Capítulo dos

Los buscadores

Savirsin, Rumania. La tarde del primer viernes de agosto de 1983, en la posada situada en la empinada ladera de la montaña, en el extremo este de la población, donde la carretera sube con numerosas curvas en horquilla y desaparece entre los pinos.

Tres jóvenes americanos, con aspecto de turistas, estaban sentados alrededor de una vieja mesa redonda, ennegrecida por el tiempo, en un rincón del bar. Vestían de sport, uno de ellos fumaba un cigarrillo, y bebían la cerveza del lugar, no demasiado fuerte pero amarga y muy estimulante.

Junto a la barra, un par de serranos, cazadores que llevaban unos rifles tan viejos que podían ser considerados antigüedades, se habían reído, dado palmadas en la espalda y jactado de sus hazañas —y no sólo en la captura de animales— durante aproximadamente una hora, cuando en el rostro de uno de ellos apareció de repente una expresión de sorpresa; el hombre se apartó de la barra y jurando por lo bajo salió dando tumbos hacia la penumbra del exterior. Dejó el rifle apoyado en la barra, y el tabernero lo cogió con bastante cautela, lo guardó y continuó lavando y secando los vasos usados por los parroquianos.

El compañero de copas del que se había marchado —y compañero de delitos, o de lo que fuere—, se rió de manera aún más estridente, golpeó con fuerza la barra, se bebió el aguardiente de ciruelas de su amigo y el propio y miró a su alrededor buscando diversión. Y, claro está, observó a hurtadillas a los americanos, que charlaban. En verdad, y sin que el hombre lo supiera, hasta este momento él había sido el tema de la conversación del grupo.

El hombre pidió otra bebida para él, una ronda para la mesa de lo mismo que estaban bebiendo, y también invitó al tabernero, y se dirigió hacia la mesa de los turistas. El tabernero, antes de llenar los vasos, cogió también su rifle y lo guardó junto al de su compañero.

—Gogosu —gruñó el viejo cazador, señalándose el pecho—. Emil Gogosu. ¿Y ustedes? Touristi, ¿no?

El hombre hablaba el dialecto rumano de la zona, que se parecía un poco al húngaro. Los tres americanos le sonrieron, aunque dos de ellos lo hicieron con bastante cautela. Pero el tercero tradujo sus palabras a los otros, y le respondió rápidamente.

—Sí, somos turistas. Americanos, de los Estados Unidos. Siéntese, Emil Gogosu, y hable con nosotros.

El cazador, sorprendido, le dijo:

—¿Pero usted habla nuestra lengua? Debe de ser el guía de esos dos. Un buen trabajo, ¿verdad?

El joven rió.

—No, no, estoy con ellos. Yo también soy americano.

—Imposible —declaró Gogosu mientras se sentaba—. Nunca había oído algo semejante, un extranjero que habla nuestra lengua. Usted me está tomando el pelo.

Gogosu era un típico campesino rumano. Su cara era morena, de tez curtida por la intemperie, espeso bigote en forma de manubrio de bicicleta, teñido de amarillo en el medio por el humo de la pipa, largas patillas que le llegaban casi al labio superior y penetrantes ojos grises bajo pobladas cejas, aún más grises. Llevaba una remendada chaqueta de cuero con un cuello alto que abotonaba hasta la garganta, y debajo una camisa blanca de mangas largas. Su caciula, o gorra de piel, estaba firmemente sujeta bajo la charretera derecha de su chaqueta; una bandolera medio llena pasaba bajo la charretera izquierda, y le cruzaba el pecho en diagonal. Un ancho cinturón de cuero con un cuchillo de caza y su correspondiente funda y varios bolsillos, sostenía los pantalones de una tela rústica, que Gogosu usaba con las bocamangas metidas dentro de las botas de cuero de cerdo. Era un hombre pequeño, pero se le veía vigoroso y resistente. Y era un tipo muy pintoresco.

—Hablábamos de usted —le dijo el intérprete.

—¿De mí? —Gogosu les miró de uno en uno—. ¿Por qué? ¿Acaso les parezco un tipo curioso?

—Al contrario, despierta nuestra admiración —respondió el astuto americano—. A juzgar por su aspecto, es un cazador, y suponemos que muy bueno. ¿Conoce usted bien esta región, estas montañas?

—Nadie las conoce mejor que yo —declaró Gogosu; pero él también era astuto, y sus ojos se entrecerraron en una expresión suspicaz cuando preguntó—: ¿No estarán ustedes buscando un guía?

—Podría ser, podría ser —asintió el americano—. Pero los hay de muchas clases. Hay guías que cuando pedimos que nos enseñen un castillo en ruinas en una montaña, prometen el oro y el moro. ¡Juran que nos llevarán al verdadero castillo de Drácula! Y luego nos conducen hasta un montón de piedras que parecen las ruinas de una pocilga. Porque nosotros, Emil Gogosu, estamos interesados en ruinas; para fotografiarlas, para llevarlas al cine, nos interesa su atmósfera, el misterio que las rodea.

El tabernero trajo las bebidas y Gogosu se bebió la suya de un sorbo.

—¡Ah! ¿Entonces quieren hacer una película? Una de ésas con el viejo vampiro en su castillo, persiguiendo chicas de tetas saltarinas. Sí, yo también las he visto. A las películas, quiero decir, no a las chicas; en estos montes perdidos no se ven tetas saltarinas, a lo sumo un par de limones marchitos. Pero las películas las he visto en Lugoj, pues allí tienen un cine. De modo que eso es lo que buscan, ¿no? Ruinas…

El campesino, extrañamente, a pesar del aguardiente que acababa de beber, parecía estar más sobrio. Sus ojos enfocaban mejor, su mirada era mucho más fina cuando estudió uno por uno a los americanos. Primero el intérprete. Un tipo raro ése, con su conocimiento del idioma. Alto, más de un metro ochenta, de piernas largas, caderas estrechas y espaldas anchas. Y ahora que Gogosu lo miraba más de cerca, advirtió que no era solamente americano. No, no era un americano puro.

—¿Cómo se llama usted? ¿Cuál es su nombre? —El cazador cogió con fuerza la mano del joven, pero éste se soltó de inmediato y escondió la mano bajo la mesa.

—George, George Vulpe —respondió.

—¿Vulpe? —el cazador soltó una risotada, y dio tal golpe a la mesa que los vasos bailaron—. He conocido unos cuantos Vulpe, pero ningún George. ¿Cómo se puede tener ese nombre con un apellido como Vulpe? Vamos, hablemos francamente, usted quiere decir Gheorghe, ¿no es verdad?

Los ojos oscuros del otro parecieron oscurecerse aún más, y su mirada se volvió pensativa, pero al cabo de un instante cambiaron de expresión, y respondieron con una sonrisa a la sonrisa de los ojos grises de su inquisidor.

—Usted es muy listo, Emil —dijo por fin el dueño de los ojos oscuros—. Y no se le escapa nada. Sí, fui rumano hace mucho tiempo. Podría contarle mi historia, pero no tiene…

El viejo cazador continuaba estudiándole.

—Cuéntela, de todos modos —dijo sin dejar de mirarle; el joven se encogió de hombros y se echó hacia atrás en la silla.

—Yo nací aquí, a la sombra de estas montañas —dijo con una voz que poseía la misma engañosa suavidad de su boca; sonrió, y se entrevieron sus dientes perfectos.

«Perfectos como deben de ser los de un hombre que sólo tiene veintiséis o veintisiete años», pensó Gogosu.

—Nací aquí —repitió Vulpe—, pero todo eso ahora no es más que un recuerdo borroso. Mis padres eran Viajeros, y eso explica mi apariencia. Usted me reconoció por el color moreno de mi piel, ¿verdad? Y por mis ojos negros.

—Sí —asintió Gogosu—. Y por los finos lóbulos de sus orejas, que quedarían muy bien con un pendiente de oro. Y por su frente despejada y su mandíbula lobuna, que se dan con frecuencia entre los cíngaros. Sí, para un hombre que sepa ver, su origen es evidente. ¿Y qué sucedió luego?

—¿Qué sucedió? Mis padres se mudaron a una ciudad, se establecieron, se convirtieron en «obreros» y dejaron de ser unos zánganos.

—¿Y usted de verdad piensa que eran zánganos?

—No, pero lo piensan las autoridades. Les asignaron un piso en Craiova, junto a la nueva estación de ferrocarril. Las paredes estaban llenas de grietas por las vibraciones de los trenes; el enlucido se caía a pedazos; el agua del lavabo del piso de arriba se filtraba al nuestro…, pero ellos decían que era bastante bueno para unos zánganos que huían del trabajo. Y hasta que cumplí los once años yo jugaba junto a las vías. Y una noche un tren descarriló. Se cargó una pared de nuestra casa, y todo el edificio se vino abajo. Yo tuve suerte y sobreviví, pero mi familia murió. Y durante mucho tiempo pensé que habría sido mejor que yo también hubiera muerto, porque me había roto la columna vertebral, y era un inválido. Pero luego alguien oyó hablar de mí, y hubo en aquella época un plan de intercambio de médicos y de pacientes entre clínicas de rehabilitación de los Estados Unidos y de Rumania, y como yo era huérfano me dieron prioridad. No estaba mal para un zángano, ¿verdad?… De modo que fui a los Estados Unidos, y me curaron. Y no sólo eso, sino que los americanos también me adoptaron. Bueno, una pareja de americanos. Y como yo sólo era un niño, y no tenía familia en Rumania, las autoridades permitieron que me quedara en los Estados Unidos.

—¡Ah! Y ahora usted es americano —observó Gogosu—. Bien, le creo, pero es muy raro que los gitanos abandonen la carretera. A veces los echan del campamento, se separan de su grupo y siguen por su cuenta (ya sabe, a causa de una discusión, casi siempre por una mujer o por un caballo), pero casi nunca se establecen en las ciudades. ¿Qué pasó con sus padres? ¿El rey de los gitanos se enfadó con ellos, o alguna cosa por el estilo?

—No lo sé, yo sólo era un niño —respondió Vulpe—. Quizá sentían miedo por mí. Yo era un chiquillo muy débil, un pequeñajo insignificante. De todas formas, abandonaron el campamento la noche en que yo nací, se afanaron para que nadie pudiera descubrir dónde habían ido, y nunca más regresaron.

—¿Conque un pequeñajo insignificante? —Gogosu miró a Vulpe de arriba abajo—. Bueno, ahora nadie lo diría. ¿Y dice que se preocuparon por no dejar rastros? Eso lo explica todo. Seguro que tuvieron problemas en el campamento. Apostaría a que su padre y su madre eran amantes en secreto, y que ella estaba prometida a otro. Y luego apareció usted, y su padre la raptó. Sucede a veces.

—Esa es una historia muy romántica —dijo Vulpe—. Pero quién sabe…; puede que usted esté en lo cierto.

—¡Por Dios, que ignorantes somos! —estalló de repente Gogosu, y llamó al tabernero—. Nosotros hablando sin parar en nuestra antigua lengua, y sus dos compañeros sin enterarse de nada. Ahora permítame que les invite a otra ronda, y después usted nos presentará. Quiero conocerles a todos, y que me digan en qué puedo servirles, y también quiero que me digan cuánto me pagarán si les llevo hasta unas ruinas auténticas.

—Ahora invitamos nosotros, y no quiero discusiones al respecto —dijo Vulpe—. ¿Pero espera que bebamos a la par de usted, Emil Gogosu? Si no va más lento, nos tendrá a todos borrachos y tirados bajo la mesa y no podremos llegar a ningún acuerdo. Y en cuanto a las presentaciones, eso está hecho.

Vulpe puso la mano sobre el hombro del americano que tenía más próximo.

—Este grandullón es Seth Armstrong, de Texas. Como puede ver, Emil, allí hacen los hombres muy altos, quizá porque Texas es un estado muy grande. ¡Es tres veces más grande que Rumania!

Gogosu se mostró impresionado. Estrechó la mano de Armstrong y lo miró de arriba abajo.

El tejano era grande y huesudo, de ojos azules y sinceros en un rostro de expresión honrada, pelo escaso y rubio, y brazos y piernas delgados y largos como pértigas. Tenía la nariz larga; la boca, grande y expresiva; y la barbilla, gruesa y con una sombra de barba. Con una estatura que no llegaba a los dos metros por apenas dos o tres centímetros, Armstrong, incluso sentado, sobrepasaba a los otros por una cabeza.

—Sí que debe de ser grande Texas para que quepan hombres como éste —dijo el cazador.

Vulpe tradujo, y luego señaló con la cabeza al tercer miembro del grupo.

—Éste es Randy Laverne, de Madison, en Wisconsin. Puede que allí no haya tantas montañas como en Rumania, pero le aseguro que el frío es igual de terrible.

—¿Frío? Bueno, no creo que a este señor le moleste mucho, con toda esa carne tan buena que le abriga los huesos. Se la envidio, y le envidio todas las buenas comidas que hizo para tenerla, pero no le servirá de mucho para subir a las montañas. Yo, en cambio, me pego a las rocas como el musgo, en lugares donde a él le arrastraría la fuerza de gravedad.

Vulpe tradujo y Laverne rió de buena gana. Era el más joven y el más pequeño —o al menos el más bajo— de los tres: tenía veinticinco años, el rostro salpicado de pecas, muchos kilos de más y estaba constantemente hambriento. Su cara era redonda; su pelo, rojo y ondulado; tenía los ojos verdes y sonrientes, y las arruguitas de la risa aparecían con frecuencia en los ángulos de su boca y en las comisuras de los ojos. Pero no era un hombre blando: sus enormes manos eran increíblemente fuertes, heredadas de su padre, un herrero.

—Muy bien —dijo George Vulpe—, ahora ya nos conocemos. Mejor dicho, usted nos conoce a nosotros. ¿Y usted, Emil? Sabemos que es un cazador, sí, pero ¿qué más?

—Nada más —respondió Gogosu—. No necesito ser nada más. Tengo una casita y una mujer en Ilia. En verano cazo jabalíes y vendo la carne a los carniceros y las pieles a los sastres y a los zapateros; en invierno mato algunos zorros y vendo las pieles, y cuando aparece algún lobo me pagan para que lo mate. Y así me gano la vida… apenas. Y ahora tal vez seré guía. ¿Y por qué no? Conozco las alturas tan bien como las águilas que anidan en ellas.

—¿Y el misterioso castillo en ruinas? ¿También nos puede llevar hasta él?

—Los castillos abundan —respondió Gogosu—. Pero usted me dijo que hay guías y guías. Y tiene razón: cualquiera puede mostrarle unos cuantos peñascos y llamar a eso castillo. ¡Pero yo, Emil Gogosu, puedo mostrarle un verdadero castillo!

Armstrong y Laverne comprendieron lo que decía y se entusiasmaron.

Armstrong dijo, con su fuerte acento tejano:

—George, cuéntale lo que realmente estamos haciendo aquí. Dile que estaba muy cerca de la verdad cuando habló de Drácula y de los vampiros.

—En América —le explicó Vulpe al cazador—, Transilvania y los Carpati Meridionali son muy famosos. En realidad, lo son en todo el mundo. Y no son su gran belleza o su aislamiento la causa de esa fama, sino sus mitos y leyendas. Usted ha mencionado a Drácula, mito cuyos orígenes se remontan al cruel Vlad de la antigüedad, ¿pero no sabe que todos los años cientos de turistas visitan la tierra del gran Drakul y los castillos donde se dice que moraba? Todo este asunto es un gran negocio, y nosotros pensamos que puede ser todavía más grande.

—¡Bah! Este país es un semillero de viejas supersticiones y leyendas —respondió Gogosu—. Y la del empalador Vlad es sólo una entre muchas. —El hombre se inclinó hacia adelante y continuó hablando en voz baja—: Yo podría llevarlos a un castillo antiguo como las montañas, una fortaleza en ruinas tan temida que ni siquiera hoy se atreve nadie a visitarla, y se alza solitaria en un sitio al que no lleva ningún camino, secreta y resguardada por peñascos embrujados.

Después de que Vulpe tradujera sus palabras, Randy Laverne exclamó:

—¡Vaya, vaya! —y luego, con voz más contenida, preguntó—: ¿Pero tú crees que dice la verdad?

El cazador sabía muy bien lo que decía, y le pidió a Vulpe que tradujera su respuesta a Laverne:

—Dígale a su compañero que al último hombre que me llamó mentiroso lo maté de un tiro en la espalda. Y dígale también que esas ruinas que yo conozco han estado siempre guardadas por un gran lobo gris, y también lo están en la actualidad. Y yo puedo decírselo con total certeza, porque he intentado matarlo.

Vulpe comenzó a traducir, pero en medio de su perorata el cazador comenzó a reír.

—¡Eh, eh, no se ponga tan serio! —dijo—. Y no den mucho crédito a mis amenazas tampoco. Pero lo que les he contado del castillo, aunque parezca increíble, es verdad. Paguen por mi tiempo y mi trabajo, y podrán verlo con sus propios ojos. Bien, ¿qué me responden?

Vulpe hizo un gesto con la mano, indicándole que tuviera un poco de paciencia, y Gogosu miró con curiosidad la extremidad del americano antes de que éste la retirase. Ya antes, cuando la cogió durante un momento, le había parecido extraña. Y también había notado algo raro cuando Vulpe cogió a Armstrong por el hombro. Además, daba la impresión de que Vulpe se avergonzaba de sus manos e intentaba mantenerlas fuera de la vista de los demás.

—No tan deprisa —dijo el joven exiliado rumano—. Veamos antes si estamos hablando del lugar apropiado.

—¿El lugar apropiado? —se sorprendió Gogosu—. ¿Y cuántos lugares como ése piensan ustedes que existen?

—Quiero decir que antes queremos comprobar si hemos oído hablar de su castillo —explicó Vulpe.

—No lo creo. No lo encontrará en ningún mapa moderno, de eso puede estar seguro. Sospecho que las autoridades piensan que si no se ocupan de él, si le ignoran durante largo tiempo, acabará por desaparecer. No, estoy seguro de que ustedes no han oído hablar de ese lugar.

—Está bien, pero, de todas maneras, vamos a comprobarlo. Como usted sabe, las hazañas, los territorios y la historia de Drácula (estoy hablando del príncipe de Valaquia que dio su nombre a Drácula) están registrados por las crónicas de la época y son absolutamente ciertos. Un inglés utilizó hechos verdaderos para escribir una ficción, y así surgió la leyenda. Y luego un francés muy conocido también escribió acerca de un castillo en los Cárpatos, y probablemente dio también origen a una o dos leyendas más. Y finalmente fue un americano quien hizo lo mismo.

»La cuestión es que este americano (su nombre no significaría nada para usted) se ha hecho famoso. Si nosotros pudiéramos encontrar su castillo… ¡sería tan importante como la historia de Drácula! ¿Turistas? ¡Entonces sí que vería touristi en cantidad, Emil Gogosu! Y usted hasta podría ser el jefe de los guías…, si le interesara.

Gogosu se mordisqueó el bigote.

—¡Ja! —exclamó, pero los ojos le brillaban, y en su rostro apareció una expresión de codicia. Se frotó la nariz, y por fin dijo—: Muy bien. ¿Qué desean saber? ¿Y cómo sabremos que el castillo que yo conozco y el que ustedes están buscando son el mismo? ¿Cómo?

—Puede que eso sea más sencillo de lo que usted se imagina —respondió Vulpe—. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo hace que su castillo está en ruinas?

—Voló mucho antes de que yo naciera —respondió Gogosu encogiéndose de hombros, y se sorprendió al ver que Vulpe se sobresaltaba—. ¿Qué sucede?

Pero el americano ya estaba traduciendo para sus compañeros, que le miraban pasmados. Vulpe terminó de traducir y se dirigió otra vez al cazador.

—¿Ha dicho «voló»? ¿Quiere decir que…, que estalló?

—Sí, o lo bombardearon —respondió Gogosu frunciendo el entrecejo—. Cuando un muro se derrumba, cae, pero algunos de los muros del castillo volaron por el aire, fueron lanzados a gran distancia.

Vulpe estaba ahora sumamente interesado, pero se esforzó por disimularlo.

—Y ese castillo, ¿tiene nombre? ¿Quién era su dueño antes de que se derrumbara? Eso es muy importante.

Gogosu adoptó una expresión pensativa, se golpeó la frente con un dedo, se recostó en la silla, y finalmente dijo que no con la cabeza.

—El padre de mi padre tenía unos mapas muy antiguos —dijo—, y allí estaba el nombre del lugar. Yo lo vi por primera vez en esos mapas y decidí ir a conocerlo. Pero su nombre…, su nombre se me ha olvidado.

Vulpe tradujo sus palabras.

—¿Era un mapa como éste? —preguntó Armstrong y sacó una reproducción de un antiguo mapa rumano que desplegó sobre la mesa. El papel se mojó un poco con la cerveza, pero el daño no era serio.

—Sí, como éste —asintió Gogosu—. Pero más antiguo, mucho más antiguo. Y éste sólo es una reproducción. Déjeme ver —Gogosu estudió el mapa—. No, no aparece aquí, mi castillo no aparece. Hay un espacio en blanco. Bueno, es comprensible, el lugar es muy siniestro. Ya se lo dije, a todos les gustaría olvidarlo: ¿Leyendas? ¡No puede ni imaginárselas! ¡Ahhh! —y Gogosu se recostó en el asiento y se apretó la cabeza entre las manos.

—¡Por Dios! —se sobresaltó Laverne—. ¿Le pasa algo?

—No, estoy bien, estoy bien —dijo Emil Gogosu—. Ahora lo recuerdo, Gheorghe —dijo el cazador dirigiéndose a Vulpe—. Era… Ferenczy.

Vulpe y sus compañeros se quedaron boquiabiertos.

—¡Por Dios! —repitió Laverne, esta vez casi en un susurro.

—¿El castillo Ferenczy? —preguntó Armstrong, inclinándose hacia adelante y cogiendo al cazador por el brazo.

—Sí —asintió Gogosu—. Ése era su nombre. Y es el castillo que ustedes buscan, ¿verdad?

Vulpe y sus compañeros se miraron, poco menos que estupefactos.

—Sí —respondió finalmente Vulpe—, es el castillo que buscamos. ¿Nos llevará usted hasta allí? ¿Mañana?

—Pueden estar seguros de que les llevaré —dijo Gogosu—, ¡si me pagan! —y miró las manos de Vulpe, que sujetaba el mapa sobre la mesa.

Vulpe advirtió la dirección de la mirada del cazador, pero en esta ocasión no intentó ocultar las manos, y se limitó a alzar una ceja en un gesto de interrogación.

—¿Fue un accidente? —preguntó el rumano—. Si es así, se las han arreglado muy bien.

—No —respondió Vulpe—, no fue un accidente. Es de nacimiento. Mis padres me enseñaron a mantenerlas siempre escondidas. Y aún sigo haciéndolo, salvo delante de mis amigos…

El sol, a causa de las montañas, pareció salir un poco más tarde; pero cuando por fin se alzó en el cielo, el calor fue intenso de inmediato. A las ocho y media los tres americanos esperaban a Gogosu en el polvoriento camino junto a la posada, con las mochilas en el suelo y cubiertas las cabezas con gorras de viseras oscuras para protegerse del sol. El viejo cazador les había dicho que pasaría a «recogerlos» a esa hora, aunque no estaban seguros de qué era lo que quería decir con «recogerlos».

Randy Laverne había terminado un botellín de cerveza y lo había dejado a un lado del umbral de la posada cuando oyeron el ruidoso traqueteo de un autocar local. Estos eran tan escasos que su llegada constituía un acontecimiento digno de ser fotografiado, y Seth Armstrong cogió su cámara y comenzó a hacer fotos del vehículo a medida que éste se aproximaba a la posada por la serpenteante carretera.

El autobús era un artefacto muy peculiar: grandes ruedas sin guardabarros, un capó que vibraba incesante sobre el estrepitoso motor, y las ventanas sucias de salpicaduras e insectos. El cristal del conductor estaba especialmente embadurnado con las vísceras de cientos de insectos suicidas, y Emil Gogosu, asomado a una de las puertas delanteras con una gran sonrisa en el curtido rostro, les señaló mediante gestos que debían subir.

El vehículo se detuvo; el conductor sonrió y sostuvo en alto un rollo de billetes de color pardo. Gogosu se apeó y ayudó a los americanos a depositar sus mochilas en el portamaletas que había en la parte superior del antiguo autocar. Después subieron, pagaron los billetes y se desplomaron en los durísimos asientos mientras el conductor aprovechaba que iban cuesta abajo para ahorrarle trabajo al motor.

George Vulpe iba sentado junto a Gogosu.

—Muy bien —dijo cuando recobró el aliento—, ¿hacia dónde nos dirigimos?

—Primero, mi paga —dijo el cazador.

—Viejo, tengo la impresión de que no confía en nosotros —replicó Vulpe.

—No tan «viejo», que sólo tengo cincuenta y cuatro años —dijo Gogosu—. Pero no he llegado a esta edad sin aprender que es mejor cobrar por adelantado. No es un problema de confianza; no quiero que ustedes se caigan a un precipicio llevándose mi dinero en el bolsillo, eso es todo —y lanzó una carcajada cuando vio la cara que ponía Vulpe—. Vamos a Lipova, y allí cogeremos el tren a Sebis —dijo Gogosu un instante después—. En Sebis veremos si alguien nos puede llevar en su carro hasta la aldea de Halmagiu. ¡Y allí empezaremos la escalada! Es un largo camino, en verdad, lo contrario de un atajo. El castillo está sólo a unos cincuenta kilómetros de aquí, a vuelo de pájaro, pero no somos pájaros. De modo que en lugar de cruzar los montes Zarundului, los rodearemos. De todas maneras, es imposible ir a través, no hay caminos. Y Halmagiu es un buen lugar para instalar el campamento base. Y ahora despreocúpese; la subida no será muy difícil si la hacemos a la luz del día. Si un «viejo» como yo puede subir esas montañas, ustedes, los jóvenes, deberían trepar como cabras.

—¿Y no podríamos haber hecho todo el camino en tren desde Savirsin? —preguntó Vulpe.

—Sí, si hoy hubiera alguno, pero no lo hay. No sea impaciente, que ya llegaremos. ¿No me dijo que todavía tenía seis días antes de volver a Bucarest a coger su avión? ¿Qué prisa tiene, pues? Según mis planes, si hacemos la conexión en Lipova, estaremos en Sebis antes de mediodía. Puede que haya un autocar de Sebis a Halmagiu, y entonces llegaríamos a las dos y media de la tarde, a más tardar. O quizá consigamos alguien que nos lleve en un camión, o en un carro. En ese caso llegaremos más tarde y tendremos que pasar la noche en el pueblo. Después de las cuatro será ya muy tarde para hacer nada, a menos que ustedes quieran pasar la noche en las montañas.

—No, no queremos.

—¡Ja! —se burló Gogosu—. ¡Conque escaladores de buen tiempo! Bueno, de hecho en esta época hace muy buen tiempo. ¡Demasiado caluroso para mi gusto! No habrá ningún problema. Una buena lata de salchichas húngaras en salmuera (las traen muy baratas de contrabando), una hogaza de pan negro, una botella de un aguardiente de ciruelas barato, y unas pocas cervezas. Una noche bajo las estrellas, acampados entre los peñascos y alrededor de una hoguera, con el olor de la resina que surge de los pinos, les vendría muy bien a ustedes tres. ¡Sus pulmones pensarían que han muerto y han ido al paraíso de los pulmones buenos!

La descripción que Gogosu hacía de la escena era muy tentadora.

—Ya veremos —dijo Vulpe—. Entretanto, le pagaremos la mitad de lo convenido, y el resto cuando veamos las ruinas que nos ha prometido.

Vulpe cogió un fajo de leus y contó unos cuantos billetes —probablemente más dinero del que Gogosu veía en todo un mes, pero muy poco para él y sus compañeros—, y luego acabó de llenar las abiertas manos del cazador con un puñado de banis de cobre, mera calderilla para los americanos. Gogosu lo contó todo cuidadosamente y después lo guardó, intentando mantener el rostro inexpresivo. Pero al cabo de unos instantes no pudo contenerse, sonrió abiertamente y chasqueó los labios en un gesto de satisfacción.

—Con esto tengo para pagar el aguardiente por un tiempo —dijo, pero se apresuró a añadir—: Claro que no por mucho tiempo, como ustedes comprenderán.

—Sí, sí, lo comprendo —asintió Vulpe, y se reclinó en su asiento sonriendo.

Desde atrás llegaron las voces emocionadas y estridentes de Armstrong y Laverne, que intentaban hacerse oír por encima del estrépito del autocar; enfrente estaba sentada una vieja con una jaula con pollos en la falda; un par de fornidos y jóvenes granjeros viajaban en los asientos del otro lado del pasillo, hablando de las enfermedades de las aves y discutiendo por un ejemplar amarillento de La granja rumana. En la parte trasera del autocar iba una familia completa —todos muy bien vestidos, incómodos y con ropas casi modernas que les daban una apariencia extraña—, posiblemente camino de una boda o reunión, o algo por el estilo.

Todo aquello seguramente era extraño y maravilloso para los amigos americanos de Vulpe, pero para Gheorghe —George—, era…, era la vuelta al hogar. Conmovedor…, pero también desconcertante. Se había sentido así desde que bajara del avión hacía ya quince días; eran unos sentimientos que él pensaba habían desaparecido durante sus quince años de estancia en los Estados Unidos, desde que el médico le había llevado allí, y había regresado a Rumania sin él. Él también había querido que desapareciera la amargura que traía consigo su condición de huérfano. Porque durante los primeros años en América había odiado a Rumania, y cuando le recordaban su origen se sumía en el más negro abatimiento. Ésa era una de las razones que le habían impulsado a regresar ahora, Vulpe suponía que podría quitarse para siempre de encima el sudario que representaba para él aquel lugar y finalmente podría decir: «¡Aquí no había nada para ellos… y no hay nada para mí…; yo conseguí escapar!».

Vulpe había esperado que su tierra natal, que todo el país, le deprimiera y le devolviera su antigua amargura —ahora por última vez— para poder sentirse después realmente libre, satisfecho de que todo hubiera pasado, alegre de haber olvidado. Vulpe había creído que iba a ser capaz de bajar del avión, mirar a su alrededor, encogerse de hombros y decirse a sí mismo: «¿Y quién necesita esto?».

Pero estaba equivocado.

Todo el dolor que había sentido se desvaneció rápidamente; en lugar de sentirse extranjero, fue como si Rumania le hubiera sujetado y le hubiera dicho: «Tú eras parte de esto. Eras parte de la sangre de esta antigua tierra. Tus raíces están aquí. ¡Tú conoces este lugar, y él te conoce a ti!».

Especialmente aquí, en estos caminos polvorientos, en estas huellas bajo las montañas, en estos senderos del bosque y puertos de alta montaña, estos valles y peñascos y estas desoladas murallas de piedra que llegan hasta el cielo. Estos bosques espesos y estas alturas. Sí, estos lugares estaban en su sangre. Si escuchaba atentamente, podía oírlos como se oye la marea en una playa distante, llamándolo… Sí, algo le llamaba…

—Dígamelo otra vez —dijo Gogosu, dándole un codazo en las costillas.

Vulpe se sobresaltó y volvió a la realidad, si es que se había alejado de ella.

—¿Cómo? ¿Qué quiere que le diga?

—Por qué está aquí. Qué significa todo esto. ¡Qué me condenen si comprendo a los aficionados a los vampiros!

—No —respondió Vulpe—. Son ellos quienes están aquí por eso —dijo señalando con un gesto a los dos americanos que estaban sentados detrás—. Yo tengo, además, otras razones. En realidad…, bueno, creo que quería conocer el lugar donde nací. Quiero decir, cuando era un niño vivía en Craiova, pero eso no es lo mismo que estar junto a las montañas. Pero aquí…, creo que aquí sí que lo estamos. Y ahora que he conocido esta tierra, estoy satisfecho. Ahora sé de dónde provengo, y qué soy. Ahora puedo marcharme y no preocuparme más por eso.

—Hábleme entonces de la otra razón por la que está aquí —insistió el cazador—. Toda esa historia sobre los castillos en ruinas…

Vulpe suspiró, se encogió de hombros y luego intentó explicarlo como mejor pudo:

—Es por romanticismo. Y eso es algo que usted, Emil Gogosu, debería comprender con facilidad. Sí, usted, un rumano que habla una lengua romance, en una tierra tan romántica como ésta. Y no me refiero al romance entre una muchacha y un joven. Yo hablo del romanticismo del misterio, de la historia, de los mitos y las leyendas. El escalofrío que recorre nuestra espalda cuando pensamos en el pasado, cuando nos preguntamos quiénes fuimos, y de dónde hemos venido. El misterio de las estrellas, mundos que son incomprensibles para nosotros, lugares que la imaginación conoce pero que no puede nombrar o evocar, salvo que cuente con la ayuda de antiguos libros, o de viejísimos mapas medio destruidos. Como cuando usted, de repente, recordó el nombre del castillo.

»Es el romance que se encuentra en rastrear antiguas leyendas, y que contagia a la gente como una fiebre. Los científicos van al Himalaya a buscar al yeti, o intentan capturar a Pies Grandes en los bosques de América del Norte. En Escocia hay un lago donde todos los años rastrean las profundidades con sondas acústicas para buscar pruebas de que allí habita un monstruo superviviente de épocas prehistóricas.

»Es la fascinación que provoca un fósil, la evidencia de que el mundo existió y de que hubo en él criaturas vivientes mucho antes de nuestra aparición sobre la Tierra. Es la afición que tiene el hombre por investigar épocas pasadas, el deseo que siente de no dejar piedra sin remover, la necesidad que siente de investigar las coincidencias hasta demostrar que nada es accidental y que todo tiene no sólo una causa, sino también un efecto. Es… una sincronía de espíritu. Es la mística de caminar a tumbos por lo desconocido hasta volverlo conocido, de ser el primero en establecer una relación.

»Los científicos estudian los restos fósiles de un pez que creen está extinguido desde hace sesenta millones de años, y pronto descubren que en alta mar, cerca de Madagascar, pescan la misma especie. Cuando los lectores se interesaron en el novelesco personaje de Drácula, les asombró descubrir que Vlad el Empalador había existido de verdad… y quisieron saber más cosas de él. Quizás habría sido olvidado si un novelista (intencionalmente o no) no le hubiera dado vida. Y ahora sabemos muchísimas cosas acerca de él.

»Quizás existió en Inglaterra, en el siglo sexto, un rey Arturo…; en nuestros días, la gente todavía intenta probar su existencia. Y hay cada día más investigadores que se ocupan de su «historia», y también es posible que no fuera más que una leyenda…

»En la actualidad hay en los Estados Unidos (y en todo el mundo, en verdad) sociedades dedicadas a investigar estos misterios. Armstrong, Laverne y yo somos miembros de una de ellas. Nuestros héroes son aquellos escritores que en el pasado crearon novelas de horror, novelas que en el presente casi nadie escribe, gente que tenía un auténtico sentimiento por lo prodigioso e intentaba comunicarlo a otros mediante sus escritos.

»Bien, hace cincuenta años un escritor americano escribió una novela de misterio en la que mencionaba un castillo en Transilvania, que él llamó el castillo Ferenczy. Según la novela, fue destruido por fuerzas no precisamente naturales a fines de la década de mil novecientos veinte. He venido con mis amigos para ver si podíamos encontrar unas ruinas semejantes. Y ahora usted nos dice que el castillo mencionado en la novela era real, y que puede mostrarnos sus restos. Es…, es un ejemplo perfecto del tipo de sincronía del que yo le hablaba.

»Pero si usted tiene romance en su alma…, bueno, quizá sea más que eso. Claro está que sabemos que el apellido Ferenczy no es raro en estos lugares. Son los ecos del pasado; sabemos que en Hungría, Valaquia y Moldavia hubo boyardos que llevaban el apellido Ferenczy. Como ve, hemos hecho algunas investigaciones. ¡Pero fue maravilloso que le encontráramos a usted! Y aunque nuestro castillo no sea el que esperamos, será igualmente maravilloso. ¡Y qué historia podremos contar cuando de regreso en nuestro país nos reunamos de nuevo con los miembros de nuestra sociedad!

Gogosu se rascó la cabeza y lo miró con ojos inexpresivos.

—¿Me ha comprendido? —preguntó Vulpe.

—Ni una sola palabra —respondió el viejo cazador.

Vulpe suspiró profundamente, se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos. Era evidente que había perdido el tiempo. No había dormido bien la noche antes, y pensó que podría dar una cabezada en el autocar.

—Está bien, no se preocupe —murmuró, dando por concluida la conversación.

—¡Claro que no! —respondió muy seguro Gogosu—. ¿Romance? Yo ya no quiero más de eso. Ya tuve la parte que me correspondía, y he terminado con eso. ¿Chicas de piernas largas y pechos saltarines? ¡Ja! Los viejos y malignos moroi chupasangre de los castillos pueden quedarse con todas las chicas, para lo que a mí me importa…

Vulpe comenzó a respirar profundamente y sólo respondió con un «Mmmm». Gogosu le miró, pero el joven ya estaba dormido, o al menos lo parecía. Gogosu bufó y miró hacia otro lado.

Vulpe entreabrió apenas los ojos y vio que el viejo cazador no pensaba continuar la conversación; el joven se relajó, dejó flotar la mente, y al poco rato estaba realmente dormido.

La jornada transcurrió veloz para George Vulpe, que la pasó en su mayor parte desconectado del mundo exterior, encerrado en la tierra de sus sueños…, casi todos muy extraños, y que eran olvidados tan pronto como Vulpe abría los ojos en los breves altos que hicieron en el camino. Y cuanto más cerca estaban de su destino, más extraños se hacían los sueños; surrealistas, como suelen serlo, pero paradójicamente «reales». Lo que era aún más extraño, porque no eran visuales, sino enteramente aurales.

Vulpe había pensado que era la tierra misma la que le llamaba, y en su mente dormida era ésta la idea que predominaba; con la salvedad de que ahora no era toda Rumania la que le llamaba (o Transilvania), sino un lugar determinado, un genius loci específico. La fuente de esta atracción mental era el castillo prometido por Gogosu, claro está, que ahora parecía provisto de una oscura, gutural (¿y ávida?) voz propia.

Sé que estás cerca, sangre de mi sangre, carne de mi carne, hijo de mis hijos. Espero tal como he esperado durante siglos, sintiendo sobre mí el peso de las montañas. Pero… ahora hay una luz en mi oscuridad. Ha transcurrido más de un cuarto de siglo desde que la llama temblorosa de esa vela comenzó a existir; esto sucedió cuando tú naciste, y se hizo más vigorosa a medida que te hacías mayor. Pero luego… supe de la desesperación. Llevaron lejos la vela, su luz disminuyó hasta no ser más que un vago resplandor lejano, y luego se extinguió. ¡Creí que tu llama se había apagado! Pero, ¿y si solamente la hubieran puesto fuera de mi alcance? Hice un esfuerzo y te busqué, y descubrí que brillabas débilmente en tierras lejanas —o al menos eso es lo que preferí pensar—. Pero no podía estar seguro, de modo que volví a mi espera.

¡Ah! Hijo mío, es fácil esperar cuando se está muerto, y toda esperanza se ha desvanecido. No podemos hacer nada más. Pero es más difícil cuando se está no-muerto, atrapado entre el palpitante tumulto de los vivos y el vacío silencio de una tumba deshonrada y despreciada, cuando uno no es ni una ni otra cosa, cuando le es negada la gloria de su propia leyenda; ay, negado incluso el bien ganado derecho a aparecer en las pesadillas de los hombres… Porque entonces la mente se convierte en un reloj que mide segundo a segundo las horas solitarias, y uno debe aprender a graduar el péndulo si no quiere que acabe descentrado. Sí, porque la mente está delicadamente equilibrada. Déjala que se apresure, y se hará muy pronto trizas, y finalmente se perderá en los laberintos de la locura.

Sí, yo he conocido ese terror: el miedo a volverme loco en la soledad, y arruinar así toda esperanza de resurrección, toda esperanza de…, ¡de ser, tal como fui en otros tiempos!

¡Ah! ¿Te he asustado?, ¿percibo acaso una retracción? No, eso no debe suceder. Soy tu antepasado, tu abuelo…; no, soy tu verdadero padre. La misma sangre que corre por tus venas corrió antaño por las mías. Es la continuidad del río de la vida. No debe haber una brecha entre nosotros, excepto, quizá, de la natural brecha del tiempo transcurrido. ¡Si podríamos ser uno! Y lo seremos, sí, seremos… amigos, ya lo verás.

—¿Amigo… de un lugar? —murmuró Vulpe entre sueños—. Amigo… del… espíritu de un lugar.

¿Qué es eso del espíritu de un lugar? ¡Ah, ya veo! Piensas que soy un eco del pasado, una página arrancada para siempre de los libros por hombres timoratos. Una runa oscura desprendida del menhir de mármol de las leyendas, arrojada al polvo porque no era bonita. Ferenczy se ha ido para siempre y sus huesos se deshacen, su fantasma vaga impotente entre las ruinas, entre las vastas ruinas de lo que en otros tiempos fuera su castillo. El rey ha muerto, ¡viva el rey! ¡Ja! No puedes concebir que yo existo, que yo…, que yo permanezco. Que duermo como duermes tú, y sólo necesito que me despierten.

—Tú eres un sueño —dijo Vulpe—. Yo soy quien necesita que le despierten.

¿Un sueño? Sí, un sueño que llegó a ti cruzando el mundo y te atrajo a tu tierra. Un poderoso sueño que muy pronto, hijo mío, podrá volverse realidad. Gheorrrghe…

—¡Gheorghe! —le sacudió Emil Gogosu—. ¡Por Dios, hombre, qué manera de dormir!

—¡George! —Seth Armstrong y Randy Laverne por fin consiguieron despertarle—. ¡Jesús, has dormido casi todo el día!

—¿Cómo? ¿Qué? —El sueño de Vulpe retrocedió como una ola, dejándole abandonado en el mundo de la vigilia. Mejor así, porque había sentido temor de que comenzara a arrastrarle a las profundidades. Recordaba que había hablado con alguien, y que todo parecía muy real. Pero ahora…, ahora no estaba seguro de qué habían hablado.

Vulpe sacudió la cabeza y se pasó la lengua por los labios, que estaban resecos.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Ya casi hemos llegado, compañero —respondió Armstrong—. Por eso te hemos despertado. ¿De verdad te encuentras bien? ¿No tendrás fiebre, o habrás cogido algo? ¿Un virus local?

Vulpe dijo que no con la cabeza.

—Estoy bien. Supongo que me he puesto al día con las horas de sueño perdidas. Y después de tanto dormir, me he despertado un poco desorientado. —Le invadieron los recuerdos: cuando cogió un tren en Lipova; cuando viajaba a Sebis en la parte trasera de un camión cuyo dueño había accedido a llevarles, cuando pagó unos banis extra para viajar echado sobre un montón de heno en un carromato de madera tirado por un burro, que parecía salido directamente de la Edad Media, hasta Halmagiu. Y ahora:

—Nuestro conductor seguirá en aquella dirección —explicó Laverne, y señaló un camino entre los árboles—, hasta Virfurileo, el final de la línea, y donde está su casa. Y a Halmagiu se va por allí. —El americano señaló un segundo camino.

—No son más de siete u ocho kilómetros —dijo Gogosu—. Si están dispuestos a ir a paso rápido, podríamos estar allí en una hora. Y tendremos tiempo de sobra para sacudirnos un poco el polvo, comer algo, humedecernos las gargantas y trepar una montaña antes de que caiga el sol…, si así lo desean. O podemos llevarnos la comida, acampar entre las ruinas y pasar la noche allí. Y así tendrán una buena historia para contar cuando regresen a América, ¿no? Pero son ustedes quienes tienen que decidir qué quieren hacer.

Se sacudieron las briznas de paja que se les habían adherido a la ropa, cogieron sus mochilas y agitaron las manos para saludar al conductor del vehículo, que muy pronto desapareció tras una curva del sendero que se internaba en el bosque. Ellos también se pusieron en marcha. Laverne destapó una botella de cerveza, bebió un trago y se la pasó a Vulpe, que se enjuagó la boca con la bebida.

—Ya casi hemos llegado —suspiró Armstrong, que caminaba a la par del ágil Gogosu—. Y si el lugar es tan sólo la mitad de lo que nos han prometido…

—No nos defraudará, estoy seguro —dijo en voz baja Vulpe, y frunció el entrecejo, porque realmente estaba convencido de que así sería.

—Lo sabremos muy pronto, George —dijo Laverne, esforzándose por mantenerse a la par a pesar de sus piernas cortas.

Y en una secreta caverna de la mente de Vulpe resonó una voz:

Sí, claro que sí. Muy pronto, hijo mío, muy pronto, Gheorrrghe…

El último tramo de la jornada, de menos de ocho kilómetros, no les pareció demasiado largo. La semana anterior los americanos habían recorrido veinte veces esa distancia. Llegaron a Halmagiu a media tarde, reservaron alojamiento para la noche siguiente —no para la noche de ese mismo día, porque Gogosu les había convencido de que acamparan en las montañas—, se lavaron, se cambiaron de calzado y comieron un bocadillo sentados al fresco en la terraza de la posada, desde la que se dominaba la calle mayor del villorrio.

—No deben olvidar que estamos entre campesinos —les había dicho en un aparte el guía cuando se disponían a negociar el precio de las habitaciones—. No son gente educada, como yo, ni están acostumbrados a tratar con extraños, con habitantes de las ciudades, con tipos raros. Son primitivos, desconfiados y supersticiosos, así que dejen que yo hable con ellos. Ustedes son alpinistas, y no digan nada más. No, no, mejor digan que son excursionistas. Y no vamos a escalar los Zarundului, sino los Metalici.

—¿Y cuál es la diferencia entre los Zarundului y los Metalici? —preguntó Vulpe más tarde, cuando estaban comiendo.

El viejo cazador señaló por sobre los tejados hacia el noroeste, hacia los picos de una cadena de montañas, ribeteados de oro por la luz de sol.

—Ésos son los Metalici —dijo—; los montes Zarundului están detrás. Son siempre grises. De un gris verdoso en la primavera, de un gris pardusco en el otoño, y simplemente grises en invierno. Y blancos, claro está. El castillo está justo allí, en la línea de los árboles, junto a un peñasco. Sí, un peñasco a su espalda y un precipicio en el frente. Una verdadera fortaleza. ¡Imposible de vencer en los viejos tiempos!

—Lo que deseo saber —insistió con paciencia Vulpe— es por qué no quiere que la gente del lugar se entere de que vamos a ir allí.

Gogosu se revolvió incómodo en su asiento.

—Ya le he dicho que son muy supersticiosos. Llaman a esos picos las «montañas Szgany» porque las tribus de Viajeros las respetan enormemente. La gente de estos lugares no va nunca a ellas, y probablemente no aprobarían que nosotros lo hiciéramos.

—¿Es debido a las ruinas?

Gogosu se revolvió otra vez.

—No puedo responderle. No lo sé y no me interesa saberlo. Pero hace un par de inviernos intenté matar allí a un viejo lobo… ¡y estas gentes me trataron como si fuera un leproso! En las colinas hay zorros que saquean las granjas, pero los aldeanos no los cazan, ni les tienden trampas. Los campesinos de este lugar tienen esas manías, eso es todo. Sus abuelos les contaban historias de fantasmas para mantenerlos lejos de esos montes, cuentos sobre el viejo vampiro del castillo.

—Pero verán que vamos en esa dirección…

—No, porque daremos un rodeo.

Vulpe se sintió inquieto.

—¿Está seguro de que no nos meteremos en territorio militar? ¿No habrá allí un campo de entrenamiento del ejército, o alguna cosa similar?

—¡Por Dios, no! —respondió irritado Gogosu—. Ya se lo he dicho, no son más que supersticiones estúpidas. Usted tiene que saber que aquí, si muere un joven y no hay una explicación evidente de esa muerte, todavía lo entierran con un diente de ajo en la boca. Sí, y en ocasiones hacen cosas aún peores. De modo que dejemos el tema antes de que yo mismo empiece a sentir miedo. ¿De acuerdo?

—He oído varias veces la palabra «szgany». ¿Qué significa? —intervino Seth Armstrong.

Gogosu le entendió sin necesidad de intérprete, y en su rudimentario inglés se volvió hacia él y le explicó:

—En alemán es Zigeuner. Es el nombre que se da a la gente del camino.

—Gitanos —asintió Vulpe—. Mi gente. —Se volvió y miró hacia el polvoriento interior de los pisos superiores de la posada, adentro de las habitaciones, a través de la escalera y de la pared trasera. Era como si su mirada pudiera atravesar los muros de la posada. Echó la cabeza hacia atrás y «miró» hacia los grises e invisibles montes Zarundului, y se los imaginó respondiendo a su mirada con el entrecejo fruncido.

Y pensó:

«Quizá la gente del lugar tiene razón, y hay sitios que no deberían ser pisados por el hombre.»

Y una voz que nadie podía oír —y que podía pasar por una expresión de su propia voluntad, de su propio deseo, aunque no lo era— le respondió:

Sí, hijo mío, sí. Esos lugares existen. Pero tú, Gheorrrghe, acudirás a ellos…

Al comienzo, el ascenso fue fácil. Eran aproximadamente las cinco de la tarde y el sol descendía sin pausa hacia el brumoso valle que se extendía entre el monte Codrului y el extremo occidental de la cordillera Zarundului. Gogosu, no obstante, estaba seguro de que llegarían a las ruinas antes de que oscureciera, encontrarían un lugar protegido donde acampar, comerían alrededor de la hoguera y finalmente dormirían allí, al abrigo de las leyendas.

—Si estuviera solo, no lo habría hecho —confesó Gogosu mientras ascendía trabajosamente por un estrecho desfiladero—. ¡Ya lo creo que no! Pero cuatro hombres fuertes y aguerridos como nosotros no tenemos nada que temer.

Vulpe, el último de la fila, tradujo sus palabras y miró a su alrededor. En su rostro había una expresión perpleja que sus compañeros no podían advertir. Le parecía reconocer el lugar. ¿Eso que llaman déjà vu? Aminoró el paso y dejó que sus compañeros se distanciaran de él.

Armstrong, que iba detrás del guía, preguntó:

—¿Y de qué deberíamos tener miedo? —y se inclinó para tenderle la mano a Laverne, que subía jadeando.

—Sólo de nuestra imaginación —respondió Gogosu, que en esta ocasión tampoco necesitó intérprete—, que siempre está presta no sólo a conjurar sangrientos fantasmas del pasado, sino también un cúmulo de amenazas del presente. Sí, la mente del hombre, cuando éste se encuentra solo, es una fuerza muy poderosa. Les aseguro que las fantasías más descabelladas tienen un amplio espacio ante sí. Pero, además de esto, en invierno se puede ver algún lobo, llegado a esta zona desde los Cárpatos. Pero esos lobos grises, a menos que vengan en manadas, son inofensivos.

El viejo cazador se detuvo al final del desfiladero, y se dio la vuelta para inspeccionar el progreso de los otros. Pero Vulpe se hallaba en un lugar desde el que no podía ser visto por los demás miembros de la expedición.

—¡Gheorghe! ¿Dónde se encuentra? —llamó el cazador.

El joven americano miró hacia arriba y luego hacia atrás. Su rostro estaba pálido, y su entrecejo fruncido en un gesto de concentración.

—Amigo mío, usted está haciendo las cosas más difíciles de lo que son —respondió—. ¿Por qué trepar, cuando podríamos ir caminando? Aquí hay un sendero muy fácil de seguir. Es un camino más largo, pero que se hace mucho más rápido, y no maltrata tanto codos y rodillas. Nos encontraremos allí donde nuestros caminos confluyen.

—¿Qué dice? ¿Caminos que confluyen? —Gogosu estaba atónito en un primer momento, pero luego se mostró sarcástico—. ¡Ya veo! —gritó—. ¿De modo que ya estuvo antes por aquí?

Pero Vulpe ya había retornado a su camino, y no se le veía.

—¡No! —resonó su voz—. ¡Pura intuición, supongo!

—¡Ja! —se mofó Gogosu—. ¡Intuición! —pero luego, cuando comenzó a ascender por un empinado cañón, soltó una risita—. ¡Bah, que Vulpe vaya por donde quiera! Retrocederá y se unirá a nosotros muy pronto, apenas vea que el camino que ha tomado desaparece, y lo cerca la oscuridad. Recuerden mis palabras, no pasará mucho rato antes de que vea un lobo en cada matorral. ¡Y vaya si se dará prisa entonces por alcanzarnos!

Pero Gogosu se equivocaba. Una hora más tarde, cuando el camino era aún más difícil y la luz más escasa, llegaron al amplio reborde de una falsa meseta, y se encontraron a Vulpe recostado en el suelo, masticando una brizna de hierba y esperándolos. Daba la impresión de que había llegado hacía tiempo. Cuando los vio, saludó inclinando la cabeza y dijo:

—El resto del camino es fácil.

Gogosu hizo una mueca y Armstrong respondió a la inclinación de cabeza con otra. Laverne, en cambio, estaba acalorado y furioso.

—Conque tentando a la suerte, George… ¿Qué habría pasado si te hubieras perdido?

Vulpe pareció sorprendido por el tono enfadado de su amigo.

—En ningún momento se me ocurrió que me pudiera perder —respondió—. En verdad, tengo una habilidad natural para estas cosas.

Nadie dijo nada más, y descansaron unos minutos. Después Gogosu se puso de pie.

—Bien —dijo—, en media hora estaremos allí. —Y luego, con una reverencia, se dirigió a Vulpe—: Si usted nos señala el camino…

Pero su ironía pasó inadvertida; Vulpe se puso a la cabeza del grupo y los condujo por el camino más fácil. Llegaron a la penúltima cima cuando el sol se ocultaba tras la cadena de montañas del oeste.

La vista era maravillosa: valles de un azul grisáceo rebosante de bruma; altos picos que surgían de entre las nieblas, y el humo de las chimeneas de las aldeas enturbiando el cielo en la lejanía, donde las cimas distantes ostentaban todos los matices entre el dorado y el gris. Los cuatro hombres permanecieron de pie en el límite de un claro poblado por pinos, entre dos cadenas de montañas.

—Es allí —señaló Gogosu—. Seguiremos la pendiente que asciende entre los pinos hasta llegar al barranco. Y allí, donde la montaña se divide, contra el acantilado…

—Se hallan las ruinas del castillo Ferenczy —completó la frase Vulpe.

El cazador asintió.

—Y tendremos el tiempo justo para instalarnos y encender el fuego antes de que caiga la noche. ¿Nos ponemos en marcha, caballeros?

Pero George Vulpe ya estaba al frente de la expedición.

Mientras avanzaban, se oyó el ominoso aullido de un lobo que se desvanecía gradualmente en ecos que resonaban entre las montañas.

—¡Maldito sea! —exclamó Gogosu cuando se vio obligado a detenerse tras un traspié. El cazador giró la cabeza, olisqueó el aire y escuchó atentamente. Pero el aullido no se repitió. Gogosu cogió el rifle que llevaba en bandolera y dijo—: ¿Lo han oído? Dicen que cuando los lobos aúllan tan pronto, el invierno será muy duro.

Y apartándose un instante de los otros, el cazador se aseguró de que el arma estaba cargada…