Capítulo veinticinco

Ocaso - Exorcets - La mente del dios

Shaithis se encontraba de pie en la negra pared de la caldera y miraba hacia el sur, hacia la Tierra de las Estrellas. En lo alto, la aurora se entrelazaba en un cielo que por lo demás aparecía oscuro, pero Shaithis sabía que en la Tierra de las Estrellas amanecía. Los picos de las montañas estarían ardiendo con tonos dorados, y en el nido de águilas de Karen, las gruesas cortinas y tapices bordados con su sello que cubrían las ventanas más altas impedirían que se colaran las candentes lanzas del sol.

Miró hacia el sur, entrecerrando los ojos escarlata para ver mejor una lejana línea de fuego desdibujada que se extendía en el horizonte, una estrecha bruma dorada que separaba la curva lejana del mundo del espacio azul y del espacio negro, donde todas las estrellas de la noche pendían brillantes e hipnóticas, como si estuviesen llamándolo mediante señas. Una llamada a la que acudiría. Muy pronto.

Y así lo haría, porque cuando la aurora se apagara como una llama vacilante y, por el sur, el cielo se volviera azabache, llegaría el ocaso; en previsión de lo cual, Shaithis y su depravado antepasado reunirían a sus guerreros, montarían en sus bestias voladoras y lanzarían a su pequeño pero monstruoso ejército desde las empinadas laderas de lava del volcán. Se avecinaba para ellos la realización de un sueño; para la Tierra de las Estrellas sería el inicio de una pesadilla. El sueño que Shaitan había abrigado durante tantos siglos surgía por fin en el horizonte, gracias al alivio que les había llevado una bestia voladora, que acababa de regresar de la Tierra de las Estrellas portando al hijo de un Viajero.

Shaithis recordaba el acontecimiento hasta el más mínimo detalle: la forma en que su antepasado se había llevado al niño medio muerto hasta la oscuridad de sus aposentos con suelo de azufre sulfuro; después de lo cual recibió su llamada mental: ¡Ven!

Shaithis volvía a revivirlo en su mente: el Caído recorría o más bien fluía alborozado por el suelo negro y granuloso de su alcoba presa de la excitación. Antes de que Shaithis pudiera formular pregunta alguna, dijo:

—El Habitante del que has hablado, ese joven extranjero que utilizó la fuerza del sol para derrotar a los wamphyri…

—Sí, ¿qué ocurre con él?

—¿Qué qué ocurre con él? —repitió Shaitan con voz gutural, en cierto modo encantado—. ¡Ha involucionado, eso es lo que ocurre con él! Igual que he involucionado yo mismo, aunque a él le ha costado más caro. De manera que os bañó a todos con los rayos del sol, ¿eh? Y convirtió la carne wamphyri en humo y hedor, ¿eh? Su vampiro debió de sufrir alguna herida grave, no pudo curarse; igual que los leprosos, empezó a perder su carne humana y metamórfica. Entonces, su vampiro, desesperado, lo hizo regresar a una forma anterior: la de su huésped originario. Un antecesor menos corpulento, con lo cual le resulta más fácil contener el desgaste, ¿comprendes? De modo que tu Habitante se ha convertido en… ¡un lobo!

—¿Un lobo? —Asombrado, Shaithis recordó su sueño.

—Sí, una bestia que camina a cuatro patas. De pelambre gris, jefe de una manada, sin más poderes que su salvajismo. Los Viajeros le temen, pues sus patas delanteras son manos humanas. Y una parte de su mente debe de seguir siendo humana, al menos sus recuerdos. Evidentemente, su vampiro ha sobrevivido, aunque sea en una mínima dimensión, porque eso fue precisamente lo que lo salvó. Pero por lo demás es un lobo.

—¡Un lobo! —exclamó Shaithis. No era la primera vez que tenía sueños premonitorios. Era un arte de los wamphyri—. Y su padre, ¿Harry Keogh, el Morador del Infierno?

—Ha vuelto a la Tierra de las Estrellas.

—¿Qué ha vuelto?

—Sí, después de la batalla por la posesión del jardín del Habitante, regresó a su hogar. Algo que no podías saber, porque para entonces ya estabas exiliado.

—¿A su hogar? ¿A las tierras infernales?

—¡Tierras infernales! ¡Tierras infernales! ¡No son tierras infernales! ¡Cuántas veces he de decírtelo, este lugar es el infierno, con su hedor de azufre, sus ciénagas de vampiros y las calurosas tierras recalentadas por el sol que se extienden al otro lado de las montañas! Ah, pero el mundo de Harry Keogh sería para nosotros algo así como…, como el paraíso.

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé, pero lo sospecho.

—Ese Harry Keogh tenía poderes, vaya si los tenía, pero no era wamphyri.

—Pues ahora lo es —le informó de inmediato Shaitan—. Aunque todavía no lo ha puesto a prueba. Porque no existe quien lo ponga a prueba, tanto en las argumentaciones tortuosas como en la batalla. Es más, los Viajeros no le temen demasiado, porque no toma la sangre de los hombres.

¿Cómo?

—Según me ha contado el niño, no. El padre del Habitante sólo come carne de bestias. Comparado con tu vampiro, hijo mío, el suyo parece una criatura gimiente y rudimentaria.

—¿Y la llamada lady Karen?

—Ah, sí. Lady Karen: la última wamphyri de la Tierra de las Estrellas. Tienes planes con respecto a ella, ¿no? Recuerdo que hiciste hincapié en su traición, y ahora mismo, cuando pronunciaste su nombre, fue como si escupieras ácido con tu lengua bífida. Bueno, Karen y Harry Keogh están juntos. De manera que en ese aspecto, él es hombre. Viven en el nido de águilas de lady Karen. Si es tan bella como tú dices, no cabe duda de que él se la está metiendo hasta el mango, o más adentro incluso, mientras tú y yo hablamos.

Fue un sarcasmo deliberado y Shaithis lo sabía, pero no lo pudo resistir y picó el anzuelo que el otro le había lanzado.

—Entonces, que disfruten mientras puedan —contestó sombríamente. Después miró a su alrededor, buscando al niño Viajero.

—Ya no está —dijo Shaitan—. Era carne humana, pura y simplemente. Me he pasado siglos comiendo gachas metamórficas, ya estaba harto. El niño no fue más que un tentempié, pero no por eso menos delicioso.

—¿Te lo has comido entero?

—En la Tierra del Sol hay tribus enteras —contestó Shaitan con voz gutural—. ¡Y más allá hay mundos enteros!

Fue entonces cuando comenzaron a prepararse para su resurgir…

Shaithis esperaba en aquel momento a que se formara su última criatura guerrera, y su antepasado, Shaitan el Caído, lo esperaba a él. Cuando las escamas, ganchos y otros apéndices de lucha de la bestia terminaran de recubrirse de una quitina dura como el hierro, habría llegado la hora de arriesgarse a atacar la Tierra de las Estrellas.

En cuanto a la batalla futura: ¿duraría lo suficiente para ser digna de ese nombre? Shaithis lo dudaba. Porque estaba convencidísimo de que él solo —al mando de un puñado de guerreros, a lomos de una bestia voladora y sin ayuda de su antepasado— sería un contrincante que estaría a la altura de Karen y su amante, y de cualquier aliado que pudieran tener. Por lo tanto, estaría también a la altura de la Tierra de las Estrellas.

¿Qué? ¿Una simple hembra? ¿Una manada de lobos? ¿Y un «lord» vampiro que huía de la sangre humana? Aquello no era un ejército, sino pura chusma. Que Keogh levantara a los muertos si quería; con ellos podía asustar a los trogs y a los Viajeros, pero Shaithis no temía a los muertos. En cuanto a esa otra faceta de la magia de Keogh —aquel truco tan ingenioso de ir y venir a su antojo sin que nadie lo viera—, no le serviría de nada. Esta vez no. ¡Si se iba, en buena hora! ¡Y si venía se encontraría con su propia muerte!

Por otra parte…

Shaithis no podía borrar el recuerdo de sus agitados sueños, cuyas tramas resultaban tan extrañas como las energías de la aurora que en aquel momento se entrelazaban en el cielo. Quizá debería volver a analizar aquellos sueños, como había hecho muchas veces ya, aunque…

… No tenía tiempo; notó una intromisión familiar y supo que Shaitan se acercaba, con la mente aunque no con el cuerpo.

¿Qué ocurre?, preguntó.

Qué ingenioso eres, ronroneó Shaitan, telepáticamente. ¡Y qué sensible! No hay manera de cogerte desprevenido, hijo mío.

¿Entonces por qué insistes en intentarlo?, respondió Shaithis con tono gélido.

Shaitan pasó por alto su irritabilidad y le dijo:

Deberías venir ahora mismo. Nuestras criaturas maúllan en las tinas y no tardarán en levantarse. Hemos de probarlas. Hemos de disponer los preparativos.

Era verdad.

Voy inmediatamente, contestó Shaithis al tiempo que iniciaba el peligroso descenso del cono. Su antepasado no era el único en sentirse ansioso por liberarse de aquel lugar. Aunque hay libertades y libertades, y el concepto no es nunca igual para dos criaturas diferentes.

Shaitan se liberaría de las Tierras Heladas mientras que su descendiente… tenía algo más de qué liberarse.

Poco antes, a varios miles de kilómetros hacia el sur, el necroscopio había salido a inspeccionar la guardia de avanzada de Karen, su sistema de criaturas-guerreras especializadas (o más bien sus tropas insubordinadas, porque en eso parecían haberse convertido), para lo cual se dirigió hasta el lugar donde ella las había apostado, a orillas del mar helado, con la intención de prevenir cualquier incursión desde las Tierras Heladas. Se había desplazado mediante el continuo de Möbius, en una serie de saltos de cien kilómetros que lo acercaron a los horizontes más septentrionales, y a los yermos iluminados por la aurora, donde la nieve se amontonaba en blancos ventisqueros, a orillas de un océano cubierto por una costra de escarcha que subía y bajaba con desgana.

Las criaturas de Karen habían estado allí, no cabía duda, y Harry no tardó en descubrir lo bien que se habían adaptado. Siendo seres con la capacidad de metamorfosearse, una sola generación había bastado para acelerar su evolución: les había crecido una piel blanca y espesa que les servía de protección contra el frío y de camuflaje natural. Cuando Harry creyó detectar ligeros movimientos en un montículo de nieve, y después de haberse acercado con sigilo, comprendió la efectividad de esta última característica. Se percató de la presencia de las bestias cuando tres de ellas retrocedieron para cargar contra él: así, juntas, representaban un cuarto de hectárea de bestias asesinas enloquecidas.

Retrocedió un poco y pensó: No sería más que un pececillo a repartir entre tres enormes gatos. Apenas les alcanzaría para enterarse del sabor que tengo.

Pero fíjate en su tendencia instintiva a proteger su intimidad, comentó Karen desde su nido de águilas, situado a tres mil quinientos kilómetros al sur. Sus mentes serán débiles, pero a pesar de ello se las han arreglado para ocultar sus pensamientos, y así han logrado que no te percataras de su presencia. Es más, tú eres wamphyri —un lord, un amo—, pero eso tampoco las ha detenido.

El necroscopio había detectado una cierta nota de orgullo en los pensamientos de Karen; aquellas bestias eran su obra, y había hecho un buen trabajo. Pero, por desgracia, había permitido que se le escaparan de la traílla. Como seguía concentrada en él, detectó ese pensamiento.

La distancia era demasiado grande, adujo, al tiempo que se encogía de hombros. Ahora me doy cuenta. La telepatía es un don especial que compartimos. Nuestras mentes, humanas en su mayor parte, son grandes y podemos centrarlas bien, por lo que el contacto entre nosotros es algo sencillo. Pero las mentes de esas bestias son pequeñas y sólo les preocupa su supervivencia. Es fácil de explicar, se han olvidado de mí.

Entonces ha llegado la hora de que se acuerden, contestó Harry. Mientras ella ampliaba y reforzaba las instrucciones originales, él las transmitió directamente y con fuerza a las mentes obtusas del grupo. Después, cuando se movió entre ellas por segunda vez, se mostraron más respetuosas.

¡Bravo!, comentó Karen, nerviosa. Hace falta valor para examinarlas tan de cerca. Pero es arriesgado, por favor, Harry, sal de ahí. Vuelve a casa.

A casa… ¿Se referiría al nido de águilas? ¿Acaso era ése su hogar? Tal vez era lo que le correspondía, un monstruoso menhir que se elevaba sobre las planicies de peñascos de la Tierra de las Estrellas, cuyos muebles estaban hechos con el pelo, las pieles, los cartílagos y los huesos de unos seres que habían sido hombres y monstruos. ¿Qué otra casa iba a adaptarse mejor a las necesidades de un hombre cuya amiga de toda la vida había sido la misma Parca?

Amargas reflexiones. Pero, por otra parte, Harry tenía la impresión de que Karen le suplicaba que volviera porque estaba preocupada por él. Y era mejor esa casa que no tener ninguna.

Además, ya había terminado su tarea y tenía frío. Y sabía que Karen le daría calor…

En otro universo, en los Urales, el comandante Alexei Byzarnov se había personado en el núcleo de Perchorsk para efectuar el último simulacro por computadora de la fase de disparo de los Tokarevs. El capitán Igor Klepko, su segundo en la cadena de mando, dirigía la prueba. Klepko era bajito y tenía las facciones angulosas, los ojos oscuros y el cutis castigado por los elementos, todos ellos rasgos típicos de sus antepasados esteparios. Durante los preparativos, el oficial había comentado cada paso para informar a la media docena de oficiales noveles que presenciaban la operación. También estaba presente Viktor Luchov, director del Projekt, que no se perdía detalle desde el perímetro de la pasarela, situada debajo del arco del muro de granito, completamente concentrado en el instructivo monólogo de Klepko, a punto de llegar a su culminación.

—Efectivamente, dos misiles —decía Klepko—. Se trata de un sistema dual. En el campo, su lanzamiento constituiría un ataque prioritario dentro de una zona de batalla hasta ahora desnuclearizada, o bien una represalia contra el uso de armas similares por parte del enemigo. El primer Tokarev rastrearía el cuartel general del enemigo, situado en algún punto detrás de la vanguardia, en la zona de batalla, y el segundo haría blanco sobre el grueso de las tropas enemigas concentradas en primera línea.

»Sin embargo, para los fines que perseguimos aquí, en Perchorsk… —Klepko hizo una pausa, se encogió de hombros y prosiguió—: Si bien nuestros objetivos son bastante más específicos, paradójicamente no dejan de ser pura conjetura. Nuestra finalidad es hacer detonar el primer misil en un mundo que se encuentra detrás de esta… Puerta —con un breve ademán indicó la blanca esfera resplandeciente que tenía a sus espaldas—; el segundo Tokarev lo haríamos detonar cuando se encontrara todavía en el «paso» entre los dos universos. El funcionamiento mecánico es muy sencillo. Los ordenadores de a bordo están conectados por radio; cuando el primer Tokarev atraviese la Puerta en dirección al otro mundo, perderemos el contacto; un quinto de segundo más tarde detonarán los dos dispositivos. —El capitán Klepko suspiró, asintió con la cabeza y añadió—: En cuanto al propósito de este sistema, en caso de que lo utilicemos, es absolutamente defensivo. Todos ustedes han visto películas de las criaturas que viven del otro lado y que han pasado a este mundo. Me consta que no hace falta que les diga que es muy importante que estas experiencias no se repitan.

»Por último, y antes de proceder al simulacro, quedan las cuestiones del mando y de la seguridad personal.

»En cuanto al mando, estas armas sólo se utilizarán siguiendo las instrucciones del director del Projekt, designado por el comandante en jefe Byzarnov; en su defecto, en el caso improbable que estuviera ausente, por mí mismo. Salvo en las circunstancias en que se rompiera la cadena de mando, ninguna otra persona poseerá esa autoridad.

»En cuanto a la seguridad personal, a partir del momento en que se pulse el botón, las cabezas nucleares quedarán armadas; el disparo se producirá cinco minutos más tarde. Toda persona que permanezca en Perchorsk a partir de ese momento recibirá un aviso mediante una bocina que sonará ininterrumpidamente. Las bocinas tienen un único significado: ¡TODO EL MUNDO FUERA! Los gases de escape de los Tokarevs son tóxicos. Como medida de seguridad contra el fallo improbable del sistema de ventilación del Projekt, todo aquel que quede rezagado deberá utilizar equipo de respiración auxiliar hasta que haya abandonado las instalaciones. Un hombre en buenas condiciones tarda unos cuatro minutos en salir del núcleo y llegar al barranco.

»Estos Tokarevs son armas, su uso no es experimental sino efectivo, real, y no llevan dispositivos de corrección automática de errores. Una vez se han disparado, la operación no se puede abortar, y después de la detonación sólo contaremos con sesenta segundos. Con lo cual tendremos un total de seis minutos después de iniciado el ciclo. La explosión del dispositivo al otro lado de la Puerta no debería producir aquí efecto alguno, pero la del que detonará en el paso… es un tema aparte. Podría darse que la potencia de dicha detonación lanzara gases y desechos radiactivos hacia Perchorsk. Con suerte, toda esa materia contaminante quedará encerrada aquí abajo, en la cercanía del núcleo, pero para entonces el lugar habrá sido evacuado y las salidas cerradas.

Klepko se enderezó, puso los brazos en jarras y acto seguido añadió:

—¿Alguna pregunta?

No hubo ninguna.

—Simulacro computarizado. —Se relajó, se rascó la nariz y se encogió de hombros a manera de disculpa—. Si esperaban una exhibición de fuegos artificiales, me temo que se llevarán una gran decepción. El simulacro ocurrirá en la pequeña pantalla en blanco y negro que tienen allí, sin sonidos y con subtítulos. ¡Ah, y sin efectos especiales!

Todos se echaron a reír.

—El propósito de todo esto —dijo Klepko, levantando la mano para pedir silencio—, es que vean lo poco que dura un período de seis minutos. —Pulsó un botón rojo que había en una caja que tenía ante sí, en lo alto del atril.

El comandante Byzarnov ya había visto el simulacro. No estaba especialmente interesado en ese aspecto, sino en la expresión reflejada en el rostro de Viktor Luchov, una expresión de embelesada fascinación. Byzarnov retrocedió unos pasos para acercarse al perímetro de la pasarela, se aproximó en silencio al enjuto científico y carraspeó un poco.

Luchov giró la cabeza y se quedó mirando al comandante.

—Aún considera todo esto como una especie de juego, ¿no? —dijo con tono acusador.

—No —respondió Byzarnov—, nunca lo he considerado así.

—He notado que toda orden que yo dé sobre el uso de esas armas debe ser «aprobada» por su segundo en la cadena de mando. ¿Sospecha que puedo llegar a ordenar que se utilicen frívolamente?

—En absoluto —respondió el comandante, y sacudió la cabeza, consciente de que varios folios mecanografiados y doblados le asomaban por el bolsillo. Se trataba del perfil psicológico actualizado de Luchov que le había proporcionado el psiquiatra del Projekt. Y pensó para sí: Locamente, sí, pero no frívolamente.

La mirada de Luchov se volvió inexpresiva y dijo:

—A veces tengo la sensación de que me están castigando.

—¿No me diga?

—Sí, por el papel que he desempeñado en todo esto. Yo he ayudado a construir el Perchorsk original. En aquella época, Franz Ayvaz era el director, pero murió en el accidente, de manera que ya ha pagado. Desde entonces, la responsabilidad ha sido mía.

—Una carga bastante pesada para cualquier hombre —asintió Byzarnov, se alejó un poco y decidió cambiar de tema—. Lo vi salir desde allá abajo, antes de que Klepko comenzara su demostración. ¿Ha estado usted en…, en los niveles abandonados de magma?

Luchov se estremeció y susurró:

—¡Dios santo, qué desastre hay allá abajo! Cuántos quedaron atrapados allí. Abrí un quiste. Lo que había dentro era…, era como una momia alienígena. En esta ocasión no era líquida ni estaba podrida, sino que se trataba de una masa grotesca de carne invertida y medio fosilizada. Pude ver algunos de los órganos principales, además de unos cuantos…, no sé cómo llamarlos…, unos cuántos apéndices curiosísimos de goma, plástico, piedra y…, y no sé qué más.

Byzarnov sintió pena por él. Luchov llevaba mucho tiempo allí. Pero no seguiría mucho más, si Moscú seguía la recomendación del comandante y actuaba con celeridad.

—Lo que hay allá abajo es terrible, Viktor —convino—. Y sería mejor que no volviera a bajar.

¿Viktor? Y el tono de voz de Byzarnov…, ¿sonaba a lástima? Luchov le lanzó una mirada colérica y se apartó bruscamente. Movió la cabeza miró por encima del hombro, y gritó con voz estridente:

—¡Mientras siga siendo director del Projekt, comandante, iré a donde me plazca! —Y se marchó.

Byzarnov se acercó a Klepko. Las dos formas de dardos avanzaban erráticamente por la pantalla del ordenador y desaparecían en el olvido; el simulacro había concluido; Klepko hacía un último comentario:

—… seguirá llena de gases tóxicos y podría ser altamente radiactiva. Pero para entonces, todos estaremos fuera de aquí.

El comandante esperó a que Klepko despidiera a sus oyentes, lo llevó aparte y habló con él breve y nerviosamente.

Sobre Luchov.

El necroscopio soñaba.

Soñaba con un niño llamado Harry Keogh que hablaba con los muertos y era amigo de ellos, su única luz en una oscuridad universal. Soñaba con los amores y las vidas del joven, las mentes que había visitado, los cuerpos en los que había habitado, los lugares que había conocido en el pasado y en el futuro, y en dos mundos. Era un sueño muy extraño y fantástico —mucho más porque era verídico— y aunque el necroscopio soñara consigo mismo, con su propia vida, seguía teniendo la impresión de que soñaba con otro.

Finalmente soñó con su hijo, un lobo…, pero esa parte del sueño era real, no era un recuerdo de otro mundo. Su hijo se le acercaba con la lengua afuera y decía: ¡Ya vienen, padre!

Harry despertó al instante, bajó del lecho de Karen y con movimientos rápidos y sinuosos se acercó al alféizar de la ventana y apartó las cortinas. Cauteloso, se mantuvo oculto y a punto para apartar la mano en el momento en que fuese necesario. Pero no hizo falta, porque el sol ya había bajado. Las sombras avanzaban tímidamente por la línea de montañas tiñendo de negro los picos dorados. Poco a poco, las estrellas que al principio apenas se veían adquirieron mayor brillo. La oscuridad estaba allí y seguiría ganando terreno.

Karen gritó en sueños, despertó y se sentó de golpe en la cama deshecha.

—¡Harry! —Tenía el rostro palidísimo, parecía una sábana rota en la que aparecían unos agujeros triangulares en el lugar de los ojos y la boca. Miró por toda la habitación y cuando descubrió al necroscopio junto a la ventana, las cuencas de sus ojos se encendieron—. ¡Ya vienen!

Sus miradas escarlata se encontraron, se fundieron y formaron un canal por el que transitaron los pensamientos que, momentos antes, estaban dormidos. Harry veía la mente de Karen con sólo mirarla a los ojos, pero dijo en voz alta:

—Ya lo sé.

Bajó del lecho desnuda, corrió hacia él y se sepultó en sus brazos.

—¡Pero ya vienen! —sollozó.

—Sí, y lucharemos contra ellos —respondió con voz ronca, al tiempo que su cuerpo reaccionaba espontáneamente al contacto y al olor de la piel de Karen, que era suave, sedosa, plena y húmeda, allí donde su miembro crecía dentro de ella.

Karen se aferró a él con todas sus fuerzas y murmuró:

—Hagamos que éste sea el mejor de todos, Harry.

—¿Porque podría ser el último?

—Por si acaso —gruñó, al tiempo que en su interior formaba unas púas para introducirlo más adentro. Después…

… Nunca antes había sido igual, y quedaron demasiado agotados como para sentir miedo…

—¿Y si perdiéramos? —preguntó él más tarde.

—¿Si perdiéramos? —Karen se encontraba junto a él; los dos estaban asomados a una ventana de un cuarto que daba al norte, hacia las Tierras Heladas. Todavía no se veía nada, y no esperaban ver nada durante un tiempo. Pero podían presentir algo. Del norte salía como una especie de oleaje en un lago de alquitrán: era lento, escalofriante y negro como el mal que emanaba de aquella zona.

—Si perdiéramos —dijo Harry, inclinando la cabeza—, sólo podrán matarme.

Pensó entonces en Johnny Found y en las cosas que había hecho a sus víctimas. Cosas terribles. Pero comparado con Shaithis y con cualquier otro superviviente de los antiguos wamphyri, Johnny Found había sido un niño con una imaginación muy menguada.

Karen sabía por qué el necroscopio había cerrado su mente: para protegerla. Pero fue un esfuerzo inútil; porque conocía a los wamphyri mucho mejor que él; nada de lo que Harry pudiera imaginar lograría jamás llegar a las verdaderas profundidades de la crueldad wamphyri. Eso opinaba Karen y por eso le prometió:

—Si tú mueres, yo también moriré.

—¿Y eso? ¿Crees que te dejarán morir así como así?

—No podrán impedírmelo. De este lado de las montañas está el ocaso, pero del otro lado, en la Tierra del Sol, la muerte verdadera espera a cualquier vampiro. Arde como oro fundido en el cielo. Volaría hasta allí, cruzaría las montañas y me iría hacia el sol. Que me sigan si se atreven, pero no tendría miedo. Recuerdo cuando era niña lo agradable que era sentir el sol en la piel. Estoy segura de que al final, antes de morirme, sería capaz de repetir esa sensación. ¡Me obligaría a sentirla como algo agradable!

—Qué morboso. —Harry se enderezó y se sacudió—. Todo esto es morboso. Si sigues así nos derrotarán antes de que haya empezado la batalla. Tiene que existir por lo menos una posibilidad de que venzamos. En realidad, hay más de una posibilidad. ¿Acaso pueden desaparecer a su antojo, como hacemos nosotros, en el continuo de Möbius?

—No, pero…

—¿Pero qué?

—Fuéramos a donde fuéramos, y por más veces que lográsemos huir, siempre acabaríamos regresando. No podemos quedarnos eternamente en ese lugar. —Su lógica era aplastante. Antes de que Harry encontrara una respuesta que les sirviera de consuelo a los dos, Karen añadió—: Shaithis es un enemigo terrible. No te imaginas lo retorcido que puede llegar a ser.

Es verdad, sentenció una voz surgida de la nada que los sobresaltó al entrar en sus mentes. Shaithis es retorcido. Pero su antepasado, Shaitan el Caído, es mucho peor.

—¡El Habitante! —exclamó Karen con voz entrecortada al reconocer a su visitante telepático. Luego, incrédula, preguntó—: ¿Has dicho… Shaitan?

Sí, el Caído, gruñó la voz de lobo en sus mentes. Está vivo, vendrá aquí y él es el terror, no Shaithis.

Harry y Karen tendieron sus sondas telepáticas e intentaron reforzar el puente mental entre ellos y su visitante. Por un momento, el nido de águilas se llenó de fluctuantes imágenes mentales: las laderas de una montaña donde unos peñascos sobresalían a través del pedregullo resbaladizo; una luna llena que cubría los riscos con su suave manto amarillo; altos abedules que se proyectaban hacia el cielo. Y en la sombra de los árboles, donde descansaba la manada antes de iniciar la cacería, parpadeaban un montón de ojos triangulares y plateados. Después, las imágenes se hicieron más borrosas y desaparecieron, igual que el que vivía y se movía en ellas.

Pero Karen y el necroscopio conservaron su advertencia. ¿Cómo podía saber lo que les había dicho? Imposible adivinarlo. Pero era o había sido el Habitante. Y eso bastaba.

Entretanto, pasaba el tiempo.

Algunas veces hablaban y otras se limitaban a esperar. No podían hacer otra cosa. En aquel momento, sentados ante el fuego en el amplísimo salón principal del nido de águilas, conversaban.

—Shaitan también forma parte de las leyendas de mi mundo —dijo Harry—. Allí le llaman Satán, el Diablo, cuya morada se encuentra en el infierno.

—¡En las historias que se cuentan en la Tierra de las Estrellas tu mundo era el infierno! —contestó Karen—. Y todos sus habitantes eran diablos. Dramal Cuerpocondenado lo creía a pies juntillas.

—Resulta difícil entender que los wamphyri, con lo monstruosos que son, y siguen siendo, creyeran en demonios, diablos y cosas por el estilo —dijo Harry, sacudiendo la cabeza.

—¿Y por qué? ¿Acaso el infierno no es simplemente lo desconocido, cualquier lugar o región terrible de la que nada se sabe? Para las tribus de Viajeros, el infierno estaba en la Tierra de las Estrellas, al otro lado de las montañas, mientras que para los wamphyri esperaba en el otro lado de la Puerta esférica. Sin duda, todo lo que hay más allá de esa Puerta debe de ser horrible y letal, porque nadie ha vuelto para contárnoslo. Así es como lo consideraban los wamphyri. Yo también lo entendía así, antes de que aparecieran Zek, Jazz, tú y tu hijo. Y no olvides, Harry, que los wamphyri también fueron hombres. Por más monstruoso que pueda volverse un hombre, siempre recordará los miedos nocturnos de su niñez.

—Shaitan —dijo Harry, abstraído—. Un misterio que abarca dos mundos. La leyenda fue llevada a mi mundo por los lores wamphyri desterrados y por alguno de sus sirvientes Viajeros, a quienes mandaban cruzar la Puerta de la Tierra de las Estrellas. —Pero, para sí, pensó: ¿Ah, sí? ¿No será que la llamada «leyenda» es algo universal? El Gran Malvado, el Señor de las Moscas, de toda la maldad. ¿Y la similitud de los nombres qué…? Satán, Shaitan. ¿Habrá demonios en todos los universos de la luz? ¿Y los ángeles?

—Será mejor que dejemos de pensar en él como una leyenda —le advirtió Karen, como si le hubiera leído el pensamiento, cosa que, por cierto, no podía hacer—. El Habitante dice que es real y que viene hacia aquí, lo cual significa que si queremos vivir, debemos matarlo. Aunque… si Shaitan ya ha vivido dos o tres mil años…, ¿tiene sentido que creamos que podemos matarlo?

Harry apenas la había oído. Seguía tratando de poner orden en sus pensamientos.

—¿Cuántos más habrá? —preguntó por fin—. Shaitan será el jefe, y Shaithis irá con él. ¿Pero quién más habrá?

—Los supervivientes de la batalla por la posesión del jardín —contestó Karen—. Si sobrevivieron a las Tierras Heladas.

—Ya me acuerdo. Hemos hablado de ellos en una ocasión. Fess Ferenc, Volse Pinescu, Arkis Leprafilius y sus esclavos. Un puñado, nada más. Y en caso de que otros lores sobrevivieran al exilio, un nutrido puñado. —Se puso en pie—. Pero sigo siendo el necroscopio. E insisto, ¿pueden utilizar el continuo de Möbius a su antojo? ¿Pueden invocar a los muertos y levantarlos de sus tumbas? —Y para sus adentros se preguntó una vez más: ¿Y tú, Harry, puedes tú?

—Quizá Shaitan posea ese arte. Porque al fin y al cabo fue el primer wamphyri. Desde entonces, ha tenido tiempo suficiente para estudiar. Es posible que pueda atormentar a los muertos para arrancarles sus secretos.

—¿Pero le contestarán? —preguntó Harry con voz ronca, mientras sus ojos brillaban como rubíes a la luz del fuego—. No, no me refería a la nigromancia sino a la necroscopia. Un nigromante es capaz de «examinar» un cadáver, incluso una momia que lleva muerta mucho tiempo, pero yo hablo con los espíritus de los muertos. Y ellos me quieren, hasta el punto de que serían capaces de levantarse de sus cenizas por mí… —Es mentira. Te estás mintiendo a ti mismo. ¡Eres un wamphyri, Harry Keogh! ¿Levantar a los muertos de sus cenizas? Solías hacerlo, sí, solías hacerlo. Se puso en pie y dijo—: He de intentarlo.

Se dirigió a las estribaciones de las montañas que había debajo del jardín, donde tiempo atrás había conjurado a un ejército de trogs momificados para presentar batalla a los trogs wamphyri. Habló con sus espíritus a su manera, pero por única respuesta recibió una ráfaga de viento del norte.

Percibió que estaban allí y que lo oían, pero que preferían mantenerse en silencio. Se encontraban en paz, ¿para qué iban a unirse a la agitación del necroscopio?

Subió al jardín. Allí encontró las tumbas —eran muchísimas—, pero estaban descuidadas: los Viajeros que murieron en la gran batalla, los trogs que descansaban en sus nichos, debajo de los riscos. También lo oyeron, y se acordaban de él. Pero percibían en él algo diferente que no les gustaba.

¡Ah, wamphyri! ¡Nigromante! Aquel hombre o monstruo conocía palabras que podían hacerlos volver a una horrible parodia de la vida, incluso en contra de su voluntad.

—¡Tal vez lo haga! —amenazó al notar su negativa, su terror. Pero para sus adentros: ¿Igual que Janos Ferenczy? ¿Cuánto vale ahora tu «humanidad», Harry?

Regresó junto a Karen, al nido de águilas y, desolado, dijo:

—Hace tiempo podría haber formado un ejército con los muertos. Pero ahora sólo estamos tú y yo.

Y yo, en sus mentes oyeron el gruñido del Habitante con la misma claridad que si hubiese estado allí, con ellos. Luchasteis por mí en una ocasión. Los dos peleasteis por mi causa. Ahora me toca a mí.

Al parecer, la decisión estaba tomada, sólo faltaba fijar un rumbo. Aunque, en realidad, sólo había un camino que seguir.

Karen fue a buscar su guantelete, lo sumergió en una solución limpiadora ácida y después se puso a engrasar las articulaciones.

—Yo sola le arranqué el corazón a Lesk el Ahíto. Y en aquella época teníamos mucho más que temer. Y ahora que me doy cuenta, la verdad es que no temo por mí, sino que tengo miedo de perder lo que tenemos. Aunque, pensándolo bien, ¿qué es lo que tenemos?

Harry se puso en pie de un salto y, presa de un incontenible nerviosismo, comenzó a pasear agitando los puños. Después, se quedó mortalmente quieto. Era su vampiro, que trataba de dominarlo. Asintió con aire de entendido y gruñó:

—Está bien, tal vez te he mantenido a raya durante demasiado tiempo. Puede que haya llegado el momento de que te deje suelto.

—¿Qué? —preguntó Karen, y dejó la limpieza de su guantelete.

—Nada.

—¿Nada? —preguntó, enarcando las cejas.

—Sólo preguntaba…, ¿dónde será todo?

En el jardín, respondió el Habitante, desde las montañas lejanas.

Lo oyeron, y Karen reconoció:

—Bien, el jardín tiene sus ventajas. Además, lo conocemos bien.

Finalmente, asintiendo con fuerza, el necroscopio se rindió a su vampiro. Al menos parcialmente.

—De acuerdo —gruñó—, ¡Qué sea en el jardín!

Y así fue.

En la Tierra de las Estrellas…

Era la hora en la que lo único que queda del sol ardiente es un borroso brillo grisáceo en un cielo mordisqueado por los colmillos prominentes de las montañas, y en la que las innumerables estrellas son como trozos de hielo congelado en extrañas órbitas. Era la hora más profunda y más oscura del ocaso, y los últimos wamphyri —Shaithis, Shaitan, Harry Keogh y Karen— se reunían para luchar en un lugar vacío que en otros tiempos había recibido el nombre de jardín. Los cuatro, los últimos de su raza, y el Habitante, aunque él ya no era wamphyri, y si lo era, su vampiro apenas se había enterado.

Hacía ya tiempo que Karen sabía que los invasores acechaban y se acercaban a la Tierra de las Estrellas, desde que las criaturas que había apostado en la orilla del océano la habían llamado por última vez para pasarle esa información, antes de morir. Y cuando estaban ya moribundas, Karen les preguntó: ¿Cuántos son los enemigos y qué forma tienen? Resultaba más fácil calcular la fuerza y la naturaleza de aquel modo que a partir de una descripción complicada; la distancia era mucha y los cerebros de los guerreros nunca son demasiado grandes (lo más prudente es dotar a semejantes mastodontes amenazantes de una inteligencia rudimentaria). No obstante, del norte le habían llegado vagas imágenes de bestias voladoras, de guerreros y de unos seres que los controlaban, con lo que Karen comprendió cuan pequeño era el ejército de Shaitan.

Sólo constaba de un par de lores al mando, que montaban unas bestias voladoras corpulentas, con las cabezas y los vientres recubiertos de escamas blindadas, y media docena de guerreros de construcción poco ortodoxa. Poco ortodoxa, sí…, por no decir algo peor. Porque los invasores (que no podían ser otros que Shaithis y Shaitan el Caído, aunque Karen se cuidó muy bien de entrar en contacto directo con sus mentes) habían considerado oportuno infringir todas las viejas reglas wamphyri que regían la creación de ese tipo de bestias. Para empezar, estaban dotadas de órganos sexuales, igual que los especímenes que Karen había fabricado, y luego, parecían actuar espontáneamente, sin la guía de sus supuestos controladores. Por último, uno de ellos era un monstruo incluso entre los monstruos. Tanto era así que Karen no se atrevió a examinarlo a fondo.

Al principio (la habían informado sus guardianes) había otro par de bestias voladoras, unas bestias cansadas cuyos jinetes las hicieron aterrizar en los ventisqueros, cerca de la orilla del océano. Al descender, los lores wamphyri habían hecho bajar a sus guerreros y a sus bestias voladoras frescas, para permitirles que repusieran fuerza consumiendo los cuerpos extenuados de las dos primeras voladoras. Mientras se alimentaban, los guardianes de Karen atacaron… y descubrieron la abrumadora ferocidad y superioridad de los guerreros de Shaitan. Aquél fue el mensaje que la última de las bestias de Karen transmitió, antes de que sus señales mentales, obnubiladas por el dolor, se apagaran rápidamente.

En aquellos momentos, Harry dormía agitado por terribles pesadillas. Karen contemplaba cómo se revolvía en el lecho mientras murmuraba algo acerca de «los universos de la luz con forma de cono», de Möbius, un hechicero que había conocido en las tierras infernales: «un matemático que era religioso; un loco que cree que Dios es una ecuación…, más o menos lo que Pitágoras creyó siglos antes que él». Y sobre el continuo de Möbius, ese lugar fabuloso e insondable donde habían hecho el amor metamórfico, y que él consideraba como «un infinito cerebro que controla los cuerpos de los universos, en el cual los seres simples como yo no son más que sinapsis que transmiten pensamientos e intenciones y que cumplen con…, ¿con la voluntad de Alguien?».

A esas alturas, el sueño del necroscopio se había convertido en un proceso febril, lleno de ideas, conversaciones y asociaciones de su pasado, incluso de pasados sueños, como un caleidoscopio donde se mezclaba lo real y lo irreal, donde desde el principio su vida era vista como producto de una metamorfosis, igual que la experimentada por su carne, que le permitía hacer extraños descubrimientos y encontrar raros conceptos. El sueño, al igual que el último estertor de un moribundo, contenía elementos cruciales de toda esa vida, pero unidos en una única visión que duraba apenas un instante.

Cuando la frente gris se le perló de frías gotas de sudor, Karen pudo haberlo despertado; pero sus palabras la fascinaban; además, necesitaba dormir, recuperar fuerzas para la batalla. Quizá se serenara cuando la pesadilla hubiera pasado. De modo que permaneció sentada junto a él, mientras sudaba y divagaba sobre cosas que escapaban a su entendimiento.

Sobre la relatividad del tiempo y toda la historia, la del futuro y la del pasado, que eran contemporáneas pero ocurrían en «otra parte»; sobre los muertos, los verdaderos, no los muertos vivientes, que esperaban pacientes en sus tumbas a que se produjera un nuevo inicio, su segunda venida; y sobre una gran luz, la Luz Primigenia, «que es el actual e interminable Big Bang que se produce cuando todos los universos se expanden eternamente para salir de la oscuridad». Masculló cosas sobre números que tenían el poder de separar el espacio y el tiempo y sobre una ecuación metafísica «cuya única justificación es la de extender la mente más allá del límite de lo meramente físico».

En un determinado nivel, se trataba del torbellino subconsciente del genio matemático instintivo de Harry, mejorado y aumentado por su vampiro, que ahora llevaba el control; pero en un plano superior representaba la violenta confrontación entre dos potencias absolutamente elementales: la Oscuridad y la Luz, el Bien y el Mal, la Sabiduría por la sabiduría misma (lo cual es un pecado), y la ausencia total de sabiduría, que es la inocencia. Era la batalla del subconsciente del necroscopio consigo mismo, en su interior, que debía plantear y ganar si deseaba impedir que cayera la oscuridad final, porque Harry mismo podía desempeñar el papel de brillante guardián de mundos venideros o representar su destrucción total incluso antes de que nacieran.

Pero Karen nada sabía de todo aquello, ella sólo sabía que no debía despertarlo. Y Harry continuó con su agitado sueño. «Podría darte fórmulas con las que ni siquiera has soñado…», decía, burlón, al recordar algún tiempo pasado ya olvidado, mientras las luces de sus ojos brillaban escarlata a través de los párpados cerrados. «¡Ojo por ojo, Dragosani, y diente por diente! Fui Harry Keogh…, me convertí en el sexto sentido de mi propio hijo antes de que la cabeza vacía de Alec Kyle me succionara y su cuerpo fuera mío…, Faethor, el gran embustero, habría vivido ahí dentro, conmigo, pero dónde está ahora Faethor, ¿eh? ¿Dónde está Thibor? ¿Y qué me dices del fanfarrón Bodescu? ¿Y Janos?» De pronto se echó a llorar y unos gruesos lagrimones se colaron por entre los párpados luminosos.

»¿Y Brenda? ¿Y Sandra y Penny? ¿Soy un maldito o un bendito…?

»Tenía un millón de amigos, aquello era delicioso, ¡lástima que estuviesen todos muertos! "Vivían" en una dimensión que estaba más allá de la vida y, a pesar de eso, yo podía hablarles y ellos seguían recordando lo que significaba haber estado vivos.

»Existen muchas dimensiones, innumerables planos de existencia, un sinfín de mundos. Una miríada de universos de luz con forma de cono. Y yo sé cómo surgieron. Y Möbius también lo supo antes que yo. Pitágoras pudo haberlo intuido, pero Möbius y yo lo sabemos.

»Hágase… (Torció los ojos, fuertemente cerrados.) Hágase… (Unas gotas enormes de sudor le cubrieron el cuerpo estremecido y gris como el plomo.) Hágase…»

Karen no pudo soportar más su dolor, porque sólo podía tratarse de un sufrimiento extremo. Lo sacudió y le suplicó:

—¿Qué se haga qué, Harry?

—¡La luz! —aulló y abrió de golpe los ojos extraviados, encendidos por su propio calor.

—¿La luz? —repitió Karen con voz maravillada.

Harry pugnó por sentarse, se dio por vencido y se dejó caer en los brazos de su amada. La miró, asintió y dijo:

—Sí, la Luz Primigenia, la que mana de Su mente.

Los ojos de Harry siempre habían sido extraños, incluso antes de que su vampiro los tiñera de sangre, pero en aquel momento se transformaban velozmente. Karen vio que de ellos desaparecía primero la furia y luego el temor, y contempló fascinada cómo moría en ellos toda vitalidad alienígena, incluso toda la pasión de los wamphyri. Porque con una única excepción, el necroscopio era el primero de su especie que sabía y creía.

—¿Su mente? —repitió Karen por fin, y al ver la dulzura infantil de su rostro, se extrañó.

—¿La mente de… Dios? —Harry no estaba del todo seguro. Pero poco le faltaba—. De algún Dios —aclaró con una sonrisa en los labios—. ¡Un creador!

En su interior, instintivamente consciente de la inminente derrota, su vampiro se encogió y tal vez lamentó su destino: formar parte de un hombre que sólo deseaba ser eso…, un hombre.