Lazarides
Esa misma noche:
El Lazarus estaba anclado en un muelle del puerto, completamente inmóvil y reflejándose en el negro espejo de unas aguas tan tranquilas que parecían un cristal; tres de los cuatro tripulantes habían bajado a tierra, y el que quedaba montaba guardia. El dueño del barco estaba sentado junto a una ventana en la planta alta de la taberna de peor fama de la ciudad antigua y contemplaba los muelles. En el salón de la planta baja unos pocos turistas bebían brandy de garrafa y comían las detestables viandas que servían allí, mientras los vagabundos, borrachines y marginales del lugar bromeaban con ellos en inglés y en alemán, se mofaban de ellos a sus espaldas en griego, y se hacían pagar las copas.
La planta alta le estaba prohibida a esta clase de parroquianos. El dueño de la taberna concertaba allí sus turbios negocios, y en ocasiones bebía, charlaba o jugaba a las cartas con sus amigos, sujetos todos no muy recomendables. Esa noche, sin embargo, estaban todos ausentes, y la planta alta estaba ocupada sólo por el dueño de la taberna, una joven prostituta griega sentada a la puerta de la alcoba donde ejercía su profesión —un pequeño cuarto con una cama y una palangana— y el hombre que decía llamarse Jianni Lazarides, en su asiento junto a la ventana.
El propietario, gordo y con barba de dos días, se llamaba Nichos Dakaris, y había subido para llevarle una botella de buen vino tinto a Lazarides. La muchacha se encontraba allí porque tenía un ojo a la funerala y no podía ofrecer sus servicios en los muelles. O mejor dicho, no quería. Era su manera de vengarse de las palizas que le daba Dakaris cada vez que tenía que soltar la pasta para sobornar a la policía de la zona por el privilegio de permitir a una prostituta que utilizara su local. Si no fuera porque él mismo satisfacía con ella sus instintos de cuando en cuando, es probable que no le hubiera permitido alojarse en su taberna, pero ella le pagaba «en especies» por su habitación, y además, un cuarenta por ciento de todas sus ganancias en metálico. Aunque la suma que el tabernero obtenía habría sido mucho mayor si ella no insistiera en utilizar más las callejuelas de Rodas que la habitación de Dakaris. Y ésa era otra de las razones para golpearla.
Jianni Lazarides también tenía sus motivos para estar allí. Éste era el lugar fijado para su encuentro con el capitán del Samothraki y un par de sus secuaces, a los que pediría explicaciones sobre cómo y por qué alguien había estado vendiendo participaciones en su supuestamente secreta operación de tráfico de drogas. En realidad, Lazarides sabía por qué, puesto que lo había leído en la mente de Trevor Jordan, pero quería oírlo de boca de Pavlos Themelis, el capitán del Samothraki, antes de decidir sobre cuál era la mejor manera de desvincularse de aquel asunto.
Porque Lazarides había invertido una buena cantidad de dinero en aquel negocio —que le dijeron seguro, y que ahora parecía ser todo lo contrario—, y quería que le devolvieran su dinero… ¿o quizás un pago en especies?
El dinero y el poder eran los dioses en esta era, tal como lo habían sido en los pasados siglos de humana codicia, siglos de los que Lazarides tenía un conocimiento no precisamente vago. Y por cierto que en este mundo tan complejo había maneras de hacer dinero más fáciles, más seguras y con mayores garantías; maneras que no llamaban demasiado la atención de los guardianes de la ley.
Para Lazarides, el dinero era muy importante, y no porque aquél fuera codicioso. El mundo al que pertenecía ahora estaba superpoblado; y lo estaría aún más, y un vampiro tenía sus necesidades. En los viejos tiempos, el príncipe —cualquiera de ellos— le hubiera concedido tierras a un boyardo para que levantara su castillo y viviera en soledad y también en el anonimato. El anonimato y la longevidad iban de la mano en aquellos tiempos; no se podía tener una sin el otro; no habría estado bien visto que un hombre famoso viviera más allá del período normal de vida concedido a los de su especie. Pero en aquellos días las noticias viajaban lentamente. Un hombre podía tener hijos; y cuando «moría», uno de éstos estaba preparado para ocupar su lugar.
Lo mismo sucede en el presente, sólo que las noticias y los hombres ya no viajan con lentitud, y a causa de eso el mundo es mucho más pequeño. Así pues, ¿cómo construir en los últimos años de este siglo XX una madriguera y pasar inadvertido? ¡Imposible! Con todo, un hombre muy rico puede todavía comprar oscuridad, y con ella anonimato, y proseguir así con su antiguo modo de ser. Pero esto hace que uno se plantee otra pregunta: ¿cómo hacerse rico, muy rico?
Janos Ferenczy creía haber respondido a esta pregunta hacía ya cuatrocientos años, pero ahora, bajo el nombre y la apariencia de Lazarides, ya no estaba tan seguro. En aquellos días, un arma con la empuñadura cuajada de piedras preciosas, o una pepita de oro, habían significado una instantánea riqueza. Ahora también, sólo que los hombres querían saber de dónde procedían estos objetos. En los viejos tiempos, las tierras y las posesiones de un boyardo —y el botín obtenido— sólo le pertenecían a él, y nadie hacía preguntas. ¡Y pobre del que se atreviera a intentar despojarle de ellas! Pero en la actualidad, fruslerías como una corona de oro escita o una empuñadura enjoyada eran consideradas «tesoros históricos», y un hombre no podía venderlas sin responder antes a unas cuantas —¡demasiadas!— preguntas sobre su procedencia.
Sí, Janos sabía muy bien cuál era el origen de su riqueza; de hecho, estaba aquí, escondida en el asiento de la ventana que daba al puerto de la que antaño fuera la poderosa tierra de Rodas. Porque el hombre que en el presente descubriera y desenterrara esos tesoros era el mismo que los había enterrado hacía más de cuatrocientos años. ¿Qué mejor manera de prepararse para una segunda venida al mundo, cuando uno ha previsto un largo, larguísimo período de absoluta y completa oscuridad?
Y una vez recuperados los tesoros escondidos, sería muy fácil convertirlos en tierras, en propiedades, en el territorio y la morada de un señor wamphyri… Es verdad que en esta época no se podía ni siquiera pensar en una madriguera, y probablemente tampoco en un castillo; pero… ¿y una isla? Una isla en el mar griego, por ejemplo, donde hay tantas…
¡Ah, si todo fuera tan fácil!
Los lugares cambian, la naturaleza se cobra su tributo, los terremotos rugen y cambian la configuración de la tierra, y los tesoros son enterrados a mayor profundidad, y las señales que indicaban su posición caen, o simplemente desaparecen. En aquellos tiempos, los cartógrafos no eran muy exactos, y hasta la mejor de las memorias —la memoria de un vampiro— se debilita un poco con el transcurso de los siglos…
Janos suspiró y contempló a través de la ventana las luces, del puerto y las de los barcos, que se movían como gusanos luminosos mar adentro. El odioso dueño de la taberna había vuelto a la planta baja, a seguir sirviendo ouzo y brandy aguado y a contar sus ganancias. Aún se oía la música del busuqui, y las carcajadas, y los futuros amantes todavía bailaban y se acariciaban, y la joven prostituta seguía sentada a la puerta de su habitación.
Debían de ser las diez, y Janos había dicho que a esa hora se comunicaría con su siervo americano. Sí, lo iba a hacer… dentro de un rato, dentro de un rato.
Escanció un poco del buen vino tinto y miró la copa, que parecía llena de sangre. Sí, la sangre era vida… ¡pero no en un lugar como éste! Sí, la sorbería cuando llegara el momento, y entretanto el vino calmaría su sed, la devoradora sed de un vampiro, esa sed a la que había que amansar…, o morir por ella. O al menos contener dentro de ciertos límites… Y Janos aún no estaba desesperadamente sediento.
La prostituta había oído el tintinear de la copa contra la botella y levantó la vista, la boca fruncida en un gesto hosco. Ella también tenía una copa, pero vacía.
Janos sintió la mirada de la mujer y volvió la cabeza. Ella, desde el otro lado de la habitación, tomó nota de la erguida espalda del hombre, de su morena guapura y sus ropas de buena calidad, y se preguntó por qué se cubriría los ojos con aquellas gafas oscuras. A la distancia, la mujer no podía distinguir la áspera textura de su piel, de poros abiertos, ni el gran tamaño y la carnosidad de su boca, o la longitud desproporcionada del cráneo y de las orejas, ni podía verle las manos, que sólo tenían tres dedos, además del pulgar. Ella sólo veía a un hombre fornido, solitario y concentrado en sus pensamientos. Y que, con seguridad, no era pobre.
La mujer sonrió —no era una sonrisa hermosa—, se levantó y se estiró —movimiento que tuvo el efecto deseado: destacar sus pechos puntiagudos—, y fue hacia donde estaba Janos. Él la miró caminar balanceándose y pensó: «¡Por su propia voluntad!».
—¿Va a bebérselo todo? —preguntó ella mirándolo con un gesto insinuante—. ¿Todo… usted solo?
—No —respondió él, con una expresión indescifrable—, bebo muy poco… vino.
Es posible que ella se sintiera sorprendida por la voz del hombre; era un susurro, casi un gruñido, tan profunda que la mujer se estremeció.
Con todo, no le pareció desagradable, aunque su fuerza era tal que la prostituta retrocedió un paso. Pero él sonrió, aunque fríamente, y señaló la botella.
—¿Tiene sed? —preguntó.
¿Sería griego este hombre? Hablaba la lengua del país, pero tal como se habla en los pueblos más remotos, aquellos que no han sido tocados por el progreso. Aunque tal vez no era griego, o lo era pero hacía ya mucho tiempo que se había marchado de su tierra, y los viajes y otras lenguas habían impregnado su manera de hablar.
La muchacha, por lo general, aceptaba las invitaciones sin hacerse rogar, pero esta vez preguntó:
—¿Puedo?
—¡Claro! Como ya le he dicho, mis necesidades no se satisfacen con vino.
¿Eso era una indirecta? Él seguramente sabía cuál era su ocupación. ¿Debía invitarlo a su habitación? Y cuando la mujer llenaba su copa, él habló como si hubiera leído sus pensamientos…
—No —dijo él, con tono cortés pero decidido—. Ahora déjeme solo. Tengo mucho en que pensar, y dentro de muy poco tiempo vendrán unos amigos.
La mujer apuró la copa y él, sonriendo, volvió a llenarla.
—Y ahora, váyase —repitió.
Y eso fue todo. La orden era irresistible, y la prostituta regresó a su puesto, junto a la puerta de su habitación. Pero no podía apartar los ojos del hombre. Él lo percibía, pero no parecía molestarle. Por el contrario, le hubiera preocupado no llamar su atención.
De todas formas, ya era hora de que Janos averiguara qué estaba haciendo Armstrong. Apartó de sus pensamientos a la muchacha, y dirigió sus vampíricos sentidos muelle arriba hasta el malecón, y desde allí a la zona en sombras donde las grandes murallas se levantaban al borde de las tranquilas aguas. No se veían allí luces brillantes, sólo montones de redes remendadas, langosteras, boyas y recipientes en forma de ánforas que los pescadores utilizan para coger pulpos. Y, claro está, al siempre fiel Armstrong, esperando las órdenes de su señor.
¿Me oyes, Seth?
—Sí, señor, aquí estoy —susurró Armstrong dirigiéndose a las sombras del malecón, como si hablara solo. No dijo nada de su hambre, que Janos percibió en su mente como un dolor. Así debía ser, las necesidades del amo estaban siempre antes que las de su siervo, pero un señor no debía olvidar que un perro fiel merece ser recompensado. Armstrong recibiría más tarde su premio.
Ahora estoy buscando al psíquico, al inglés —le explicó Janos—, y luego te lo enviaré. Su compañero seguramente irá con él. No le necesitamos, no será más que un estorbo. Uno puede darnos la misma información que dos. ¿Me comprendes?
Armstrong le había entendido perfectamente, y Janos percibió otra vez el hambre de su vasallo. Era tan intensa que le ordenó:
No dejarás ninguna marca en su cuerpo, ni tomarás nada de él. ¡Y tampoco le darás nada de ti! ¿Me oyes, Seth?
—Sí, señor.
¡Muy bien! Creo que sería conveniente que recibiera un golpe que le dejara aturdido —en la nuca, por ejemplo—, y luego cayera al agua en un lugar profundo. Ocúpate de eso, y si todo sale bien, te los enviaré muy pronto.
Sin decir nada más, envió sus sentidos vampíricos hacia las brillantes luces de la ciudad nueva, buscando en los hoteles y las tabernas, en los bares, en los puestos callejeros de comida rápida y en los clubes nocturnos. No era una tarea difícil, las mentes que buscaba poseían poderes propios, si bien no comparables a los de él. Y ya había penetrado en uno de ellos y lo había dañado, destruido casi. Y lo iba a destruir, claro que sí, aunque no inmediatamente. Ya habría tiempo para eso cuando Janos descubriera todo lo que sabía ese hombre. Y tras la breve visita que había hecho a la mente del agente británico, antes de atacarlo y obligarlo a buscar refugio en el olvido, estaba seguro de que sabía mucho.
La mente de un psíquico, sí, de un telépata, como les llaman en la actualidad. Janos había cogido al ladrón de pensamientos espiándolo (si no directamente a él, al menos espiando la operación de contrabando de droga, en la que él intervenía), pero ¿qué habría descubierto antes de que le sorprendiera? Lo bastante como para ser peligroso, de eso Janos estaba seguro. En el instante de interrumpir el contacto, Janos había percibido que el telépata conocía su verdadera naturaleza. Y eso no podía ser. No, no podía permitir que alguien descubriera que él, un habitante del mundo moderno, era un vampiro. Muchos, descreídos, se burlarían ante esta sugerencia, pero habría otros que no. Y el telépata se contaba entre los últimos, y en su mente había ecos que sugerían que el inglés conocía otros vampiros. ¡Un nido lleno!
Janos descubrió una ola de pensamientos aterrorizados. Sus sentidos los reconocieron. Pertenecían a una mente que había encontrado recientemente, y la reconocía como se reconoce un rostro familiar. Eran pensamientos aterrorizados, encogidos, golpeados y obligados a someterse, pero que reaparecían una vez más en la conciencia. Siguió su rastro como un perro de caza, y cuando penetró una vez más en esa mente temblorosa supo de inmediato, y sin ninguna duda, que había encontrado lo que buscaba…
Ken Layard asistió a Trevor Jordan en la habitación que éste ocupaba en el hotel. Las habitaciones individuales de los dos agentes eran contiguas, y las puertas daban a un pasillo. El telépata yacía en su cama desde hacía doce horas; las seis primeras las había pasado inmóvil como un cadáver, bajo el efecto de un poderoso sedante administrado por un médico griego; durante las cuatro siguientes, su sueño había sido más normal, y el resto del tiempo se había revuelto en la cama de un lado a otro, sudando y gimiendo en sueños. Layard intentó despertarlo en una o dos ocasiones, pero su amigo seguía durmiendo. El médico había dicho que ya despertaría por sí solo.
Según el médico, su malestar podía obedecer a muchas causas. Demasiado sol, demasiadas emociones, demasiado alcohol, o quizás algún virus. O tal vez una intensa jaqueca. En todo caso, había que tomárselo con calma. Los turistas siempre tenían indisposiciones de ese tipo.
Layard se apartó de la cama de Jordan, y un instante después oyó que su amigo hablaba.
—¿Qué? Sí, sí quiero.
Layard se volvió y vio que Jordan, con los ojos muy abiertos, se sentaba en la cama.
En la mesa de noche de Jordan había una jarra con agua; Layard llenó un vaso y se lo ofreció. Jordan parecía no verlo. En sus ojos había una mirada vidriosa. Bajó las piernas de la cama y extendió la mano para coger su ropa, doblada en una silla. El agente localizador se preguntó si su compañero sufría un ataque de sonambulismo.
—Trevor… —le habló en voz baja, cogiéndolo del brazo—, ¿estás…?
—¿Qué? —le interrumpió Jordan, y de repente le miró a la cara. Su mirada era más normal y Layard supuso que estaba consciente, y en pleno uso de sus facultades—. Sí, estoy bien —continuó Jordan—, pero…
—Sí, dime —le urgió Layard mientras Jordan continuaba vistiéndose. Sus movimientos parecían los de un robot.
Sonó el teléfono. Layard respondió mientras Jordan terminaba de vestirse. Era Manolis Papastamos, que quería saber cómo se encontraba Jordan. El agente griego había llegado al lugar unos segundos después del colapso de Jordan. Había ayudado a Layard a conducirlo a la habitación y llamó al médico.
—Creo que Trevor se encuentra bien —respondió Layard—. Se está vistiendo. ¿Cómo van las cosas por allí?
Papastamos hablaba inglés igual que el griego: como una ametralladora.
—Estamos vigilando los barcos, pero sin resultado —dijo—. Si han conseguido desembarcar algo del Samothraki, tiene que ser una cantidad insignificante, y no de droga dura, tal como lo habíamos previsto. También hemos inspeccionado el Lazarus; no es probable que esté relacionado con el tráfico de droga. Su dueño es Jianni Lazarides, un arqueólogo y buscador de tesoros, con todos sus papeles en regla. Bueno, digamos que sin antecedentes. En cuanto a la tripulación del Samothraki, el capitán y su segundo de a bordo han bajado a tierra; quizá llevaran un poco de droga blanda con ellos. Ahora están en un cabaret, y beben café y brandy. Más de lo primero que de lo segundo. Es evidente que no piensan emborracharse.
Jordan, entretanto, había terminado de vestirse y se dirigía a la puerta. Caminaba como un zombi, y llevaba la misma ropa que se había puesto por la mañana. Pero las noches aún eran frías; era evidente que no había elegido una vestimenta tan ligera, sino que había cogido lo que tenía a mano.
—¿Adónde vas, Trevor? —preguntó Layard.
—Al puerto —respondió como un autómata—. A la Puerta de San Pablo, y luego seguiré por el malecón hasta los molinos de viento.
—¿Sí? ¿Sí? —Papastamos aún estaba en la línea—. ¿Qué sucede?
—Jordan dice que va a los molinos de viento del malecón —le informó Layard—. Y yo voy con él. Algo no está bien, lo he sabido durante todo el día. Lo siento, Manolis, pero tengo que colgar.
—¡Nos veremos allí! —respondió de inmediato Papastamos, pero Layard ya colgaba el teléfono y oyó la mitad de sus palabras.
Después se puso deprisa una chaqueta y corrió tras Jordan, que ya bajaba las escaleras hasta el vestíbulo, y salía luego por la puerta principal rumbo a la noche mediterránea.
—¿No vas a esperarme? —le gritó Layard.
Pero Jordan no respondió. Se dio vuelta una sola vez, y Layard vio sus ojos, como agujeros negros en el pálido rostro. Era evidente que Jordan no le iba a esperar. Ni a él ni a nadie.
Layard estuvo a punto de alcanzar a su robótico compañero cuando éste cruzó una calle cerca de los muelles, pero el semáforo cambió y se reanudó el enloquecido tráfico de las calles griegas. En ese instante, Layard se vio separado de su compañero por una compacta hilera de coches, y cuando las luces del semáforo volvieron a cambiar de color, el telépata había desaparecido entre la multitud. Layard se dio prisa, pero sabía que había perdido a su compañero. Claro que conocía el destino final de éste…
Jordan percibía que estaba combatiendo contra aquello con todas sus fuerzas, a cada paso del camino, aun sabiendo que era inútil. Era como estar borracho en un lugar extraño y entre desconocidos, cuando yacemos de espaldas y la habitación da vueltas. Realmente parece girar, con los ángulos del techo persiguiéndose como los rayos de una rueda. Y no se puede hacer nada para detenerla porque sabemos que en verdad no gira, que lo que gira es nuestra mente, dentro de la cabeza que se halla en un extremo de nuestro cuerpo. Nuestra maldita cabeza y nuestro maldito cuerpo, que no nos obedecen… ¡y no logramos que nos respondan por mucho que nos esforcemos!
Y todo el tiempo nos oímos a nosotros mismos atrapados dentro de nuestro cráneo como una mosca en una botella, zumbando furiosa y golpeándose contra el cristal, y diciendo una y otra vez: ¡por Dios, cuándo terminará esto! ¡Dios mío, detén esto! ¡Qué acabe de una vez…, por… favor!
Es el alcohol —el intruso en nuestro organismo— que nos domina, y luchar contra él hace que nos sintamos peor. Intentas levantar la cabeza y los hombros de la cama y todo da vueltas a más velocidad, tan rápido que puedes sentir la fuerza centrífuga que te arrastra hacia abajo. Haces un esfuerzo y te pones de pie y te tambaleas, das vueltas, comienzas a girar con la habitación, con el maldito universo.
Pero si te quedas quieto, si no luchas, si cierras los ojos y te aferras a ti mismo…, finalmente todo pasará. Se acabarán el girar y el malestar que sientes. El zumbido de la mosca en la botella —que es tu propia psique, azorada, atónita, ininteligible— cesará. Te dormirás. Y es probable que los desconocidos te roben todo lo que tengas.
Podrían quitarte hasta los calzoncillos, violarte incluso, si quisieran, y tú no podrías detenerles, ni siquiera te darías cuenta, ni siquiera lo sospecharías.
Esta era una repetición de la primera y violenta experiencia de Jordan con el alcohol. Tuvo lugar cuando comenzó la universidad, y echaba de menos a su familia. Un par de compañeros estudiantes, unos payasos que querían divertirse a su costa, lo habían incitado a beber. Y luego le habían gastado unas cuantas bromas en su habitación. Nada violento: le habían pintado los labios, puesto colorete en las mejillas, un liguero, medias de seda y le habían pegado un cromo de Mickey Mouse en el culo.
Se despertó helado, desnudo, enfermo y sin saber qué había pasado. Quería morirse. Pero un día o dos después, ya sobrio, buscó uno por uno a sus torturadores y les dio una paliza memorable. Desde entonces sólo había recurrido a la fuerza física cuando no había otra salida.
¡Y cómo deseaba poder utilizar la fuerza en este momento! Contra él mismo, contra su cuerpo y su mente, que no le obedecían, contra quienquiera que fuese que le estaba haciendo esto. Eso era lo más terrible de este asunto: Jordan sabía que alguien le estaba manejando como quien tira de los hilos de un títere, y no podía hacer nada.
«¡Basta!» se decía a sí mismo. «Domínate. Siéntate, vomita, cógete la cabeza, espera a Ken. Haz cualquier cosa, ¡pero que sea por tu propia voluntad!»
Pero antes de que su cuerpo pudiera comenzar a obedecer esas instrucciones, resonó una voz terrible en su cabeza, una voz magnética cuya voluntad se imponía a la suya, la orden telepática de un ser más poderoso que todo lo imaginable, que anulaba su resistencia como ninguna bebida drogada podría hacerlo.
AH… PERO TÚ YA NO TIENES VOLUNTAD PROPIA. VINISTE A ESPIARME, INVADISTE MI MENTE, COMO UNA HORMIGA EN UN NIDO DE AVISPAS. Y AHORA TIENES QUE PAGAR POR LO QUE HAS HECHO: CONTINÚA, VE A LOS MOLINOS DE VIENTO.
Jordan tenía la sensación, mientras se esforzaba por mantener inmóviles las piernas, de que éstas eran de goma. Era como intentar mantener separados dos polos magnéticos opuestos, o impedir que una mariposa se lanzara hacia la llama de una vela. Y Jordan siguió caminando por el puerto hasta el malecón, y luego subió por éste hasta que los antiguos molinos de viento se recortaron contra el horizonte oscuro del océano.
Seth Armstrong le esperaba, vestido de negro, agazapado en las tinieblas donde el muro del rompeolas imitaba las almenas de un castillo, a la manera de las antiguas construcciones de los cruzados, visibles en toda la ciudad. Armstrong dejó que Jordan pasara a su lado, y escudriñó el oscuro malecón, que no alcanzaban a iluminar las lejanas luces de la ciudad antigua de Rodas.
Oyó ruido de pasos. Alguien se acercó corriendo y una voz jadeante dijo:
—¡Trevor, por Dios, ve más despacio! ¿Dónde diablos te has…?
Y Armstrong atacó.
Layard vio algo grande y negro que salía de la oscuridad. Un ojo le miraba por la hendidura de un pasamontañas. Se detuvo, sorprendido, y cuando se daba la vuelta para escapar, Armstrong le lanzó, de un golpe en la nuca, contra los adoquines del sendero. Layard, desvanecido, quedó tirado al pie de la muralla del rompeolas. Y Jordan, sintiendo que los hilos que tiraban de él se aflojaban un poco, se volvió.
Vio la negra figura de Armstrong, semejante a una gigantesca mantis, inclinada sobre el cuerpo inconsciente de Layard; vio luego que levantaba a su amigo con sus poderosos brazos, y lo lanzaba al aire por encima de la muralla. Un instante más tarde se oyó el chapoteo de un cuerpo que caía en el agua, y finalmente, cuando la figura vestida de negro se volvió hacia él…
¡Más ruido de pasos!
El haz de luz de una linterna hendió la noche, separándola a derecha e izquierda, como un cuchillo blanco que corta un negro naipe. Y la voz de Manolis Papastamos, igualmente afilada, acuchilló el silencio:
—¡Trevor, Ken! ¿Dónde estáis?
¡Ten cuidado! —ordenó la voz extraña en la mente de Jordan, pero era apenas un susurro, y la orden no estaba dirigida a él. La voz ya no dominaba, se limitaba a aconsejar. Y Jordan se dio cuenta de que su mente de telépata había captado un mensaje dirigido a otro, al hombre de negro.
¡No dejes que te cojan, ni que te reconozcan!
Se oyó un chapoteo y un grito sofocado. ¡Ken Layard estaba vivo! Jordan, sin embargo, sabía que el localizador no podía nadar. Obligó a sus piernas a que le llevaran junto a la muralla del rompeolas, para mirar por una de las troneras. Jordan no olvidaba ni por un segundo al extraño ser que, confundido y furioso, maullaba como un gato escaldado en un rincón de su mente. Y que ahora ya no le dominaba por completo como antes.
Papastamos se acercaba corriendo, y Jordan vio a la desgarbada figura vestida de negro retroceder al abrigo de la oscuridad.
—¡Man… Manolis! —se esforzó por gritar, con la garganta reseca—. ¡Ten cuidado!
El agente griego se detuvo e iluminó con su linterna a Jordan.
—¿Trevor?
Las tinieblas entraron en erupción y Armstrong golpeó a Papastamos en la cara. El griego cayó al suelo y su linterna cayó con él, el haz de luz cortando la oscuridad aquí y allá. El hombre de negro huía por el malecón en dirección a la ciudad. Papastamos maldijo en griego, recuperó su linterna, e iluminó al fugitivo. El haz de luz le permitió ver una alargada figura que corría a saltos por el rompeolas como un cangrejo gigantesco que huye hacia el mar. Pero la linterna no era la única arma de Papastamos.
Su Beretta 92S ladró cinco veces en rápida sucesión lanzando un abanico de plomo sobre el fugitivo. Se oyó un grito de dolor y unos gemidos sofocados, pero la sombra no se detuvo.
—¡M… M… Manolis! —Jordan continuaba luchando contra la garra que aprisionaba su voluntad—. ¡K… K… Ken… está… en el mar!
El griego se levantó y corrió hacia el borde del rompeolas. Desde abajo llegaba el ruido de alguien luchando por mantenerse a flote. Y Papastamos, sin detenerse a pensarlo un instante, se lanzó al agua…
Janos Ferenczy, sentado junto a la ventana, en la planta alta de la taberna Dakaris, apretó con su mano de cuatro dedos la copa hasta que el cristal se hizo añicos. Por entre los dedos crispados se escurrió el vino, mezclado con sangre y fragmentos de cristal. Si había sentido dolor, no se advirtió en su pálido rostro, salvo quizá por el tic que estremecía las comisuras de sus labios.
—¡Janos…, mi señor! —Armstrong se dirigió a él desde una distancia de más de doscientos cincuenta metros—. ¡Estoy herido!
¿Es grave?
—Tengo una herida en el hombro. No le serviré de nada hasta que me cure. Estaré bien en uno o dos días.
A veces pienso que nunca me sirves de nada. Vuelve al barco. Y que no te vean así.
—No… no he capturado al telépata.
¡Ya lo sé, idiota! Ya me encargaré yo de eso.
—Tenga cuidado, señor. El hombre que me hirió es de la policía.
¿Sí? ¿Y cómo lo sabes?
—Por su pistola. La gente común no va armada. Pero lo supe apenas lo vi. La policía es igual en todo el mundo.
¡Seth, eres una verdadera fuente de información! —Los pensamientos del vampiro tenían un inconfundible tono irónico—. Pero tomaré nota de lo que me dices. Y como al parecer no podré apoderarme del ladrón de pensamientos, tendré que encontrar otra manera de…, de examinarlo. Le perderá su especial talento. Su mente puede percibir los pensamientos de los demás, y eso hizo de él un gran pez en un pequeño estanque. ¡Pero ahora tiene que vérselas con un tiburón! ¡Yo ya espiaba otras mentes cinco siglos antes de que él naciera!
—Vuelvo al barco —confirmó Armstrong.
¡Muy bien! Y asegúrate de que regresen los otros miembros de la tripulación que aún están en tierra.
Él volvió a Jordan, que se había sentado en un banco bajo uno de los antiguos molinos de viento, y permanecía allí, a la luz de la luna. Jordan estaba exhausto, totalmente agotado por la batalla mental que había librado contra su desconocido adversario. El agente británico, a pesar de su cansancio, se daba cuenta de la clase de enemigo con que había topado.
La última vez que Jordan experimentó algo parecido fue en el otoño de 1977, en la casa Harkley de Devon. Yulian Bodescu. ¡Y había tenido que ir Harry Keogh a deshacer aquel entuerto! ¿Había sido como hoy?, se preguntó. ¿Habían percibido él y Ken Layard la presencia de…, de la criatura, antes de que se les revelara por completo? O que se le revelara a él. Ahora todas las piezas comenzaban a encajar, y la imagen que formaban era…, ¡era terrible! ¿Resina de cannabis, cocaína? Eso no era nada, era algo inofensivo comparado con esto.
¡La Organización E debía ser informada de inmediato! El pensamiento fue como una invocación.
¿ORGANIZACIÓN E? —La voz, profunda e insidiosa, estaba otra vez dentro de la cabeza de Jordan, y las mandíbulas mentales atenazaban la mente del inglés—. ¿QUÉ ES LA ORGANIZACIÓN E? —Y Jordan, atrapado por el peso del poder telepático del vampiro, tuvo que soportar que el monstruo comenzara un detallado y doloroso examen de sus pensamientos más íntimos…
Janos quizás hubiera examinado a Jordan toda la noche, pero le interrumpieron. Vio por la ventana que Pavlos Themelis, el capitán del Samothraki, venía hacia la taberna Dakaris. Acudía, aunque un poco tarde, a su cita con el hombre que él llamaba Jianni Lazarides, y Janos no podía seguir escarbando en la mente de Jordan y hablar con Themelis al mismo tiempo.
Esa misma mañana se había encontrado con un ladrón de pensamientos que escudriñaba su mente; Janos había lanzado su poder contra la mente del otro, y le había asestado un severo golpe. Fue una reacción instintiva que, de todas formas, le sirvió al vampiro para ganar tiempo y meditar sobre la estrategia a seguir. Jordan era vigoroso y se había recobrado, y ahora Janos debía atacar otra vez su mente, pero de tal manera que el espía inglés no pudiera recuperarse. O al menos, no pudiera hacerlo sin que le auxiliaran.
Janos, introduciéndose con sus sentidos en lo más profundo de la mente de Jordan, encontró la puerta de la salud mental, cerrada con doble llave para que no penetraran por allí los temores atávicos de la humanidad. Y el vampiro, riendo, arrancó los cerrojos y abrió la puerta.
Por ahora era suficiente, y así sabría dónde encontrar a Jordan cuando quisiera proseguir su examen.
Lo había hecho justo a tiempo, porque el capitán del Samothraki ya subía la escalera.
Cuando Pavlos Themelis y su primer oficial entraron en el salón, vieron a la prostituta griega que recogía los trozos de cristal, y le ofrecía a Janos su propia copa. Él la aceptó, con gesto distante, y le dijo:
—Ahora vete.
Cuando la mujer pasaba junto al corpulento traficante de drogas, Themelis la cogió por el brazo con su manaza, grande como un jamón, le rodeó la cintura con el otro brazo y la alzó en el aire. Luego la puso cabeza abajo, y la falda de la mujer le cubrió el furioso rostro. Themelis le olisqueó la entrepierna y exclamó:
—¡Bragas limpias! ¡Y con el chocho abierto! ¡Qué bien! Creo que iré a verte más tarde, Ellie.
—Ni se te ocurra —le escupió ella cuando el capitán la dejó en el suelo.
La mujer salió disparada escaleras abajo, hacia la calle. Desde el salón de abajo llegó el vozarrón de Nichos Dakaris que le decía:
—¡Tráelos aquí, jovencita, para que yo pueda ver el color de su dinero! —y tras sus palabras, nuevas risotadas y la música del busuqui.
Pavlos Themelis se sentó a la mesa del hombre que conocía como Jianni Lazarides. La silla crujió cuando el capitán depositó en ella su mole, y apoyó los codos sobre la mesa. Llevaba la gorra ladeada, cosa que él suponía le daba una irresistible pinta de pirata. No era una mala idea: nadie iba a sospechar que alguien que tenía tal aspecto de truhán, lo fuera realmente.
—¿Por qué una sola copa, Jianni? —gruñó—. Prefiere beber solo, ¿no?
—¡Ha llegado tarde! —Janos no perdía el tiempo en charlas de circunstancias.
El primer oficial de Themelis, un hombre bajo, corpulento y muy fuerte, se había quedado junto a la escalera, para vigilar el salón. Desde allí ordenó a Dakaris, que estaba en la planta baja:
—¡Trae copas, Nichos, y una botella de brandy! ¡Del bueno, parakalo! —después cogió una silla, la llevó hasta la mesa junto a la ventana, donde estaban los otros dos, y se sentó. Luego le preguntó a Themelis—: ¿Ya te ha explicado por qué lo hizo?
—¿Qué dice? ¿Hay algo que yo deba explicar? —preguntó Janos entrecerrando los ojos tras las oscuras gafas.
—¡Vamos, vamos, Jianni! —le reprendió Themelis—. Esta mañana usted tenía que subir a nuestro barco, y no escapar en su bonito crucero blanco como si alguien lo estuviera pinchando en el trasero, o algo por el estilo. Nosotros nos íbamos a poner a la par y usted iba a subir a bordo a ver el material (un kilo es para usted, dicho sea de paso), y luego nosotros, en nombre de nuestro patrocinador, íbamos a recoger su valiosa contribución. Iba a ser una muestra de buena fe por ambas partes. Ese era el plan, y usted lo conocía. Sólo que… ¡no sucedió nada de eso! —La expresión amistosa del capitán se volvió torva, y su tono de voz se endureció—. Y más tarde, cuando echamos el ancla del viejo Samothraki, y yo me preguntaba qué diablos habría sucedido, recibí su mensaje diciéndome que nos encontraríamos aquí esta noche. ¿Y todavía piensa que no tiene nada que explicar?
—La explicación es muy sencilla —replicó ásperamente Janos—. Nada sucedió como estaba planeado porque unos hombres con prismáticos nos estaban vigilando. ¡Eran de la policía!
Themelis y su primer oficial se miraron, y luego volvieron a dirigir su atención a Janos.
—¿De la policía, Jianni? —repitió Themelis arqueando sus pobladas cejas—. ¿Lo sabe a ciencia cierta?
—Sí —respondió Janos—. Estoy seguro. Y debo recordarle que yo he exigido desde el comienzo de este asunto el más completo anonimato, y permanecer absolutamente ajeno a las operaciones concretas de esta empresa. No puedo exponerme a ninguna investigación, a ningún proceso judicial. Pensaba que esto había quedado bien claro.
Themelis entrecerró los ojos y en su boca apareció una sonrisa sarcástica…, y luego se volvió cuando oyó que Nikos Dakaris subía respirando trabajosamente por la escalera.
—¿Qué pasó, Nick? —preguntó el primer oficial cuando el tabernero depositó la botella y las copas en la mesa—. ¿Has tenido que enviar a alguien a comprarla?
—¡Muy gracioso! —respondió Dakaris mientras se retiraba—. Aunque a mí no me lo parece tanto cuando pienso que algunos de mis parroquianos me pagan. No me importa que los amigos beban a mi costa, pero los clientes que no me pagan y encima me insultan…
Themelis había tenido unos instantes para tranquilizarse. Ahora dijo:
—No es la primera vez que la policía nos vigila. ¡Vigilan a todo el mundo! Hay que mantener la calma, eso es todo, y no asustarse.
—Yo siempre mantengo la calma —respondió Janos—. Pero, si no me equivoco, a bordo del Samothraki hay cocaína por valor de diez millones de libras esterlinas, o dos billones de dracmas. ¡O doscientos billones de leptas! Yo no sabía que existiera tanta riqueza. Vaya, si hace quinientos años un hombre podía comprar todo un reino por esa suma, y aún le quedaba bastante como para pagar a un ejército de mercenarios que le defendiera. ¿Y usted me dice que debo mantener la calma y no asustarme? Amigo, permítame que le diga algo: lo que distingue el valor de la cobardía es la discreción; la única diferencia entre un salteador y un rico es que a éste no le cogen, y entre la libertad y la mazmorra media sólo la habilidad para saber desentenderse a tiempo de un proyecto torpe.
A medida que Janos hablaba, la confusión y la incertidumbre se hicieron más evidentes en el rostro de sus interlocutores. A decir verdad, el capitán del Samothraki (cuyo temperamento criminal había triunfado siempre sobre la prudencia, acarreándole como consecuencia una serie de condenas) se preguntó de qué diablos hablaba aquel individuo. Themelis había coleccionado monedas cuando joven, pero jamás tuvo un lepta. Por lo que sabía, las últimas acuñaciones databan de 1976, y en monedas de veinte y de cincuenta, a causa del ínfimo valor de la unidad. ¡Calcular sumas modernas de dinero en leptas era signo seguro de demencia! ¡Si un solo cigarrillo costaría quinientos! Y en cuanto al uso que hacía Lazarides de palabras como «mazmorra» en lugar de «prisión»…, ¿qué otra cosa se podía pensar de ese hombre, sino que estaba loco? ¿Cómo podía alguien que parecía tan joven pensar de manera tan arcaica?
El primer oficial pensaba aproximadamente lo mismo que el capitán, pero había algo que destacaba por sobre todas las otras cosas que Lazarides había dicho, su última afirmación sobre el abandono de ciertos proyectos. ¿Quizá pensaba dejarlos en la estacada?
—Nada de amenazas, Jianni, o como quiera que se llame —gruñó el primer oficial—. A Pavlos y a mí no se nos amenaza impunemente. Y mejor no mencione siquiera la posibilidad de abandonarnos. A nosotros no nos deja nadie. Es difícil caminar con las piernas rotas, y más difícil aún si lo que está quebrado es la columna vertebral.
Janos apretaba la copa con sus largos dedos y miraba atentamente el rostro de Themelis. Pero cuando el primer oficial concluyó, volvió la cabeza y le miró fijamente a los ojos. Dio la impresión de que Janos se encogía un poco en el asiento —¿de miedo, o por alguna otra razón?—, luego retiró la mano izquierda de la mesa, en un movimiento casi reptante, y la dejó colgar a un lado. El primer oficial podía casi percibir la intensidad de la mirada de Janos atravesando las enigmáticas gafas oscuras.
—¿Me está acusando de haberlo amenazado? —habló por fin Janos, con una voz tan calma y profunda que más parecía una serie de gruñidos guturales que una voz humana—. ¿Tiene el atrevimiento de pensar que yo podría amenazar a alguien como usted? ¡Y como si eso no fuera bastante, luego me amenaza usted! ¡Se atreve… se atreve a amenazarme!
—¡Cuidado con lo que dice… o le romperé la cara! —dijo el otro, furioso, mientras echaba el cuerpo hacia adelante en un gesto de amenaza—. ¡Listillo de tres al cuarto, hijo de puta presumido!
Janos que tenía la mano y el brazo izquierdos ocultos bajo la mesa, se inclinó también hacia adelante. Y en un solo movimiento, con la velocidad y la fluidez del mercurio, su mano de afilados dedos salvó la distancia que le separaba de los genitales de su interlocutor, y apretó con fuerza sus testículos. Ahora, si lo deseaba, podía utilizar su enorme fuerza y sus afiladas uñas y en un instante castrar al primer oficial. Sí, podía hacerlo muy fácilmente, y su víctima lo sabía.
El hombre, mudo y con la boca abierta en un gesto de horror, se irguió en su silla. Estaba al borde mismo de convertirse en un eunuco, y no podía hacer nada. El menor gesto violento… ¡y Janos en una décima de segundo terminaría lo que había comenzado!
El vampiro aumentó la presión, movió su brazo debajo de la mesa, y su víctima se lanzó hacia adelante y se cogió al borde de la mesa con las dos manos para mantener el equilibrio y disminuir la tensión sobre sus cojones. Pero Janos no lo soltó, y lo miraba fijamente, sus ojos ahora a pocos centímetros de los del primer oficial. Y el rostro del vampiro, que minutos antes estaba pálido de furia, mostraba una sonrisa irónica.
Gimoteando, el rostro purpúreo surcado por lágrimas, el agonizante matón supo que estaba absolutamente indefenso y a merced del otro. Y de repente percibió con toda claridad que Janos podía hacer lo impensable, y muy probablemente lo haría.
—¡N… n… no! —consiguió susurrar con voz entrecortada.
Eso era lo que Janos estaba esperando; lo leyó en la mente del otro y en la expresión de su rostro; el vampiro reconoció y aceptó la sumisión del primer oficial. Y retorció y apretó por última vez los testículos del hombre, pero luego lo soltó, apartándolo de un empujón.
El matón cayó de espaldas en el suelo, la silla a un costado. Gimiendo, se encogió en una posición casi fetal, con las manos entre las piernas. Y así permaneció, balanceándose y gimiendo en su agonía.
Los parroquianos de la taberna no tenían la menor idea de lo que había sucedido en la planta alta, pues la música de la danza de Zorba y las palmadas de los bailarines no permitían oír ninguna otra cosa. Y los tres hombres de arriba tampoco habían hecho mucho ruido.
Pavlos Themelis estaba pálido, y su rostro se estremecía detrás de la poblada barba. Al principio no se había dado cuenta de lo que sucedía; y cuando lo advirtió, ya todo había terminado. Y entretanto, a Lazarides no se le había movido ni un pelo. Pero ahora se puso de pie con un movimiento sinuoso como el de una serpiente.
—Usted es un tonto, Themelis —dijo desde lo alto—, y este individuo lo es todavía más. Pero un trato es un trato, y yo he invertido demasiado en este negocio como para abandonarlo ahora. De manera que tendré que confiar en que llegue a buen fin. Pero permítame que le dé un consejo: en el futuro, sea más prudente.
Janos hizo un gesto como para marcharse, y Themelis, mientras se apartaba del paso, se apresuró a decir:
—¡Pero necesitamos su dinero, o al menos un poco de oro, para poder realizar este trabajo!
Janos se detuvo. Meditó durante un instante, y luego respondió:
—Levad el ancla a las tres de la mañana, cuando los guardacostas y demás autoridades estén dormidos, y reuníos conmigo en alta mar, a seis kilómetros al este de Mandraki. Cerraremos nuestro trato allí, lejos de ojos u oídos indiscretos. ¿De acuerdo?
Themelis hizo un gesto de asentimiento.
—Cuente con nosotros. El viejo Samothraki estará allí.
Su compañero continuaba retorciéndose y gimiendo tirado en el suelo, y Janos, que se dirigió a la planta baja, ni siquiera le miró al pasar…
Eran pasadas las once, y las calles de la ciudad antigua, cercana al puerto, estaban mucho más tranquilas. Janos caminaba procurando mantenerse en la oscuridad, y sus largos pasos, que le alejaban rápidamente de la taberna Dakaris, parecían las elásticas zancadas de un animal salvaje. Pero no pasó inadvertido. Unos policías griegos, con ropas de civil, y escondidos en una oscuridad aún más profunda, le vieron y decidieron ignorarle. No lo conocían; no era por él por quien estaban apostados allí. ¿Por qué habrían de interesarse por él? No, su presa era un tal Pavlos Themelis, que todavía estaba en la taberna.
Les habían encomendado seguirlo, averiguar quiénes eran sus contactos y si estaba distribuyendo droga. Pero no debían molestarlo ni detenerlo. Aquel asunto era más grande de lo que parecía, y los jefazos de arriba querían que cuando cayera el hacha, no lo hiciera solamente sobre el capitán del Samothraki y su tripulación, sino sobre toda la organización. Era evidente que Nichos Dakaris también formaba parte de la banda, y su sórdida taberna probablemente era uno de los lugares desde donde se distribuía la droga.
Para decirlo con pocas palabras: a Janos Ferenczy no lo abandonaba la suerte.
Pero los despistados policías griegos no fueron los únicos que le vieron marchar de la taberna; Ellie Touloupa también le vio desde su punto de observación en la manzana siguiente, bajo un antiguo pórtico de piedra. Le vio marcharse, y se fijó en el camino que seguía: hacia un pequeño atracadero en el puerto, utilizado por la tripulación de los yates y las embarcaciones de recreo. Ellie no era estúpida; había investigado a Lazarides y sabía que el blanco y elegante Lazarus le pertenecía. Y ahora el individuo se dirigía a su barco.
Tal vez tenía una mujer a bordo. ¿Pero qué hacía entonces bebiendo solo en un nido de ratas como la taberna de Nichos Dakaris? Quizá tenía problemas, pero Ellie era una experta en resolverlos. Además, le parecía un hombre muy atractivo, y si además se podía ganar un dinerillo… e incluso pasar la noche a bordo…
Eso pensaba Ellie cuando, tras encender un cigarrillo, se dio prisa por un laberinto de callejuelas porticadas hasta el lugar donde podía interceptar a Janos. Y se encontraron en una oscura encrucijada a pocos metros del embarcadero.
Cuando Janos llegó al cruce de caminos advirtió de inmediato la presencia de la mujer. Ella todavía respiraba trabajosamente a causa de la prisa, y sus tacones altos la hacían caminar con paso incierto sobre los adoquines. Ellie hizo un alto en la oscuridad. Tuvo la impresión de que él, cuando aminoró la marcha y giró el rostro en su dirección, la veía (aunque eso parecía una hazaña casi imposible, teniendo en cuenta las gafas oscuras de Janos).
Y luego… una sensación extraña: Ellie quería que él supiera que ella estaba allí, pero al mismo tiempo le daba miedo. ¿Qué debía hacer?
¿Permanecer inmóvil, conteniendo la respiración, y confiar en que Janos siguiera su camino? O debía…
Demasiado tarde.
—Tú —dijo él, y avanzó en la oscuridad hacia ella—. Éste es un lugar muy solitario, Ellie, y tus clientes deben de estar esperándote en la taberna de Nick.
Cuando Janos avanzó hacia ella, Ellie también dio unos pasos y fue a su encuentro. Permanecieron muy cerca el uno de la otra, apenas visibles en la sombra de los antiguos muros de piedra. Y la mujer supo entonces que él sería suyo. Ella siempre sabía cuando algo así iba a suceder.
—Se me ocurrió que podía ir a bordo contigo —dijo jadeante.
Otro paso y él la obligó a retroceder hacia la oscuridad hasta que ella dio con el muro de piedra.
—No, no creo que sea posible —respondió él.
—Sí es así —Ellie respiró hondo cuando la mano de Janos la cogió por la cintura—, si es así…, quiero follar contigo aquí mismo…, contra esta pared.
Él rió sin alegría.
—¿Y tendré que pagarte por algo que evidentemente deseas?
—Ya me has pagado —respondió ella, y comenzó a respirar agitadamente cuando Janos le desabrochó la blusa con la mano libre—. El vino…
—Te vendes muy barato, Ellie. —Janos le subió la falda y se apretó contra ella.
—¿Muy barato? ¡Para ti, gratis!
Janos rió una vez más.
—¿Te entregas gratis, y por tu propia voluntad? ¡Ah, este mundo está lleno de sorpresas! ¡Una puta, y sin embargo tan inocente!
Ella abrió las piernas y le recibió dentro de sí, y se expandió mientras él la penetraba. ¡Él era enorme! Janos se agrandó dentro de ella, colmándola, ¡y seguía creciendo! Ellie nunca había experimentado nada igual, ni siquiera lo había imaginado. ¿Acaso Janos era una especie de dios, un fantástico Príapo?
—¿Quién… eres? —jadeó la mujer, aunque sabía muy bien la respuesta a su pregunta. Y antes de que él pudiera responder, insistió—: ¿Qué… eres?
Janos estaba excitado… o quizás hambriento. Una de sus manos se dirigió a los pechos de la mujer, y la otra fue hacia atrás, por debajo. Y él continuó expandiéndose dentro de ella; no se agitaba, sólo se alargaba. Y sus dedos encontraron el ano de Ellie, y también ellos parecieron expandirse.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —jadeó ella, los ojos muy abiertos y relucientes en la oscuridad.
Y Janos respondió por fin con otra pregunta a la que le había hecho ella.
—¿Conoces la leyenda de los Wrykoulakas?
Su mano abandonó el pecho de la mujer y Janos se quitó las gafas. Sus ojos relucieron como rojas brasas en la oscuridad.
Ella respiró hondo, pero antes de que pudiese gritar la abismal boca de Janos cubrió la mitad inferior del rostro de Ellie. Y su lengua penetró por su estremecida garganta.
¡Ah, ya veo que conoces la leyenda! Y ahora también conoces la realidad.
La protocarne del vampiro penetró en todas las cavidades del cuerpo de la mujer, emitiendo filamentos que se extendieron por las venas y las arterias como los gusanos que horadan la tierra, sin dañar la estructura. Y Ellie todavía estaba consciente cuando Janos comenzó a alimentarse.
Al día siguiente, la encontrarán allí y dirán que ha muerto de anemia, y ni la autopsia más minuciosa podrá descubrir algo que pruebe que no fue así. Y esta deliciosa fusión no engendrará progenie alguna. No, porque Janos se cuidará de que nada de él permanezca en ella, nada que pueda aparecer más tarde y ocasionarle… problemas.
En cuanto a la vida de la que se estaba apoderando… ¿qué importaba? Una más que añadir a otros cientos. Y sólo era una prostituta. La respuesta era muy simple: Ellie no era nada, no había sido nada…
Tres horas y media más tarde, y seis kilómetros al este de Rodas, el Samothraki estaba anclado en un mar calmo como un lago. En los últimos minutos había sucedido algo extraordinario: una tenue bruma se había convertido en una espesa niebla. Ahora los puentes y la cubierta del viejo navío estaban cubiertos por nubes algodonosas, y la visibilidad era prácticamente nula.
El primer oficial, dolorido aún tras su escaramuza con Janos Ferenczy, había traído a Pavlos Themelis a cubierta para que viera con sus propios ojos el fenómeno. Y el capitán estaba asombrado.
—¡Pero esto es una locura! ¿A qué cree usted que se debe?
—No lo sé —respondió el otro—. Es una locura, como dice usted. Podría suceder en octubre, pero estamos en marzo.
Los dos hombres se dirigieron hacia la cabina del timón, donde un tripulante intentaba poner en marcha la sirena de niebla.
—Déjela —le ordenó Themelis—. No funciona. ¡Por Dios, estamos en el Egeo! ¡No he usado nunca la sirena de niebla! Debe de estar llena de herrumbre. Además, utiliza vapor, y no tenemos mucho. De modo que haga algo útil, y vaya a echar carbón a la caldera. Tenemos que salir de aquí.
—¿Salir de aquí? ¿Y adónde iremos?
—¿Y a qué viene esa pregunta? —respondió Themelis con voz que parecía un ladrido—. ¿Qué cree usted? ¡A cualquier parte, al mar abierto, a donde el Lazarus no pueda aparecer de repente y partirnos por la mitad!
—Hablando de Roma… —gruñó el primer oficial, los ojillos porcinos llenos de odio mientras contemplaba por la ventana de la cabina del timón al elegante barco blanco, aparecido como un fantasma de la nada, que detuvo su marcha a la par del Samothraki.
La tripulación del Lazarus echó cabos y las dos naves fueron amarradas juntas, babor contra babor. Los viejos neumáticos que bordeaban el Samothraki actuaron como amortiguadores, impidiendo que los cascos chocaran. Toda la maniobra fue realizada a la luz de las lámparas de cubierta, en medio de un ominoso silencio en el cual hasta el crujir de los neumáticos entre casco y casco parecía sofocado por la niebla.
El Lazarus, a pesar de ser un navío moderno, de casco de acero y tan ancho como el Samothraki, aunque tres metros más largo, cuando sus hélices no funcionaban tenía en el agua el mismo nivel que el otro barco. Las cubiertas de ambos navíos quedaban aproximadamente a la misma altura, y era muy fácil saltar de un barco al otro. Con todo, la tripulación de la nave blanca —ocho hombres— se limitó a permanecer alineada junto a la borda, en tanto su capitán y su camarada americano permanecían unos pasos más atrás, refugiados bajo la toldilla como dos espantapájaros. Las luces de los camarotes, traspasando con su brillante blancura la niebla, enmarcaban sus oscuras siluetas con un halo plateado.
Themelis y sus hombres, de pie junto a la borda del Samothraki, se sentían más y más inquietos. Algo muy extraño estaba sucediendo allí, más extraño aún que aquella intempestiva y poco natural niebla.
—Ese hijo de perra de Lazarides me tiene harto —gruñó el compañero de Themelis. El capitán rió burlón.
—¿Sólo eso, Christos? —preguntó irónico—. Bueno, no deje que se acerque a sus testículos, y no tendrá problemas.
El otro ignoró la burla.
—La niebla le rodea —continuó hablando, tembloroso—. Es como si surgiera de él…
Lazarides y Armstrong estaban ahora en la barrera de la borda. Permanecieron allí, apoyados en la barandilla e inclinados hacia adelante, como si estuvieran examinando cuidadosamente el Samothraki. Themelis pensó que los hombres eran iguales en estatura, pero muy distintos en cuanto a postura y estilo. El americano arrastraba un poco los pies, como un mono, y un parche negro cubría su ojo derecho; en la mano derecha llevaba un elegante maletín negro, que Themelis esperaba estuviera lleno de dinero. Lazarides estaba a su lado, recto y erguido como una baqueta en medio de la noche y la niebla, y sin quitarse las gafas oscuras.
Pero ¿por qué estaban tan callados? ¿Y qué esperaban?
—¡Aquí estamos, Jianni! —Themelis intentó librarse de la sombría sensación de tristeza que súbitamente se había abatido sobre él, abrió los brazos en un gesto efusivo y manifestó su aprobación—: ¡Esto sí que será hablar en privado! ¡En medio de un banco de niebla! Así que… bienvenido al viejo Samothraki.
Lazarides por fin sonrió.
—¿Me invitas a subir a bordo?
—¿Cómo? —preguntó sorprendido Themelis—. ¡Claro que sí! ¿Cómo, si no, podríamos llevar a cabo nuestros negocios?
—Tienes razón —asintió el otro con un gesto torvo. Y mientras pasaba de un barco al otro, se quitó las gafas oscuras. Armstrong fue tras él, y también el resto de la tripulación. Y la tripulación del Samothraki retrocedió para alejarse de ellos, sabiendo ahora sin lugar a dudas que allí pasaba algo (o todo) muy malo. Porque los tripulantes del Lazarus semejaban zombis de ojos llameantes, y su jefe… no se parecía a ningún hombre que hubieran visto en su vida.
Pavlos Themelis, cuando vio la transformación sufrida por el rostro del hombre llamado Lazarides, pensó que sus ojos le engañaban. El primer oficial de a bordo, que también vio lo que su capitán, intentó sacar el revólver que llevaba en una pistolera debajo del brazo.
Demasiado tarde, porque Armstrong se inclinó sobre él. El americano utilizó su maletín para apartar el revólver a un lado; después cogió la mano que lo empuñaba y obligó a su dueño a apuntar a su propia cabeza. El primer oficial no tenía la menor posibilidad de salir victorioso de aquello. Armstrong le hizo introducir el revólver en el oído y exclamó: «¡Ja!». Y su víctima, que vio relucir el único ojo de su atacante con una luz como de azufre —y la lengua bifurcada agitándose en su boca— simplemente perdió toda esperanza.
—Ese tipo era un tonto —le dijo Janos Ferenczy a Themelis con tono casual.
Y ésa fue la señal para que Armstrong apretara el gatillo.
Christos, con la cabeza destrozada, fue arrojado como una muñeca de trapo por sobre la borda. Se deslizó entre los cascos de los dos barcos, que lo apretujaron y lo dejaron maltrecho antes de que se hundiera definitivamente en la espesa niebla que cubría las aguas. El desgarrón que produjo en la bruma volvió a llenarse rápidamente mientras resonaba aún el eco del disparo que lo había matado…
—¡Santa Madre de…! —comenzó a exclamar Themelis, impotente al ver que la tripulación del otro barco rodeaba a sus hombres. Y cuando Janos avanzó hacia él, el capitán retrocedió, observando incrédulo la longitud de la cabeza y de las mandíbulas del otro, los dientes en la boca monstruosa, el extraño resplandor escarlata de los terribles ojos.
—Jianni… —consiguió articular por fin—. Jianni, yo…
—Enséñame la cocaína —dijo Janos cogiéndolo del hombro con un apretón de acero—. Muéstrame ese polvo blanco tan valioso.
—Está…, está abajo —musitó Themelis, que no podía ni se atrevía a apartar los ojos del rostro de Janos.
—Entonces, llévame abajo —ordenó Janos. Pero antes se dirigió a sus hombres—: Lo habéis hecho muy bien. Ahora haced lo que queráis, ya sé que estáis hambrientos.
Desde abajo de la cubierta, Themelis oía los gritos de su tripulación y pensó: «Quizá Christos Nixos era un tonto, pero al menos él murió casi sin darse cuenta…». Y el capitán del Samothraki se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que sus propios gritos se unieran a los de sus hombres…
Cuarenta minutos más tarde, los motores del Lazarus ronronearon nuevamente y la nave se alejó lentamente del inmóvil y silencioso Samothraki. La niebla comenzaba a disiparse, brillaban las estrellas y muy pronto el horizonte se iluminaría con el nacimiento de un nuevo día.
El barco maldito estalló en una enorme explosión cuando el Lazarus se encontraba a unos trescientos metros. Los ardientes restos de la nave se hundieron en el mar hirviente, dejando tras de sí sólo un rastro de humo. El Samothraki ya no existía. Unos días después, quizá flotaran algunos pocos restos hasta la orilla, tal vez un cadáver o dos, e incluso puede que entre ellos se encontrara el cuerpo hinchado y comido por los peces de Pavlos Themelis…