Buscando a Johnny
No tardaría en amanecer en Edimburgo, pero Harry Keogh sabía que las cosas —todo tipo de cosas— llegaban rápidamente a su culminación y no estaba preparado para aflojar. Una vez empezado el trabajo, sólo podía pensar en terminarlo. En la oscuridad o, si era necesario, a la luz del día.
A partir de ese momento, la luz matutina del verano representaría un problema, pero se trataba más de un inconveniente que de una amenaza propiamente dicha. El sol no lo mataría, al menos de momento, pero si lo tomaba a grandes dosis podría caer enfermo y debilitarse. Las gafas contribuían a impedir que el resplandor le llegara a los ojos; el sombrero de fieltro le protegía la cabeza y la cara, pero llamaba mucho la atención; debía mantener las manos en los bolsillos durante largos períodos, lo que le daba el aspecto descuidado de un joven delincuente o de un político laborista, pero era absolutamente necesario. Lo único que estaba a su favor era el clima británico, invariablemente malo.
Por otra parte, Trevor Jordan no padecía esas restricciones, de modo que podía ir y venir a su antojo; y con la ayuda de Harry, iba tan lejos como quería y al instante.
En la casa que el necroscopio tenía en Bonnyrig, mientras bebía café (Harry habría preferido un buen vino tinto, pero había agotado las existencias), se repartieron la lista de almacenes de Frigis Express. Las repasarían por orden alfabético hasta que encontraran lo que buscaban. Jordan haría el turno de día y Harry le proporcionaría el transporte; Harry se ocuparía del turno de noche mientras Jordan hacía de centinela. El telépata le había preguntado a qué venía tanto alboroto por aquel trabajo y Harry le había enseñado una serie de vívidas imágenes mentales tomadas de Penny Sanderson y Pamela Trotter, después de lo cual, Jordan se sintió tan ansioso por descubrir al asesino como él. Un monstruo andaba suelto y tenía que morir.
—Seguro que en estos lugares habrá vigilantes nocturnos —dijo Jordan, mientras estudiaba su mitad de la lista—, pero a estas horas de la madrugada estarán durmiendo en algún rincón oculto. Podríamos visitar unos cuantos almacenes ahora mismo, antes de que los camioneros o los embaladores o lo que sean empiecen a llegar.
—El tipo al que buscamos es camionero —comentó Harry—. Utiliza la M1 y quizá la Al o la A7. Tal vez sería mejor que comenzáramos con los almacenes que estén más cerca de esas autopistas.
Jordan había echado un vistazo a los archivos sobre las chicas asesinadas. El informe sobre Penny parecía haberle interesado mucho. Haciendo caso omiso de lo que el necroscopio acababa de comentarle, preguntó:
—Harry, ¿sabías que el cuerpo de Penny fue encontrado en los jardines que hay bajo los muros del castillo?
—Sí. ¿Es algo significativo? —preguntó Harry a su vez.
—Podría serlo —contestó el otro—. En el castillo hay unas cuantas unidades especializadas. Por lo que sabemos, esa noche nuestro hombre de Frigis entregó unos pedidos de carne a varios comedores y restaurantes, y cuando no vio moros en la costa, lanzó a Penny por encima del muro.
—Revisaré el lugar donde la encontraron —dijo Harry con un movimiento afirmativo de la cabeza—. Recuerdo haber mirado por encima del muro. Hay lugares en los que el muro se alza sobre cornisas cubiertas de hierba y profundos terraplenes, donde el declive es de pocos metros, y si se cayó (o si la tiraron) su cuerpo debió de deslizarse y resbalar un poco sin romperse nada ni sufrir lesiones graves. Aparte del daño y el sufrimiento que él le causó, la chica no estaba en mal estado. —Su rostro enjuto se había crispado de rabia al recordar a Penny tal como la había visto la primera vez. Sacudió la cabeza para borrar el recuerdo y gruñó—: De todos modos, lo comprobaré. Si ocurrió así…, bien, habrías estrechado bastante el radio de búsqueda. Gracias, Trevor. —Y con pesar, añadió—: ¡Ya ves que nunca he dado la talla para detective, ni siquiera para policía normal o guardián de jardines!
—Escúchame —le dijo Jordan—, déjame en Edimburgo ahora mismo y seguiré yo la investigación. En el castillo ya te han visto. Pueden acordarse de tu cara. Pero a mí no me conoce nadie. Me llevaré el archivo. Todavía conservo un antiguo carnet de la Sección PES que recogí en mi apartamento. Para conseguir información y entrar en los sitios es tan bueno como un uniforme de policía. Mientras yo me concentro en este aspecto del trabajo, tú podrás seguir comprobando la lista de almacenes.
Harry comprendió la jugada y dijo:
—Está bien. Nos reuniremos aquí esta noche. Entretanto, si ocurriera algo, podemos ponernos en contacto fácilmente. Pero ten en cuenta que el sol me lo hace todo más difícil. Es posible que impida que nos comuniquemos. Aunque si está nublado, no habrá inconvenientes. Lo único es… —Hizo una pausa y se mostró inseguro.
—¿Sí?
—Estarás solo —prosiguió el necroscopio—. Si la Sección decide actuar contra mí, irán también a por mis amigos.
—Bueno, ir tras de mí es una cosa y otra distinta es capturarme —aclaró Jordan—. Ten en cuenta que Darcy dijo que él se ocuparía de eso.
—Pero no puede ocuparse del hecho de que soy un vampiro. Y ya sabes que la Sección no correrá riesgos, Trevor. Te apuesto lo que quieras a que ya tienen una orden de busca y captura contra mí y que ahora están ocupados tapando todos los agujeros. En fin, por el momento este lugar es seguro, porque es mío y lo conozco mejor que ellos. Pero tarde o temprano ni siquiera mi casa será segura. ¡Joder, sería el lugar perfecto para acabar conmigo! Está en un sitio aislado y solitario.
—No te pongas morboso, Harry, no te conviene —le dijo el otro—. Tratemos ahora de encontrar a ese Johnny, ¿de acuerdo? Después ya habrá tiempo de sobra para solucionar lo otro.
El necroscopio sabía que tenía razón en todo, menos en que había tiempo de sobra…
A la mañana siguiente, el ministro responsable citó a Darcy Clarke en la Central de la Sección PES. Cuando Clarke entró en lo que había sido su despacho, se encontró al ministro sentado ante su antigua mesa… y Geoffrey Paxton estaba de pie, en un rincón de la habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, de espaldas a las ventanas de cristales blindados. A Clarke no le hacía ninguna gracia que Paxton estuviera ahí para hurgarle en la mente, pero ya no estaba en condiciones de quejarse.
Después de intercambiar unos movimientos de cabeza a manera de saludo aparentemente casual, el ministro observó lo cansado que parecía Clarke, a lo que éste respondió:
—He estado levantado hasta tarde. Apenas había dormido un par de horas cuando me llamaron de su despacho para organizar esta cita. De todos modos, me alegro, porque pensaba venir. Anoche recibí a dos visitantes. Aunque me temo que no esté dispuesto a creerme cuando le diga quién era uno de ellos.
Paxton se apresuró a contestar con amargura:
—Sabemos quiénes son, Clarke, ¡Harry Keogh y Trevor Jordan…, los vampiros!
Clarke ya estaba preparado para aquello. Suspiró y, dirigiéndose al ministro, le preguntó:
—¿Es preciso que este imbécil esté presente? Si no queda más remedio que vaya hurgando en la cabeza de la gente como un gusano de mierda, ¿no podría hacerlo a una cierta distancia? Por ejemplo, desde ahí fuera, al otro lado de la puerta.
El ministro lo miró, imperturbable.
—¿Quiere usted decir que Paxton se equivoca?
Clarke volvió a suspirar y respondió:
—Anoche vi a Harry y a Trevor. En eso no se equivoca.
—¿Entonces quiere usted decir que Harry Keogh y Jordan no son vampiros? —La voz del ministro sonó muy tranquila.
Clarke lo miró a los ojos, apartó la vista y se mordió el labio inferior. El ministro insistió:
—¿Son vampiros?
Clarke volvió a mirarlo de frente y respondió:
—Jordan… no.
—¿Pero Keogh sí?
—De eso ya estaban ustedes seguros, ¿no? —le espetó Clarke—. Gracias a… —le echó una mirada furibunda a Paxton y añadió—: ¡Ese mierda! Sí, Harry está contaminado. Cogió esa jodida cosa para protegernos (a todos nosotros) mientras hacía ese trabajo en las islas griegas en el que yo le pedí que nos ayudara. ¡De manera que según mis normas todavía no se lo puede considerar un asesino! ¿Qué más les puedo decir?
—Muchas cosas —contestó Paxton, pero con más suavidad; todavía tenía el rostro enrojecido por efecto del insulto de Clarke.
Clarke lo miró, miró al ministro y no percibió simpatía alguna. No los conmovía.
—¿Por qué no me dejan que lo cuente a mi manera? —suplicó—. ¿Y por qué no intentan escucharme? Quién sabe, tal vez aprendan algo.
—Y puede también que nos despistemos —dijo Paxton.
Clarke le lanzó una mirada colérica, miró al ministro y dijo:
—Oiga, ese loro que tiene usted ahí no hace más que decir tonterías. ¡Joder, si no se le entiende una palabra! ¿Sabe usted de qué diablos habla?
El ministro tomó una determinación, hizo un abrupto movimiento afirmativo con la cabeza y respondió:
—Clarke, se lo voy a explicar sin rodeos. Anoche, la Sección PES controlaba su casa. La suya y la de Jordan. Verá, nos enteramos antes que usted de que Jordan había regresado de entre los muertos, es decir, de entre los muertos vivientes. ¿Un hombre que ha muerto y que sin embargo está dando vueltas por ahí entre los vivos? ¡Un muerto viviente! Así es como lo entendemos, la única manera en que podemos entenderlo. Jordan no es el único, también está una de esas chicas asesinadas. No pueden ser otra cosa que vampiros.
Desesperado, Clarke lo interrumpió:
—Si me escuchara…
Pero el ministro no lo escuchó.
—Sabemos la hora en que Keogh llegó al apartamento de Jordan, la hora en que se marcharon juntos, a donde fueron y somos conscientes del hecho de que por más cosas que ignoremos, y aunque usted no lo hubiese admitido, estaríamos absolutamente seguros de que Harry Keogh es un vampiro. ¿Cómo podemos estar tan seguros? Porque lleva todos los estigmas. Incluso podría decirse que huele a vampiro, lo cual significa que se envuelve en una niebla mental. ¿Me sigue?
—Claro que sí —respondió Clarke, que sentía crecer su desesperación a pasos agigantados, porque sabía que el ministro estaba reuniendo pruebas, ¿pero para qué? ¿Contra quién? Tenía que intentar aunque fuera por última vez que lo escuchara—. ¿Pero no ve que se equivoca usted incluso en esto? Con el debido respeto, no sabe usted nada de vampiros. No ha tenido usted experiencia con ellos. Ni siquiera está usted dotado de poderes. Sólo sabe lo que ha leído o lo que le han contado. Y los rumores no pueden sustituir a la experiencia. Verá, la niebla mental de la que usted habla es algo que Harry no controla. No se «envuelve» en ella, sino que la niebla sencillamente existe. Es un resultado de lo que él es. Del mismo modo que los perros tienen cola, Harry está dotado de niebla mental. No es algo deliberado. ¡De hecho, si pudiera deshacerse de ella, lo haría, porque lo delata!
El ministro lanzó una mirada inquisitiva a Paxton, quien asintió de mala gana. O tal vez no fuera de mala gana sino con ánimo sombrío.
A pesar de que su aprensión iba en aumento, Clarke prosiguió:
—¿Se da cuenta qué fácil es cometer errores?
Sin parpadear y con voz firme, el ministro le preguntó:
—Todos los vampiros tienen esta niebla mental, ¿no es así?
Clarke parpadeó, tenía los nervios a flor de piel. No había nada que temer, pues su talento lo pondría sobre aviso; con todo, tenía los nervios a flor de piel.
—Por lo que sabemos, sí —respondió—. Al menos era así con los que tuvimos trato. Cuando un telépata intenta sondear a un vampiro, todo lo que capta es una niebla mental.
—Darcy Clarke. —El rostro del ministro palideció—. Hay que tener mucho descaro para presentarse aquí como lo ha hecho. O eso o es que está usted loco y no sabe lo que le ha ocurrido.
—¿Qué me ha ocurrido? —Clarke percibió que la tensión aumentaba, pero no sabía por qué—. ¿De qué diablos está usted hablando?
—¡Tienes niebla mental! —le espetó Paxton.
Clarke se quedó boquiabierto.
—¿Qué? ¿Qué tengo qué?
El ministro levantó la voz y ordenó:
—Los de ahí fuera, señorita Cleary y Ben. Ya pueden pasar.
La puerta se abrió y Millicent Cleary entró seguida de Ben Trask. La muchacha miró a Clarke y con un hilo de voz dijo:
—Es cierto, señor. Tiene…, la tiene usted. —Siempre había llamado señor a Clarke.
Este la miró, retrocedió un paso y sacudió la cabeza.
—Darcy, ella dice la verdad. Y Paxton también —dijo Ben Trask.
Clarke dio dos pasos vacilantes hacia él… Trask entrecerró los ojos, se apartó y levantó las manos para mantenerlo a distancia. Clarke vio la mirada en los ojos de su viejo amigo y no pudo creer lo que veía.
—¡Ben, soy yo! ¡Con tus poderes tienes que saber que digo la verdad!
—Darcy —contestó Trask, sin dejar de retroceder—, te han cogido. Esa es la única respuesta.
—¿Me han cogido?
—Sin que te dieras cuenta. Crees que dices la verdad, y eso en sí mismo debería bastar para dejarme a mí en evidencia. Pero somos dos contra uno, Darcy. Y, además, has estado en estrecho contacto con Harry Keogh.
Clarke giró sobre los talones, miró las caras que lo rodeaban. Tras su escritorio, el ministro estaba blanco como el papel. Paxton lucía un rostro sombrío mientras su mano derecha jugueteaba nerviosamente con la solapa de la americana. Trask, cuyo don jamás le había fallado… hasta ese momento. Y Millicent Cleary, que aunque respetuosa como siempre, acababa de acusarlo de monstruo.
—¡Estáis locos, estáis todos locos! —exclamó Clarke con voz trémula. Hundió la mano izquierda en el bolsillo, sacó su carnet de la Sección y lo tiró sobre el escritorio—. Ahí lo tenéis; estoy harto de todo esto; he terminado con la Sección para siempre. Me voy. —Metió la mano derecha en el interior de la chaqueta y sacó su pistola reglamentaria de 9 mm…
—¡Quieto! —gritó Paxton, y apuntó a Clarke con el revólver que había sacado un momento antes.
Asombrado, Clarke se volvió hacia él y, al hacerlo, lo encañonó con la pistola descargada, y Paxton le disparó dos tiros.
Al mismo tiempo que se oían las ensordecedoras descargas, Millicent Cleary y Ben Trask gritaron:
—¡No!
Demasiado tarde, porque el impacto de la primera bala había lanzado a Clarke al centro del despacho, su cuerpo se levantó en el aire y volvió a caer al recibir el segundo disparo. Su arma voló por los aires cuando él caía de rodillas contra la pared ensangrentada, mientras se llevaba la mano vacilante hacia el corazón. Los dos agujeros que tenía en la chaqueta se tiñeron de rojo y la sangre comenzó a gotear entre sus dedos agarrotados.
—¡Mierda! —susurró—. ¿Qué…?
Cayó de bruces, rodó sobre el costado y Trask y Cleary se arrodillaron junto a él. El ministro estaba de pie, azorado, agarrado al borde del escritorio para no caerse; Paxton se había adelantado con el revólver dispuesto, el rostro pálido como un papel que tuviera agujeros en el lugar de los ojos y la boca.
—Llevaba un arma —dijo con un hilo de voz—. ¡Iba a usarla!
—A mí… —dijo el ministro—, a mí me pareció que iba a entregarla. Es la impresión que me dio.
Ben Trask acunaba la cabeza de Clarke y sollozaba:
—¡Dios santo, Darcy! ¡Dios santo!
La muchacha le había desabrochado la chaqueta a Clarke y le había roto la camisa ensangrentada. Pero la sangre ya casi había dejado de manar.
Con incredulidad, Clarke se miró el pecho y la roja vida que se le escapaba por la herida.
—¡No es… posible! —exclamó. La cuestión era que el día anterior aquello no habría ocurrido.
—¡Darcy, Darcy! —volvió a decir Trask.
—¡No es posible! —murmuró Clarke por última vez antes de que se le nublara la vista y la cabeza le cayera sobre el regazo de Trask. Hasta ese momento nadie había llamado a un médico ni a una ambulancia.
La escena se mantuvo estática durante largos segundos hasta que Paxton rompió el silencio y gritó:
—¡Apartaos de él! ¿Estáis locos? ¡Apartaos de él!
Trask y la chica lo miraron.
—Su sangre —explicó Paxton—. ¡Estáis manchados con su sangre! ¡Os contaminará!
Trask se puso en pie y el horror fue desapareciendo lentamente de sus ojos. El horror por lo que acababa de ocurrir. Porque lo que le inspiraba Paxton era algo diferente.
—¿Qué Darcy nos contaminará? —repitió las palabras de Paxton, y se acercó a él dando una gran zancada—. ¿Qué su sangre nos contaminará?
—¿Qué rayos te pasa? —preguntó Paxton, retrocediendo.
—Darcy tenía razón —rugió Trask—. Sobre ti. —Y señalando al Ministro Responsable añadió—: Y sobre usted. —Luego dio otro paso hacia Paxton.
—¡No te acerques! —le advirtió Paxton blandiendo el revólver.
Trask lo aferró de la muñeca y se la retorció con furia. El revólver cayó al suelo con un sonido metálico.
—Nunca tuvo más razón que ahora —dijo Trask, manteniendo a Paxton a distancia, como si sujetara un trozo de carne podrida—. No sabes de vampiros más que lo que has leído o te han contado. No tienes experiencia con ellos. Si la tuvieras, sabrías que las balas no los detienen, al menos no durante mucho tiempo. Pero el pobre Darcy que está ahí, tendido…, si posees algún don, sabrás que está muerto. ¡Y tú lo has matado!
—Yo…, yo… —Paxton pugnó por liberarse de la férrea mano de Trask, pero no pudo.
—¿Contaminarnos? —dijo Trask con los dientes apretados. Acercó a Paxton hasta el cuerpo tendido y le restregó la sangre de Clarke por el pelo, los ojos y la nariz—. ¿Y a ti, gusano de mierda, qué te puede contaminar a ti? —Apartó una manaza, cerró el puño y…
—¡Trask! —gritó el ministro—. ¡Ben! ¡Suelte a Paxton! ¡Déjelo! Lo hecho, hecho está. Tal vez ha sido un accidente. Puede que un error. Pero está hecho. Y es una de las muchas cosas que no nos gusta hacer.
El puño de Trask quedó suspendido en el aire; temblaba de ganas de ir a estamparse contra la cara de Paxton. Pero al oír las palabras del ministro y al comprender lo que había querido decirle, apartó de un empellón al telépata. Tambaleándose, como si estuviera borracho, regresó junto al cuerpo encogido y sin vida de Clarke.
—Pida un doctor… y una ambulancia —ordenó el ministro a Paxton, y vio entonces su mirada.
El telépata había recobrado el juicio y el temple; se limpiaba la cara con un enorme pañuelo y sacudía la cabeza. Su mirada decía, piense bien lo que dice y lo que hace. En voz alta manifestó:
—No necesitamos ni lo uno ni lo otro, sólo un incinerador. A Clarke hay que quemarlo, y nos hemos de encargar nosotros mismos de hacerlo ahora. Esté bien o mal, no podemos arriesgarnos. Ha de ir a parar a la hoguera lo antes posible. Y yo debo darme un baño. Trask, Cleary, sé cómo debéis sentiros, pero yo en vuestro lugar…
—No sabes cómo nos sentimos —le dijo Ben Trask, mirándolo desde abajo con el rostro vacío de toda emoción.
—De todos modos —prosiguió Paxton—, yo en vuestro lugar me bañaría. Ahora mismo.
El ministro señaló la puerta y ordenó a Paxton:
—Está bien, ocúpese de…, de la incineración. Ahora mismo. Y dúchese, si cree que es necesario, luego preséntese otra vez en mi despacho.
Cuando el telépata abandonó la oficina, dejando atrás a los PES que se amontonaban boquiabiertos en el corredor, el ministro dijo:
—Ben, la matanza ha empezado. Para bien o para mal, como ha dicho Paxton, ha empezado. Y usted y yo sabemos que tiene que continuar. A partir de ahora quiero que se encargue usted de este asunto. Quiero que lo dirija todo, hasta que se solucione de un modo u otro.
Trask se incorporó, se apoyó contra la pared, miró al ministro y pensó: ¿De un modo u otro? No, sólo puede ser de un modo, porque el otro es algo impensable. En fin, alguien ha de hacerlo, y yo tengo tanta experiencia como cualquiera de ellos. Más que la mayoría. Al menos, si yo estoy al frente de todo este asunto podré asegurarme de que ese idiota de Paxton no cause más daños.
En los viejos tiempos habrían sido Darcy, Ken Layard, Trevor Jordan y un puñado más. Y Harry, por supuesto. Pero en esa ocasión irían tras Harry mismo, y eso era diferente. A pesar de lo que Clarke había dicho, daba la impresión de que debía perseguir también a Jordan. ¿Y a la chica, a Penny Sanderson? ¡Dios santo, según los archivos era sólo una niña! Pero una niña que era, además, una muerta viviente.
—¿De acuerdo? —le preguntó el ministro.
Trask suspiró y le contestó con un movimiento de cabeza apenas perceptible. Sí, estaba de acuerdo. Paxton podía haber estado en lo cierto. Si había algo malo en Darcy, lo que fuera…
Trask miró a la chica, vio sus manos y su blusa ensangrentadas y ordenó:
—Dúchate. Y hazlo a fondo. —Cuando se quedó a solas con el ministro, le dijo—: Cuando hayan… incinerado a Darcy, debemos esparcir sus cenizas. Esparcirlas bien lejos y por muchos sitios. —Se estremeció levemente—. Porque la cuestión es que Harry Keogh hace ciertas cosas con las cenizas. Y la verdad es que no creo que quiera volver a ver a Darcy. Al menos, andando sobre sus propios pies.
9.40 de la mañana.
Harry Keogh acababa de repasar los archivos de personal del almacén de Frigis Express en Darlington cuando ocurrieron tres cosas a la vez. Una: el empleado del almacén, al que Harry había alejado de su despacho, pequeño como una cajita, mediante una llamada telefónica falsa, regresó inesperadamente. Dos: Harry sintió una punzada —casi de dolor— que nunca había sentido antes, en el pecho, como si alguien le hubiera remojado el corazón con agua helada. Y tres: el eco apagado de un grito desconocido reverberó en su mente para perderse en un limbo metafísico inalcanzable. El necroscopio tuvo la impresión de que fuera cual fuese su origen iba dirigido específicamente a él: como si alguien hubiera gritado su nombre en el abismo que separa la vida de la muerte.
¿Sería necrolenguaje? No, había sido diferente. ¿Telepatía? Tal vez. ¿Una mezcla de ambas cosas? Parecía más probable; Harry recordó cómo su madre le había descrito las emociones de su corazón incorpóreo cuando un cachorro llamado Paddy había sido atropellado en un camino de Bonnyrig.
¿Habría muerto alguien? ¿Pero quién? ¿Y por qué había llamado a Harry?
—¿Quién diablos es usted? —preguntó airado el empleado corpulento y pelirrojo que iba en mangas cortas. Empujó a Harry hacia las sombras de un rincón polvoriento, donde el archivador metálico se apoyaba en la pared. El hombre se quedó boquiabierto al ver el contenido del archivador desparramado por el suelo.
Harry miró de reojo el rostro enrojecido y suspicaz del empleado y exclamó:
—¡Sssh!
—¡Sssh! —repitió el otro, incrédulo—. ¡A mí no me manda callar usted! ¿Qué hace aquí dentro sin mi permiso?
Harry trató desesperadamente de aferrarse al eco etéreo cada vez más apagado de… ¿un grito de ayuda? ¿Había sido eso?
—Oiga —le dijo al empleado poco corriente—, ¿quiere usted callarse un momento? —Intentó abrirse paso.
—¡Es el colmo! —Las mejillas regordetas se le tiñeron de rojo—. Engatusador y ladrón, ¿verdad? Lo reconozco por la voz. Fue usted quien me telefoneó… ¡Esta vez ha elegido mal a su víctima, ladrón! —Agarró a Harry de las solapas y daba la impresión de que iba a golpearlo en la cara.
El necroscopio continuó concentrado en el grito, y al mismo tiempo tendió la mano y agarró a su atacante por el cuello. Con una manaza lo mantuvo a distancia, con fuerza, y con la otra se quitó las gafas oscuras. El empleado le vio los ojos, se quedó con menos aliento aún y comenzó a mover los brazos como aspas de molino mientras Harry lo empujaba sin esfuerzo hacia atrás, lanzándolo al otro extremo. Las piernas del hombre dieron contra el canto del escritorio y cayó sentado encima de una bandeja de plástico llena de papeles, que se rompió en pedazos bajo el peso de su voluminoso trasero.
Harry mantenía aún su presa y escuchaba atentamente por si el grito se repetía. Pero ya había pasado, tal vez había desaparecido para siempre. Harry notó que la rabia crecía en su interior, se sentía frustrado, engañado, y su mano se cerró férrea alrededor del cuello del empleado. Sus uñas se enterraron en la carne del hombre como si fuera de plastilina. Sabía que si quería, podía partirle la nuez y romperle el cuello al mismo tiempo. Más aún, la cosa que llevaba dentro le incitaba a hacerlo.
Pero no lo hizo. Levantó en vilo al empleado del escritorio y lo lanzó entre los restos de una silla rota y una papelera de madera.
—¡Dios…, Dios mío! —exclamó el empleado mientras tosía, escupía, se masajeaba la garganta y se arrastraba atropelladamente hasta un rincón donde se giró para mirar temeroso hacia el lugar donde estaba aquel extraño con colmillos y ojos inyectados en sangre. Pero el necroscopio ya no se encontraba allí. Había desaparecido.
El empleado volvió a exclamar con voz entrecortada:
—¡Dios mío! ¡Dios mío… de mi alma!
Harry había seguido la lista por orden alfabético y ya había investigado tres almacenes e instalaciones de Frigis: el garaje de camiones de Alnwick, el matadero y la planta de procesamiento de Bishop Auckland y, por último, el complejo de congelación de Darlington. Había logrado copiar las direcciones de cuatro posibles sospechosos, todos ellos de nombre «John» o «Johnnie» y todos ellos camioneros de la firma. Aunque tenía media mañana por delante, el extraño grito mental surgido de la nada lo había perturbado, había dañado su firmeza y destruido su concentración hasta tal punto que se marchó a su casa de Bonnyrig utilizando el continuo de Möbius, y desde allí se puso en contacto con Trevor Jordan en el castillo del Monte en Edimburgo.
¿Harry?, contestó Jordan de inmediato; su «voz» telepática denotaba el gran alivio que sentía porque el necroscopio se hubiera puesto en contacto con él. Traté de hablar contigo, pero tu niebla mental era demasiado espesa, y a cada momento que pasa se torna más densa. ¿Puedes venir a buscarme? Creo que he dado con una pista.
Harry asintió con un movimiento de cabeza, como si hablara con alguien que tuviera delante y no con alguien que se encontraba a treinta kilómetros de allí, y le preguntó:
¿Conoces La Despensa del Hacendado? Es un café que está cerca del Milla Real. Pregúntale a cualquiera y te indicará cómo llegar. Estaré allí dentro de cinco minutos. Trevor, dime una cosa, ¿ha ocurrido algo raro? ¿Has percibido algo extraño? ¿Debo tener más cuidado que de costumbre?
¿Te refieres a los vigilantes? ¿A la Sección? (El otro negó mentalmente con la cabeza.) Al menos nada que yo haya detectado. Tal vez un intento de contacto de vez en cuando, pero nada que pudiera rastrear. Nada concentrado, vaya. Si han puesto gente aquí arriba, son demasiado buenos para mi nivel. ¡Y eso que tengo un nivel estupendo!
¿No hay estática? ¿No será Paxton?
No siento ninguna estática. A lo lejos, quizá, pero nada local. En cuanto a Paxton, estoy seguro de que a él lo captaría aunque estuviera a treinta kilómetros. ¿Y tú qué?
He tenido una…, una experiencia, respondió Harry. En Darlington.
¿En Darlington? (El necroscopio se imaginó al otro enarcando las cejas.) ¡Vaya coincidencia! ¿Has encontrado algún Johnnie en Darlington?
Harry se sintió intrigado.
Dos, repuso. Y uno de ellos es un «Johnny» en la vida real. Al menos así es como escribe su nombre: Johnny Courtney. El otro se llama John Found.
Se imaginó a Jordan asintiendo sombríamente mientras contestaba:
Ya. Dragosani también había sido un niño expósito, ¿no?
¿Crees que significará algo?, preguntó Harry, aunque sabía que sí.
¡Más te vale creerlo así!, le confirmó Jordan.
Te veré delante de La Despensa del Hacendado, le recordó Harry. Dentro de cinco minutos…
Esperó a que transcurrieran los cinco minutos presa de una expectación ardiente, dejó transcurrir otro más para asegurarse de que Jordan habría llegado y, finalmente, viajó mediante el continuo de Möbius hasta el camino empinado y adoquinado que pasaba cerca del Milla Real. Salió del continuo en una acera atestada de turistas y lugareños, apiñados como abejas en una colmena, que iban ajetreados y con determinación cada uno a sus ocupaciones. Nadie notó la repentina aparición de Harry; la gente aparecía de todas partes y se hacían a un lado para no atropellarse; el necroscopio fue un rostro más en la muchedumbre.
Jordan esperaba en el portal de La Despensa del Hacendado. Vio a Harry, lo agarró del brazo, lo metió en el bar y se lo llevó a un lugar en la sombra. Harry se alegró de ello porque el sol había salido y se había convertido en algo más que una irritación. Lo detestaba con ganas.
—Compra tres bocadillos —pidió al telépata—. Para mí de carne, lo más cruda posible, pide algo para ti y el tercero de lo que sea con mucho pan. ¿De acuerdo?
Desconcertado, Jordan asintió y se acercó al mostrador lleno de gente. Encargó la comida, se la sirvieron y regresó junto a Harry, que lo esperaba. Harry lo tomó del brazo y le dijo:
—Cierra los ojos.
Lo condujo a través de una puerta de Möbius. Quienes los estuvieran observando tendrían la impresión de que acababan de salir del bar. Pero no llegaron a la calle. Un momento más tarde, reaparecieron a tres kilómetros de allí, junto al lago, en la cresta del vasto afloramiento volcánico llamado Arthur's Seat. Se sentaron en un banco vacío y comieron en silencio; Harry desmenuzó el tercer bocadillo y echó las migas a los patos y a un cisne solitario que se acercó nadando al festín.
—Cuéntamelo —dijo poco después el necroscopio.
—Tú primero —respondió Jordan—. ¿Qué es esa «experiencia» que tuviste en Darlington? Me dio la impresión de que se trata de algo que te preocupa, Harry. Y que no tiene que ver con encontrar a un par de Johnnies sospechosos. Sé que encontrar a este loco es importante, nadie lo niega, pero también hay algo que se llama seguridad personal. Será mejor que me lo cuentes, ¿habrá problemas?
—Sí —respondió Harry—. Y pronto. Algo dentro de mí me dice que ni siquiera Darcy Clarke puede hacer nada al respecto. Pero lo que me ha pasado no tiene nada que ver con esto. —Le explicó lo mejor que pudo lo que había percibido y le contó a Jordan cómo había reaccionado su madre ante la muerte de un cachorrito.
—¿Crees que alguien ha muerto esta mañana? ¿Tienes idea de quién puede ser?
Harry sacudió la cabeza y contestó:
—Alguien gritó mi nombre, es todo. Al menos eso creo.
—¿Y tu necrolenguaje? ¿No podrías… hacer averiguaciones?
Harry lanzó un bufido cargado de ironía y contestó:
—La Gran Mayoría ahora ya no quiere saber nada de mí. La verdad, no los culpo. —Se encogió de hombros y, un poco más animado, agregó—: Por otra parte, si de verdad ha muerto alguien, y quiere ponerse en contacto conmigo, no tardará en poder hacerlo.
—¿Ah, sí?
—Utilizando el necrolenguaje —le explicó Harry—. Pero tendrá que ponerse en contacto conmigo personalmente, porque yo no sabría por dónde empezar a buscar. Y tendría que ser de noche. Porque de día, el sol interfiere demasiado. Si no fuera por el sombrero que llevo, estaría en un buen lío. Y hasta con el sombrero me siento cansado, enfermo, incapaz de concentrarme en nada. Hasta hace poco había algunas nubes, pero ahora está despejando. ¡Y cuanta más luz hay más espeso me vuelvo! —Se puso de pie y lanzó el último puñado de migas a la superficie del lago, entre los riscos—. Salgamos de aquí. Necesito un poco de sombra.
Utilizaron la ruta de Möbius para dirigirse a la sombría casa en las afueras de Bonnyrig; luego, exploraron con una sonda telepática el campo de los alrededores.
—Nada —declaró Jordan, y Harry estuvo de acuerdo.
—Muy bien —dijo por fin el necroscopio y, quitándose el sombrero, se despatarró agradecido en un sillón—. Ahora te toca a ti. ¿Qué descubriste en el castillo? Sé que es algo que te ha estimulado.
—Es cierto —sonrió Jordan—. Tengo la ocasión de pagarte por lo que has hecho por mí. Por mi vida, mi resurrección. ¡Dios mío, estoy vivo y sé lo maravilloso que es! Quería que las cosas salieran bien. Podría decirse que deseé fervientemente que ocurriera, y ocurrió.
—¿Crees que has encontrado al monstruo que buscamos? —preguntó Harry, y se inclinó, ansioso, hacia adelante.
—Estoy seguro —respondió el telépata—. ¡Absolutamente seguro!