Capítulo ocho

Exiliados

Asombrado, Shaithis se agachó en una posición defensiva; giró despacio en círculo y miró su alrededor. No veía más que hielo, pero sabía con certeza que aquel lugar contenía más que eso. Finalmente, con los ojos escarlata entrecerrados, concentró sus pensamientos hasta formar con ellos una sonda:

¿Quién es el que habla?

¿Cómo?, la voz temblorosa volvió a sonar en su mente y Shaithis notó un bufido sarcástico. ¡No me hagas reír, Shaitan! ¡Sabes muy bien quién habla! ¿O acaso los largos años de soledad han echado a perder tu ingenio? Habla Kehrl Lugoz, vieja fiera. Juntos fuimos al exilio; habitamos durante un tiempo en las cuevas del cono; fuimos «compañeros» mientras hubo carne. Pero cuando la carne se acabó, con ella se fue nuestra amistad. Y yo huí mientras pude.

¿Kehrl Lugoz? Shaithis frunció el entrecejo, pugnaba por recordar aquellas leyendas wamphyri casi tan antiguas como la raza misma. ¿Y el Shaitan al que su oculto interlocutor se refería no sería el Shaitan? Volvió a fruncir el entrecejo y mientras la suspicacia se transformaba en curiosidad preguntó:

¿Dónde estás?

Donde he estado durante…, ¿cuánto tiempo? Conservado en el hielo, muerto en vida, ahí es donde estoy. Soñando en mi infierno helado por los siglos de los siglos. ¿Y tú, Shaitan? ¿Cómo te ha ido a ti? ¿Acaso el cono te ha mantenido caliente o es que sus fuegos han vuelto para echarte fuera?

¿Soñando en un infierno helado? ¡La misma imagen que Shaithis había evocado momentos antes! Sí, y creía que quienquiera que fuera aquel Kehrl Lugoz le hablaba desde un sueño. Tal vez el estrépito de los carámbanos lo había despertado.

Te equivocas, dijo entonces, un poco más relajado. No soy Shaitan. Puede que sea hijo de uno de sus hijos, pero mi nombre es Shaithis, no Shaitan.

¿Ah, sí? ¡Ja, ja, ja! Al parecer, sus palabras le habían resultado amargamente divertidas. Lord de los Mentirosos hasta el final, ¿eh, Shaitan? Perverso como siempre. Eras el peor de tu mala estirpe. Pero ¿qué importa eso ahora? Ven a buscarme, si quieres, o vete y déjame soñar en paz.

La voz se perdió al hundirse su dueño en sus sueños helados: pero Shaithis concentró al máximo sus sentidos de vampiro y tuvo la impresión de haber localizado su fuente. ¡Estoy aquí arriba!, le había dicho la voz mental al principio. En alguna parte, allá arriba…

Shaithis se encontraba en el corazón del castillo de hielo tallado por el viento. Allí, encerrado en hielo transparente de casi un metro de espesor, alcanzó a ver el núcleo macizo de roca volcánica que se elevaba irregular como la raíz osificada de un diente de cristal: un escupitajo pétreo del antiguo volcán. Y allí, alzándose por el costado de la capa de hielo que cubría los cimientos de lava del castillo, tallados en sus fríos contornos cristalinos, unos escalones se perdían de vista en el interior de unas grutas de brillante hielo.

No le quedaba más remedio que subirlos; el lord vampiro comenzó a subir por las escaleras cubiertas de escarcha en dirección a la cima dentada del núcleo, donde su último y negro colmillo ígneo apuntaba hacia arriba, como amenazando con salirse de la vaina que lo contenía. Mirando fijamente a través del hielo duro como la piedra, Shaithis atisbó por fin al autor de los mensajes mentales que había oído en los corredores inferiores.

En el reluciente corazón azulado de hielo, sentado bien erguido en un nicho de lava, con una mano apoyada suavemente sobre el lomo de la roca, como si se tratara del brazo de su sillón preferido, aparecía un hombre antiguo como el tiempo, cansado, consumido y extraño. Embutido como una mosca en un trozo de ámbar, tenía los ojos cerrados, el cuerpo helado inmóvil y el porte tan severo como su destino. Sin embargo, aparecía allí, sentado, con la cabeza orgullosamente inhiesta sobre un delgado cuello y con ese aire en su aspecto que hablaba sin palabras, pero con toda claridad, de sus orígenes, del hecho que era un wamphyri. Kehrl Lugoz, quienquiera que hubiese sido.

¡No, quienquiera que aún fuera!

Shaithis colocó una mano sobre el liso muro de hielo, la apretó con fuerza hasta que se le congeló la palma. Transcurrió un minuto, luego otro hasta que al fin se oyó un ruido seco y amortiguado.

Era leve, muy leve y lejano, pero perceptible. Al cabo de una pausa de dos minutos volvió a oírse otro ruido seco y amortiguado… y así sucesivamente. Kehrl Lugoz estaba vivo. Por más pausados que fueran los latidos de su corazón, por más fosilizado que estuviera su cuerpo (y estaba al borde de la fosilización completa), aún continuaba con vida. Aunque, tal como se había preguntado Shaithis, ¿era aquello vida?

Miró intensamente aquel cuerpo marchito y consumido, lo estudió a través de casi un metro de hielo que, por más puro que fuera, distorsionaba la imagen, la modificaba al más mínimo movimiento que Shaithis hiciera. Creía conocer ya la respuesta a la pregunta que acababa de formularse: ¿qué era peor, ser enterrado como un muerto en vida, enviado a las tierras infernales o desterrado a aquel lugar? El lord vampiro se estremeció ante la idea de los incontables siglos transcurridos desde que Kehrl Lugoz había ido a parar allí para sentarse a esperar a que se formara el hielo.

¡Pom! Otra, vez el ruido seco y amortiguado, pero en esta ocasión, al estar sumido en sus pensamientos, Shaithis dio un brinco y retiró la mano.

Kehrl Lugoz era demasiado viejo para intentar siquiera adivinar su edad. Cuando los wamphyri envejecen no exhiben, necesariamente, señales externas del transcurso del tiempo. Shaithis mismo tenía más de quinientos años y no aparentaba más de cincuenta, aunque bien llevados. Pero después de las privaciones a las que se había visto sometido, era evidente que no podría ocultarlo; Lugoz parecía viejo como el tiempo.

Las cejas que coronaban sus ojos, cerrados, de pronunciada forma almendrada, eran pobladas y blancas y aparecían atrapadas en el hielo, como el resto de su cuerpo. Tenía el pelo blanco como un halo de nieve sobre una frente arrugada y castaña como una nuez; las patillas blancas, rizadas y revueltas ocultaban en parte las orejas en forma de concha. Su cara anciana no tenía arrugas, sino surcos momificados, como un trog que hubiera permanecido demasiado tiempo en su capullo y se hubiera marchitado. Tenía las grises mejillas hundidas y una mandíbula puntiaguda de la que surgía un mechón de rala barba blanca. Del marchito labio inferior sobresalían unos colmillos amarillos; el de la izquierda estaba roto. El vampiro congelado había conservado fuerzas suficientes para que le creciera otro.

Las ventanas de la nariz corta, ancha y torcida (más parecida al hocico de un murciélago de lo que solía ser costumbre en los wamphyri) mostraba señales de corrosión, que Shaithis atribuyó a los efectos de alguna enfermedad. Un inmenso quiste purpúreo abultaba en la parte inferior de la barbilla, como las carnosidades hinchadas que presentaban algunas aves de la Tierra de las Estrellas.

En cuanto a los atavíos, Kehrl Lugoz vestía una sencilla túnica negra, con la capucha caída; las anchas mangas le colgaban alrededor de las huesudas muñecas y el dobladillo le pendía entre las pantorrillas de pollito, aunque, claro está, las mangas y el dobladillo no estaban sueltos sino congelados y duros como la piedra. Las manos se salían de las mangas y eran de dedos sumamente largos, tenían las uñas puntiagudas y afiladas y en el índice de la derecha llevaba un voluminoso anillo de oro. Shaithis no pudo distinguir el sello. Las venas aparecían blancas y henchidas en el dorso de las manos, en lugar de tener una tonalidad olivácea o purpúrea. Antes de quedar congelado, aquel wamphyri se había pasado mucho tiempo sin probar sangre.

¡Despierta!, pidió Shaithis con un mensaje telepático. Quiero conocer tu historia, tus secretos. ¡Porque tengo la impresión de que formas parte de la historia wamphyri! El tal Shaitan del que hablas, ¿es Shaitan el Nonato? Él y sus discípulos fueron desterrados a las Tierras Heladas en los albores mismos de las leyendas. ¿Pero sigue aquí? ¿Cómo? No puedo creerlo. ¡Despierta, Kehrl Lugoz! Contesta a mis preguntas.

No recibió respuesta; aquel viejo cuerpo empotrado en el hielo volvía a refugiarse en sus sueños; su corazón marchito latía, pero a Shaithis le pareció que lo hacía aún más despacio. Se moría. La longevidad, aunque mediara la suspensión de las funciones vitales, no era lo mismo que la inmortalidad.

—¡Maldito seas! —espetó Shaithis en voz alta. El eco de su maldición volvió a él, ¿con otros ecos, quizá?, desde las entrañas del castillo de hielo. Esperó a que los ecos se disiparan y quedaran sólo los gemidos de los gélidos vientos, y envió entonces un mensaje de su conciencia vampírica en todas direcciones. ¿Había alguien allí?

… Si había alguien, estaba claro que ocultaba su presencia con suma habilidad. Salvo que…

De pronto, Shaithis se acordó que había dejado a su bestia voladora alimentándose. Si alguien la encontraba allí fuera…

Se puso en contacto mental con la criatura, descubrió que seguía atiborrándose, maldijo a sus anchas, aunque esta vez en silencio y para sus adentros. Le resultaría imposible hacer que la bestia se elevara. Pero al menos podría ordenarle que se alejara de allí.

¡Vete! ¡Arrástrate, deslízate, resbala, pero vete! Márchate hacia el oeste, recorre al menos medio kilómetro y escóndete lo mejor que puedas. Sintió mentalmente cómo la estúpida criatura se apresuraba a obedecerlo.

Satisfecho de que la bestia voladora se alejara de la criatura muerta de Volse y de quienquiera que pudiera encontrarse por allí cerca, Shaithis volvió a concentrarse en el problema que tenía entre manos. Hacía unos instantes, el estrépito producido por unos carámbanos al romperse había despertado a aquel viejo ser. Pues muy bien.

El lord vampiro se dedicó entonces a explorar una terraza superior y descubrió un inmenso chorro de hielo, como una cascada helada, en cuyo borde aparecían formaciones más pequeñas. Cogió uno de aquellos carámbanos, que mediría más de un metro de largo por unos veinte centímetros de ancho, lo cortó y lo transportó hasta el cuerpo envuelto en hielo de Kehrl Lugoz. En vista de que aquel viejo tonto petrificado no se despertaba con medios mentales, se proponía conseguirlo golpeando aquella enorme cuchilla contra su envoltorio.

Completamente concentrado en su tarea, Shaithis no advirtió que alguien se acercaba furtivamente desde la escalera helada. Gritó telepáticamente a la silueta helada y distorsionada por el hielo, «¡KEHRL LUGOZ, DESPIERTA!». Luego echó hacia atrás el carámbano-martillo y golpeó con fuerza la parte frontal de la envoltura de Lugoz. ¡Pero el enorme carámbano se negó a moverse, algo se lo impedía!

Siseando y escupiendo, con la boca abierta, que dejaba ver el velo rojizo de su paladar y el arco brillante y vibrante de su lengua bífida, con los ojos enrojecidos e hinchados, y mientras sus facciones menos humanas fluían instintivamente hasta formar una espantosa máscara inhumana con aspecto de lobo, Shaithis miró por encima de su hombro, dejó caer el carámbano y buscó el guantelete. En ese instante, una garra inmensa cayó sobre su muñeca y la aferró con fuerza, y Shaithis se quedó mirando fijamente las sombrías caras grisáceas de los dos supervivientes de la batalla por la posesión del jardín del Habitante: ¡Fess Ferenc y Volse Pinescu!

Tiró con fuerza, liberó la mano y se apartó de ellos tambaleante.

—¡Malditos sean vuestros corazones! —rugió con un hilo de voz—. ¡Habéis aprendido a ser sigilosos!

—Hemos aprendido muchas cosas. —Volse Pinescu masculló estas palabras con esfuerzo, pues tenía los labios prácticamente sellados por una cicatriz recubierta de pus reseco—. También hemos sabido que el «invencible» ejército vampiro de Shaithis de los wamphyri puede ser quemado, destrozado, aplastado, que sus nidos de águilas pueden ser reducidos a polvo y que sus supervivientes pueden ser desterrados como perros apaleados a los eternos yermos de hielo.

El rostro festoneado de pústulas de Volse se tornó violáceo de rabia y aquel ser repulsivo avanzó hacia Shaithis pesadamente y con aire amenazante. El temperamento del Ferenc era menos explosivo. Su enorme altura, su gran fuerza y sus manos terribles hacían innecesario que se sulfurara.

—Hemos perdido muchas cosas, Shaithis —dijo con voz cavernosa—. Desde que estamos aquí nos hemos dado cuenta de cuánto hemos perdido. Porque este lugar es frío y solitario.

—¿Frío? —profirió Shaithis, colérico—. ¿Qué es el frío para un wamphyri? Ya os acostumbraréis.

Volse inclinó la cabeza hacia adelante con mucha violencia y un grupo de forúnculos de la nuca se le reventaron y el pus amarillo cayó a chorros sobre el hielo.

—¡Ah! —exclamó—. Igual que se acostumbró ése, ¿quieres decir? —Inclinó otra vez la cabeza horriblemente marcada, señalando a Kehrl Lugoz, que seguía sentado e inmóvil como una montaña a unos cuantos palmos de distancia—. ¿Cómo éste y los otros que encontramos enquistados en estas fortalezas de hielo plagadas de ecos?

—¿Otros? —preguntó Shaithis, y miró vacilante primero a Volse y luego al Ferenc.

—Los hay a decenas —contestó Fess Ferenc, con un movimiento afirmativo de su enorme cabeza acromegálica—. Están todos envueltos en hielo, se han aferrado a este clavo ardiendo, esperan a que pase el tiempo y que se produzca un deshielo mágico que los libere y los haga resurgir en una tierra llena de vida. O la muerte. Porque el frío que hace aquí no es como el de la Tierra de las Estrellas, Shaithis. ¡Aquí es eterno! ¿Acostumbrarnos? —se mostró escéptico como Volse Pinescu—. ¿Resistirlo? ¿Calentarnos? ¿Avivar nuestro fuego interior para protegernos de él? ¡Pero los fuegos necesitan alimentarse…, la sangre es vida! ¿Con qué vamos a alimentarnos mientras nos acostumbramos a este frío? La sangre se enfría, Shaithis, gota a gota, minuto a minuto. Los miembros se te entumecen y hasta el corazón más recio se vuelve lento.

—¿Y preguntas qué es el frío para un wamphyri? —dijo Volse—. ¡Ja! ¿Cuántas veces tuviste frío en la Tierra de las Estrellas, Shaithis? ¡Te lo diré yo: nunca! Te mantenían caliente el ardor de la cacería, el fuego vivo de la batalla, la sangre salada y tibia de los trog o los Viajeros. Y cuando salía el sol, tenías el abrigo de una cama acogedora, y los pechos y las nalgas de las mujeres lujuriosas dispuestas a chuparte el aguijón de la cola. Tenías todas esas cosas para entrar en calor. ¡Todos las teníamos! Y teníamos un jefe que nos decía: «Unámonos para tomar el jardín del Habitante». ¿Y qué tenemos ahora?

Shaithis miró al Ferenc, que se encogió de hombros y respondió:

—Llevamos aquí más tiempo que tú. Hace frío y cada vez tenemos más frío. Y lo que es peor, tenemos hambre… —Su voz se había convertido en un gruñido.

La mano de Volse se dirigió lentamente hacia el guantelete que llevaba colgado de la cadera…, tal vez se tratara de un movimiento inconsciente…, aunque podía significar cualquier cosa. Shaithis dio un paso atrás.

El lord amenazado hundió la mano en el guantelete, la flexionó en su interior y cuando salieron todas las cuchillas, punzones y bordes cortantes, Fess Ferenc levantó una ceja y rugió:

—¿Dos contra uno, Shaithis? ¿Te gustan las desigualdades, eh?

—No demasiado —siseó Shaithis—, ¡pero me aseguraré que perdáis tanta sangre como la que bebáis! ¿Qué provecho podríais sacar de ello?

Volse carraspeó, tosió con fuerza y escupió una flema amarilla.

—Yo digo… que… ¡valdría la pena! —Se agazapó; él también llevaba puesto el guantelete.

El Ferenc se limitó a relajarse, se hizo a un lado, se encogió de hombros y dijo:

—Pelead si queréis. Yo preferiría comer. Los estómagos llenos son menos feroces, y los cerebros con sangre que fluye en ellos son más capaces de pergeñar astutas artimañas. —Tal vez aquella máxima no se adecuara a los hombres, pero era sin duda aplicable a los wamphyri.

Al verse solo, Volse se lo pensó mejor.

—¡Ja! —bufó, y se dirigió al Ferenc—. ¡Vaya, Fess, parece que la mente te funciona igual de bien cuando tienes hambre! Si Shaithis y yo lucháramos, te darías un banquete con el perdedor y después serías más fuerte que el vencedor. —Asintió y se quitó el guantelete—. No soy tan tonto.

El Ferenc se rascó la mandíbula prominente y en su rostro se dibujó una sonrisa sombría.

—Es extraño, pero siempre te había considerado un tonto…

Con cautela, Shaithis se quitó el guantelete, lo colgó de su cinturón y finalmente asintió y sacó de su morral un corazón rojo, del tamaño de un puño.

—Si estáis tan hambrientos, aquí tenéis —dijo y lo lanzó hacia ellos.

Volse lo agarró en el aire y le hincó sus dientes babosos. Pero el Ferenc se limitó a sacudir la cabeza.

—Rojo y humeante para mí —dijo—. Al menos mientras pueda conseguirlo.

Shaithis arrugó la frente y entrecerró los ojos con suspicacia cuando el gigante comenzó a descender las escaleras heladas.

—¿Qué plan tienes? —le espetó—. ¿A quién vas a matar?

—Mejor pregunta qué —contestó el Ferenc por encima del hombro—. Y no voy a matarlo, sino que lo vaciaré poquito a poco. Creo que la respuesta es obvia.

Shaithis y Volse lo siguieron.

—¿Qué? —preguntó Volse con la boca llena de corazón de osa—. ¿Qué es lo obvio?

El Ferenc le devolvió la mirada y repuso:

—¿Qué comiste cuando tu bestia voladora cayó exhausta?

—¡Aaah! —exclamó Volse, escupiendo trozos de oscura carne congelada.

—¿Qué? —insistió Shaithis, y aferró al Ferenc por el hombro—. ¿Hablas de mi bestia voladora? ¿Vas a dejarme aquí abandonado para siempre?

El Ferenc se detuvo, se dio la vuelta y lo miró a los ojos. Se encontraba dos escalones más abajo que Shaithis y, sin embargo, el gigante lo miraba a los ojos.

—¿Por qué no? —le contestó—. Si estamos aquí es por tu culpa.

—¡No! —escupió Shaithis y con un ademán veloz buscó el guantelete, pero el Ferenc lo levantó en vilo.

Shaithis cayó. Demasiado exhausto y débil como para transformarse en una superficie de sustentación, se limitó a apretar los dientes y a esperar que actuara la gravedad. En su descenso golpeó contra varias cornisas heladas, sin sufrir daños graves, hasta que por fin aterrizó sobre la nieve, golpeándose un hombro y el pecho. ¡Menos mal que había nieve!

La nieve entraba por una ventana en arco y en el suelo había una costra de hielo de más de un metro de espesor. Shaithis hizo crujir la costra de hielo, comprimió la nieve, se dislocó el hombro derecho y se rompió dos de las costillas que acababan de soldársele. Se quedó tendido, presa de dolor, y maldijo a Fess Ferenc desde lo más profundo de su negro corazón.

Maldíceme cuanto quieras, Shaithis. El Ferenc lo había oído. Pero sé que te lo pensarás mejor. Claro que sí, al fin y al cabo había que elegir entre tú o tu bestia voladora. Volse se habría inclinado por ti, porque dentro llevas un vampiro. ¡Ah, la esencia misma de los vampiros! Pero personalmente creo que es mejor que vivas. Al menos durante un tiempo.

Shaithis se puso en pie, se alejó tambaleante y buscó un sitio donde ocultarse. Se dejó invadir por el dolor y evocó deliberadamente los sufrimientos de su caída en la Tierra de las Estrellas, cuando se había roto el cuerpo y la cara, y de la lucha con las osas, y los unió al dolor de la caída. Dejó que estas falsas impresiones de daño extremo salieran de él para que, con suerte, la mente vampírica del Ferenc las recogiera y las tradujera equivocadamente. Existía la posibilidad de que Volse también las leyera, pero Shaithis lo dudaba. El rey de los forúnculos era un simplón y estaba demasiado obsesionado con la fabricación de abscesos.

¿Cómo? El Ferenc parecía sorprendido, aunque no estaba en absoluto preocupado. ¿Tanto dolor? ¿Has caído de cara, Shaithis? Le ofreció una sarcástica risita mental. ¡Ahora sabrás cómo me he sentido durante todo este tiempo, porque tu cara siempre me ha resultado lesiva!

, Shaithis no pudo contenerse, ríe cuanto quieras, Fess Ferenc. Pero no olvides que quien ríe último…

La risita del Ferenc se borró de la mente de Shaithis.

Ah, no estás tan malherido después de todo, ¿eh? Qué pena. ¿O es que acaso has tratado de que pareciera otra cosa? Da igual, creo que necesitas una advertencia: no interfieras, Shaithis. Si piensas ordenar a tu bestia voladora que huya, olvídalo. Porque si no logramos encontrar a tu criatura puedes estar seguro de que volveremos por ti. Si le pides que nos ataque, acabaremos ganando. Porque, como muy bien sabes, las bestias voladoras no son grandes guerreras y nuestros pensamientos las atraviesan como flechas. ¡Y después volveríamos por ti! Deja que hagamos las cosas a nuestro modo, no protestes y durante un tiempo… sabrás al menos a donde ir cuando tengas hambre. Mientras nos dure tu bestia voladora, y siempre y cuando no estemos cerca de ti cuando te alimentes, puede que vivas por más tiempo, Shaithis de los wamphyri.

Shaithis encontró un nicho de hielo profundo y bien protegido en el laberinto del castillo y se ocultó en él. Se envolvió en la capa y moderó su vibrante aura de vampiro. Se avecinaba un tiempo de cicatrización. Sería mejor que durmiera y ahorrara energías. Cuando despertara aún le sobraría un poco de corazón de osa. Mientras pudiera cobijar sus pensamientos y sus sueños, Volse Pinescu y Fess Ferenc no lo encontrarían.

Pero antes había algo que deseaba saber.

¿Por qué, Fess?, envió su última pregunta telepática. Pudiste matarme y, sin embargo, has permitido que viviera. Seguro que no ha sido por obra de tu bondadoso corazón. ¿Por qué?

En medio de las escaleras, el Ferenc sonrió de oreja a oreja.

Siempre fuiste un pensador, Shaithis, contestó. Y muy inteligente, por cierto. Has cometido errores, claro está, pero el hombre que nunca se equivoca jamás llega a nada. Tal como lo veo yo, si hay una manera de salir de este lugar, tú la encontrarás. Y cuando la encuentres, yo te seguiré.

¿Y si no la encuentro?

El Ferenc se encogió de hombros y envió a Shaithis esta imagen mental junto con su respuesta:

La sangre es la sangre, Shaithis. Y la tuya es sabrosa y buena. Que quede bien clara una cosa: si hasta aquí hemos de llegar, si el hielo es nuestro destino, cuando llegue el final yo seré quien quede encapsulado esperando el Gran Deshielo. Fess Ferenc y ningún otro. Y no me enfrentaré a mi destino con el estómago vacío…

Dos lores wamphyri exiliados, uno enorme y grotesco, el otro enormemente grotesco, abandonaron el resplandeciente castillo de hielo, husmearon el aire amargo y luego se dejaron guiar por sus hocicos hasta la desgraciada bestia de Shaithis.

La carne no era el alimento que acostumbraba tomar la bestia voladora; su dieta consistía normalmente en huesos molidos, pastos de la Tierra de las Estrellas, miel y otros líquidos dulces y algo de sangre. Sin embargo, dada su constitución metamórfica, era capaz de consumir cualquier tipo de materia orgánica. En esa ocasión, después de haberse atiborrado con la carne congelada de otra bestia voladora, debía descansar hasta haber digerido y transformado el alimento. Ahíta, ya no se encontraba donde los ex lores la habían visto por primera vez, junto al cadáver devorado de la bestia voladora de Volse, sino que había buscado refugio al socaire de un gran bloque de hielo a poco más de medio kilómetro hacia el oeste, donde Shaithis le había ordenado.

Con unos inmensos ojos como platos en sus flancos coriáceos, la estúpida criatura lanzó una mirada triste al Ferenc y a Volse Pinescu y agitó la cabeza en forma de diamante cuando los vio acercarse. Húmedos y con pesados párpados, sus ojos veían pero apenas alcanzaban a comprender. A menos que la bestia voladora recibiera instrucciones de Shaithis, su amo legítimo, no haría nada, ni siquiera pensaría. Intentaría protegerse en cierta medida, pero nunca hasta el punto de lastimar a uno de los wamphyri. Porque los embates de la telepatía concentrada de los vampiros eran capaces de pinchar como dardos y las dejaba sumisas y temblorosas en un instante. Por lo tanto, aunque la bestia voladora no volaría para Fess ni para Volse, al menos permanecería allí echada. Incluso cuando ellos le cortaran la cálida barriga para seccionar los gruesos tubos de sus venas que abrirían a chupetones.

En su nicho del castillo de hielo, Shaithis oyó el sonoro plañido mental de la criatura y sintió la tentación de enviarle órdenes como: ¡Échate a rodar, aplasta a estos hombres que te atormentan! ¡Enróscate y cae sobre ellos! Aunque se encontraba a una cierta distancia, podría transmitir tales órdenes, sabía que la bestia voladora lo obedecería instantánea e instintivamente. Pero también sabía que si la bestia podía herir a los lores, jamás los mataría, y recordaba la advertencia del Ferenc. Si volvía a la bestia voladora contra ellos (a menos que tuviera garantías de que los anularía por completo) se expondría a un riesgo demasiado grande. Por eso se limitó a apretar un poco más los dientes, a no moverse y a no hacer nada.

A Shaithis le pareció un gran desperdicio utilizar a su estupenda bestia voladora como comida. Sobre todo cuando la criatura de Volse —literalmente dos toneladas de excelente carne, aunque no demasiado apetitosa— se echaría a perder. Aunque no era del todo así. Al estar congelada, no se estropearía, sino que estaría disponible durante muchísimo tiempo. Pero Shaithis sabía que detrás de todo aquello había algo más que el hambre; el Ferenc tenía otras intenciones además de llenarse el estómago.

Por una parte, la bestia quedaría tan debilitada por aquella primera «visita» glotona de Fess y Volse que le sería imposible volar; con ello, Shaithis quedaría atrapado en aquellas tierras, como ellos. Era la manera del Ferenc de pagarle por haber perdido la batalla por la posesión del jardín del Habitante, pero había algo más.

Era evidente que Shaithis había sido el gran pensador, con una capacidad para la maquinación que lo distinguía entre los suyos, los universalmente tortuosos wamphyri. Si había un hombre capaz de encontrar el modo de salir de las Tierras Heladas, ése era Shaithis. Salida que beneficiaría también a Fess Ferenc, quien sin lugar a dudas lo seguiría. Y tal como había señalado con tanto acierto el mismo Fess, ése era el motivo por el cual a Shaithis le habían perdonado la vida: para que se concentrara en su supervivencia y ayudara así a todos los exiliados.

Ese «todos» se refería pura y exclusivamente a Fess Ferenc, porque a Shaithis no le cabía duda de que a la larga (a menos que se produjera algún cambio imprevisto y sustancial) el abominable Volse Pinescu acabaría teniendo el mismo fin que toda carne. En cuanto a por qué el Ferenc había permitido que Volse viviera, tal vez fuera porque no soportaba la idea de comérselo. Shaithis se permitió esbozar una mueca dolorosa y amarga antes de volver a analizar la cuestión de la supervivencia de Volse. Una explicación mucho más factible radicaba quizás en la soledad y el aburrimiento que reinaban en aquellas Tierras Heladas; posiblemente, el gigante Fess añoraba la compañía. Sin duda, en el poco tiempo que llevaba allí, Shaithis había sentido el peso enorme de la soledad…, ¿o no?

Aunque aquel lugar parecía completamente muerto y carente de cualquier forma de vida inteligente digna de mención, él no estaba muy convencido. Desde su nicho de hielo, con los pensamientos a salvo, notaba aquel cosquilleo instintivo de la conciencia de su ser vampírico, su mente de vampiro sospechaba que… ¿alguien observaba sus cavilaciones? Tal vez. Pero saberlo o sospecharlo era una cosa y probarlo otra bien distinta.

Por el momento, se dedicaría a dormir y dejar que su vampiro lo curara; entonces volvería a concentrar su atención en cómo conseguir sobrevivir…

… Además de lograr su venganza.

Shaithis cerró firmemente su mente, se acomodó y por primera vez notó la mordedura del frío. Sabía que el Ferenc y Volse Pinescu estaban en lo cierto: incluso la carne de un wamphyri acabaría sucumbiendo a un frío como el de las Tierras Heladas. No había manera de negarse a la evidencia, y menos después de una prueba tan patente como la de Kehrl Lugoz.

Cuando Shaithis se disponía a cerrar el ojo derecho (pues el izquierdo permanecía siempre abierto, aunque durmiera), algo pequeño, blando y blanco revoloteó por un momento ante su rostro para desaparecer veloz mientras lanzaba unos grititos casi inaudibles en los nidos de águilas que había en los hielos de las alturas. Pero antes de que huyera, Shaithis logró reconocerlo. Aquel ser volador tenía ojos rosados, alas membranosas y un hocico arrugado surcado de venitas rosadas. Era un murciélago albino y enano; le había dado una idea a Shaithis.

En esos momentos, Volse Pinescu y el Ferenc estarían absortos con la comida, probablemente atontados por culpa de su propia glotonería. Shaithis se arriesgaría a abrir su mente. Envió un mensaje llamando a todos los murciélagos del castillo de hielo, que, al cabo de un rato, acudieron a él. Al principio le tuvieron miedo, pero poco a poco se fueron posando sobre él, de a uno, de a dos, de a tres, hasta cubrirlo con su manto nevado y blando. Una colonia de criaturas se apiñó en el interior del nicho de Shaithis.

Lo taparon con sus pequeños cuerpos y le dieron calor para que él durmiera…

Los murciélagos secuaces de Shaitan el Nonato (también llamado el Caído) no sólo calentaron a Shaithis en el lugar donde dormía, sino que lo vigilaron, tal como habían hecho desde su llegada. También habían vigilado a Fess Ferenc y a Volse Pinescu; y a Arkis Leprafilius y sus esclavos (a los cuales, al cabo de sólo dos auroras boreales, Arkis había exprimido antes de esconder sus cuerpos exangües en un glaciar), y a dos lugartenientes de Menor Mordisco, liberados del cautiverio por la muerte de Menor en la batalla por el jardín. Todos ellos se habían encaminado hacia allí, y sus actividades posteriores habían sido objeto de la vigilancia de los pequeños albinos, quienes habían rendido fielmente cuenta a Shaitan, su amo inmemorial.

Los dos lugartenientes, ex Viajeros vampirizados por Menor, habían sido los primeros exiliados en llegar allí. Después de consumir la mejor bestia voladora de su amo muerto, abandonaron su cuerpo exhausto y disecado en el mar de sal que había al borde de las Tierras Heladas y recorrieron a pie los últimos cuarenta kilómetros. Después, vieron el humo que Shaitan dejó salir deliberadamente por su chimenea y se arrastraron para llegar a aquel sitio que les ofrecería calor. Calor no les había faltado. Giraban despacio, atravesados por unos ganchos de hueso suspendidos del techo, bajo un antiguo respiradero de lava que había en la ladera occidental del volcán: la caverna despensa de Shaitan.

Los lugartenientes habían sido presas fáciles; no llevaban vampiros en su interior; sus mentes y su carne habían sido alteradas pero todavía no eran wamphyri. De haber transcurrido un siglo o más, habría resultado más difícil cazarlos. Pero el tiempo se les había acabado, además de su rica sangre roja.

Con los cuatro lores wamphyri, Shaitan se mostró más cauteloso. Que se pelearan entre ellos, que se cansaran. Era lo más prudente. En su juventud (algo que Shaitan apenas recordaba) las cosas habrían sido bien distintas. Habría podido con ésos y cuatro más como ellos. Pero tres mil quinientos años son muchos, y el tiempo deja su huella no sólo en la memoria. En realidad, en casi todo. Estaba… ¿cansado? Se veía obligado a reconocerlo, ¡hasta su vampiro estaba cansado! Y su vampiro constituía, con mucho, la mayor parte de su ser.

No era un cansancio que debilitara o condujera a la muerte…, era simplemente cansancio. Estaba cansado. Del frío implacable que periódicamente atravesaba la roca volcánica hasta alcanzar el corazón de la montaña y las cavernas de respiración que había en sus cimientos; de la mortalmente aburrida rutina de la existencia; de la oquedad y la inmutabilidad de la existencia en aquellas Tierras Heladas eternas y sin edad.

Pero todavía no estaba cansado de la vida. No del todo.

Al menos, no tanto como para que Shaitan revelara su presencia a seres como Fess, Volse, Shaithis y Arkis Leprafilius. No, porque cuando uno tenía que morir, había muchas maneras mejores de hacerlo. Además, ahora que los exiliados estaban allí, tal vez hubiera más y mejores motivos para vivir.

Sobre todo por aquel Shaithis.

En realidad, con un nombre como aquél, tal vez resultara ser la personificación —¿la encarnación?— de una existencia completamente diferente. Se trataba, sin duda, de un sueño de Shaitan que el tiempo no había logrado borrar. Mientras todo lo demás se había vuelto gris, su sueño conservaba su brillo y su claridad. Y su tonalidad rojiza.

Soñaba con la juventud, el vigor renovado, el regreso triunfal a la Tierra de las Estrellas y la Tierra del Sol, con destruirlos a todos para después lanzarse a invadir otros mundos. De un modo instintivo, Shaitan estaba convencido de que esos mundos existían, y era precisamente esa convicción lo que lo había mantenido con vida a lo largo de los siglos monótonos que había durado su exilio, dándole un propósito a lo que de otro modo habría sido impensable.

Pero mientras el sueño permanecía joven y brillante, el soñador envejecía y perdía vida. Y aunque el envejecimiento no le afectaba la mente, sí había hecho mella en su cuerpo. Las partes humanas de Shaitan se habían consumido para ser reemplazadas por tejidos inhumanos; la metamorfosis de su vampiro había trascendido el deterioro del cuerpo huésped hasta hacer desaparecer casi por completo al hombre, dejando sólo unos vestigios rudimentarios de la carne, los órganos y apéndices originales. Pero la mente fusionada del hombre y el vampiro continuaba viva, y a pesar de que se había olvidado de muchas cosas, el contenido de aquella mente, su conocimiento, era vasto. Y MALIGNO.

La MALDAD de Shaitan era impenetrable, pero no estaba loco. Porque la maldad y la inteligencia no son incompatibles. En realidad se complementan. El asesino necesita tener una mente despierta para elaborar una coartada ingeniosa. Un idiota sería incapaz de construir un arma atómica.

La maldad es el rechazo perverso de la bondad, y en Shaitan esa maldad era absoluta. La suya era una MALDAD capaz de prender fuego al universo, para ponerse luego a contemplar las cenizas con delectación y encontrar agradable el espectáculo. Era la Oscuridad, lo opuesto a la Luz; se podía incluso decir que era la Oscuridad Primigenia, lo opuesto a la Luz Primigenia. Razón por la cual incluso los wamphyri lo habían desterrado. Pero sabía, y no podía explicar cómo lo sabía, que lo habían desterrado mucho antes que eso.

¿Desterrado… por el Bien? ¿Por algún Dios benevolente? Shaitan no era metagnóstico, sin embargo, era capaz de concebir la existencia de un Ser de esas características. Porque ¿cómo iba a existir el MAL sin el BIEN? Dejó de lado por el momento tales pensamientos. Ya llevaba mucho tiempo reflexionando al respecto. En tres mil quinientos años, una mente puede llegar a pensar en muchas cosas, desde lo más trivial a lo infinitamente profundo. De momento, sus orígenes no tenían importancia, pero su destino sí. Y su destino podía muy bien estar ligado a aquel hombre, a aquel ser llamado Shaithis.

En los Viejos Tiempos, los wamphyri habían bautizado a sus «hijos» con sus propios nombres. Los hijos, los receptores de huevos, los vampiros comunes, todos habían adoptado el nombre de su señor. La costumbre había cambiado un poco, pero no del todo, Arkis Leprafilius era hijo receptivo de Radu Arkis, al que llamaban Arkis, el leproso. Por lo cual su «hijo» —un teniente Viajero que hacía más de un siglo había sido acogido favorablemente por Radu— se llamaba ahora Arkis Leprafilius. Llevaba el huevo de Radu.

Del mismo modo, Fess Ferenc era hijo carnal (nacido de una mujer) de Ion Ferenc; su madre Viajera había muerto al dar a luz al gigante, cuyo tamaño era tan inmenso y había impresionado tanto a su padre que lo dejó vivir. Gran error, sin duda. Porque cuando Fess era todavía niño, acabó matando a Ion para abrir su cuerpo, robar y devorar entero su huevo de vampiro. De este modo, Ion no pudo transmitírselo a ningún otro, y su nido de águilas de la Tierra de las Estrellas debió de pasar de modo «natural» a Fess.

En su época, Shaitan había engendrado a muchos descendientes por diversos medios, pero su huevo había ido a parar a Shaithar Shaitanfilius, quien a su vez se había convertido en padre de vampiros. Los hijos de la sangre de Shaitan habían recibido los nombres de Shaithos, Shailar el Obsesionado, Shaithag, y otros. Entre los descendientes de Shaithar Shaitanfilius estaba una tal Sheilar la Puerca, y posiblemente otros con nombres de sonidos parecidos derivados del original. Todos ellos habían nacido antes de que Shaitan fuera desterrado.

¿Sería tal vez demasiada casualidad, algo improbable, que tres mil años más tarde, éste, el tal Shaithis, apareciera allí, desterrado igual que su antepasado? Shaitan creía que no. ¿Pero un descendiente directo? La sangre es vida, y sólo la sangre podría decirlo.

Sí, la sangre lo diría.

Sacadle un trozo —ordenó Shaitan a los minúsculos funcionarios de su ley—. Que uno de vosotros le dé un mordisco, que absorba una gota de su sangre y me la traiga. No dijo nada más.

En la grieta helada en la que se ocultaba, Shaithis apenas notó las agujas afiladas como anzuelos que le pincharon el lóbulo de la oreja para sacarle un poco de sangre; apenas se enteró del zumbido de las alas cuando el murciélago se alejó de él, se internó en el gélido laberinto del castillo de hielo y salió de aquella asombrosa escultura para perderse en la noche estrellada del mundo.

Poco después, el albino se lanzó al interior del cono central del volcán todavía activo, se internó en los aposentos amarillo azufre de Shaitan y allí permaneció, flotando en el aire, a la espera de sus órdenes.

Desde su oscuro rincón, su amo le dijo:

Ven aquí, pequeñito. No te aplastaré.

La diminuta criatura voló hacia él, plegó las alas y se adhirió a la… ¿mano de Shaitan? Tosió un poco, y soltó sobre algo parecido a una palma un poco de saliva, mucosidad y un escupitajo brillante de sangre color rubí.

¡Bien!, dijo Shaitan. Ahora vete.

Feliz de obedecerlo, el murciélago se apartó de su amo y dejó que se las arreglara solo.

Fascinado, Shaitan permaneció largo tiempo contemplando la gotita color rubí. Era sangre, y la sangre es vida. Esperó impaciente a que la carne vampírica de su mano se transformara en una boca pequeña que al fin se abriera y sorbiera la gotita —reacción automática, producto de un instinto repugnante—, con lo cual sabría que aquélla no era más que la sangre de un hombre corriente. Pero esperó en vano, porque igual que él, Shaithis era un ser poco común. Se le parecía mucho.

—¡Es mío! —exclamó por fin Shaitan con un susurro ronco, tembloroso y plagado de regocijo—. ¡Carne de mi carne!

La gotita se estremeció, penetró en la piel leprosa de su mano y entró en él como si hubiera sido una esponja…