Capítulo tres

Los descubridores

En la hora que precedió a la medianoche, se levantó una bruma que envolvió las piedras del castillo y llenó los espacios de tal manera que los antiguos y ruinosos muros parecían flotar en un ondulante mar lácteo. George Vulpe se sentó junto a la hoguera, a la luz de la brillante luna, y alimentó el fuego con las ramas que habían juntado antes de que oscureciera del todo. El joven permaneció contemplando las chispas que de vez en cuando saltaban como si quisieran unirse a las estrellas, pero se extinguían antes de llegar a destino.

Vulpe se había ofrecido a hacer el primer turno de guardia. De todos modos, como había dormido casi todo el día, era el más indicado para la tarea. Emil Gogosu había insistido en que no era necesario que uno de ellos velara por los demás, pero tampoco puso reparos cuando los americanos establecieron un horario de guardias. Vulpe era el primero, con el trabajo más duro; Seth Armstrong velaría de dos a cuatro y media de la mañana; Randy Laverne se encargaría del turno que concluía a las siete, y a esa hora despertaría a Gogosu. El viejo cazador se mostró más que conforme con el turno que le había tocado en suerte; debía despertarse al alba, y él pensaba que los hombres debían levantarse con el sol.

Pero ahora Gogosu y Armstrong estaban profundamente dormidos: el primero envuelto en una manta y apoyado contra un montón de piedras medio enterradas, con los pies apuntando hacia el fuego, y el otro en su saco de dormir, con la chaqueta doblada sobre una piedra redondeada a manera de almohada. Laverne estaba medio despierto: había comido demasiadas salchichas húngaras y demasiado pan negro, y la indigestión le desvelaba cada dos por tres. Estaba acostado algo más lejos, a la sombra de la muralla del castillo, el saco de dormir sobre ramas de pino que había arrancado de los árboles que rodeaban las ruinas. Laverne, de cara a la hoguera, era consciente de la presencia de Vulpe, y de los ocasionales movimientos de éste para echar una rama o unos leños al fuego.

Aunque había algo que no percibía: el extraño cambio que comenzaba a sufrir su amigo, la gradual inmersión de la mente de Vulpe en un extraño ensueño, los falsos recuerdos que pasaban ante sus ojos, o se insinuaban en el ojo de su mente, como imágenes fantasmales superpuestas a las temblorosas llamas. Laverne tampoco podía advertir la hipnótica influencia vampírica que incluso ahora se insinuaba insistente en la mente consciente y subconsciente de Vulpe.

Pero cuando una rama ardió y cayó crepitando en el centro de la hoguera, Laverne se despertó por completo. Se sentó… y alcanzó a ver una oscura sombra que pasaba por una grieta aún más oscura en la antigua muralla. Una sombra que se movía con una inexorable rigidez, como de zombi, como un sonámbulo, y sus pies causaban pequeños remolinos en la móvil bruma. Y Laverne supo que esa sombra sólo podía ser George Vulpe, porque su saco de dormir, apoyado contra una roca iluminada por el resplandor de la hoguera, estaba vacío.

La mente de Laverne se despejó. Abrió la cremallera de su saco de dormir, buscó sus zapatos y se los puso. Con dedos todavía entorpecidos por el sueño, ató los cordones. A pesar de que acababa de salir de su duermevela, se dio prisa. Había algo en la manera de moverse de George, no furtiva, pero sí ausente, como la de un sonámbulo. George había estado así todo el día: durmiendo, o bien extrañamente ausente cuando estaba despierto. Y también era muy raro el modo como había llegado hasta allí, ¡cómo si hubiera recorrido ese camino todos los días, en un paseo matinal!

Laverne pasó junto a los dormidos Gogosu y Armstrong y pensó despertarles, pero cambió de idea. Eso llevaría tiempo, y entretanto George podía caerse a un precipicio, o romperse la cabeza contra una de las bajas arcadas de los muros del castillo. Laverne conocía sus propias fuerzas y sabía que si era necesario podría dominar a George; no necesitaba la ayuda de los demás, y no valía la pena despertarles para nada. Así pues, él se encargaría de aquel asunto sin la ayuda de nadie. En verdad, sólo debía cuidarse de una cosa: si George era sonámbulo, no debía despertarle.

Laverne, caminando con gran cautela entre la niebla, siguió el camino que había emprendido Vulpe, pasó por la misma hendidura en la muralla y se internó en las ruinas. Estas ocupaban un terreno bastante extenso, casi cincuenta metros cuadrados, si uno contaba los muros que habían caído o habían sido lanzados fuera del perímetro del castillo por la explosión. Cuando se alejaron de la luz de la hoguera, Laverne encendió una linterna y dirigió su luz hacia adelante. Allí el suelo describía una ligera curva ascendente, y los montones de piedra se alzaban por encima de la niebla, como islas encima de un extraño mar blanco.

El rayo de luz de la linterna iluminó a Vulpe cuando éste pasaba frente a un muro en ruinas, y George Vulpe se detuvo un instante y miró hacia atrás. Sus ojos parecían lámparas inmensas que reflejaban la luz de la linterna. Los ojos de George… ¡y los ojos de alguien más!

Se los vio sólo durante un instante, y luego desaparecieron cuando desapareció la luz. Un par de ojos triangulares, más bajos que los de un ser humano, de aspecto feroz… ¿Un lobo, quizá?

Laverne agitó la linterna de un lado a otro, iluminando aquí y allá, pero no vio nada, nada más que paredes ruinosas, pilas de piedras, arcadas vacías y la profunda oscuridad que se extendía más allá del castillo. Y un poco más atrás, el amistoso resplandor de la hoguera, como un faro en la noche.

Habían hecho bien en no comenzar explorar el lugar en la media luz del atardecer. Era demasiado extenso, el estado de las ruinas podía ser peligroso y tal vez Laverne había cometido un error al abandonar a los que dormían.

Pero… ¿un lobo? ¿No sería solamente su imaginación? Era más probable que se tratara de un zorro. Este era un lugar ideal para los zorros. En las cuevas debajo de las ruinas tenían lugar de sobra para sus madrigueras. ¿Y no había comentado Gogosu que la gente del lugar no perseguía ni cazaba a los zorros que procedían de las ruinas? Sí, lo había dicho. De modo que lo que había visto seguramente era un zorro…

O un lobo.

Laverne tenía una navaja con una hoja de ocho centímetros; la sacó, la abrió y la sopesó en la mano. ¡Espléndida para abrir cartas, pelar manzanas o descortezar una rama! En todo caso, era mejor que nada. ¡Jesús, por qué no habría despertado a los demás! Pero ahora era demasiado tarde, y entretanto George se alejaba de él.

—¡George! —susurró mientras lo seguía— ¡George! ¿Dónde diablos te has metido?

Laverne llegó al ángulo del muro en ruinas por donde había desaparecido Vulpe. Frente a él se extendía un gran espacio plateado por la luna en el cual muy bien pudo haber en el pasado un gran vestíbulo. En el extremo, delante de un montón de pizarras rotas desprendidas de los tejados y restos de mampostería, se veía la silueta de un hombre, delineada a contraluz desde la cintura para arriba. Laverne reconoció la figura de George Vulpe. Mientras su compañero lo miraba, Vulpe se dirigió hacia adelante y hacia abajo con movimientos rígidos, de robot, hasta que sólo fueron visibles la cabeza y los hombros. Un paso más, y la silueta de la cabeza se confundió con las redondeadas piedras del suelo; otro, y Vulpe desapareció de la vista.

¿Dónde se había metido? ¿En un agujero, o en una escalera medio obstruida? ¿Y adonde pensaba el idiota que iba? Pero ¿acaso sabía hacia dónde se dirigía?

—¡George! —llamó una vez más Laverne, esta vez con voz un poco más alta, y continuó siguiendo a su amigo.

Un poco más allá del montón de desechos habían limpiado una pequeña zona, y entre las losas del suelo se veía una negra abertura que descendía hasta las entrañas del lugar. En un extremo del agujero, o escalera, habían levantado la larga y estrecha losa con un anillo de hierro que lo cubría, y la habían dejado a un lado. Laverne iluminó el foso con la linterna y vio los escalones que descendían. Del foso salió una bocanada de aire rancio, una mezcla de olor a quemado y otros aromas más difíciles de identificar. Laverne también percibió en el fondo el fugacísimo parpadeo de una luz amarilla, que de inmediato desapareció en las insondables profundidades.

El joven y barrigudo americano se detuvo un instante, pero no podía dejar sin aclarar aquel enigma, y de inmediato reanudó su marcha.

—George —llamó con voz ronca y apenas audible mientras se metía en el agujero.

Después…, después fue muy fácil perder la noción del tiempo, de la dirección, y el sentido de la orientación en general. Es más, el muelle de la linterna de Laverne que sostenía las pilas se había aflojado y el resultado era una luz más débil y que en ocasiones se interrumpía del todo, de tal manera que de vez en cuando el americano tenía que sacudir la linterna para que volviera a funcionar.

Los escalones de piedra eran estrechos y descendían en espiral, sostenidos por una sólida columna central. Pero más allá de la reducida superficie de los escalones todo era oscuridad y un espacio vacío en el que resonaba el eco de los pasos, y Laverne no quería pensar en la caída que podría sufrir si resbalaba o tropezaba. Se movía con prudencia, como para que no sucediera ni una cosa ni la otra. ¿Pero cómo se las arreglaría George Vulpe, caminando en sueños en un sitio como éste? Si es que caminaba en sueños…

Llegó finalmente a una planta en la que se percibían las señales de un incendio o una explosión: paredes ennegrecidas y grandes trozos de mampostería yaciendo en el suelo. Había también otra puerta-trampa, y más escalones que descendían a las profundidades. De cuando en cuando, Laverne veía el resplandor de una antorcha —antorcha, no linterna—, más abajo de donde él estaba, aunque no podía determinar exactamente a qué distancia, o le llegaba una tenue vaharada del humo que producía, pero no se oía el menor ruido. Vulpe tenía que conocer muy bien el lugar para recorrer sus vericuetos tan silenciosamente. La cuestión era: ¿cómo había obtenido ese conocimiento? La ira de Laverne aumentaba de manera proporcional a la profundidad de su descenso. ¿No serían él y Seth Armstrong las víctimas de una broma de Gogosu y Vulpe? Desde la noche antes, cuando conocieron al viejo cazador, daba la impresión de que toda la aventura estaba planeada de antemano. ¿Pero por quién? George había nacido y había vivido aquí; si no exactamente en este lugar, al menos en Rumania.

Y el descenso de Vulpe a las negras entrañas de este lugar cuando pensaba que todos dormían… ¿era el broche final? ¿Qué pequeña «sorpresa» estaba preparando ahora George? ¿Y por qué complicaba tanto las cosas? Además, si él había conocido este lugar cuando niño, podría haberlo dicho, que no por eso el castillo hubiera sido menos fascinante.

—¡El castillo Ferenczy! —se mofó por lo bajo Laverne—. ¡Mierda!

«¿Y cuántos leus habrá desembolsado Vulpe», se preguntó el americano, «para persuadir al viejo Gogosu de que desempeñara su papel en esta farsa?».

Laverne estaba ahora realmente furioso; y cuando llegó a una segunda planta, se detuvo y llamó en voz más alta:

—¡George! ¿Qué diablos estás haciendo?

Su grito perturbó el aire del recinto y desprendió remolinos de polvo de invisibles alturas y techos. Cuando el eco retumbó y le devolvió su propia voz distorsionada, Laverne, inquieto, recorrió el lugar con el inseguro rayo de luz de su linterna.

Se hallaba en una cripta de muros recubiertos de frescos, estanterías de roble ennegrecidas por los siglos, urnas y ánforas, abundantes telarañas y polvo que flotaba en el ambiente. Se veían también unas cuantas huellas de pisadas en el suelo. Las más recientes, sólo podían ser de Vulpe. Laverne siguió las huellas, y vio un poco más adelante el fugaz resplandor de una antorcha que iluminó la curva de una arcada antes de desaparecer.

«Hijo de perra», pensó Laverne. «Tienes que estar sordo para no darte cuenta de que estoy aquí atrás. Tendrás que darme unas cuantas explicaciones, compañero. Y si no me satisfacen…»

Desde arriba, desde el tramo de las escaleras de piedra que estaba sumido en la oscuridad, llegó el suave ruido de unas pisadas y unos quejidos aún más tenues. Una piedrecilla rodó escaleras abajo. Y luego, otra vez el silencio.

Laverne, temblando como una hoja, y cubierto de un sudor frío, apuntó con su linterna hacia la escalera.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío!

Pero allí no había nadie. O quizás, una sombra que retrocedía, alejándose de la vista…

Laverne avanzó dificultosamente por el suelo cubierto de losas de piedra del recinto, pasó bajo una arcada y siguió por otras habitaciones contiguas. Le daba la impresión de que su trabajosa respiración y sus pisadas hacían gran ruido, que despertaba ecos, pero no hizo ningún esfuerzo para marchar en silencio. ¡Tenía que alcanzar a Vulpe y descubrir qué estaba haciendo allí abajo el hijo de perra! Percibió una vez más el resplandor de la antorcha de Vulpe y el olor a resina que producía al consumirse. Laverne se lanzó en dirección a la luz, por entre los montones de polvo, sales y sustancias químicas desparramados en el suelo hasta que…

Esta habitación era diferente a las otras. Se detuvo bajo la arcada antes de entrar y la recorrió con el haz de su linterna.

En las paredes colgaban tapicerías mohosas; el suelo era de mosaicos de colores, dispuestos en un diseño antiguo y extraño. Había también una mesa cubierta de polvo, sobre la cual se veían libros, papeles y utensilios para escribir. Y una gran chimenea… ¡en cuyo interior se veía el resplandor producido por una llama! ¿Se habría metido George Vulpe allí adentro?

Laverne, que respiraba con notoria dificultad, llamó jadeante:

—¡George!

Cruzó luego la habitación, y se inclinó un poco bajo la arcada de la chimenea para iluminar con su linterna el interior de ésta. Y allí estaba la antorcha de Vulpe, sostenida por un aro de hierro fijo en la pared. Pero no estaba Vulpe.

Una mano se apoyó en el hombro de Laverne.

—¡Dios mío! —exclamó el americano, y se irguió. Golpeó con la parte de atrás de la cabeza en la arcada de la chimenea; retrocedió dando tumbos, y durante un instante la luz de la linterna iluminó la figura de Vulpe que, silencioso como un fantasma, permanecía de pie, la mano todavía extendida en dirección a Laverne.

Laverne cayó de rodillas en el suelo y se llevó la mano a la cabeza. La retiró ensangrentada. Siguió arrodillado, con náuseas y mareado. ¡Había tenido suerte en no desnucarse! Pero de inmediato la ira reemplazó al dolor. Laverne recuperó el sentido de la orientación, y apuntó la linterna hacia el lugar donde había visto a Vulpe. Pero éste —sonámbulo, payaso, bromista o lo que quiera que fuese— ya no se encontraba allí. Sólo se veía un vago resplandor amarillo que salía del interior de la chimenea.

Laverne se puso de pie con movimientos inseguros. Encontró su navaja cerca de la chimenea, donde se le había caído. La cerró y la guardó. No iba a necesitar una navaja para darle una paliza a «Gheorghe» Vulpe. Y después de que terminara con él, el hijo de perra tendría que arreglárselas para encontrar solo la salida…, si es que le quedaban fuerzas.

Laverne, con movimientos más seguros y apretando los dientes, se dirigió de nuevo a la chimenea. Se metió adentro y vio los escalones en la parte de atrás del cañón. Oyó ruidos que venían de lo alto: una tos contenida, el raspar de unos zapatos contra la piedra. Y pensó: «Todo lo que sube tiene que bajar». Quizá lo mejor era esperar ahí mismo a que el idiota descendiera. Pero en ese instante oyó gritar a Vulpe.

Laverne no había oído nunca un grito semejante. Fue seguido casi de inmediato por un sonido que crispaba los nervios, como dos grandes superficies de piedra que resbalaran la una sobre la otra, y se alzó luego hasta alcanzar un vibrante falsete antes de cesar de repente. Y cuando sus ecos se desvanecieron, fueron seguidos por un gorgoteo de la glotis y un jadeo. El sonido que hacía Vulpe era algo así como un aj… aj… aj… aj…, como si se ahogara. Una especie de estertor de agonizante. Laverne, con los pelos de punta, no sabía en verdad cómo era un estertor de agonía, pero pensó en que si los intervalos entre los aj… aj… se hacían más breves, eso significaría que su amigo estaba exhalando el último suspiro.

—¡Dios mío! —exclamó y comenzó a trepar lo más rápido que pudo por los escalones del cañón de la chimenea, que poco después describía un giro de noventa grados y se convertía en un pasadizo. Laverne vio que la antorcha de Vulpe, unos veinte o veinticinco pasos más adelante, aún llameaba débilmente y emitía un humo negro, apoyada sobre el borde de una zanja excavada en el suelo de piedra, en el lado derecho del pasadizo.

Pero Vulpe continuaba invisible. Sólo se oían los sonidos de agonía, que parecían venir del fondo de la zanja.

Laverne siguió hacia adelante, llamando a su amigo, pero se detuvo bruscamente. Más allá del foso, en la oscuridad que no podía disipar la antorcha de Vulpe ni su propia linterna, flotaban unos ojos triangulares de mirada fija, desconcertante.

Laverne no era un hombre especialmente valiente, pero tampoco era un cobarde. Era seguro que a la criatura que había allí delante —ya fuese un lobo, un zorro o un perro salvaje— no le gustaba el fuego. El americano se inclinó, cogió la antorcha humeante y la agitó para que ardiera con más intensidad. Un repentino resurgir de la llama premió sus esfuerzos, y las sombras retrocedieron. También lo hizo la criatura del pasadizo; Laverne vislumbró algo gris, ágil, de aspecto canino, antes de que la oscuridad se la tragara. Y también vislumbró algo en la zanja… que hizo que retrocediera hasta dar contra la pared como si un puño gigantesco le hubiera golpeado.

Horrorizado, sintiendo que la sangre se le helaba en las venas, Laverne sostuvo en alto la antorcha para iluminar la zanja. Sus ojos incrédulos vieron la cama de púas, y encima de ellas, empalado, el cuerpo de su amigo George Vulpe que se retorcía, mientras la sangre manaba de sus innumerables heridas, coloreaba los hierros herrumbrados y corría en arroyuelos que se unían en una sola corriente en el canalón y manaban desde allí hacia el pitorro de piedra.

—¡Virgen santísima! —gritó Laverne.

—Aj… aj… aj… —emitió Vulpe, los estertores estallando en burbujas sanguinolentas sobre sus pálidos labios.

Y en el pasadizo, el grande y viejo Gris gruñó, y, caminando lentamente, con rígidas patas, se dejó ver una vez más.

Vulpe estaba acabado, eso era evidente. Un ejército de enfermeras con una tonelada de vendas no podrían haber impedido que se desangrara. Laverne no podía salvarlo ni de la cama de púas ni del lobo. El americano retrocedió con piernas temblorosas, de costado como un cangrejo, por el corredor, hacia los escalones que conducían al cañón de la falsa chimenea. Todo había terminado para George, y Laverne ahora sólo debía pensar en sí mismo. Y cuando la sangre de Vulpe comenzó a penetrar gorgoteando en la urna desde el canalón excavado en la roca, el regordete americano se dio aún más prisa…

… Y se detuvo bruscamente, temblando como gelatina, en el estrecho corredor.

Al frente estaba el lobo, el rostro semejante a una máscara feroz a la luz de la antorcha; a un costado, el hombre moribundo en su lecho de tortura, y ahora…, ¡ahora había algo detrás, a sus espaldas!

Laverne, que apenas si se atrevía a respirar, giró la cabeza muy lentamente. Lo que veía le resultaba incomprensible. Todos los bordes parecían indefinidos y extrañamente móviles. Era como si el techo hubiera descendido, el pasadizo se hubiera estrechado y el suelo estuviera cubierto con una cosa…, con una cosa peluda que crujía y ondulaba.

Los ojos de Laverne parecieron saltársele de las órbitas cuando dirigió la luz de su linterna en esa dirección, y los abrió aún más cuando varios trozos de la extraña sustancia peluda se desprendieron de los móviles muros y se dirigieron ondulando hacia él. ¡Murciélagos! ¡Una colonia de murciélagos! Laverne observó con un gesto de asco que los animalitos se apelotonaban sobre las paredes, el suelo e incluso el techo.

Miró hacia otro lado. El lobo se había detenido; sus orejas apuntaban hacia el foso, y toda su atención estaba puesta en la urna. Laverne, frío como un muerto, tembloroso y jadeante, miró hacia donde miraba la bestia. Vio lo mismo que ella, y se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse. ¡Pero también supo que no podía permitírselo! No en ese momento, ni en ese lugar de pesadilla.

¡La urna estaba eructando! De su obscena boca salían nubecillas de vapor, como pequeños anillos de humo. Un fango negro, que burbujeaba en el interior del recipiente, formaba ampollas en el frío borde como brea que se solidificara. A medida que se consumía la sangre de Vulpe, algo se formaba y se dilataba en el interior de la urna. ¡La sangre actuaba como catalizador y transformaba lo que había dentro!

Laverne, hipnotizado por el horror, no podía apartar los ojos. Un tentáculo gris azulado de limo, veteado por venas purpúreas, subió desde la boca de la urna por el canalón de piedra. Se alargaba y se deslizaba por la huella de sangre hasta el lugar donde Vulpe yacía traspasado por las púas. Se enroscó alrededor de la rígida pierna del hombre, a la altura de la rodilla, avanzó a lo largo del muslo y se deslizó por el vientre, trepando por el pecho palpitante. Vulpe continuaba con su estertor…, «aj… aj… argh», pero la agonía le había insensibilizado, le había sumido en una suerte de limbo mental, y la pérdida de su sangre vital estaba acabando rápidamente con él.

Pero a pesar de todo, y utilizando la última brizna de energía que le quedaba, Vulpe consiguió desprender su rostro del hierro que le atravesaba la mejilla derecha y la parte inferior de la mandíbula y, consciente por un instante, vio lo que se arrastraba por su pecho y formaba ahora una ondulante, plana y ciega cabeza de cobra.

La ensangrentada boca de Vulpe se abrió durante un instante —quizás en un grito, aunque ningún sonido salió de sus labios— y la criatura viscosa se metió por la abertura y se deslizó garganta abajo. Vulpe se estremeció en un movimiento convulsivo; sus labios se rasgaron en las comisuras y sus mandíbulas se desencajaron, muy abiertas, cuando la masa palpitante y ondulante penetró en él.

Ahora la urna estaba vacía, humeando y llena de baba allí donde la sanguijuela había desprendido su «cola». Mientras la horrorosa criatura penetraba en su interior, Vulpe se ahogaba, se retorcía y sangraba por la nariz. Su cuello estaba más grueso por el pasaje del monstruo; los ojos parecían saltársele de las órbitas; sus manos —que sólo tenían tres dedos—, se soltaron de las púas y se aferraron al monstruo que violaba su garganta, intentando desprenderlo. Pero todo era inútil.

Un instante después la criatura había penetrado completamente en Vulpe pero él todavía se agitaba clavado a las púas, movía la cabeza de un lado a otro, salpicando moco y sangre a su alrededor.

—¡Dios mío! ¡Por el amor del cielo! —gimió Laverne—. ¡Muere, por Dios! —le suplicó a Vulpe—. ¡Déjate ir! ¡No te muevas!

Y fue como si George Vulpe le hubiera escuchado. Se dejó ir y…, de repente…, se quedó… inmóvil…

Toda la escena permaneció congelada en un tiempo sin tiempo. El gran lobo, una estatua bloqueando el camino hacia adelante; los murciélagos, obturando casi por completo la única vía de escape de Laverne; el cuerpo de su amigo, vaciado de sus fluidos vitales y lleno ahora por el horror, inmóvil en el lecho de púas. Sólo la parpadeante antorcha que llevaba Laverne en la mano parecía tener un poco de vida, pero también ella estaba muriendo.

Randy Laverne, que llevaba en una mano la antorcha y en la otra la linterna, no habría sabido qué responder si alguien le hubiera preguntado cómo había hecho para no soltar ninguna de las dos. Pero ahora, gruñendo de furia y terror, se volvió hacia el muro de murciélagos y los atacó con la antorcha humeante. Los animales no retrocedieron, sino que, apiñándose sobre la llama, la apagaron con sus cuerpos. Una docena de murciélagos moribundos cayeron al suelo del pasadizo, y fueron cubiertos de inmediato por cientos de miembros de su misma especie que se lanzaron hacia adelante.

Laverne en ese instante se volvió un poco loco. Comenzó a aullar con voz bronca, respiró trabajosamente, y entre jadeo y jadeo volvió a gritar; agitó los brazos sin ton ni son, apuntando aquí y allá con el haz de luz de su linterna, pero sin tomarse el tiempo necesario para ver algo.

Y no vio a George Vulpe que se erguía, soltándose de las púas que le atravesaran. Tampoco vio que sus heridas habían dejado de sangrar y estaban cerrándose rápidamente. No le vio salir de la zanja y acariciar sonriendo las orejas del viejo lobo. Laverne, sobre todo, no vio esa sonrisa. No; que el americano soltara la linterna y cayera medio desvanecido al suelo del pasadizo no fue provocado por ninguna de estas cosas sino por la repentina aparición de Vulpe ante él. Por esto, y por sus brillantes ojos rojizos, y su extrañísima voz, casi ahogada por la flema, que le decía:

—Amigo mío, has venido a este lugar por tu propia voluntad. Y me parece que estás… sangrando. —Las fosas nasales de Vulpe se dilataron, olfateó y sus ojos se convirtieron en dos hendiduras feroces en su anormalmente pálido rostro—. Sí, estoy seguro de que estás sangrando. Y pienso que alguien debería curarte esa herida antes de que cojas algo…

Cuando Emil Gogosu despertó, advirtió que había alguien arrodillado junto a él. Era el joven Gheorghe, que con una mano le sacudía para despertarle y con la otra hacía un gesto para indicarle que no hablara.

—Shhhh —susurró Vulpe.

—¿Qué pasa? —preguntó Gogosu, que despertó de inmediato, mirando hacia la oscuridad. La hoguera aún ardía, y el rojo de las llamas se reflejaba en los ojos de Vulpe—. ¿Ya está amaneciendo? ¡No puede ser!

—No, todavía no amanece —respondió el otro, también en un susurro, aunque su voz era áspera y había en ella una nota de urgencia—. Es otra cosa. Vamos, coja su arma.

Gogosu se despojó de la manta, cogió el rifle y se puso ágilmente de pie. El viejo cazador se sentía orgulloso de su buena condición física.

—Vamos —repitió Gogosu, caminando con cautela para no despertar a Armstrong.

Cuando se alejaban del campamento y de las ruinas, y la oscuridad se hacía más intensa, el cazador cogió a Vulpe del hombro.

—¿Qué es eso que tiene en la cara? ¿Sangre? —preguntó—, ¿qué ha sucedido, Gheorghe? Yo no he oído nada.

—Sí, es sangre —respondió Vulpe—. Estaba de guardia cuando oí que algo se movía entre los árboles, y fui a ver. No sé si era un perro, un zorro o un lobo, pero me atacó. Luché con la bestia y me parece que me ha mordido en la cara. Todavía anda por aquí. Me iba siguiendo cuando volví al campamento a buscarlo a usted.

—¿De modo que todavía merodea por aquí? —dijo Gogosu, y miró hacia todos lados. La luna estaba un poco baja, y su luz llegaba filtrada por las nubes. El cazador no vio nada, pero dejó que el joven americano le guiara.

—Se me ocurrió que usted podría matarlo —dijo Vulpe—. Usted dijo que hace tiempo intentó matar un lobo en estos lugares.

—Así es —respondió Gogosu, y apretó el paso para mantenerse a la par del otro—. Y creo que le di, porque le oí aullar y vi el rastro de sangre.

—Bueno, ahora tiene una segunda oportunidad.

El cazador se sentía perplejo. Aquí pasaba algo que no era normal. Intentó ver mejor a su compañero a la luz de la luna.

—¿Qué le sucede a su voz, Gheorghe? Parece como si se hubiera tragado una rana. Todavía está asustado, ¿no?

—Sí —respondió Vulpe con voz todavía más profunda—. Fue algo horrible…

Gogosu se detuvo. Allí pasaba algo malo, estaba seguro.

—¡No veo ningún lobo! —dijo con voz acusadora—. ¡Ni tampoco ningún zorro! ¡No veo nada de nada!

—¿Sí? Entonces, ¿qué es eso? —dijo Vulpe, y señaló algo que se movía en silencio, pegado al suelo.

Fue visto y no visto, pero suficiente para el cazador. Y un instante después, como una confirmación, llegó hasta ellos un aullido surgido de la oscuridad de la noche.

—¡Maldito sea! —musitó Gogosu—. ¡Es un Gris!

El cazador se adelantó a Vulpe y corrió agachado hasta cobijarse bajo los árboles. Vulpe le alcanzó y, describiendo un arco con el brazo, señaló:

—¡Allá va! ¡Allá va!

—¿Dónde? ¿Dónde? ¡Por Dios, usted tiene vista de lobo!

—¡Por allí! ¡Vamos!

Salieron de entre los árboles y llegaron a una ladera cubierta de guijarros, al pie de los imponentes riscos. El hombre más joven respiraba sin dificultad, pero Gogosu jadeaba.

—Señor —dijo hablando con dificultad—. Mis piernas no son tan jóvenes como las suyas.

—¿Cómo? —dijo Vulpe, volviéndose para mirarlo—. ¡No diga eso, Emil! Puedo asegurarle que sus piernas son mucho más jóvenes que las mías. De hecho, son unos cuantos siglos más jóvenes.

—¿Qué?

—¡Allí! —señaló Vulpe con un gesto enérgico—. ¡Bajo ese árbol!

El cazador miró hacia allí —y se llevó el rifle al hombro—, pero no vio nada.

—¿Bajo el árbol? —preguntó—. Pero si allí no hay nada. Yo…

—Déme eso —le interrumpió Vulpe. Y antes de que el otro pudiera reaccionar, ya se había apoderado del rifle. Sin apuntar hacia ningún sitio en particular, dijo—: Emil, ¿está seguro de que aquella vez le disparó a un lobo?

—¡Pero qué dice! —respondió ofendido Gogosu—. ¿Cuántas veces necesita que se lo cuente? ¡Ya lo creo que era un lobo! ¡Y estuve muy cerca de cazarlo! Puede apostar que la bestia tiene una cicatriz que lo prueba.

—Tranquilícese, Gogosu —dijo Vulpe, con una voz oscura como la noche—. No hay ninguna necesidad de apostar, Emil, porque he visto con mis propios ojos la marca en su flanco, donde su bala le quemó la piel. Sí, y él se acuerda de usted tanto como usted de él.

Y el cazador, en ese instante, supo de repente que aquél no era Gheorghe Vulpe. Miró fijamente el rostro en sombras y se encogió aterrorizado. Y vio también al Gris, agazapado para saltar, su silueta recortada sobre un túmulo de guijarros. La bestia gruñó, saltó. Gogosu intentó recuperar su rifle, que el otro parecía sostener descuidadamente…, pero fue como intentar arrancar con las manos desnudas un barrote de la reja de una cárcel.

El lobo se lanzó sobre él y lo derribó, apartándole del horrible extranjero al que había creído un amigo. Los colmillos de la bestia ya estaban próximos a su garganta. Gogosu intentó gritar, pero los terribles dientes le destrozaron la laringe, y lo que hubiera sido un grito se transformó en una espuma roja que manchó la peluda frente parda que coronaba unos ojos amarillos y vengativos…

—¡Qué tarde que me has despertado! —fue lo primero que dijo Seth Armstrong tras la sacudida que le despertó. La luna estaba muy baja en el cielo, la bruma baja que había cubierto el suelo había desaparecido y el fuego estaba casi extinguido.

—¿Te estás quejando? —preguntó el hombre que estaba a su lado, y que a primera vista parecía ser George Vulpe.

—No —dijo Armstrong meneando la cabeza, tanto para reforzar negación como para acabar de despertarse—. Estaba agotado. Debe de ser a causa de la altura.

—Muy bien —dijo el otro—. Me alegra que hayas dormido bien. El sueño es necesario, aunque también una pérdida de tiempo ¿Por qué tenemos que dormir, cuando la vida nos espera? Yo no volveré a dormir en…, en mucho tiempo.

Armstrong estaba ya casi completamente despierto.

—¿Qué dices? —preguntó y se sentó. Quizá pensara ponerse en pie de un salto, pero el cañón del rifle de Gogosu le apuntaba al pecho. Y un gran lobo gris, echado sobre su vientre como un perro, las patas delanteras estiradas, le miraba fijamente a los ojos. Tenía una de las orejas erguida, y la otra pegada al cráneo. La expresión del lobo era a medias una mueca sonriente, a medias una amenaza, y su hocico estaba manchado de rojo.

—¡Dios mío! —Armstrong intentó alejar sus pies de la bestia, pero se le enredaron en la parte inferior de su saco de dormir.

—Quédate quieto —le ordenó el hombre que Armstrong todavía pensaba era Vulpe—. Haz lo que yo te mande, y él no te atacará, ni yo apretaré el gatillo.

—¡Geor… Geor… George! —tartamudeó Armstrong—. ¡Ahí hay un maldito lobo!

—Maldito, sí —respondió el otro.

—¡Ma… ma… mátalo! —Armstrong estaba pálido como un muerto.

—¿Qué dices? —preguntó Vulpe, como si no hubiera oído bien—. ¿Qué mate a un viejo y fiel amigo? No, eso no me parece bien.

Vulpe cogió una rama seca y la arrojó a las brasas de la casi extinta hoguera. La madera se encendió, y, a la luz de las llamas, Armstrong vio los agujeros ensangrentados en las ropas de su amigo, su rostro, que cicatrizaba por instantes, y los agujeros infernales en que se habían convertido sus ojos.

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó sin poder contenerse el corpulento americano—. George, ¿qué diablos pasa aquí?

—No te muevas —insistió el otro. Durante un instante miró fijamente el rostro aterrorizado de Armstrong, lo estudió quizá planeando algo. Finalmente dijo—: Eres un hombre muy fuerte, y yo no puedo estar solo en el mundo. Al menos no por ahora, ni durante un tiempo. Tengo que aprender muchas cosas y hacer otras, y lugares a los que ir. Necesitaré que me enseñen. Debo aprender antes de poder… enseñar. Antes de que Gheorghe cumpliera el trato, he recibido algunas nociones de su mente. Pero no es bastante. Quizá me apresuré demasiado. Pero es comprensible.

—George —dijo Armstrong, pasándose la lengua por los labios resecos—, George, escucha… —y acercó una mano temblorosa hacia Vulpe, pero el lobo abrió de inmediato sus fauces y reveló su mortal dentadura. Al mismo tiempo levantó el vientre del suelo y se acercó un poco más a Armstrong.

—¡No te muevas! —dijo el otro, y levantó el rifle hasta que la punta del cañón se apoyó en la nuez de Adán del americano—. Si el gris comprende mis deseos, ¿por qué tú no puedes? Quizás eres tonto, y en ese caso estoy perdiendo el tiempo. ¿Es así? ¿Realmente lo estoy perdiendo? ¿Debería apretar el gatillo y empezar desde cero?

—¡No! ¡Me… me quedaré quieto! —tartamudeó Armstrong, con voz áspera y apenas audible, mientras un sudor helado le bañaba la frente—. ¡Me quedaré quieto! ¡Y no te preocupes, George, te ayudaré! ¡No sé qué maldita enfermedad has cogido, pero te ayudaré!

—Ya sé que lo harás —dijo el extraño, contemplándolo pensativamente con sus ojos púrpura.

—Sí, haré…, haré lo que tú digas —insistió Armstrong—, cualquier cosa.

—Sí, sí, —asintió el otro. Y luego, ya decidido, continuó—: Muy bien, comencemos por algo simple. Mírame a los ojos, Seth Armstrong.

Hizo a un lado el cañón del rifle, para acercarse hasta que su terrible e hipnótica cara estuvo a pocos centímetros de la del americano.

—Mira bien hondo, Seth, mira bajo la membrana de mis ojos, hasta encontrar la sangre, y el cerebro, y el verdadero paisaje de mi mente. Los ojos son las ventanas del alma, amigo mío, ¿lo sabías? Las puertas de los sueños, las pasiones y los deseos. Y ésa es la razón de que mis ojos sean rojos. El alma que ocultan ha sido desgarrada y devorada por un parásito escarlata.

Sus palabras conjuraban un hirviente horror; pero, más que eso, inspiraban pasmo, una progresiva parálisis, una lasitud de terror. Armstrong supo de qué se trataba: ¡hipnotismo! Podía sentir cómo su mente era dominada. Pero Vulpe —o quienquiera que habitase su cuerpo— había estado en lo cierto: Seth Armstrong era muy fuerte. Y antes de que pudiesen dominar por entero su voluntad…

Armstrong movió a un lado el rifle, de modo que quedó apuntando al lobo, e intentó apretar la garganta de su torturador.

—Voy a… hacerte… pedazos, George —jadeó.

Pero cuando los dedos del tejano se cerraron sobre la garganta de Vulpe —o de su facsímil— éste lanzó un grito feroz y desgarró con sus uñas el rostro del americano. Tres dedos de su mano derecha se engancharon en la comisura de la boca de Armstrong, desgarrando su labio inferior. El tejano aulló de dolor y mordió el dedo meñique de Vulpe con fuerza, amputándolo a la altura del segundo nudillo un instante antes de que el otro retirara la mano. El rifle se disparó, y el estallido reverberó en las montañas circundantes. El gran lobo conocía algo de armas: ileso, con los pelos erizados, retrocedió gruñendo.

Vulpe, cogiéndose la mano herida, se puso de pie. Armstrong escupió el dedo meñique de Vulpe, que quedó pegado y colgando de su boca por un hilo de sangre y baba. El tejano tenía ahora en su poder el rifle y sabía cómo usarlo. Pero cuando intentó apuntarlo hacia el enfurecido Vulpe, éste se recuperó y de una patada se lo quitó de las manos.

Armstrong había conseguido librarse del saco de dormir que le aprisionaba las piernas, pero cuando se puso de pie sintió que tenía algo pegado a la cara, algo que se movía. Y la demente criatura que antes era Vulpe rió estrepitosamente e hizo un gesto señalando el rostro de Armstrong. Lo hizo extendiendo su rara mano izquierda, en la que se veía un sangrante muñón en el lugar que antes ocupara el dedo meñique.

El tejano intentó quitarse de un golpe el dedo adherido a su cara, pero éste, animado por una vida propia, trepó más arriba y se metió en su ojo derecho. Armstrong aulló desesperado cuando el dedo arrancó el globo ocular y se metió por la órbita. Con el ojo colgándole sobre la mejilla, el tejano daba saltos, aullaba y se llevaba las manos a la cara, pero no pudo desalojar a la criatura, que penetró en su cabeza como si fuera un gusano venido de otro mundo.

—¡Mi Dios! ¡Mi Dios! —gritó Armstrong cayendo de rodillas y desgarrando con las uñas el borde de la cuenca vacía—. Dios… Dios —repitió con voz apenas audible, medio ahogado, mientras arrancaba del todo el ojo colgante y la carne del vampiro exploraba con sus tentáculos su cerebro.

Se arrastró de rodillas, a ciegas y con movimientos espásticos, hasta la hoguera, donde hizo un alto. Tosió y se estremeció una vez más y cayó hacia adelante como un árbol talado.

Pero el anómalo Vulpe se adelantó, lo cogió por el cuello de la camisa con su mano sana y lo hizo a un lado.

—No, Seth, eso no —dijo la criatura, mirándolo desde arriba—. Ya basta. Si te quemas, llevará tiempo curarte, y yo debo marcharme de aquí.

—¡Ge… Ge… or… ge! —tartamudeó el otro, medio sofocado.

—No, no, amigo mío. No me des más ese nombre. De ahora en adelante, me llamarás Janos.

Cinco años y medio más tarde…, por la mañana, muy temprano, en la terraza de una habitación de hotel en Rodas, que da a una bulliciosa calle situada a menos de un tiro de piedra del puerto…, la brisa sopla a través del mar desde Turquía y disipa las nubes de humo azulado, el aroma de las tahonas, los múltiples olores de los bares, de los contenedores de basuras y de la humanidad que puebla el centro del antiguo puerto griego.

Era a mediados de mayo de 1989; la estación turística apenas había comenzado y prometía ser muy buena, y el sol era una bola de fuego ascendiendo en la bóveda increíblemente azul del cielo. Y decimos «bóveda» porque era imposible abarcarla en toda su totalidad, y había que entrecerrar los ojos para mirarla, redondeando así los ángulos y convirtiendo la visión periférica en una curva sombría. En todo caso, así pensaba Trevor Jordan, quien había tomado dos o tres copas de Metaxas de más la noche antes. Pero todavía era temprano, alrededor de las ocho de la mañana, y Trevor suponía que se sentiría mejor un poco más tarde, aunque sabía también que a medida que pasara el tiempo la ciudad se volvería más y más ruidosa.

Jordan había tomado un huevo duro y una tostada para desayunar, y ahora estaba bebiendo su tercera taza de café —«soluble», no el viscoso líquido negro que los griegos beben en tazas diminutas—, que, según sus cálculos, contribuiría a disipar gradualmente el alcohol que aún quedara en su organismo. Jordan había descubierto que lo malo del Metaxas es que era sumamente barato y muy, muy agradable. Sobre todo si se lo bebía contemplando a las bailarinas que interpretaban la danza del vientre en el espectáculo ofrecido en un local llamado El Lago Azul, en la bahía Trianta.

Jordan gimió y se masajeó suavemente la frente por quinta o sexta vez en media hora.

—Tengo que comprar unas gafas de sol —le dijo al hombre que estaba sentado junto a él, y que también vestía bata y pantuflas—. ¡Jesús, este resplandor puede dejarle ciego a uno!

—Coge las mías —respondió Ken Layard, y sonrió mientras le tendía unas gafas de sol baratas, con montura de plástico—. Y después me compras unas nuevas.

—¿Podrías pedir más café? —dijo con voz doliente Jordan—. Diles que traigan un cubo lleno.

—Anoche te pasaste con la bebida —respondió Ken—, ¿por qué no me dijiste que no habías estado nunca en una isla griega?

Ken se inclinó sobre la baranda de la terraza, y llamó al camarero que estaba sirviendo el desayuno a otros huéspedes madrugadores en la terraza del piso de abajo. Luego levantó la cafetera vacía y se la señaló.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Jordan.

—Muy fácil. Nadie que haya estado aquí antes bebe Metaxas como lo has hecho tú. Ni Metaxas ni ouzo.

—Había olvidado que comenzamos bebiendo ouzo.

—Comenzaste tú —replicó Layard—. Yo sólo me empapaba de la atmósfera, del color local, mientras tú te emborrachabas.

—¿Me divertía, al menos?

Layard sonrió, se encogió de hombros y respondió:

—Bueno, no conseguiste que nos echaran de ningún sitio —y estudió la expresión de incomodidad del otro.

Jordan era un telépata experimentado, aunque de poderes variables, y podía ser muy enérgico cuando lo deseaba, aunque por lo general era bienhumorado, transparente, un libro abierto. Era como si quisiera ser tan legible como lo eran para él las mentes de los demás, como si tratara de ofrecer una compensación física por su talento metafísico. Su rostro reflejaba esta actitud; era de forma oval, despejado, abierto, casi infantil. El pelo, menos espeso de lo que había sido en otra época, le caía sobre los ojos grises, y la boca, de labios curvos que se enderezaban y apretaban con fuerza cuando Jordan estaba preocupado. Trevor Jordan gustaba a cuantos le conocían. Y como tenía la ventaja de enterarse inmediatamente de cuándo no le caía bien a alguien, se limitaba a evitar a esas personas. Era ágil y atlético a pesar de tener cuarenta y cuatro años, y no había que malinterpretar su sensibilidad: era también un hombre muy enérgico.

Hacía años que los dos hombres eran amigos. Ahora podían hacer el payaso porque compartían un pasado, un pasado en el que no tuvieron ni tiempo ni ocasión para bromas; compartían unos tiempos y unos acontecimientos que resultaban extraños incluso en su excéntrico mundo, y que ahora no eran más que fantasmas de la mente y la memoria. Y que era mejor olvidarlos, como se olvidan las pesadillas, las tragedias, o las noches de borrachera.

En la misión que debían desempeñar ahora no había nada tan mortalmente extraño como en aquellas ocasiones —aun cuando era muy seria— pero Jordan se dio cuenta de que la noche anterior había sido una equivocación. Se puso las gafas, frunció el entrecejo y se irguió en su silla de bambú.

—Espero no haber hecho que todos se fijaran en nosotros anoche, o alguna otra tontería por el estilo.

—No, por Dios —respondió su amigo—. Yo no hubiera dejado que las cosas llegaran tan lejos. No eras más que un turista que buscaba diversión, eso es todo. Demasiado sol durante el día, y demasiada bebida por la noche. Y qué diablos, había allí unos cuantos ingleses que hacían que tú parecieses completamente sobrio.

—¿Y Manolis Papastamos? —preguntó Jordan—. Debe de haber pensado que soy un idiota.

Papastamos era su enlace local, el subjefe de la brigada antidrogas de Atenas, que había venido a Rodas en hidroavión para conocer personalmente a los dos británicos y ver qué podía hacer para facilitarles su tarea. Pero Papastamos había demostrado también que era un alborotador, y una fuente de dificultades.

—No —respondió Layard—, en realidad estaba más borracho que tú. Prometió que se reuniría con nosotros a las diez y media en el puerto, para ver atracar al Samothraki, pero no creo que vaya. Cuando le dejamos en su hotel, tenía un aspecto terrible. Aunque, por otra parte, estos griegos tienen una constitución muy vigorosa. En cualquier caso, estaremos mejor sin él. Sabe quiénes somos, pero no qué somos. En lo que a Papastamos concierne, somos funcionarios de Aduanas y Arbitrios, o quizá de New Scotland Yard. Sería muy difícil concentrarse, con Manolis charlando y alborotando a nuestro alrededor. ¡Ruego a Dios que se quede en su cama!

Jordan se encontraba un poco mejor, y también había mejorado su aspecto; las gafas de sol le habían venido muy bien. Llegó el café recién hecho, y Layard lo sirvió. Jordan contempló sus movimientos desenvueltos y pensó: «Igual que un hermano mayor. Me cuida como si yo fuera un chiquillo. Y siempre ha sido así, ¡gracias a Dios!».

Layard era un localizador, un adivino sin bola de cristal. No la necesitaba; le bastaba con un mapa, o simplemente con un mínimo indicio de la situación de su presa. Era un año mayor que Jordan, medía algo más de un metro ochenta, era robusto, moreno, de cara cuadrada y expresiva. Su frente, marcada por arrugas horizontales, indicaba años de concentración, sus ojos eran penetrantes y de un marrón tan oscuro que era casi negro.

Mientras Jordan estudiaba a Layard, con la impunidad que le daban las gafas oscuras, sus pensamientos retrocedieron doce años atrás, a la casa Harkley, en Devon, Inglaterra. En esa ocasión, ambos habían trabajado por primera vez en equipo. Ya eran miembros de la Organización E, el más secreto de los servicios secretos, cuyo trabajo sólo era conocido por un puñado de gente de las más altas esferas. En aquella ocasión —a diferencia del día de hoy—, su trabajo no había sido para nada mundano. En verdad, el asunto de Yulian Bodescu no había tenido absolutamente nada de mundano o de frívolo.

Los recuerdos, deliberadamente reprimidos durante más de una década, reaparecieron con fantástica intensidad en la mente de Jordan, dotada de percepción extrasensorial. Una vez más sostuvo la ballesta en sus manos, y apuntó hacia adelante, mientras escuchaba el ruido del agua que corría, y la voz de una joven dejaba oír una desafinada melodía a través de la puerta cerrada. Jordan se preguntó si se trataba de una trampa. Luego…

Abrió de una patada la puerta de la ducha… ¡Y se quedó estupefacto! Helen Lake, la prima de Yulian Bodescu, estaba desnuda y era hermosísima. Su cuerpo, de perfil, relucía bajo el agua. La joven volvió la cabeza para mirar a Jordan, los ojos muy abiertos en una expresión de terror, y se apoyó contra la pared del cubículo. Las rodillas comenzaron a temblarle y sus párpados aletearon.

«¡Pero si sólo es una chica asustada!», se dijo Jordan un instante antes de que los pensamientos de ella penetraran en su propia mente telepática.

«Vamos, cariño», pensaba ella, «cógeme, abrázame, acércate, cariño, acércate».

Y entonces, retirándose bruscamente hacia atrás, Jordan vio el gran cuchillo de carnicero que ella tenía en la mano y el brillo demencial de sus ojos demoníacos. Y cuando ella le atrajo hacia sí y levantó el cuchillo, él apretó el gatillo de la ballesta. Fue algo automático, su vida o la de ella.

¡Dios! El cuadrillo de la ballesta la clavó a la pared revestida de azulejos; ella gritó como el alma condenada que era y sacudiéndose consiguió desprenderse del muro entre fragmentos de mampostería y trozos de azulejos, tambaleándose en el cubículo de la ducha. Pero la joven aún tenía el cuchillo y Jordan sólo podía rezar, paralizado en el sitio, mientras ella avanzaba otra vez en su dirección…

… Hasta que Ken Layard lo empujó a un lado —Layard, con su lanzallamas—, cuya punta metió directamente en la ducha para convertirla en una ardiente olla exprés.

—¡Qué Dios nos ayude! —exclamó Jordan ahora, tal como había exclamado entonces. Reprimió los insoportables recuerdos, y regresó al presente. Su resaca, tras el conflicto mental, o crisis, le parecía doblemente insoportable. Respiró hondo y se masajeó con la punta de los dedos la cabeza, que le dolía como si se la hubieran partido, y se preguntó en voz alta:

—Jesús, ¿por qué me habré acordado de esa historia?

Layard abrió mucho los ojos, se inclinó sobre la mesa y cogió a Jordan por el brazo.

—¿Tú también? —preguntó.

Jordan quebró una regla implícita entre los agentes de la Organización E: echó una mirada a la mente de Layard. Percibió de inmediato los ecos de recuerdos similares e interrumpió de inmediato el contacto.

—Sí, yo también —respondió.

—Lo percibí en tu cara —le dijo Layard—. No había visto en ella una expresión semejante desde…, desde aquella época. ¿Será porque estamos trabajando juntos otra vez?

—Lo hemos hecho en varias ocasiones —respondió Jordan, y se acomodó exhausto en su silla—. No, creo que se trata de algo que estaba metido allí y tenía que salir a la luz. Le llevó su tiempo, pero ahora ya ha desaparecido para siempre. O al menos eso espero.

—También yo confío en que así sea —se mostró de acuerdo Layard—. Pero lo curioso es que nos haya sucedido a los dos al mismo tiempo. Aunque, ¿por qué no? Jamás habíamos estado tan lejos, en el tiempo y en el espacio, de la casa Harkley.

Jordan suspiró y levantó la taza de café. La mano le temblaba levemente.

—Tal vez lo cogimos el uno del otro, y lo agrandamos. ¿Sabes lo que se dice sobre las mentes poderosas que piensan del mismo modo?

Layard, un poco más tranquilo, asintió.

—Sí, sobre todo cuando se trata de mentes como las nuestras, ¿no? —hizo otra vez un gesto de asentimiento, aunque todavía se le veía un tanto perplejo—. Sí, quizá tengas razón…

A las nueve y cuarenta y cinco los dos hombres estaban en el malecón norte del puerto, sentados en un banco de madera desde el que tenían una espléndida vista de los bajos de Mandraki y el puerto hasta el fuerte de San Nicolás. A la izquierda se veía el Banco de Grecia, construido sobre un promontorio. Sus paredes blancas y sus ventanas azules se reflejaban en las tranquilas aguas. A la derecha, y hasta el final del paseo, se extendía la ciudad nueva de Rodas. Mandraki, un amarradero de aguas poco profundas, no era el puerto comercial: éste se encontraba a medio kilómetro al sur, en la bahía de la histórica y pintoresca ciudad antigua, un poco más allá de la gran mole en cuya cima se alza la fortaleza. Pero la información que tenían los dos agentes era de que los traficantes de drogas atracarían en Mandraki, donde cargarían agua y provisiones antes de seguir rumbo a Creta, Italia, Cerdeña y España.

Aquí iban a descargar un poco de resina de cannabis —de noche, y probablemente la llevaría a nado uno de los marineros—, y lo mismo harían en diversos puertos a lo largo del trayecto. Pero el destino del cargamento principal —que era cocaína— era Valencia, en España. Y desde allí, gran parte de la droga iría a Inglaterra.

Ésta había sido la ruta y el destino de cargamentos anteriores. Y ahora los agentes de la Organización E tenían que averiguar qué cantidad de cocaína había a bordo; y, si la cantidad era pequeña, decidir si era conveniente proceder, ya que una acción prematura podría servir simplemente para poner sobre aviso a los señores de la droga. Y también debían averiguar en qué lugar del barco se hallaba la droga.

Pocos meses antes habían registrado minuciosamente un barco —prácticamente lo habían desmontado— en Larnaka, y no encontraron nada. Claro está que esta operación fue llevada a cabo por la policía grecochipriota, que probablemente carecía de ese pequeño extra que poseían los servicios británicos. En esta ocasión se trataba de una operación coordinada, que concluiría en Valencia antes de que la droga fuese descargada. Y en esta ocasión, también iban a registrar y desmontar el barco, un antiguo carguero griego llamado Samothraki. Entretanto, Jordan y Layard lo seguirían a lo largo de toda la ruta.

Vestidos como los típicos turistas americanos, gorros deportivos con anchas viseras protectoras, camisas de colores brillantes, cuellos abiertos y mangas cortas, pantalones veraniegos y sandalias de cuero, y equipados con prismáticos, los agentes esperaban la llegada de su presa. Puesto que su misión era secreta y debían pasar inadvertidos, su manera de vestir podría ser considerada excesivamente llamativa, pero era conservadora si se la comparaba con la de los demás turistas que visitaban el lugar.

Estaban en silencio desde hacía un rato; ninguno de los dos parecía de muy buen humor. Jordan le echaba la culpa al Metaxas y Layard lo atribuía a la indigestión que le producía una comida excesivamente grasa. Fuera lo que fuese, estorbaba un tanto sus poderes de percepción extrasensorial.

—Está nublado —se quejó Jordan, frunciendo el entrecejo. Después se encogió de hombros—. Pero no entiendes lo que quiero decir, ¿verdad? —preguntó.

—Sí que lo entiendo —respondió Layard—. En los viejos tiempos le llamábamos «niebla mental», ¿te acuerdas? Es como un estado de torpor psíquico, que distorsiona o bloquea las imágenes. O que las oscurece como…, bueno, como una húmeda y maloliente neblina. Cuando proyecto mi mente y busco el Samothraki, percibo una densa niebla. Una oscuridad húmeda y brumosa. Y eso no tiene explicación en un lugar como éste. Es extraño. Y no viene exclusivamente del barco… ¡Viene de todas partes!

Jordan lo miró.

—¿Cuánto tiempo hace que no nos encontramos con otros PES?

—¿Quieres decir en nuestro trabajo? Bueno, supongo que eso sucede cada vez que tenemos una misión en una embajada. ¿Por qué lo preguntas?

—¿No se te ha ocurrido que en este trabajo puede haber otros agentes PES? Rusos, o tal vez franceses…

—Es posible —esta vez le tocó a Layard fruncir el entrecejo—. En la Unión Soviética el problema de las drogas se hace cada día más serio, y en Francia es terrible desde hace años. Pero ¿y si están en el bando contrario? Quiero decir, ¿y si son los traficantes los que están utilizando PES? De hecho, tienen medios suficientes como para montarse su propio grupo de agentes PES.

Jordan miró a través de sus prismáticos, luego volvió la cabeza y recorrió con la mirada la costa desde el fuerte en la cima del promontorio hasta el centro de la ciudad antigua, rodeado de murallas.

—¿Has intentado localizar de dónde proviene la interferencia? —preguntó—. Tú eres el localizador. Y yo tengo la sensación de que la fuente está muy cerca de aquí.

Los agudos ojos de Layard siguieron la trayectoria de los prismáticos de Jordan. Un gran crucero blanco, de aspecto lujoso, se balanceaba anclado en el estrecho canal de aguas profundas de Mandraki; más allá, un puñado de caiques estaban amarrados muy cerca de la orilla, o iban y venían transportando turistas. A medio kilómetro de allí, los mercados y las callejuelas de la ciudad antigua parecían una colmena, y allí donde la colina se hacía más elevada, parecía que un zumbido de abejas se elevaba de la masa de iglesias y casas blancas y amarillas, iluminadas por el sol de la mañana. Si no hubiera sido porque todo estaba en movimiento, la escena habría parecido una perfecta tarjeta postal.

Layard se quedó con la vista clavada en el paisaje durante unos instantes, luego chasqueó los dedos, se reclinó en su asiento y sonrió satisfecho.

—¡Aquí está! —dijo por fin—. Tú lo percibiste primero. Claro que debe de ser peor para ti que para mí. Yo sólo puedo localizar cosas, no leo mentes.

—¿Quieres explicarte mejor?

—No hay nada que explicar. Tu mapa de la ciudad antigua es igual al mío. Claro que tú, probablemente no lo has mirado. Bien, te lo aclararé. En la colina hay un manicomio.

Jordan, perplejo, bajó los prismáticos. Después se dio una palmada en la rodilla.

—¡Claro, de eso se trata! —exclamó—. Estamos recibiendo los ecos de los pobres desgraciados encerrados en ese lugar.

—Sí, eso parece —asintió Layard—. Y ahora que sabemos de qué se trata, deberíamos tratar de anularlo y concentrarnos en el trabajo que tenemos entre manos. —Miró en dirección al mar, más allá de la entrada del puerto, y su expresión se tornó más seria—. Sobre todo si tenemos en cuenta que el Samothraki se ha adelantado un poco.

—¿Está cerca? —preguntó Jordan, alerta.

—Estará aquí en cinco o diez minutos —respondió Layard—. Y apostaría a que echará el ancla aproximadamente un cuarto después de la hora.

Los dos hombres se dedicaron a vigilar la entrada del puerto, y no advirtieron un repentino aumento de la actividad en el lujoso crucero privado. Un caique entoldado transportó a un pequeño grupo de gente desde los escalones del embarcadero; dos hombres subieron a bordo del elegante barco blanco, que muy pronto levó anclas. Se oyó el zumbar de los poderosos motores cuando el crucero giró sobre su eje y marchó por el canal reservado para los barcos de mayor calado. La cubierta del crucero estaba sombreada por elegantes toldos negros, y una figura también vestida de negro descansaba en una de las tumbonas. Un hombre alto y vestido de blanco miraba desde la borda en dirección a la entrada del puerto. Un parche negro le cubría el ojo derecho.

La blanca nave de recreo ocupaba ahora un lugar destacado en la escena, pero aun así permaneció en la periferia de la visión de los PES. Los dos agentes miraban a través de prismáticos. Jordan se había puesto de pie y se apoyaba contra el muro del malecón cuando el Samothraki dio la vuelta al promontorio y entró en su campo de visión.

—¡Aquí llega! —susurró el agente—, ¡justo entre las piernas del viejo muchacho!

Jordan lanzó su mente telepática a través del agua en busca de los pensamientos del capitán y de la tripulación. Quería averiguar dónde escondían la cocaína…, quizás alguno de ellos estuviera en ese instante pensando en eso… o en el destino último de la droga…

—¿Las piernas de quién? —la voz de Layard llegaba como si estuviera muy lejos, aunque estaba junto a Jordan. La concentración de este último era tan grande que prácticamente se había cerrado al mundo consciente.

—El coloso —musitó Jordan—. Helios. Una de las siete maravillas del mundo antiguo. Se alzaba precisamente allí, a la entrada del puerto, hasta aproximadamente el año doscientos veinte antes de Cristo.

—Así que, después de todo, has mirado los mapas —observó Layard.

El viejo Samothraki entraba en el puerto; el elegante crucero blanco salía. El primer barco fue oscurecido por el segundo cuando se pusieron a la par…, y ambos echaron el ancla.

—¡Mierda! —se enfureció Jordan—. Otra vez la neblina mental. ¡No puedo ver absolutamente nada!

—Sí, yo siento lo mismo —respondió Layard.

Jordan barrió con sus prismáticos la elegante silueta del blanco crucero y leyó el nombre pintado en el casco: Lazarus.

—Es un barco muy hermoso —comenzó a decir, y se interrumpió bruscamente. En el centro del campo visual se hallaba el hombre vestido de negro, que se había erguido en su asiento de la cubierta. Jordan veía la parte de atrás de su cabeza, pues el hombre estaba mirando al Samothraki. Pero cuando Jordan lo enfocó con sus prismáticos, aquella cabeza de extrañas proporciones se dio la vuelta y su desconocido dueño fijó su mirada en el agente PES que lo contemplaba desde la orilla, a más de cien metros de distancia… Y a pesar de la distancia, y de que los dos llevaban gafas oscuras, fue como si estuvieran frente a frente.

¿Qué? —resonó una poderosa voz mental en la psique de Jordan—. ¿UN LADRÓN DE PENSAMIENTOS? ¿UN PSÍQUICO?

Jordan se sobresaltó. ¿Qué demonios era eso? Por cierto que no se trataba de lo que había estado buscando. Intentó sustraerse, pero la mente del otro aprisionó la suya como una gran tenaza… ¡y apretó! ¡No podía escapar! Jordan se apoyó contra la pared y miró fijamente al otro —que ahora le parecía una figura enorme—, de pie a la sombra del negro toldo.

No dejaban de mirarse el uno al otro, y Jordan hacía un esfuerzo tan grande para apartar los ojos y cambiar la dirección de sus pensamientos que su cuerpo comenzó a vibrar. Era como si de los ojos del otro salieran barras de hierro que atravesaran el agua y los prismáticos de Jordan para penetrar en su cerebro, barras de hierro que transmitían un mensaje: QUIENQUIERA QUE SEAS, HAS PENETRADO EN MI MENTE POR TU PROPIA VOLUNTAD. QUE SEA LO QUE DEBA SER.

Layard se había puesto de pie, ansioso y perplejo. Aunque él no había experimentado la sorpresa y el terror de su compañero telépata, podía percibir con sólo mirarlo que sucedía algo muy malo. Layard, con su propia mente llena de niebla mental y ruidos parásitos, extendió los brazos para sostener a Jordan, justo a tiempo para ayudar al telépata a llegar hasta el banco, donde se desplomó como un peso muerto, inconsciente, en brazos de su compañero.