Una cosa sola - La Tierra de las Estrellas - El Habitante
El necroscopio sabía que le quedaba muy poco tiempo y que no podía permitirse el lujo de malgastarlo. Los soviéticos habían encontrado alguna «solución final» al problema de Perchorsk, lo cual significaba que él debía cruzar la Puerta antes de que pudieran ponerla en práctica.
Se fue a Detroit y poco después de las seis y veinte de la tarde encontró un taller de reparación y venta de motocicletas a punto de cerrar. Con paso cansado, el último empleado iba cerrando todo con llave; quedaba también un negro, encargado del aparcamiento, que acababa de guardar la escoba, lavarse las manos y salir a paso tranquilo del taller para dirigirse calle abajo. Unas hermosas máquinas cromadas se alineaban resplandecientes tras el cristal blindado y traslúcido.
El necroscopio, ¿verdad?, dijo una voz en necrolenguaje en la mente de Harry así que cruzó una puerta de Möbius para entrar en la sala de exposición. Se sorprendió, porque últimamente los muertos no se mostraban muy inclinados a entablar conversación con él. Tienes que ser el fantasma, continuó diciendo quienquiera que fuera, porque puedo oír cómo piensas.
—Me llevas ventaja —repuso Harry, amable como siempre, al tiempo que examinaba la cadena que, a manera de seguro, pasaba entre los rayos de las ruedas delanteras de las motocicletas.
¿Qué te llevo qué? ¡Ah, sí! No me conoces, ¿verdad? Bueno, fui un ángel.
De vez en cuando el necrolenguaje transmite más de lo que se dice con él. En relación con los ángeles, a Harry ya no le sorprendería enterarse de que tales criaturas existieran de verdad, sobre todo en el continuo de Möbius. Pero en esa ocasión comprobó que el ángel en cuestión no llevaba halo.
—¿Un ángel del infierno? —Harry se plantó delante de la cadena, tiró de ella con ambas manos empleando su enfurecida fuerza wamphyri hasta que un eslabón se partió con un sonido como de un pistoletazo—. ¿Pero no tenías un nombre?
¡Eeh! ¡Vaya tío! El ángel silbó para demostrar su asombro. ¡Apuesto a que también saltas edificios altos! ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡Joder, no, es el amoroso rompecadenas, el despierta muertos, el necroscopio! Se mostró entonces más calmado. ¿Mi nombre? Era Pete. ¡Una mierdita de nombre! ¡Eh, Petey, Petey, Petey! ¡Suena a nombre de periquito! Así que usaba mi nombre de batalla: ¡el vampiro! Pero veo que ya tienes bastantes problemas.
Harry sacó una Harley-Davidson de su soporte, la apartó de la fila de motos y se dirigió a la parte trasera de la sala de exposición. Pero el último empleado había oído el «pistoletazo» del eslabón al romperse y regresaba, abriendo una serie de puertas cerradas con llave.
—Pete no es un mal nombre —dijo Harry—. ¿Qué haces aquí?
Suelo merodear por esta zona, respondió el ángel. Jamás pude permitirme el lujo de comprarme una de estas máquinas. Pero venía siempre hasta aquí para mirarlas. Este lugar era un templo, una iglesia, y estas Harley eran los sumos sacerdotes.
—¿Cómo moriste? —preguntó Harry, al tiempo que le daba al arranque y la motocicleta se ponía en marcha con un sonido atronador, y casi se podía oír el movimiento de cada uno de los potentes pistones.
Una noche, yo y mi chavala montamos la de Dios es Cristo, contestó el ángel. Randy Mandy se largó. ¡Así que al cabo de un rato yo y mi máquina estábamos con el octanaje a tope! La trompa nos hizo efecto más o menos cuando íbamos a toda pastilla. Me salí de la carretera en una curva y me estrellé contra el surtidor de una gasolinera. Yo y mi máquina ardimos en un géiser al rojo vivo. Lo poco que quedó de mi cuerpo se lo llevó el viento. Pero yo me quedé por aquí, gravitando.
—Pete, siempre quise conducir una de estas bestias, pero nunca tuve tiempo.
¿Qué, no sabes cómo se hace?
—Tengo dos opciones, aprender a golpes o aceptar el consejo de un experto. ¿Qué tal te vendría darte una vueltecita?
¿Me lo dices a mí?
—¿A quién si no?
¡Uaauh! Harry casi logró sentir cómo se sentaba en el asiento, con la parte posterior inclinada hacia arriba; sus mentes funcionaron como si se tratara de una sola cuando Harry aceleró y luego soltó el embrague de golpe, haciendo que las ruedas dejaran una huella humeante y la moto saliera disparada hacia la luna de cristal.
Entretanto, el empleado encargado de cerrarlo todo había vuelto a abrir la última puerta y entraba en la sala de exposición; una vez allí se encontró con las lunas del cristal a sus espaldas y directamente en el camino de Harry. Con los brazos y las piernas extendidos, el hombre articuló un grito silencioso cuando la potente motocicleta se le acercó zigzagueando. Sabía que quedaría hecho puré, tanto él como el enloquecido del motorista, y no atinaba a decidir hacia qué lado saltar. Cerró los ojos, comenzó a rezar y se dejó resbalar por el cristal mientras el monstruo rugiente se abalanzaba sobre él…
¡… Lo atravesó y desapareció!
Cuando el ruido se fue amortiguando, abrió los ojos primero un poquito y luego del todo. La Harley-Davidson y el motorista ya no se encontraban allí. Quedaban las marcas de los neumáticos en el suelo, el humo azul del tubo de escape, incluso el rugido del motor, cuyos ecos se iban apagando hasta perderse en el silencio. Pero de la moto y el motorista, ni señales. Y la luna del escaparate seguía intacta.
¡Embrujado!, pensó el hombre antes de desmayarse. ¡Santo Dios, lo que siempre he sospechado, este sitio está embrujado por el mismísimo diablo!
En parte estaba en lo cierto, y en parte se equivocaba. El lugar había estado embrujado, pero ya no lo estaba. Porque Pete, el Motorista Vampiro, se había ido con Harry Keogh, y al igual que Harry ya no regresaría…
A través del continuo de Möbius, Harry bordeó toda la costa hasta Zakynthos, invocó una puerta y salió como un rayo por ella para aparecer en la isla griega, sobre la superficie desigual de un camino iluminado por la luz de las estrellas. Como era un motorista inexperto su paseo pudo haber acabado en una desgracia, pero Pete, el experto en esas lides, estaba en su mente y en sus manos, y la inmensa motocicleta se mantuvo erguida y firme sobre el asfalto cubierto de baches.
Zek recibió al necroscopio en la blanca escalera que llegaba sinuosa hasta su puerta, pero había hablado con él momentos antes:
Penny ha despertado. ¡Ha tomado mucho café!
Yo tengo la culpa, respondió Harry. Estuvimos celebrando una fiesta de despedida. Pensó entonces en su casa cerca de Bonnyrig, Edimburgo. En realidad había sido una especie de fiesta de inauguración, salvando las distancias.
¡Uauh! exclamó Pete el Motorista Vampiro al ver a Zek reflejada en la mente de Harry. ¿Es ésa tu chavala? Tanto la exclamación como la pregunta estaban formuladas en necrolenguaje, por lo que Zek no logró oírlas y tampoco enterarse de su presencia.
No, no es mi chavala, contestó Harry. Es una buena amiga. De todos modos, no te metas donde no te llaman y cuidado con lo que dices.
Penny se reunió con Zek y Harry cuando se estaban saludando. Salió por la puerta como un espectro y sonrió con aire cansado, fantasmal, quizás, al ver que el necroscopio había regresado. En la noche, Zek vio que las pupilas de Penny brillaban con destellos rojizos, como las de una polilla, cuando la luz que había encima de la puerta se reflejó en ellas. En cuanto a los ojos de Harry, Zek procuró no mirarlos. De todos modos no era necesario; tampoco hacía falta que dijeran nada en voz alta porque sus mentes estaban en contacto.
Zek, estoy en deuda contigo.
Y nosotros contigo, contestó ella. Cada uno de nosotros está en deuda contigo.
Ya no. Tú la has saldado por todos los demás.
—Adiós, Harry. —Zek se le acercó y lo besó en los labios; seguían siendo labios de hombre, pero estaban fríos.
Harry condujo a Penny entre los árboles hasta la motocicleta, se montó y miró hacia atrás. De pie bajo la luz del farol y de las estrellas, Zek lo saludó con la mano. Los faros de la Harley-Davidson abrieron un surco bajo los árboles e iluminaron el sendero que conducía al camino.
Zek oyó cómo el rugido del motor se convertía en un aullido, vio cómo las luces hendían la noche y contuvo el aliento. Después…
… El ruido del motor fue apenas un eco amortiguado que tamborileó por las colinas, y el haz del faro delantero desapareció como si jamás hubiera existido…
¿Tienes los ojos cerrados?, preguntó Harry por encima del hombro.
Sí. Penny respondió con un susurro telepático.
Manténlos así, bien cerrados, hasta que te diga que puedes abrirlos.
Lanzó la motocicleta a través del continuo de Möbius, llevando a Penny y a Pete el Motorista Vampiro en el asiento de atrás, y se dirigió hacia la Puerta Perchorsk. Sabía exactamente con toda precisión dónde estaba la Puerta. Las ecuaciones de Möbius pasaban raudas por la pantalla de su mente metafísica, abriendo y cerrando una infinita curva de puertas a medida que avanzaba. Pero cuando las puertas comenzaron a combarse y a temblar, supo que se encontraba cerca. Era un efecto de la Puerta: desviaba el continuo de Möbius del mismo modo que un agujero negro desvía la luz. Un momento más tarde, Harry condujo la motocicleta a través de la última puerta que se desintegraba y emergió veloz del continuo de Möbius para aparecer en el perímetro del disco de acero que rodeaba la Puerta.
Viktor Luchov lo presenció todo en el mismo instante en que ocurría.
En el borde, donde las placas del disco estaban cubiertas con una capa de goma de unos ocho centímetros de espesor, el director del Projekt conversaba con un grupo de científicos; alrededor del perímetro habían establecido medidas de seguridad, habían acordonado la zona con nailon recubierto de material plástico no conductor; el disco no sólo llevaba un voltaje descomunal sino que estaba conectado al sistema de rociado. Unas enormes chispas blanquiazules bailaron en el aire cuando la potente motocicleta de Harry salió rugiendo de la cinta de Möbius para aparecer en este espacio-tiempo.
Las Dunlop de la Screaming Eagle eran anchas, pesadas y del mejor caucho, pero el choque repentino de los doscientos cincuenta kilos de la moto hizo chirriar las placas con forma de escamas en medio de una fuerte descarga eléctrica. El disco se vio recorrido por energías azules que se movían como víboras relampagueantes, cuya batahola se unió al ruido de los pistones en la acústica catedralicia de la caverna esférica. Y en lo alto, se abrieron las compuertas de descarga del ácido.
La intuición matemática del necroscopio funcionaba a pleno rendimiento; había calculado bien y, después de todo, ¿qué podía fallar en un espacio de tiempo ligeramente inferior a una fracción de segundo? Cuando había recorrido la caverna central en compañía de Luchov, en la mente del director no había visto armas. Todas las bocas de salida de los rociadores de ácido se encontraban a unos seis metros de la superficie del disco; tardarían un poco en activarse y llenarse antes de comenzar a rociar; y antes de que cayeran las primeras gotas y el ácido carcomiera las placas de acero estaría en la Puerta esférica y habría desaparecido.
Sin embargo, en el instante mismo en que aparecía en el resplandor de la caverna, cuando las ruedas de su moto chirriaban sobre las placas tratando de agarrarse a ellas, supo que algo no funcionaba. No se trataba de sus cálculos, sino del plan en sí mismo, de lo que él conocía de ese plan, de lo que había visto ya en acción. Durante la visita que hizo a Faethor en el futuro, había visto desarrollarse una parte del plan: su línea vital color neón con tonalidades escarlata se apartaba de su trayectoria hacia el futuro y salía disparada en ángulos rectos para desaparecer en un brillante estallido de fuego rojo y azul al abandonar esta dimensión del espacio y el tiempo y dirigirse rauda hacia la Tierra de las Estrellas.
Pero lo que había visto entonces partir había sido una sola línea vital. La de Harry, él solo…, sin Penny.
Aminoró la velocidad, la moto dio bandazos hasta que las ruedas se agarraron al suelo; Harry recordó entonces una regla de enorme importancia: jamás trates de leer el futuro, porque puede resultar engañoso. Pero había tenido en cuenta incluso esa desaceleración temporal y, con todo, sólo había un segundo de diferencia, un tictac del reloj. ¿Qué era lo que no funcionaba entonces?
La respuesta era bien sencilla: la que no funcionaba era Penny.
¿Le había obedecido alguna vez? ¿Había seguido sus instrucciones al pie de la letra? ¡Jamás! Podía estar unida a él por lazos de esclavitud, podía estar enamoradísima de él, fascinada con él, pero no le tenía miedo. Él era su amante y no su dueño. En su inocencia, Penny se había mostrado siempre inquisitiva y vulnerable.
«No abras los ojos», le había ordenado, pero Penny no le había hecho caso, los había abierto cuando cruzaron la puerta de Möbius como una bala para entrar en Perchorsk, los había abierto a tiempo para ver surgir el resplandeciente ojo de cíclope de la Puerta, en el instante en que la moto patinó y coleó para salir disparada hacia ella. Y al ver, al «saber» que iban a estrellarse, había reaccionado. Era evidente que iban a estrellarse —a estrellarse para salir por el otro lado—, ése era precisamente el plan, y ella no tenía por qué preocuparse. De no haber andado tan escaso de tiempo se lo habría explicado todo.
Todo esto pasó a la velocidad del rayo por la mente del necroscopio en el instante mismo en que Penny gritó, apartó las manos de su cintura y se tapó los ojos… justo cuando la suspensión trasera corcoveó como un potro cerril para absorber el estremecimiento de las placas de acero y, al igual que un potro cerril, lanzó a la muchacha por los aires con una voltereta. Una fracción de segundo más tarde, Harry despedazaba la piel de la Puerta y la atravesaba…, pero solo, completamente solo. Mejor dicho, acompañado únicamente de Pete, el Motorista Vampiro, que iba en el asiento de atrás.
¡Mierda!, aulló Pete en necrolenguaje en la mente de Harry. ¡Necroscopio, acabas de perder a tu chavala!
Harry lo vio por los espejitos retrovisores; miró a través de la piel de la Puerta y vio cómo Penny caía en cámara lenta hacia las placas del disco. Vio cómo el lánguido destello de la descarga le endurecía los miembros, le forzaba a desplegarlos en forma de crucifijo, enredándole el pelo y la ropa con telarañas de fuego azul y haciendo girar su cuerpo como una gigantesca girándula. Vio caer la lluvia de ácido y cómo se elevaba de inmediato una cortina de humo siseante; vio cómo Penny se empapaba y se volvía negra y roja y resbalaba como una platija sobre la espalda a medida que la piel se le caía a jirones; la vio patinar de un lado a otro por las placas de acero, sobre las moléculas vibrantes de su propia sangre hirviente, como gotitas de agua lanzadas en una sartén con aceite humeante.
Había muerto al producirse el primer destello de fuego azul y, por lo tanto, no sentía nada. Pero Harry lo sintió todo. El horror de aquella escena. Aspiró profundamente cuando la última descarga eléctrica la dejó pegada a las escamas de acero, donde el fuego y el ácido continuaron su tarea, convirtiéndola en cenizas, alquitrán, humo y hedor.
Y él no pudo hacer nada. Ni siquiera Harry Keogh.
Porque había cruzado la Puerta y no había manera de volver atrás.
Pero a veces la misericordia existe. El único grito telepático que lanzó Penny no llegó a Harry porque él ya había cruzado el umbral de la Puerta y se encontraba en otro mundo. Lo mismo ocurrió con el necrolenguaje: si Penny lo estaba utilizando, su eco no podía traspasar la Puerta.
El necroscopio sintió deseos de morirse. Allí mismo, en ese mismo instante podía haber muerto felizmente (¿o infelizmente, quizá?). Pero la Cosa que llevaba dentro no reaccionó igual. Además, Pete, el ángel, no lo permitiría. Entre los dos, neutralizaron a Harry, lo convirtieron en hielo, lo insensibilizaron.
Recostado en el asiento de la Screaming Eagle, vacío de emociones, sin fuerza de voluntad para nada, dejó que ellos condujeran la motocicleta.
Y siguieron viaje hasta llegar a la Tierra de las Estrellas…
Cuando Harry se recuperó ya se habían adentrado más de un kilómetro por la llanura rocosa, y se encontraba sentado en una roca junto a la silenciosa Harley-Davidson. La potente máquina aparecía plateada por la luz de la luna llena y el brillo fantasmal de las estrellas. En la sala de exposición de la Tierra tenía un aspecto impresionante, pero allí, en la Tierra de las Estrellas, era algo completa y literalmente fuera de lugar. La moto era un elemento extraño, aunque Harry no. Como wamphyri, pertenecía a aquel lugar.
Del remolino escarlata de recuerdos surgió una imagen de Penny; lo recordó todo, inspiró hondo para aullar y se ahogó, después apretó los puños, cerró los ojos carmesíes durante largos instantes hasta que la borró de su mente para siempre.
El esfuerzo lo dejó hecho un trapo, pero tenía que hacerlo. Todo lo que Penny había sido —todo lo que los demás habían representado— se encontraba en otra dimensión y era absolutamente irrecuperable. No había manera de regresar, ni de traerla a ella de vuelta.
Qué mal rollo, tío, dijo Pete, el motorista, en voz baja. ¿Y ahora qué, Harry? ¿Se acabó el viaje?
Harry se puso en pie, se enderezó y miró alrededor de él. Se ponía el sol y al sur, en las escarpadas cimas de las montañas, no se veía ninguna tonalidad dorada. Hacia el este yacían los túmulos de los nidos de águilas destrozados, las columnas caídas de los wamphyri. Sólo una seguía intacta: una fea columna de piedra negra y hueso gris de más de un kilómetro de altura. Era o había sido el nido de águilas de lady Karen, pero de aquello hacía mucho tiempo y Karen había muerto. Hacia el suroeste, en las montañas, se encontraba el lugar donde el Habitante tenía su jardín. El Habitante, sí, Harry hijo, con sus Viajeros y trogs, todos seguros en el refugio que había construido para ellos. Pero el problema radicaba en que el Habitante era un vampiro. Y la batalla con los wamphyri había tenido lugar cuatro años antes, en el pasado de la Tierra de las Estrellas, de manera que Harry se preguntó: ¿Seguirá llevando mi hijo la voz cantante o su vampiro habrá tomado las riendas de todo?
Pensaba en necrolenguaje y Pete, el ángel, le contestó:
Eh, tío, ¿por qué no vamos a verlo?
—La última vez que estuve aquí —dijo Harry—, mi hijo y yo discutimos, y me las hizo pasar moradas. Pero supongo que tarde o temprano tendrá que enterarse de que he vuelto, si es que no lo sabe ya.
¡Vamos, pues! Pete estaba ansioso por partir. Súbete a la vieja Screaming Eagle y arranca, tío.
Pero el necroscopio negó con un gesto de la cabeza.
—Ya no necesito la moto, Pete.
El ex ángel se mostró abatido.
Vale, tío, me parece bien. Tienes tu propio medio de transporte. ¿Pero qué me dices de mí?
Harry se quedó pensando un rato y después sonrió débilmente. El hecho de que esbozara esa sonrisa indicaba que todavía conservaba fuerzas. Pete leyó sus pensamientos en necrolenguaje y lanzó un aullido de alegría.
Eh, necroscopio, ¿va en serio? El entusiasmo lo había dejado sin aliento.
—Claro que va en serio —respondió Harry—. ¿Por qué no? —Y se montaron en la moto.
Giraron, buscaron una franja recta de tierra bien batida y sin peñascos y aceleraron a fondo. Fue como si una bestia primitiva bramara en el silencio de la Tierra de las Estrellas. Después, sin dejar de aullar y a toda velocidad, dejando tras ellos una ondulante cola de polvo de medio kilómetro de largo, Harry invocó una puerta de Möbius y la atravesaron, para invocar luego una puerta futura que también cruzaron. Se dirigían al futuro acompañados de muchísimas líneas vitales azules, verdes y unas cuantas rojas. Las azules correspondían a los Viajeros, las verdes, a los trogs, y las rojas…
¿…a los vampiros? Pete se adelantó a su pensamiento.
Eso parece, respondió Harry con un suspiro.
Pero Pete se rió como un loco y gritó:
¡Justo el tipo de gente que a mí me gusta!
Y siguieron avanzando durante un rato. Hasta que Harry dijo:
Pete, yo me bajo aquí.
¿Quieres decir que… esta nena es toda mía?
Por los siglos de los siglos. Y ni siquiera hace falta que pares.
Pete no sabía cómo darle las gracias, de modo que ni siquiera lo intentó. Harry abrió una puerta al pasado y antes de cruzar el umbral hizo una pausa y contempló cómo la Harley avanzaba veloz hacia el futuro. Al cabo de unos instantes le llegó el eco del grito alegre del ángel: ¡Iuuuujuuuú! Bueno, al menos Pete ya era feliz.
Después, Harry regresó a la Tierra de las Estrellas y al jardín…
El necroscopio se dirigió al extremo frontal del jardín, posó las manos sobre el muro bajo de piedra y miró hacia abajo, donde se extendía la Tierra de las Estrellas. En alguna parte entre ese lugar y los antiguos territorios de los wamphyri, donde los restos destrozados de sus nidos de águilas yacían desperdigados y en desorden, la Puerta esférica —este extremo del «tirador» del espacio-tiempo, la urdimbre dimensional cuya extensión alternativa se encontraba en Perchorsk— alumbraría la llanura rocosa con su blanco resplandor doliente. Harry imaginó que podía ver parte de su luz incluso desde donde se encontraba, una especie de brillo fantasmal allá a lo lejos, al pie de las grises colinas.
Él y el incorpóreo Pete habían salido por la Puerta de la Tierra de las Estrellas montados en la moto —desde Perchorsk atravesaron el doliente resplandor del «agujero gris» y aparecieron en la llanura rocosa—, pero Harry lo recordaba vagamente. Lo que sí recordaba con claridad era la última vez que había estado allí, y por extraño que pareciera, le resultaba más real que todo lo ocurrido entre ambos lapsos. Probablemente porque deseaba olvidarse de cuanto había ocurrido entre ambos lapsos.
Giró la cabeza hacia el norte y contempló las leguas de terreno desconocido que se extendían hasta la curva del horizonte, azul oscuro y verde esmeralda, bajo la fugaz luz de la luna, las estrellas titilantes y el cimbreante atractivo de la aurora boreal. En aquella dirección se encontraban las Tierras Heladas, donde el sol no brillaba jamás y adonde, desde tiempos inmemoriales, mandaban al destierro a los wamphyri. Allí había ido a parar Shaithis, después de la derrota de los wamphyri y la destrucción de sus nidos de águilas en la batalla por la posesión del jardín del Habitante. Recordó cómo, en la paz que siguió al desastre, Shaithis había volado en dirección al norte en una enorme manta voladora.
Harry y lady Karen habían hablado con Shaithis antes de que éste marchara al exilio; sin asomo de arrepentimiento, el lord vampiro había codiciado abiertamente el cuerpo de Karen, además de los corazones del Habitante y de su padre. Pero de nada le había servido. Al menos en aquella ocasión.
En cuanto al necroscopio, sabía qué hacer con lady Karen. Al igual que su hijo, Karen llevaba un vampiro en su interior. Si lograba exorcizar a aquella terrible criatura, tal vez pudiera curar también al Habitante.
Encerró a Karen en su nido de águilas y la dejó sin comer; después, utilizó la sangre de un cerdito para atraer al vampiro y lograr que saliera de su interior; una vez lo tuvo fuera, lo quemó antes de que pudiera regresar al cuerpo de la mujer. Pero cuando hubo concluido con esta operación, las cosas no fueron tal como él había planeado. El resto seguía grabado a fuego en la pantalla de su memoria:
La mujer se le presentó en un sueño, se irguió a su lado, ataviada con su traje blanco más revelador e hizo trizas su victoria. «¿No te das cuenta de lo que me has hecho?», le preguntó. «¡Yo, que era una wamphyri, ahora no soy más que un envoltorio vacío! Porque cuando has conocido el poder, la libertad, las emociones aumentadas del vampiro…, ¿qué es lo que queda después? Me das lástima, porque sé el motivo que te impulsó a hacer lo que has hecho y porque has fallado». Después, se desvaneció.
Despertó y salió a buscarla por todas las habitaciones de todos los niveles del nido de águilas, pero no pudo encontrarla. Finalmente, salió a un balcón de hueso, se asomó y vio el vestido blanco de Karen hecho un guiñapo sobre las piedras del suelo, a más de un kilómetro del balcón; ya no era inmaculadamente blanco, sino que aparecía teñido de rojo. Y Karen lo llevaba puesto.
Harry sacudió la cabeza, salió de la ensoñación y volvió la espalda a la Tierra de las Estrellas y a las cicatrices que le había dejado; miró el jardín y se dio cuenta de que no era tal como él lo recordaba. ¿Un jardín? Bueno, sí, pero no era el jardín bien cuidado que él había conocido. ¿Y los invernaderos? ¿Y las moradas que los Viajeros tenían en las colinas? ¿Y las aguas termales y los estanques con truchas moteadas?
En los estanques crecían algas; los paneles transparentes de muchos invernaderos estaban sueltos y se agitaban en las frías corrientes de aire que soplaban desde la Tierra de las Estrellas; las moradas, especialmente la de Harry hijo, mostraban signos de deterioro, faltaban tejas del tejado, las ventanas estaban rotas y las tuberías de la calefacción central que iban desde las aguas termales estaban agrietadas y derramaban su contenido en el suelo, por lo que los radiadores estaban vacíos.
—No es lo mismo, ¿eh, Harry, Morador del Infierno? —preguntó una voz profunda y triste muy cerca de allí, aunque no pronunciara exactamente esas mismas palabras. Pero el necroscopio se había servido de la telepatía para captar las que sus oídos no podían reconocer; es fácil ser lingüista cuando además se es telépata. Harry se dio media vuelta y se encontró ante un hombre que se le aproximaba, con un ruido de cascabeles, siguiendo la pared; el hombre notó entonces el color grisáceo de su rostro macilento y el tono carmesí de sus ojos y se detuvo.
—Hola, Lardis —lo saludó el necroscopio con voz quizá más profunda que la del otro—. Espero que esa escopeta no sea para mí. —No bromeaba, si acaso, su tono era amenazante.
—¿Para el padre del Habitante? —Lardis contempló sorprendido el arma que empuñaba como si la viera por primera vez. Arrastró un poco los pies, incómodo, como un niño al que hubieran descubierto cometiendo alguna falta, y dijo—: ¡De eso nada! Pero… —el jefe de los Viajeros volvió a mirar los ojos de Harry y entrecerró los suyos—, dondequiera que hayas estado y sea lo que sea lo que hayas hecho desde la última vez que estuviste aquí, Harry, Morador del Infierno, veo que has conocido malos tiempos. —Apartó entonces la mirada y contempló el jardín y luego la Tierra de las Estrellas—. Ay, aquí también hemos conocido malos tiempos. Y me temo que los que vienen serán mucho peores.
Harry observó al hombre y le preguntó:
—¿Malos tiempos? ¿Quieres explicarte?
Lardis Lidesci era gitano; en ese mundo, en la Tierra, fuera donde fuera, su raza era inconfundible. Mediría un metro setenta, era corpulento y aparentaba la misma edad que el necroscopio. (En realidad, era mucho más joven, pero la Tierra de las Estrellas y los wamphyri lo habían consumido.) A pesar de ser rechoncho tenía una gran agilidad, y no sólo física; su inteligencia se reflejaba en cada arruga oscura de la cara expresiva. Abierta y franca, la cara redonda de Lardis estaba enmarcada por una poblada melena negra en la que se apreciaban unas cuantas vetas grisáceas; tenía las cejas pobladas y ligeramente inclinadas, la nariz chata, una boca ancha y plena y los dientes fuertes y desiguales. Sus ojos oscuros no reflejaban malicia alguna, pero su mirada era cauta, pensativa y penetrante.
—¿Explicarme? —repitió Lardis sin acercarse—. ¿Es que todo esto no es explicación suficiente? —Hizo un amplio ademán con los brazos como para abarcar todo el jardín.
—Hace cuatro años que falto de aquí, Lardis —le recordó Harry, aunque no exactamente con esas palabras.
Realizó unas conversiones automáticas; en la Tierra del Sol y la Tierra de las Estrellas el tiempo no se medía en años, sino por los períodos que habían entre el amanecer, cuando los picos fronterizos se teñían de dorado, y el ocaso, cuando las auroras bailaban en los cielos del norte.
—Cuando me marché de aquí para volver a las tierras infernales —no dijo «después de que mi hijo me dejara tullido y me desterrara», pues había leído en la mente de Lardis que no sabía nada de eso—, acabábamos de imponernos victoriosamente a los wamphyri. El sol le había hecho unas terribles quemaduras al Habitante, pero ya comenzaba a recuperarse. Tu futuro y el de tu tribu de Viajeros, así como el de los trogs del Habitante, parecían asegurados. ¿Qué pasó entonces? ¿Dónde están todos? ¿Dónde está el Habitante?
—A su debido tiempo —dijo Lardis—. A su debido tiempo. —Hizo una pausa, frunció el entrecejo y prosiguió—: Cuando te vi llegar —parecía que cambiaba de tema—, cuando apareciste de esa manera que tienes tú de aparecer, y que era la que el Habitante también usaba —¿había utilizado el tiempo pasado? Harry se esforzó por ocultar su sorpresa—, supe que eras tú, evidentemente. Me acordaba de tu aspecto, de ti, de Zek, de Jazz, como si todo hubiera ocurrido ayer. Y me acordaba también de los buenos tiempos, de los días que siguieron a la batalla, aquí, en el jardín. Después, al acercarme a ti, te vi los ojos y descubrí que eras una víctima, igual que el Habitante lo fue en otros tiempos. Y como tú eres el padre de Harry Wolfson, su padre natural, y supongo que también porque llevo esta escopeta cargada con balas de plata que saqué del arsenal de tu hijo, no te tuve miedo. Porque después de todo, soy Lardis Lidesci, al que hasta los wamphyri respetaron en cierta medida.
—¡En gran medida! —exclamó Harry de inmediato—. No te cotices tan bajo. ¿Qué intentas decirme, Lardis?
—Me preguntaba si… —comenzó a responder, se interrumpió y suspiró—. Cuando está lúcido, el Habitante dice que…
¿Cuándo está lúcido? ¿Qué diablos significaba aquello? Harry habría leído el pensamiento a Lardis, pero algo le advirtió que procurara no enterarse de demasiadas cosas.
—¿Sí? —lo animó.
—¿Es posible que seas su avanzada? —le preguntó, al tiempo que cerraba la escopeta y la dejaba cargada y apuntando directamente al corazón de Harry.
El necroscopio invocó una puerta de Möbius debajo de sus pies, cayó por ella y al momento siguiente apareció por otra puerta, a espaldas del jefe Viajero. Los ecos de la doble descarga aún reverberaban entre los despeñaderos más altos y el aire olía a pólvora; Lardis maldecía mientras apuntaba con la escopeta de doble cañón hacia derecha e izquierda, en un ángulo de ciento ochenta grados.
Harry le tocó el hombro, y cuando Lardis se agachó y giró sobre los talones, el necroscopio lo desarmó. Apoyó el arma contra la pared, entrecerró los ojos, inclinó la cabeza hacia un lado —quizá con aire amenazante— y con voz ronca dijo:
—Lardis, vamos a dar un paseo y a hablar. Pero esta vez seamos un poco más amables.
El gitano había adoptado la postura del toro a punto de embestir, por un momento permaneció medio agazapado, con los ojos entrecerrados y los brazos tendidos. Pero después cambió de parecer. Harry era un wamphyri. ¿Enfrentarse a él? Era mucho mejor lanzarse desde una gran altura, pues sería una forma más rápida y menos dolorosa de morir.
En ese momento, sin la distracción de la escopeta, Harry logró leerle el pensamiento.
—No hace falta que mueras, Lardis —dijo, con un tono de voz suave—. Tampoco hace falta matar. No soy la vanguardia de nadie. ¿Quieres decirme qué ha ocurrido…, qué está ocurriendo aquí? ¿Y lo harás de la forma más breve posible?
—Han ocurrido muchas cosas —gruñó Lardis, recobrando el aliento—. Y van a ocurrir muchas más. Es decir, si las premoniciones del Habitante, sus sueños de muerte, llegan a hacerse realidad.
—¿Dónde está ahora el Habitante? —preguntó Harry, mirando fijamente a Lardis—. ¿Le has llamado Wolfson? ¿Y dónde está su madre?
—¿Su madre? —Lardis enarcó las cejas inclinadas y volvió a bajarlas enseguida—. ¡Ah, su madre! Tu mujer, la gentilísima lady Brenda.
—Fue mi mujer —dijo Harry.
—Ven por aquí.
Condujo al necroscopio por el jardín y Harry comprobó cuánto habían cambiado las cosas. Estaba claro que aquel lugar había quedado sin atención alguna. El agua de los estanques aparecía empantanada; los invernaderos, vacíos y fríos; soplaba un amargo viento helado que hacía girar de aquí para allá enormes bolas de plantas rodadoras por lo que en otros tiempos había sido una fértil garganta. A un lado, donde la superficie de tierra comenzaba a elevarse otra vez, como el pie de las colinas, hacia los picos más altos, se encontraba el sencillo túmulo de piedras donde yacía Brenda.
Harry percibió el patetismo del momento y utilizó su necrolenguaje. Lo hizo instintivamente…, como quien respira o aparta la mano del fuego, pero después, cuando recordó cómo había sido Brenda, se retiró. No lo reconocería, y si se acordaba de él, le resultaría inquietante.
—¿Tuvo una muerte tranquila? —le preguntó a Lardis.
—Sí —contestó el gitano—. Al alba, con las lluvias y todas las plantas florecidas. Le tocó una buena época.
—¿Estaba enferma?
Lardis negó con la cabeza y dijo:
—Estaba cansada. Le había llegado la hora.
—Pero sola, aquí… —dijo Harry, y se apartó.
—¡No estuvo sola! —protestó Lardis—. Los trogs la querían. Y mis Viajeros también. Y su hijo. Estuvo junto a ella hasta el final. Le ayudó a mantener a raya su problema.
—¿Su problema? —repitió Harry—. ¿Te refieres a cuando no es él mismo, a cuando no está lúcido? Le has llamado Harry Wolfson. Lardis Lidesci, te lo pregunto una vez más, ¿dónde está el Habitante?
El gitano se lo quedó mirando un momento, después echó un vistazo a la luna llena que se movía por encima de los picos y se estremeció.
—Allá arriba —dijo—, ¿dónde iba a estar? Salvaje como sus hermanos, y entre ellos es el rey; andan por los bosques que hay entre las cadenas montañosas. O se refugia en una cueva con su compañera en la Tierra del Sol cuando éste está alto, o bien caza zorros en el lejano oeste. De vez en cuando los hombres lo ven con la manada…, lo reconocen por las manos, pues el resto de los suyos tienen patas, y por los ojos escarlata, claro está.
A Harry no le hizo falta preguntar nada más, porque ya estaba enterado de todo. Se trataba de un aspecto sobre el que había reflexionado a menudo. Como para sus adentros, en voz muy baja, dijo:
—Ahora que el Habitante ha…, ha cambiado y los wamphyri han sido derrotados y no constituyen una amenaza, no había nada que retuviera aquí a tu gente, nada que los mantuviese unidos. Quizá llegaste incluso a temerlo. Por eso, vosotros, los Viajeros, habéis regresado a la Tierra del Sol, los trogs han vuelto a sus cuevas y el jardín…, el jardín pronto llegará a su fin. A menos que yo lo vuelva a poner en orden.
—¿Tú?
—¿Por qué no? Hace tiempo luché por él.
Cuando volvió a hablar, la voz de Lardis sonó ronca, cargada de amargura.
—¿También cazarás en la Tierra del Sol…, cazarás hombres, mujeres y niños cuando llegue la oscuridad de la noche?
—¿Caza mi hijo a los Viajeros? ¿Lo ha hecho alguna vez?
Lardis se dio media vuelta de forma abrupta y se alejó.
—Tengo que irme. En el fondo de la garganta hay un sendero, una hendidura, un paso. Es mi ruta para regresar a la Tierra del Sol por entre las montañas.
Harry lo siguió de cerca y le preguntó:
—¿Vas solo? ¿Y por qué viniste aquí?
—Para recordar cómo fue hace tiempo y para ver en qué se ha convertido… por última vez.
—Y ahora que los wamphyri ya no existen, ¿qué tal van las cosas en la Tierra del Sol? ¿Os habéis asentado o seguís viajando como antes?
Lardis miró hacia atrás y lanzó un bufido.
—¿Cómo? ¿Qué los wamphyri ya no existen? Tal vez no existan…, por el momento. Pero las ciénagas bullen con sus semillas. Todo está tal como era hace tiempo y lo que ha sido volverá a ser. Vampiros hoy y mañana wamphyri.
Harry se detuvo y dejó que el otro se internara en la niebla creciente.
—Lardis —gritó—, recuerda una cosa, no te metas conmigo y yo no me meteré contigo ni con los tuyos. Te lo juro. Y si estás en apuros, búscame. Pero hazlo con mucho cuidado.
—¡Ja! —La respuesta del gitano le llegó desde la niebla—. ¡Pero ahora eres un wamphyri, Harry, Morador del Infierno! ¿Y además haces juramentos? ¿Y quieres que me los crea? Tal vez me los habría creído hace tiempo. ¿Pero pedirme que crea en la Cosa que llevas dentro? ¡Ni hablar! ¡Jamás! Porque tarde o temprano, cuando te canses de la carne de conejo saldrás a cazar una mujer para que te caliente la cama o un dulce niño Viajero.
—¡Espera, Lardis! —rugió Harry—. Hay cosas que necesito saber y que tú puedes contarme. —Evidentemente, si lo deseaba, podía detenerlo de forma instantánea y hacer con él lo que le apeteciera. Pero no quería hacerlo, en memoria de los viejos tiempos. Y además, porque él, el necroscopio, era quien predominaba, quien llevaba el control de sí mismo.
La luna llena colgaba baja en el cielo; teñía de plata los picos, ennegrecía las sombras de los despeñaderos e iluminaba la bruma con su luz. Harry notó que la niebla no se levantaba, caía más bien hacia los lugares oscuros, llenaba las gargantas y las falsas mesetas y se precipitaba en cámara lenta por los despeñaderos como si fuera una multitud de brillantes cascadas. Se oyó el aullido de un lobo, cuyo eco saltó de un pico al siguiente. Le siguió otro y otro más. Aquélla no era una niebla natural. Y aquellas criaturas invisibles eran extrañas y tristes.
Finalmente, le llegó la ronca voz de Lardis entre una serie de jadeos.
—¿Lo has oído, Harry, Morador del Infierno? ¡La gris hermandad! Sí, y con ellos va su rey, que viene a sentarse junto a su madre, para hablar con ella un rato, como tiene por costumbre. Pregúntale a él las cosas que quieres saber, tal vez esté dispuesto a hablar también con su padre. Porque yo me despido.
Se oyó el crujido lejano de la grava, el sonido producido por algunas piedras al aflojarse y caer, y Lardis salió a la carrera en dirección a la Tierra del Sol.
Y los aullidos cesaron.
Harry esperó…
Finalmente surgieron de entre la niebla: orejas largas, pelambre grisácea, las lenguas colgando, los ojos como oro fundido. Una manada de lobos. Pero eran sólo lobos.
Harry los miró y ellos le devolvieron la mirada. No les tenía miedo y ellos se mostraron cautelosos. Se alinearon junto a él y formaron un pasillo para que pudiera correr. Pero no correría, iría caminando hasta la casa del Habitante. A medida que avanzaba, la niebla y la gris hermandad cerraron filas tras él.
La casa estaba completamente a oscuras, cosa que al necroscopio le importó muy poco. La niebla se arremolinaba a la altura de los tobillos, como algo dormido cuyos sueños Harry turbara al atravesarla. El Habitante apareció erguido, sentado a una mesa, en lo que había sido la sala; a través de la ventana abierta entraban los rayos de luna; vestía una túnica con capucha en cuyo interior sus ojos ardían como ascuas triangulares; sólo se le veían las manos, largas y delgadas.
Harry se sentó frente a él.
—Ya sabía que algún día volverías —dijo el Habitante, con una voz que era una mezcla de gruñido, tos y graznido—. Supe que eras tú desde el momento en que saliste aullando por la Puerta. El que viene a un lugar como éste de esa manera impetuosa, llena de fuego, o es temerario y está muerto de miedo o bien todo le da igual.
—Todo me daba igual —dijo Harry—. Entonces.
—No malgastemos el tiempo en palabras —sugirió el Habitante—. Hace mucho tuve todo el poder y la fuerza. Pero también llevaba dentro de mí un vampiro y creía que intentarías exorcizarlo y matarlo, con lo cual me habrías matado también a mí. Como temía lo que pudieras hacer, puse en tu cabeza un pensamiento y lo utilicé como un cuchillo para cortar todos tus poderes secretos. Eras capaz, igual que yo, de ir y venir a tu antojo: yo te inmovilicé. Igual que yo, podías oír a los muertos y hablabas con ellos: yo te dejé sordo y mudo. Y cuando todo estuvo hecho, te devolví a tu tierra y te dejé allí abandonado. No fue tan terrible, al menos estabas en tu propio mundo, entre los de tu especie.
»Después, durante un tiempo, hubo paz en este mundo. Y en menor medida también hubo paz en mí.
»Pero había utilizado la energía del sol para destruir a los wamphyri. Tú y yo, unidos, los quemamos con el brillante fuego solar y derribamos sus nidos de águilas sobre la llanura. Fantástico, maravilloso, pero al hacerlo, al jugar así con el sol, yo también me quemé. Aunque no tardé en recuperarme. Al menos eso parecía…
»No me recuperé. Lo que comenzó como un proceso de cicatrización no tardó en detenerse, en realidad se invirtió. La carne metamórfica de mi vampiro no podía reconstituirse y al mismo tiempo reconstituir la carne de mi cuerpo humano, y predominó el vampiro. Cuanto conservaba de humano fue deshaciéndose poco a poco, como carcomido por la lepra o por un cáncer monstruoso. Hasta mi mente quedó borrada y en gran parte fue reemplazada, y lo que era instinto en mi vampiro se convirtió lentamente en instinto inherente en mí. Porque el vampiro necesitaba un huésped activo y fuerte para albergar su huevo hasta que pudiera transmitirlo, y «recordaba» la forma y la naturaleza de su primer huésped. Como bien sabrás, padre, mi «otro» padre, el origen de mi huevo, fue un lobo.
»Sabía que mi cuerpo iba desapareciendo, igual que mi mente, y vi que volvía a mi estado primitivo. Pero quedaba alguien que conocía mi historia, toda mi historia, desde el día en que me concibieron, y con quien podía hablar en caso de necesidad. Me refiero a mi madre, claro. Pude practicar el necrolenguaje y así, por lo menos, logré conservar vivo ese poder. En cuanto a mis otros dones, ya no los tengo, se me han olvidado. ¡Vaya ironía, destruí tus poderes y perdí los míos! Y ahora, cuando…, cuando me olvido de las cosas, hablo con la mujer gentil que yace bajo las piedras, que me recuerda todo tal como ha sido, que incluso hizo que me acordara de ti, de lo contrario, lo habría olvidado todo.
Las emociones de Harry —las gigantescas emociones del wamphyri— lo abrumaron. No encontraba palabras para expresar lo que sentía, apenas podía hablar. En unas cuantas horas, que representaban una pequeña fracción de su existencia, su vida entera había cambiado para siempre. Pero aquello no significaba nada. Su dolor no era nada. Porque había otros que habían sufrido de verdad y que seguían sufriendo. Y él era la causa.
—¡Hijo…!
—Ya no volveré a venir aquí —dijo el Habitante—, ahora que te he visto. Y ahora que me has…, ¿Qué me has perdonado? Ya puedo olvidarme de lo que fui y dedicarme a ser lo que soy. Algo que tú también podrías intentar, padre. —Tendió la mano para tocar la mano temblorosa de Harry y por la manga de la túnica apareció un antebrazo cubierto de una grisácea pelambre.
Harry apartó el rostro. Las lágrimas son algo impropio en los ojos escarlata de un wamphyri. Poco después, cuando volvió a mirar…
La túnica del Habitante aún se agitaba en el suelo, mientras una silueta, una mancha gris, se lanzaba desde la ventana. Harry se puso en pie de un salto para verlo. Su hijo se alejó a la carrera, envuelto en la niebla vampírica, se detuvo y se volvió a mirar atrás. Entrecerró los ojos triangulares, levantó el morro, husmeó el aire frío. Tenía las orejas erguidas, alertas; inclinó la cabeza primero hacia un lado, después hacia el otro; parecía estar escuchando…, ¿pero qué?
—¡Se acerca alguien! —ladró. Y antes de que el necroscopio pudiera preguntar nada, añadió—: ¡Ah, sí! Ése. Lo había olvidado, hasta ahora, igual que muchas otras cosas que he olvidado. Parece que no soy el único que se ha percatado de tu regreso, padre. No, porque ella también sabe que has vuelto.
—¿Ella? —preguntó el necroscopio, repitiendo lo que su hijo lobo había dicho. Pero el lobo ya se había dado la vuelta y salía corriendo en dirección a los picos más altos; seguido de la gris hermandad, se perdió en la niebla.
Una sombra cayó sobre la casa del Habitante y Harry miró con ojos asustados hacia el cielo, de donde cayó sobre el jardín una extraña silueta con forma de diamante.
—¿Ella? —susurró el necroscopio.
Se refiere a mí, Morador del Infierno, su voz telepática, que nada tenía de severo, estalló en la mente de Harry como una bomba. Era telepatía, no necrolenguaje. ¿Cómo era posible? Lo hizo girar como un trompo.
¡Tú!, exclamó por fin, utilizando también la telepatía, cuando vio que la bestia voladora aterrizaba.
Era lady Karen, la que llevaba mucho tiempo muerta, y que ya no estaba muerta, la que se había convertido en un muerto viviente.