Capítulo uno

El castillo Ferenczy

Transilvania, en la primera semana de septiembre de 1981…

Poco más o menos una hora antes del mediodía, dos campesinas del pueblo de Halmagiu volvían a casa por un sendero del bosque. Llevaban las cestas llenas de pequeñas ciruelas silvestres y moras, las primeras de la estación. Las frutas aún estaban húmedas de rocío. Algunas de las ciruelas todavía estaban un poco verdes… ¡el estado perfecto para hacer un aguardiente bien fuerte y perfumado! Vestidas de negro, las cabezas cubiertas con pañuelos anudados bajo la barbilla, las mujeres iban cotilleando alegremente, y sus dientes relucían marfileños cuando una carcajada subrayaba una habladuría particularmente sabrosa.

A la distancia, el humo azul producido por la combustión de madera se elevaba casi vertical desde las chimeneas de Halmagiu; formaba una tenue neblina por encima de la fronda de otoñales colores de los árboles del bosque. Pero más cerca, entre los árboles, ardían otros fuegos; en el aire se percibían olores de guisos de carne con especias y sopas de hierbas aromáticas. Tintineaban campanillas de plata y se oyó el chasquido de una rama cuando un niño de pelo enmarañado y ojos oscuros de mirada fija se balanceó en el columpio que había improvisado con una cuerda.

Las caravanas, pintadas de colores chillones, estaban reunidas bajo los árboles en un círculo. En las afueras del improvisado recinto, los pequeños caballos, atados con cuerdas, pacían en la hierba, y revoloteaban las faldas multicolores de las muchachas que buscaban astillas para el fuego. En el interior del círculo de caravanas, las ollas de hierro negro suspendidas sobre las llamas dejaban escapar un aromático vapor que hacía agua la boca; los hombres de la tribu de los Viajeros atendían a sus asuntos o simplemente fumaban sus largas pipas con los ojos perdidos en la distancia. Eran Viajeros, sí. Vagabundos: ¡gitanos! Habían vuelto los cíngaros a la región de Halmagiu.

El chico que se columpiaba divisó a las dos mujeres del pueblo y emitió un agudo silbido. Al instante cesaron el trajín, el movimiento y los ruidos en el campamento gitano: todas las miradas se posaron, al unísono, en las campesinas rumanas y en sus cestas. Los hombres gitanos tenían un fiero aspecto con sus chaquetas de cuero, pero no había hostilidad en su mirada. Los cíngaros tenían sus propios códigos, y sabían muy bien lo que les convenía. Durante más de cinco siglos los habitantes de Halmagiu habían tratado con ellos de manera muy justa, les habían comprado sus baratijas, y los habían dejado en paz. Los gitanos, a su vez, nunca causaban daño deliberadamente a ningún habitante de Halmagiu.

—Buenos días, señoras —las saludó el rey de los gitanos (porque los jefes de esas bandas de vagabundos siempre se enorgullecen de ser reyes) con una reverencia desde los escalones de su caravana—. Por favor, anuncien a sus amigos del pueblo que pronto llamaremos a sus puertas; tenemos ollas y cazos de la mejor calidad, amuletos para ahuyentar a los seres de la noche, leemos las cartas, y nuestros ojos descubren siempre lo que ocultan las líneas de las manos. Traigan sus cuchillos y los afilaremos, y compondremos los mangos rotos de sus hachas. Lo componemos todo. Y este año también tenemos una jaca o dos para vender, mucho mejores que los viejos jamelgos que tiran de sus carros. No estaremos aquí mucho tiempo, así que aprovechen nuestras ofertas antes de que nos vayamos.

—Buenos días tengan ustedes —respondió de inmediato la mayor de las dos mujeres, aunque con voz un tanto entrecortada—. Y tenga por seguro de que daré su recado a los del pueblo. —Y por lo bajo, le susurró a su compañera—: ¡No digas nada, camina y no te apartes de mí!

Cuando pasaron junto a una de las caravanas, la mujer que había respondido al saludo cogió de la cesta un pequeño pote de avellanas y un puñado de ciruelas, y los dejó, a manera de ofrenda, en los escalones de la caravana. Podría ser que alguien hubiese visto la ofrenda, pero nadie dijo nada. En todo caso, cuando las mujeres continuaron su camino rumbo a su hogar, el campamento siguió con sus actividades habituales.

Pero la más joven, que no hacía mucho tiempo que vivía en Halmagiu, preguntó:

—¿Por qué les has regalado las avellanas y las ciruelas? Según he oído, los gitanos no dan nada gratis, no hacen favores, y a menudo cogen sin pagar cosas que tienen un precio. ¿No les animas a que sigan haciéndolo, con esos presentes?

—No hace ningún daño tener buenas relaciones con gente que ve el futuro —respondió la mujer de más edad—. Cuando lleves los años que llevo yo en este lugar, sabrás lo que quiero decir. Además, ellos no han venido a robarnos, o a causarnos perjuicios. —Tras encogerse de hombros, la mujer continuó—: Ya lo creo que no, y te diré que creo saber por qué están aquí.

—¿Por qué?, —preguntó su amiga.

—Tiene que ver con la luna, con una llamada que han oído, y una ofrenda que deben hacer. Ellos atraen los favores de la tierra, le devuelven la fertilidad al suelo, apaciguan a… sus dioses.

—¿Sus dioses? ¿Son infieles, entonces? ¿Cuáles son esos dioses?

—¡Llámale Natura, si quieres! —respondió cortante la primera mujer—. Pero no me preguntes nada más. Yo soy una mujer sencilla y no quiero saber. La abuela de mi abuela ya recordaba la época en que llegaban los gitanos. Y seguramente su abuela también. A veces pasan quince meses antes de que vuelvan, o dieciocho, pero nunca más de veintiuno. Primavera, verano, invierno: sólo los cíngaros conocen en qué estación, en qué mes, en qué día vendrán. Pero cuando oyen la llamada, cuando la luna está en la fase apropiada, cuando aúlla un lobo solitario en las montañas, entonces vuelven. Sí, y cuando se marchan dejan siempre la ofrenda.

—¿Qué clase de ofrenda? —preguntó la mujer más joven, cuya curiosidad se había despertado.

—No hagas preguntas —respondió la otra moviendo la cabeza en un gesto negativo—. No debes hacer preguntas.

Pero la mujer más joven sabía que sólo era una manera de hablar, y que se moría de ganas de contarle; decidió entonces que la mejor táctica era callar, y dejar que la otra hablara cuando quisiera.

Sin embargo, unos instantes más tarde advirtió que se habían apartado del camino más corto hacia el pueblo, y se sintió obligada a preguntar.

—¿Pero no hemos cogido el camino más largo?

—¡Ahora calla! —respondió la otra por lo bajo—. ¡Mira!

Habían llegado a un claro en el bosque, al pie de una mole rocosa de formación volcánica. Despojada de toda vegetación y en forma de cúpula, con unas cuantas protuberancias, el montículo tenía unos quince metros de altura; detrás continuaba el bosque, y luego comenzaban los riscos que llevaban a una meseta cubierta de abetos, que parecía el primer y gigantesco escalón hacia las cumbres del macizo de Zarundului. Los árboles que rodeaban la formación rocosa habían sido talados, y el terreno aparecía limpio de hierbas y maleza; en la cúspide, una pila de piedras se alzaba como una torrecilla o una chimenea, señalando hacia las montañas.

Y precisamente allí, en lo alto de la roca, sentado al pie de la torrecilla, un joven, un cíngaro, tallaba con un cuchillo un trozo de roca que sostenía sobre sus rodillas. Estaba abstraído en su trabajo, y sólo veía el trozo de roca entre sus manos. Las mujeres estaban dentro de su campo de visión, pero al parecer no las veía. Era evidente que sólo veía la roca que estaba tallando. Y también era evidente para ellas, aun a la distancia en que se encontraban, que había algo raro en el joven, algo no del todo normal.

—Pero… ¿qué está haciendo allí? —susurró la más joven—. Es muy guapo… y muy extraño. ¿Y no es ése un lugar prohibido? Mi Hzak me ha dicho que la gran piedra de la torrecilla es muy especial, y que…

—¡Shhhh! —la hizo callar su compañera, con un dedo sobre los labios—. No le molestes. A los cíngaros no les agrada que los espíen. Aunque ése seguro que no nos oye. Pero de todos modos, será mejor que nos andemos con cuidado.

—¿Dices que no nos oye? Si es así, ¿por qué hablamos en voz baja? Ya lo sé, no me digas nada; hablamos así porque éste es un lugar casi sagrado, como un santuario.

—¿Casi sagrado? ¡Al contrario, es un lugar impío! Y en cuanto a por qué ese hombre no nos ve… ¡míralo! Su tez no es simplemente morena, sino gris como la pizarra, de un color enfermizo, mortecino. Y sus ojos, hundidos y de mirada ardiente. Está obsesionado con la piedra que talla. Ha oído la llamada, ¿no lo adviertes? Está atónito, hipnotizado… ¡condenado!

En el instante en que la mujer pronunciaba esta última palabra, el hombre de la roca se puso en pie, cogió la piedra que había tallado y la colocó con gesto firme junto a las otras que formaban el túmulo. La piedra quedó allí, junto a muchas otras, como un ladrillo en la última hilera de un muro en construcción, y cualquiera que hubiera presenciado el ritual de la escultura sabría que cada una de las piedras del túmulo llevaba extrañas y significativas marcas. La mujer más joven abrió la boca para decir algo, pero su amiga se anticipó a la pregunta.

—Ha escrito su nombre en la piedra —dijo—. Su nombre y las fechas de su nacimiento y de su muerte, si es que las sabe. Como las escribieron todos los otros que han muerto antes que él. Esa piedra que ha tallado es su lápida, y el túmulo es un cementerio.

El joven gitano estiraba ahora el cuello, mirando hacia lo alto de las montañas. Se quedó inmóvil en esa posición durante un instante, como si esperara algo. Y en el cielo azul grisáceo una pequeña nube cruzó como una mancha la faz del sol. Cuando la más vieja de las dos mujeres vio esto, se sobresaltó; ella también estaba en un estado casi hipnótico, inmóvil en el lugar, y sin fuerza de voluntad para seguir su camino. Pero cuando el sol se oscureció y las sombras lo envolvieron todo, la mujer cogió a su compañera por el brazo y volvió la cara.

—Vamos —la urgió—, vayámonos de aquí. Nuestros hombres estarán preocupados por nosotras, sobre todo si se han enterado de que hay gitanos en la zona.

Avanzaron deprisa bajo la espesa fronda de los árboles, encontraron el sendero y muy pronto vieron las casas de madera de las afueras de Halmagiu; allí el bosque se hacía gradualmente menos espeso hasta desaparecer. Pero cuando salieron a una polvorienta carretera, y sus corazones latieron más despacio, oyeron un sonido que venía de atrás, y de lo alto, y desde muy, muy lejos…

Aún no era mediodía en Halmagiu, el sol comenzó a salir de detrás de una pequeña nube; aún faltaba algo más de un mes para que comenzaran los primeros fríos del invierno, pero todos los que oyeron ese sonido pensaron que era un presagio del invierno. Sí, y algunos creyeron que era algo más que eso.

Era el lastimero aullido de un lobo que llegaba de las montañas, llamando tal como lo han hecho los lobos durante miles de años, y quizá más. Las dos mujeres se detuvieron, apretaron sus cestas y escucharon.

—No ha tenido respuesta —dijo por fin la más joven—. Ese viejo lobo está solo.

—Por el momento —asintió la otra—. Sí, está solo, pero te aseguro que le han oído. Y muy pronto le responderán. Y después… —la mujer hizo un gesto de negación con la cabeza y caminó aún más rápido.

La otra apretó el paso y la alcanzó.

—¿Y después qué? —preguntó.

Su compañera la miró, frunció un poco el entrecejo, y finalmente dijo:

—Tienes que aprender a escuchar, Anna. En estos lugares hay cosas de las que apenas si hablamos, de manera que, si quieres enterarte, en las raras ocasiones en que hablamos de ellas debes escuchar con mucha atención.

—Estaba escuchando —respondió Anna—, pero no lo he comprendido, eso es todo. Tú has dicho que muy pronto le responderían al viejo lobo. Y entonces… ¿qué pasará?

—Entonces… —respondió la mujer más vieja, dirigiéndose hacia la puerta de su casa, de cuyo dintel colgaban ristras de ajos—, entonces, a la mañana siguiente…, los cíngaros se habrán marchado. Y no quedarán otros rastros de ellos que las cenizas en el sitio donde acamparon, y las huellas de las ruedas de las caravanas en el sendero. Pero se irá un gitano menos de los que llegaron. Aquel que respondió a la antigua llamada, y se quedó…

Los labios de la mujer más joven se redondearon en una silenciosa «O» de asombro.

—Tú ya lo has visto… sumando su alma a todas las otras almas desgraciadas inscritas en el túmulo de la roca…

Esa noche, en el campamento de los cíngaros:

Las jóvenes bailaban, girando en el remolino de los frenéticos violines y el primitivo tam-tam y tintineo de las panderetas. Había una larga mesa cubierta de manjares: trozos de conejo y erizos enteros, todavía humeantes y recién sacados de los fosos donde los habían asado, salchichas de jabalí, cortadas en finas rodajas; quesos comprados o producto de trueques diversos en el pueblo de Halmagiu; frutas frescas y nueces, cebollas cocidas en los jugos de la carne asada, vinos gitanos y el fuerte aguardiente hecho con ciruelas silvestres.

La atmósfera era festiva. Las llamas de la hoguera del centro, como inspiradas por la música, se alzaban muy altas, y los movimientos de los bailarines eran sinuosos y sensuales. Se consumía alcohol en grandes cantidades; algunos de los gitanos más jóvenes bebían con una sensación de alivio, y otros para evitar los temores de un futuro incierto.

Porque para aquellos que esta vez se habían salvado, habría siempre otra vez…

Pero eran cíngaros, y las cosas eran así y no de otra manera; le pertenecían a Él hasta en el último rincón de la Tierra, estaban a sus órdenes, para que Él los tomara o los dejara. Su pacto con el Viejo había sido firmado y sellado hacía más de cuatrocientos años. Gracias a Él habían medrado en los siglos pasados, medraban ahora y continuarían haciéndolo en los años por venir. Él hacía que los tiempos difíciles lo fueran menos —sí, y que los buenos fueran menos buenos—, pero siempre lograba un difícil equilibrio. Su sangre estaba en ellos, y la de ellos en Él. Y la sangre es vida.

Sólo dos gitanos estaban solos y no se unían al festejo. A pesar de las jóvenes bailarinas, de las bebidas y de los manjares, ellos permanecían solos. Porque todo el bullicio y movimiento alrededor de ellos era alegría, una alegría de la que no podían participar.

Uno de ellos, el joven del túmulo, estaba sentado en los escalones de una caravana adornada con complicadas tallas y pinturas, con una piedra de afilar y su cuchillo de larga hoja en las manos, y el filo del puñal, a cada instante más agudo, relucía como un relámpago de plata a la luz de la hoguera cercana. Detrás, por la abierta puerta del carromato, podía verse a su madre llorando, retorciéndose las manos e implorando, a Aquel que no era un dios sino todo lo contrario, que no se llevara esa noche a su hijo. Pero imploraba en vano.

Y cuando concluyó una melodía, y las faldas de vivos colores dejaron de revolotear y cubrieron las largas y morenas piernas, y los hombres de espesos bigotes dejaron de dar grandes saltos y lanzar patadas al aire —en ese intervalo en el que los violinistas beben un trago de aguardiente antes de seguir tocando—, en ese instante la luna asomó su cara por encima de las montañas, cuyos abruptos riscos se destacaron repentinamente en el horizonte. Y mientras las bocas se abrían en un gesto de asombro y pavor y los ojos se alzaban hacia la luna naciente, se oyó el lastimero gemido de un lobo que llegaba desde el invisible túmulo en la roca.

Durante un instante la escena permaneció congelada…, pero en el momento siguiente todos los oscuros ojos se volvieron a mirar al joven que estaba sentado en los escalones de la caravana. Él se levantó, miró la luna y las montañas, y suspiró.

Enfundó luego el cuchillo, cruzó el claro con pasos torpes, como si le pesaran las piernas, y se dirigió hacia la oscuridad que comenzaba unos metros más allá del círculo de caravanas.

Su madre rompió el silencio. Su llanto se convirtió en un grito de angustia y la mujer salió desesperada de la caravana, bajó a tumbos los escalones de madera y corrió tras su hijo con los brazos tendidos. Pero no le alcanzó; a los pocos pasos cayó de rodillas, los brazos aún tendidos en un gesto de anhelo. Entretanto el jefe de la tribu, el «rey», se había adelantado para abrazar al joven. Lo estrechó entre sus brazos, lo besó en las mejillas y lo dejó ir. Y el elegido, sin más demora, se alejó de la luz de las hogueras, pasó por entre dos caravanas, y fue devorado por la oscuridad.

—¡Dumitru! —gritó su madre. La mujer se puso de pie, e hizo un gesto como si fuera a correr hacia su hijo, pero cayó en los brazos de su rey.

—Ten calma, mujer —le dijo él con voz bronca—, esto se veía venir desde hace un mes; todos hemos visto los cambios experimentados por tu hijo. El Viejo ha llamado, y Dumitru respondió. Sabíamos lo que sucedería. Siempre sucede de la misma manera.

—¡Pero él es mi hijo! ¡Mi hijo! —dijo ella entre desgarradores sollozos, apoyada contra el pecho del rey.

—Sí —respondió él, y su voz finalmente se quebró, y las lágrimas corrieron por sus curtidas mejillas—. Y también mío, sí, también es hijo mío…

La condujo, entre lágrimas, de vuelta a la caravana, y mientras se retiraban se reanudó la música, y los bailes, y el banquete, y la bebida…

Dumitru Zirra trepó los riscos del Zarundului como una cabra nacida entre las rocas. La luna le iluminaba el camino, pero hubiera sabido el camino incluso sin aquel resplandor plateado. Porque su guía estaba dentro de él: una voz en su cabeza que no era la suya, y le decía dónde trepar, dónde agarrarse, qué rocas le sostendrían. Allí había senderos, aunque era necesario conocerlos para hallarlos, pero entre aquellas huellas casi invisibles había también atajos vertiginosos. Dumitru eligió uno de éstos, o quizás alguien escogió por él.

¡Dumiitruuu! —resonó dentro de él la oscura voz, que pronunciaba su nombre como un grito de dolor—. Ah, mi fiel, mi cíngaro, hijo de mis hijos. Pon el pie aquí, y aquí, y aquí, Dumiitruuu. Y aquí, donde pisó el lobo; ¿ves su marca en la roca? El padre de tus antepasados te espera, Dumiitruuu. La luna brilla en el cielo y el tiempo pasa deprisa. Date prisa, hijo mío, porque soy muy viejo, y estoy mustio y reseco, al borde de la muerte… ¡de la verdadera muerte! Pero tú me ayudarás, Dumiitruuu. ¡Sí, y tu juventud y tu vigor serán míos!

El joven continuó subiendo trabajosamente, casi sin aliento y con las manos ensangrentadas de aferrarse a las rocas, hasta donde se hallaban los peñascos más negros de todos, allí donde unas enormes ruinas se alzaban contra el último risco. De un lado se abría un precipicio tan profundo y oscuro que muy bien podía descender hasta el infierno, y del otro los últimos abetos parecían proteger las ruinas de una antigua fortaleza, edificada contra los inmensos peñascos. Dumitru vio el lugar y se detuvo un instante, pero poco después vio también al lobo de ojos llameantes, de pie en el derruido portal de la fortaleza, y el joven ya no dudó. Siguió avanzando, y el gran lobo le indicaba el camino.

¡Bienvenido a mi hogar, Dumiitruuu! —la voz viscosa resbaló como lodo en su mente—. Eres mi invitado, mi hijo… Entra a mi hogar por tu propia voluntad.

Dumitru Zirra trepó gateando y como en trance por sobre las primeras piedras ruinosas del lugar; y, a pesar de su estado, le impresionó el extraño aspecto de aquellas ruinas. Sabía que aquello había sido un castillo. En los viejos tiempos había vivido allí un boyardo, un tal Ferenczy, Janos Ferenczy. No se podía dudar de esto, porque los Zirras, desde tiempo inmemorial, desde la época de Grigor Zirra, el primer «rey» de los cíngaros, habían jurado fidelidad al barón Ferenczy y habían llevado su blasón, un murciélago alzando el vuelo desde la boca de una urna negra con las alas desplegadas, y con tres nervaduras en cada ala. Los ojos del murciélago eran rojos, como las nervaduras de las alas, y el recipiente del cual salía tenía la forma de una urna funeraria.

Sí, y ahora los ojos hundidos y de mirada fija del joven se posaron sobre un dibujo similar grabado sobre la gran losa de un dintel que yacía medio enterrada entre los restos, y supo que se hallaba en el umbral de lo que fuera la mansión del patrón de los Zirras y de sus seguidores. Era el mismo signo cabalístico que en la actualidad estaba pintado en los laterales de la caravana de Vasile Zirra (aunque hábilmente disimulado entre volutas y arabescos de colores). Y el mismo Vasile, el padre de Dumitru, llevaba un anillo con una miniatura del mismo blasón, que se transmitían los Zirras de unos a otros desde tiempo inmemorial. Si Dumitru no hubiese oído la llamada, él también habría heredado el anillo algún día.

Un poco más adelante gruñó el gran lobo, apremiándole para que continuara. El joven, no obstante, se detuvo un instante, porque las sombras de los grandes bloques de piedra le oscurecían la visión. Las piedras de la parte del frente de las ruinas parecían haber sido arrojadas por una enorme explosión interna al borde mismo del precipicio, e incluso más allá de él, y se las veía allí, en un confuso montón, por lo que Dumitru supuso que parte del castillo había caído barranco abajo.

Con respecto a lo que pudiera haber causado tamaña destrucción, él no…

Pero titubeas, hijo mío —volvió a hablar la monstruosa voz mental, deslizándose en su mente como una babosa, avasallante, borrando toda duda, suposición y deseo; esa voz que se había apoderado por completo de él en las últimas cuatro o cinco semanas, y le había convertido en su zombi—. Ya veo que, como lo había sospechado, eres un joven muy voluntarioso. ¡Eso está bien, muy bien! La fuerza de la voluntad es la del cuerpo, y la fuerza del cuerpo es la sangre. Tu sangre es fuerte, hijo mío, como en todos los de tu raza…

El gran lobo volvió a gruñir y Dumitru siguió adelante. El joven sabía que debía huir del lugar, lanzarse montaña abajo aunque se rompiera todos los huesos, arrastrarse, lo que fuera antes que seguir adelante. Pero estaba inerme ante la seducción de aquella antigua y maligna voz. Era como si hubiera hecho una promesa imposible de romper, o como si tuviera que mantener la promesa hecha por un antiguo y honorable antepasado, un juramento inviolable.

Guiado por la voz, avanzó a tropezones entre los menhires en busca de un lugar determinado; se puso a cuatro patas y lo limpió de hojas muertas, líquenes y guijarros y descubrió —o redescubrió, porque la voz ya le había anunciado que estaría allí— una estrecha losa con una argolla de hierro que levantó con facilidad. Una bocanada de aire hediondo le golpeó la cara y llenó los pulmones, e hizo que se sintiera aún más aturdido cuando se inclinó sobre el oscuro y maloliente abismo; y cuando su cabeza se despejó —sólo con respecto a las miasmas—, ya descendía rumbo a profundidades de pesadilla.

Aquí…, aquí, hijo mío —le señaló la voz—, hay un nicho en el muro…, antorchas, un bulto y cerillas, todo está envuelto en una piel…, sí, mucho mejor que el pedernal de mi juventud…, enciende una antorcha y lleva otras dos contigo…, puedes estar seguro de que las necesitarás, Dumiitruuu…

La escalera de piedra era de caracol; Dumitru descendió por escalones resbaladizos, y bajó gateando allí donde la escalera estaba medio derruida. Llegó a un recinto donde el suelo estaba combado y sembrado de restos de mampostería ennegrecidos por el fuego; encontró otra trampa que abrió y continuó el descenso a las malsanas entrañas de la tierra. Abajo, siempre más abajo, hacia abismos siniestros e infernales…

Hasta que por fin…

Lo has hecho muy bien, Dumiitruuu —lo elogió la oscura voz, una voz en la que se adivinaba una monstruosa sonrisa, y cuyo dueño estaba muy satisfecho de sí mismo; su placer irritaba las terminaciones nerviosas del cerebro del joven como el chirrido de una lima.

Y de repente… pareció como si un rayo hubiera sacudido a Dumitru. Durante una fracción de segundo recuperó la cordura… y supo que estaba en el umbral mismo del infierno.

Pero de inmediato esa inteligencia extraña se cerró como un garrote en su mente; el inexorable proceso que había empezado cinco semanas antes le condujo hacia su conclusión lógica, y su libre albedrío parpadeó en él como la llama de una vela que se extingue. Y…

Mira a tu alrededor, Dumiitruuu. Mira y aprende cuáles son las obras y los misterios de tu señor…

Detrás de Dumitru, en la escalera de piedra, montaba guardia el gran lobo de ojos llameantes. Y frente a él…

¡La guarida de un nigromante!

Semejantes cosas eran una leyenda entre los cíngaros, historias que se contaban alrededor de la hoguera en determinadas épocas del año, pero ni Dumitru, ni ningún otro gitano que viera esta escena requeriría más información o explicación que su propia imaginación, su propio instinto. Y el joven, con los ojos y la boca abiertos en un gesto de asombro, y sosteniendo muy alta la antorcha, anduvo con pasos inciertos entre los ordenados restos y reliquias del caos y la locura.

No se trataba del caos de las regiones superiores, pues aquél no era más que un caos puramente material, y estas profundas criptas secretas no habían sufrido la destrucción de los niveles más altos; se hallaban perfectamente conservadas bajo las telarañas y el polvo de medio siglo. No, éste era un caos mental: el conocimiento de que éstas eran las obras de un hombre o de unos hombres, o —si tenemos en cuenta las leyendas y los mitos cíngaros— las obras de seres que habían adoptado una apariencia humana.

En cuanto a las criptas mismas, eran de muy antigua construcción. En la mampostería se veían manchas de nitrato pero no de humedad, aunque en algunos lugares el agua filtrada había formado delgadas estalactitas que colgaban de los altos techos, y en los rincones de las habitaciones, donde el suelo no había sido pisado tan a menudo, las estalagmitas formaban pequeños nudos o ampollas sobre las losas. Dumitru no era un arqueólogo, pero incluso él, teniendo en cuenta el rústico ensamblaje de las piedras, y el mal estado de la argamasa que las unía, hubiera atribuido al castillo —o al menos a sus cámaras secretas— una antigüedad de ocho o nueve siglos. Era necesario como mínimo ese tiempo para que se formaran los depósitos de calcio, a menos que el líquido que se filtraba desde los niveles superiores estuviera impregnado de sales.

Había numerosas arcadas, todas ellas de unos dos metros cuarenta centímetros de ancho por tres metros sesenta centímetros de alto, y la parte superior del arco construida con grandes piedras, algunas de las cuales aparecían levemente hundidas por el inimaginable peso que soportaban. Los techos —ninguno de los cuales tenía menos de cuatro metros y medio en el punto más alto— estaban abovedados con un diseño entrelazado similar al de las arcadas; en algunos lugares se habían desprendido grandes trazos de piedra, sin duda a causa de la misma sacudida o explosión que destruyera el castillo, resquebrajando las gruesas losas del suelo como si fueran pequeñas pizarras escolares.

Más allá de las arcadas se extendían otras salas muy grandes, todas ellas con sus propias arcadas. Dumitru había descendido a un laberinto de antiguas habitaciones, donde el morador de estas ruinas había practicado sus secretas artes.

En cuanto a la naturaleza de estas artes:

Dumitru había evitado hasta el momento toda conjetura, con la sola excepción de sus primeras y aterrorizadas suposiciones. Pero ya no podía seguir manteniendo esta actitud. Los muros estaban cubiertos por pinturas que, aunque desvaídas, contaban toda la historia, y algunas de las habitaciones contenían pruebas aún más sólidas, y más espantosas. Y la voz que resonaba en su cabeza, ahora cruel y llena de regocijo, no iba a permitir que continuara en la ignorancia: la criatura deseaba que Dumitru lo supiera todo sobre aquellos antiguos asuntos.

Cuando tu antorcha disipó las sombras de este lugar, lo primero que pensaste fue en nigromancia, Dumitru —dijo la voz—. La resurrección de muertas sales y cenizas para interrogarlas. La historia del mundo contada por los reanimados, imperfectos fantasmas de aquellos que la vivieron. Desentrañar antiguos secretos, y tal vez lograr un presagio del nebuloso y distante futuro. Sí, la adivinación por medio de los muertos. Eso es lo que tú creíste adivinar.

Bien —y después de una pausa, la voz se encogió mentalmente de hombros—, tenías razón en parte. Pero sólo en parte, porque no fuiste lo bastante lejos, y la verdad es mucho más vasta. No has querido mirar, y tampoco quieres hacerlo ahora. ¿Pero qué eres, Dumitru: mi hijo o un crío llorón? Yo creía que había llamado a mi interior a un vino espirituoso, y ahora he de descubrir que todos estos años los cíngaros sólo han destilado agua. ¡Ja, ja, ja! Pero no te ofendas, sólo es una broma. No te enfurezcas, hijo mío. ¿O acaso lo que sientes no es furia? ¿No, Dumiitruuu? ¿Es miedo, tal vez? ¿Temes por tu vida, Dumiitruuu? —La voz era ahora un susurro, pero insidiosa como un ácido que corroyera lentamente—. ¡Pero seguirás viviendo, hijo mío…, en mí! La sangre es la vida, Dumiitruuu, la vida que sigue, y sigue, y sigue…, y…

Añora la voz resonó más alto, se volvió alegre.

¡Nos hemos puesto taciturnos, y eso no puede ser! Pero seremos como un solo ser, y viviremos toda nuestra vida juntos. ¿Me escuchas, Dumiitruuu? ¿Qué respondes?

—Sí, te…, te oigo —respondió el joven.

¿Y me crees? Dilo. Di que crees en mí, como creyeron todos tus antepasados.

Dumitru no estaba seguro de creer, pero el poseedor de la voz hizo presión dentro de su cabeza hasta que el joven gritó:

—¡Sí, sí, creo, como creyeron mis antepasados!

Muy bien —aprobó la voz, al parecer apaciguada—. Si es así, no seas tan tímido, Dumiitruuu; contempla mis obras sin desviar la mirada, sin retroceder. Contempla las pinturas y los grabados de los muros, las hileras de ánforas en los estantes, las sales y los polvos que guardan esas antiguas vasijas…

Dumitru miró a la luz de la antorcha. Por todas partes había estantes de oscuro roble, y sobre ellos innumerables recipientes, o urnas, o ánforas, como las había denominado la voz. En total, y contando todas las habitaciones del refugio subterráneo, debía de haber varios miles. Todas estaban bien cerradas con tapones de madera de roble revestida de plomo, y tenían borrosas etiquetas centenarias, pegadas donde las asas se unían al cuello del ánfora. Las piedras caídas del techo habían derrumbado un estante y los potes habían caído al suelo y los polvos que contenían se habían derramado, formando pequeños conos que a su vez habían sido cubiertos por el polvo de los siglos, y cuando Dumitru miró esos residuos derramados…

Mira qué delicadas son esas sales esenciales —susurró la voz en su cabeza, y ahora había en ella un matiz de curiosidad, como si incluso el dueño de la voz sintiera atracción y respeto por el macabro tesoro—. Inclínate y tócalas, Dumiitruuu.

El joven no podía desobedecer; palpó los polvos, que eran finos como el talco y resbaladizos como el mercurio; corrieron por sus manos y las dejaron limpias, sin ningún residuo. Y mientras él tocaba las sales, la criatura en su mente pareció olfatear, paladear incluso la esencia de aquello que había ordenado a Dumitru que examinara. Y dijo:

Ah… Éste era griego, lo reconozco, hemos hablado en varias ocasiones. Sí, era un sacerdote venido de Grecia, que conocía las leyendas de los vrykoulakas. Había emprendido una cruzada contra ellos, y la había continuado a través del mar en Moldavia, en Valaquia, y hasta en estas montañas. Construyó una gran iglesia en Alba Iulia, que posiblemente sigue en pie, y desde allí viajaba a ciudades y pueblos para buscar a los monstruosos vrykoulakas.

La gente de los pueblos y las ciudades acusaba a sus enemigos —a menudo sabiendo que eran inocentes—, y según el poder y la clase social del acusador, el venerable Arakli Aenos —que así se llamaba—, «probaba» o «refutaba» la acusación. Por ejemplo, si un famoso boyardo afirmaba que determinadas personas eran demonios que chupaban sangre, puedes estar seguro de que el griego descubría que lo eran. Pero si un hombre pobre hacía la misma acusación —aunque tuviera fundamento—, se le ignoraba, e incluso se le castigaba por mentiroso. El viejo Aenos era un cazador de brujas y un farsante, y en una ocasión hasta me acusó a mí, y tuve que apresurarme a huir de Visegrad, pues vinieron a matarme. Sí, aquellos fueron tiempos difíciles para mí…

Sí, pero siempre llega la ocasión de desquitarse. Polvo eres y en polvo te convertirás. Cuando el viejo farsante murió, lo enterraron en Alba Iulia, junto a la iglesia que había levantado, y en un féretro revestido de plomo. ¡Qué favor me hicieron! Porque, tal como deseaban, el plomo del féretro no permitió que hubiera filtraciones, o que acabaran con el cuerpo gusanos y roedores; hasta que cien años más tarde yo exhumé el cadáver. Sí, y tuvimos unas cuantas conversaciones. Pero al final de cuentas, ¿qué sabía el viejo Aenos? ¡Nada, no era más que un farsante. Un impostor!

Pero al menos me desquité. Ese montoncillo de polvo que has tocado es Arakli Aenos… ¡Y cómo chillaba el perro cuando le devolví forma y carne, y lo quemé con hierros candentes! ¡Ja, ja, ja!

Dumitru, horrorizado, retiró de inmediato los dedos de las «sales» y sacudió las manos como si también a ellas las hubieran quemado con hierros candentes, las sopló y se las restregó en la rústica tela de los pantalones. Se puso de pie y retrocedió para alejarse de las urnas rotas, pero tropezó con un estante que había detrás de él. Cayó de bruces al suelo, sobre el polvo y las sales, pero esto sirvió para aclarar un poco su mente perpleja. El dueño de la voz lo advirtió de inmediato, y redobló la presión.

Tranquilo, tranquilo, hijo mío. Ah, ya veo. Tú piensas que te torturo sin ningún objetivo, simplemente por placer. Pero no, no es así, considero justo que conozcas la importancia de los servicios que me prestas. Tu ofrenda es cuantiosa: socorro, sustento, reaprovisionamiento. Y yo, a cambio, te concedo sabiduría…, aunque sea por un breve tiempo. Y ahora ponte de pie, yérguete, presta atención a mis palabras y haz lo que ellas te señalen.

Los muros, Dumiitruuu, ve hacia los muros. ¡Bien! Ahora recorre con tus ojos y con tus manos las pinturas. Mira y aprende.

He aquí un hombre. Nace, vive su vida y muere. Príncipe o campesino, santo o pecador, todos acaban igual. Ya los ves en los frescos: hombres piadosos y canallas avanzando sin pausa de la cuna a la tumba, lanzados desde el dulce y cálido instante de la concepción al helado y vacío abismo de la disolución. Al parecer, ésa es la suerte de todos los hombres: fundirse con la tierra, y que todo lo que han aprendido en vida se desperdicie, y sus secretos permanezcan en ellos para siempre…

Pero los restos de algunos hombres —como, por ejemplo, los del sacerdote griego—, debido a las características de su sepultura, permanecen intactos, y otros son quemados, y sus cenizas depositadas en urnas: ésos tampoco se confunden con la tierra, y permanecen puros. Allí están, algún que otro fragmento de hueso y un puñado de cenizas que encierran toda la sabiduría que poseían cuando paseaban sobre la tierra, todos los secretos de la vida y a veces los de la muerte —y tal vez los de estados intermedios entre una y otra— que se llevaron a la tumba. Todo perdido.

Ya sé, dirás tú, ¿y el conocimiento que contienen los libros, que se transmite oralmente, o se graba en las piedras? Un hombre instruido, si lo desea, puede legar sus conocimientos a los que vengan después por todos estos medios.

¿Pero qué dices? ¿Tablas de piedra grabadas? Si hasta las montañas sucumben a la erosión, y se sabe que épocas enteras han sido borradas para siempre. ¿La transmisión oral? Cuéntale a un hombre una historia, y cuando él la repita ya la habrá cambiado y después de veinte veces de ser contada puede que sea irreconocible. ¿Los libros? En un siglo se marchitan, en dos se vuelven frágiles y se rompen, en tres se convierten en polvo. No, no me hables de libros, son la cosa más perecedera que existe. Hubo una vez en Alejandría la biblioteca más maravillosa del mundo… ¿y dónde, dime, están ahora esos libros? Desaparecidos, Dumiitruuu, desaparecidos con los hombres de antaño. Pero, a diferencia de los libros, los hombres no son olvidados. No forzosamente…

¿Y si un hombre no desea que sus secretos se conozcan?

Pero dejemos este tema por el momento; mira, los frescos han cambiado. Y aquí hay otro hombre… En todo caso, démosle ese nombre. Pero es extraño, no fue concebido solamente por un hombre y una mujer. Puedes verlo por ti mismo: su padre es… ¿pero qué es esto? ¿Una serpiente? ¿Una babosa? Y la criatura produce un huevo, que el hombre recibe dentro de sí. Y ahora esta afortunada persona ya no es meramente humana, sino otra cosa. ¡Ah! Y mira… Este ser no muere, sino que continúa viviendo. Una y otra vez. Puede que para siempre.

¿Me sigues, Dumiitruuu? ¿Sigues las pinturas del muro? Sí, y a menos que esta criatura tan especial sea asesinada por algún hombre brutal que tenga los conocimientos necesarios para poder hacerlo, o muera accidentalmente, cosa que suele ocurrir alguna vez, este ser vivirá eternamente. Claro que… tiene necesidades. No se alimenta como el resto de los hombres. No, él conoce mejores fuentes de alimentación. La sangre es la vida…

¿Sabes cómo se llama esta criatura, hijo mío?

—Sí —respondió Dumitru, que parecía hablar al vacío de un recinto ocupado solamente por él—, sé los nombres que tienen los hombres como él. Los griegos los llaman «vrykoulakas», como ya lo has dicho antes; los rusos, «viesczy»; y nosotros, los Viajeros, los cíngaros, los llamamos «moroi», vampiros.

Existe otro nombre —dijo la voz—, originario de una tierra muy, muy lejana en el espacio y en el tiempo. Es el nombre que ellos se dan a sí mismos: «wamphyri» —y la voz hizo una pausa, quizá de reverencia.

Y ahora, Dumiitruuu —continuó luego—, dime si sabes quién soy. Sí, ya sé que soy una voz que suena en tu cabeza, pero a menos que estés loco, la voz debe de tener un emisor. ¿Has adivinado mi identidad? ¿O quizá la conocías desde el primer momento?

—Eres el Viejo —respondió Dumitru, como si masticara las palabras, la garganta reseca—. El no muerto, el patrón de los cíngaros Zirras, el que no muere. Eres Janos, el barón Ferenczy.

Puede que seas un campesino, pero no eres un ignorante —dijo la voz—. Sí, soy quien has dicho. Y tú estás a mis órdenes. Pero ante todo, una pregunta: en la tribu de Vasile Zirra, tu padre, ¿hay alguien que tenga cuatro dedos? Podría ser un niño, nacido hace poco tiempo, o quizás un extranjero que encontrasteis en uno de vuestros viajes, y deseaba unirse a la tribu.

Algunos pensarían que era una pregunta muy rara, pero no Dumitru. Era parte de la leyenda: un día llegaría un hombre que, en lugar de los cinco dedos habituales, tendría sólo tres y el pulgar; habría nacido así, no los habría perdido en un accidente ni en una operación. Y ni siquiera parecería grotesco a la mirada de los demás.

—No —respondió sin vacilar Dumitru—. No ha venido.

La voz emitió un gruñido mental; Dumitru casi podía ver el gesto de impaciencia con que había encogido sus anchos, fornidos hombros.

No ha venido —repitió la voz de Janos Ferenczy—, aún no ha venido.

Pero… la actitud de la invisible presencia era cambiante; en un instante había olvidado su decepción y la sustituyó por un sentimiento de resignación.

Y yo que le espero desde hace años. Pero, al fin y al cabo, ¿qué es el tiempo para los wamphyri?

Dumitru no respondió. Al examinar las pinturas murales había llegado a una zona de la pared donde se veían escenas horripilantes. Los frescos eran como un tapiz, contaban una historia en imágenes, pero éstas parecían salidas de una pesadilla. En la primera, cuatro hombres sostenían a otro por sus extremidades, y un quinto torturador, ataviado con bombachos turcos, se inclinaba sobre el prisionero enarbolando una cimitarra, mientras el sexto hombre estaba arrodillado muy cerca, con un mazo y una aguda estaca de madera en las manos. En la escena siguiente, la víctima había sido decapitada y le habían clavado la estaca, que le mantenía sujeto al suelo, pero de su cuello salía algo que parecía una babosa gigante, o una serpiente, y los hombres aparecían echados hacia atrás y con una mueca de horror en los rostros. En el tercer fresco, los hombres habían rodeado a la extraña criatura con un círculo de antorchas y la estaban quemando, y también ardían en un pira la cabeza y el cuerpo del que había albergado a la criatura. En la cuarta y penúltima escena un sacerdote balanceaba su incensario con una mano, y con la otra echaba las cenizas del vampiro en una urna. Se trataba, según cabe presumir, de un ritual de exorcismo, de purificación. Pero si lo era, era un error, no servía de nada.

En la última escena se veía la misma urna, y sobre ella volaba un negro murciélago, que se alzaba como el ave fénix de las cenizas. ¡El signo cabalístico de Ferenczy!

—dijo Janos en la cabeza de Dumitru—, pero esto no sucederá hasta el advenimiento del hombre de los cuatro dedos, el verdadero hijo de mis hijos. Porque sólo entonces podré escapar de un recipiente hacia el otro. Porque hay recipientes y recipientes, Dumiitruuu, y, algunos son de piedra…

La mente del joven comenzaba una vez más a salir de la confusión. Vio de repente que la antorcha, que había puesto en un soporte de metal en la pared, estaba casi extinguida. La quitó y con movimientos temblorosos encendió otra, moviéndola un poco para que cogiera la llama. Y pasándose la lengua por los labios resecos, miró las interminables hileras de urnas y se preguntó en cuál de ellas estaría su torturador. ¡Qué fácil sería romperla, aventar las cenizas, y arrojar su antorcha contra los restos para ver si ardían por segunda vez! Janos no demoró en advertir la reaparición de la voluntad del cíngaro, ni en leer la amenaza en la mente que dominaba. Rió silenciosamente y dijo:

¡Aquí no, Dumiitruuu, aquí no! ¿Quieres verme yacer entre la escoria? ¿Es que estas ideas de traición que escucho son tuyas? Claro que no llevarías nuestra sangre si no se te ocurrieran semejantes cosas —y el demonio volvió a reír—. Pero hiciste bien en encender otra antorcha; es mejor no dejar que la llama se apague, porque este lugar es terriblemente oscuro, Dumiitruuu. Además, aún hay una o dos cosas que quiero mostrarte, y necesitamos la luz. Mira a tu derecha, hijo mío, y verás una habitación. Cruza la arcada, y descubrirás mi verdadera madriguera.

Si Dumitru hubiese intentado luchar consigo mismo, habría sido inútil; el dominio del vampiro sobre su mente era más vigoroso que nunca. Hizo lo que le decía, cruzó la arcada y entró en una habitación muy similar a las otras, excepto en los objetos que contenía. Aquí no había estantes llenos de ánforas ni frescos en las paredes; esto era más un lugar de estar que un depósito; en las paredes colgaban tapices, y el suelo estaba revestido de brillantes baldosas de cerámica verdes. En el centro, un mosaico realizado con baldosas mucho más pequeñas exhibía el profético blasón de los Ferenczy, y a un lado, cerca de la gran chimenea, se hallaba una antigua mesa de cedro negro.

Los tapices que colgaban de las paredes estaban en jirones, y con tanto polvo como en el resto de la cripta, pero había un detalle que no cuadraba. Sobre la mesa había papeles, libros, sobres, sellos diversos y lacre, plumas y tinta: objetos modernos si se los comparaba con todo lo que Dumitru había visto hasta ahora. ¿Eran las cosas de Ferenczy? El joven había supuesto que el Viejo estaba muerto —o no muerto—, pero todo esto parecía indicar lo contrario.

No —le contradijo la viscosa voz mental del barón—, no son mías sino propiedad de un… llamémosle discípulo. Estudió mis hazañas, y quizás hasta se hubiera atrevido a estudiarme a mí. Conocía muy bien las palabras para llamarme, pero no sabía dónde encontrarme, ni siquiera sabía que yo estaba aquí. Pero ¡ay!, creo que ya no existe. Lo más probable es que sus huesos estén en algún lugar arriba, entre las ruinas. Me gustaría muchísimo encontrarlo algún día, y hacer por él lo que él hubiera podido hacer por mí.

Mientras la voz de Janos Ferenczy recordaba el pasado, Dumitru había ido hasta la mesa. En ella había cartas, pero no estaban escritas en una lengua que él pudiera leer. No obstante, pudo descifrar las fechas. Habían sido escritas hacía unos cincuenta años, y dirigidas a un tal M. Raynaud, de París, a Josef Nadek, de Praga, a Colin Grieve, de Edimburgo, y a Joseph Curwen, de Providence; sí, y a muchos otros en pueblos y ciudades de diferentes países. Como lo atestiguaba la letra en los envejecidos papeles, todos esos nombres y direcciones habían sido escritos por la misma persona, un tal Mr. Hutchinson, o «Edw. H.», como firmaba con frecuencia.

En cuanto a los libros, no significaban nada para Dumitru. Era un campesino, por mucho que hubiera viajado y que conociera varias lenguas y dialectos. De modo que títulos como Turba Philosophorum, o Thesaurus Chemicus, de Bacon, o De Lapide Philosophico para él no querían decir nada.

Pero en el libro que todavía estaba abierto, y a pesar del espeso polvo que cubría sus páginas, Dumitru vio imágenes que sí tenían sentido, y éste era horripilante. Porque allí se mostraban hasta en sus menores detalles las torturas más terribles, más brutales. Los dibujos hicieron que Dumitru, a pesar de estar medio hipnotizado, retrocediera estremecido, intentando poner distancia entre él y las páginas. Un instante después, no obstante, los demás objetos de la habitación, que hasta ese momento no le habían llamado la atención, le atrajeron con fuerza irresistible; esto es, los grillos y las esposas que colgaban de gruesas cadenas de las paredes, algunos instrumentos atacados por la corrosión, tirados desordenadamente en un rincón, y varios braseros de hierro que aún guardaban las cenizas de antiguos fuegos.

Pero antes de que pudiera estudiar más detenidamente aquellos objetos —suponiendo que ésta hubiera sido su intención—, la viscosa voz burbujeó en su cabeza:

Dime, Dumitru, ¿has tenido alguna vez sed, sed de verdad? ¿Has errado por un desierto, sin ver agua, ni la más remota señal de que la hubiera, y has sentido que tu garganta se convertía en una úlcera palpitante, que apenas dejaba pasar el aire que respirabas? Bien, es posible que vivieras una ocasión en la que te sentías seco como la sal, y quizá su recuerdo te ayude a comprender, aunque sólo parcialmente, cómo me siento yo ahora. Sólo en parte, porque tú nunca has sido como la sal. ¡Ah, hijo mío, si tan sólo pudiera describir mi sed!

Pero hablemos de otra cosa. Ahora estoy seguro de que comprendes en parte mis obras, lo que yo significo, mi poder y mi destino, y también que las necesidades de Alguien como yo tienen una importancia que está por muy por encima de la vida vulgar, de las vidas. Y ha llegado el momento de darte a conocer el misterio final, en donde ambos conoceremos el más exquisito éxtasis. Dumitru, entra en la gran chimenea.

¿Entrar en una chimenea, en un hogar? Dumitru la miró y sintió el impulso de retroceder, pero no pudo. Enorme y ennegrecido por el fuego, el cañón de la chimenea tenía un metro veinte centímetros de ancho por un metro y medio de alto y estaba construido en forma de arcada; Dumitru tuvo que inclinarse apenas para entrar. Pero antes encendió otra antorcha; una pausa que Janos Ferenczy interpretó como un signo de duda.

Rápido, Dumitru —le urgió la horrible voz—, mi necesidad es tal que ya no puedo soportarla, no puedes hacerme esperar.

Dumitru entró en el hogar y sostuvo en alto la antorcha para iluminar el lugar. El cañón de la chimenea, amplio y ennegrecido por el fuego, se abría encima de su cabeza, levemente torcido. El joven miró hacia arriba, esperando ver una luz, pero no había más que oscuridad. Esto no era extraño: el cañón de la chimenea tenía seguramente varias desviaciones antes de llegar a la superficie, y en la zona superior, además, debía de estar obstruido por las ruinas.

Dumitru inspeccionó el lugar con la antorcha, y vio unos peldaños de hierro en la parte de atrás del conducto. En sus días de gloria, las chimeneas del castillo necesitaban una limpieza de cuando en cuando. Con todo, no había la acumulación de hollín que era de esperar; aparte de unas quemaduras superficiales, la chimenea no parecía haber sido muy utilizada.

Sí, sí que ha sido usada, hijo mío —dijo con una risa obscena la incorpórea voz de Janos Ferenczy—, ya lo verás, ya lo verás. Pero ante todo, apártate un poco hacia el costado. Antes de que tú asciendas, hay otros que deben descender. Mis pequeñas mascotas, mis pequeños amigos…

Dumitru se aplastó contra el muro lateral y se oyó un ruido de alas, aumentado por el cañón de la chimenea hasta parecer un rugido, y una colonia de pequeños murciélagos, cuyos cuerpos formaban una columna casi sólida, descendió por el conducto y se dispersó por las criptas subterráneas. Durante unos momentos, que a Dumitru le parecieron muy largos, no dejaron de salir murciélagos, y el joven empezó a pensar que aquello no acabaría nunca, pero por fin el rugido se hizo más y más débil, salieron unos pocos animales rezagados y después volvió el silencio.

Sube ahora —dijo Ferenczy, y se aferró con más fuerza a la mente de su esclavo.

Los peldaños eran anchos y poco profundos, había unos treinta centímetros de distancia entra cada uno de ellos y el siguiente, y estaban firmemente embutidos en el enlucido que unía las piedras. Dumitru descubrió que podía sostenerse para subir con una sola mano, y con la otra llevar la antorcha. Después de nueve o diez peldaños, la chimenea se hizo mucho más estrecha, y unos diez escalones más adelante describió una curva de unos cuarenta y cinco grados y se convirtió en poco más que un estrecho cañón ascendente. Poco más adelante, desaparecieron los peldaños de hierro y fueron reemplazados por estrechos escalones de piedra. Poco después, el «suelo» se volvió completamente horizontal y el techo gradualmente alcanzó una altura de alrededor de tres metros y medio.

Dumitru se encontró ahora en un estrecho corredor de no más de noventa centímetros de ancho y un largo imposible de determinar. Una sensación de horror se apoderó de él, y le hizo que se detuviera. Temblando, bañado en un sudor helado, el corazón latiendo en su pecho como un pájaro atrapado, el joven alzó su antorcha. Adelante, entre las sombras que no alcanzaba a despejar la débil luz, un par de ojos triangulares —feroces ojos de lobo—, parecían flotar cerca del suelo, y relampaguearon reflejando la luz temblorosa de la antorcha. Los ojos estaban fijos en Dumitru.

Es un viejo amigo mío, Dumiitruuu —la voz de Janos Ferenczy se deslizó en la mente del joven como un lodo incorpóreo—. Igual que los cíngaros, él, sus descendientes y todos los de su raza me han guardado durante muchos años. Si no fuera por estos lobos, más de un curioso se atrevería a invadir mi morada. ¿Te ha asustado? ¿Creíste que él estaba más arriba, y a tus espaldas, y te sorprendió encontrártelo delante? ¿Pero no te das cuenta de que éste es mi refugio? Y muy malo sería si en él sólo se pudiera entrar o salir por una sola vía. Si sigues este pasadizo, verás que acaba en una cueva en la ladera de la montaña. Claro que no tendrás que ir tan lejos…

La voz no se molestó en disimular la amenaza. Ferenczy ahora obtendría lo que le era debido. Su garra se cerró implacable sobre la mente y la voluntad del joven, y el barón ordenó con voz helada:

Sigue.

Más allá del joven, el gran lobo se dio la vuelta y continuó con largos pasos hasta que su sombra gris se fundió en la oscuridad. Dumitru le siguió con pasos inseguros; el corazón le latía tan fuerte que el joven pensó que oía el zumbido de su sangre en las venas como se oye el mar en el hueco de una caracola. Y él no era el único que lo oía…

¡Ah, hijo mío, hijo mío! —la voz era un gorgoteo de monstruosa esperanza, de deseo sin límites—. Tu corazón salta en el pecho como un ciervo herido por un rayo. ¡Cuánto vigor, cuánta juventud! Pero ten la seguridad de que lo que te da tanto miedo está a punto de concluir, Dumiitruuu…

El pasadizo se ensanchó; a la izquierda de Dumitru el muro continuaba como antes, pero a la derecha una depresión, una especie de trinchera corría paralela, cavada en la sólida roca, y se hacía más profunda a cada paso que daba el joven. Dumitru alzó la antorcha sobre el borde y miró hacia abajo, y en lo más profundo del foso vio… la boca y el estrecho cuello de una urna negra, medio enterrada en la oscura tierra.

La abertura de la urna —como una boca de labios salientes, que parecían expandirse y contraerse en una mueca horrible a la luz temblorosa de la antorcha— estaba a poco más de un metro por debajo del sendero donde se encontraba Dumitru. Atrás de la urna, el suelo de roca de la trinchera había sido excavado en forma de V, y descendía suavemente como un canalón hasta la boca del recipiente, donde se estrechaba hasta adquirir la forma de un pitorro que penetraba en los labios; en la dirección contraria, el gran canalón en forma de V ascendía suavemente y se perdía en las sombras. Parecía una de esas tuberías que juntan el agua de la lluvia y la vierten dentro de un tonel, y, tal como una tubería, estaba manchado por el líquido que había corrido en él…

Dumitru permaneció de pie y tembloroso durante unos instantes, sin comprender del todo lo que veía, pero sabiendo intuitivamente qué era, sabiendo que aquel artilugio era la verdadera encarnación del mal. Y mientras exudaba un helado y viscoso sudor, y sentía que su cuerpo temblaba sin cesar, la voz de su torturador resonó una vez más en su mente confusa.

Adelante, hijo mío —le urgió la terrible voz—, uno o dos pasos más, Dumitru, y todo te será revelado. Pero ten cuidado, mucho cuidado, no te desvanezcas, ni te caigas del sendero.

Dos pasos más, los ojos fijos en aquella terrible urna, sin pestañear siquiera, y Dumitru pudo ver el lugar donde terminaba el foso: un espacio apaisado, como una tumba abierta. Y cuando la luz de la antorcha lo iluminó, vio lo que contenía.

¡Púas! Afiladas garras de hierro herrumbrado, que llenaban aquel espacio de borde a borde. Había al menos tres docenas… y Dumitru supo para qué servían, y comprendió en aquel instante el objetivo de Ferenczy.

¿Qué? Ja, ja, ja! —la horrible risa, aunque no resonó en sus oídos, llenó su mente—. ¿De modo que al final habrá una batalla de voluntades, hijo mío?

¿Una batalla de voluntades? Dumitru endureció la suya, luchó por el dominio de su mente, de sus jóvenes y poderosos músculos. Y exclamó:

—¡Yo… no… me mataré por ti…, viejo demonio!

Claro que no lo harás, Dumiitruuu. Ni siquiera yo puedo convencerte de ello contra tu voluntad. La persuasión tiene sus límites. No, hijo mío, no te matarás. Te mataré yo. ¡Y ya lo he hecho!

Dumitru sintió de repente que había recuperado sus fuerzas, que su mente estaba por fin libre de los grilletes de Ferenczy. Se pasó la lengua por los labios resecos, miró a uno y otro lado. ¿Por dónde escapar? Hacia adelante, en algún lugar un gran lobo aguardaba. Pero él todavía tenía su antorcha y la llama haría retroceder al animal. Y detrás de él…

Y desde atrás el aire, de repente, se agitó como en un vendaval, sacudido por miríadas de alas. ¡Los murciélagos!

Dumitru se sintió agobiado por la terrible claustrofobia que le provocaba el lugar. Percibió con claridad que, incluso sin los murciélagos, cuyo regreso parecía inminente, nunca tendría valor suficiente como para desandar el camino que había hecho y descender por los escalones de la falsa chimenea, y luego cruzar las criptas del castillo con sus urnas funerarias, y volver a subir la resonante escalera de piedra rumbo al mundo exterior. No, sólo había un camino a seguir, hacia adelante, hacia aquello que le aguardaba. Y cuando llegaron volando los primeros murciélagos, el joven se lanzó a correr por el estrecho borde de piedra.

¡Qué de repente se inclinó bajo su peso! Y:

¡Ajá! —dijo la horrible voz en su cabeza, ahora con tono triunfal—. ¡Pero si un lobo, aunque sea muy grande, pesa menos que un hombre ya crecido, Dumiitruuu!

Frente al foso lleno de púas, el muro y el estrecho sendero de piedra se inclinaron noventa grados y arrojaron a Dumitru sobre los aguzados hierros. El joven comenzó a lanzar un grito de comprensión y horror combinados, pero enmudeció cuando las púas le atravesaron el cráneo, y la columna vertebral, y casi todos los órganos vitales, aunque no el corazón. Éste, que todavía latía, continuó bombardeando la sangre, bombeándola a través de las múltiples heridas del cuerpo empalado del joven que se retorcía sobre los hierros del foso.

¿No te había dicho que sería el éxtasis, Dumiitruuu? ¿Y no te había dicho que te mataría?

Las palabras de regocijo del monstruo llegaron flotando en medio de la agonía del joven, pero débiles y desvaídas, como la agonía misma. Y éste fue el último tormento, la burla final de Janos Ferenczy, porque Dumitru ya no podía escucharle.

Pero Janos no se sintió molesto. No, porque ahora debía ocuparse de algo mucho más importante, debía saciar una antigua sed. Al menos hasta la siguiente ocasión.

La sangre corrió por el canalón en forma de V, y saltó del pitorro a la boca de la urna para mojar lo que fuera que había en el interior. Antiguas cenizas, sales —los elementos químicos de un hombre, de un monstruo— la absorbieron, burbujearon y se hincharon con ella, humearon y ardieron sin llama. La reacción química fue tal que los obscenos labios de la urna casi parecieron eructar…

El gran lobo regresó poco rato después. Pasó bajo los murciélagos, que se habían apelotonado y construido un cielo raso de piel viva, avanzó con cautela por el tramo donde el móvil suelo y el muro del corredor habían retornado a su posición inicial y se detuvo a contemplar la urna, ya silenciosa.

Y luego… gimió y saltó al foso, trepó por el canalón de piedra arriba de la urna, y se deslizó tímidamente por entre las púas hasta una zona despejada al final de la zanja. Allí se giró y comenzó a liberar el desangrado cuerpo de Dumitru de las púas, retirándolo con cuidado de una en una.

Cuando terminó, saltó del foso, que en este lugar no era profundo, y sacó luego el cadáver, arrastrándolo hasta el «Sitio de los muchos huesos», donde podría alimentarse a placer. El viejo lobo estaba familiarizado con esta rutina. Había realizado esta tarea en varias ocasiones. Y antes que él, su padre había hecho lo mismo. Y el padre de su padre. Y el padre del padre del padre de…