Capítulo dieciséis

Sueños…

La noche aún era joven cuando Harry apoyó la cabeza en la almohada; la luna estaba alta y las estrellas brillaban, era su hora. Sus sentidos ya no eran fuertes durante el día, pero con la oscuridad de la noche alcanzaban una potencia insospechada. Incluso los que regían o eran regidos por su subconsciente. Sus sueños también eran más fuertes.

Primero soñó con Möbius y presintió que era algo más que un sueño normal y corriente. El matemático que había muerto hacía tantos años se acercaba y se sentaba en su cama, y aunque su rostro y su silueta no se veían con claridad, su necrolenguaje le llegaba con nitidez y sin interferencias.

Es la última vez que podremos hablar, Harry, por lo menos en este mundo.

¿Está seguro de que quiere hablar conmigo?, repuso el necroscopio. Últimamente, parece ser que no puedo evitar hacer pasar malos ratos a la gente.

La silueta vaga e ingrávida de Möbius asintió.

Sí, pero los dos sabemos que ése no eres tú. Por eso he decidido venir a verte, mientras tus sueños sigan perteneciéndote.

¿Me pertenecen?

Creo que sí. Sin duda te pareces más al Harry que conocía.

Harry se relajó un poco, suspiró y se hundió en la cama.

¿De qué quiere hablar?

De otros lugares, Harry. De otros mundos.

¿De mis dimensiones paralelas en forma de cono? El necroscopio se encogió de hombros a manera de seca disculpa. Eran un puro engaño, discutía por el gusto de discutir. Mi vampiro y yo estábamos practicando.

Puede que haya sido así, replicó Möbius, pero haya habido o no engaño de tu parte, tenías razón. Tu intuición, Harry. Lo único que tu visión no tenía en cuenta era cómo.

¿Cómo?

Mejor dicho, quién, aclaró Möbius.

¿Cómo? ¿Quién? ¿Volvemos a hablar de Dios?

Del Big Bang, dijo Möbius. La luz primigenia, allá por los inicios del tiempo y el espacio. Todo esto no pudo surgir de la nada, Harry. Sin embargo, ya hemos decidido que antes del Comienzo no había nada. ¡Una soberana tontería por nuestra parte, porque tú y yo sabemos que no hace falta que exista la carne para tener una mente!

Dios, asintió Harry. El Ser Incorpóreo Fundamental. Él lo hizo todo, ¿no? ¿Con qué fin?

¿Para saber qué ocurriría, quizá?

¿Quiere decir usted que no lo sabía ya? ¿Y la omnisciencia?

No seas injusto, nadie puede saber ni conocer nada antes de que tenga lugar. Además, es peligroso intentarlo. Pero Él lo sabe todo desde entonces.

Hábleme de los otros lugares, le pidió Harry, fascinado muy a pesar suyo.

El mundo de la Tierra de las Estrellas y de la Tierra del Sol es uno de ellos, explicó Möbius. Pero fue un…, un error. Se produjeron ciertas paradojas imprevistas y las cosas salieron desastrosamente mal. La Tierra de las Estrellas, las ciénagas de los vampiros y los mismos wamphyri, fueron a la vez causa y efecto. ¡Pero es así en el futuro y en el pasado! Contarlo ahora sería cambiarlo y resultaría presuntuoso.

El tiempo y el espacio son relativos, adujo Harry. ¿No lo he dicho siempre? Y a su manera, son fijos. No se los puede dañar ni cambiar por el mero hecho de hablar de ellos.

Möbius lanzó una risita ahogada sin asomo de alegría.

Eres ingenioso, Harry, he de reconocerlo. ¡Pero conmigo de nada te sirven tus artes vampíricas! De todas maneras, no me refiero a la Tierra de las Estrellas.

Soy todo oídos, respondió el necroscopio, malhumorado.

En una ocasión, le recordó Möbius, mencionaste el equilibrio del multiverso, donde los agujeros blancos y los agujeros negros movían la materia, por las distintas capas de la existencia, retardando e incluso invirtiendo la entropía. Como las pesas que rigen el balanceo de un viejo reloj de péndulo. Pero ése es un tipo de equilibrio, el equilibrio físico. Existen también los equilibrios metafisico, místico y espiritual.

¿Otra vez Dios?

El equilibrio entre el Bien y el Mal.

¿Y todo se originó en la misma fuente? ¡Su razonamiento, August Ferdinand! Recuerde que «antes del Principio no había nada».

Nuestras opiniones no están enfrentadas, dijo Möbius, sacudiendo la cabeza. ¡Al contrario, están en completo acuerdo!

¿Qué Dios tenía un lado oscuro?, preguntó Harry, asombrado.

¡Claro que sí, un lado oscuro que apartó de sí!

Las palabras del matemático dejaron a Harry petrificado.

¿Y yo puedo hacer lo mismo? ¿Es eso lo que quiere decirme?

Lo que quiero decirte es que los otros lugares son como niveles, algunos superiores, otros inferiores. Y lo que hagamos aquí determina el paso siguiente. El que subamos o bajemos.

¿El cielo o el infierno?

Möbius se encogió de hombros.

Si te sirve de algo pensar en esos términos, pues adelante.

¿Quiere decir que cuando salga de aquí puedo dejar atrás mi lado oscuro y, con suerte, también a mi vampiro?

Mientras exista una diferencia, sí.

¿Una diferencia?

Mientras se os pueda diferenciar.

¿Quiere usted decir si no sucumbo?

He de marcharme ya, dijo Möbius.

¡Pero necesito saber más!, exclamó Harry, desesperado.

Se me autorizó a regresar, dijo Möbius, con sencillez. Pero no a quedarme. Mi nuevo lugar está más arriba, Harry. Y no puedo permitirme el lujo de perderlo.

¡Espere! Harry intentó moverse, sentarse, aferrar a Möbius por la muñeca. Pero estaba inmóvil y de todos modos habría sido como querer aferrar humo. Igual que un conjunto de sus fórmulas esotéricas, el gran hombre se transformó en la nada y desapareció…

La visita de Möbius había fatigado a Harry mucho más de lo que ya estaba. Se sumió en un sueño más profundo. Pero en su mente, influida por el vampiro, un nombre rondaba sin cesar, lo atormentaba sin tregua. El nombre era Johnny Found.

Harry era telépata; tenía una misión, una tarea que debía terminar; y en su interior llevaba un vampiro. Cuando se marchó a las montañas de Transilvania, a enfrentarse a Janos, hijo de Faethor Ferenczy, éste le había advertido que sólo uno de ellos saldría con vida y que el ganador sería una criatura con un poder increíble.

Después de leer el futuro, Janos se había enterado de lo mismo y sabía que no podía perder. Pero… uno no debería nunca tratar de entender el futuro. Léelo si no te queda remedio, pero no trates de entenderlo. Fue Harry quien había descendido de las montañas. Y aunque todavía no sabía hasta dónde llegaban sus poderes, sobre todo los de reciente adquisición, como los telepáticos, una cosa era cierta: se trataba de unos poderes increíbles. Lo habían sido antes, pero en ese momento, con el refuerzo que suponía el vampiro…

Mientras soñaba no controlaba sus dones, aunque permanecían activos. Los sueños son los bancos de compensación de la mente, donde se lleva el balance, donde se cuadran todas las cuentas, como una sala de selección donde se descarta lo trivial y superfluo de la vida y se reordena lo importante. He ahí la función de los sueños. Y hacer realidad los deseos. Y para aquellos que tienen conciencia, sirven para elevar la culpa reprimida. Razón por la que ciertos hombres tienen pesadillas.

Harry tenía su ración de culpa y más que suficientes deseos que exigían hacerse realidad. Y cuanto él había sido incapaz de ordenar en las horas de vigilia, su subconsciente —y el vampiro que formaba parte de él— intentarían ponerlo en orden mientras dormía.

Su conciencia ampliada salió de él y se extendió para formar una sonda telepática que, sin el más mínimo error y en un solo instante, recorrió los kilómetros que la separaban de su objetivo en Darlington. Ese objetivo era la mente dormida de Johnny Found, una mente con un don extraño y retorcido sobre el que Harry deseaba saber más.

Con la siniestra astucia del vampiro, no tenía más que sugerir, proponer, tocar esta o aquella fibra y, con un poco de suerte, Johnny Found se lo diría todo.

Absolutamente todo.

Johnny también soñaba. Con su niñez. No era algo que hiciera voluntariamente, pero un espectro nocturno insistía en llamar a la puerta de los recuerdos infantiles y exigirle que la abriera.

¿Recuerdos infantiles? Claro que los tenía, pero según él no merecía la pena recordarlos, mucho menos soñar con ellos. Razón por la cual no lo hacía. Normalmente.

Se removió un poco en la cama; su subconsciente gimió, se disponía a empuñar un martillo para clavar la puerta que daba a su pasado; algo apartó el martillo para que no lo alcanzara y Johnny no pudo hacer otra cosa que contemplar impotente cómo se abría la puerta. Del otro lado lo esperaban las Cosas Malas del ayer: los pequeños delitos que había cometido y toda la gama de castigos y penas que le habían hecho pagar por ellos. Pero entonces sólo era un niño inocente (eso decían) y con el tiempo todo aquello pasaría; pero Johnny había sabido siempre que el tiempo no ejercería en él ninguna influencia benefactora y que jamás encontrarían un castigo lo bastante severo para sus crímenes.

Habían tratado de convencerlo de que las cosas que hacía eran malas, y casi lo habían logrado, pero para entonces ya había crecido y había descubierto que le mentían, porque no lo entendían. Y como no lo entendían, jamás sabrían lo buenas que eran las cosas que él hacía. Y lo bien que lo hacían sentir.

Sí, señor, la niñez había sido un lugar solitario, en el que nadie lo entendía, ni siquiera querían conocer… las cosas que hacía. Porque ni siquiera querían pensar en semejantes cosas, y mucho menos conocerlas.

Sí, señor, el lugar que se encontraba tras aquella puerta sugerente había sido solitario. ¿Cuánto más solitario habría sido de no haber podido hablar con las cosas muertas? De no haber podido jugar con ellas. De no haber podido atormentarlas.

Pero como tenía aquello…, su secreto, su inteligente forma de persuadir a las criaturas que ya no existían…, la orfandad no le había resultado tan mala. Porque sabía que había otros que estaban peor que él, en una situación mucho peor. Y si no ocurría así, Johnny no tardaría en ponerle remedio.

La puerta abierta le repelía y atraía a la vez. Más allá de aquella puerta se agitaban las nieblas de la memoria que lo hipnotizaban con sus remolinos; hasta que —¿en contra de su voluntad?— Johnny se encontró flotando por los aires y cruzando la puerta. Donde lo esperaba su niñez…

Le pusieron «Found» porque lo habían encontrado en una iglesia. Los bancos habían vibrado con sus berridos y los ecos se habían perdido entre las vigas, esa mañana de domingo, cuando el sacristán fue a comprobar a qué se debía todo aquel alboroto. El niño expósito estaba todavía empapado en la sangre del nacimiento, envuelto en un periódico dominical; la placenta con la que entró en este mundo estaba aún tibia en el interior de una bolsa de plástico, metida debajo del banco.

¿Vigoroso? Johnny gritó hasta destrozar sus pulmones, berreó lo suficiente como para romper los vitrales y hacer que el techo se desplomara, como si supiera que no tenía derecho a estar en aquella iglesia. Tal vez su madre lo sabía y lo hizo para salvarlo. Pero había fallado. Y no sólo se perdió Johnny, también ella.

En fin, que la criatura siguió chillando de ese modo hasta que la sacaron de la iglesia y la condujeron a la unidad de cuidados intensivos de la maternidad. Sólo entonces, lejos ya de la casa de Dios, se calló.

La ambulancia que lo condujo veloz al hospital, llevó también a su madre, a la que encontraron apoyada contra una lápida del cementerio, en medio de un charco de su propia sangre, con la cabeza inclinada sobre los pechos hinchados. A diferencia de Johnny, no aguantó el viaje. O tal vez sí, durante un breve instante…

Un extraño inicio para una vida extraña, pero lo extraño no había hecho más que empezar.

En la unidad de cuidados intensivos, a Johnny lo bañaron, lo vistieron, le asignaron una cuna e incluso le dieron un nombre provisional que después habría de quedarle para toda la vida. Alguien había garrapateado la palabra «Found» en la tarjeta de plástico que llevaba colgada de la muñeca para distinguirlo de los demás bebés. Y le quedó ese apellido.

Cuando una enfermera fue a ver por qué había dejado de llorar tan de repente…, ocurrió la cosa más extraña de todas. O tal vez no, según la perspectiva con la que se mirara. Porque su joven madre no había muerto, después de todo. Y tal vez había oído el llanto de los bebés y había adivinado que uno de ellos era el suyo. Seguramente ésa debía de ser la razón. ¿Porque qué otra explicación iba a haber?

La madre desconocida de Johnny estaba sentada junto a su cunita vacía, con Johnny entre sus brazos que chupaba un chorrito de leche fría del gélido pezón sin vida.

Johnny permaneció internado en un orfanato hasta los cinco años, después vivió otros tres años más con una pareja que lo había adoptado, hasta que se separaron en trágicas circunstancias. A partir de entonces pasó a un orfanato infantil de York.

En cuanto a sus padres adoptivos, los Prescott, tenían una casa grande en las afueras de Darlington, donde la ciudad lindaba con el campo. En 1967, cuando adoptaron a Johnny, tenían ya una hija de cuatro años, pero a raíz de una serie de problemas la señora Prescott no podía tener más hijos. Una lástima, porque la pareja se había planteado siempre ser la familia tipo perfecta: matrimonio y dos hijos, un niño y una niña. Johnny parecía cumplir perfectamente con el trámite y compensar toda deficiencia.

Desde el primer momento en que lo vio, David Prescott se había sentido siempre incómodo en presencia del niño. No por ningún motivo concreto, era más bien algo que jamás pudo definir exactamente, una sensación, y debido a ese detalle, las cosas fueron un poco menos perfectas de lo esperado.

A Johnny le dieron el apellido de familia y se convirtió en un Prescott, al menos por el momento. Pero desde el principio no se llevó bien con su hermana. No podían dejarlos cinco minutos solos sin que se pelearan, y las miradas que se lanzaban eran demasiado envenenadas incluso para ser hermanastros. Alice Prescott le echaba la culpa a su hija por ser una consentida (es decir, se echaba la culpa a sí misma por consentirla), y su marido le echaba la culpa a Johnny por ser raro. El chico tenía algo…, en fin, raro.

—¡Claro que tiene algo raro! —exclamaba la mujer, airada—. Johnny es un niño abandonado, no ha tenido familia ni más hogar que el orfanato. ¡Y que yo sepa no es el mejor de los lugares para un niño! ¿Amor? ¿Abandonar a niños? ¡Si quieres que te diga la verdad, siempre creí que no veían la hora de deshacerse de él! ¡No veo yo exceso de amor en eso, sino todo lo contrario!

David Prescott se había preguntado: ¿Con motivo, tal vez? ¿Pero qué motivo? Johnny todavía no ha cumplido los seis años. ¿Cómo puede nadie volverse en contra de un niño tan pequeño? Mucho menos un orfanato, que debería cuidar de este tipo de desafortunados.

Los Prescott eran propietarios de una tienda que iba muy bien, una especie de almacén que vendía casi de todo. Estaba a poco más de un kilómetro de su casa, en el camino principal que desde el norte iba a Darlington, y abastecía a una urbanización reciente de unas trescientas casas. Trabajando de nueve a cinco, cuatro días a la semana y los miércoles y los sábados sólo por la mañana, se ganaban bien la vida. Con la ayuda de una canguro a tiempo parcial, una jovencita que vivía en la zona, no iban agobiados.

David criaba palomas en un palomar que tenía al fondo del amplio jardín; cuando acababa con el trabajo del día, a Alice le gustaba estar al aire libre, ocupada en tareas de jardinería; cuando la canguro tenía fiesta se turnaban para cuidar de los niños. Aparte de los enfrentamientos entre Johnny y su hermana Carol, la vida de los Prescott podía considerarse normal, agradable y corriente. Así siguieron las cosas hasta el verano en que Johnny cumplió ocho años. En realidad, hasta ese momento, su vida podía haberse considerado incluso idílica.

Por aquella época, David Prescott comenzó a tener problemas con sus palomas; y el gato de la familia, un plácido felino capado llamado Moggit, que dormía con Carol y era la niña de sus ojos, salió una mañana y no volvió a casa; todo aquello coincidió con largos períodos de ese calor sofocante y pegajoso que irrita, exacerba y, a veces, provoca erupciones en la piel. Fue ese mismo verano cuando David construyó una piscina para los niños y la techó con polietileno colocado sobre un armazón de aluminio.

Johnny se había mostrado entusiasmado de poder contar con una piscina propia para poder jugar a sus anchas, pero no tardó en aburrirse de ella. A Carol le encantaba, cosa que molestó a su hermanastro: no soportaba que los demás disfrutasen de cosas con las que él se aburría y, en cualquier caso, no soportaba a Carol.

Una mañana, tres o cuatro días después de la desaparición de Moggit, Johnny se levantó temprano. Sin que él se enterara, Carol también se había levantado y se estaba vistiendo a toda prisa cuando oyó que la puerta de su hermano se abría y se cerraba despacio. Su hermano (la niña solía emplear un tono burlón al pronunciar la palabra) llevaba días levantándose temprano, horas antes que el resto de la familia, y quería averiguar qué tramaba. No lo hizo con maldad, sino porque estaba un poco celosa y porque sentía una gran curiosidad. Aunque Johnny era un cerdo, prefería que jugara con ella en la piscina en lugar de que jugara a sus juegos estúpidos, misteriosos y solitarios.

Johnny tenía todo el tiempo para él y nadie le exigía nada. No tenía que ir a la escuela hasta pasadas las vacaciones de verano; tenía «cosas» que hacer; normalmente se lo podía encontrar al otro lado del muro del jardín, donde los setos se mezclaban con el prado y las tierras de cultivo que se extendían hacia el norte y el noroeste. Pero siempre acudía cuando lo llamaban a los gritos y tenía la sensata costumbre de regresar a casa para comer.

Qué hacía allá afuera todas las horas del día era otro cantar. Si sus padres adoptivos se lo preguntaban, contestaba: «Juego», y eso era todo. Pero Carol quería saber a qué jugaba. No le cabía en la cabeza que hubiese encontrado algo más interesante que la piscina. De modo que lo siguió; pasó de puntillas delante del dormitorio de sus padres y salió al jardín, donde hacía poco que el amanecer iluminaba el horizonte con su sonrisa dorada.

Johnny bajó al jardín, pasando debajo del tejadillo de polietileno de la piscina, y se dirigió hacia el muro. Trepó a él por un sitio conocido y saltó al otro lado. Comenzó a caminar junto a un seto alto en dirección al laberinto de campos que rielaban bajo la luz matinal. Carol fue tras él.

A poco más de medio kilómetro, en pleno campo, en un sitio donde confluían antiguos senderos, se agazapaban los restos de una granja, envueltos en el verdor de las zarzamoras florecidas y los matorrales de ortigas; allí surgían en columnas de piedra los restos de una pared derrumbada cubierta de líquenes grises y la masa ennegrecida de una vieja chimenea. Johnny acortó en diagonal a través de un prado, y por encima de la hierba ondulante sólo se veía su cabeza morena, brillante de sudor.

Desde donde se encontraba, en precario equilibrio en lo alto de unos peldaños, para pasar por encima de una cerca, Carol vio adonde se dirigía y decidió seguirlo. Las viejas ruinas eran sin duda el lugar secreto de Johnny, el sitio donde jugaba a sus juegos secretos. Pero dejarían de serlo.

Johnny había desaparecido en algún punto entre el montón de escombros cubiertos de maleza cuando su hermana salió jadeante del prado. Se detuvo un momento, miró hacia ambos lados, por los senderos que en otro tiempo habían comunicado con la granja y se disponía a cruzarlos en dirección a las ruinas… cuando se detuvo en seco.

¿Qué había sido aquello? ¡Un grito! ¿El maullido de un gato? ¿De Moggit?

¡Moggit!

Carol se tapó la boca. Inspiró hondo y contuvo el aliento. ¿Sería el pobre Moggit, perdido entre aquellos escombros? Tal vez eso había atraído a Johnny hasta aquel lugar: el maullido de Moggit, atrapado en algún agujero, atrapado y muerto de hambre entre esas ruinas.

Carol quiso gritar para responder a los gritos extraños y ahogados de Moggit, para reconfortarlo y darle esperanzas, pero después de pensárselo mejor decidió no hacerlo, porque aquello haría que el gato luchara con más fuerzas y quedara más atrapado de lo que estaba. Tal vez gritaba de aquel modo tan urgente y lastimero porque Johnny ya había dado con él y trataba de rescatarlo.

Conteniendo el aliento, Carol cruzó los senderos de tierra batida hasta lo que había sido una amplia entrada, entre las altas paredes de la granja, que conducía al grupo de edificaciones del interior. El hueco estaba cubierto por un montón de piedras envueltas en zarzamoras y hiedra y se veían unos cuantos avellanos y unos saúcos pelados, aplastados por el peso de las hiedras y las zarzamoras. Recorrió un sendero bien definido entre la maleza, seguramente el mismo camino que había recorrido Johnny, pensó Carol, y al andar notó cómo los trozos de ladrillo y escombros se movían bajo sus pies.

Polvoriento y cubierto de telarañas, el sendero que se internaba entre el follaje era casi como un túnel en el que la luz no entraba; la pequeña Carol, de siete años, sintió que le faltaba el aire a medida que se adentraba en él. Si en otras circunstancias hubiera dudado, los aullidos de Moggit (porque estaba segura de que debía de tratarse de Moggit, aunque al mismo tiempo rogaba que no fuera él) la impulsaban a seguir. Hasta que por fin salió a la luz del sol, parpadeó con fuerza para quitarse la tierra de los ojos y vio a Johnny sentado en un claro. Y vio las…

… Vio las cosas que tenía, pero sin verlas realmente al principio, porque su mente infantil no podía concebir aquello, no podía creerlo. Finalmente, lo vio…, pero no, no, imposible, aquél no podía ser Moggit.

¿Moggit el del vientre y las patas blancos como la nieve, el de la cola tupida, el de la cara con máscara estilo Llanero Solitario, el del lomo, el cuello y las orejas negras y brillantes? ¿Aquella cosa torturada y rota era Moggit? Carol estuvo a punto de desmayarse; al ocultarse detrás de una pared derruida tropezó con un ladrillo suelto y Johnny oyó el ruido. Se volvió a la velocidad del rayo para mirar en dirección de Carol y al principio no la vio a ella, sino sólo las ruinas del claro tal y como las conocía desde siempre. Pero Carol sí podía verlo a él: la cara hinchada, los ojos saltones e inexpresivos y las manos agarrotadas, manchadas de sangre. Junto a él, sobre el muro donde estaba sentado, aparecía el cortaplumas abierto, mientras aferraba con fuerza con la mano un palo afilado con la punta roja.

Y aún veía a Moggit. Las patas traseras del gato rozaban apenas el suelo y se agitaban para mantenerse erguido y aliviar la presión de su peso sobre el cogote, que aparecía envuelto en un trozo de alambre que colgaba de la rama de un saúco. Uno de los ojos amarillos le colgaba de un hilo, destilando líquido y balanceándose sobre su mejilla peluda y mojada; el vientre blanco y regordete aparecía flaco y empapado de rojo porque se lo habían abierto de un tajo y los intestinos negros, relucientes y amarillos colgaban.

Moggit no era el único. Dos de las palomas preferidas del padre de Carol pendían de otras ramas, con las alas quebradas. Y un erizo aún vivo, que llevaba clavado en el costado un alambre de púas herrumbrado que lo mantenía sujeto al suelo, daba vueltas y más vueltas sobre su propio eje, en una agonía interminable que lo hacía resollar horriblemente. Había más cosas, pero Carol no quiso verlo.

Una vez que Johnny se cercioró de que estaba solo, reanudó su «juego». A través de las lágrimas, Carol vio cómo se ponía en pie, agarraba una paloma muerta con una mano y le hundía el palo en el cuerpo frío. Hurgó con el palo en la carne insensible del pájaro como si…, como si el animalito pudiera sentir todo aquello. Y mientras lo hacía, no paraba de reír y de hablar y mascullar cosas a aquellas pobres y torturadas criaturas que no se sabía si estaban vivas o muertas, pero que sin duda pronto lo estarían, sin importarle su dolor. Carol comprendió entonces la naturaleza de aquel juego: después de provocar la muerte a un ser vivo, Johnny no soportaba la idea de que se le hubiera escapado, de modo que se dedicaba a torturarlos en el mundo incorpóreo que había más allá.

Fue la primera en conocer la verdad sobre su hermano adoptivo, sin ser consciente de ello. No era más que una niña y sabía reconocer los caprichos infantiles, y supo que aquello no era un capricho de Johnny, supo que Johnny era un niño odioso y cruel y que cuanto había imaginado era verdad.

¡Pero el pobre Moggit, no! Finalmente, Carol se convenció de que el gato que Johnny había destrozado y destripado era Moggit. Y ya no pudo soportarlo.

—¡Moggiiit! —gritó a voz en cuello—. ¡Te odio, Johnny…, te odio con toda el alma!

Se puso en pie, tropezó, recuperó el equilibrio y salió disparada hacia él con un trozo de ladrillo afilado en la mano. Johnny la vio y su cara enrojecida palideció repentinamente. Cogió el cortaplumas —no para utilizarlo contra ella, sino con una intención completamente diferente, tal vez mucho más siniestra— y cortó un trozo de bramante de cometa con el que había atado a Moggit a la rama. Se partieron unas cuantas ramitas, pero el bramante no; presa de una furia súbita, Johnny tiró del bramante de aquí para allá y Moggit se elevó en el aire y ondeó como un trapo mientras el alambre, que se le hundía en la garganta, entrecortaba sus roncos chillidos.

Johnny lanzó un suspiro triunfal cuando logró cortar el bramante. Moggit quedó colgado; escupió y pateó durante uno o dos segundos cuando el lazo se le cerró alrededor del cogote y acabó con él. Johnny estaba tan concentrado en matar al gato que no se dio cuenta de que Carol se le echaba encima. La niña lo atacó ciegamente, lo arañó con una mano mientras apretaba el trozo de ladrillo con la otra, Johnny esquivó sus uñas afiladas, pero recibió un fuerte golpe en la frente con la punta afilada del ladrillo y acabó en el suelo. Se incorporó de inmediato, sacudió la cabeza y buscó su cortaplumas. Tenía los ojos inyectados en sangre cuando miró furioso a su hermana y le gritó:

—¡Antes fue Moggit, ahora te toca a ti!

Se puso en pie, tambaleante; tenía la frente herida, le sangraba; vio el cortaplumas y se abalanzó sobre él. Carol supo de inmediato que se encontraba en peligro de muerte. Johnny no podía permitir que le contara a sus padres cuanto había visto, lo que Johnny había hecho. Su hermano sólo tenía un modo de impedírselo.

Miró hacia atrás y vio toda la escena por última vez —el pobre Moggit colgado y columpiándose según se movía la rama del saúco; el erizo había llegado al límite de sus fuerzas y lanzaba los últimos estertores, y los pájaros muertos y mutilados colgados, en fila—, se dio media vuelta y corrió hacia su casa. Salió como una tromba del túnel formado por la maleza y supo que Johnny le pisaba los talones.

Y la habría seguido de inmediato, pero el niño sabía que si su hermana llegaba a casa antes que él, llevaría a alguien a que viera todo aquello. Y él no podía permitir que nadie más lo viera.

A toda prisa cortó el bramante y bajó a Moggit y los pájaros y tiró de la estaca que mantenía espetado al erizo. Jadeando por la furia de su esfuerzo y por la rabia, tiró todos los animalitos a un pozo profundo de aguas residuales que había descubierto en las inmediaciones y cuya tapa podrida se encontraba en el suelo. Detestaba ver a sus cosas muertas y moribundas perderse así en la oscuridad, chapoteando en el agua negra y profunda de allá abajo. ¡Qué desperdicio, con toda la vida que aún les quedaba! Todo por culpa de Carol. Y tendría mucho más de qué culparla si llegaba a casa antes que él.

Salió tras ella, siguió sus gritos y el enloquecido rastro zigzagueante que había dejado en la hierba alta.

Más de medio kilómetro a campo abierto es mucha distancia para una niña apenada, con los ojos bañados en lágrimas. Carol sentía que el corazón le martilleaba en el pecho y que le faltaba el aire; Pero la imagen que conservaba en su mente bastó para impulsarla a seguir, la imagen de Moggit balanceándose colgado del lazo de alambre, con las tripas al aire, como la bolsita de frutas machacadas que preparaba su madre cuando hacía mermelada en la cocina. Y más que todo eso la impulsaba a seguir la voz de Johnny que gritaba:

—¡Caaarol…, Carol espérame!

No le hizo caso; el muro del jardín estaba allá adelante, al final del seto; tras ella, jadeando y gruñendo a la vez, como si fuera un perro salvaje, Johnny acortaba distancia. A punto estuvo de agarrarla del tobillo cuando la niña medio trepó medio cayó al otro lado del muro. Una vez en el jardín, se quedó tendida, demasiado aterrada, llorosa y cansada para seguir.

Johnny saltó después que ella; los ojos enfurecidos echaban chispas, abría y cerraba los puños, manteniéndolos a los costados del cuerpo. La niña miró hacia la casa, pero quedaba oculta tras los árboles frutales y la bóveda empañada de la piscina. ¿Se habrían levantado sus padres? Ni siquiera le quedaba aliento para gritar.

Johnny gruñó; la agarró del pelo con fuerza y comenzó a arrastrarla hacia la piscina.

—¡A nadar! —le dijo—. Vas a nadar, Carol. Sé que te gustará. Y a mí también. ¡Sobre todo después!

David Prescott hacía una semana que se levantaba temprano. Alice no se quejó ni preguntó por qué, puesto que procuraba no hacer ruido e, invariablemente, le llevaba una taza de café. Debía de ser el verano, las mañanas luminosas y el síndrome del pájaro mañanero. Pero en realidad era por el correo.

Por aquella zona la correspondencia llegaba siempre temprano, casi al alba, y David esperaba una carta. Del orfanato. No contenía nada importante —estaba seguro de que no—, pero de todas maneras deseaba leerla antes que Alice. Porque si ella la veía primero…, pues le diría que era un paranoico. Por lo de Johnny. Sin duda eso habría parecido, de lo contrario, ¿por qué iba a escribir al orfanato para preguntar por él?

La cuestión era que David tenía verdaderas ganas de que las cosas salieran bien; deseaba con toda el alma querer a ese pobre chico. Pero, al mismo tiempo, siempre había sido más intuitivo que Alice —más consciente del aura de la gente, sobre todo de los niños— y sabía que el aura de Johnny no estaba del todo bien. Tenía que ver con algo de su pasado (¿pero qué pasado?, si no era más que un niño), algo que el orfanato conocía, y David creía que él y su mujer tenían derecho a saberlo. Tenía la impresión de que Alice estaba en lo cierto cuando se quejaba de la actitud del orfanato; daban la impresión de estar demasiado ansiosos por deshacerse de Johnny o, mejor dicho, «de ponerlo bajo el cuidado de una familia normal y cariñosa, donde pueda convertirse en una persona sana…, física y mentalmente…».

Ésas habían sido las palabras del director el día que fueron a recoger a su nuevo hijo, y se le habían grabado a David en la memoria, «sano física y mentalmente».

¿Acaso tendría una enfermedad mental? ¿Una enfermedad leve? ¿O grave? Porque así era el aura que David percibía en el niño: un aura enferma y babosa, como la de un viejo en su lecho de muerte. Johnny despedía un aura tenebrosa como la muerte. Pero no su muerte.

La carta llegó esa misma mañana. David la abrió y la leyó, y durante unos instantes las palabras no tuvieron sentido alguno. ¿Periquitos en las habitaciones de los niños y Johnny que se dedicaba a robarlos, matarlos y coleccionarlos? ¿Una colección de cosas muertas, ratones, escarabajos, los periquitos, un gato incluso?

¿Un gato muerto debajo de su cama, plagado de gusanos, y Johnny que le retorcía las patas al animal para que los gusanos le saltaran a la mano? Las autoridades del orfanato se habían enterado cuando los demás niños salieron gritando del dormitorio.

¿Pero un gato?

¿Acaso Moggit…?

¿Gritando?

David alcanzaba a oír desde allí los gritos horrorizados de aquellos niños. Pero los gritos no eran de aquellos niños, sino de uno de sus hijos, de su propia hija, de Carol, que gritaba desde el fondo del jardín…

¿Qué…?

Desde el piso de arriba le llegó la voz adormilada de Alice, que le preguntaba:

—¿Dónde está el café? Los niños se han levantado temprano.

Y otro grito desde el jardín que acababa en un gorgorito, antes de alcanzar toda su fuerza.

David era de los que siempre sacaba conclusiones apresuradas, a menudo erróneas. Eso mismo hizo en aquella ocasión, pero no se equivocó.

Salió corriendo por el sendero del jardín, con el albornoz al viento, gritando roncamente el nombre de Carol. Nadie le contestó. Arrodillada junto a la piscina, bajo la bóveda de polietileno, vio una silueta pequeña y borrosa. David entró de sopetón; encontró a Johnny arrodillado; daba la impresión de querer sacar a Carol del agua. La niña flotaba boca abajo, con los brazos estirados, crucificada en el agua azulada que lamía suavemente los bordes.

Johnny había estado jugando en el campo; había oído los gritos de Carol y había visto a un hombre —sucio, barbudo y harapiento— que saltó tras ella por encima del muro. El hombre salió corriendo por los campos y Johnny fue a ver qué había hecho. Encontró a Carol en la piscina y trató de sacarla.

Fue la historia que contó a David, a Alice, a la policía, a cuantos quisieron oírla. Casi todos le creyeron; incluso David se la creyó a medias, pero no quiso volver a saber de él. Probablemente Alice también se la creyera, aunque habría sido difícil precisarlo, porque desde entonces no volvió a servir para mucho.

La policía encontró un campamento entre las ruinas de la vieja granja y sacó un montón de basura del pozo. Alguien debía de haber vivido por allí, robando de los huertos y de las casas (las palomas de David) para poder comer. Tal vez fueran gitanos (el erizo) o tal vez un vagabundo. Difícil precisarlo. Lo más probable era que a la larga les echaran el guante.

Pero nunca le echaron el guante a nadie.

Y Johnny volvió al orfanato…

Harry, aún dormido, recibió durante unos instantes más los sueños de Johnny Found. Obviamente, veía el pasado de Found sólo desde el punto de vista del nigromante, y eso era peor que ver el panorama completo y más que suficiente para garantizarle que tenía al hombre correcto. A la larga, los excesos de Found fueron tan brutales —los recuerdos oníricos de sus propias maldades se convirtieron en una sucia letanía de su inhumanidad— que el odio que Harry sentía por él se había convertido en ira ciega.

Johnny Found había sido un monstruo y un asesino durante toda su juventud y nunca había sido castigado por ello, pero hasta hacía muy poco, Carol, su hermanastra, había sido su única víctima humana. En los intervalos, para sus «juegos» increíbles se las había arreglado con criaturas muertas por otras causas distintas del asesinato.

Y así como los hombres y los monstruos maduran, lo mismo ocurre con sus gustos, y Johnny no fue una excepción. ¿Pero qué grotesca forma asume la madurez en algo que está podrido desde el mismo inicio?

En una ocasión, por motivos impensables que ni siquiera Harry Keogh soportaba contemplar, Found empezó a trabajar en un depósito de cadáveres y fue despedido cuando su jefe comenzó a sospechar. Sin embargo, el colmo de los colmos, lo que acabó con el aguante del necroscopio, fue cuando Found soñó con otro de los trabajos que había tenido, en un matadero.

En ese punto, temblando como una hoja, Harry había retirado su sonda telepática, había salido de la mente de Johnny para dejar que siguiera sumido en su pesadilla. Aunque en el caso de Found, las pesadillas eran un pálido reflejo de la realidad…