Capítulo once

Parientes consanguíneos

Shaithis de los wamphyri tuvo un sueño fantástico. Tal como suele ocurrir con los sueños, el de Shaithis se componía de muchas escenas y temas del todo incoherentes y difícilmente explicables, salvo si se los consideraba como ecos de sus ambiciones. La fantasía llevaba tiempo gestándose en las cavernas más oscuras del subconsciente de Shaithis, hasta que tomó forma definida en una secuencia de escenarios ordenados más o menos así:

Todo ocurría durante la recepción de Shaithis, su triunfo, su momento de gloria. Lady Karen estaba arrodillada y desnuda entre los muslos separados de Shaithis, le palpaba las enormes gónadas, le acariciaba e incluso le mordisqueaba (pero con sumo cuidado) la punta abultada y purpúrea de su hinchado falo; de vez en cuando se detenía para frotar suavemente la verga palpitante entre sus pechos perfectos. Shaithis estaba reclinado entre suntuosos cojines, sobre el trono de hueso de Dramal Cuerpocondenado, en el nido de águilas de Karen; la última de todas las inmensas columnas de los wamphyri le pertenecía por fin por derecho de conquista, y mentalmente pasó revista a todas las personas, criaturas y posesiones que estaban a su disposición para que él usara y abusara de ellas, incluso para que las destruyera si así lo deseaba.

Por encima de los contrafuertes, balcones y almenas de un nido de águilas situado a un kilómetro de altura y construido con huesos fosilizados, piedras, membranas y cartílagos, unas estrellas nuevas se amontonaban para unirse a las que ya brillaban en el oscuro cielo. El sol desplegó en abanico las últimas radiaciones doradas y se hundió tras la Tierra del Sol, y durante unos intensos momentos las montañas que hacían de barrera proyectaron sus siluetas corpulentas y serradas mientras las puntas amarillas y resplandecientes de sus picos pasaban de los tonos purpúreos a los grises intensos.

Después, la sombra de las montañas se fue alargando velozmente en forma de monstruosas manchas que cubrieron las llanuras de rocas de la Tierra de las Estrellas para sumirlas en la oscuridad, y por fin se produjo el ocaso que tanto había esperado Shaithis: la hora de su gran triunfo, de su venganza.

Como obedeciendo a una señal, sus lugartenientes apartaron los pesados tapices que cubrían las ventanas, cortaron los signos cabalísticos de Karen, de modo que éstos se retorcieron y se precipitaron en la oscuridad describiendo espirales en el aire; desplegaron entonces los estandartes más largos que llevaban el nuevo blasón de Shaithis —un guantelete wamphyri cerrado en un puño y alzado amenazadoramente por encima de una esfera resplandeciente que era el portal de la Tierra de las Estrellas que conducía a las Tierras del Infierno— para colgarlos y dejar que ondearan en las leves corrientes de aire que soplaban en los parapetos más altos del nido de águilas.

—Así lo deseé —gruñó—, y así ha acontecido.

Miró con ojos encendidos a su alrededor, desafiando a todos a que negaran su soberanía, si se atrevían. Sin embargo, en el fondo de su corazón Shaithis sabía que la victoria no le pertenecía por entero. Sabía que no podía sostener que él fuera su único artífice, ni que él solo había logrado aplastar las extrañas fuerzas y la magia ultraterrena del Habitante. No, porque le había hecho falta mucha ayuda para ello.

Shaithis no recordaba con exactitud cómo se había ganado la batalla, pero sabía que había contado con un poderoso aliado que lo acompañaba incluso en aquel momento. Dado que él parecía ser el único consciente de la presencia de ese otro, y dado que sólo él, entre todos los hombres, estaba en condiciones de asumir el mando y proclamarse jefe militar de los nuevos wamphyri, ¿qué importaba? Un espectro no puede usurpar el puesto de un hombre.

Entrecerró los ojos y miró hacia la derecha y hacia atrás (aunque con disimulo, para que nadie lo notara); atisbó un momento la Cosa de Negra Capucha, envuelta en su negra capa, mientras contemplaba de cerca cuanto acontecía. Era una Cosa maligna y oscura, invisible a todos, desconocida por todos menos Shaithis; sin embargo, aquella criatura había hecho posible la conquista de la Tierra de las Estrellas. Shaithis no se sentía en absoluto agradecido, y se limitaba a mirar ceñudo; porque de repente se le ocurrió que aquel aliado secreto y sin rostro —su invisible espíritu protector— era el verdadero amo de todo aquello y que él no era más que un testaferro, cosa que lo irritó sobremanera y le avinagró la victoria. Porque él era wamphyri y necesitaba de un territorio y ni en aquel mundo ni en ningún otro había sitio suficiente para dos jefes militares.

Como galvanizado por una extraña frustración, Shaithis se puso en pie repentinamente. Sus esclavos postrados y sus lugartenientes vigilantes, que estaban arrodillados, se levantaron con él (aunque todos ellos, amos y esbirros por igual, se encogieron al descubrir la severidad de su mirada), y cuatro guerreros pequeños cubiertos por armaduras que despedían leves destellos sisearon asustados ante semejante despliegue de movimiento, aunque se mantuvieron en sus posiciones en los extremos más apartados del gran salón.

A los pies de Shaithis, lady Karen se alejó de su amo. Su mirada escarlata parecía en cierto modo adoradora (era una mujer traicionera como de costumbre), pero sobre todo temerosa; la apartó de una patada y se acercó a grandes zancadas a las ventanas de altos arcos. Allá fuera, en los niveles aéreos, pululaban colonias enteras de murciélagos Desmodus, de piel color humo, como si fueran nubes de diminutos y nerviosos pájaros que volaban junto a los gigantescos guerreros de Shaithis; además, una fila tras otra de bestias voladoras con forma de manta, ataviadas con arreos decorativos, aparecieron en el cielo, conducidas por los lugartenientes y los jinetes esclavos de alto rango, sentados orgullosamente sobre las sillas de montar que llevaban grabado el sello con el guantelete de Shaithis. Era un despliegue aéreo de su fuerza después de la mas grande de las victorias.

Shaithis contempló la exhibición durante un momento, con los brazos en jarras y la cabeza bien erguida; observó el desfile de su flota aérea como un general que pasara revista a las tropas. Después, volvió los ojos carmesíes hacia el oeste para posarlos en el jardín del Habitante o, mejor aún, en los altos lomos de las grises colinas donde el jardín había florecido. Ah, pero eso había sido ayer, y ahora…

Se alzaban unas llamas y un humo negro subía hacia el cielo, y la parte inferior de las nubes que tocaban los picos se teñía de rojo por efecto del infierno que ardía debajo de ellas. ¡Shaithis lo había instado a materializarse y se había vuelto real! El jardín ardía y sus defensores estaban… ¿muertos?

No, no todos. Todavía no.

—Traédmelos aquí —ordenó el vampiro dormido a nadie en particular—. Ya me encargaré de ellos… ahora mismo.

Media docena de lugartenientes se apresuraron a obedecer y al cabo de nada un par de prisioneros fueron conducidos en presencia de Shaithis. A su lado aparecían empequeñecidos. No era para menos, porque él era el lord de los wamphyri, albergaba un vampiro en su cuerpo y su cerebro, mientras que sus cautivos eran meramente humanos. ¿O no? Porque había en su porte algo desafiante que podía considerarse quizá como un rasgo… ¿wamphyri? Cuando Shaithis les vio los ojos, supo la asombrosa verdad.

¡Ah! ¡Cómo venganza no estaría nada mal! Para un vampiro no hay nada más delicioso que atormentar, torturar y absorber los fluidos vitales de otro o de otros de su especie.

—Habitante —dijo Shaithis con un tono amenazante tan suave que parecía un susurro—. Ven, Habitante, quítate la máscara dorada. Porque ahora te conozco, aunque debería haberte conocido desde el principio. Ah, pero tu «magia» me había engañado, del mismo modo que nos había engañado a todos. ¿Magia? ¡Ja! No existe tal cosa…, ¡sólo el verdadero arte del gran vampiro! Porque ¿quién si no un maestro de los poderes wamphyri se habría atrevido a iniciar él solo una guerra contra todos los grandes lores existentes? ¿Quién si no el más astuto (ah, astuto vampiro) pudo haber ganado semejante guerra?

El Habitante no respondió, se limitó a quedarse allí, de pie, envuelto en sus túnicas sueltas y cubierto por la máscara dorada, tras la cual ardían los ojos rojos. Y Shaithis, al creer que veía el miedo reflejado en aquellos ojos semiocultos, lanzó una sonrisa sombría. Ah, sí, porque hubiera o no miedo en aquellos ojos, sabía que pronto el terror se reflejaría en ellos.

En cuanto al otro prisionero, Shaithis jamás lo olvidaría. Porque no sólo era un morador del infierno, sino el padre del Habitante, que había luchado codo con codo junto a su hijo en la devastadora batalla por la posesión del jardín, cuando los wamphyri habían sido aplastados como un montón de mosquitos y eliminados de los cielos de la Tierra de las Estrellas. Más aún, cuando la lucha hubo concluido, y los grandes nidos de águilas de los wamphyri habían sido arrasados (todos menos el de la ramera Karen), Shaithis había visto a ese prisionero que tenía delante junto con aquella «lady» en aquellos mismos aposentos: los aposentos privados de Karen, porque entonces habían sido privados, de modo que Shaithis se había preguntado: ¿Serán amantes?

Tal vez habían sido amantes o tal vez no. También cabía la posibilidad de que simplemente se hubieran aliado contra Shaithis y su ejército de lores wamphyri, y que como recompensa por su contribución a derrotarlos, habían dejado en pie su nido de águilas; aunque no le había servido de nada, porque llegado el momento había ido a parar a manos de Shaithis, como todos los demás. Suponía que fuera como fuese, aquello tenía poca importancia, aunque por un motivo nada claro sentía la necesidad de saber si aquel morador del infierno había conocido a Karen, si había estado dentro de ella. Pues bien, era una cuestión que resolvería con bastante facilidad.

Karen se tumbó junto al trono de hueso donde él la había dejado y le ordenó:

—Karen, acércate a mí. —La mujer hizo un ademán de ponerse en pie, pero Shaithis se apresuró a añadir—: ¡Ven arrastrándote!

Obedeció; su cuerpo voluptuoso y bañado en aceite brilló bajo la luz de las antorchas; sólo cubrían su figura brazaletes y anillos de oro, un cuerpo que el vampiro que llevaba dentro había vuelto irresistible. El tupido y ensortijado vello púbico brilló con reflejos cobrizos; las manchas de sus areolas y sus pezones puntiagudos destacaban oscuras como morados en la blancura bamboleante de sus pechos; a pesar de que se había rebajado a acercarse del modo indigno en que Shaithis le había ordenado, su hermosa esbeltez no se vio en modo alguno mermada.

Cuando estuvo cerca de él, Shaithis se inclinó rápidamente y aferró con una mano un puñado de sus cabellos rojizos, tiró de ellos con fuerza y la obligó a ponerse en pie. La mujer no dijo palabra, no protestó, pero el Habitante se inclinó un poco hacia adelante —extraña actitud o postura, como un perro que hiciera equilibrios sobre las patas traseras— y Shaithis creyó haber oído un gruñido quedo tras la máscara. ¿Había despertado tal vez las pasiones del Habitante? De ser así, ¿qué reacción habría provocado en su padre, morador del infierno?

Sujetó a Karen en posición vertical, de modo que ésta se apoyaba de puntillas, dejando ver las uñas pintadas de rojo. Shaithis apartó entonces la mirada del Habitante y contempló los ojos extraños y tristes de su ridículo padre. Inclinó la enorme cabeza con aire inquisitivo y dijo:

—De modo que tú eres el morador del infierno que tantos problemas me ha causado en el jardín, ¿eh? Pues bien, hombrecito, tengo la impresión de que tanto tú como tu hijo tuvisteis suerte en esa ocasión, y que si sois lo mejor que pueden enviarnos los del otro lado de la Puerta esférica, ¡ya ha llegado entonces la hora de que los wamphyri entremos en las Tierras del Infierno y les enseñemos de qué somos capaces! Aunque he de admitir que hay algo que no logro explicarme. ¿Una criatura como tú, pequeña, blanda, canija, con las partes carnosas de un muchacho virgen quiere hacerme creer que ha penetrado esto? —Enroscó con más fuerza los cabellos de Karen en su puño y la alzó más alto, hasta que la mujer se vio obligada a bailar de puntillas—. ¿Y que has vivido para jactarte de ello? —La carcajada despreciativa de Shaithis crepitó como un hierro candente entre las ascuas.

El morador del infierno se puso rígido y sus ojos escarlata se abrieron más; crispó la comisura de los labios; su carne pálida adquirió mayor palidez. Pero encontró fuerzas para contener la fría furia que la burla de Shaithis le había provocado momentáneamente. Por fin, con voz calmada y en un susurro, contestó:

—Has de creer lo que te plazca. Yo ni confirmo ni niego nada.

¡Cuánta negatividad! Shaithis tomó aquello como muestra de la impotencia del morador del infierno. Porque si Karen y él habían sido amantes, sin duda se habría deleitado en jactarse de que él la había usado primero y la había desechado, costumbre habitual entre los wamphyri; ¡de haber cometido semejante insolencia, Shaithis le habría arrancado las entrañas con instrumentos afilados y ante su mirada viva habría alimentado a un guerrero con sus intestinos humeantes! Pero se sintiera o no impotente, todavía no había contestado la pregunta del lord vampiro.

—Muy bien —dijo Shaithis, y se encogió de hombros—. Entonces voy a suponer que ella no significa nada para ti. Porque si creyera lo contrario, te cortaría los párpados para que no pudieras cerrar los ojos, y te colgaría de cadenas de plata en las paredes de mi alcoba, donde no te quedaría más remedio que observar hasta la última de las intrincadas acrobacias de nuestros acoplamientos…, ¡hasta que ella muriera de extenuación!

En el instante mismo en que expresaba su amenaza oyó:

¡No lo hagas!

La advertencia sonó como un gong en la mente de Shaithis y de inmediato reconoció su procedencia. Miró furioso hacia el otro lado del salón, donde estaba la Cosa de Negra Capucha, comprobó que en el interior de la capucha, que antes había sido negro e impenetrable como el granito, se veían unas órbitas color azufre y los puntitos escarlata de unos ojos, que sin parpadear le enviaban a su mente aquel mensaje de fuego.

¡No los provoques demasiado! ¡Los tengo hechizados y he suprimido sus poderes, pero acicatearlos es como encajar estacas afiladas debajo de las escamas de un guerrero! Los vuelve inestables, los galvaniza y se debilita el control que ejerzo sobre ellos.

Shaithis contestó:

¡Pero están abatidos, conquistados, apaleados como perros! Nadie mejor que tú para saberlo; porque eres tú quien tiene sus mentes en tus manos como si fueran uvas, para pelarlas o aplastarlas a tu antojo. Y así de sujetos tengo yo a los guerreros que aquí ves, y a mis muchos lugartenientes y esclavos. Así como a mis criaturas de afuera que pueblan el viento nocturno. Ahora te ruego que me digas, ¿qué debo temer?

Sólo tu codicia, hijo mío, y tu orgullo, respondió el otro. ¿Has dicho «tus» guerreros, lugartenientes y esclavos? ¿Tuyos y no nuestros? ¿Es que no tengo nada que ver en tu triunfo? Fuimos dos, Shaithis, ¿lo recuerdas? Sin embargo, hablas de ti cuando sólo podías estar refiriéndote a nosotros. Evidentemente se trata de un lapsus linguae. Ah, pero hay que tener en cuenta que los wamphyri tienen la lengua bífida, ¿no?

Shaithis siseó su respuesta:

¿Qué quieres de mí?

Sólo quiero que no seas tan orgulloso, respondió la Cosa de Negra Capucha. Porque yo también, en mis tiempos, fui orgulloso y descubrí que el orgullo desaparece antes de una caída.

Era el colmo. ¿Pedirle a un vampiro que no fuera orgulloso? ¿Contener las emociones impetuosas y aumentadas de un ser como Shaithis? ¡Pero él era un wamphyri! Dirigiéndose a la Cosa de Negra Capucha, le manifestó:

He prometido matar a Karen de un modo determinado, con mis propias manos y en mi propia cama. Mi triunfo no será completo hasta que ello ocurra del modo más parecido a como lo deseo. Además, el Habitante y su padre han sido enemigos mortales y tengo la intención de destruirlos.

¡Entonces destrúyelos!, exclamó el otro con los ojos ardientes, como si estuvieran envueltos en llamas. Mátalos ahora, pero no los tortures. Porque si los azuzas demasiado…

¿Sí?

… Creo que ni siquiera ellos mismos son conscientes de su propia fuerza, de sus poderes.

Shaithis se mostró asombrado.

¿Su fuerza? ¿Pero es que no ves que son débiles? ¿Sus poderes? ¡Es evidente que son impotentes! Lo son y pienso probarlo.

Soltó el pelo de Karen y la mujer se desplomó a sus pies. En sus sueños, Shaithis se dirigía otra vez a sus cautivos, que durante la conversación mantenida con la Cosa de Negra Capucha habían quedado inmóviles en un segundo plano, sujetos por unos esclavos vampiros.

—Hubo una época —dijo a los dos prisioneros— en la que la perra de Karen traicionó a su legítimo señor, es decir, a quien os habla, así como a todos los wamphyri. ¿Qué digo traicionarnos? ¡Su traición nos llevó al borde de la destrucción! Fue entonces cuando juré que si los tiempos y las suertes cambiaban, introduciría un tubo en su corazón palpitante y le chuparía la sangre sorbo a sorbo. También juré que mientras le fuera absorbiendo los jugos, la llenaría con mi carne. Un doble éxtasis para una señora de lo más indigna. ¡Lo he jurado y así será! —Y mirando a sus lugartenientes dijo—: Traedme mi lecho de sábanas de negra seda y la paja fina de oro que encontraréis sobre mi almohada.

Seis esclavos forzudos transportaron el lecho de Shaithis; un lugarteniente servil le presentó un pequeño cojín de seda en el que había un delgado tubito de oro, cuya boquilla en forma de embudo reflejaba el resplandor despedido por la luz de las antorchas. Shaithis cogió la paja, se quitó la túnica e hizo una seña a Karen para que se dirigiera al lecho. Cuando avanzó para reunirse con ella volvió a oír el gruñido profundo que surgía de la garganta del Habitante, y Shaithis volvió a notar que su contrincante adoptaba la extraña postura inclinada hacia él, como si se tratara de una amenaza inefable.

El lord vampiro se detuvo un instante, inclinó la cabeza de un modo burlón e inquisitivo y lanzó una sonrisa absolutamente inhumana antes de sentarse sobre el lecho junto a Karen, que parecía como hechizada. La mujer estaba tumbada, paralizada, con los ojos escarlata fijos en Shaithis; su respiración era ligera y palpitante y se le formaban unas brillantes gotas de sudor en la frente en señal de morbosa expectación. Shaithis le cogió el pecho izquierdo, lo levantó y examinó la pálida caja torácica, luego deslizó la punta afilada de su paja de oro entre dos costillas y la empujó hacia el centro palpitante de su cuerpo.

Cuando alrededor del tubo, en el punto de entrada, se formó una burbuja de sangre roja, la lujuria vampírica de Shaithis le provocó una fortísima erección. Soltó el tubo parcialmente introducido y con una de sus manazas aferró el interior del muslo derecho de Karen y lo apretó con fuerza para indicarle que debía abrirse de piernas…

Fue entonces cuando notó el primer rechazo de su voluntad —y la resistencia de otros que reforzaban su determinación— y de pronto percibió que convergían en un mismo punto unas fuerzas antes insospechadas. La Cosa de Negra Capucha también lo presintió y gritó en la mente de Shaithis: ¡Te lo advertí!, pero demasiado tarde, porque el sueño de fantasías del lord vampiro se había convertido en la más tremenda de las pesadillas.

Por tercera vez, Shaithis oyó el inconfundible gruñido animal del Habitante y le lanzó una mirada asombrada, a tiempo para ver cómo se liberaba de los guardias que lo tenían firmemente sujeto, levantaba la mano y se arrancaba la máscara dorada del rostro. Pero… fuera lo que fuese lo que Shaithis esperaba ver, no estaba allí, debajo de la máscara; en cuanto a la cara que sí vio, no se parecía a nada que fuera siquiera remotamente humano. Erizada y con las orejas gachas, se parecía a la cara de un enorme lobo gris, ¡aunque sus ojos inyectados en sangre eran los de un wamphyri!

Su hocico arrugado y tembloroso estaba cubierto de saliva; los dientes afilados como cuchillas de pequeñas guadañas brillaban allí donde el morro húmedo y crispado los dejaba al descubierto; al momento siguiente, la bestia gruñidora (¿era aquél de verdad el Habitante?) se giraba y a dentelladas había acabado con un asombrado guardia. Mientras Shaithis contemplaba todo aquello boquiabierto, las mandíbulas de la cosa se cerraron como una trampa de acero alrededor del brazo de un lugarteniente y se lo cercenaba a la altura del codo. A partir de aquel instante se desencadenó la locura.

Mientras la criatura inmensa y enhiesta completaba la metamorfosis que la convertiría en un lobo de gris pelambre, sus amplias túnicas se despedazaban como si estuvieran hechas de tela podrida, dejando al descubierto su increíble tamaño. ¡Era un lobo, no cabía duda, pero grande como un hombre corpulento! Los esclavos de Shaithis, que habían sido testigos de la velocidad y la salvaje eficacia del monstruo, retrocedieron apresuradamente. Al precipitar su retirada, el lobo inmenso se puso en cuatro patas, se abalanzó sobre otro lugarteniente y le trituró la cabeza sin esfuerzo alguno.

Entretanto, desde su lecho, el lord vampiro comenzó a darse cuenta de que la corriente de la fortuna había cambiado y que otros cambios radicales e inexplicables se estaban gestando en ese mismo instante. A pesar de ello, decidió volver a su favor al menos una parte de su sueño-fantasía; encerrando a Karen en el círculo de uno de sus musculosos brazos, aferró la paja de oro dispuesta ya para perforarle el corazón. La cogió… y de inmediato apartó la mano temblorosa. En ese momento se iniciaba en Karen una segunda metamorfosis, que no fue menos veloz y espantosa que la experimentada por el Habitante cuando se transformó en lobo. ¡Era repugnante!

Las carnes de Karen se despedazaron ante los ojos del lord vampiro como si el tubo de Shaithis la hubiese envenenado y desencadenara en ella un catabolismo corruptivo. Sus brazos se convirtieron en unas varas surcadas de venas amarillas de las que los brazaletes se deslizaron para caer al suelo con sonido metálico; sus ojos escarlata se tiñeron de un tono amarillo enfermizo bajo las espesas pestañas; la piel se le arrugó como una pasa.

—¿Qué? —exclamó con voz ronca Shaithis cuando los labios desfigurados de Karen dibujaron la parodia de una sonrisa para enseñarle la leprosa lengua bífída, unas encías arrugadas y sueltas y unos dientes podridos—. ¿Qué? —No era exactamente una pregunta, pero ella la contestó de todos modos.

—¡Mi lord, aquí me tienes, soy toda tuya! —exclamó, y su voz sonó como un cacareo morboso, al tiempo que tendía la mano para aferrar el miembro menguante de Shaithis.

Presa de una actividad frenética, Shaithis le dio una fuerte palmada a la boquilla del tubo y la enterró en el cuerpo de Karen…, ¡un chorro burbujeante de hediondo pus salió a presión y fue a adherirse a su propia carne estremecida! Con un grito inarticulado se incorporó, tambaleante, señaló la cosa que se disolvía sobre el lecho y ordenó:

—¡Destruidla! ¡Sacadla ahora mismo! ¡Al pozo de inmundicias!

Pero nadie parecía prestarle atención. Los lugartenientes de Shaithis y otros esclavos estaban confundidos; la faceta de lobo del Habitante causaba entre ellos los mismos estragos que un zorro en un gallinero; en cuanto al padre del Habitante, aquel morador del infierno…, el lord vampiro no podía creer lo que veía.

Los dos corpulentos aspirantes a wamphyri que habían arrastrado hasta el salón a aquel hombrecito retraído se habían convertido en un montón de jirones de carne ardiente que encharcaba las lajas del suelo con su icor. Y el mago (¡sí, porque no cabía duda de que aquello era magia!) que los había quemado se asomaba a la ventana y contemplaba con sus ojos devastadores los cielos nocturnos de la Tierra de las Estrellas y la llanura plagada de ruinas. Porque allí donde su mirada se posaba y se recreaba, surgían nuevas ruinas, y por todo el cielo, en medio de la creciente oscuridad del ocaso, las hordas de Nuevos Wamphyri de Shaithis estallaban hechas jirones de fuego y dejaban caer sus desechos sobre las columnas destrozadas de sus antiguos antepasados.

Presa de la frustración, Shaithis se vio nuevamente despojado y con el guantelete colgado de la cadera. Sabía qué había que hacer, y que él era el único que estaba a la altura del Habitante y su padre; enfundó su mano en el arma letal y, siguiendo la tradición de los antiguos wamphyri, se abalanzó sobre ellos para cortarlos en pedazos. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo no eran más que de carne y hueso, igual que los enormes osos polares de las Tierras Heladas. Y como sabía muy bien el lord vampiro, la carne siempre es débil. Hasta la carne de los wamphyri es débil en determinadas circunstancias.

La Cosa de Negra Capucha oyó sus pensamientos caóticos y sanguinarios y dejó que su voz se oyera en la mente de Shaithis:

¡Iluso! Pero Shaithis no lo escuchó.

Cayó primero sobre el morador del infierno y agitó el guantelete…, pero éste quedó inmovilizado en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido. Shaithis comprendió entonces que el tiempo no había hecho más que extenderse y que su monstruoso guantelete recorría la distancia que los separaba con una lentitud enloquecedora. El padre del Habitante lo vio venir y sus extraños ojos tristes se volvieron (pero, ay, con cuánta lentitud) para posarse ardientes sobre la cara de Shaithis. Los ojos escarlata de su hijo, el inmenso lobo renegado, también se posaron sobre Shaithis desde el aire, donde aquella criatura babosa flotaba en la cúspide de su salto.

Siguiendo la costumbre de los wamphyri, los dos monstruos le hablaron a Shaithis en su mente turbulenta y sanguinaria; no fueron los únicos en hacerlo, porque la Cosa de Negra Capucha también le dijo lo mismo:

Nos has destruido a todos. Tu ambición, tu pasión, tu orgullo.

¡Morid!, contestó Shaithis, y poco a poco su guantelete fue a chocar contra la cabeza del morador del infierno y muy despacio destrozó su brillante interior.

¡Sí, brillante! ¡Brillante y enceguecedor y mortal como el centro del mismo sol! La cabeza del mago no contenía ni sangre, ni huesos, ni un cerebro gris y carnoso…, sólo fuego dorado. Como el ardiente y calcinante fuego nuclear del sol.

¡Era el mismo sol en perpetua expansión que surgía de la destrucción del morador del infierno para abarcarlo y destruirlo todo!

Shaithis se despertó sobresaltado, sintió el hielo contra la piel y por un momento pensó que se trataba del fuego dorado y abrasador. Lanzó un grito y un millar de frágiles carámbanos se astillaron y cayeron tintineando del techo fantástico del castillo de hielo. En un abrir y cerrar de ojos, el lord vampiro se dio cuenta de dónde se encontraba y recordó lo que hacía allí; la pesadilla fue remitiendo y la realidad se cernió sobre él de modo que poco a poco empezó a respirar con más calma y el corazón recuperó su ritmo normal. Y entonces…

Exploró la vastedad helada del castillo de hielo, vio las siluetas oscuras de Fess Ferenc y Arkis Leprafilius en sus nichos y descubrió que el primero también se había despertado. Desde el otro extremo de la bóveda envuelta en hielo, el Ferenc le devolvió la mirada.

—¿Soñabas, Shaithis? —gritó; el eco de sus palabras reverberó en el aire amargo de aquel lugar—. ¿Un presagio, quizás? Has gritado y me ha parecido que tenías miedo.

Shaithis se preguntó si habría conseguido contener su sueño, como hacía con sus pensamientos ocultos, o si Fess le habría «escuchado». Detestaba que lo espiaran, y mucho más que se metieran en su subconsciente, en cuya oscuridad almacenaba las simientes de sus ambiciones —en realidad, sus intenciones—, a la espera de que llegara el momento de la germinación.

—¿Un presagio? —contestó al fin, ocultando su persistente confusión—. No lo creo. No he recibido ningún presagio, Fess. No ha sido más que un sueño placentero con carne de mujer y sangre dulce de Viajeros. ¡Soñé que lady Karen se pudría en mi lecho y que la raza wamphyri era aniquilada por el estallido solar de una mente extranjera!

—¡Ah! —gruñó el otro—. Yo soñé con hielo. Soñé que me congelaba en una tumba helada y que un ser desconocido se abría paso derritiendo el hielo para acercarse a mí.

—Tanto mejor, pues, que mi grito de placer te haya despertado —dijo Shaithis.

—Sí, pero demasiado pronto —protestó el Ferenc—. Arkis sigue dormido. En esto sí que es sabio. Procuremos dormitar una hora o dos antes de levantarnos y seguir camino.

Shaithis estuvo de acuerdo; agradecido de que el gigante no le hubiera leído la mente, volvió a acomodarse y cerró un ojo…

Y Shaithis volvió a soñar. Pero en esta ocasión supo con mayor certeza que en la anterior que se trataba de algo más que un sueño corriente. Se encontraba con un ser llamado Shaitan el Caído, al que reconoció de inmediato como la Cosa de Negra Capucha que había sido su siniestro espíritu protector —¿quizás, incluso, su alter ego?— en su pesadilla de venganza frustrada.

Percibió a la Cosa como una sombra entre otras menores, en el interior de una caverna de roca negra, sin que nada delatara su presencia salvo el fulgor rojizo de sus ojos, que flotaban en el interior de unas luminosas órbitas amarillentas. Era incapaz de decir qué hacía él, Shaithis, en un lugar como aquél, pero presentía que había sido llamado. Sí, eso era, no se encontraba allí por su propia voluntad sino porque aquel ser enigmático lo había convocado.

Y como si le confirmaran ese pensamiento, oyó que la Cosa de Negra Capucha le decía con una voz más profunda y sombría y quizá más engañosa que ninguna que Shaithis hubiera escuchado hasta entonces:

—Shaithis, hijo mío, por fin me has contestado. Resulta difícil llegar a ti, hijo mío, superar esa ingeniosa pantalla deflectora con la que te rodeas, de lo contrario te habría conocido y mandado venir aquí mucho antes.

Los ojos y la conciencia wamphyri de Shaithis se habían acostumbrado a la oscuridad de aquel lugar. Veía y sentía mejor que nunca: como un gato en la noche o un Desmodus en pleno vuelo. La oscuridad no era un impedimento; en realidad, no hacía más que confirmar su primera deducción instintiva de que se encontraba en una cámara natural, en las profundidades del volcán apagado. Lo cual indicaba que Shaitan era el señor de aquellas regiones subterráneas.

Era tal la proximidad de aquel ser que leyó sus pensamientos como si se tratara de una frase enunciada en alta voz.

—Pues, claro, lo he sido desde…, desde hace mucho, mucho tiempo —le dijo Shaitan.

Shaithis escudriñó atentamente la sombra de ojos carmesíes que era Shaitan. Resultaba extraño, pero a pesar de sus sentidos ampliados por el vampiro sólo alcanzaba a distinguir la silueta del otro. Pero no era por él; sus sentidos no estaban mermados; Shaitan debía de proteger su físico de la misma manera que Shaithis protegía sus pensamientos. Pero… ¿Shaitan el Caído? ¿Era posible que una criatura viviera tanto tiempo? Decidió que sí debía serlo, porque ahí estaba él en presencia de aquel ser.

—Esto no es sólo un sueño —dijo Shaithis al fin, mientras sacudía la cabeza—. Siento tu presencia y sé que eres real, el mismo Shaitan que a Kehrl Lugoz le inspiraba y le inspira un terror mortal, el antiguo ser surgido de los primeros anales de la leyenda wamphyri. Te desterraron aquí en la prehistoria y sigues viviendo aquí.

—Es cierto —respondió el otro, y la oscuridad donde se encontraba se agitó como si acabara de encogerse de hombros despreocupadamente—. ¡Soy ese mismo Shaitan, al que llamaban el Nonato, que fue y es tu antepasado inmemorial!

—¡Ah! —exclamó Shaithis cuando comprendió la verdad—. Somos de la misma sangre.

—Así es, y resulta obvio. Te destacas del resto como un meteoro que se desplaza veloz entre las estrellas inmóviles, del mismo modo que destacaba yo en aquellos lejanos tiempos, cuando caí a la Tierra.

Y nuestras ambiciones son las mismas, sí, y nuestra inteligencia. Yo soy tus orígenes, Shaithis, y tu futuro. Y tú representas el mío.

—¿Nuestros futuros están ligados?

—De modo inextricable.

—¿Fuera de esas Tierras Heladas, quieres decir? ¿En lugares más civilizados?

—En la Tierra de las Estrellas y en mundos que se encuentran más allá de ella.

—¿Cómo? —Shaithis se mostró sorprendido, porque percibía algo que le recordaba su primer sueño—. ¿Mundos que se encuentran más allá de la Tierra de las Estrellas? ¿Te refieres a las Tierras del Infierno?

—Para empezar.

—¿Y conoces esos lugares?

—Hace mucho habité en un lugar así. Pero eso fue antes de que me cayera, o de que me lanzaran, a la Tierra.

—¿Y te acuerdas?

—¡No me acuerdo de nada! —gruñó la Cosa de Negra Capucha, adelantándose un poco; su movimiento tenía un no sé qué, como si su mismo fluir estuviera dotado de inteligencia, de una viscosidad sensitiva que obligó a Shaithis a dar un paso atrás—. Cuando me echaron de allí me robaron la memoria.

—¿No recuerdas lo que hiciste, ni quién eras ni cómo eras?

La Cosa volvió a acercarse más y Shaithis retrocedió, aunque no demasiado, por temor a salirse de su propio sueño.

—Sólo recuerdo mi nombre y que estaba lleno de vanidad y de orgullo y que era hermoso —respondió Shaitan, con lo que evocó otros ecos del primer sueño—. Pero de eso hace mucho tiempo, hijo mío, y con el tiempo, todo cambia. Yo también he cambiado.

—¿Cambiado? —Shaithis se esforzó por comprender—. ¿Ya no eres vanidoso ni orgulloso? Pero hasta el menos importante de los wamphyri conoce esos vicios y disfruta de ellos. Y siempre lo hará.

Shaitan sacudió despacio la cabeza encapuchada; Shaithis lo adivinó por el movimiento de sus ojos carmesíes dentro de las órbitas amarillas, las únicas partes de la criatura visibles a través de la trama del oscuro e impenetrable escudo mental.

—¡Ya no soy hermoso! —exclamó.

—Pero a todos nos ocurre igual —replicó Shaithis—. Sabemos que no somos hermosos y lo aceptamos. Además, ¿qué tiene que ver la belleza con el poder? ¡Vaya, si algunos de nosotros incluso fomentamos nuestra fealdad como prueba de nuestra fuerza! —Sin quererlo pensó en Volse Pinescu.

Shaitan captó la imagen de su mente.

—Sí, qué feo era ése. Pero él lo quería así. Yo no. Por más que los wamphyri sean feos física y mentalmente, comparados con él son hermosos. —Y volvió a acercarse por tercera vez.

Shaithis no se movió, pero acercó la mano al guantelete. Era un sueño, no cabía duda, pero él no había perdido del todo el control.

—¿Deseas hacerme daño? —le preguntó.

—Al contrario —respondió Shaitan—, juntos hemos de recorrer un largo camino. Pero el arte que practico se está desgastando. Sería mejor que me conocieras como soy.

—Entonces déjate ver.

—Me estaba preparando —replicó Shaitan—. En realidad, te preparaba a ti.

—¡Ya basta! Estoy preparado.

—¡Sea, pues! —dijo su antepasado, y relajó su voluntad hipnótica.

La visión que recibió Shaithis hizo que se despertara por segunda vez, como si el volcán apagado hubiera hecho erupción debajo de sus pies. Se incorporó en el nicho de hielo con un grito horrorizado, los ojos como platos, deslumbrado por la luminosidad del castillo después de la oscuridad del sueño que había tenido en el corazón del cono; sintió en su negro corazón un frío mucho mayor que el que le había producido lo que la Cosa de Negra Capucha le había dejado ver, un frío que superaba la mera sensación física. Dado que el sueño había sido algo más que un sueño corriente, en realidad, una visitación, no se desvaneció en el limbo subconsciente de la oscuridad sino que se mantuvo grabado a fuego en su mente como los sellos en los estandartes y pendones ondeantes de un nido de águilas.

Shaithis, un monstruo en todos los sentidos, no era una criatura fácilmente impresionable. Por lo que a los wamphyri concernía, el «miedo» y el «horror» eran conceptos más o menos muertos, erradicados y reemplazados por la ira. El cuerpo de un vampiro rara vez producía adrenalina para fomentar o posibilitar el vuelo, sino más bien para desencadenar sus pasiones animales de modo que pudiera incorporarse y luchar con brutalidad y ánimo sanguinario. Durante los siglos que duró su soberanía, los vampiros de la Tierra de las Estrellas desarrollaron hasta tal punto la conciencia de ser superiores que entre todas las criaturas del mundo eran, a todas luces, la especie dominante. Del mismo modo que en su propio mundo el hombre era la especie dominante.

No había que olvidar, sin embargo, el hecho de que Shaithis había sido en otro tiempo un hombre corriente, un Viajero vampirizado al que Shaidar Shaigispawn había rebautizado para convertirlo en el jefe de sus lugartenientes, o en su «hijo», y entregarle su huevo, y como hombre que había sido sabía lo que era el miedo. Lo recordaba incluso después de quinientos años, si bien únicamente en sus sueños. Pues por más monstruoso que pueda volverse un hombre, las cosas que lo aterrorizaron de joven continuarán infundiéndole miedo en sus sueños.

Lo que más asustaba a Shaithis tras los primeros días de su secuestro de la Tierra del Sol —de eso hacía ya quinientos años, y antes de que lord Shaidar regurgitara su huevo escarlata y se lo introdujera en la garganta para cambiarlo para siempre— eran las monstruosas anomalías del nido de águilas de Shaidar: las criaturas cartilaginosas, las bestias gaseosas, los inconcebibles seres chupadores, las inmensas tinas de los niveles inferiores de la columna en las que los trogs y los Viajeros se convertían en bestias voladoras o guerreros, o en las facetas más extrañas de los experimentos con híbridos que realizaba Shaidar. Porque el lord vampiro se había deleitado enseñándole a Shaithis (por entonces un joven y aún inocente Viajero) sus creaciones más espeluznantes, y torturaba su mente con la amenaza velada de que algún día él también quizá podía convertirse en una bestia voladora de cabeza de diamante, o en un guerrero de escamas blindadas o en un fláccido y carnoso chupador.

Las anormalidades y distorsiones morbosas como aquéllas habían sido las precursoras de las peores pesadillas de Shaithis durante los primeros días de su aprendizaje como wamphyri. Pero con el tiempo, a medida que avanzaba en su ascenso a la sala del trono del nido de águilas, esos temores habían ido mermando hasta desaparecer, dominados por el vampiro que llevaba dentro y que lo incitaba a convertirse en un hacedor de monstruos por derecho propio, arte en el que finalmente llegó a descollar. Sus bestias voladoras eran las de gracia más rara; sus guerreros, feroces hasta el límite de lo indecible, y sus demás creaciones y experimentos…, variados. Recordaba aquellas cosas y el espanto que le producían durante sus sueños de juventud. Pero ni en la más vívida de aquellas pesadillas su memoria no había logrado rescatar nada que llegara a semejarse siquiera a la que la Cosa de Negra Capucha le había mostrado.

Shaitan se había tachado de «feo», pero hay fealdades y fealdades. En cuanto al hibridismo…

Shaithis proyectó en su mente la Cosa que se le había revelado cuando su antepasado dejó caer el escudo hipnótico para que lo viera tal como era: una abominación que ni siquiera la mente wamphyri más perversa y enloquecida hubiera podido imaginar, una abominación a la que la realidad hacía aún peor. Era un… ¿qué? ¿Una babosa o una sanguijuela del tamaño de un hombre, arrugada, negra y brillante, con motas verdegrisáceas, que se mantenía erguida como un hombre? Un vampiro, sí, pero un vampiro que se desarrollara de un huevo en el interior de un hombre o de una mujer y que hubiera crecido hasta superar todas las proporciones imaginables; Shaithis no pudo evitar preguntarse: Pero si esto creció dentro de un hombre, ¿qué ocurrió entonces con su huésped?

Después, la imagen grotesca, vaga, de la Cosa (vaga, sencillamente, de puro obscena) quedó grabada a fuego en su mente y así pudo percatarse de sus más mínimos detalles, pero fue tal el espanto que tuvo que despertarse.

La Cosa (no, no debía pensar en ella como una «cosa» solamente, sino también como Shaitan, su antepasado) tenía miembros de goma, algunos de los cuales acababan en tentáculos succionadores. Sin embargo, había otros que no, que sólo estaban dotados de vestigios de partes humanas y de otros animales: manos momificadas y arrugadas, rudimentos de pies, incluso brillantes garras óseas. Fueron esas partes y la cara plana y compuesta de Shaitan, en una cabeza aplanada como la de una cobra, lo que más repugnó a Shaithis e hizo resurgir su fobia largo tiempo olvidada.

Sabía que el hibridismo que veía allí no era producto de las cubas experimentales de un lord wamphyri, sino obra de la naturaleza; o tal vez de la desnaturalizada tenacidad de los vampiros, su determinación de aferrarse a la vida por más desesperadas que fueran las circunstancias, pasando por triunfos y ordalías a lo largo de incontables siglos. Sí, porque lord Shaitan se había hecho demasiado antiguo para albergar la carne humana mortal, y su cuerpo original se había consumido para ser reemplazado casi en su totalidad por el organismo metamórfico de su vampiro, que en realidad era él mismo.

¿Feo? El resultado era horrendo; al menos así se lo parecía a Shaithis en su sueño, porque representaba el compendio de todas las pesadillas que había tenido durante su aprendizaje.

Se enteró del destino de Shaitan, de su aislamiento en aquella tierra helada —de su evolución, no, de su involución de hombre vampiro o wamphyri a vampiro en estado puro—, porque lo había visto escrito en la vasta inteligencia, en el odio y la maldad extrema de los ojos escarlata de aquella babosa que lo habían mirado sin parpadear bajo su capucha de cobra. No era el odio desbocado e insensato visto con frecuencia en los ojos ardientes de un guerrero, ni la mirada vacía y sin párpados de una mastodóntica bestia voladora, ni tampoco la mirada lacrimosa e insulsa de un chupador. Era una inteligencia malvada de tal calibre que Shaithis supo de inmediato que aquella cosa no era un experimento morboso sino una verdadera mutación.

Supo también con renovada certeza que aquél era Shaitan el Nonato, llamado el Caído. Porque de todas las leyendas wamphyri había una que prevalecía universalmente: Shaitan había sido el más malvado entre todos los hombres y todas las criaturas y su maldad llegaba hasta lo más profundo de su ser…