Capítulo veintisiete

Fusión - Fisión - Final

Los lores wamphyri raptaron más mujeres de la Tierra del Sol; satisfecha su lujuria y con los estómagos llenos, se echaron a dormir, igual que sus bestias y esclavos. El alba se acercaba poco a poco y el cielo de la Tierra del Sol comenzó a iluminarse. Despertaron con las primeras lluvias cálidas, antes de que los primeros rayos mortales asomaran por entre los picos para caer sobre la Tierra de las Estrellas y el norte, entonces atravesarían la Puerta e invadirían el mundo que había detrás. Pero entretanto dormían.

Harry Wolfson —en otros tiempos, Harry hijo, luego el Habitante y, más tarde, jefe de la gris hermandad— bajó de las montañas con paso amortiguado, recorrió las estribaciones y desde las sombras contempló a las fuerzas del mal, tendidas bajo el fulgor de la Puerta.

Las miraba y también veía los desnudos cuerpos humanos que aparecían crucificados en el mismo centro. Aunque el enorme lobo gris no tenía manera de saberlo, a él, a su padre y a Shaitan el Caído, a los tres, los aquejaba el mismo problema: tenían la memoria deteriorada. Pero mientras que en Shaitan la deficiencia estaba localizada y se había estabilizado, y en el caso de Harry padre mejoraba gradualmente, en Harry Wolfson empeoraba con el paso del tiempo y no mejoraría hasta que concluyera su transformación en lobo.

En ese momento, unos leves recuerdos se agitaron en el fondo de su mente: recordaba a la mujer enterrada en la tierra dura que lo había amamantado, al hombre crucificado que era su padre y a una muchacha, también crucificada, que había sido su aliada. Recordaba también una batalla acaecida hacía mucho, mucho tiempo, en un lugar llamado el jardín y que había marcado el fin de una vida y el inicio de otra; y también se acordaba de otra batalla más reciente, en el mismo lugar, en la que él y sus grises hermanos sólo habían participado como meros observadores. Y también cómo había planeado participar en esa batalla, del lado de los dos que estaban crucificados, pero… no recordaba los motivos. En cualquier caso, no habría habido diferencia alguna; ellos habían peleado en el aire y sus guerreros eran inmensos, y él y la manada no eran más que lobos. Sin embargo, sentía que había fallado a esas pobres criaturas crucificadas: el hombre, inconsciente en su cruz, y la mujer, despierta, habituada e incluso resignada al dolor, pero no inmune al oscuro odio que la corroía por dentro. Allá, en las estribaciones de las montañas, uno de sus hermanos volvió la cabeza y aulló a la luna que se elevaba sobre las cumbres. El cuarto menguante, al reflejar la luz, aparecía de un leve tono dorado; el alba no tardaría en llegar. Otro aullido que siguió al primero inspiró en Harry Wolfson el siguiente pensamiento instintivo: Silencio. ¡Callaos! No despertéis a los que duermen.

Sus hermanos lo oyeron, también lady Karen.

¿Habitante? Sus pensamientos eran débiles y estaban rodeados de un escudo para que no los penetraran las mentes de los vampiros dormidos. Pero evocaron un tropel de recuerdos, aunque borrosos. Harry Wolfson sabía que ella le hablaba.

, soy ése, respondió al fin. Después de una pausa, aclaró: Era ése. Tenía que saber la verdad y le preguntó: ¿Te he…, te he traicionado?

¿Por lo de la lucha? (La mujer negó con la cabeza y él percibió el movimiento telepáticamente.) No, estaba perdida desde el principio. Tu padre y yo habíamos visto ya nuestros futuros: ¡un fuego dorado que ardía en el continuo de Möbius! En cuanto a nuestros enemigos: también creímos haber visto su fin, pero nos equivocamos. Al parecer, sus futuros no están aquí, en la Tierra de las Estrellas, sino en el mundo que está del otro lado de la Puerta. Sus palabras iban acompañadas de unas imágenes, escenas sacadas del viaje al futuro que había hecho junto al necroscopio, y se preguntó si las entendería.

Las comprendió y dijo:

Lo siento. Pero sus recuerdos surgían más claros y comenzaban a agolparse en su mente. Mi padre debía haber sabido que eso no se hace, leer el futuro no es cosa limpia.

Es verdad, convino ella. Interpreté que el fuego dorado podía ser el del sol. Pero no, sólo eran… hogueras. Ambas cosas arden, es verdad, pero el fuego de Shaithis es el peor, porque viene de él. ¡Cómo detesto a ese maldito cabrón!

Harry Wolfson vio los troncos y las ramas apilados debajo de ella.

¿Shaithis te va a quemar?

Quemará lo que quede de mí cuando sus guerreros hayan acabado conmigo. Aunque se tratara de la mente de un lobo, leyó en ella el horror.

¿Hay algo que pueda hacer? Harry Wolfson se acercó, arrastrando la panza contra el suelo, con sigilo, para no despertar a los esclavos que estaban tendidos en un círculo abierto alrededor de las dos tiendas negras que había en su centro.

Vete, contestó. Regresa a las montañas. Sálvate. Termina de transformarte en lobo. Come sólo lo que mates y nunca muerdas a ningún hombre ni a ninguna mujer, de lo contrario, les transmitirás tu misma condena.

Pero… en el jardín fuimos aliados, le dijo. Karen volvió a ver en la mente de Wolfson imágenes de fuego, muerte y destrucción.

Sí, pero entonces teníais poder, tú y tus armas. En cuanto hubo expresado ese pensamiento, otro se formó en su mente. El de la venganza. ¿Queda algo de tu arsenal?

La mente de Wolfson volvía a divagar; miraba hacia todos lados y se preguntaba qué hacía ahí; su compañera, que estaba preñada, tendría hambre y estaría esperándolo. ¿Arsenal?

No lo recordaba, entonces ella le enseñó una imagen.

¿Puedes traerme una de éstas?

En la planicie de peñascos, a unos doscientos metros de allí, un guerrero saciado bufó en sueños. Con un movimiento serpenteante, Harry Wolfson se ocultó en las sombras y se alejó hacia las estribaciones de las montañas para reunirse con la manada. Karen recibió un solo pensamiento antes de que la conexión se interrumpiera. ¡Adiós!

Y allí colgada, carcomida por el dolor, envuelta en la noche y el frío, pensó: No lo recordará. Pero se equivocaba.

Regresó, aunque apenas a tiempo; llegó desde el sur junto con las nubes, con las primeras lluvias cálidas, con la luz grisácea que iluminaba el cielo detrás de las montañas. Llegó con el falso amanecer, antes de que el sol se levantara del todo, y desafió al círculo de esclavos, que seguían dormidos y se rascaban y mascullaban en sueños. Subió por los troncos y las ramas de la pira de Karen, se levantó sobre las patas traseras para quedar cara a cara, como si quisiera besarla. Pero la boca de Karen parecía una cuchillada abierta en su cara metamórfica y lo que le dio entonces no fue un beso.

¡Hechicero, necroscopio, despierta!

Harry se sobresaltó al notar que los pensamientos de Shaithis lo golpeaban cual latigazos; después oyó sus palabras:

—Necroscopio, tu tormento no tardará en llegar a su fin. Abre los ojos y despídete de todo esto. De tu lady, de tu vida…, de todo.

Los pensamientos de Harry habían logrado tomar forma y ordenarse; su mente estaba casi curada; su cuerpo, no del todo. La plata se encontraba en el torrente de su sangre vampírica como granos de arsénico, de manera que su carne y sus huesos rotos no podían reconstruirse. Pero oyó que Shaithis lo azuzaba, sintió cómo lo mojaba la lluvia y abrió los ojos tristes para ver la luz grisácea que precede al amanecer. Entonces deseó haber estado ciego.

Los lugartenientes de Shaithis se habían encaramado a unas escaleras y bajaban a Karen de su cruz. La cabeza se le iba de un lado a otro y los miembros le colgaban laxos cuando la dejaron caer sobre una manta que había en el suelo de piedra. Shaithis se apartó de la cruz de Harry, entró en su tienda, cortó las ataduras que la mantenían en pie y la tienda se vino abajo como un globo deshinchado.

—Ya ves, necroscopio, que pienso cumplir con mi promesa. Como noto que lo ves, lo oyes y lo entiendes todo, en esta ocasión, por última vez, voy a tomarla a la vista de todos. Ya no le encuentro ningún placer; ahora, todos mis esfuerzos irán dedicados a ti. ¡Y cuando haya terminado, presenciarás cómo mis guerreros concluyen mi obra! Siempre es bueno tener contentas a tus criaturas, ¿no te parece? Al fin y al cabo, hace tiempo, ellas también fueron hombres.

La lluvia caía con más fuerza y Shaithis comenzó a dar órdenes. Sus esclavos partieron por la mitad la tienda caída, y con los trozos de pieles comenzaron a tapar los haces de leña para las piras de la tortura. No convenía que se mojaran.

Entretanto, Shaithis había vuelto a acercarse a la cruz; Shaitan salió de su tienda y lo sintió. Más sanguijuela que hombre, los ojos del Caído eran ascuas ardientes bajo la sombra negra de su arrugado capuchón de carne.

—Ya es la hora —dijo con una voz cargada de flemas—, y la Puerta espera. Acaba con todo esto. Pon a la mujer en la pira y quémalos.

Shaithis se detuvo. Recordó fugazmente su viejo sueño. Pero los sueños son para los soñadores, y él estaba cansado de negros presagios… y de las advertencias de su antepasado.

—Este hombre fue quien me envió al exilio en las Tierras Heladas —contestó—. Juré que me vengaría y eso pienso hacer.

Shaitan y Shaithis se miraron con ira. Ante el blanco resplandor de la Puerta, sus ojos ardieron mientras se sopesaban. Finalmente, el Caído se alejó y en voz baja dijo:

—Como quieras. Sea pues.

El cielo se había aclarado y ya no llovía. Shaithis ordenó a sus esclavos que encendieran las antorchas. Tomó una antorcha y la acercó a Harry.

—¿Y bien, necroscopio, por qué no levantas a los muertos? Mi antepasado me ha dicho que en tu mundo fuiste el defensor de los muertos. Yo mismo te vi invocar a los trogs para que te auxiliaran en la batalla por la posesión del jardín del Habitante. ¿Por qué no haces lo mismo ahora?

Harry no tenía fuerzas para ello (cosa que su torturador sabía muy bien), pero de haberlas tenido, era consciente de que los muertos no le responderían. Porque era vampiro y ellos lo habían abandonado. Pero en las estribaciones de las montañas, detrás de la Puerta, la silueta gris de un lobo se agitaba y gañía paseándose de un lado a otro; y la manada lo observaba con ojos feroces, las lenguas colgando y las orejas erguidas. La memoria del gran lobo era imperfecta y su naturaleza estaba en franca regresión, pero por el momento comprendía cada uno de los pensamientos del necroscopio. En una época pasada, cuando era un niño humano, la mente de Harry Wolfson había estado muy unida a la de su padre.

El necroscopio percibió la presencia de su hijo, notó su preocupación y de inmediato cerró su mente para que no pudieran entrar en ella. Le costó un gran esfuerzo, pero lo hizo. Shaitan se percató de inmediato, avanzó con paso majestuoso y dijo a Shaithis:

—Termina de una vez. ¡Te advierto que éste no está derrotado! Acaba de cerrar su mente, para que no sepamos qué se cuece en ella.

—Dentro de muy poco —respondió Shaithis con un gruñido—, ¡lo único que podrá cocerse allí serán sus sesos! ¡Mientras… déjame en paz!

Shaitan volvió a retirarse.

—¿Y bien, Harry Keogh? —gritó Shaithis al hombre crucificado. Agitó la antorcha y apartó las pieles que cubrían la leña—. ¿De modo que has pensado en excluirme de tu deliciosa agonía? ¿Podrás hacer caso omiso del dolor? Ah, es que nosotros, los wamphyri, disponemos de ciertas artes, es verdad, evitamos el latido de la carne destrozada y el dolor de los huesos fracturados, es verdad, incluso mientras se están curando. ¡Pero lo sentirás, sentirás muy bien cuando la carne se te empiece a derretir! —Inclinó la antorcha hacia la base de la pila—. ¿Qué me dices? ¿La enciendo ahora? ¿Estás dispuesto a arder?

Finalmente, Harry contestó:

—¡Arde tú…, tú…, excremento de trogs y hedor de bestia gaseosa! ¡Arde en el infierno!

Shaithis se dio una fuerte palmada en el muslo y se echó a reír como un poseso.

—¡Ja, ja, ja! Sarcasmo por sarcasmo, ¿eh? ¿Y te atreves a insultar a tu ejecutor? —Acercó la antorcha a un manojo de ramitas secas y un hilo de humo surgió de entre la leña, seguido de la pequeña lengua de una llama.

Al pie de las colinas en sombras, Harry Wolfson lanzó un prolongado aullido, se giró y a paso largo bajó la ladera hacia la planicie iluminada por la luz de la Puerta. La gris hermandad se disponía a seguirlo, pero él les ordenó:

¡No! Regresad a vuestras montañas. Lo que ha de ocurrirme, ocurrirá.

De la pira de Harry comenzaron a surgir las llamas, pequeñas lenguas brillantes que se iban animando rápidamente. Shaithis se acercó a Karen, que yacía sujeta por unos cuantos esclavos. Había recuperado la consciencia y se habría deshecho de ellos, pero carecía de fuerzas.

—Necroscopio —lo hostigaba aún el lord vampiro—, vagabundo en extraños mundos y en los espacios más extraños aún que existen entre esos mundos. Dime, ¿por qué no invocas uno de tus misteriosos agujeros y bajas de tu cruz? Anda, baja y rétame cara a cara, defiende a esta perra de cuya carne ambos hemos disfrutado. Vamos, necroscopio, sálvala de mi abrazo.

Instintivamente, la mente metafísica del necroscopio comenzó a invocar las matemáticas de Möbius. Invisible para todos, el trémulo marco de una puerta comenzó a formarse en su mente. Aunque, evidentemente, aparecía deformado y era muy volátil. Si pudiera desarrollarla por completo, toda aquella infamia acabaría: estando a tan poca distancia de la Puerta, lo más probable era que Harry acabara despedazado y que sus átomos se difundieran en miríadas de universos de luz. Tal vez ésa era la respuesta, la manera de terminar. Al menos de ese modo se ahorraría el martirio del fuego. ¿Pero cómo sería el martirio de los demás? ¿Cuál sería el martirio futuro del mundo entero que había al otro lado de la Puerta?

Era demasiado tarde para preocuparse por eso: la Tierra ya estaba condenada. ¿Lo estaba? Harry sabía que los milagros pueden ocurrir, y que de vez en cuando, cuando todo parece perdido, ocurren. En cualquier caso, cuando las cosas fueran realmente insoportables, siempre le quedaba el recurso de invocar otra puerta, una puerta más grande y más potente. Pero…

¡No!, gritó Harry Wolfson en el fondo de la mente del necroscopio, cuando pensaba en destruir todo aquello. Aguanta, padre. Sólo un momento. Harry notó que su hijo miraba las ecuaciones de Möbius que mutaban en su mente, así como la fluctuante configuración de la puerta a medio formar. Miraba atentamente, se esforzaba por entender y… ¡finalmente lo recordó!

Un instante más, y el gran lobo comenzó a invocar ecuaciones que ni Harry habría sido incapaz de identificar, aunque hubiera estado en poder de sus plenas facultades; eran símbolos que provenían de una época en la que el hijo del necroscopio había sido más poderoso que su padre. Durante unos segundos, el lobo recordó algunos de los poderes perdidos de Harry Wolfson, y con la misma habilidad de la que había hecho gala en unos tiempos que no estaban del todo olvidados, utilizó uno de esos poderes para difundir a través de la puerta malformada de su padre una imagen de su momento actual, y una advertencia sobre posibles mañanas. La imagen salió de él a la velocidad instantánea del pensamiento y se difundió por los innumerables universos de luz.

El necroscopio borró sus números y soltó la peligrosa puerta, que se separó de él para salir flotando en dirección del gran imán que era la Puerta. Pero el mensaje de su hijo —así como su advertencia— habían sido transmitidos. Harry Wolfson había completado la parte mental de la misión que se había impuesto; sólo quedaba ahora la parte física. Pero si la primera había sido improbable, la segunda era francamente imposible. Al gran lobo gris aquello lo traía sin cuidado, porque en ese momento recordaba que había sido un hombre y, por lo tanto, moriría como tal.

Se abrió paso entre el círculo de esclavos, cual espectro surgido del humo de la pira de Harry. Con un gruñido feroz se abalanzó sobre Shaithis, que estaba arrodillado junto a Karen. Pero no pudo alcanzarlo; los lugartenientes se interpusieron en su camino; uno de ellos le tiró una lanza y lo derribó. Babeando y gruñendo, con la lanza que le traspasaba el pecho y le salía ensangrentada por el cogote, sus delgadas manos aún humanas se movían espasmódicamente tratando de agarrar a lord Shaithis…, hasta que en el aire se vio el fulgor plateado de una espada que le cortó la cabeza.

Desde la cruz, a través de una nube de humo (aunque las llamas todavía no lo habían alcanzado), Harry lo presenció todo.

—¡No! —gritó. Y mentalmente volvió a gritar: ¡No…, no…, nooo!

Una parte de su martirio, no sólo el de su carne, sino el de su alma, se coló por la puerta de Möbius que comenzaba a desintegrarse y que al instante hizo implosión hacia la Puerta. Entonces…

… Un relámpago brillante y prolongado iluminó los picos, e inmediatamente se oyó un largo y ominoso tronido, seguido de un silencio interrumpido solamente por el crepitar de la hoguera y el blando golpetear de las frescas gotas de lluvia que caían sobre el fuego.

Hasta que Shaitan avanzó por tercera vez.

—No lo percibes, ¿verdad? —preguntó desde lo alto a su descendiente; lanzó una mirada iracunda y luego levantó la cabeza para husmear el aire como si fuera un sabueso—. El necroscopio ha lanzado algo al aire y a sus lugares secretos. Pero a ti lo único que te preocupa es tu lujuria. No tienes ni inteligencia ni visión del futuro, no puedes ver más allá del hecho diario, del momento presente. Te lo advierto por última vez: ¡ten cuidado, hijo de mis hijos, o harás que perdamos un mundo!

Shaithis tenía el rostro crispado por la furia; era antes que nada un wamphyri, y dejó que su vampiro reaccionara libremente. Sus manos se transformaron en garras. La sangre comenzó a gotearle de las fauces cuando sus dientes crecieron hasta alcanzar la proporción de largos colmillos que le desgarraron la carne de las encías. Aferrando a Karen por el pelo, otrora reluciente y ahora deslustrado, miró a Shaitan y luego al hombre que colgaba de la cruz. Sus ojos ardieron con un brillo escarlata cuando contestó a su antepasado:

—¿Debería percibir algo? ¿Algo místico y extraño? Lo único que deseo sentir ahora es el martirio del necroscopio y cómo su espíritu y el de su vampiro huyen volando de su cuerpo cuando él muera. ¡Pero si puedo hacerle un poco más de daño antes de que muera, tanto mejor!

—¡Idiota! —Un pesado apéndice cubierto de manchas grises, algo que era mitad mano y mitad garra, salió de Shaitan y cayó sobre el hombro de Shaithis. Éste se lo sacudió de encima y se puso rápidamente en pie.

—Antepasado mío —escupió más que dijo—, has llegado demasiado lejos. Presiento que jamás dejarás de interferir en mis asuntos. Ya hablaremos sobre la cuestión… dentro de poco. Hasta entonces… —Lanzó una llamada mental y su guerrero salió de las sombras y se colocó entre él y Shaitan el Caído.

Shaitan retrocedió, lanzó una mirada sombría al guerrero —se trataba de una bestia que Shaithis había construido en las Tierras Heladas— y le preguntó a su descendiente:

—¿Me estás amenazando?

Shaithis sabía que el alba no tardaría en llegar, que el tiempo era un elemento esencial, que no tenía tiempo que perder; se enfrentaría a su antepasado más tarde, tal vez cuando hubieran tomado la fortaleza que había del otro lado de la Puerta. Por ese motivo, contestó:

—¿Amenazarte yo? Claro que no. ¡Somos aliados, los últimos wamphyri! Pero también somos individuos, y como tales tenemos nuestras propias necesidades.

En vista de aquella respuesta, Shaitan también decidió permitir que Shaithis siguiera viviendo. Por el momento.

Mientras el fuego ardía con renovados bríos, a pesar del aguacero, a Harry Keogh le llegaba la primera oleada de calor producida por las llamas que comenzaban a lamerle los pies, Shaithis volvió a centrar su atención en lady Karen.

Mientras, en otro mundo…

… Medianoche en los Urales.

En las profundidades del barranco de Perchorsk, en el interior de su pequeño cuarto, Viktor Luchov despertó de una monstruosa pesadilla. Jadeante y tembloroso, todavía medio dormido, se puso en pie con dificultad, las piernas se negaban a sostenerlo, miró fijamente las paredes de metal gris que lo rodeaban y se apoyó en una para no caerse. Su sueño había sido tan vívido, le había impresionado de tal manera, que su primer impulso fue tocar el botón de la alarma y llamar a los hombres que montaban guardia en el pasillo. Lo habría hecho de buena gana, pero (tal como había comprobado la última vez) una reacción así no podía más que provocar horrores adicionales. Sobre todo dentro de los límites claustrofóbicos y crispantes del Perchorsk Projekt. No le hacía ninguna gracia que entraran en su cuarto apuntándolo con la boca humeante e iluminada por un fulgor rojizo de un lanzallamas.

Mientras su pulso volvía a la normalidad y se vestía con movimientos desmañados, analizó su pesadilla: algo extraño y ominoso. En ella había oído salir del núcleo de la Puerta de Perchorsk un grito horrendo y torturado y había intuido de quién era: ¡de Harry Keogh! El necroscopio había lanzado un angustiado grito telepático a todo aquel que pudiera oírlo, pero sobre todo a las huestes de los muertos que reposaban en miríadas de lugares desperdigados por todo el mundo. A su vez, ellos le habían contestado lo mejor que habían podido —con un gemido unánime, e incluso con movimientos suaves y espasmódicos— desde el encierro de sus innumerables tumbas. Porque los muertos sabían que habían juzgado mal al necroscopio, sabían que le habían retirado la palabra y lo habían abandonado, y daban la impresión de estar muy apenados, preparándose para un nuevo Gólgota.

El espíritu de Paul Savinkov —un hombre que había trabajado en Perchorsk para el comandante Chingiz Khuv, del KGB, que había trabajado y muerto horriblemente en aquel lugar— se había materializado para hablar con el director del Projekt mientras éste soñaba, y le había transmitido la advertencia que el hijo de Harry Keogh había enviado a través de la Puerta. En vida, Savinkov había sido telépata, y se había llevado su don al más allá.

Cuando Savinkov vio en la mente de Luchov la solución nuclear a la amenaza que vendría del otro lado de la Puerta, le dijo:

Entonces ya sabes qué debes hacer, Viktor.

—¿Hacer?

¡Sí, porque van a venir, van a cruzar la Puerta y tú sabes cómo detenerlos!

—¿Quiénes van a venir?

Ya sabes quién.

Luchov lo comprendió y repuso:

—Pero no podemos utilizar esas armas hasta que no estemos seguros. Cuando veamos la amenaza…

¡Será demasiado tarde!, gritó Savinkov. Tal vez no para nosotros, pero para Harry Keogh seguro que sí. Todos lo hemos juzgado mal y ahora hemos de reparar la ofensa, porque está sufriendo lo indecible. Despierta, Viktor. Todo depende de ti ahora.

—¡Dios mío! —Luchov se agitaba en la cama y Savinkov se percató de que no despertaría. De momento. Pero… allí había otros que también estaban dormidos y que sí se despertarían. Cuando Luchov oyó que el telépata volvía a hablar, cuando descubrió con quiénes hablaba y qué les rogaba que hicieran, entonces se despertó sobresaltado.

Ya estaba vestido y había logrado controlarse, pero todavía le faltaba el aliento, seguía alerta y con el oído aguzado para captar el latido del Projekt.

El sordo palpitar de un motor que provenía de alguna parte, reverberando suavemente a través del suelo; el estrépito metálico de una trampilla cuyo eco sonaba lejano; el zumbido y el repiqueteo del sistema de ventilación. En los viejos tiempos, el director había ocupado unas estancias del nivel superior, mucho más cerca del conducto de salida. Allá arriba, todo parecía más silencioso, menos opresivo. Pero allí abajo, con las cavernas de magma y el núcleo prácticamente debajo de sus mismos pies, sentía el peso de toda la montaña depositado sobre los hombros.

Sin dejar de escuchar atentamente, la respiración y el pulso de Luchov se normalizaron poco a poco cuando comprobó que todo estaba en orden y que no había sido más que un mal sueño. Un sueño terrible. ¿O se equivocaba?

De pronto oyó ruido de pasos que se acercaban por el pasillo a toda carrera. ¡Y voces roncas que gritaban advertencias! ¿Qué diablos ocurría…?

Se dirigió a la puerta que daba al pasillo para abrirla, y en el fondo de su mente oyó un eco de su sueño: ¡Viktor, tú ya sabes qué diablos ocurre! La voz telepática de Paul Savinkov sonó clara como una campana. Pero ya no se trataba de un sueño.

Llamaron furiosamente a su puerta, Luchov abrió con manos temblorosas. Vio a sus guardias con la sorpresa reflejada en sus rostros, tensos y cansados, y a un par de técnicos delgados que acababan de regresar del núcleo.

—¡Camarada director! —exclamó con un hilo de voz uno de estos últimos, clavándole los dedos en el brazo—. ¡Director Luchov! Le…, le habría telefoneado, pero están arreglando las líneas.

Luchov se dio cuenta de que el técnico intentaba ganar tiempo; al hombre le aterraba la información que debía transmitirle, porque sabía que se trataba de algo absolutamente increíble. En ese momento, por primera vez, se oyeron a lo lejos los estampidos de unos disparos. Galvanizado por el espanto, Luchov pareció sacar fuerzas suficientes para preguntar con voz ronca:

—¿No será algo…, algo que ha salido por la Puerta?

—¡No, no! ¡Pero hay…, hay unas cosas!

—¿Unas cosas? —repitió Luchov y notó que se le ponía la carne de gallina.

—¡Qué se cuelan por debajo de la Puerta! Salen de las zonas abandonadas de magma. ¡Dios mío, son cosas muertas, camarada director!

Cosas muertas. La clase de cosas que Harry Keogh entendería, y que lo entendían a él perfectamente. Según las advertencias del hombre muerto que se le había aparecido en sueños, todavía no había ocurrido lo peor. ¿Acaso Luchov no había tratado de advertir a Byzarnov de lo que podía ocurrir? ¿Acaso no le había aconsejado que pulsara el maldito botón sin pensárselo dos veces? Claro que se lo había dicho, y en el momento en que lo hizo sabía también que el comandante no lo había entendido del todo y que si llegaba a presentarse la circunstancia, no estaba del todo garantizado que siguiera su consejo. Además, Byzarnov era militar y tenía órdenes. Pues bien, las circunstancias habían cambiado; tal vez dejara de lado esas órdenes y tomara el asunto en sus manos.

Luchov ya había pasado por desastres similares. Tenía dos opciones opuestas y no sabía qué decidir: ¿debía huir a los niveles superiores y abandonar el Projekt o debía bajar a ver qué ocurría en los niveles inferiores? Ganó su conciencia. Al fin y al cabo, allá abajo había hombres que se limitaban a obedecer unas condenadas órdenes. Se dirigió al núcleo.

Mientras corría por la rampa de acero de distintos niveles que bordeaba la parte superior de la caverna de magma, en dirección al empinado hueco de las escaleras que bajaban a la Puerta, el director del Projekt oyó los primeros gritos y chillidos y más disparos provenientes del núcleo. Los técnicos le pisaban los talones, detrás iban sus hombres, armados con SMG y un lanzallamas. Pero al acercarse al hueco por el que fluía la luz de la Puerta e iluminaba la caverna, el eco de la voz del comandante Alexei Byzarnov le llegó desde atrás pidiéndole que esperara. El comandante estuvo a su lado en un instante.

—Me han avisado —dijo jadeando—. El mensajero no fue coherente. ¡Era un idiota balbuceante! Viktor, ¿quiere decirme qué ocurre?

Aunque Luchov no había visto nada aún —al menos con sus propios ojos— tenía una idea bastante cabal de lo que «ocurría»; pero no sabía cómo explicárselo a Byzarnov. Era mucho mejor que lo viera él mismo. De manera que le contestó:

—No sé lo que ocurre. —Se trataba de una simple mentira con muchos visos de verdad.

En cualquier caso, no había tiempo para más conversación. Oyeron más disparos, acompañados de gritos, y el comandante agarró a Luchov del brazo y gritó:

—¡Entonces más nos vale averiguarlo!

Al comienzo de la rampa, en la boca del hueco, había una caja de gafas de plástico. Byzarnov, Luchov y sus guardias se detuvieron para coger un par de lentes ahumados antes de bajar al núcleo. Una vez allí salieron en grupo y se separaron por la plataforma alta que había en la pared curvada del interior. Desde ese punto de observación, al mirar hacia abajo, al resplandor de la Puerta con su perímetro de placas de acero, vieron la increíble escena en toda su dimensión.

Unos hombres muertos —unos seres que habían sido hombres alguna vez y que se habían convertido en unos atroces aglomerados de magma, cuyo hedor era insoportable incluso desde esa altura— se movían en el núcleo y salían por las trampillas para ocupar las placas en forma de escama de pescado, e invadir el perímetro de seguridad y la zona de suelo de goma del lanzamisiles. En total eran nueve, seis de los cuales ya habían salido y se movían por la zona electrificada y de descarga del ácido, en ese momento desactivada. Era tal su naturaleza que Byzarnov fue incapaz de aceptar lo que veía. Volvió a aferrar a Luchov del brazo, se apartó de la barandilla como si estuviera borracho y preguntó:

—¿Qué es esto…, por el amor de Dios? —Mientras formulaba la pregunta, miraba con ojos desorbitados la locura que se desarrollaba allá abajo.

Luchov sabía que no necesitaba contestarle. El comandante veía con sus propios ojos lo que eran aquellas cosas. En realidad, ya había visto varias allá abajo, en el magma, cuando todavía formaban parte de él. Algunos se estaban pudriendo; otros estaban momificados; ninguno de ellos estaba formado sólo de carne. Eran en parte piedra, goma, metal, plástico, incluso papel. Algunos estaban invertidos, y el material se había doblado hacia adentro al tratar de homogeneizarse con ellos. Eran el mismo magma, ni puro ni simple, sino altamente complejo; el magma en su estado más horrendo.

Uno de ellos, que montaba guardia en el perímetro de la pasarela, en lugar de mano tenía un libro abierto. En el momento de producirse el incidente de Perchorsk estaba leyendo un manual de reparaciones y el libro se había convertido en parte permanente de su cuerpo. Su antebrazo izquierdo se había mutado para formar una especie de vara de papel tieso que comenzaba en la muñeca y de la que surgían las páginas que se movían y se desprendían cuando su dueño andaba. Aquello no era lo peor de todo: tenía la mitad inferior del tronco vuelta, de modo que los pies apuntaban hacia atrás. La montura de plástico de las gafas se le habían incrustado en la cara y al hervir habían formado unas costras de frágiles ampollas, y llevaba las gafas en las mejillas, donde se habían fundido para solidificarse después en forma de lágrimas de vidrio óptico.

Con todo, había sido… ¿uno de los más afortunados? Encerrado en el magma, aplastado por fuerzas convulsivas y privado de aire, había tenido una muerte instantánea y las partes donde conservaba carne se habían momificado. Al concluir el incidente de Perchorsk y cuando el espacio-tiempo volvió a acomodarse, otros habían quedado muertos, retorcidos y aislados fuera del magma, y su estado había sido tan grave que nadie se había visto con fuerzas suficientes para atenderlos. Cuantos habían quedado expuestos parcial o totalmente, en ocasiones unidos al gran magma y total o parcialmente enquistados en él, fueron abandonados para que se degradaran, en las zonas del Projekt que posteriormente fueron selladas y abandonadas. Con el tiempo, sus partes humanas experimentaron un proceso de putrefacción del que sólo quedaban esqueletos deformados, porque hasta los huesos se vieron sujetos a los cambios en los momentos horrendos en los que la materia había regresado a sus incipientes orígenes.

Byzarnov vio hombres que en parte eran máquinas. Vio una criatura cuya cara estaba compuesta por un soplete de soldar, que salía de un cráneo en forma de cilindro aplastado de oxígeno. Otro era un esqueleto de cintura para abajo, pero tanto el pecho como la cabeza aparecían enquistados en una especie de piedra transparente que parecía vidrio, como una silueta que llevara puesta la parte de arriba de un traje espacial. De los huesos fundidos de sus piernas salían unos cristales puntiagudos de magma y tras el cristal del visor, su cara inalterada había quedado atrapada en un grito infinito. Otro se había quedado sin piernas: era medio hombre al que el magma había equipado a la altura de las caderas con las ruedas de una carretilla. Se desplazaba empujándose con los brazos, que aparecían de un tono negro allí donde la carne quemada se había fundido con el hueso. Las largas barras de madera de la carretilla se proyectaban hacia arriba a partir de sus hombros, como extrañas antenas que le enmarcaban la cabeza.

Los híbridos retorcidos y momificados eran realmente horrendos; pero los seres semimecánicos eran mucho peores; aunque lo peor de todo eran aquellos que tenían partes líquidas que, de no haber sido por las zonas de magma, se habrían deshecho por completo.

A Byzarnov casi no se le oía respirar; dio un respingo y con voz apenas audible preguntó:

—¿Pero… cómo…? ¿Qué hacen? —Se volvió hacia uno de los aterrorizados técnicos—. ¿Por qué no los hemos quemado o disuelto con ácido?

—Aquel que está allá arriba ha llegado al mecanismo de defensa —contestó el técnico—. Arrancó el cable. Nadie levantó un dedo para impedírselo. Nadie podía creérselo…

Byzarnov lo comprendía.

—¿Pero qué quieren?

—¿Es que está usted ciego? —exclamó Luchov, y bajó por las escaleras—. ¿Es que no lo ve con sus propios ojos?

Byzarnov lo veía con sus propios ojos. Los nueve seres que habían sido hombres habían aislado el módulo del Exorcet; se acercaban a él y se disponían a invadirlo. Tres de los técnicos del comandante, junto con un puñado de soldados de Perchorsk, intentaban mantenerlos a raya. Tarea imposible. Los muertos no sienten ningún dolor. Por más que dispararan a aquellos monstruos, los defensores del lanzamisiles no podrían matarlos por segunda vez.

—Pero… ¿por qué? —preguntó Byzarnov, mientras bajaba precipitadamente las escaleras tras Luchov. A sus espaldas, en la plataforma, los otros técnicos y los guardias de Luchov no se atrevieron a seguirlos—. ¿Qué intenciones tienen?

—¡Pulsar el maldito botón! —aulló Luchov—. Puede que estén muertos, deformados, que sean monstruos, pero no son estúpidos. Los estúpidos somos nosotros.

Al pie de las escaleras, el comandante alcanzó a Luchov y lo agarró del hombro.

—¿Qué van a pulsar el botón? ¿Lanzarán los misiles? ¡No deben hacerlo!

Luchov se volvió hacia el comandante.

—¡Sí deben hacerlo! ¿Es que no lo ve? Sea lo que sea lo que los ha hecho levantar, sabe más que nosotros. Los muertos no resucitan porque sí, sin motivo alguno. ¡No, necesitan una muy buena razón para someterse a semejante martirio!

—¡Está usted loco! —siseó Byzarnov. Estaba a punto de perder la compostura—. Es evidente que se trata de un efecto a largo plazo de este extraño lugar, pero estas cosas reanimadas… no pueden tener un propósito real. ¡Están ciegas, no piensan, están muertas!

—Desean lanzar esos misiles —le gritó Luchov a la cara para que lo oyera por encima del fragor de los disparos—, ¡y hemos de ayudarlos!

En ese momento, al comandante ya no le quedó ninguna duda de que el director del Projekt estaba loco.

—¿Ayudarlos? —Sacó la pistola y apuntó a Luchov al pecho—. ¡Es usted un pobre loco! ¡Apártese de ahí!

Luchov se alejó del comandante, recorrió la zona de seguridad cubierta de goma y se dirigió al perímetro donde se encontraba el hombre que tenía un libro por mano.

—Está bien —dijo con la voz quebrada—, déjame pasar. Lo haré yo por vosotros.

Asombrado, Byzarnov comprobó que la cosa le cedía el paso.

—¡De eso ni hablar! —gritó el comandante, y apretó el gatillo de su automática. La bala alcanzó a Luchov en el hombro derecho, penetró en la carne y salió por el pecho en forma de lluvia escarlata. Cayó de bruces sobre la pasarela, donde quedó inmovilizado durante un instante. Byzarnov se acercó y apuntó hacia él por segunda vez. Pero las cosas de magma sabían reconocer a sus enemigos. El ser que tenía un libro por mano se interpuso en el camino de Byzarnov y tapó su objetivo, mientras otro que tenía las piernas envueltas en una masa de magma soldada al tronco, que a su vez era una masa de hueso, goma y vidrio fundidos, acudió en ayuda del director. El comandante disparó a quemarropa una y otra vez, pero de nada le sirvió. Cuando la Cosa se le plantó delante, uno de los disparos logró por fin partir la envoltura de magma de su brazo izquierdo. La frágil envoltura se desmoronó instantáneamente y un líquido negro y maloliente (una especie de mezcla putrefacta de carne) comenzó a gotear desde el interior.

Asqueado por el hedor, el comandante cayó contra la pared curvada. El híbrido putrefacto siguió avanzando. ¡Byzarnov levantó la pistola, apretó el gatillo y el mecanismo de disparo hizo clic! En el bolsillo llevaba otro cargador. Hizo ademán de sacarlo…

… Y la Cosa de magma lo acogotó con su mano huesuda. Byzarnov notó que comenzaba a faltarle el aire. Vio que Luchov se ponía en pie, tambaleante, y se dirigía hacia el módulo de lanzamiento, donde la mayoría de los defensores se habían desmayado o habían huido, aterrorizados. Sólo quedaban un técnico y un soldado: se habían quedado sin balas y bailaban, farfullaban y se abrazaban como niños mientras aquellas pesadillas corruptas se acercaban.

Pero dos de los seres de magma ayudaban a Luchov, lo aguantaban mientras avanzaba con dificultad hacia la consola de disparo.

El comandante hizo un esfuerzo final, sacó el cargador del bolsillo y trató de meterlo en la pistola. Al hacerlo, la funda de magma que envolvía el brazo izquierdo de su atacante se desprendió del todo. Byzarnov abrió la boca para gritar, o vomitar… ¡y aquel monstruo horripilante le metió en la garganta el brazo esquelético cubierto de carne gelatinosa y putrefacta!

El comandante boqueó y se estremeció allí mismo, donde la Cosa lo dejó clavado. Los ojos se le salieron de las órbitas y el corazón se le detuvo. Murió allí mismo, pero antes de hacerlo pudo ver que Luchov había llegado a la consola de disparo. Pudo ver cómo caía sobre el suelo de goma y quedaba allí hecho un ovillo mientras las bocinas lanzaban la advertencia final.

En la Tierra de las Estrellas, Harry Keogh seguía ardiendo. Caía una débil llovizna que no lograba apagar las llamas, y el necroscopio se quemaba. Se quemaba por dentro y por fuera: por fuera lo consumía el fuego y por dentro el odio. Odio hacia Shaithis, que en ese momento poseía a lady Karen por la fuerza, allí, ante la cruz de Harry. Parecía completamente extenuada y no se resistía en absoluto a los embates de Shaithis. Harry pensó: Una bestia, incluso un guerrero, no sería más feroz. Pero abrigó la esperanza de no vivir para comprobarlo.

Un momento antes había intentado conjurar una puerta de Möbius —la más grande de todas, allí mismo, delante de la Puerta—, la cual, con un poco de suerte, habría hecho implosión y se habría tragado a los vampiros y a sus criaturas, para llevárselas a la eternidad.

Pero los números se le resistieron, la pantalla de ordenador de su mente había quedado en blanco. Era como si sus habilidades hubieran muerto junto con su hijo lobo, como si hubieran borrado una pizarra. Precisamente eso era lo que había ocurrido: después de toda una vida de prácticas esotéricas, la mente de Harry había cedido, se había desmoronado bajo el peso de tantas tragedias. Volvía a ser sólo un hombre, y el vampiro que llevaba dentro era demasiado inmaduro para huir de su cuerpo devastado.

—Baja, necroscopio —lo provocaba Shaithis—. ¿Quieres que te deje algo de esta perra?

Las llamas se hicieron más altas y el humo negro formó remolinos. Shaitan había logrado superar la barrera que para él representaba el guerrero de Shaithis y lo observaba todo a cierta distancia. A pesar de que el Caído era un ser extraño, inhumano, insondable, había algo en su postura, en la forma en que sus ojos lo observaban todo desde la oscuridad de su capucha que hablaba de una incertidumbre y una aprensión casi humanas. Como si hubiera ya presenciado todo aquello y esperara un fin pavoroso.

Las llamas le llegaban ya a la cintura. Tenía que dormirse y escapar para siempre de los dolores de la vida. Pero en lugar de perder el conocimiento, notó de pronto que el dolor abandonaba su cuerpo. Supo entonces que no se trataba de un arte de los wamphyri. Su cuerpo se quemaba, pero el dolor pertenecía a otro. Había muchos otros que lo estaban absorbiendo: todos los muertos de la Tierra de las Estrellas, que deseaban darle consuelo, aunque fuera demasiado tarde.

No, intentó decirles tanto a los trogs como a los Viajeros. ¡Tenéis que dejarme morir! Pero el necrolenguaje no servía.

—¿Dónde está ahora tu poder? —preguntaba Shaithis, riendo a carcajadas—. Si tan fuerte eres, baja de la cruz. Invoca a las huestes de los muertos. Maldíceme con palabras poderosas, necroscopio. ¡Ja, ja! ¡Tus palabras se han convertido en polvo, igual que los muertos!

Harry sacó fuerzas de alguna parte para contestar:

—Apártate de mi vista, Shaithis. Verte me causa más daño que mil hogueras. ¡Estas llamas son una bendición porque te borran de mi vista!

—¡Basta! —rugió Shaithis, y se echó encima de Karen como una ola espumosa—. ¡Un último beso y habré acabado con ella y contigo! —Cayó sobre ella, abrió las fauces ante la cara de Karen y comenzó a cerrarlas para aplastarle la cabeza…

… Y los ojos escarlata de Karen se abrieron llenos de vida.

Quizás abriera también la mente para permitir que Shaithis leyera en ella su fin. Intentó apartarse de ella. Pero los brazos y las piernas de lady Karen lo agarraban y las carnes metamórficas de ambos se habían fundido para formar una sola. Karen tosió y la granada del Habitante subió a su garganta; con la lengua bífida quitó el seguro y hundió el rostro en las fauces de su torturador.

Shaithis intentó separarse de ella… Un segundo más y tal vez lo lograra…, ¡demasiado tarde!

Adiós, Harry, dijo Karen.

Y la oscuridad de la Tierra de las Estrellas se vio surcada por un único resplandor luminoso seguido de una detonación, apenas amortiguada por la carne y los huesos convertidos en una pulpa gris y escarlata.

Cuando la lluvia rojiza se dispersó y los cuerpos sin cabeza cayeron al suelo, Shaitan avanzó y se colocó junto a ellos. Ni se fijó en Karen, no tenía ojos más que para el cuerpo inerte de Shaithis. Tendió un tentáculo dotado de garras con el que aferró la cavidad destrozada del cuello de su descendiente, le extrajo la sanguijuela decapitada que no paraba de colear y la lanzó al centro de la hoguera, sin dejar de reír a carcajadas. Porque Shaithis no tenía cabeza, ni cerebro. Y Shaitan no tenía cuerpo, al menos el que él quería. De momento.

—Idiota —dijo a la envoltura de carne vacía—. ¿Y querías volver a tu guerrero en mi contra? ¡Eramos de la misma sangre, pero mi control sobre las mentes de criaturas como éstas era mucho mayor que el que ejercí sobre la tuya! Me pasé casi tres mil años escuchando al viejo Kehrl Lugoz gemir en su descanso envuelto en hielo, escuchando cómo me maldecía en sus sueños. ¿Acaso piensas que no me di cuenta cuando dejó de hacerlo?

»Ah, cómo me maldecía, pero era un cobarde. ¿De verdad creíste que podías dar a tu criatura su odio y sus pasiones? ¿Las pasiones del viejo Kehrl? ¡Ya no le quedaban pasiones! En cuanto al odio…

Se volvió y lanzó un dardo mental en dirección al guerrero de Shaithis, que de inmediato se alejó maullando.

—¡Desconoces el significado de esa palabra! ¿Odio? ¡Odio es lo que tú me inspirabas! ¡De haber dado rienda suelta a mis celos…, te habría matado cien veces! Pero nunca de una forma tan dulce como ésta.

Fluyó hacia Shaithis, levantó su cuerpo inerte y lo abrazó. La carne arrugada y negra de Shaitan comenzó a partirse a lo largo, como una nuez que dejara al descubierto su blando contenido. En el interior de su antiguo tronco, una versión más flexible y duradera de sí mismo —el vampiro original— esperaba, como había esperado todos aquellos milenios. Pero el plan de Shaitan de unirse con la carne de su carne para lograr renovarse no llegaría a buen puerto.

Porque los dos Harry habían lanzado un mensaje en el que hablaban de su martirio, no sólo a la Tierra de las Estrellas, la Tierra y los mundos que había más allá, sino también a los espacios que existían entre ellos. Las huestes de los muertos sabían de su agonía y sus advertencias habían sido oídas por Otros que no estaban muertos y jamás pueden estarlo.

Shaitan y el necroscopio percibieron en el mismo instante la Gran Verdad. Harry la conoció entonces y Shaitan… ¡logró recordar por fin!

¡Aaahhh! Gritó el Caído, azotado por el recuerdo. Mientras su vampiro pugnaba por liberarse del antiguo envoltorio para meterse en el de Shaithis, sus ojos, contenidos en el interior de la capucha, miraron a Harry Keogh, que ardía en la cruz. Shaitan contempló su rostro enmarcado por las llamas y supo dónde lo había visto.

Pero vio (o mejor aún, percibió, porque fue una sensación sumamente fugaz) algo más. Algo que salía como un chispazo plateado del blanco fulgor de la Puerta para convertirse en un fulgor de mayores proporciones: un sol nuclear estallaba brevemente sobre la Tierra de las Estrellas, compitiendo con el alba. Entre la llegada del Exorcet y el estallido de su cabeza nuclear, Shaitan vio algo más: una visión que habría arrancado un último y larguísimo suspiro de la garganta del Mal Primigenio…, pero ya había dejado de existir.

La cruz de Harry estaba vacía, y cuando por fin estalló en infinidad de átomos, la atravesaron unos haces de intensísima luz…