Capítulo veinticuatro

Otra vez Perchorsk - Ahora las Tierras Heladas

Las cavernas en forma de colmenas, las madrigueras quemadas y los niveles fantasmales de magma del Perchorsk Projekt habían pasado por un período de intensa actividad. Habían transcurrido seis días desde la noche en que Harry Keogh visitara al director del Projekt, Viktor Luchov, y de su posterior invasión del núcleo montado en una potente motocicleta norteamericana; como resultado de todo ello, se preparaba una escena final aterradora. Las piezas se encontraban todas en su sitio y Luchov esperaba que se produjera por fin el cierre definitivo de la Puerta.

En el núcleo mismo, donde las placas en forma de escamas de pescado habían sido desactivadas y recientemente pulidas a fondo, en la zona que rodeaba el portal dimensional, la mirada fija de Luchov se posó pasmada sobre los posibles instrumentos de esa desconexión: un par de misiles de corto alcance Tokarev Mk II, ultrasecretos (en lenguaje corriente, se trataba de Exorcets nucleares), montados en lo alto de una lanzadera compacta con ruedas de oruga. Tras las lentes ahumadas de los protectores oculares de plástico, los ojos del director del Projekt aparecían entrecerrados, como congelados en un guiño de dolor; Moscú le había asignado la responsabilidad de organizar el montaje y la programación de los Tokarevs. Sabía muy bien lo que tenía ante sí: sabía que los estilizados vientres de acero de los misiles contenían restos de metales tóxicos, que descansaban allí en silencio, dispuestos a despertar instantáneamente para provocar el desastre. Lo único que hacía falta era pulsar un botón.

Un grupo de técnicos militares vestidos con batas blancas trabajaban cerca de los Tokarevs; revisaban y volvían a revisar las conexiones eléctricas, los sistemas semiautomáticos y computarizados, los niveles de radiación y las lecturas de otros instrumentos. El jefe del grupo, que dependía directamente del director del Projekt, dio una palmadita en el brazo a Luchov y éste se sobresaltó. Tratando en vano de ocultar su nerviosa reacción, el director chilló:

—Sí, ¿qué quiere?

Era un hombre joven, no tendría más de veintiséis o veintisiete años, pero ya era comandante; en las solapas llevaba la corona que representaba su rango encerrada en el interior de un núcleo atómico estilizado, distintivo del Cuerpo Especial de Artillería.

—Señor, todo está dispuesto —respondió, formal—. A partir de ahora y hasta que estas armas se utilicen, dos de nosotros estaremos siempre de guardia…, iremos armados, como medida de protección contra cualquier sabotaje. Somos conscientes de que en el Projekt se han producido…, esto…, ¿intromisiones?

—Muy bien, de acuerdo —repuso Luchov, aunque apenas le prestaba atención. Se alejó tembloroso de los Tokarevs y, señalando hacia la esfera reluciente de la Puerta, añadió—: ¿Sabe contra qué montará guardia? ¿Está seguro de que si llega a hacer falta, sabrá usted exactamente cuándo pulsar el botón?

El otro se puso rígido. Conocía muy bien sus deberes. Era una lástima que se encontrara en una situación en la que debía recibir órdenes de un maldito civil. Sintió la tentación de exponerle a Luchov lo que pensaba con toda sinceridad, pero le habían explicado con claridad que el veterano científico era todo un personaje dentro de su campo.

—Estoy al corriente de la historia del Projekt, señor —respondió con frialdad—. Además, hemos visto todas las películas. Pero, en cualquier caso, la secuencia de disparo no puede iniciarse sin sus instrucciones.

—Escúcheme bien —dijo Luchov, volviéndose un poco más hacia él hasta quedar de frente; lo miró con ojos desorbitados y lo agarró del brazo con mano temblorosa—. Son las instrucciones que le han dado, pero no lo dicen todo. En realidad, dicen bien poco. ¿Ha visto las películas? Pero no ha podido olerlas, ¿verdad? Esas cosas no pueden saltar de la pantalla y tragárselo entero, ¿o sí pueden?

Con furiosos movimientos afirmativos de la cabeza y señalando otra vez hacia el hemisferio superior, blanco y reluciente de la Puerta, prosiguió con voz ronca:

—¡Ahí dentro hay una maldición, una plaga, algo que convertiría Chernobyl en un accidente sin importancia! Si esas cosas o lo que sea llegaran a entrar en este mundo…, sería el fin…, ¡el fin de todo! La humanidad iría a parar donde están ahora los dinosaurios, los trilobites, los dodos…, ¡desapareceríamos! Así que no se insolente usted cuando le pregunto si sabe a qué nos estamos enfrentando.

Pálido por el esfuerzo de contener la rabia, el joven oficial se puso en posición de firmes y entreabrió los finos labios; pero Luchov no había acabado con él, porque todavía no le había dicho lo peor.

—Escúcheme —repitió—. Hace una semana, un hombre o algo que alguna vez fue un hombre, cruzó esa Puerta para llegar a lo que sea que haya tras ella. Cuando se marchó, el mundo lanzó un suspiro de alivio…, y desde entonces está conteniendo el aliento. Su partida nos alegró porque estaba contaminado, era portador. Pero nos preguntamos cuánto tiempo transcurrirá hasta que encuentre la manera de volver. Y si lo hace, ¿qué traerá consigo? ¿Me sigue hasta ahora?

El rostro del comandante había recuperado los colores. Percibió la importancia de lo que el director del Projekt le decía, las grandes tensiones que debía de estar experimentando.

—Hasta ahora, sí —respondió.

—Muy bien, le comentaré ahora algo que no estaba en las instrucciones que le han dado. Ha mencionado usted los problemas que hemos tenido con anteriores intrusos. Tiene razón; tuvimos este problema y podríamos volver a tenerlo. De manera que voy a ampliar sus instrucciones y a emitir una nueva orden. —Acercó la cara a la de él—. Y es la siguiente: si quedara imposibilitado, si me ocurriera algo extraño o inexplicable que me excluyera de forma permanente del esquema actual, entonces, usted quedará al mando. Considérese nombrado en este mismo instante.

—¿Qué? —El oficial miró el rostro pálido y brillante de Luchov, su cráneo cubierto de horribles cicatrices y se preguntó si aquel hombre estaría del todo cuerdo—. ¿Me nombra usted… director del Projekt?

—Efectivamente —contestó Luchov con vehemencia—. ¡Lo nombro a usted guardián de la Tierra!

—¿Guardián de la…?

—¡Púlselo usted! —susurró Luchov, interrumpiéndolo—. ¡Si llegara a ocurrirme cualquier cosa, pulse el maldito botón! ¡No titubee…, no pierda tiempo telefoneando a Gorbachov ni a los cretinos balbucientes que tan mal le sirven…, pulse el botón! ¡Acabe con todo de una vez y envíe sus Exorcets a una verdadera misión de exorcismo al mundo que hay detrás de la Puerta, antes de que el diablo mismo la cruce y nos salte a la cara! ¿Me ha entendido?

El comandante dio un paso atrás. Tenía los ojos como platos y un aspecto preocupadísimo; Luchov no le había soltado el brazo y se lo apretaba con fuerza.

—Señor, yo…

Luchov lo soltó abruptamente, se irguió un poco, enderezó la espalda y los hombros y apartó la mirada.

—No diga nada —le pidió con un movimiento de cabeza breve y cortante—. Por el momento, no diga nada de nada. Pero no se olvide de lo que le he dicho. ¡No se atreva usted a olvidarlo!

¿Cómo contestarle? ¿Con una sonrisa que podía ser interpretada erróneamente? ¿Con palabras? Luchov le aconsejó que no dijera nada, además, el comandante se había quedado sin palabras. Tal vez lo mejor sería olvidarse del incidente. Pero Luchov le había advertido que no lo hiciera. ¿Sería una actitud prudente: olvidarse de que aquel hombre, que tenía todo el aspecto de ser peligroso, estaba al mando de todo? Y si así lo hacía, si olvidaba que tenía el mando…

En las placas que parecían escamas, una trampilla de inspección giró sobre sus goznes y por ella asomó un ingeniero de mantenimiento, interrupción que le ahorró al comandante ulteriores cavilaciones. El hombre se tambaleó un poco al entrar en contacto con el fulgor de la Puerta, se arrancó la máscara respiratoria de la cara pálida y húmeda y se colocó las gafas de plástico. Sacó una mano como si buscara algo a qué agarrarse y volvió a tambalearse.

Luchov lo reconoció, se le acercó de inmediato, seguido del comandante.

—¿Felix Szalny? —El director del Projekt lo cogió del brazo y lo ayudó a recobrar el equilibrio—. ¿Eres tú, Felix? —Podía mostrarse amable cuando consideraba que la situación lo exigía—. ¡Tienes cara de haber visto un fantasma!

El ingeniero, vestido con un mono de trabajo, un hombre pequeño, medio calvo, apareció cubierto de suciedad e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Parpadeó con rapidez y volvió a mirar hacia la trampilla abierta.

—Si no lo era, se le parecía bastante, señor director —masculló, como si hablara consigo mismo, al tiempo que con un trapo se secaba el sudor frío de la frente.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Luchov, sintiendo que se le erizaba el vello de la nuca, reacción que se repetía con demasiada frecuencia en aquel lugar—. ¿Hay algo allá abajo?

—Sí, en uno de los tubos de ventilación obturados que formaban parte del complejo original —respondió Szalny—. Revisaba un punto crítico de uno de los agujeros de gusano y, curiosamente, la radiación ha bajado casi al nivel normal; al menos ya no ofrece peligro. Así que abrí el obturador y…, y entré. Finalmente, el agujero me condujo al nivel de mantenimiento del viejo reactor abandonado. Y allí… encontré magma, claro.

—¡Ah! —exclamó Luchov, que ya sabía lo que había ocurrido. O al menos eso creía—. ¡Había cadáveres!

—Sí, había cadáveres —repuso Szalny con un movimiento afirmativo de la cabeza—. En parte era eso. Quedaron asados, invertidos, transformados. Algunos se encontraban medio dentro y medio fuera del magma, como momias envueltas en roca deformada, o plástico o goma. ¡Santo cielo, a pesar de los años que llevan ahí enterrados me pareció que todavía podía oír sus gritos!

Luchov se lo imaginaba muy bien. Trabajaba como científico en Perchorsk cuando se produjo el horrible accidente; todavía llevaba cicatrices en el cráneo quemado, que parecía un parche, y otras más profundas en la mente; al recordarlo, se estremeció.

—Has hecho bien en volver a subir. Más tarde podrías bajar con un equipo y limpiar el lugar, por el momento…

—Es que… tropecé con algo —añadió Szalny, azorado, como si hablara consigo mismo, porque no había acabado de contar todo lo que había visto—. Pisé una cosa que se deshizo, se convirtió en polvo, por eso tropecé y choqué contra una especie de quiste que…, que inmediatamente se rompió en pedazos.

El joven comandante tocó a Luchov en el brazo, pero con sumo cuidado.

—¿Ha dicho algo sobre un quiste?

El director le dirigió una mirada y repuso:

—Vaya, veo que está usted interesado. —Sin esperar una respuesta, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y prosiguió—: Entonces deberá verlo con sus propios ojos.

Llamó a un soldado raso y lo envió a un recado. Mientras esperaban, le preguntó al comandante:

—¿Podemos utilizar un par de contadores de radiación de los que hay aquí? —Dirigiéndose a Szalny, añadió—: Felix, quiero que te sientes en una de esas sillas que hay en el perímetro. —Y, volviéndose a un segundo soldado raso, le ordenó—: Usted…, traiga un tazón de té caliente para este hombre. ¡Dése prisa!

Luchov y el comandante se colocaron unos contadores de radiación en la ropa; el primer soldado regresó con un par de máscaras antigás. Los dos hombres se las colgaron del hombro y bajaron por la trampilla de acero a la mitad inferior de la cámara. Allá abajo, la Puerta los iluminaba con su brillo, ingrávida, desde el centro del espacio esférico.

Al llegar al pie de la escalera de acero, Luchov bajó con sumo cuidado y caminó entre las bocas abiertas de los conductos circulares de ventilación que cortaban en todos los ángulos el gigantesco cuenco de piedra del suelo. Ésos eran los «agujeros de gusano», como solían llamarlos, unos canales de energía perforados en el granito macizo durante los primeros segundos del accidente acaecido en Perchorsk, ocasión en la que la materia que antes había sido rígida adquirió la consistencia de la masa de pan.

—Fíjese bien dónde pisa —advirtió al joven oficial—. Evite en lo posible los agujeros de gusano que conservan intacto el obturador. Todavía están calientes. Aunque ya estará al tanto de todos estos detalles, ¿no es así? —Comenzó entonces a recorrer el suelo de piedra fría, perfectamente liso, siguiendo las marcas de goma ondulada colocadas para permitir una mayor adherencia al suelo.

Se alejaron del centro y no tardaron en verse obligados a utilizar las barras de hierro instaladas en el suelo inclinado que se curvaba hasta quedar en posición vertical; fue entonces cuando Luchov llegó a un conducto de noventa centímetros de diámetro cuya trampilla de inspección, recubierta de plomo, permanecía abierta. Había visto la trampilla abierta al bajar de la escalera y supuso que aquél sería el lugar donde Szalny había trabajado. A manera de comprobación, junto a la boca abierta del agujero de gusano había una linterna de bolsillo, metida en su funda de plástico que llevaba grabado el nombre del ingeniero de mantenimiento.

Luchov tomó la linterna, la dirigió hacia el camino y se metió en el agujero.

—Sigue usted interesado, ¿eh? —El eco de su tono burlón llegó hasta el comandante, que lo seguía a cuatro patas—. Bien. Pero yo de usted me pondría la máscara antigás.

Szalny había dejado una cuerda atada al último peldaño; serpenteaba y se perdía de vista en la profundidad del agujero de gusano, que giraba primero hacia la izquierda, luego se inclinaba suavemente durante unos nueve metros antes de enderezarse para volver a girar bruscamente hacia la derecha y perderse en la negrura. En la eterna medianoche de un lugar largo tiempo abandonado.

—En los viejos tiempos —dijo Luchov, con la respiración entrecortada, mientras perforaba la oscuridad humeante con el haz luminoso y bajaba con cuidado hasta alcanzar el suelo cubierto de protuberancias—, hacían el mantenimiento del reactor desde aquí. —Su voz, amortiguada por la máscara, se había convertido en un eco susurrante—. Claro que eso fue antes de que el reactor se comiera a sí mismo.

El joven oficial lo seguía de cerca; salió gateando del agujero, se incorporó y se agarró de la bata de Luchov para no perder el equilibrio. A Luchov le complació comprobar que al comandante le temblaba la mano y que su respiración sonaba un tanto entrecortada. Tal vez se debía al esfuerzo desacostumbrado; en realidad, era por eso…, hasta que Luchov dejó que el haz de la linterna reptara por las paredes, por el suelo y por los habitantes del magma que había en aquel lugar.

El comandante comenzó a respirar con más esfuerzo y a temblar como una hoja hasta que al final, con un hilo de voz, exclamó:

—¡Dios mío!

Luchov caminó con cuidado, no sin cierto remilgo, entre los restos anómalos y homogéneos. Sobre unos restos que habían intentado ser homogéneos.

—Al producirse el accidente —dijo—, la materia se volvió muy flexible y fluida. Una especie de crisol pero sin calor. Bueno, claro que había calor, en algunos lugares se alcanzaron temperaturas muy elevadas, pero se trataba sobre todo de una reacción química o nuclear residual. No tenía mucho que ver con la forma en que la roca, la goma, el plástico, el metal, la carne y los huesos se fundían para formar todo esto. Se trataba de un calor con unas características diferentes, unas características extrañas, ajenas a lo conocido hasta entonces, el resultado de la forja de la Puerta. Como verá, las cosas se complican en la encrucijada de universos.

De repente, el haz sinuoso de la linterna pasó por encima de una cosa que había en la pared, para volver de inmediato sobre ella. El «quiste» del que hablaba Szalny: una fina envoltura de piedra de magma, como una ampolla del tamaño de un hombre, aparecía pegada a la pared y abierta, y de ella goteaba una sustancia negruzca que caía sobre el suelo de pesadilla. A pesar de que las máscaras antigás filtraban los gases venenosos que pudiera haber, les llegaba el olor de aquella cosa; los movimientos y el eco de la voz amortiguada de Luchov parecían molestar a aquello; mientras lo contemplaban, unos huesos negros y pegajosos brotaron de allí.

Después…

… el comandante no paraba de moverse y boquear, jadeaba con desesperación, hasta que regresó por el agujero y llegó al núcleo blanco brillante; una vez allí, se detuvo al pie de la escalera, se quitó la máscara y vomitó. Luchov lo seguía; se había detenido a una distancia prudente y lo miraba. Cuando el joven oficial terminó de arrojar, arrodillado y colgando de los peldaños inferiores como un trapo, el director del Projekt le dijo:

—Ahora comienza usted a comprender. A comprender parte del horror del que este lugar ha sido testigo y que está impregnado en su atmósfera, en sus mismas paredes. Aquí abajo, sellado por el magma, y en otros lugares que los hombres que no soportaban contemplarlo se encargaron de tapiar con ladrillos, existen más horrores como éste. Ah, pero allá arriba —miró hacia el vientre del disco de acero con sus placas superpuestas—, del otro lado de esa Puerta ciclópea e infernal, hay más horrores todavía. Un mundo entero de horrores, que, por lo que sabemos, sigue en pie, con vida. —El comandante se limpió la boca—. Leí en sus ojos que me tomaba usted por un chiflado —prosiguió Luchov—. ¡Claro que estoy loco! ¿Acaso cree usted que seguiría aquí si estuviera del todo cuerdo?

El comandante se cubrió la boca con la mano, tosió y farfulló:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

Luchov asintió y, sin malicia, agregó:

—Bonito pensamiento el suyo…, ¿pero qué tiene Él que ver con este lugar? Me temo que muy poco. Cuanto más tiempo permanece uno aquí dentro, más impío lo encuentra.

El militar ni siquiera intentó contestar y siguió agarrado con fuerza a los peldaños de la escalera.

Debajo de la caldera de un antiguo volcán, en un lugar que guardaba ciertas semejanzas con el subterráneo Perchorsk, y que sin embargo se encontraba en otro universo, en un lugar de paredes de azufre, plagado de agujeros de gusanos horadados por los torrentes de lava, donde siglos atrás el gas sobrecalentado se había expandido para formar cavernas en la piedra, como se forman las burbujas en el chocolate, donde las entrañas líquidas de un planeta habían moldeado para siempre en la roca permeable una red de canales en forma de telaraña, allí, en aquel lugar, el monstruoso lord Shaitan había establecido su hogar en tiempos inmemoriales. Y justamente allí, cuatro años antes, Shaithis, su descendiente wamphyri, lo había descubierto con vida y confabulando.

En ese instante, erguido en toda su altura, aunque asombrosamente insignificante comparado con los conductos superiores de ventilación de las paredes rotas de la caldera, como una estatua erigida sobre el borde de lava del cono, bajo las bóvedas cimbreantes de la aurora recorridas por la cicatriz ocasional del suicidio del algún meteoro, mirando hacia el sur, hacia un horizonte lejano y desdibujado…, Shaithis seleccionaba y resaltaba los recuerdos de aquellos años. Cómo habían transcurrido, cuánto había visto y aprendido, todo lo que él y su antepasado Shaitan habían planificado. Planes que en apariencia coincidían, aunque no necesariamente fuera así. Pues, en realidad, no poseían absolutamente ningún punto en común.

Ocultando tales pensamientos (¡ah, con qué celo, con qué temeridad!), Shaithis recordaba su viaje hasta aquel país desde la Tierra de las Estrellas, situada en un extremo, recordaba cómo había atravesado océanos de icebergs y vastos y gélidos desiertos. Él y los demás supervivientes de la ira del Habitante: el gigante Fess, el horripilante Volse, el rechoncho Arkis y varios esclavos habían huido hasta allí, se habían exiliado voluntariamente ante la amenaza de la muerte de un vampiro, que es mucho más terrible que la del hombre corriente, y no sólo desde un punto de vista meramente físico. Porque el hombre sabe que debe morir, pero un vampiro sabe que no es preciso.

Ah, sí, habían transcurrido cuatro años…

Después de la desaparición del purulento Volse, el traidor Shaithis había guiado a Arkis Leprafilius, llamado también Muertehorrenda, y al acromegálico Fess Ferenc hasta las garras de Shaitan el Nonato; una vez allí, entre las sombras sulfurosas de un antiguo torrente de lava, el monstruo inmemorial había salido de su silencio mental para atacarlos.

Al recordar cómo había ocurrido, Shaithis dio un respingo, algo poco habitual en él: con la velocidad del rayo, silencioso como una sombra, el hocico chupador (tal como Shaithis denominaba mentalmente a esas criaturas) había atacado; entonces, mientras Arkis era atravesado y estaba en el aire, y la punta de sus pies rozaban levemente el suelo, mientras se agitaba, colgado de la hueca cuchilla de hueso que le había traspasado el corazón, mostraba unos ojos desorbitados, y sus mejillas se inflaban y desinflaban como un fuelle para que su boca pudiera exhalar una húmeda niebla escarlata. Aquella niebla vital debió de haber sido un delicado bocado, porque el chupador de Shaitan no había dejado escapar una sola gota. Y Fess, el gigante, se había vuelto, furioso, contra Shaithis, dispuesto a arrancarle el corazón; pero saliendo de la oscuridad, Shaitan acudió en su ayuda, y como una marea maléfica envolvió al enloquecido en un nido de tentáculos mientras Shaithis le hundía el cráneo con su guantelete.

Y la escena permanecía grabada en la mente de Shaithis cual sangre fresca y humeante: la gran masa palpitante del Ferenc sujeta con fuerza en el apretado abrazo de Shaitan, hasta que el gigante dejó de palpitar y las elásticas mandíbulas de serpiente cobra soltaron su cabeza, dejándola empapada, humeante y aparentemente entera, aunque se podía ver cómo las cuencas de los ojos estaban vacías y de ellas goteaba una sustancia que también se colaba por las fosas nasales y la boca abierta como en un bostezo. Y mientras esto pensaba con tanta frialdad, Shaithis se sintió recorrido por un fuego: ¡Aquello fue como estar ante la puerta del infierno! Presencié la manera en que un llamado «antepasado» mío vaciaba la cabeza del Ferenc, igual que una rata chupa un huevo robado.

—¡Ciertamente fue así! —convino Shaitan; sus ojos escarlata brillaban en el interior de sus órbitas amarillas, rodeados por la oscuridad que había debajo de la carne arrugada de su capuchón de cobra—. Mi criatura le chupó la sangre para ponerla a buen recaudo para más tarde, ¿comprendes?, y yo le chupé los sesos. Pero has de reconocer que te dejamos la mejor parte, ¿eh?

Después, hizo un pequeño esfuerzo por empujar el cadáver hacia Shaithis; el cuerpo inerte dio la impresión de dar dos pasos vacilantes hacia él antes de desplomarse a sus pies. Shaithis supo exactamente qué había querido decir su antepasado. Porque oculto en el caparazón inmenso y deshidratado del cuerpo del Ferenc permanecía su vampiro (¡ah, el bocado más delicioso de todos!), al que todavía no habían descubierto y del que aún no habían dado cuenta.

—¿No querrás compartirlo conmigo? —le había pedido Shaitan con voz gutural, antes de arrancar a Arkis de la espada burbujeante del chupador y de lanzarlo al suelo de lava, para abalanzarse sobre él e iniciar la búsqueda de su parásito rastrero y vil.

En ese punto, los hechos habían dejado a Shaithis un tanto anonadado, aunque no le duró mucho el asombro. Al fin y al cabo era un wamphyri, y cuanto acontecía ante sus ojos era algo que había esperado. Además, la sangre era la vida. Cenar con Shaitan pudo incluso haber estrechado una especie de vínculo entre los dos.

Al menos así podía haber sido.

Después de aquello le quedaban muchos recuerdos más que se agolpaban en su mente. Muchas escenas parciales y fragmentos de conversaciones se unían de forma irregular en la memoria de Shaithis. Mientras en el yermo iluminado por la aurora y la luz azul de las estrellas unas brisas cruzadas levantaban remolinos de nieve, que giraban inquietos alrededor de las bases de las tumbas-castillos de hielo de los wamphyri exiliados en épocas pretéritas, intentó ordenar cronológicamente aquellos fragmentos, y si eso no le era posible, procuraría al menos separarlos.

El taller cavernoso de Shaitan, por ejemplo, situado inmediatamente debajo de la vertiente norte del volcán, hasta ese momento nunca vista, y hasta donde el Caído escoltó a Shaithis poco después de su llegada.

Se trataba de un lugar vastísimo, de techo alto, adornado de estalactitas, con ventanas de un hielo casi opaco que daban al mismo techo del mundo y le otorgaban un aspecto grotesco y distorsionado; con sus profundas fosas de permafrost donde Shaitan solía guardar en hielo sus experimentos más volátiles y menos manejables, el taller se parecía a muchos otros. Shaithis también era un maestro en las artes creativas de la metamorfosis, o al menos así se había considerado siempre, hasta que vio la obra de su antepasado.

Mirando a través de una capa de hielo transparente como el agua, le expresó su opinión:

—Si estuviéramos en la Tierra de las Estrellas y los antiguos wamphyri aún gobernaran, todo esto bastaría para que te denunciaran y volvieran a desterrarte. ¡Pero si tiene órganos reproductores, algo que estaba prohibido!

—Sí, se trata de un macho —contestó Shaitan con un movimiento afirmativo de la capucha—. Pero, en fin, la procreación, el acto de la cópula, su contemplación, la posesión incluso de órganos, impulsa a las criaturas a la ira. A éste le hice una compañera, a la cual, afortunadamente, despedazó. Pero aunque hubiera vivido y tenido crías, ¿qué habría pasado? No creo que él hubiera permitido que sus vástagos sobrevivieran, sin duda se los habría zampado a la más mínima ocasión. ¡Míralo, pensar que sólo está en mitad del crecimiento! Pero es muy poco fiable, por eso me vi obligado a congelarlo donde lo ves. El error estaba en su sexo. Lo hacía orgulloso y el orgullo es una maldición. A los hombres les pasa lo mismo, claro.

—Y a los wamphyri —comentó Shaithis.

—¡A ellos mucho más aún! —gritó Shaitan—. Porque en ellos, todos esos impulsos se encuentran multiplicados por diez.

—Pero no despedazan a sus odaliscas. Al menos no siempre.

—Más insensato aún —replicó Shaitan—. Porque si gozas de vida eterna, ¿para qué procrear a los de tu propia carne si algún día podrían usurpar tu lugar y destruirte?

—Sin embargo, buscaste mujeres en las que apagar su ardor —se apresuró a señalar Shaithis—; de no haber sido así, yo no me encontraría aquí.

En ese punto de la conversación sus miradas se encontraron; allá abajo, la criatura de Shaitan continuaba en su fosa de hielo; al cabo de un rato, el Caído le contestó:

—Sí, es verdad…, tal vez, por esa misma razón…

Había sido su primera discusión, y seguirían muchas otras. Si bien Shaithis no tardaría en quejarse de que su antepasado conversaba con él utilizando argumentos más adecuados para un niño que para un adulto, en general aceptaba el hecho de que el Ser malvado y antiguo trataba de instruirlo. Quizá considerase que su edad infinita le daba derecho a ello, al fin y al cabo, se trataba de un antepasado cuya antigüedad se remontaba a tiempos inmemoriales.

En otra ocasión, el Nonato le había enseñado a Shaithis un chupador con hocico de sifón en período de desarrollo y pudo contemplar la forma en que la criatura absorbía líquidos mientras iba tomando cuerpo, poco a poco, en el interior de una tina. Aquella cosa se parecía mucho a los guardianes chupadores (de los que el amo del volcán poseía tres especímenes), pero su trompa era más larga, más flexible, y su base se hundía en grandes paredes de carne, de manera que los ojitos hambrientos y brillantes de la criatura quedaban completamente ocultos entre los pliegues de sus músculos grises y relucientes.

Shaithis descubrió de inmediato lo que era aquella cosa y preguntó a Shaitan:

—¿Pero de éstos no tienes ya suficientes? Me sorprende que te molestes en hacer más. A estas alturas ya habrás aprovechado a los mejores wamphyri enquistados en el hielo…, al menos a aquellos que eran fácilmente accesibles. ¿Qué sentido tiene insistir?

Shaitan inclinó su cabeza de cobra, recogió los brazos y respondió con otra pregunta:

—¿Ya lo has desentrañado todo, hijo mío? ¿Sabes el uso exacto al que están destinadas estas obras mías?

—Claro que sí. Son variaciones de un mismo tema: engullidores parecidos a los que acabaron con Volse y Arkis, pero algo más especializados. Sus hocicos delgados de cartílago, con las puntas rematadas en hueso, vibran en el hielo para resquebrajarlo, con lo cual pueden abrirse camino hacia los exiliados que penden en sus envoltorios impenetrables. Una vez abierto un canal hacia ellos, la bestia utiliza su hocico para absorber los líquidos de la víctima y esos fluidos así aspirados…

—¡Son regurgitados en mis depósitos! —concluyó Shaitan, tal vez molesto por el ingenio de Shaithis—. Sí, sí, ¿pero no tienes curiosidad por saber cómo? ¿Cómo puede el perforador absorber sólidos? Porque, evidentemente, sus víctimas están congeladas y sus fluidos son espesos como el pegamento.

—¡Ah! —exclamó Shaithis, fascinado.

—Te lo explicaré… en un instante. En cuanto a por qué me molesto en ocuparme de estos viejos lores cuando, tal como tú mismo has señalado, son ya tan pocos e invariablemente ofrecen escaso sustento, la respuesta es bien simple: porque me apetece. El terror de las mentes de aquellos que todavía están en condiciones de pensar es algo tan raro y delicioso que raya en lo exquisito. Si no los tuviera a ellos, ¿a quién iba a aterrorizar? ¿Acaso existiría sin mi ración de tiranía y terror?

Shaithis lo comprendía. El mal se alimenta del terror; el uno no puede existir sin lo otro; son inseparables como el tiempo y el espacio. Shaitan leyó sus pensamientos y expresó su acuerdo con un susurro gutural y gorgoteante:

—Sí, es así de simple: ¡me gusta y me hacía falta practicar!

El porqué ya estaba explicado y el cómo era igual de simple:

Los perforadores rociaban a sus víctimas con ácidos metamórficos y los tejidos disecados adquirían entonces estado líquido para ser extraídos antes de que volvieran a solidificarse.

—Pero eso no contesta mi primera pregunta —insistió Shaithis—. ¿Por qué te molestas en fabricar más de estas criaturas?

—Insisto, sobre todo por practicar —contestó Shaitan, con una especie de encogimiento de hombros—. Es el motivo que me ha impulsado a hacer cuanto hice durante los últimos tres mil años. Conseguir práctica, sí, hasta que llegue el momento en que construyamos un ejército de guerreros con el que atacaremos la Tierra de las Estrellas y todos los mundos que hay más allá.

Por un momento, bajo la capucha de cobra del Caído, los ojos escarlata brillaron con más intensidad, como si fuesen fuegos avivados desde el interior. Después asintió y, poco a poco, regresó a la intimidad de sus oscuros pensamientos, para decir después:

—Ah, pero debes confesarme una cosa, dado que pareces opinar que crío demasiados, ¿cuántos de mis perforadores y de mis criaturas has visto?

Shaithis se sorprendió. Había imaginado que existían muchas bestias como aquéllas. Pero la única evidencia que de ellas había hallado en los castillos de hielo saqueados había sido el lento trabajo de incontables siglos y de ninguna manera el esfuerzo de un puñado de períodos aurorales, ni siquiera ciclos enteros de éstos últimos. Mientras que en los talleres situados en los cimientos del volcán había varias tinas humeantes en las que los experimentos de Shaitan continuaban tomando forma, en realidad, eran bien pocas las bestias que estaban en condiciones de funcionar. Allí no había fláccidos chupadores como en los nidos de águilas de la Tierra de las Estrellas, porque la caldera del cono contenía un pequeño lago; tampoco hacían falta las bestias gaseosas, puesto que varias de las cavernas del volcán —sobre todo los aposentos de Shaitan— eran calentados por respiraderos activos. De manera que después de darle vueltas en la cabeza a la pregunta, Shaithis se vio obligado a contestar:

—Ahora que lo pienso, no puedo afirmar que haya visto ninguno, aparte de éste que se está haciendo en la tina.

—¡Exactamente, porque no hay ninguno! Al menos de las variedades visibles, móviles y voraces. Sólo tengo a mis engullidores, por la protección que me proporcionan. Y ahora acompáñame.

Shaitan llevó a su descendiente por cavernas sin luz donde cada nicho, cada hendidura y cada respiradero apagado del volcán servía de cámara para guardar la progenie envuelta en hielo producto de sus tinas experimentales.

Una vez allí, preguntó:

—Aconséjame, ¿cómo te las arreglarías para mantener a estas bestias despiertas y con el estómago lleno? —Acto seguido, él mismo se contestó—: ¡Imposible! ¿En estas yermas tierras heladas? No se podría. Por ese motivo, una vez han cumplido sus variados propósitos, los traigo aquí y los congelo. Y aquí se quedan, de momento inertes, aunque constituyen la materia prima del ejército del mañana. Cuando me hace falta otra criatura de un tipo diferente…, ¡me limito a diseñarla y a construirla! El arte de la metamorfosis, Shaithis. Pero aquí no malgastamos nada, hijo mío, jamás.

Sin dejar de mirar los experimentos conservados de su antepasado, Shaithis se limitó a asentir.

—Veo que has intentado conseguir uno o dos guerreros —comentó—. Temibles, pero… ¿arcaicos? Tal vez debería darte ciertos consejos: los guerreros de la Tierra de las Estrellas han evolucionado mucho desde tu época. Para serte sincero, estas cosas que has hecho no aguantarían demasiado si tuvieran que enfrentarse a algunas de mis obras.

Si Shaitan se sintió ofendido, se cuidó bien de que no se notara.

—Entonces, te ruego que me enseñes esas artes metamórficas superiores —contestó—. Y para que puedas hacerlo, tendrás libre acceso a mis talleres, a mis materias primas y mis tinas.

Detalle que había agradado a Shaithis en grado sumo…

En otra ocasión, Shaithis le preguntó:

—¿Qué me dices de tus engullidores? Visto que está claro que son bestias de trabajo, y visto que tienes por costumbre quitarles lo que toman de sus víctimas, ¿cómo consigues mantenerlos? ¿Con qué los alimentas? Porque tal como tú mismo has señalado, estas tierras heladas están casi yermas.

Shaitan le enseñó entonces sus reservas de sangre congelada y picada y las de carne metamórfica y le explicó:

—Llevo en estas tierras muchísimo tiempo, hijo mío. Al principio de llegar aquí no tardé en saber lo que significaba el hambre. Desde entonces he guardado provisiones no sólo para mí sino también para mis criaturas, para utilizarlas ahora y en los albores de nuestro resurgimiento.

Shaithis contempló, asombrado, los bordes de decenas de marmitas torrenciales llenas de negro plasma.

—¿Es sangre? ¡Cuánta! Pero no será de los lores congelados, ¿verdad? ¡En toda la Tierra de las Estrellas no hubo nunca wamphyri suficientes como para llenar estos enormes recipientes!

—Es sangre de bestias —explicó Shaitan—. Y de ballenas. Y también hay un poco de sangre de hombre. Pero estás en lo cierto, de esta última hay muy poca. La sangre de las bestias y de los peces grandes es muy buena para mis criaturas; les servirá de combustible para presentar batalla cuando llegue el momento, después de lo cual…, en fin, habrá sangre a raudales para todos, ¿no? Pero la sangre de hombre es mía, y tuya también, ahora que estás aquí. Nos servirá de alimento a los dos.

La sorpresa de Shaithis iba en aumento.

—¿Has desangrado a los grandes peces del mar helado?

—Por cierto, aunque los he llamado peces, en realidad eran mamíferos. —Shaitan se encogió de hombros a su manera—. Esos gigantes tienen sangre caliente y amamantan a sus crías. Poco después de llegar aquí, en la orilla del océano vi un cardumen que jugaba y escupía agua, de modo que diseñé a mi primer engullidor pensando en ellos. Era un buen diseño y apenas lo he cambiado a lo largo de los siglos. Sin duda habrás notado ya el rudimento de agallas, de aletas y otras anomalías que lucen las criaturas guardianas del volcán; a mi perforador le ocurre otro tanto.

Shaithis había reparado en aquellos detalles. De hecho, tenía por costumbre reparar en todo…

En otra ocasión, fascinado por la edad de su autoproclamado «mentor», a Shaithis se le había ocurrido sugerir:

—Pero entonces llevas aquí, en la tierra, en la Tierra de las Estrellas y las Tierras Heladas, sobre todo en este gélido erial, casi desde el principio. —En el mismo instante en que lo decía se dio cuenta de la ingenuidad de su comentario y de la imagen de infinito temor reverencial hacia el otro que debía de dar; la risita ahogada de su oscuro antepasado le confirmó que su reflexión había sido acertada.

—¿El principio? Ah, no, pues percibo que el mundo es un millón de veces más viejo que yo. ¿O te refieres al principio de los wamphyri? Si es así, he de decirte que sí, porque yo fui el primero de todos.

—¿De verdad? —Shaithis volvió a olvidar que debía procurar tomar distancias y no mostrar tanto asombro. Resultaba duro parecer inescrutable ante tamañas revelaciones. Claro que las leyendas de la Tierra de las Estrellas decían que Shaitan el Caído había sido el primer vampiro, pero como cualquier tonto sabe, las leyendas son como los mitos: en buena medida son inexactas y, en el mejor de los casos, exageradas—. ¿El primero? ¿El padre de todos nosotros?

—Sí, el primer wamphyri —contestó Shaitan después de un largo y curioso silencio—. Pero… ¿has dicho el padre? No, no soy el padre. Engendré un buen número de hijos, de eso puedes estar seguro, porque era joven y mis apetitos eran los de un hombre joven. Fui un hombre entero destinado a caer aquí, a la tierra, donde mi vampiro llegó a mí… después de salir de…, de las ciénagas… —Hizo una pausa y dejó que el eco de sus palabras se apagara en un silencio plagado de reflexiones.

—¿Salió de las ciénagas de los vampiros? —preguntó Shaithis al cabo de un rato—. Al este de la Tierra de las Estrellas hay inmensas ciénagas y, según la leyenda, hay más hacia el oeste. Sé que existen pero nunca las vi. ¿Son éstas las ciénagas de las que me hablas?

Shaitan continuaba inmerso en su extraño ensueño. No obstante, asintió.

—Sí, me refiero a esas ciénagas. Caí a la tierra por el oeste.

Shaithis ya había oído utilizar la expresión «caer a la tierra». Arrugó la frente, cabeceó y por fin preguntó:

—No lo comprendo. ¿Cómo puede un hombre caer a la tierra? ¿Desde el cielo, quieres decir? ¿Desde el vientre de tu madre? Pero ¿no te llamaban también el Nonato? ¿De dónde caíste, y cómo?

Shaitan salió de su ensueño para contestar:

—Eres un fisgón, y tus preguntas son poco respetuosas. De todos modos, voy a contestarlas lo mejor que pueda. En primer lugar has de entender una cosa, mis recuerdos comienzan en las ciénagas, e incluso los que conservo de ese período son borrosos y fragmentados. De lo que ocurrió antes de las ciénagas… no estoy seguro. Pero llegué a este mundo desnudo, con un gran dolor y un gran orgullo. Creo que me desterraron a este lugar, me enviaron aquí del mismo modo que los wamphyri acabaron desterrándome a estas Tierras Heladas. Los wamphyri me enviaron al exilio porque iba a convertirme en la Única Potencia. Tal vez, en ese otro lugar, también quise convertirme en una Potencia, y por eso me desterraron y caí a la tierra. Para mí es un misterio. Pero de una cosa estoy seguro, comparado con el otro lugar, este mundo era un infierno.

—¿Alguien te envió aquí, a una vida infernal, como castigo?

—O a un mundo que podía convertirse en un infierno, gracias a mi intervención. Fue una cuestión de voluntad, todo era posible si yo lo deseaba o permitía que existiera. Repito que llegué aquí porque era obstinado y orgulloso. O al menos así es como creo recordarlo.

—¿Entonces no recuerdas el momento de la caída? ¿Sólo recuerdas que de pronto te encontraste aquí, en las ciénagas de los vampiros?

—Cerca de las ciénagas, donde mi vampiro vino a mí.

Shaithis se mostró realmente interesado en aquel último aspecto.

—En nuestra época —comentó, pensativo—, los dos tuvimos ocasión de matar enemigos y arrancarles a sus vampiros vivientes para devorarlos. Fess Ferenc y Arkis Leprafilius sólo fueron los más recientes. Sabemos qué aspecto tienen esos parásitos: cuando alcanzan su máximo desarrollo son como sanguijuelas cubiertas de lengüetas que se ocultan en los hombres para dar forma a sus ideas y sus deseos. En ciertos huéspedes, al cabo de mucho tiempo, llegan a unirse tanto a ellos que resultan inseparables.

—Ése es mi caso —intervino Shaitan—. La verdad es que conservo muy poco de mi yo original, mientras que mi vampiro se ha desarrollado hasta convertirse en lo que tienes ante tus ojos.

—Ya. Como resultado de la prolongada metamorfosis, tú o, mejor dicho, tu vampiro es bastante impresionante. ¿Pero cómo era entonces? ¿Llegó a ti en forma de huevo? ¿La criatura que puso el huevo se quedó en las ciénagas? ¿O el parásito llegó a ti completamente desarrollado, te tomó por sorpresa y se arrastró hasta meterse en tu interior?

—Vino a mí desde la ciénaga —repitió Shaitan—. Es todo lo que sé…, ignoro cómo lo hizo.

El problema preocupaba a Shaithis (y mucho más a su antepasado), pero en aquella ocasión al menos, ambos habían agotado las preguntas y las respuestas.

Sin embargo, varios períodos aurorales más tarde, cuando Shaithis estaba ocupado en un rincón del taller en la construcción de un guerrero que agradara a su antepasado:

—¡Así fue cómo ocurrió! —exclamó Shaitan, emocionado, acercándose veloz hasta el lugar donde Shaithis trabajaba, cubriéndolo como una sombra de medianoche—. En esa existencia anterior de la que te informé, serví a otro o a otros, pero mi único deseo era servirme sólo a mí mismo. Como recompensa por mi orgullo (o sea, por mi ingenio y mi gran belleza, de los que tal vez me sentía demasiado consciente) y por mis dolores, fui expulsado y arrojado de mi lugar legítimo en aquella sociedad. ¡No fui destruido, ni desperdiciado, sino utilizado! Para ellos me convertí en una herramienta. Una semilla del mal que ellos sembrarían entre las esferas. ¿Lo comprendes? ¡Yo era la locura y la penitencia! ¡Era la oscuridad que dejaba lugar a la luz!

Ante semejante estallido, Shaithis interrumpió su trabajo en la tina. Incapaz de entender lo que el otro le explicaba, se limitó a mover la cabeza y a elevar las manos al cielo.

—¿Es que no puedes explicarte con más claridad?

—¡No, maldita sea! —gritó Shaitan—. Lo he soñado; sé que es verdad. ¡Pero no puedo entenderlo! Te lo he contado para que trates de descifrarlo y…, y tampoco eres capaz de hacerlo…, ¡has fallado igual que yo!

Después, se marchó hecho una furia y se perdió en el laberinto del volcán.

Durante mucho tiempo después de aquella escena, Shaithis no volvió a saber de su antepasado más que a través de su sombría presencia. Hasta que llegó un momento en que, cuando regresaba a las tinas, encontró al antiguo examinando con ánimo melancólico sus diversas adaptaciones, que se retorcían e iban tomando forma en sus líquidos; en ese lugar, después de intercambiar los saludos acostumbrados, pero no como respuesta a una pregunta o a una observación en concreto, Shaitan masculló con apatía:

—He sido desterrado de muchas esferas y lanzado de muchos mundos. Sí, y a otros les ha pasado lo mismo que a mí a lo largo de las miríadas de dimensiones de la luz en forma de cono.

Y eso había sido todo.

¡Está loco! (Shaithis ocultó este y otros pensamientos parecidos en lo más profundo de su mente.) Pero me da igual que des vueltas como un loco mientras yo hago mi trabajo. Sólo me faltaría ahora que te interesaras en lo que estoy haciendo. En realidad, se encontraba allí en aquel momento para inyectarle a su nueva obra sustancias cerebrales que estimularían e incluso iniciarían el crecimiento del ganglio fetal. Se trataba de células conseguidas de una fuente muy especial, con la ayuda del engullidor de Shaitan.

No obstante, interrumpió su tarea un momento y para aplacar al loco Shaitan, había contestado:

—En ese caso, cuando ataquemos la Tierra de las Estrellas con estos guerreros que estoy fabricando, tu venganza será mucho más dulce. Nada se interpondrá en nuestro camino; y si hay mundos superiores que conquistar, también acabarán cayendo igual que caíste tú a la tierra.

Sus palabras dieron la impresión de bastar para sacar a Shaitan de las morbosas profundidades en las que se hallaba sumido, incluso llegaron a influir en su temporal desequilibrio.

—¡La verdad, hijo mío, parecen ser muy buenos guerreros! —observó Shaitan. Un raro cumplido que no tardó en matizar—: No es para menos, porque al fin y al cabo en la Tierra de las Estrellas contabas con una arcilla estupenda con la cual practicar.

Después de aquello, el antiguo no volvió a divagar…

Mucho más tarde:

Entre los dos habían construido una potente bestia voladora de gráciles líneas; la dotaron de un hocico chupador y del cerebro rudimentario de uno de los lugartenientes muertos de Menor Mordisco. Hicieron que la bestia se aprovisionara de plasma de buena calidad y la enviaron en un vuelo de reconocimiento a la Tierra de las Estrellas. Después, y durante un período que abarcó muchas auroras, esperaron en vano a que regresara. Finalmente, cuando ya habían perdido toda esperanza…, la bestia voladora volvió llevando consigo un niño flacucho, hijo de un Viajero.

Era un niño de ocho o nueve años; al caer el sol, la bestia voladora lo había raptado de un grupo de Viajeros que se encontraban acampados en las colinas de la Tierra del Sol. Al parecer, los Viajeros ya no iban a la tierra cuando el sol se hundía en la noche. ¿Para qué iban a hacerlo, si los wamphyri ya no existían? Pero el viaje de regreso desde la Tierra de las Estrellas había sido largo y el niño estaba al borde de la muerte.

Shaitan se lo había llevado a sus aposentos privados para «interrogarlo»; poco después, Shaithis, que trabajaba en las tinas, recibió una llamada mental del antiguo:

¡Ven!

Una sola palabra, pero el entusiasmo de quien la había proferido era muy gráfico…