Harry Keogh ahora: el ex necroscopio
Harry despertó con la sensación de que algo estaba sucediendo, o por suceder. Se encontraba sentado en la enorme y antigua cama en la que se había quedado dormido sin proponérselo, la cabeza apoyada en la cabecera y un grueso libro de tapas negras en las manos. El libro del vampiro: un tratado que examinaba con pretendida objetividad la perversidad de los vampiros desde la más remota antigüedad hasta nuestros días. Para el necroscopio, aquello no era más que una lectura ligera, y muchos de los «casos bien documentados» no le parecían más que chistes grotescos, porque nadie en el mundo sabía más acerca de la leyenda de los vampiros y de su realidad que Harry Keogh. Nadie en el mundo excepto una sola persona, y ése era su hijo, llamado también Harry. Claro que Harry hijo no contaba, porque, en realidad, no estaba en «este» mundo, sino…, sino en otro lugar.
Mientras dormía, Harry había tenido un antiguo y perturbador sueño, en el que se mezclaban su vida y sus amores de quince años atrás con la vida y los amores actuales, en un surrealista calidoscopio erótico. Había soñado que hacía el amor con Helen, su primera experiencia sexual, y había soñado también con Brenda, su primer amor verdadero y su esposa de la juventud. A pesar de la extraña superposición, los sueños habían sido familiares, placenteros y tiernos. Pero también había soñado con lady Karen y su monstruosa madriguera en el mundo de los wamphyri, y posiblemente había sido este horrible sueño el que le había hecho despertar.
Pero también había soñado con Sandra, su última —y esperaba que definitiva— historia de amor, que a causa de su cercanía en el tiempo había provocado un sueño mucho más vivido, real e inmediato. Y era Sandra quien de alguna manera había hecho menos duro el frío apretón del terror del resto del sueño.
Esto era lo que había soñado: que hacía el amor con las mujeres que había conocido y con la que conocía en la actualidad. Y también lo hacía con lady Karen, con quien, gracias a Dios, nunca había tenido una relación de esa clase.
Pero con Sandra… habían hecho el amor muchas veces, aunque raramente de manera satisfactoria, y siempre en su casa de Edimburgo, en la tenue luz verdosa de la lámpara de su mesa de noche. Al menos no había sido demasiado satisfactorio para Harry; él, claro está, no podía opinar por Sandra. Sospechaba, sin embargo, que ella le amaba intensamente.
Harry nunca le había hablado de su…, de su insatisfacción. No sólo porque no quería herirla, sino también porque sólo serviría para arrojar luz sobre su propia deficiencia. Una deficiencia, sí, y a la vez una especie de paradoja. Porque, comparado con otros hombres (y Harry no era tan ingenuo como para suponer que era el primero en la vida de Sandra), ella debía de considerarlo poco menos que un superhombre.
Él podía hacerle el amor durante una hora, e incluso más tiempo, antes de llegar al orgasmo; pero Harry no era un superhombre, o al menos no lo era en este aspecto. Lo que ocurría en la cama es que ella simplemente no lograba excitarle. Cuando llegaba al orgasmo, siempre era con la imagen de otra mujer en su mente. Cualquier otra mujer: la amiga de un amigo, o alguna conocida casual; una actriz, o incluso Helen, su amiga de la niñez, o Brenda, su esposa de la juventud. Y esto no era algo fácil de reconocer ante una mujer a la que supuestamente se ama, y que uno está seguro que le ama.
Y evidentemente era una deficiencia suya, porque Sandra era muy hermosa. Todos decían que Harry podía considerarse un hombre afortunado. Quizás era la suave iluminación verdosa del dormitorio de ella lo que apagaba su deseo; el verde era un color que no le gustaba. Y también los ojos de la muchacha eran verdes, o al menos de un azul verdoso.
Por eso la parte que concernía a Sandra en el sueño había sido tan diferente: hacían el amor y era muy bueno. Harry había estado muy cerca del orgasmo cuando despertó… con la sensación de que algo estaba por suceder.
Despertó en su propia cama, su propio país, en su propia casa de campo cerca de Bonnyrig, y no muy lejos de Edimburgo, con el libro todavía en sus manos. Y sintiendo su peso, de modo que tal vez era esa sensación la que había coloreado sus sueños. Vampiros. Los wamphyri. Aquello no tenía nada de sorprendente, después de todo, habían aparecido en casi todos sus sueños durante muchos años.
Afuera estaba por amanecer, tenues hilos de luz de un color gris verdoso se filtraban por las hendiduras de las persianas y le daban un vago aire submarino a la atmósfera de la habitación, como si estuviera sumergida en el fondo del mar.
Harry, medio recostado y volviendo lentamente a la realidad, sintió un hormigueo que comenzaba en el cuero cabelludo. Tenía los pelos de punta. Y también su pene estaba erecto, desnudo y eléctricamente erecto, y aún latiendo a causa del sueño.
Harry escuchó atentamente: se oía el tenue rumor de la calefacción central, los primeros trinos de los pájaros en el jardín, los ruidos adormilados de un mundo que comenzaba a desperezarse en el alba.
Harry muy rara vez dormía más de una o dos horas seguidas, y el amanecer era su hora favorita. Era muy agradable percibir que la noche había pasado sin que nada sucediera, y que comenzaba un nuevo día. Pero en esta ocasión sentía que ocurría algo, y volvió la cabeza para mirar fijamente, expectante, la puerta abierta de su habitación. Aún confuso por el sueño, lo vio todo levemente borroso, como difuminado. En toda la habitación no había nada con bordes bien definidos, salvo su propia erección, que parecía muy extraña a la luz de su confusa visión.
Cualquiera que se haya despertado una mañana después de una buena borrachera sabrá cómo se encontraba Harry. Uno sabe a medias quién es, uno medio quiere encontrarse en un lugar muy especial, y a la vez teme no estar donde debería, e incluso cuando sabe con seguridad dónde se encuentra, no está completamente seguro de estar allí, ni está seguro de quién es. Es parte del síndrome de «nunca más volveré a hacerlo».
Pero Harry no recordaba haber bebido. Y la otra cosa que siempre le afectaba cuando despertaba de esta manera —algo que años antes le aterrorizara, pero en la actualidad pensaba que estaba acostumbrado— era la parálisis. El hecho de que no pudiera moverse. No era más que la transición entre el sueño y la vigilia, él lo sabía; pero, aun así, era horrible. Tenía que obligar a sus miembros a comenzar a moverse, habitualmente empezando por una mano o un pie. Ahora se hallaba paralizado, y sólo sus ojos obedecían a las órdenes de su cerebro. Harry hizo que miraran fijamente, por la abierta puerta de la habitación, a las sombras que se agazapaban más allá.
Algo estaba sucediendo. Algo que le había despertado, que le había robado la satisfacción de derramarse dentro de Sandra, a su entera satisfacción esta vez. Había algo en la casa…
Eso justificaría el hormigueo de su cuero cabelludo, sus pelos de punta, y su declinante erección. Se percibía un perfume en el aire. Algo se movía en la oscuridad más allá de la puerta del dormitorio: podía intuirlo, aunque no oyera nada. Algo se acercó a la puerta y se detuvo en la oscuridad, fuera de la vista.
Harry deseaba preguntar quién estaba allí, pero la parálisis se lo impedía. Puede que haya emitido algún sonido con la garganta. Una figura surgió parcialmente de las sombras. Por entre el resplandor submarino, Harry vio un ombligo, un pubis con su oscura mata de vello, la curva de unas redondeadas caderas femeninas y la parte superior de unos muslos, como recortados por unas medias negras. Ella, quienquiera que fuese, permaneció más allá de la puerta, su piel de suave apariencia iluminada por la tenue luz. Bajo la atenta mirada de Harry, ella sostuvo su peso primero en un pie —invisible para él— y después en el otro, balanceando las caderas. Por encima del vientre debían de encontrarse sus senos, grandes y maduros. Sandra tenía pechos voluminosos.
Era Sandra, claro está.
La voz de Harry aún se negaba a obedecerle, pero ya podía mover los dedos de la mano izquierda. Sandra seguramente podía verle, podía ver cómo lo perturbaba su presencia. El sueño estaba por convertirse en realidad. La sangre corría acelerada por sus venas. Y de manera apenas consciente, Harry comenzó a hacerse preguntas. Y las respondió.
¿Por qué había venido Sandra?
Era evidente, para hacer el amor.
¿Cómo había entrado a la casa?
Él debía de haberle dado una llave, aunque no lo recordaba.
¿Por qué ella no avanzaba unos pasos, para que él pudiera verla bien?
Porque quería verle primero muy excitado. Tal vez no había querido despertarlo antes de meterse en la cama con él.
¿Por qué había esperado Sandra tanto antes de mostrarle que ella también podría ser sexualmente agresiva? Otras veces había tomado la iniciativa, desde luego, pero nunca hasta ese punto. Quizás era porque ella había percibido sus reticencias, o tal vez porque sospechaba que él nunca había disfrutado por entero con ella.
Bueno, quizás ella tenía razón.
Sus ojos comenzaban a lagrimear. Era a causa de la pobre iluminación, y de mirar tan fijamente. Harry intentó mover la mano izquierda, alargó los dedos y tiró del cordón que cerraba las persianas para impedir que entrara la débil luz gris verdosa. La habitación quedó casi completamente a oscuras —delgadas líneas verdes sobre un aterciopelado fondo negro—. Eso era lo que ella había estado esperando.
Ahora ella se adelantó. Debía de llevar medias y una camiseta muy corta que dejaba al descubierto el ombligo. Sexys, medio velados por la oscuridad, sus muslos, vientre y ombligo flotaron hacia él, las caderas balanceándose lánguidamente, rayadas de verde. Ella se metió en la cama, se arrodilló con los muslos abiertos y se inclinó hacia adelante. La negra hendidura era visible en la mata de vello del pubis. Estaba muy callada. Y era muy, muy liviana. La cama no se hundió cuando ella se deslizó hasta Harry. El hombre se preguntó cómo se las habría arreglado Sandra para hacer algo así.
Ella se dispuso a montar sobre él, lenta, muy lentamente, la negra hendidura más y más abierta a medida que se acercaba a su objetivo. Harry arqueó la espalda, esforzándose por subir hacia ella… Pero ¿por qué no sentía las rodillas de Sandra aferrando sus caderas? ¿Por qué era tan, tan liviana?
De repente, y sin aviso previo, se le puso la piel de gallina. El deseo le abandonó en un instante, porque su intuición le dijo que aquello no era Sandra. Y, peor aún, ¡no podía decir qué era!
Buscó tanteando con la mano izquierda el interruptor de la luz y la encendió.
La habitación se iluminó con una luz cegadora.
Y en ese instante la hendidura en la mata de vello púbico se abrió como si fuera un artefacto mecánico. «Por el agujero asomaron las encías húmedas de obsceno color rosa de unas poderosas mandíbulas armadas con dientes como agujas, que se cerraron sobre él como una horrible y mortal trampa».
Harry aulló, se arqueó en la cama y su cabeza golpeó contra la cabecera. Sus manos, en un movimiento convulsivo, intentaron golpear, buscaron desesperadamente un rostro, una garganta, unas facciones…; pero allí no había nada.
¡No había nada por encima del ombligo! Y tampoco nada debajo de la parte superior de los muslos.
Ella —o aquello— no era más que un abdomen, una vagina con dientes caníbales que le estaban destrozando. Y la sangre de Harry, roja y caliente, fluyó torrencial mientras la cosa se deleitaba devorando sus genitales. Y un ojo escarlata, que se abrió de repente, contempló a Harry desde la órbita que él había creído era un ombligo.
—¿Eso es todo, Harry? —El doctor David Bettley, un empático de la Organización E que se había retirado a temprana edad para evitarle males mayores a su enfermo corazón, contempló a Harry con los ojos entrecerrados.
—¿No le parece bastante? —respondió su interlocutor con tono un tanto crispado—. ¡Por Dios, para mí fue más que suficiente! ¡Creí que me moría de miedo! Sí, y le aseguro que no es fácil atemorizar a alguien como yo. Pero ese maldito sueño era tan…, ¡tan real! Todos tenemos pesadillas, pero ésa fue… —Y Harry se estremeció involuntariamente.
—Sí, ya veo cuánto le ha afectado —dijo Bettley, preocupado—. Pero cuando le pregunté si eso era todo, no fue porque le quitara importancia a su experiencia. Simplemente le preguntaba si tenía algo más para contarme.
—No —respondió Harry—. En ese instante me desperté de verdad. ¿Usted quiere saber si el sueño me produjo alguna reacción? ¡Vaya si me la produjo! Para empezar, me sentía débil como un gatito recién nacido. Estoy seguro de que sufría una conmoción. También me encontraba físicamente enfermo, y casi vomito. Fui de vientre, y no me avergüenza confesar que apenas si alcancé a llegar al retrete. No quiero ser grosero, pero ese sueño literalmente me hizo cagar de miedo. —Harry hizo una pausa, se recostó en su asiento y perdió en parte su animación; Bettley pensó que parecía cansado. Pero Harry se recuperó, volvió a sentarse erguido en la silla y continuó—. Después… recorrí la casa encendiendo todas las luces, con un hacha de picar carne en la mano. Busqué a esa maldita cosa en todos los rincones. Una hora, dos, hasta bien entrada la mañana. Y durante casi todo ese tiempo temblaba como una hoja. Fue sólo cuando dejé de temblar cuando finalmente me convencí de que aquello no había sido más que un sueño. —Harry rió de repente, pero era una risa un tanto estremecida—. Estuve a punto de llamar a la policía. ¿Puede imaginárselo? Quiero decir, usted es un psiquiatra, ¿pero qué habrían pensado ellos de mi historia? Tal vez me habrían enviado a verle a usted uno o dos días antes.
El doctor Bettley unió los dedos de las manos como si estuviera orando y miró fijamente a los ojos a su interlocutor. Harry Keogh tenía cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años (su cuerpo, en todo caso), pero parecía unos cinco años más joven. ¡Y Bettley sabía que su mente también tenía cinco años menos! Era muy extraño tratar con un hombre como Keogh. Incluso mirarlo se le hacía difícil. Porque Bettley había conocido antes ese cuerpo y ese rostro, los había conocido cuando eran los de Alec Kyle.
El doctor meneó la cabeza y pestañeó, y luego evitó deliberadamente mirar a Harry a los ojos. A veces podían ser tan tristes…
En cuanto al resto del cuerpo:
El cuerpo de Harry había sido robusto, incluso un poco grueso. Con su estatura, de todos modos, eso no importaba. O no le importaba a Alec Kyle, cuyo trabajo en la Organización E había sido fundamentalmente sedentario. Pero sí le había preocupado a Harry. Después de aquel asunto del château Bronnitsy —su metempsicosis—, se había ocupado de su nuevo cuerpo, lo había entrenado y perfeccionado. En todo caso, había hecho todo lo que mejor podía, considerando su edad. Esa es la razón por la que no parecía tener más de treinta y siete o treinta y ocho años. Pero habría sido mejor si sólo tuviera treinta y dos, como la mente que se albergaba en él. Aquél era un asunto muy perturbador… y el doctor meneó una vez más la cabeza y parpadeó.
—Entonces, ¿qué piensa usted de todo esto? —preguntó Keogh—. ¿Podría ser parte de mi problema?
—¿Su problema? —repitió Bettley—. Claro que sí. Estoy seguro de que sólo se trata de eso, a menos que usted se haya guardado algo.
Harry arqueó las cejas en un gesto de interrogación.
—Quiero decir, con respecto a sus sentimientos hacia Sandra. Usted ha mencionado cierta ambivalencia, falta de deseo, incluso pérdida parcial de su potencia. Podría ser que usted, de alguna manera, le echa la culpa (inconscientemente, claro está), la hace responsable de que usted ya no sea… —El psiquiatra hizo una pausa.
—¿De que yo ya no sea un necroscopio?
—Sí. Pero, por otra parte, usted también parece ambivalente con respecto a la pérdida de su poder. A veces tengo la impresión de que usted se alegra de no poder hablar más con los…, con los…
—Con los muertos —completó Harry con tono malhumorado—. Bueno, en parte tiene usted razón. En ocasiones es muy bueno ser normal, un hombre común y corriente. Seamos sinceros, la mayoría de la gente me consideraba un ser extraño, un monstruo incluso. Así que usted tiene en parte razón. Pero en parte se equivoca. —Harry se recostó de nuevo en su asiento, cerró los ojos y se frotó suavemente la frente.
Bettley volvió a mirarlo atentamente.
En el pelo castaño de Harry, naturalmente ondulado, se advertían numerosas canas, tan bien diseminadas que parecían un efecto de peluquería. No pasarían muchos años antes de que el gris ganara terreno al castaño, e incluso ahora los cabellos canos le daban a Harry un aire de sabiduría. Sí, ¿pero de qué extrañas y esotéricas materias? ¿Quizás un mago del siglo veinte? ¿Dedicado a la magia negra? ¿Un nigromante? No, sólo un necroscopio, un hombre que tenía el don de hablar con los muertos, o lo había poseído alguna vez.
Claro está que Harry tenía también otros talentos. Bettley contempló al hombre sentado ante él con la mano en la frente, que parecía tan fatigado. ¡A qué lugares había ido! ¡Y los medios que había utilizado para llegar hasta allí, y para volver! ¿Qué otro hombre había empleado un oscuro concepto matemático como nave espacial, o como máquina del tiempo?
Harry abrió los ojos y sorprendió a Bettley mirándole fijamente. No dijo nada, simplemente le devolvió la mirada. Para esto estaba aquí, para que le estudiaran, para que le examinaran. Bettley hacía muy bien su trabajo, y era discreto. Todo el mundo decía que tenía cualidades admirables. Debía de ser así, si no nunca habría sido admitido en la Organización E. Y Harry se preguntó una vez más si Bettley seguiría trabajando para ellos. No tenía mucha importancia, porque era muy fácil hablar con Bettley, pero Harry odiaba los subterfugios.
El psiquiatra continuó mirando a Harry a los ojos. Estaban tan melancólicos como siempre, y un poco a la defensiva, pero al mismo tiempo daba la impresión de que Harry necesitaba esta comunicación tan íntima. Los ojos eran de un color pardo muy claro, casi miel, grandes, de mirada inteligente y muy inocentes. Verdaderamente inocentes, Bettley lo sabía. Harry Keogh no había pedido ser lo que era, ni había deseado hacer lo que había hecho.
—De modo que en parte estoy equivocado —observó el psiquiatra—. A usted le gustaría recuperar sus dones, ser de nuevo un «raro», según sus palabras. Pero ¿qué haría con esos talentos si volviera a poseerlos? ¿Cómo los utilizaría?
Harry sonrió con ironía. Tenía una buena dentadura, no completamente blanca ni perfectamente pareja, pero fuerte y buena. Su boca denotaba sensibilidad, pero podía también endurecerse en un gesto cáustico, cruel incluso. O quizá no cruel, sino obstinado.
—Como usted sabe, apenas si conocí a mi madre —respondió—. Yo era muy pequeño, casi un bebé, cuando ella murió. Pero más tarde… llegué a conocerla mejor. Y la echo de menos. La mejor amiga de un chico es su madre, ¿sabe usted? Y… bueno, tengo muchos amigos allí abajo.
—¿Enterrados?
—Sí. ¡Y teníamos unas charlas estupendas!
Bettley contuvo un estremecimiento.
—¿Y echa de menos esas charlas?
—Ellos tenían sus dificultades, querían expresar sus opiniones, y querían saber lo que sucedía en el mundo de los vivos. Algunos se preocupaban muchísimo por la gente que habían dejado. Y yo podía tranquilizarlos. Pero casi todos simplemente se sentían solos. ¡Simplemente solos! Pero yo sabía lo que eso significaba para los muertos. Era horrible sentirse tan solo. Me necesitaban. Yo era alguien importante para ellos, y creo que echo de menos que alguien me necesite.
—Pero nada de lo que me dice explica su sueño —dijo el psiquiatra—. Quizá no tiene más explicación que el miedo. Usted ha perdido sus amigos, sus dones, aquella parte de su personalidad que le hacía único. ¿No tendrá ahora miedo de perder su virilidad?
Harry entrecerró los ojos y se quedó un instante pensativo.
—Hable más claro —dijo luego con voz cortante.
—¿Pero no le parece evidente? Un cuerpo de mujer despedazado (algo muerto, y vampírico) devora su centro, las partes de su cuerpo que hacen de usted un hombre. Ella era su miedo, puro pero no simple. Su naturaleza vampírica procede de sus experiencias del pasado. A usted no le gusta ser normal, Harry, y la «normalidad» le da cada día más miedo. Todo tiene que ver con su pasado, son todas las cosas que ha perdido las que hacen que ahora tenga miedo de perderlo todo. Perdió a su madre cuando era un niño, perdió a su esposa y a su hijo en un lugar inalcanzable, perdió a muchísimos amigos, ¡y hasta perdió su propio cuerpo! Y finalmente perdió sus talentos. No más banda de Möbius, no más charlas con los muertos, no más necroscopio…
—Lo que dijo acerca de los vampiros me ha hecho recordar algo —dijo Harry, frunciendo el entrecejo—. De unas cuantas cosas, en realidad.
—Hábleme de ellas —le incitó el psiquiatra.
—Tendré que retroceder en el tiempo —comenzó Harry—, cuando yo era un niño y estudiaba en la escuela de Harden. Yo ya era un necroscopio, pero esto no me gustaba. Solía sentirme mareado, enfermo casi. Podía utilizar mi don como si fuera algo natural, pero yo sabía que no lo era. Aunque incluso antes de eso yo…, yo veía cosas.
El talento de Bettley era la empatía, y ahora el psiquiatra sentía en parte lo que sentía Harry, y se le erizaron los pelos de la nuca. Esto iba a ser importante. Miró el botón que había a su lado en la mesa: todavía estaba rojo, lo que quería decir que el magnetófono aún estaba grabando.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó disimulando su interés.
—Yo era un niño cuando mi padrastro asesinó a mi madre —respondió Harry—. No estaba en el lugar del hecho, y aunque lo hubiera estado, no tenía edad como para recibir una impresión duradera. No habría entendido lo que sucedía, y casi seguramente no lo habría recordado. Y no podría haberlo reconstruido por conversaciones oídas a posteriori, porque todos aceptaron la versión de Shukshin sobre el «accidente». Nadie jamás pensó que ella podía haber sido asesinada; nadie, excepto yo. Yo tenía siempre la misma pesadilla: él la retenía debajo del agua hasta que la corriente se la llevaba. Y yo veía el anillo de mi padrastro: un ágata ojo de gato engarzado en una gruesa montura de oro. Lo perdió cuando la empujó para ahogarla, y el anillo se hundió en el lecho del río. Quince años más tarde supe dónde tenía que bucear para encontrarlo.
Bettley sintió un cosquilleo en el espinazo.
—Pero usted era un necroscopio, y lo leyó en la mente de su madre muerta. ¿O no fue así?
Harry hizo que no con la cabeza.
—No, porque eso era un sueño que tuve mucho antes de hablar conscientemente con los muertos. Y en el sueño «recordé» algo que era imposible que recordara… Algo que no estaba registrado en mi memoria. ¡Era un don que yo ni siquiera sabía que poseía! ¿Sabe usted que mi madre era una médium psíquica, y también lo era su madre? Tal vez es algo que heredé de ellas. Pero cuando mi principal talento, la necroscopia, se desarrolló, la otra facultad fue olvidada, perdida quizás.
—¿Y usted piensa que su sueño más reciente está relacionado con esta facultad? ¿De qué manera?
Harry se encogió ligeramente de hombros, pero el suyo no era un gesto de derrota.
—Como usted sabe, cuando alguien se queda ciego, parece como si desarrollara un sexto sentido. Y la gente que nace con alguna minusvalía compensa su deficiencia con alguna extraordinaria habilidad en otro campo.
—Así es —respondió el psiquiatra—. Algunos de los mejores músicos han sido ciegos, e incluso sordos. ¿Pero qué quiere usted…? —el psiquiatra hizo chasquear los dedos: lo había comprendido—. ¡Ya entiendo! Usted piensa que la pérdida de su talento principal ha hecho que el otro, que estaba atrofiado, comenzara a desarrollarse otra vez. ¿Es así?
—Podría ser —asintió Harry—, podría ser. Sólo que ahora no veo cosas del pasado, como antes, sino del futuro. De mi futuro. Pero las veo de manera confusa, en forma de pesadillas.
Ahora le tocó el turno de fruncir el entrecejo al doctor Bettley.
—¿Usted piensa que se está convirtiendo en un vidente? ¿Qué tiene que ver el don de la precognición con los vampiros, Harry?
—Fue mi sueño —respondió Harry—, algo que yo había olvidado, o que no quería recordar hasta que usted me lo señaló. Pero ahora lo recuerdo con claridad. Lo veo con claridad.
—Prosiga.
—Es una cosa sin importancia —observó Harry, un tanto a la defensiva.
—Será mejor que hablemos de ella, ¿no cree? —Bettley le allanó el camino para que hablara, pero sin apremiarlo.
—Quizá sí —dijo Harry, y luego, con vehemencia—: ¡Vi hilos rojos! ¡Las hebras rojas de las vidas de los vampiros!
—¿Las vio en el sueño? —preguntó con un estremecimiento el psiquiatra, y se le puso la piel de gallina—. ¿Dónde?
—En las rayas verdes que producía la luz al penetrar a través de la persiana —respondió Harry—. Las rayas que esa maldita criatura tenía sobre el vientre y los muslos en el momento en que montó encima de mí. Eran verdes, casi del color del agua del mar, pero se volvieron rojas cuando yo comencé a sangrar. De su cuerpo salían rayas rojas que se internaban en el sombrío pasado, pero también en el futuro. Retorcidas hebras rojas mezcladas con los hilos azules de la vida de la humanidad. ¡Vampiros!
El psiquiatra no dijo nada. Esperó, percibiendo el horror —y la fascinación— que emanaba de su interlocutor y se derramaba por el estudio como un morboso y casi tangible torrente. Hasta que Harry lo interrumpió con un movimiento de su cabeza. Después se puso en pie con movimientos bruscos y se encaminó, con pasos un tanto inseguros, hacia la puerta.
—Harry —llamó Bettley.
Harry, que ya estaba junto a la puerta, se volvió.
—Estoy haciéndole perder el tiempo —dijo—. Como de costumbre. Puede que usted tenga razón, y yo estoy atemorizado hasta de mi sombra. Y me compadezco de mí mismo porque ya no soy único y especial. Y quizá tengo miedo porque conozco la naturaleza de aquello que está allí agazapado esperándome, aunque también puede ser que no haya nadie. Pero ¡qué diablos!, lo que tenga que ser, será, lo sabemos. Y ya no puedo hacer nada para cambiar mi destino.
—No fue una pérdida de tiempo, Harry, si conseguimos poner algo en claro. Y pienso que lo hemos conseguido.
Harry asintió.
—Muchas gracias, de todos modos —dijo, y cerró la puerta al salir.
El psiquiatra se puso en pie y se dirigió a la ventana. Abajo, Harry había salido de la casa y caminaba por la calle Princes, en el centro de Edimburgo. Se levantó el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia, y luego se acercó al bordillo y paró un taxi. Un instante más tarde, el vehículo se alejaba calle abajo.
Bettley volvió a su mesa, se sentó y suspiró. Ahora era él quien se sentía débil, pero la esencia psíquica de Keogh —un «eco» casi tangible de su presencia— ya se estaba desvaneciendo. Cuando hubo desaparecido por completo, el «empático» doctor Bettley rebobinó la cinta de su magnetófono y marcó en el teléfono un número especial perteneciente a la sede de la Organización E en Londres. Esperó hasta oír una señal, y entonces colocó el auricular en una horquilla del magnetófono que tenía bajo su mesa de trabajo. Apretó un botón, y la entrevista con Harry comenzó a ser grabada para los archivos de la Organización E, donde estaban también archivadas todas sus otras entrevistas.
Harry, sentado en el asiento trasero del taxi que le llevaba a Bonnyrig, se recostó contra el respaldo, cerró los ojos, e intentó recordar un detalle de otro sueño que había tenido en forma recurrente durante los últimos tres o cuatro años, sueño en el que aparecía su hijo Harry. Sabía lo que significaba el sueño en términos generales —lo que le habían hecho, cómo y cuándo—, pero había detalles sutiles que se le escapaban. El qué y el cómo eran evidentes: mediante la utilización de sus artes vampíricas para la fascinación y la hipnosis, Harry hijo había convertido a su padre en un ex necroscopio, al mismo tiempo que le quitaba la habilidad de entrar y maniobrar en el continuo de Möbius. En cuanto a la razón que le había llevado a hacer esto…
Si pudieras, me destruirías. —Harry oyó una vez más la voz de su hijo, como una grabación escuchada y vuelta a escuchar hasta conocer de memoria cada frase, cada palabra, cada matiz en las emociones, o en la falta de ellas—. No lo niegues, puedo verlo en tus ojos, lo huelo en tu aliento, lo leo en tu mente. Conozco muy bien tu mente, padre. Casi tan bien como tú. He explorado todos sus rincones, ¿lo recuerdas?
Y Harry volvió a responderle —mentalmente— como le había respondido entonces:
—Si sabes tanto, debes de saber también que nunca te haría daño. No quiero destruirte, sólo curarte.
¿Tal como curaste a lady Karen? ¿Y dónde está ella ahora, padre?
Aquélla no había sido una acusación; su tono no era sarcástico ni resentido. Harry hijo sólo señalaba un hecho, porque lady Karen se había suicidado y él lo sabía.
—Esa criatura tenía un dominio demasiado profundo sobre ella —había insistido Harry—. Y lady Karen había sido una campesina, una Viajera, no era educada como tú. Ella no podía ver lo que había ganado, sólo veía lo que creía que había perdido. No hubiera sido necesario que se matara. Tal vez…, tal vez estaba desequilibrada.
Sabes que no lo estaba. Era simplemente wamphyri. Y tú desalojaste a su vampiro y la mataste. Creíste que era como matar un parásito, como reventar un forúnculo, o extirpar un cáncer. Pero no lo era. Dices que ella no podía ver lo que había ganado. Dime, padre, ¿qué crees tú que lady Karen había ganado?
—¡Su libertad! —había exclamado con desesperación Harry, repentinamente horrorizado de sí mismo—. ¡Por el amor de Dios, no te empeñes en demostrar que me equivoqué! ¡No soy un asesino!
No, no lo eres. Pero tienes una obsesión. Y me das miedo. O tal vez me dan miedo tus objetivos, tus ambiciones. Deseas un mundo —tu mundo— libre del vampirismo. Un propósito admirable. Pero ¿qué te propondrás después de conseguirlo? ¿Será mi mundo tu meta siguiente? Una obsesión, sí, que parece crecer en ti como crece en mí el vampiro. Yo ahora soy wamphyri, padre, y no hay nada ni nadie tan tenaz como un vampiro, nadie, salvo Harry Keogh.
¿No adviertes el peligro que entrañas para mí? Conoces muchas de las artes secretas de los wamphyri y sabes cómo destruirnos: puedes hablar con los muertos, viajar por el continuo de Möbius y hasta puedes hacerlo en el tiempo, aunque sólo sea por un instante. En una ocasión huí de ti, y de tu mundo. Pero en este mundo he luchado por mis territorios y me los he ganado. Ahora son míos y no los abandonaré. No más fugas. Pero no puedo correr el riesgo de que me persigas, de que no te des por satisfecho. ¡Soy un whampyri, y no soportaré tus experimentos! No te serviré de cobaya para que pruebes las «curas» que se te ocurran.
—¿Y qué será de mí? —había dicho Harry entonces, tal como se lo decía ahora a sí mismo—. ¿Estaré a salvo? Has reconocido que soy una amenaza para ti. ¿Dentro de cuánto tiempo el vampiro que hay en ti te dominará por entero, y vendrás a buscarme?
Eso no sucederá nunca, padre. Yo no soy un campesino: soy instruido, y me controlaré, tal como un aficionado inteligente a las drogas controla su adicción.
—¿Y si no puedes? Tú también eres un necroscopio, y todo lo que yo puedo hacer en el continuo de Möbius está a tu alcance. No hay ningún lugar al que no puedas llegar, y siempre llevarás contigo tu contagioso mal. ¿En qué pobre desgraciado depositarás tu huevo, hijo?
Harry hijo había suspirado profundamente al escuchar esto, y se había quitado la máscara de oro. Las heridas recibidas en la batalla del jardín ya estaban curadas; no se veía ninguna cicatriz. El vampiro que había en él había reconstituido sus tejidos, moldeando su carne tal como su padre temía que algún día moldearía su alma.
Ya ves, hemos hecho tablas —dijo Harry hijo. Y sus ojos se habían abierto en sus enormes órbitas escarlata.
—¡No! —había gritado estremecido Harry, tal como se estremecía ahora al recordarlo. Sólo que entonces había sido la última palabra que pronunció durante un largo tiempo, hasta que despertó en la sede de la Organización E. En tanto que ahora, sus palabras fueron seguidas por una pregunta del conductor del taxi.
—¿Qué me ha dicho, señor? —preguntó desconcertado el hombre—. ¿No íbamos a Bonnyrig? ¡Mire que ya casi estamos allí!
Harry volvió a la realidad. Estaba sentado muy erguido, rígido y pálido, con la boca levemente abierta. Se pasó la lengua por los labios resecos y miró por la ventanilla del taxi. Sí, ya faltaba muy poco para que llegaran.
—Sí, claro, vamos a Bonnyrig —respondió en voz baja—. Estaba…, estaba soñando despierto y no me di cuenta de que había hablado. Eso es todo, no se preocupe —y le indicó al conductor el camino más corto hacia su casa.
El norte de Londres, a fines de abril de 1989; un último piso, bastante descuidado, en el residencial distrito de Highgate, junto a Hornsey Lane. Dos hombres, al parecer de buen humor, charlan tranquilamente mientras beben una copa en el salón del piso, grande y con las paredes cubiertas de estanterías llenas de libros y pequeños objetos de adorno, en su mayoría procedentes de Europa continental.
Nikolai Zharov, un individuo muy poco típico de la raza a la que pertenecía, era alto y delgado como un junco, blanco como la leche, y casi afeminado en su amaneramiento. Fumaba en boquilla cigarrillos Marlboro a los que previamente había arrancado el filtro, hablaba un inglés perfecto aunque ceceaba ligeramente y en general revoloteaba bastante las muñecas. Tenía ojos oscuros, profundos y de párpados gruesos, que le hacían parecer drogado, disimulando un cerebro siempre alerta y calculador.
Sus cabellos eran finos y negros, peinados hacia atrás y fijados con una especie de crema rusa con un fuerte olor a antiséptico; los labios, debajo de una nariz fina y recta, eran también delgados, y la boca grande. Una barbilla puntiaguda terminaba de darle una fina apariencia; parecía la clase de hombre que puede doblarse fácilmente, pero nunca se quiebra; los «hombres de verdad» solían mirarlo con recelo, pero no se arriesgaban a nada más con él. Afuera, en las calles de la ciudad, Zharov seguramente habría merecido una segunda mirada, después de la cual el observador quizás habría desviado sus ojos. El ruso solía hacer que la gente se sintiera incómoda.
De hecho, Wellesley se sentía incómodo, aunque tratara de ocultarlo. Era el dueño del piso, y le preocupaba que alguien hubiera visto entrar a su visitante, o que le hubieran seguido. Sería muy difícil justificar este encuentro, porque Wellesley era un miembro de los servicios secretos, y también lo era Zharov, aunque trabajaran para distintos jefes.
Wellesley, con su metro setenta y dos de estatura, era unos cuantos centímetros más bajo que el esbelto ruso, y también más robusto, con una cara de sonrosadas mejillas. Demasiado sonrosadas, quizá. Pero no era su estatura ni su rubicundez lo que le ponía en desventaja con respecto a su interlocutor. Su presente estado de agitación mental no era debido a las diferencias físicas, o incluso culturales o raciales, sino pura y simplemente al miedo que sentía. Miedo por lo que Zharov le pedía que hiciera. En respuesta a esta solicitud, hacía un instante Wellesley había replicado:
—¡Pero usted tiene que darse cuenta de que eso es imposible, o poco menos que imposible! —Palabras muy terminantes, pero que fueron pronunciadas tranquila y fríamente, e incluso con cierto cálculo. Un medido intento de disuadir a Zharov de su propósito, o al menos hacer que se desviara un poco, aun sabiendo que el otro no era el autor de la solicitud, sino el mensajero.
Y era evidente que el ruso había esperado su respuesta.
—Se equivoca —respondió con el mismo calmo tono de voz, y una sonrisa fría que de algún modo contrarrestaba los rubores coléricos de su interlocutor—. No sólo es posible, sino absolutamente necesario, ineludible. Si, como ha informado usted, Harry Keogh se encuentra a punto de desarrollar facultades nuevas, que hasta el momento ni siquiera sospechábamos que pudiera tener, se hace imperativo detenerle. Así de sencillo. Ese hombre ha sido una verdadera plaga para las organizaciones PES soviéticas. Un desastre, un huracán mental, un ciclón psíquico. Claro está que nuestra Organización E no se ha extinguido, y sobrevive a pesar de los esfuerzos de Keogh, ¡pero buen trabajo nos cuesta! Claro que, por otra parte, tal vez deberíamos estarle agradecidos: sus… llamémosles triunfos… han hecho que seamos más conscientes que nunca del poder de la parapsicología, de su importancia, en el campo del espionaje. El problema es que ustedes, con él como arma, nos sacan una ventaja demasiado grande a nosotros. Por esa razón él debe desaparecer…
No parecía que Wellesley estuviera prestando mucha atención a la argumentación de Zharov.
—Usted recordará —contestó— que mi deuda inicial era pequeña. Muy bien, le debo a sus jefes un pequeño favor, pero mi deuda no es tan grande como ellos parecen dar por supuesto. Me parece que sus intereses son usurarios, amigo mío. Y lo que me piden excede en mucho mi pequeña deuda. Es más de lo que puedo pagar. Me temo que ésa es mi respuesta, Nikolai, y usted deberá comunicarla a Moscú.
Zharov suspiró, dejó su copa sobre la mesa y se echó hacia atrás en su silla. Estiró sus largas piernas, cruzó los brazos sobre el pecho y apretó los labios; sus pesados párpados descendieron todavía un poco más. Las pupilas de sus ojos brillaron en la estrecha hendidura, y durante unos instantes el ruso estudió atentamente a Wellesley, sentado frente a él, al otro lado de una pequeña mesa.
Wellesley se estaba quedando calvo. Tenía cuarenta y cinco años, seis o siete más que el ruso, y se le notaban. Era un hombre poco atractivo, pero tenía un rasgo que redimía su fealdad: la boca, firme y bien dibujada, con unos dientes perfectos. Su nariz, por el contrario, era carnosa y prominente; sus ojos, de un azul muy pálido, demasiado redondos y de mirada fija; y su tez rubicunda hacía que fueran aún más perceptibles las pecas que moteaban su frente. Zharov se concentró un instante en las pecas de Wellesley antes de hablar.
—¡Ah, la distensión! —se mofó—. ¡La glasnost! ¿De qué nos sirven cuando tenemos que negociar con nuestros deudores? ¡En los viejos tiempos nos bastaba con enviar a un cobrador, y todo estaba en orden! Y si no…, un matón era suficiente. Pero en la actualidad, los caballeros siempre tienen una salida: declaran la suspensión de pagos. Norman, me temo que usted deberá declararse en quiebra. ¡Su tapadera está a punto de ser… descubierta!
—¿Mi tapadera? —Wellesley entrecerró los ojos con aire suspicaz, y su tez se volvió aún más rubicunda—. No tengo tapadera. Soy lo que parezco. Mire usted, he cometido un error, y sé que debo pagar por él. Muy bien, pero no voy a matar por usted. Eso es lo que usted quisiera, ¿verdad? Pero no convertiré mi pequeña deuda en una enorme. Así que, adelante. Descúbrame, si ésa es la amenaza. Perderé mi trabajo, y quizá por un tiempo mi libertad, pero no será para siempre. Y si hago lo que usted me pide, estaré perdido. ¿Qué me pedirán la próxima vez? ¿Otro asesinato? Usted me está chantajeando, y lo sabe. ¡No cederé! De modo que haga lo que quiera, y despídase para siempre de los pequeños favores que le debo.
—¡Un farol, y muy bien jugado! —dijo sonriente Zharov—. Pero de todos modos, no es más que un farol. Muy bien, ahora es mi turno. Usted es un topo infiltrado.
—¿Un topo? —Wellesley apretó los puños con fuerza—. Bueno, tal vez lo era, pero nunca hice nada malo.
Zharov volvió a sonreír, aunque esta vez más parecía una mueca. Después se encogió levemente de hombros y se dirigió hacia la puerta.
—Ésa es su versión de los hechos, claro está —dijo.
Wellesley se puso en pie de un salto y llegó a la puerta antes que su interlocutor.
—¿Adónde diablos se piensa que va? ¡Si todavía no hemos resuelto nada! —exclamó.
—Ya he dicho todo lo que tenía que decir —respondió el otro, inmóvil. Después de un instante, extendió un brazo y cogió el abrigo que había colgado de una percha—. Y ahora —su voz era más profunda, y le temblaba una de las comisuras de la boca—, ahora me voy. —Cogió los guantes de piel negra que llevaba en el bolsillo del abrigo y se los puso—. Y no intente detenerme, Norman, porque cometería un grave error.
Wellesley nunca había sido partidario de la violencia física, y, retrocediendo un paso, preguntó:
—¿Y qué sucederá?
—Tendré que informar sobre su reticencia —dijo Zharov—. Diré que usted piensa que no nos debe nada, y considera cancelada su deuda. ¡Y ellos me dirán que a quien hay que cancelar es a usted! Y luego su expediente se «filtrará» hasta llegar a manos de algún jefazo de los servicios secretos de su país y…
—¿Mi expediente? —los lacrimosos ojos de Wellesley parpadearon frenéticamente—. ¿Unas miserables fotos porno que me sacaron con una cámara oculta cuando estaba con una prostituta en un hotel de Moscú hace ya doce años? ¡Si en aquella época esas cosas sucedían casi cada día, y no merecían más que una reprimenda! Mañana iré y aclararé de una vez por todas ese viejo… asunto. ¿Y qué harán ustedes entonces? Además, mencionaré unos cuantos nombres (el suyo, entre otros), y usted ya no hará más de mensajero, Nikolai.
—Su expediente tiene algunas cosas más, Norman —respondió el otro—. Está lleno de datos secretos que usted nos ha filtrado en el curso de estos años. ¿Así que lo aclarará todo? Bien, creo que le llevará mucho, mucho tiempo hacerlo.
—¿Datos secretos? —el rostro de Wellesley era ahora de un rojo encendido—. ¡Yo no les he dado nada! ¡Nada! ¿Qué clase de información…?
Wellesley temblaba como una hoja, temblaba de rabia y frustración bajo la atenta mirada de Zharov, y lentamente la sonrisa volvió a los labios del ruso.
—Yo sé que usted no nos ha dado nada —dijo tranquilamente—. Tampoco se lo habíamos pedido hasta hoy. Y también sé que usted es inocente, o casi, pero la gente que importa en estos casos no lo sabe. Y ahora por fin le estamos pidiendo algo. Así que usted puede pagar o… —Otra vez se encogió de hombros—. Lo que está en juego es su vida, amigo mío…
Cuando Zharov extendió la mano para abrir la puerta, Wellesley le cogió el brazo.
—No puedo contestarle de inmediato, tengo que pensarlo —dijo con voz entrecortada.
—De acuerdo —respondió Zharov—, pero no se tome demasiado tiempo.
Wellesley asintió con un gesto.
—No salga por aquí. Hágalo por la puerta de atrás —dijo, y lo guió a través del piso—. ¿Por qué vino a este lugar? ¡Santo cielo, si alguien le vio, no sé qué…!
—Nadie me vio, Norman. Además, no soy muy conocido por aquí. Estaba en un casino de Cromwell Road. Vine en taxi y le dije que me dejara unas cuantas manzanas más allá, después caminé hasta aquí. Ahora también caminaré, y luego cogeré un taxi.
Wellesley le abrió la puerta trasera y lo acompañó por el oscuro sendero del jardín hasta la salida. Antes de salir, Zharov cogió un sobre del bolsillo del abrigo y se lo tendió a Wellesley.
—He aquí unas fotografías que usted no había visto —dijo—. Servirán para recordarle que no debe demorarse en tomar una decisión, Norman. Tenemos un poco de prisa, como puede ver. Entretanto, tengo una o dos noches libres. Quizá me busque una puta bonita y limpia. —Zharov rió con ironía y continuó—: Y si sus hombres nos hacen algunas fotografías…, bueno, las guardaré de recuerdo.
Cuando el ruso se marchó, Wellesley entró a la casa. Llenó otra vez su copa, se sentó, y abrió el sobre que le había entregado Zharov. Para cualquiera que no conociera a Wellesley, aquéllas no eran más que ampliaciones de instantáneas sin ninguna trascendencia. Pero Wellesley sabía que no era así, y lo mismo sucedería con cualquier agente de los servicios secretos británicos, o de cualquier país del mundo. Las fotografías eran de Wellesley acompañado por un hombre de mucha más edad que él. Ambos llevaban gruesos abrigos y sombreros rusos de piel, caminaban juntos, charlaban, con las cúpulas de la plaza Roja de Moscú como fondo, y bebían vodka sentados a la puerta de una dacha. No eran más que media docena de fotos, y daban la impresión de que los dos hombres eran muy amigos.
El «amigo» de Wellesley debía de tener unos sesenta y cinco años; su pelo era gris en las sienes, con una franja de intenso color negro en el centro de la cabeza, y lo llevaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto su frente despejada y cruzada por múltiples arrugas. El hombre tenía ojos pequeños y cejas muy pobladas, numerosas arrugas en las comisuras de los ojos y de los labios, y una boca de expresión dura en una cara que, por lo demás, parecía bienhumorada. Sí, ese hombre había sido un tipo divertido, a su manera, y también un sujeto terrible en otros aspectos. Los labios de Wellesley pronunciaron en silencio su nombre:
—Borowitz —y luego dijo en voz alta—: Camarada general Gregor Borowitz, ¡viejo hijo de perra! ¡Mi Dios, qué tonto he sido!
Una de las fotografías era especialmente interesante, aunque más no fuera por el lugar donde había sido tomada: Wellesley y Borowitz estaban de pie en el patio de una vieja mansión o château, un lugar decadente en cuya construcción se mezclaban diversos estilos arquitectónicos. Tenía dos alminares que crecían como venenosas setas fálicas en los hastiales, y los desconchados arabescos que lo decoraban y ruinosos parapetos acentuaban la impresión de decadencia y abandono. Pero la verdad es que el château era cualquier cosa menos una ruina.
Wellesley nunca había estado en el interior, y cuando fue tomada la fotografía desconocía lo que había allí. Pero ahora lo sabía muy bien; aquél era el château Bronnitsy, la sede de los servicios secretos soviéticos especializados en espionaje mental, un lugar infame…, hasta que Harry Keogh lo hizo estallar. Era una pena que eso no hubiera sucedido dos años antes…
A la mañana siguiente, Darcy Clarke llegó tarde al trabajo. Primero un accidente de tráfico en la autopista, luego un semáforo que no funcionaba en el centro de la ciudad, y más tarde un idiota que había aparcado su desvencijado vehículo en la plaza reservada para Darcy. Estaba por quitarle el aire a las ruedas del intruso cuando éste regresó y con un «¡vete a hacer puñetas!» dirigido al furioso Darcy se marchó con su coche.
Clarke, todavía furioso, utilizó el ascensor situado en un discreto lugar en la parte trasera de un hotel de aspecto perfectamente corriente para subir a la última planta, que en su recinto insonorizado, blindado, a prueba de fallos mecánicos, físicos o metafísicos, albergaba a la Organización E, también conocida como INTPES. Mientras Clarke, después de entrar, se quitaba su abrigo, el oficial de guardia de la noche se preparaba para marcharse. Tras echarle una mirada, Abel Angstrom dijo:
—Buenos días, Darcy. Veo que estás un poco acalorado. Pues lo estarás más con lo que te espera…
Clarke hizo una mueca y colgó su abrigo.
—Hoy no es precisamente mi día. ¿Qué sucede aquí?
—El jefe está encerrado en su despacho con el expediente de Keogh desde las seis y media de la mañana. Eso es lo que sucede. Ha bebido litros de café. Y además estuvo vigilando el reloj y ha llamado al orden a todos los que llegaron después de las ocho. Quiere hablar contigo, y si yo estuviera en tu lugar, llevaría puesto el chaleco antibalas.
—Gracias por el consejo —respondió con aire de resignación Clarke, que luego se dirigió al lavabo de caballeros para arreglarse un poco.
Cuando se estaba arreglando el nudo de la corbata en el espejo, la furia que había experimentado antes volvió a apoderarse de él.
—¿Qué diablos estoy haciendo? —gruñó para sus adentros—. ¿Por qué te preocupas? ¡No seas estúpido, Clarke! De modo que el gran señor quiere verme, ¿no? ¡Mierda, es como cuando estaba en el maldito ejército! —Clarke torció deliberadamente su corbata, se desordenó el pelo y volvió a mirarse al espejo.
¡Así estaba mejor! Después de todo, ¿qué tenía que temer? Nada, porque Clarke tenía un don psíquico innominado aún que le protegía de cualquier dificultad, como una madre protege a su hijo. No era exactamente un deflector, si alguien disparaba un arma de fuego contra él, la bala no se desviaba, pero el disparo no daba en el blanco. O bien el percutor actuaba en el vacío. O Clarke tropezaba en el momento justo. El agente no era uno de esos individuos propensos a los accidentes, sino todo lo contrario.
Podía cruzar un campo de minas y salir ileso… ¡pero todavía desconectaba la corriente eléctrica para cambiar una bombilla! Esta mañana, sin embargo, no estaba de humor como para desconectar nada. «Que sea lo que Dios quiera», pensó Clarke mientras se dirigía al sanctasanctórum.
Cuando llamó a la puerta, una voz malhumorada preguntó:
—¿Quién es?
—Soy Darcy Clarke —respondió, aunque para sus adentros pensó: «¡Hijo de perra arrogante!».
—Adelante, Clarke —dijo la voz—. ¿Dónde diablos se había metido? ¿O es que ya no trabaja aquí? —Y antes de que Clarke pudiera responder, añadió—: Siéntese.
Pero Clarke permaneció de pie. No estaba dispuesto a soportarlo más. Ya había llegado al límite de lo que podía tolerar, tras seis meses con el nuevo jefe de la Organización E. Después de todo, había otros trabajos, y no tenía por qué seguir a las órdenes de este despótico hijo de perra. ¿Y dónde estaba la continuidad? Sir Keenan Gormley había sido un caballero; Alec Kyle, un amigo, y cuando él mismo dirigió la Organización, se había mostrado eficiente y amistoso. Pero este tipo era…, ¡era un patán! ¡Un grosero! ¡Un cavernícola! Al menos en lo que concernía a las relaciones internas de la Organización. En cuanto a sus facultades, no era telépata, ni vidente, ni tampoco un deflector o un localizador. No, su único talento era poseer una mente impenetrable. Los telépatas no podían tocarle. Algunos dirían que precisamente por esto era el hombre perfecto para ese puesto. Quizá lo era, pero sería agradable que se mostrara un poco más humano. Después de trabajar a las órdenes de hombres como Gormley o Kyle, trabajar con un jefe como Norman Harold Wellesley era…
Wellesley estaba sentado ante su mesa. Sin alzar la vista, suspiró profundamente y dijo:
—Le he dicho que…
—Sí, le he oído —interrumpió Clarke—. ¡Buenos días!
Wellesley levantó la cabeza y Clarke vio que estaba tan rubicundo como siempre. También vio el expediente de Harry Keogh disperso sobre la mesa. Y Clarke, por primera vez, se preguntó qué era lo que estaba sucediendo.
Wellesley percibió de inmediato la actitud de Clarke y se dio cuenta de que no le convenía mostrarse duro con él. Y también advirtió que se avecinaba una lucha de poderes, lucha que estaba latente desde que él se había hecho cargo de la dirección de la Organización. Pero por ahora no podía ocuparse de aquello, de modo que lo mejor era evitarla.
—Está bien, Darcy —dijo con su tono de voz más sereno—, creo que ambos tenemos una mala mañana. Usted es el subjefe, lo sé, y piensa que se le debe respetar. Estoy de acuerdo; pero cuando las cosas van mal, yo soy el responsable. Aunque a usted no le guste, yo soy el que tiene que dirigir este lugar. Y con esta clase de trabajo…, creo que no necesito disculparme por mis malos modales. Y usted, ¿qué razón tiene para su malhumor?
«¿Qué pasa?», pensó Clarke, «¿cuántos años hace que no me llama Darcy? ¿Intentará acaso mostrarse razonable?».
Clarke adoptó una actitud algo más conciliadora y se sentó.
—Hoy el tráfico estaba imposible y un idiota ocupó mi plaza de aparcamiento —respondió finalmente—. Eso por empezar. Además estoy esperando que Trevor Jordan y Ken Layard me llamen desde Rodas por aquel asunto de drogas; Aduanas, Hacienda y Scotland Yard quieren saber cómo sigue aquello. Añada a eso media docena de peticiones de nuestro ministro solicitando ayuda de agentes PES para resolver importantes delitos, más el papeleo de rutina, el trabajo en la embajada rusa que se supone debo supervisar yo y…
—Bueno, puede desentenderse del trabajo en la embajada —se apresuró a interrumpirlo Wellesley—. Es un asunto de rutina, no tiene importancia. ¿Qué hay unos cuantos rusos más en nuestro país? ¿Toda una delegación? ¿Y qué? ¡Por Dios, tenemos demasiadas cosas de que ocuparnos para que además nos encarguemos de una vigilancia de rutina! Pero incluso si deja eso…, sí, ya veo que está completamente desbordado.
—¡Ya lo creo que sí! —respondió Clarke—. Si ahora me dijera que dejara de perder el tiempo y me fuera a trabajar de inmediato, yo no pensaría que usted es descortés. Por el contrario, creo que incluso se lo agradecería. Pero estoy seguro de que me ha llamado por alguna razón de peso, no para que charlemos sobre el exceso de trabajo…
—Bueno, nadie podría acusarle de irse por las ramas —observó Wellesley, y en esta ocasión sus ojos, que estudiaban atentamente a Clarke, no eran hostiles ni parpadeaban continuamente.
Y así era el hombre que Wellesley estaba viendo:
No era guapo ni su presencia era imponente, y viéndole nadie diría que alguna vez había sido el director del más secreto de los servicios secretos británicos. Su aspecto era el de un don nadie, el prototipo del hombre medio, poco más o menos. Bueno, tal vez no tan indiferenciado, pero le faltaba muy poco para conseguirlo. Mediana estatura, pelo de color castaño, levemente encorvado y con un poco de tripa, y de mediana edad; Clarke era mediano en todo. Sus ojos eran pardos, su rostro no muy dado a la risa, y con un aire por lo general de tristeza. Y todo lo demás en él, incluido vestuario, era término medio.
Pero había dirigido la Organización E, sobrevivido a acontecimientos muy duros, y conocido a Harry Keogh.
—Keogh —dijo Wellesley, pronunciando el nombre como si tuviera un sabor amargo—. Es en eso en lo que estaba pensando.
Había dicho «eso», como si Keogh fuera un artefacto, o una cosa, y no una persona. Clarke arqueó las cejas.
—¿Hay alguna novedad con respecto a Harry? —Wellesley escuchaba los informes de Bettley, y no hablaba con nadie de su contenido.
—Puede que sí, puede que no —respondió Wellesley, y añadió rápidamente, como para no darle tiempo a Clarke a pensar—: ¿Sabe lo que ocurriría si recuperara sus facultades?
—Sí —respondió Clarke, y aunque tuvo tiempo de meditar su respuesta, habló francamente—: Usted se quedaría sin trabajo.
Wellesley, inesperadamente, sonrió. Pero fue una sonrisa fugaz, que se desvaneció rápidamente de su cara.
—Siempre es bueno saber lo que los demás piensan de uno —observó—. ¿Y usted cree que Keogh se haría con la dirección de la Organización E?
—¡Con sus increíbles facultades, él sería la Organización! —respondió Clarke. Y de repente, su rostro se iluminó—. ¿Me está diciendo que Harry ha recuperado su don?
Wellesley demoró en contestar.
—Usted era su amigo, ¿verdad? —dijo por fin.
—¿Su amigo? —repitió Clarke, frunciendo el entrecejo. No, honestamente no podía decir que lo había sido, ni siquiera que hubiera querido serlo. En una época, sin embargo, había visto en acción a algunos de los amigos de Harry, ¡y todavía aparecían en sus pesadillas! Pero por fin respondió—: Éramos conocidos, nada más. Los amigos de Harry… casi todos eran…; bueno, estaban muertos. Por eso eran sus amigos.
Wellesley le miró fijamente.
—¿Y realmente hacía lo que le atribuyen esos documentos? ¿Hablaba con los muertos? ¿Hacía que se levantaran de sus tumbas? Quiero decir, yo creo en la telepatía. La he visto funcionar en nuestras cabinas de prueba, y en todos los casos de asesinato que ha investigado la Organización en los últimos seis meses. Y creo también en el peculiar talento de usted, Darcy, que está bien documentado, aun cuando yo no lo he visto en acción. ¿Pero esto? —y Wellesley arrugó su prominente nariz—. ¿Un maldito… nigromante?
—Un necroscopio —aclaró Clarke—. A Harry no le gustaría que usted le llamara nigromante. Si ha leído todo su expediente, sabrá quién era Dragosani. Él sí que era un nigromante. Los muertos le temían, le odiaban. Pero a Harry lo amaban. Sí, él hablaba con ellos, y los llamaba para que se levantaran de sus tumbas cuando necesitaba su ayuda. Pero no los forzaba; para ellos era suficiente saber que él se hallaba en aprietos.
Wellesley percibió que la voz de Clarke era apenas audible, y que el agente estaba muy pálido. Pero aun así, le apremió para que siguiera hablando:
—Usted estaba en Hartlepool cuando el desenlace del asunto Bodescu. ¿Vio realmente a esa criatura?
Clarke se estremeció.
—Vi muchas…, vi muchas de esas criaturas. Y hasta las olí… —Clarke movió la cabeza, como si quisiera despejarla de recuerdos insoportables, e intentó recuperar la calma—: ¿Cuál es su problema, Norman? —continuó hablando luego—. Muy bien, durante su período al frente de la Organización nos hemos ocupado principalmente de asuntos mundanos. Por lo general, en eso consiste nuestro trabajo. En cuanto a aquello a lo que se enfrentaron Harry Keogh, Gormley, Kyle y todos los otros…, esperemos que esté acabado para siempre. ¡Y ruegue que así sea!
Wellesley no parecía muy convencido.
—¿No podría haber sido hipnotismo, o una ilusión colectiva, o algún fenómeno de ese tipo?
Clarke dijo que no con la cabeza.
—No olvide que yo poseo un peculiar mecanismo de defensa. Se me puede engañar a mí, pero no a este don mío, que actúa infundiéndome miedo sólo cuando realmente hay algo que temer. No se pone en funcionamiento ante ilusiones inofensivas: solamente lo hace ante los peligros reales. Y hace que me aleje de los muertos como alma que lleva el diablo, de los no-muertos y de todas las criaturas que podrían aniquilarme.
Por un instante, Wellesley no encontró respuesta para lo que había dicho Clarke, pero al cabo dijo:
—¿Le sorprendería saber que yo no era consciente de mi propio talento? No lo había percibido en toda mi vida, hasta que solicité entrar en la Organización. —Esto era mentira, pero Clarke no podía saberlo—. Quiero decir, ¿cómo puede uno descubrir que tiene un don negativo? Si en la vida cotidiana se pudiera leer el pensamiento de los demás (y viceversa), yo sería un caso raro, el único hombre que no podría leer el pensamiento de los otros, pero a quien tampoco podrían leérselo. Pero en la realidad casi nadie lee el pensamiento de otros, y yo no podía descubrir que mi mente era impenetrable. Sólo sabía que me interesaba la parapsicología, los dones metafísicos. Y por eso solicité que me transfirieran a este lugar. Y luego los expertos de la Organización me estudiaron y descubrieron que mi mente está blindada.
Clarke parecía desconcertado.
—¿Qué está tratando de decirme? —preguntó.
—Yo mismo no lo sé con certeza. Creo que intento explicarle por qué, aun siendo el director de la Organización E, me cuesta tanto creer en lo que hacemos. Y cuando usted me enfrenta con la existencia real de alguien como Harry Keogh… ¡La parapsicología es una cosa, pero eso es algo enteramente sobrenatural!
—Así que, después de todo, usted también es humano —dijo sonriendo Clarke—. ¿Piensa que es el único a quien estas cosas sumen en la confusión? No hay hombre o mujer que haya trabajado aquí y no haya experimentado las mismas dudas. Si yo tuviera una libra por cada ocasión en que pensé en estas cosas (en sus ambigüedades, sus inconsistencias, sus flagrantes contradicciones), sería rico. ¿Qué grupo hay más extraño que éste? ¿Ocupándose de telemetría, telepatía, evaluando mediante ordenadores modelos de probabilidad y de precognición? ¿Satélites espías y bloqueadores? ¡Claro que usted se siente confundido! ¿Y quién no? ¡Pero sólo se trata de artefactos y de fantasmas, nada más!
Wellesley se sintió un poco más contento. Por una vez, había conseguido que Clarke se pusiera de su lado. Y, pensando en los planes que tenía, eso era precisamente lo que necesitaba, tenerlo de aliado.
—¿Y qué me dice del transporte por telepatía? Ésa era una de las facultades de Keogh, ¿no?
—El teletransporte, sí, así le llamamos, pero lo de Keogh era otra cosa. Él simplemente utilizaba puertas que nadie más conocía. Salía por una puerta aquí… y aparecía en otro lugar. En cualquier lugar del universo. Fui a verlo a Edimburgo porque quería reclutarlo para el asunto de Perchorsk. Me respondió que sí, que se arriesgaría si yo también lo hacía. Es decir, que si él debía combatir contra lo desconocido, quería que yo también probara un poco de ese elemento. Y me trajo aquí por medio de algo que él llama el continuo de Möbius. Fue algo grande, pero no me gustaría repetir la experiencia.
Wellesley suspiró una vez más y dijo:
—Creo que tiene razón. Si él recuperara sus dones, yo debería ofrecerle mi puesto. Y a usted eso le gustaría, ¿verdad?
Clarke se encogió de hombros.
—No sea tímido, Clarke —continuó Wellesley—, me doy muy bien cuenta de lo que siente. Antes que a mí, preferiría tener a Keogh (o a cualquier otro) como jefe. Pero lo que usted no advierte es que yo estoy de acuerdo con usted. No le comprendo a usted, ni a las otras personas que trabajan en este lugar, y creo que nunca las comprenderé. Quiero irme, pero sé que el ministro responsable de la Organización no me lo permitirá hasta que no encuentre alguien para sustituirme. ¿Usted tal vez? No, porque entonces parecería que habían cometido un error al ponerme en su lugar. Pero Harry Keogh…
—Hemos hecho todo lo posible para ayudar a Harry —dijo Clarke—. Le hemos hipnotizado, psicoanalizado, y por poco le lavamos el cerebro. Pero no sirvió de nada. Ha perdido su don. ¿Qué piensa usted que podría hacer por él?
—No se trata de que nosotros hagamos algo, Darcy.
—Continúe.
—Anoche tuve una larga conversación con esa chica Markham, de Edimburgo…
—¡Si hay algo en todo esto que me parece detestable, es que le hiciéramos esa jugada a Harry! —le interrumpió con vehemencia Clarke.
—… y me aconsejó que hablara con David Bettley —continuó inmutable Wellesley—, porque ella está preocupada por Keogh. ¿Puede usted entenderlo? Ella le quiere de verdad. Puede que sólo sea un trabajo, pero Keogh le importa realmente. ¿Usted acaso cree que él estaría mejor solo? Bien; de todos modos, ella satisface dos necesidades: la de Keogh y la nuestra. Nuestra necesidad de saber qué piensa él.
—¡El tierno arte del espionaje mental!
—De modo que seguí su consejo y hablé con Bettley. Ya estaba acostado cuando lo llamé por teléfono. De todas maneras, me habría puesto en contacto con él para recabar más información sobre las últimas sesiones grabadas que nos ha enviado, porque tengo motivos para creer que Keogh, o bien está a punto de desarrollar un nuevo y extraño talento, o se encuentra al borde del derrumbe. En el curso de nuestra conversación, Bettley comentó cómo había llegado a descubrir Keogh esa…, esa cosa de Möbius.
—El continuo de Möbius.
—Correcto. Al parecer, había estado al borde, pero necesitaba un impulso. Y ese impulso al parecer se produjo cuando la GREPO de Alemania Oriental le descubrió hablando con Möbius en la tumba de éste, en Leipzig. Ése fue el empujón que necesitaba su genio matemático. Keogh se teletransportó (o utilizó el continuo) para escapar de los agentes alemanes. Por eso tengo aquí su expediente: quería verificar si ese episodio estaba bien registrado. Y por eso estoy verificándolo también con usted.
—Explíquese.
—Yo lo veo de esta manera —continuó Wellesley—: Keogh es como un ordenador que ha sufrido un fallo: ya no tiene acceso a la información que necesita (y que la Organización E quiere utilizar). Seguramente está en algún lugar de su disco duro, o de su memoria, pero algo impide el acceso. Y hasta ahora no hemos podido eliminar ese obstáculo.
—¿Y qué propone usted que hagamos?
—Bueno, todavía lo estoy pensando. Pero creo que, si aplicáramos el estímulo adecuado…, con un poco de suerte se podría reproducir la situación de Leipzig. En los últimos tiempos, Keogh ha tenido sueños terroríficos, y si lo que usted dice de él es cierto (yo no lo dudo, pero por si acaso utilicemos el condicional), para que un sueño le atemorice debe de ser realmente terrorífico. Pero quizá debería serlo aún más…
—¿Usted quiere que se muera de miedo?
—¡Qué muera, no…, pero que esté muy cerca de la muerte! Lo bastante como para que escape al continuo de Möbius.
Clarke permaneció inmóvil y silencioso durante unos instantes, hasta que finalmente Wellesley se inclinó hacia adelante y le preguntó.
—Bien, ¿qué le parece?
—¿Quiere que le dé mi sincera opinión?
—Claro.
—Apesta. Además, pienso que si usted proyecta engañar a Keogh, será mejor que se haga un seguro de vida extra. Y por último, creo que será mejor que el plan funcione; porque, si no es así, yo estaré acabado. Y cuando todo esto se termine, y sin que dependa del resultado, no podré seguir trabajando con usted.
Wellesley sonrió apenas.
—Pero usted quiere que me vaya, ¿no es verdad? Y no… no me pondrá obstáculos.
—No. Y además insisto en participar en el asunto. Así me aseguraré de que Harry pueda aprovechar cualquier oportunidad que se le presente.
Wellesley continuó sonriendo.
«Tendrá sus oportunidades, ya lo creo que las tendrá», pensó. «¡Oportunidades de pasar a mejor vida!»
Y Wellesley era uno de los pocos hombres en el mundo entero que podían pensar algo así —especialmente aquí, en la sede de la Organización E—, y tener la seguridad de que nadie se enteraría…