Capítulo diez

Los lores congelados

Después del pandemónium que se formó en el jardín del Habitante —comenzó a relatar Arkis—, cuando estaba claro que el Habitante y el infernal de su padre habían destruido nuestros ejércitos, destrozado nuestras antiquísimas columnas y derrumbado nuestros nidos de águilas, no quedaba más salida que huir. El Habitante había podido con nosotros; los wamphyri habíamos sido derrotados; si hubiéramos permanecido entre las ruinas de la Tierra de las Estrellas, estos grandes enemigos habrían caído sobre nosotros por última vez para dar rienda suelta a su furioso poderío.

»Sin embargo, es un derecho inmemorial de los caídos huir de la Tierra de las Estrellas para dirigirse hacia las Tierras Heladas. Así, en la calma que siguió a la destrucción de nuestros nidos de águilas, los supervivientes que contaban con medios de vuelo abandonaron sus antiguos territorios y viajaron hacia el norte. Yo fui uno de esos supervivientes.

»Acompañado de dos aspirantes a lugartenientes, ex Viajeros por mí esclavizados, los hermanos gemelos llamados Goram y Belart Largazi, que se disputaban mi huevo, limpiamos de escombros mi columna caída hasta llegar a la entrada sepultada que daba a los talleres subterráneos; liberamos a una bestia voladora y un guerrero que había guardado en lugar seguro por si llegaba a producirse el desastre de una victoria del Habitante. Ensillamos estas bestias y montamos en ellas. Yo tomé al guerrero, una criatura de mal genio que había adiestrado personalmente, a mi gusto, y emprendimos la huida, siguiendo rumbo norte y pasando por las ruinas de los nidos de águila.

»Nuestro rumbo no era exactamente hacia el norte, quizás íbamos ligeramente hacia el noroeste, ¿pero qué más daba? El techo del mundo es el techo del mundo, y un poco más a la derecha o a la izquierda, sigue siendo el techo del mundo. Nos detuvimos en una sola ocasión, donde un cardumen de enormes peces azules había quedado atrapado en un lago helado de aguas poco profundas, y nos atiborramos antes de seguir viaje.

»Poco después, la bestia voladora de los hermanos Largazi, que debía soportar el peso de dos jinetes, quedó agotada. Cayó al borde de un mar poco profundo y dejó a sus jinetes allí atrapados. Aterricé en la orilla helada, envié a mi guerrero hasta donde se encontraban los Largazi para que les lanzara sus miembros de aterrizaje y los remolcara a la orilla.

»Nos encontramos entonces en un lugar muy curioso. Unos enormes respiraderos teñían de amarillo la nieve; unos géiseres hirvientes formaban manantiales calientes en el hielo inmemorial; los pájaros marinos bajaban a alimentarse en la escarcha donde pululaban los peces. Eran los extremos más alejados de estas mismas montañas volcánicas, que en esas zonas occidentales siguen en actividad.

»Una vez en la orilla los Largazi, y mientras se secaban, busqué un lugar para despegar y descubrí un glaciar cuya ladera se inclinaba en dirección al océano. Le ordené a mi criatura que bajara al hielo; mi montura guerrera también estaba exhausta, pues sus valientes esfuerzos por salvar a los gemelos de perecer ahogados no habían contribuido en nada a aumentar su vitalidad. Los guerreros necesitan matar y devorar grandes cantidades de carne roja, de lo contrario, pierden pronto las energías. Entonces pensé: «¿qué me será más útil en las Tierras Heladas? ¿Un poderoso guerrero o un par de esclavos porfiados, sin importancia y siempre hambrientos?». ¡Ja! No lo dudé.

»Pensé en matar a uno de los hermanos allí mismo y dárselo a mi guerrero para que se lo comiera. Pero…, bueno, he de reconocer que había subestimado a ese par de finísimos aspirantes a wamphyri. Ellos también habían estado ocupados en sopesar todas las posibilidades y, al igual que yo, se habían decantado por la bestia luchadora. Retrocedieron una distancia prudente y descendieron por unas profundas y estrechas grietas en las que no podría ni tentarlos a salir para que se me acercaran. ¡Perros amotinados! ¡Pues bien, que se congelen! ¡Qué se mueran de hambre! ¡Qué se mueran los dos!

»Me monté en mi guerrero, lo espoleé y resbalamos por la rampa del glaciar hasta que por fin la bestia se elevó en el aire y voló velozmente sobre el océano. Conseguí despegar con aquella bestia exhausta justo a tiempo, pues era tal su grado de cansancio que pude paladear la sal del rocío que lanzaban las olas al chocar contra el glaciar. Pero, afortunadamente, estaba ya en el aire.

»Enfilé tierra adentro, me elevé más aún y vi a los traicioneros gemelos Largazi que salían del hielo y volvían sus caras hacia mí; los saludé con la mano a manera de sarcástica despedida y puse rumbo a una línea lejana de picos cuya silueta se recortaba contra las iridiscencias que la aurora dibujaba en el cielo. Eran los picos que veis allí detrás, con su cono volcánico central y esas chimeneas de expulsión de lava que están vigiladas, según el Ferenc, por monstruos de nariz en forma de espada. Esos mismos que veis allí.

»No me atrevería, y tampoco podría, llamar mentiroso a Fess por contarnos que Volse murió a manos de una criatura extraña y salvaje, porque mi guerrero halló un final triste y sospechoso. ¿Y quién podría negar que Volse y mi pobre y cansado guerrero fueron víctimas de la misma bestia sanguinaria?

»Os contaré cómo ocurrió. Mi guerrero se encontraba mortalmente cansado…, bueno, tal vez no estuviera tan cansado, porque como bien sabéis no mueren con facilidad y rara vez de cansancio. Pero la criatura estaba al límite de sus fuerzas, jadeaba y se quejaba. Exploré las tierras que nos rodeaban y vi unos senderos de lava en las laderas superiores del cono central, que constituían unas resbaladizas rampas de despegue en caso de que el guerrero volviera a encontrarse en condiciones de remontar el vuelo.

»Pero, ay, el aterrizaje fue poco diestro y la bestia me lanzó al suelo; se le resquebrajó el caparazón blindado, se le retorció un ala estabilizadora y se le rompió un orificio de propulsión al chocar contra un saliente afilado de lava. Perdió varias decenas de litros de fluidos antes de que su carne metamórfica lograra sellar los agujeros. Mis heridas, sin embargo, fueron leves y no les presté mayor atención; pero fue tal mi enojo que maldije y pateé al guerrero durante un buen rato hasta que la bestia se enfadó y comenzó a gritar y a escupirme. Me vi entonces obligado a calmar al bruto, y, finalmente, para ocultarlo de la vista de cualquiera que pudiera pasar, lo hice retroceder hasta la entrada de un túnel cavernoso, muy similar o tal vez idéntico al que ocupaba la blanca bestia leprosa y sanguinaria que describió el Ferenc. Porque aquel túnel era también un antiguo sendero por el que había fluido la lava desde el centro ígneo del volcán, y tal vez debí haber explorado su interior. Pero en aquel momento no tenía pruebas de que en el cono central ocurriera nada sospechoso.

»Ordené al guerrero que se curara, lo dejé allí, en la entrada de la caverna, y vencido por la curiosidad bajé a pie hasta la llanura de resplandecientes castillos de hielo, para ver qué contenían. Porque, como habréis notado, parecen columnas o nidos de águilas wamphyri formados en el hielo. En cuanto a lo que descubrí, fue algo muy extraño y pavoroso, diría incluso temible.

»Lores expatriados, todos ellos congelados, con las funciones vitales suspendidas, encerrados en hielo en el centro de sus resplandecientes castillos. Muchos estaban muertos, aplastados o segados por el movimiento de los glaciares; pero había algunos, demasiados, me pareció, que habían… ¿sucumbido?… de maneras muy variadas. Sin embargo, encontré también unos cuantos que todavía se conservaban bien y dormían en el interior de impenetrables muros de hielo, duros como el hierro, con sus metabolismos vampíricos tan reducidos que apenas parecían haber cambiado al cabo de tantos siglos. Pero era ésta una falsa impresión, pues sus sueños se desvanecían, transformados en cosas efímeras, meras memorias de las vidas que habían conocido en los viejos tiempos, cuando el primero de los wamphyri habitó en sus columnas de la Tierra de las Estrellas y desencadenó allí sus guerras territoriales.

»Todos los ex lores se morían; lentamente, muy lentamente, pero se morían. Y no podía ser de otro modo, porque la sangre es la vida y durante siglos no habían tenido otra cosa que hielo…

—¡Algunos de ellos! —lo interrumpió Fess Ferenc—. La mayoría de ellos, sí. Pero al menos hay uno al que no le ha faltado. Ésta es la conclusión a la que llegamos Volse Pinescu y yo después de examinar las columnas de los castillos de hielo.

Shaithis miró primero a Fess y luego a Arkis, y preguntó:

—¿Os importaría darme más detalles?

Arkis se encogió de hombros y respondió:

—Supongo que el Ferenc habla de los tronos de hielo rotos y de los vacíos. Porque he podido descubrir que es un hecho el que algunos reductos congelados, en realidad un número nada despreciable, han sido violados y sus congelados e impotentes habitantes han sido robados. Pero ¿por quién…, adónde los habrán llevado… y para qué?

El Ferenc, corpulento y de cráneo sesgado, volvió a interrumpir:

—Yo también he sacado mis propias conclusiones sobre estas cosas. ¿Puedo hablar?

Arkis Leprafilius volvió a encogerse de hombros y contestó:

—Si vas a arrojar luz sobre este misterio, adelante.

—Sí, habla —le pidió Shaithis.

El Ferenc asintió y dijo:

—Como habréis podido notar por vuestros propios medios, el número de castillos de hielo ronda entre los cincuenta y los sesenta, forman anillos concéntricos alrededor del volcán apagado, que está en el cono central. ¿Pero está en realidad apagado el volcán? Y, de ser así, ¿por qué sigue saliendo un poco de humo por el antiguo cráter recubierto de hielo? Además, ya hemos visto, al menos yo lo he hecho con claridad, que hay como mínimo una monstruosa criatura guerrera vigilando los túneles de entrada al cono. ¿Pero qué más o quién más está vigilando?

Cuando la pausa que hizo amenazaba con prolongarse indefinidamente, le tocó a Shaithis encogerse de hombros.

—Te ruego que prosigas —le pidió a Fess—. Nos tienes en ascuas, completamente fascinados.

—¿De veras? —El Ferenc se mostró un tanto halagado. Lenta y deliberadamente, hizo sonar cada uno de los nudillos de sus manos agarrotadas—. Fascinados, ¿eh? Bien, no es para menos. Ya lo ves, Shaithis, no eres el único pensador que ha sobrevivido a las iras del Habitante.

Shaithis soltó un zumbido por su nariz retorcida, tal vez un tanto indeciso, y giró la cabeza hacia ambos lados. Por fin dijo:

—Reconoceré cuanto deba reconocer…, pero sólo cuando pueda ver el panorama entero.

—Muy bien —dijo el Ferenc—. He aquí cuanto vi y lo que de ello deduje. El llagado y purulento Volse Pinescu y yo exploramos los nidos de águilas helados más interiores y descubrimos que todos habían sido saqueados. Después de lo cual, y sobre todo ahora que Volse ha desaparecido, absorbido hasta los huesos por la Cosa que hay en los túneles de lava, estoy en condiciones de unir de forma bastante exacta todos los elementos para tener un panorama completo de cuanto ha ocurrido aquí.

»Según lo veo yo, los amos del volcán dormido son algún lord o alguna lady wamphyri. Durante siglos lucharon contra los vampiros exiliados para impedir que tomaran posesión de las comodidades del volcán…, donde al parecer queda algún resto de calor. A medida que los vampiros que los asediaban fueron sucumbiendo al frío y entraban en estado de hibernación, el ingenioso amo del volcán salía de vez en cuando a saquear sus cámaras heladas para alimentarse de sus carnes congeladas. ¡En realidad, los castillos de hielo son como su despensa!

—¡Ah! —exclamó Arkis, y se dio un golpe en el muslo—. Ahora todo queda claro.

El Ferenc asintió con su cabeza hinchada, de grotescas proporciones.

—¿Estáis de acuerdo con mis conclusiones?

—¿Acaso podría ser de otro modo? —preguntó Arkis—. ¿Qué dices tú, Shaithis?

Shaithis lo miró con curiosidad y respondió:

—Digo que ondeas como bandera al viento, ahora por aquí, dentro de un rato, por allá. Primero querías matar al Ferenc, y ahora aceptas hasta su última palabra. ¿Con tanta facilidad cambias de parecer?

El hijo del leproso lo contempló, ceñudo, y repuso:

—Conozco la verdad cuando la oigo. Además, sé reconocer la validez de un plan sólido. El análisis que ha hecho el Ferenc sobre el estado de las cosas me parece correcto, y tu petición de que nos unamos para nuestra mutua seguridad me parece igualmente acertada y sabia. ¿Qué es lo que te preocupa, Shaithis? Creía que deseabas que fuéramos amigos.

—Así es —respondió Shaithis—. Pero me preocupa que las lealtades cambien tan deprisa, es todo. ¿Te importaría concluir tu historia? Lo último que nos has contado fue que habías dejado a tu guerrero herido en la boca de un túnel de lava y que habías bajado a la llanura para explorar los castillos de hielo.

—Sí, eso hice —convino Arkis—. Y descubrí más o menos lo mismo que ha explicado el Ferenc. Los tronos envueltos en hielo de todos esos lores wamphyri desconocidos habían sido abiertos y vaciados, como colmenas de la Tierra de las Estrellas saqueadas para quitarles la miel. Sí, y en aquellos castillos de hielo que estaban más alejados del cono central, también encontré pruebas de intentos de robo, pero en muchos casos el hielo era demasiado grueso y los lores arrugados por el paso de tantos siglos permanecían a salvo, intactos, sin que nadie hubiera podido expoliarlos. Lo cual significaba que también estaban a salvo de mí.

»Al final me cansé de mis fantasmales exploraciones. Tenía hambre y no podía entrar en aquellas despensas permanentemente heladas; los pequeños murciélagos albinos ya no se fiaban de mí y huían de mis poderosas manos; si mis ex esclavos, los Largazi, continuaban con vida, sin duda se encontrarían a mitad de camino de donde yo estaba. También estarían exhaustos y no podrían darme alcance. ¡Ah, pero entonces tuve una idea! Era hora de que regresara junto a mi criatura guerrera para ver si había logrado sobrevivir. De modo que trepé hasta la caverna elevada donde había ocultado a la bestia.

»Pero no la encontré. Sólo hallé algunos restos, nada más.

—La cosa chupadora —dijo el Ferenc—. La bestia sanguinaria con el hocico cartilaginoso en forma de espada.

—¿Pero cómo? —preguntó Shaithis, inseguro—. Que una criatura carente de inteligencia chupe a un hombre o, si le dan tiempo, a un guerrero hasta dejarlo seco, puedo entenderlo. Pero cortar en trozos a una criatura tan corpulenta para llevárselos…

El Ferenc se limitó a encogerse de hombros y dijo:

—Estamos en las Tierras Heladas. Aquí hay extrañas criaturas, con extrañas costumbres, y los alimentos escasean. Piensa un poco, ¿crees acaso que en la Tierra de las Estrellas habrías soñado siquiera con masticar las correosas arterias de una bestia voladora? ¿Con las despensas llenas de trogs y con todos esos Viajeros vivitos y coleando al otro lado de las montañas? ¡Ni hablar! ¿Pero aquí? ¡Ja! No tardamos mucho en aprender. Bajamos el listón a toda prisa. ¿Y qué me dices de las criaturas y de los seres que tal vez se han pasado aquí todas sus vidas? Si la bestia sanguinaria y leprosa caza por sus propios medios, entonces debe de tener una despensa en alguna parte. ¿Y si caza para un amo? —Volvió a encogerse de hombros—. Tal vez fuera ese amo el que despedazó al guerrero de Arkis para llevárselo trozo a trozo.

Shaithis ocultó sus pensamientos en el fondo de su mente, y dijo para sí: Un amo, sí, tienes razón, Fess. Un amo del Mal, la fuente misma del Mal, en forma de lord vampiro infinito; en realidad, uno de los primeros y auténticos lores. ¡El oscuro lord Shaitan! ¡Shaitan el Nonato! ¡Shaitan el Caído!

—¿Y bien? —preguntó Arkis Leprafilius—. ¿Tiene sentido lo que dice el Ferenc o no? Si lo tiene, ¿qué hacemos ahora?

Shaithis contestó con tono cauteloso:

—Es posible que lo que el Ferenc dice tenga sentido. —Y para sí pensó: ¡Mucho sentido, a pesar de venir de un tonto deforme! Pero lleva aquí más tiempo que yo. Tal vez no sea la expresión repentina de una inteligencia antes impensable en el gigantón, sino el hecho puro y simple de que ha estado sometido durante más tiempo a la influencia de Shaitan…, a la mirada de sus antiquísimos ojos a través de las órbitas rosadas de la miríada de esbirros albinos que posee.

—¿Y bien? —el Ferenc repitió la pregunta de Arkis—. ¿Qué hacemos ahora, Shaithis? ¿Tienes algún plan?

¿Un plan? ¡Ah, sí, un plan! Descubrir más acerca del tal Shaitan; buscarlo y averiguar por qué permitió que me abrigara con sus albinos; pero, ante todo, descubrir qué es esta extraña afinidad que me empuja a una criatura que jamás he conocido más que a través de mitos y leyendas.

En voz alta contestó:

—Un plan, sí. —Pensando con su claridad acostumbrada, diseñó un plan de la nada, siguiendo la inspiración del momento. Un plan que esperaba aprobaran sus compañeros vampiros y que sirviera a sus propósitos—. Primero cortaremos una buena cantidad de carne de esta bestia voladora —dijo—, toda la que podamos cargar cómodamente. Luego, de camino al cono central, podréis enseñarme algo más sobre los lores helados. Porque hasta ahora sólo he visto uno. —Kehrl Lugoz, que fue desterrado aquí junto con Shaitan, en los albores de la tiranía wamphyri—. Y no es suficiente para que me forme una firme opinión. Después, en los castillos de hielo interiores, podréis enseñarme las guaridas rotas de donde han sido robados los cuerpos de algunos lores. Todo esto para empezar. —Ya se me ocurrirán más cosas a medida que avancemos.

—¿Y eso es un plan? —preguntó Arkis; no parecía muy convencido—, ¿Nos llevamos carne y vamos a visitar a un puñado de lores prehistóricos y arrugados, enterrados en el hielo? ¿Y, además, las tumbas saqueadas y vacías de otros antiguos cuyo destino sólo podemos tratar de adivinar?

—De camino al cono central, sí —dijo Shaithis.

—¿Y después qué? —preguntó el Ferenc.

—Tal vez destruyamos al que vive dentro —contestó Shaithis—, y podamos conocer sus secretos, sus bestias, sus posesiones, quién sabe, tal vez descubramos incluso algún medio para salir de estas Tierras Heladas tremendamente yermas y aburridas.

El Ferenc hizo un movimiento afirmativo con su grotesca cabeza.

—A mí me parece bien. De acuerdo, manos a la obra. —Dicho lo cual se puso a cortar tiras de carne congelada del costillar de la bestia voladora y a llenarse los bolsillos.

A regañadientes, Arkis lo imitó.

—La carne es la carne, ya lo sé —protestó—. ¿Pero carne congelada de bestias voladoras? ¡Puaj! ¡La sangre era la vida!

Shaithis chasqueó los dedos y exclamó:

—¡Ah, sí! Ya sabía que había algo más. Oye, Muertehorrenda, ¿qué me dices de tus esclavos gemelos, los hermanos Largazi? ¿Te siguieron hasta aquí desde el oeste? ¿Desde la costa de fumarolas, géiseres hirvientes y lagos de azufre? ¿Sobrevivieron? ¿O perecieron en el camino?

—Perecieron —respondió Arkis, asintiendo complacido y lanzando una sonrisa divertida de entendido mientras sus colmillos de jabalí soltaban algún que otro destello—. Pero no en el camino. Perecieron cuando llegaron aquí; los encontré exhaustos y temblorosos en el corazón hueco del castillo de hielo más occidental. Ah, cómo me suplicaron perdón. ¿Sabéis una cosa? Los perdoné. De veras. «¡Goram!», grité. «¡Belart! ¡Mis fieles esclavos! ¡Mis confiados lugartenientes! ¡Por fin volvéis al seno de vuestro mentor!» ¡Tendríais que haber visto cómo me abrazaron! Yo, por mi parte, me lancé sobre sus cuellos y… ¡los abrí a dentelladas!

Shaithis suspiró, con un cierto aire sombrío.

—¿Te alimentaste con los dos? ¿A la vez? ¿Sin pensar en el mañana?

Arkis se encogió de hombros y terminó de llenarse los bolsillos de carne antes de contestar:

—Llevaba más de dos auroras padeciendo frío y hambre. Y la sangre de los Largazi estaba caliente y sabrosa. Tal vez debí haberme contenido un poco, tal vez debí haberme guardado uno de reserva…, aunque quizás hice bien. Porque por esa época llegaron Fess y Volse. Al menos me ahorré la frustración de que me robaran uno de mis esclavos. En cuanto a sus cadáveres, los guardé en el corazón de un glaciar. ¡Ay, tuvieron el mismo fin que mi guerrero! Algo se los llevó mientras yo estaba fuera explorando.

Shaithis entrecerró los ojos y contempló al Ferenc, que de inmediato sacudió la cabeza, negando la tácita acusación.

—No fui yo. Y tampoco Volse. No sabíamos nada de los esclavos congelados de Arkis. De haberlo sabido, tal vez la historia habría sido diferente. —Se arrastró fuera del costado de la bestia voladora devastada y se incorporó cuan alto era a la luz de las estrellas y bajo el fulgor de la aurora—. Bien, ¿estáis preparados?

Shaithis y Arkis se unieron a él; los tres volvieron las caras en dirección al cono central. Entre el trío monstruoso y el ex volcán, un castillo de hielo, que había tardado siglos (¿cuántos?) en cristalizarse alrededor de la roca volcánica. Sería un buen sitio para empezar, como podría haberlo sido cualquier otro. Contemplando la tétrica escena, y después de mirar un momento los ojos escarlata de cada uno de sus «compañeros», Shaithis dijo:

—Listo. Vayamos a ver qué aspecto tienen estos exiliados que llevan siglos en el hielo.

Y unidos, al menos por el momento, los vampiros partieron por los campos nevados y los montones de hielo centelleante; atravesaron las extrañas terrazas, y las rielantes almenas del castillo que habían elegido se hicieron más grandes a medida que acortaban la distancia que los separaba. Y en el desagradable centro, rodeado por los brillantes nidos concéntricos de águilas, aparecía de vez en cuando la forma más oscura del volcán «apagado», por el que salía una bocanada de humo que subía hacia el cielo radiante perpetuamente cambiante.

¿O tal vez era solamente una ilusión? Probablemente. Pero Shaithis creía que no…

Shaithis no tardó en descubrir que los castillos de hielo se parecían mucho entre sí. El primero que exploraron, por ejemplo, podía muy bien haber sido la columna fría, estremecedora y desnuda de Kehrl Lugoz; podía haber sido, pero el caso era que el de la envoltura tupidamente protegida del centro no era Kehrl, el muerto en vida, quien esperaba a que transcurrieran los siglos, sino otro lord. Además, y quienquiera que hubiera sido en vida, hacía tiempo que su espera había tocado a su fin, puesto que en aquel momento estaba completamente muerto. Convertido en una momia de hielo, congelado, muerto de hambre, disecado hasta alcanzar una condición que iba más allá de la vida, el viejo vampiro pasó a formar parte de todas las cosas del pasado, dejando atrás sólo su caparazón exterior para representarlo en el presente.

Shaithis lo miró a través de la vacilante impureza del hielo y se preguntó quién habría sido. Fuera quien fuese, tal vez mejor era que estuviera muerto. Sus pensamientos, de haber existido, podían haber revelado a Arkis y al Ferenc secretos que Shaithis prefería que no conocieran…, como, por ejemplo, por qué yacía en su pedestal tallado en el hielo, apoyado sobre un codo esquelético, con una mano agarrotada levantada ante él como para escudarse de algún mal inefable. Tenía los ojos descoloridos, el tiempo se había encargado de desteñirlos comiéndose el tono escarlata, aunque no había logrado borrar la huella del horror. Sí, porque incluso aquel miembro de los antiguos wamphyri aparecía horrorizado. Por algo o por alguien que se le había puesto delante, donde Shaithis se encontraba en aquel momento.

—¿Cómo interpretas eso? —El eco repentino de la voz cavernosa del Ferenc hizo que Shaithis diera un brinco. Miró hacia donde el gigante apuntaba con su mano provista de garras, a un agujero circular en el hielo en el que hasta ese momento no había reparado. De aproximadamente un palmo de diámetro, el agujero casi invisible parecía señalar como una flecha hacia la reliquia conservada del wamphyri que yacía en su sillón tallado.

—¿Un agujero? —preguntó Shaithis, ceñudo.

—Sí —asintió el Ferenc—. Como si fuera de una enorme lombriz de tierra. ¿Pero una lombriz de hielo? —Se arrodilló y metió la mano y el brazo en el agujero y lo hundió hasta la altura del hombro. Retiró luego el brazo, observó la dirección que llevaba y añadió—: ¡Y le apunta directamente al corazón!

—Aquí hay más agujeros de esos —gritó Arkis, cerca de la curva del núcleo—. Me da la impresión de que los han hecho con algún instrumento. ¿Veis los fragmentos amontonados que han caído al suelo?

Shaithis pensó: Vaya, parece que las pequeñas privaciones que han padecido los tontos de mis amigos los han vuelto observadores. Siguió la curva del núcleo hasta llegar donde se encontraba Arkis y examinó los nuevos agujeros o, mejor dicho, los agujeros recién descubiertos, porque en realidad podían haber sido hechos hacía uno o dos siglos. Y observando la dirección que llevaban, tal como había hecho el Ferenc, Shaithis notó que aquellos túneles perfectamente circulares apuntaban a la masa principal de la momia amortajada en el hielo.

Pensó para sí: Túneles, no cabe duda, y achicó un poco los ojos y reflexionó sobre aquel concepto con más detenimiento. Hacía mucho tiempo, Shaithis había visitado los asentamientos de los szgany itinerantes que trabajaban el metal y vivían al este de la gran cadena montañosa que separaba la Tierra de las Estrellas de la Tierra del Sol. Se trataba de los «caldereros» que diseñaban y construían los temibles guanteletes de batalla de los wamphyri. Shaithis había visto la forma en que los pintorescos Viajeros vertían metal fundido por tubos de arcilla o por canales de tierra que iban a parar a unos moldes; de manera que aquellas perforaciones o agujeros tenían algo que le recordaban el vertido de líquidos. Pero todos aquellos túneles incompletos ascendían por unas suaves pendientes hacia el lord muerto, lo cual parecía indicar que no habían sido diseñados para conducir nada hasta él. ¿Tal vez para extraer algo de él? Shaithis se estremeció; comenzó a considerar que sus investigaciones y, sobre todo, sus conclusiones eran detestables.

Había en aquel ambiente algo que hasta el corazón de vampiro de Shaithis encontraba ominoso, opresivo, cargado de muerte. Y, finalmente, Fess Ferenc expresó en voz alta esa sensación de mal augurio:

—El purulento Volse y yo vimos los núcleos donde el hielo no era tan grueso. ¡Los gruesos habían penetrado justo hasta el centro y ahí dentro sólo quedaban montones de trapos, piel y huesos!

—¿Qué? —preguntó Shaithis, arrugando la frente.

—Como si los habitantes o durmientes que vivían en estas columnas heladas hubieran sido absorbidos a través de estos canales hasta ser consumidos por completo, salvo sus trozos más sólidos.

—¿Pero cómo? —insistió Shaithis, porque era exactamente lo que él había pensado—. ¿Cómo es posible absorber un cuerpo entero y congelado por un agujero por el que no entra siquiera la cabeza de ese cuerpo?

—No lo sé. —El Ferenc sacudió su cabeza deformada—. Pero supongo que eso fue precisamente lo que temía este viejo. Es más, supongo que por eso mismo murió de miedo…

Más tarde, cuando se encontraban un kilómetro más cerca del núcleo o cono central, entraron en uno de los castillos de hielo internos.

—En éste no he estado antes —comentó el Ferenc—. Pero encontrándose tan cerca del viejo volcán, creo que es fácil adivinar lo que vamos a descubrir.

—¿Ah, sí? —dijo Shaithis, y lo miró.

—¡Nada! —exclamó el Ferenc, con aire de enterado—. Sólo hielo despedazado alrededor de un montón de lava negra y el agujero vacío por el que se han llevado a algún antiguo lord.

Tenía razón. Cuando por fin encontraron el alto trono de lava, estaba vacío y la cobertura de hielo yacía en el suelo hecha pedazos y astillas escarchadas. Había unos cuantos fragmentos de tela, pero eran tan viejos y estaban tan tiesos que se deshacían con sólo tocarlos. Y nada más.

Shaithis se arrodilló al pie del bloque de hielo destrozado, examinó su superficie quebrada y encontró lo que buscaba: los bordes aflautados de unos cuantos agujeros dispuestos en forma de abanico festoneado; iban a converger al nicho vacío del negro núcleo. Miró a Fess y a Arkis y, asintiendo sombríamente, dijo:

—El autor de esta horrenda obra pudo haber chupado al lord desconocido como la yema de un huevo, pero no fue necesario, porque la cubierta sólo tenía setenta centímetros de espesor. De manera que hizo agujeros alrededor del hielo hasta que se quebró y entonces lo arrancó en bloques y astillas para llegar finalmente a su presa congelada.

—¿Te he oído bien? —preguntó Fess—. ¿Has dicho «esta horrenda obra»?

Shaithis miró primero a Fess y luego a Arkis y contestó con voz profunda y ronca:

—Soy un wamphyri. Me conoces bien. No hay nada blando en mí. Me enorgullezco de mi fuerza descomunal, de mis furias y de mis iras, de mis apetitos y mis lujurias. Pero si esto es obra de un hombre, aunque sea de mi propia especie, insisto en que es horrenda. Lo terrible radica en su calidad secreta, en el sigilo, en la maldad y el regodeo del asesino. ¡Sí, soy wamphyri! Y si quedara atrapado en estas Tierras Heladas, sin duda desarrollaría diversos sistemas para mantenerme con vida, incluida una coraza, defensas sofisticadas y una o varias fuentes de alimento. Yo también me volvería tan furtivo y siniestro como fuera menester. Pero ¿no lo comprendes? ¡Aquí hay alguien que ya lo ha hecho! En estas Tierras Heladas, hemos venido a entrometernos en el territorio de alguien que aterroriza y persigue a los mismos wamphyri. Por eso digo que se trata de una obra horrenda. Incluso la misma atmósfera de este lugar está cargada de maldad. Ah, y algo más, ¡tengo la impresión de que es una maldad gratuita!

Después…, Shaithis se habría mordido la lengua bífida. Pero demasiado tarde, porque imaginó que ya había dicho y revelado demasiado. Pero era tal el peso aplastante que ejercía aquel sitio sobre sus sentidos vampíricos —era muy grande la crispación psíquica que le provocaba en las terminaciones nerviosas— que creía que los otros debían de ser totalmente insensibles si no lo habían notado por sí mismos.

Arkis se había quedado boquiabierto mientras Shaithis hablaba. Cerró la boca y gruñó:

—¡Ah! Tú siempre fuiste el listo de los discursos, Shaithis. Pero yo también he notado el aura maligna y amenazante de este lugar. La noté cuando descubrí las escamas ensangrentadas y varias partes pequeñas del caparazón blindado de mi guerrero en la cueva de las alturas; y también cuando me robaron de la despensa del glaciar a los hermanos Largazi, que aunque estaban exangües tenían las carnes bien prietas. Y en varias ocasiones he pensado: «¿Quién me vigila tan de cerca y sabe cada uno de mis movimientos? ¿Lo llevaré metido en mi propia mente? ¿O acaso los castillos de hielo mismos tienen ojos y orejas?».

—Para qué negarlo —intervino el Ferenc—, yo también he notado el misterio que rodea este lugar. Pero creo que se trata de un fantasma, un aparecido o un vestigio del tiempo. Un eco de algo que fue pero que ya no existe. Mirad a vuestro alrededor y preguntaos: ¿acaso algo de lo que hemos visto tiene un origen reciente? La respuesta es no. Sean cuales fueran los acontecimientos que tuvieron lugar aquí, todo ocurrió hace mucho, mucho tiempo.

Arkis volvió a resoplar y replicó:

—¿Y mi guerrero? ¿Y los gemelos Largazi?

Fess se encogió de hombros y contestó:

—Los habrá cogido alguna bestia ladrona de los hielos. Tal vez algún primo del ser pálido con hocico de espada que mora en las cavernas.

Shaithis consiguió superar un momentáneo ataque de depresión, alejó de sí el humor extraño y ominoso, tangible como un banco de niebla, que había caído sobre él. La respuesta del Ferenc le satisfacía hasta cierto punto. No estaba de acuerdo con lo que decía, no del todo, pero le convenía dejar que los otros lo creyesen así. De todos modos, preguntó.

—Si no existe aquí una inteligencia maligna, o al menos ya no está implicada en todo esto, como queráis, ¿qué sentido tiene que vayamos hacia el volcán?

Fess volvió a encogerse de hombros y respondió:

—Es mejor que nos aseguremos, ¿no? Y si existió aquí una «inteligencia maligna», aunque de eso haya pasado mucho tiempo, podría ser que sus obras estén aún a nuestra disposición, en las profundidades del volcán. Una cosa es segura: jamás lo sabremos si no lo comprobamos con nuestros propios ojos.

—¿Ahora? —preguntó, ansioso, Arkis Leprafilius.

—Yo voto por que antes descansemos —sugirió Shaithis—. Por el momento, ya he dado suficientes vueltas, gracias, y preferiría emprender la exploración del cono después de haber descansado y con el estómago bien arropado por un buen desayuno. De todos modos, he notado que se prepara ya una nueva fase activa de la aurora. Es una buena señal. Que el cielo ardiente nos ilumine el camino.

—Estoy de acuerdo contigo, Shaithis —dijo el Ferenc con su voz cavernosa—. ¿Pero dónde vamos a dormir?

—¿Por qué no aquí mismo? —repuso Shaithis—. A una distancia prudente que nos permita oírnos si gritamos, pero cada cual seguro en su propio nicho.

—A mí me parece bien —asintió Arkis.

Se separaron, treparon por las precarias y solitarias cornisas y nichos de hielo donde nadie podía acercarse sin ser visto ni oído y cada uno de ellos escogió un lugar y se dispuso a dormir. Shaithis pensó en reunir a los albinos para que le hicieran de cálida manta viviente, pero después de reflexionar un poco, desistió. Si los murciélagos se le acercaban, Fess y Arkis comenzarían a sospechar. ¿Por qué Shaithis tenía poder sobre los murciélagos cuando ellos carecían de él? ¿Por qué? Una buena pregunta para la que él tampoco tenía respuesta. Al menos por el momento.

Se ovilló en el interior de su capa de negra piel de murciélago y masticó un trozo de carne de bestia voladora. No le satisfizo en absoluto, pero le sació el apetito. Vigilaba con un ojo abierto la caverna helada, paseaba la mirada de Fess a Arkis, y vuelta al primero, mientras pensaba: ¡Ya llegará la hora de comerse unos buenos bocados!

Unos buenos bocados, sí, Fess y Arkis. Que sin duda estarían pensando exactamente lo mismo que él.

Se acomodó en el nicho y comenzó a respirar profundamente, mientras su ojo escarlata exploraba la caverna y, poco a poco, comenzaron a llegar los sueños…