; sintió el corazón de Harry que golpeaba contra el pecho—. Está bien, no pasa nada. Sólo era un mal sueño, una pesadilla.
Harry, los ojos muy abiertos, sacudido por estremecimientos y respirando con esfuerzo, miró a su alrededor, y poco a poco la familiaridad del lugar lo tranquilizó. Sandra había encendido la luz cuando el grito de Harry la despertó.
—¿Qué? —dijo él, y se aferró a ella con manos temblorosas—. ¿Qué?
—No pasa nada —insistió Sandra—. No era más que un sueño.
—¿Un sueño? —las palabras de ella penetraron en su mente y disiparon en parte la mirada ausente de los ojos de Harry; apartó amablemente a Sandra e intentó sentarse en la cama. Después aspiró una gran bocanada de aire y se irguió con un movimiento brusco—. ¡No! —exclamó—. Era más que eso. Mucho más. ¡Por Dios, tengo que recordar!
Pero era demasiado tarde. El sueño ya se desvanecía, retrocedía a las raíces de su subconsciente.
—Se trataba…, se trataba de… —Harry sacudió desesperado la cabeza—, ¡de mi madre! No, el sueño no era sobre ella, pero mi madre estaba en él. Era…, ¿era una advertencia? Sí, una advertencia, y algo más…
Y eso fue todo. Lo demás se había desvanecido, borrado en contra de su voluntad por la voluntad de otro —la voluntad, o el legado, de su hijo—, por las órdenes poshipnóticas que él había sembrado en la mente de Harry.
—¡Mierda! —maldijo Harry, sentado en el borde de la cama, sudado y tembloroso.
Todo esto había acontecido a las cuatro y cinco de la mañana. Harry había dormido unas tres horas y media; Sandra una hora menos. Cuando él finalmente se tranquilizó y se puso la bata, ella hizo café. Y mientras Harry bebía, Sandra intentó que Harry volviera a pensar en el sueño, le apremió para que recordara… ¡mientras para sus adentros se maldecía por haber dormido todo el tiempo sin darse cuenta de nada! Porque si hubiera permanecido despierta, quizás habría entrevisto fugazmente aquello tan terrible que Harry había experimentado. Ese era su trabajo: ayudar a Harry a aclarar su mente, y a recuperar los dones perdidos. Lo deseara él o no, y fuera o no conveniente para él.
—Es inútil —murmuró él tras unos minutos de paciente interrogatorio—, se ha borrado. Y probablemente es mejor que sea así. Tengo que…, tengo que tener cuidado.
Sandra estaba cansada. No le había preguntado por qué tenía que ser cuidadoso, porque ella ya lo sabía. Claro que se suponía que no era así, de modo que quizá debería habérselo preguntado. Y cuando le miró, se encontró con los pensativos ojos de Harry que la contemplaban, su cabeza levemente inclinada hacia un lado, quizás en un gesto de interrogación.
—¿Pero por qué te interesa tanto? —quiso saber Harry.
—Creo que si hablas te sentirás mejor —al menos la mentira de Sandra sonaba verosímil—. Una pesadilla es mucho menos terrorífica si la contamos.
—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que sabes de las pesadillas?
—Sólo trataba de ayudarte.
—Pero yo te digo que no puedo recordar, y tú insistes. Sólo era un sueño, ¡y nadie se esfuerza tanto para que otro le cuente sus sueños! No, a menos que tenga una muy buena razón. Entre nosotros hay algo que no está bien, Sandra; hace tiempo que me he dado cuenta de ello. Bettley dice que es culpa mía que nuestra relación no sea buena para mí, pero yo no estoy seguro de que tenga razón…
No había manera de responder a aquello, y Sandra se quedó callada y actuó como si se sintiera herida. De hecho, ella sabía que era Harry quien se sentía dolorido, y no era eso lo que Sandra deseaba. Y cuando él por fin volvió a la cama, y ella se acostó a su lado, Harry le dio la espalda, frío, rígido, silencioso y pensativo…
Alrededor de una hora más tarde, Sandra volvió a despertarse. Tenía que ir al lavabo. Harry estaba profundamente dormido, muerto para el mundo. Este pensamiento la hizo estremecer cuando regresó a acostarse junto a él. Pero él no estaba muerto, claro está, simplemente agotado; si no físicamente, al menos mentalmente. Sus extremidades parecían de plomo; sus párpados, inmóviles; la respiración, profunda, lenta, acompasada. No más sueños. Faltaban unos tres cuartos de hora para que amaneciera.
Sandra, acostada junto a Harry, se sintió distante de él. Tenía la sensación de que la relación que había entre ambos era como una labor de punto muy complicada, y ella nunca había sido buena para esa clase de tareas. Un resbalón de la aguja y todo se deshace. Y era una pena. La última noche habían hecho el amor de manera muy, muy satisfactoria. Para ambos, ella lo sabía.
Para reforzar las deliciosas, líquidas memorias de él dentro de sí, extendió la mano y lo cogió. Y un instante más tarde fue recompensada cuando sintió la erección de Harry entre sus dedos. Una reacción animal, Sandra lo sabía, pero de todos modos se sentía agradecida.
Sus lealtades se estaban dividiendo, y Sandra también sabía eso. La Organización E pagaba las cuentas, pero en la vida había más cosas que un excelente salario. Ella quería a Harry. Él había dejado de ser un trabajo para Sandra; hacía tiempo que era mucho más que eso. Y se acercaba el momento de la elección definitiva, en que ella debería enviar a paseo a la Organización y contárselo todo a Harry. Maldito sea: de todos modos, era probable que él ya lo hubiera adivinado…
Los pensamientos de la joven comenzaron a girar en un círculo vicioso.
Antes de dormirse, percibió unos ruidos que llegaban desde el jardín, donde la propiedad limitaba con el río. Unos ruidos apagados, sordos, subterráneos. ¿Un tejón? No estaba segura de que los hubiera en esta zona. Quizás erizos… Ladrones no. Era absurdo en un distrito tan pobre como éste. Aquí no había dinero… Tejones…, erizos…, un rechinar de piedrecillas en la grava de los senderos…, algo que hurgaba en el jardín…
Sandra se durmió, pero los ruidos continuaban en su mente. Consciente de ellos, su sueño no era profundo; no podía entregarse totalmente al descanso. Pero cuando el amanecer comenzó a filtrar sus débiles rayos de luz a través de las persianas de la habitación de Harry, los sonidos del jardín se desvanecieron gradualmente. La joven oyó el familiar crujido de la vieja puerta del jardín, y algo que podían ser los pasos de alguien que arrastraba los pies, y luego nada más.
Poco después se oía cantar a los pájaros, y Harry subió las escaleras con una cafetera humeante y galletas en una bandeja.
—El desayuno —dijo, y luego añadió—: Hemos pasado una mala noche.
—Así es —respondió ella, y se sentó en la cama.
Harry estaba aún pálido, pero parecía menos fatigado. Y a Sandra se le ocurrió que había una expresión nueva en sus ojos. ¿Recelo? ¿Algo que sabía y no se decidía a aceptar? ¿Resolución? Harry era difícil de descifrar. Y si era resolución, ¿qué habría resuelto hacer, o decir?
Debía hacer algo ella antes de que lo hiciera él.
—Te quiero —dijo Sandra, dejando la taza en la mesilla de noche—. Olvida todo lo demás, y recuerda eso. Es algo que no puedo y que no quiero evitar. Simplemente te quiero.
—Yo…, yo no sé —respondió Harry, pero cuando la miró, sentada en la cama, todavía sonrosada por el sueño y con los pezones erectos, se le hizo muy difícil no quererla.
Ella reconoció la mirada en sus ojos, tendió la mano y tiró del cordón de la bata, descubriendo la erección de Harry.
Se abrazaron, ella se apretó contra él y sus pechos eran tibios y suaves contra la piel de Harry, y él la acarició en los lugares donde sabía que le gustaba, y en la húmeda y móvil encrucijada donde sus cuerpos se unían. Nunca había sido mejor, y el café se enfrió…
Más tarde, en el piso de abajo, y cuando la cafetera comenzaba a burbujear, Harry dijo:
—Ahora sí que me comería un buen desayuno.
—¿Jamón con huevos? ¿Afuera en el patio? —Sandra pensó que lo peor quizá ya había pasado. Ella ahora podría contárselo sin miedo de que su confesión lo destruyera todo—. ¿Estará agradable afuera?
—¿A mediados de mayo? —dijo Harry encogiéndose de hombros—. Mucho calor no hace, pero hay sol y el cielo está despejado… Digamos que hace un frío tonificante, y no de helarse vivo.
—Está bien —Sandra se dirigió hacia la nevera, pero Harry la cogió del brazo.
—Lo haré yo, si quieres —dijo—. Me gustaría prepararte el desayuno.
—Está bien —respondió ella con una sonrisa, y cruzó la casa hacia el patio del frente. En verdad, estaba en la parte de atrás; pero como daba al río, ella siempre había tenido la impresión de que estaba en el «frente» de la casa.
Cuando abrió las grandes puertas que daban al jardín vallado, lo primero que observó fue que la puerta del muro de piedra estaba entreabierta. Y Sandra recordó que la había oído crujir justo cuando comenzaba a amanecer. «Un golpe de viento», pensó, aunque no recordaba que la noche hubiera sido especialmente ventosa. Todo el sol de aquella mañana de mayo parecía concentrarse en el jardín. Las paredes de la casa ya estaban tibias. La joven pensó que aquél no sería un mal lugar para vivir si Harry se tomase la molestia de arreglarlo un poco. En verdad, en los últimos cinco años, Harry se había ocupado de la casa y de los terrenos que la rodeaban. Para empezar, había instalado la calefacción central, y había intentado arreglar el jardín. Sandra cruzó el patio hasta donde comenzaba el césped, y luego siguió por el sendero de grava que dividía el jardín por el medio en dos. El césped, más crecido de lo que debería estar, aún se podía soportar. Al fondo de la zona de césped habían construido una terraza en uno de los lados del jardín, con un muro bajo de piedra que contenía la tierra. Se suponía que aquí estaba el huerto, aunque lo único que había ahora en él eran punzantes ortigas, zarzas y una gran mata de ruibarbo.
Sandra vio que faltaban varias piedras de la hilera superior del muro, y recordó de repente los ruidos que había oído medio dormida. Si una parte del muro había caído, derribada tal vez por la expansión del suelo empapado por la lluvia, los restos deberían estar caídos al pie. Pero no había nada; simplemente faltaban las piedras de la hilera superior, ¡y era absurdo que alguien hubiera entrado al jardín sólo para robar unas piedras! Puede que Harry supiera algo del asunto.
Sandra siguió caminando hasta la puerta de entrada, y miró hacia el río, cuya superficie estaba cubierta por una niebla ondulante. Era una vista serena, pero fantasmal: la niebla flotaba sobre las aguas como la nata sobre la leche, convirtiendo el río, hasta donde alcanzaba la vista, en una retorcida cinta blanca. Sandra nunca había visto nada parecido. Pero quizás anunciaba un día de temperatura agradable.
Después, tras cerrar la puerta y calzarla con medio ladrillo, Sandra se detuvo y olfateó el aire matutino. Por un instante le pareció que había olido algo… ¿podrido? Sí, completamente podrido. Pero el olor había desaparecido de inmediato. Quizás ésa era la razón de los ruidos de la noche pasada: animales nocturnos que olfateaban el cadáver de uno de su especie que yacía entre los juncos en la orilla del río. Y eso quizás explicaba también los gusanos que se retorcían en el sendero, poco más allá de la puerta.
¡Gusanos! ¡Qué animales más asquerosos!
Sobre la pared del jardín también había petirrojos que miraban a Sandra y también a los gusanos, con una mirada especulativa —pensó ella—. Si se marchaba, los pájaros se lanzarían sobre los horribles gusanos. ¡Buen provecho! No se sentía en absoluto envidiosa.
Y luego, cuando le había dado la espalda a la puerta del jardín y estaba en el sendero mirando hacia la casa, vio por fin qué se había hecho de las piedras que faltaban del muro. Era evidente que lo había hecho Harry. Las había alineado en la zona cubierta por el césped, y formaban letras.
Antes de que Sandra pudiera unirlas y ver si significaban algo, Harry apareció en las puertas que daban al patio con una bandeja en la que se veía una cafetera humeante, tazas, leche y azúcar.
—El desayuno estará listo en cinco minutos —anunció—. Ve sirviendo el café, que yo voy a buscar las cosas para comer.
Y Sandra olvidó las piedras y se dirigió hacia la mesa del jardín, donde Harry había dejado la cafetera.
Pero un rato después, se acordó y le preguntó:
—¿Por qué has hecho eso con las piedras?
—¿Qué piedras? —preguntó Harry.
—Las del jardín, sobre el césped.
—Sí, ya sé que hay piedras rodeando el césped —observó él.
—No —insistió ella—, ¡en el mismo césped! Las piedras que forman letras —Sandra sonrió con expresión burlona—: ¿Qué es eso, Harry? ¿Envías mensajes secretos a los pilotos de los jumbos que se dirigen al aeropuerto de Edimburgo?
—¿En el césped? —Harry se detuvo con el tenedor a unos centímetros de la boca, luego lo dejó en el plato, y preguntó con el entrecejo fruncido—: ¿En qué lugar del césped?
—¡Allí! ¡Ve y míralo por ti mismo!
Él lo hizo, y Sandra se dio cuenta, por la expresión de su rostro, de que no sabía nada de aquel asunto. Ella también se puso en pie y se reunió con Harry, y juntos contemplaron la peculiar escritura de piedra. Era muy simple, parecía inconclusa, y no tenía ningún sentido.
KENL
TJOR
RH
—¿Mensajes? —se preguntó una vez más Harry con aire pensativo. Siguió mirando un instante más las piedras, y luego echó un vistazo a su alrededor, por el jardín, deteniendo la mirada aquí y allá.
Sandra se preguntó qué estaría buscando; Harry estaba muy pálido y silencioso, y era evidente que algo le preocupaba.
—¿Sucede algo, Harry? —preguntó la joven.
Él intuyó, más que oír, la preocupación en el tono de su voz.
—¿Qué dices? —la miró—. No, no pasa nada. Seguramente es obra de algunos niños que entraron en el jardín. Han cambiado algunas piedras de lugar, ¿pero qué importancia tiene? —Harry rió, pero sin ninguna alegría.
—Harry… —empezó a decir Sandra—, yo…
—De todos modos, tenías razón —la interrumpió él bruscamente—. Hace demasiado frío aquí. Entremos en la casa.
Pero cuando estaban recogiendo las cosas del desayuno, Sandra vio que Harry olfateaba el aire, y nuevas líneas de preocupación —o quizá de comprensión— se formaron en su frente.
—Hay un animal muerto —observó ella, y él se sobresaltó.
—¿Qué dices?
—Entre los juncos, junto al río. Hay gusanos en el sendero de la orilla. Los pájaros se los están comiendo.
Las palabras de Sandra eran inofensivas, pero Harry palideció.
—Se los están comiendo… —murmuró, y se apresuró a abandonar el jardín y entrar en la casa.
Sandra cogió las cosas del desayuno y las llevó a la cocina, luego regresó al estudio de Harry. Él caminaba a grandes pasos por la habitación, deteniéndose de vez en cuando para mirar por las puertas de cristal hacia el jardín. Pero cuando la joven entró, pareció tomar una repentina decisión, e intentó adoptar una expresión menos preocupada.
—¿Qué planes tienes para el día de hoy? —le preguntó—. ¿Vas a dibujar? ¿Qué te espera en tu mesa de trabajo?
Eran unas pocas palabras, pero muy significativas para Sandra.
La joven diseñaba ropa. De hecho, había cosechado varios pequeños triunfos diseñando ropa femenina, pero en realidad esto era, más que nada, una cobertura para el trabajo que realizaba en la Organización E. La noche anterior le había dicho a Harry que hoy no iba a trabajar. Sandra había pensado que podrían pasar el día juntos, pero ahora, por razones que sólo él conocía, Harry deseaba que ella se fuera.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Sandra, sin poder ocultar su decepción.
—Sandra —Harry renunció a todo disimulo, y desvió la mirada—: Necesito estar solo y pensar. ¿Lo comprendes?
—Y yo sería un estorbo. Sí, puedo comprenderte. —Su tono, sin embargo, indicaba que no era así. Y antes de que él pudiera decir nada, ella continuó—: Harry, ese asunto de las piedras en el jardín. Yo…
—Mira —dijo él con irritación—, ¡yo no sé nada sobre las piedras! Supongo que sólo son una pequeña parte de…, de… otra cosa…
—¿Parte de qué, Harry? —Seguro que él podía advertir lo preocupada que estaba.
Pero él no pareció darse cuenta.
—No lo sé —dijo con voz aún áspera. Hizo un gesto negativo con la cabeza, y luego la acribilló con una mirada inquisitiva, casi rencorosa—. Tal vez soy yo quien debería preguntártelo a ti. Puede que tú sepas más que yo sobre lo que está sucediendo aquí. ¿No?
Sandra no respondió y comenzó a recoger sus cosas. Cuando este asunto —fuera lo que fuese— hubiera salido a la luz, ya habría tiempo para intentar explicar su relación con la Organización E. Y quizá fuera también un buen momento para abandonar la Organización y comenzar desde cero. Con Harry, si él la aceptaba.
Él se vistió apresuradamente; y cuando ella estuvo lista, ya la esperaba en el coche.
Marcharon por la calle que pasaba junto a las viejas casas, cruzaron el puente de piedra y entraron en la carretera principal, que llevaba a Bonnyrig. Sandra podía coger en el pueblo el autocar a Edimburgo. Ya lo había hecho antes, y no era algo que le molestara.
Sandra no había pensado decirle nada a Harry; pero cuando bajaba del coche, no pudo contenerse y le preguntó:
—¿Nos veremos esta noche? ¿Quieres que venga yo?
—No —respondió Harry. Y cuando ella se volvió—: ¡Sandra! —Ella le miró a la pálida y perturbada cara, pero Harry se limitó a encogerse de hombros y dijo—: No sé. Realmente quiero decir que no lo sé.
—¿Me llamarás?
—Sí —asintió Harry, e incluso sonrió—. Sandra…, está bien. Quiero decir, sé que eres una buena chica.
Eso le quitó a Sandra un gran peso de encima. Sólo Harry podía conseguirlo tan fácilmente.
—Sí. —Sandra se inclinó y lo besó a través de la ventanilla abierta del coche—. Los dos somos buena gente, Harry. Los dos.
En Edimburgo, Darcy Clarke y Norman Wellesley esperaban en la calle, junto a la hilera de casas georgianas donde se encontraba el piso de Sandra. Los dos hombres estaban sentados en el asiento trasero del coche de Wellesley, y les acompañaban otros dos agentes de la Organización; pero cuando la joven apareció por la esquina, bajaron del coche y la esperaron a la puerta de la casa.
El apartamento de Sandra estaba en la planta baja, y les hizo pasar sin decir una sola palabra.
—Es un placer volver a verla, señorita Markham —saludó Wellesley mientras se sentaba.
Clarke fue menos formal.
—¿Cómo van las cosas, Sandra? —preguntó con una sonrisa forzada.
Ella tuvo una fugaz visión de su mente y sólo percibió preocupación e incertidumbre. Aunque nada concreto. Pero seguro que Harry estaba en algún rincón de esa mente. Claro que lo estaba, ¿qué hacían si no esos dos en su casa?
—¿Un café? —preguntó Sandra, y sin esperar la respuesta se dirigió a la cocina.
—Sí, tenemos tiempo para tomar un café —dijo Wellesley con su característico tono de suficiencia—, pero, en verdad, estamos muy ocupados, y nuestra visita será breve. De modo que vayamos directamente al grano: ¿ha quedado con Keogh para esta noche?
«¿Estará él en su cama esta noche, o usted en la suya?», eso era lo que le estaba preguntando. «¿Retozarán esta noche, verdad?»
Había algo en ese hombre que Sandra no soportaba. Y no era sólo por el hecho de que su mente fuera un vacío absoluto —no podía percibir ni siquiera el menor destello—. Sandra lo miró con ojos helados.
—Dijo que tal vez me llamaría —respondió con tono de indiferencia.
—Preferiríamos que no lo viera esta noche, Sandra —se apresuró a decir Clarke antes de que Wellesley hablara con su torpeza habitual—. Quiero decir, pensamos verlo nosotros. Y quisiéramos evitar, como comprenderá usted, una situación incómoda.
Sandra, en verdad, no comprendía nada. Pero les sirvió el café, y obsequió a Darcy con una sonrisa. Era un hombre que siempre le había gustado, y no quería verle en situación desairada en presencia de su jefe. Del jefe de ambos, aunque ya no por mucho tiempo. No si las cosas salían tal como ella lo esperaba.
—Sí, ya veo —respondió—. ¿Qué es lo que está pasando?
—No tiene por qué preocuparse —respondió de inmediato Wellesley—. Es un asunto rutinario. Y me temo que confidencial.
Y de repente, Sandra sintió miedo por Harry. ¿Más complicaciones? ¿Algo que interferiría con sus propios planes, que ella creía eran lo mejor para él? Estaba a punto de hablarles de los más recientes acontecimientos, y de lo que ella sabía sobre lo sucedido, pero se contuvo. Había algo en la actitud de los hombres de la Organización —en la actitud de Wellesley, al menos— que le hizo pensar que éste no era el momento oportuno. Además, todo iba a aparecer en su informe mensual, que enviaría junto con su renuncia.
Los tres bebieron en silencio el café. Cuando terminaron, Wellesley se puso en pie.
—Bien, ya hemos terminado —anunció—, supongo que no nos veremos —concluyó a manera de despedida, con una sonrisa nerviosa, y se dirigió hacia la puerta.
Sandra les acompañó, y las últimas palabras de Wellesley fueron:
—Si él la llama, dígale que no. ¿De acuerdo?
Ella podría haberle respondido como se merecía, pero Clarke le apretó suavemente el brazo, como diciéndole: «No se preocupe, que yo estaré allí».
Pero ¿por qué parecía tan preocupado Darcy? Sandra nunca le había visto en ese estado…