(Cuatro años antes)
Las Tierras Heladas
Los grandes lores wamphyri Belath, Lesk el Ahíto, Menor Mordisco, Lascula Dientelargo y Tor Cuerpodesgarrado ya no existían. Todos ellos y muchos otros wamphyri de menor linaje, sus lugartenientes y sus guerreros habían sido eliminados por el Habitante y su padre en la batalla por la posesión del jardín del primero. Se perdió la batalla y los nidos de águila de un kilómetro de altura que poseían los wamphyri (todos salvo el de lady Karen) fueron convertidos en piedras, huesos y cartílagos por las numerosas explosiones de las bestias gaseosas que escupían metano; los amos wamphyri de la Tierra de las Estrellas fueron abatidos por las consecuencias desastrosas de su humillante derrota.
Shaithis, ex jefe del ejército de vampiros, obligó a su bestia voladora a volverse hacia el viento amargo que soplaba del norte y, elevándose en sus corrientes ascendentes, enfiló hacia las Tierras Heladas. No era el primer wamphyri que se aventuraba a seguir ese camino. A lo largo de los siglos muchos lo habían precedido, exiliados o huidos, y después de la batalla del jardín, algunos supervivientes de su ejército también se dirigieron hacia allí. Mejor las Tierras Heladas, fuera lo que fuese lo que allí pudieran encontrar, que las temibles armas del Habitante y su padre. Sí, esos dos, padre e hijo, no eran más que hombres. Pero hombres que poseían ciertos talentos; hombres surgidos de las tierras infernales que se extendían más allá de la Puerta de la esfera; hombres que utilizaban el poder del mismo sol para destrozar la carne protoplásmica y metamórfica de los wamphyri hasta convertirla en un gas sobrecalentado, en una hedionda evaporación.
Harry Keogh y su hijo, llamado el Habitante, destruyeron el ejército de Shaithis, desbarataron sus planes, lo redujeron casi a la nada. Pero ese casi aún significa algo, y en toda la creación no hay nada más tenaz que un vampiro. A la menor oportunidad, Shaithis ampliaría las escasas fuerzas que le quedaban para volver a ser alguien. Cuando llegara ese día, si es que llegaba, entonces los habitantes del infierno pagarían. Ellos y cuantos los habían secundado en la batalla por la posesión del jardín.
Lady Karen los había apoyado, ¡esa traidora ramera wamphyri! Shaithis jaló con fuerza de las riendas de cuero, tirando de la embocadura de oro que llevaba en la boca su bestia voladora hasta que rasgó la carne. La criatura, que en otros tiempos había sido un hombre, un Viajero, transformado horriblemente por obra del arte mutante de Shaithis, lanzó un gruñido quejumbroso por los ollares humeantes y agitó sus alas de manta a mayor velocidad, elevándose aún más en el aire helado como si quisiera alcanzar las frías estrellas diamantinas.
De repente, a espaldas de Shaithis, un estallido de ardiente luz hendió las montañas; los rayos de sol asomaron por detrás de la cordillera y lo golpearon como una lanza desde la Tierra del Sol. Notó cómo la luz bañaba su negra túnica de piel de murciélago, dio un respingo y supo que había volado demasiado alto. ¡Amanecía! El sol se elevó lentamente, exhibiendo su ígneo borde amarillo. A pesar de que estaba helado, Shaithis notó cómo le quemaba la espalda.
Unido mentalmente a la bestia voladora, formada ante todo a partir de un hombre, Shaithis le ordenó a su extraña montura: ¡Deslízate! Había sido un gasto innecesario de fuerza mental, porque la bestia voladora también había sentido los amenazantes rayos del sol. Sus enormes alas de manta se inclinaron hacia arriba por las puntas y dejaron de batir; bajó la cabeza mientras todo su cuerpo planeaba en el aire; Shaithis suspiró, aliviado, y volvió a concentrarse en sus lúgubres reflexiones.
Lady Karen…
Había quienes decían que era una «madre», cuyo vampiro daría a luz algún día cien huevos por medio de su cuerpo. En un futuro lejano, en la Tierra de las Estrellas volverían a aparecer los nidos de águilas, y en ellos habitarían los negros descendientes de Karen y la ramera en persona sería la reina de la colmena de todos los wamphyri. No cabía duda de que Karen y el Habitante firmarían una tregua, que harían las paces y establecerían entre ambos los lazos de la carne. Cómo lo conseguirían era algo que Shaithis ni siquiera lograba imaginar. ¿Acaso no había visto él con sus propios ojos a Harry Keogh y a Karen juntos en la madriguera de ésta, en su nido de águilas de la Tierra de las Estrellas, el único que seguía en pie cuando todos los demás habían sido derribados?
Karen…
Sin excepción, todos los lores vampiros se habían sentido atraídos por su cuerpo y su sangre. Y si hubieran ganado la batalla por la posesión del jardín del Habitante, Shaithis habría reinado junto a ella. ¡He ahí un pensamiento digno de saborear!
Karen.
Shaithis la recordaba tal como la había visto durante una reunión de todos los lores wamphyri en el nido de águilas de Karen.
Tenía el pelo bruñido como el cobre, parecía llamear y se movía sobre sus hombros como si fueran finos hilos de oro que quisieran competir con las ajorcas doradas que le adornaban los brazos. Los eslabones de oro de una fina cadena que le rodeaba el cuello sostenían la túnica ceñida que dejaba entrever el firme pecho izquierdo y la nalga derecha, y como iba desnuda, de haberse visto del todo, el efecto habría sido explosivo. Si los lores que la veían de aquel modo hubieran llevado guanteletes de batalla, y si el orden del día de la reunión no hubiera sido tan importante, con toda probabilidad los lujuriosos lores habrían luchado por ella. ¿Y cuál era el más lujurioso de los wamphyri?
De un hombro pálido y perfecto pendía una capa negro humo, hilada con destreza de la piel de Desmodus, en la que brillaban puntadas doradas; calzaba unas sandalias de pálido cuero, también cosidas con hilo de oro, y de los lóbulos de sus orejas pendían unos discos dorados en los que aparecía su signo cabalístico: la cabeza de un lobo aullando.
¡Karen te dejaba sin aliento! Shaithis había notado cómo los pensamientos de los demás lores se encendían igual que su sangre y supo entonces que todos habían deseado estar dentro de ella. Hasta los pensamientos del más taimado y tortuoso de todos ellos, Shaithis, habían sido desviados, precisamente lo que la bruja deseaba. No cabía duda, Karen era muy lista. Aún podía verla, un recuerdo ardiente en su memoria.
Su cuerpo tenía la cadencia sinuosa de las mujeres Viajeras al bailar y, sin embargo, parecía tan indiferente que rayaba en la inocencia. Su rostro, en forma de corazón, con un rizo de pelo rojo que colgaba sobre la frente, también podría haber sido inocente…, pero sus ojos escarlata la delataban. Tenía unos labios gruesos, rojos como la sangre, color que acentuaba la palidez de sus mejillas, ligeramente hundidas. Tan sólo la nariz poseía un aspecto un tanto desfavorecedor, porque era un poco inclinada, regordeta, con los orificios excesivamente redondos y oscuros. Y quizá también sus orejas, medio ocultas entre los cabellos y un poco retorcidas, como las extrañas orquídeas que crecían en la Tierra del Sol. Hermosa, pero…, ¡ay!, una wamphyri.
Shaithis se estremeció. Pero no de frío, sino de deseo y de odio. Era un temblor que lo recorrió como la vibrante descarga de la electricidad. Y era el reconocimiento certero de su ambición. Tiempo atrás, destruir al Habitante había sido todo su afán. Pero en aquel momento tenía otras ambiciones.
—Algún día, Karen —prometió Shaithis, con voz cavernosa—, si hay justicia, algún día, serás mía. ¡Ah, y mientras por un lado te llenaré hasta rebosar, por el otro te vaciaré hasta la última gota! ¡Te hincaré en el corazón una paja de oro y por cada gota lechosa que tu sexo me haga derramar, te extraeré un gran sorbo escarlata! De manera tal que comparados nuestros agotamientos, mientras el mío será temporal…, el tuyo será definitivo. ¡Lo juro! —Era su juramento wamphyri.
Mirando ceñudo el viento amargo, Shaithis voló hacia el norte…
El lento elevarse del sol por la Tierra del Sol no logró dar alcance a Shaithis de los wamphyri; si bien volaba despacio hacia la curva del mundo de los vampiros, en dirección a su techo, avanzaba más deprisa que los rayos dorados que lo perseguían. Al cabo de poco tiempo, Shaithis llegó y cruzó el borde al cual los rayos del sol jamás llegaban; supo entonces que había llegado a las Tierras Heladas.
A Shaithis nunca le habían interesado demasiado las leyendas y las historias. De las Tierras Heladas sólo conocía los detalles que adornaban los cotilleos diarios o que eran de público conocimiento: que el sol no brillaba nunca en aquellas tierras era evidente; pero se rumoreaba que si uno cruzaba el casquete polar y seguía adelante, encontraría más montañas y nuevos territorios por conquistar. Pero no se sabía de nadie que hubiera comprobado la leyenda (al menos no por voluntad propia), porque las altas columnas de la Tierra de las Estrellas habían sido la morada de los wamphyri, sus madrigueras y nidos de águilas desde tiempos inmemoriales. Así había sido hasta el día anterior. A partir de aquel momento, el mito iba a ser puesto a prueba.
En cuanto a las criaturas de las Tierras Heladas, se decía que en las márgenes de sus océanos abundaban enormes peces de sangre caliente, inmensos como el más poderoso de los guerreros y con unas bocas como palas con las que barrían el mar en busca de presas más pequeñas. Llegaban hasta allí provenientes de un océano oriental, nadando a lo largo de un río cálido que recorría el mar mismo. A Shaithis aquello le parecía pura invención.
También había murciélagos que se comían a los peces más pequeños. Estos últimos eran unas miniaturas albinas que moraban en las cavernas de hielo y cuyas mentes armonizaban con las de los wamphyri, del mismo modo que ocurría con sus parientes de zonas más hospitalarias. Otro mito que habría que poner a prueba.
Además de las ballenas y de los murciélagos de nieve, Shaithis había oído hablar de los osos, parecidos a los pequeños osos pardos de la Tierra del Sol, pero enormes y blanquísimos, que se camuflaban con la nieve y el hielo para abalanzarse sobre el primer desprevenido que pasara por allí. Aunque todo eso estaba por verse. Ninguna de aquellas cosas lo asustaban. Porque eran vida y la vida significaba sangre. Y tal como rezaba un antiguo refrán wamphyri, la sangre es la vida…
Durante el equivalente a dos días y medio en tiempo terrestre, Shaithis voló sin prisa pero sin pausa en dirección al norte hasta que, al final de un prolongado planeo y cuando su bestia voladora debía iniciar una vez más el ascenso, atisbó unos osos que se calentaban a la luz de las estrellas sobre un témpano que se alzaba en el borde de un mar cubierto por una costra de hielo. La bestia voladora de Shaithis estaba cansada; ya había consumido las grasas, los líquidos y la carne metamórfica. En la Tierra de las Estrellas hacía frío, pero las Tierras Heladas eran tan gélidas que no había siquiera punto de comparación. Aquel lugar era tan bueno como otro cualquiera para parar y descansar, porque también Shaithis estaba cansado. Y hambriento.
Cuando vio que un acantilado de hielo se alzaba sobre el mar, hizo descender a su bestia voladora, le ordenó que permaneciera allí mientras él recorría a grandes zancadas la costa congelada. Lo elevado de aquel lugar lo hacía apto como plataforma de despegue cuando llegase el momento de reiniciar el viaje. A medio kilómetro de allí, los osos presintieron su llegada; un par de ellos se alzaron sobre las patas traseras en el témpano bamboleante, husmearon el aire con suspicacia y gruñeron para indicar su malestar. Se trataba de un grupo de hembras, y los oseznos aparecieron de entre las patas de sus madres cuando éstas comenzaron a lanzar rugidos de advertencia.
Shaithis sonrió sombríamente y continuó andando. Aquellos rugidos eran todo un reto. Su naturaleza wamphyri reaccionó al oírlos; su rostro se alargó, unos dientes afilados como agujas emergieron a través del cartílago de sus mandíbulas y de sus encías como si se tratara de la erupción de unas dagas de hueso. La boca se le llenó del sabor salado de su propia sangre, lo que sirvió también para acelerar su monstruosa metamorfosis.
El lord vampiro medía casi dos metros diez, pero las osas, que no paraban de gruñir y rugir excitadas en el témpano flotante, amenazando con darle la vuelta, lo superaban en casi treinta centímetros. Sus patas, que triplicaban en tamaño las manos de Shaithis, remataban en unas garras tan afiladas que, con un simple movimiento, les permitían traspasar a los peces en el agua.
¡Ah!, pensó Shaithis, cuánta carne fuerte y buena y qué espíritu luchador tienen estas bestias. ¡Qué magníficos guerreros podría construir con vosotras!
Se encontraba ya a apenas cien metros, distancia que las madres consideraron demasiado peligrosa. Se zambulleron entre el breve oleaje y se dirigieron hacia la costa. Obligarían a esa criatura a alejarse o la matarían. Si conseguían lo primero, se darían por satisfechas; si lo segundo, aquella presa constituiría un buen bocado de carne roja para sus crías.
Shaithis, que se encontraba a cincuenta metros de las osas, que habían salido ya del agua y se sacudían el pelambre puestas en cuatro patas, como inmensos perros desgreñados, se sacó el guantelete que llevaba en la cintura y lo enfundó en la mano derecha.
Venga, muchachas, acercaos, las conminó con sus poderes telepáticos; no sabía ni le importaba si lo oían. Vengo desde muy lejos y tengo hambre, y todavía me queda por recorrer un largo camino helado, de modo que mi apetito aumentará.
Su «mano» apenas alcanzaba las dos terceras partes de una de las patas de las osas; no obstante, era mucho más letal. Dentro del guantelete, abrió los dedos en abanico y la grotesca palma se convirtió en un escalpelo con afilados bordes, cuchillas y guadañas. Cerró la mano para formar con ella algo que se pareciera a un puño, y de los nudillos se alzaron unos pinchos cortantes de varios centímetros de largo y cuatro punzones de afilado hierro apuntaron hacia adelante como arietes.
Las osas iniciaron el ataque; la más pequeña (aunque sólo por pocos centímetros) dirigía a la más grande. Shaithis había escogido el lugar de la batalla: se quitó la capa con un ademán, y se alzó cuan alto era en el centro de una zona despejada y helada rodeada de un campo de puntiagudos peñascos de hielo. Las osas se encontraban en desventaja; se acercaron, resbalando, por un terreno desigual. Rugieron y el lord vampiro contestó con otro rugido que no hizo más que aumentar la furia de las bestias.
Hasta poco antes, Shaithis había tenido una apariencia más o menos humana. En ese momento, era cualquier cosa menos humano. Su cráneo se había alargado hasta adquirir aspecto de lobo; su boca era un enorme agujero bordeado de blancos dientes, afilados como los de un tiburón. La larga nariz se había ensanchado y aplanado contra la cara, y era sensible como el hocico de un murciélago. Aunque hubiera estado ciego, aquel hocico y sus orejas retorcidas habrían rastreado los movimientos de sus contrincantes con tanta precisión como sus ojos escarlata. La mano derecha, enfundada en el guantelete, se había expandido hasta llenar aquella temible arma, dándole mayor peso, mientras que la izquierda era como la zarpa de un caimán y estaba dotada de garras rematadas por cinceles quitinosos y punzantes.
A pesar de que su silueta conservaba forma humana, de hecho, se había transformado en una criatura-guerrera compuesta: ¡un wamphyri!
La osa que encabezaba el grupo se acercó, corriendo atolondradamente, y en cuanto entró en el campo de batalla se alzó en las patas traseras. Shaithis dejó que se acercara y esperó, acurrucado en el suelo, para lanzarse en el último momento sobre las corpulentas patas del animal. Se aferró a ellas, se estiró hasta rodearla por atrás y la desjarretó con un diestro movimiento del guantelete. La osa lanzó un aullido y cayó pesadamente sobre su atacante; antes de que Shaithis pudiera escapar, aquella mole se le desplomó encima y le abrió la espalda de un zarpazo. En cuanto notó el dolor, lo neutralizó a fuerza de concentración; se retorció hasta liberarse de la osa herida y buscó a su corpulenta compañera. ¡Ya la tenía encima!
Unas patas enormes lo buscaron a tientas allí donde se había deslizado sobre la espalda lastimada; unas mandíbulas potentísimas se cerraron sobre su antebrazo izquierdo, que había levantado para protegerse la cara. Pero mientras la enorme cabeza de la osa estaba ocupada con su brazo y las garras del animal hendían su cuerpo, Shaithis describió un arco mortal con su guantelete. Golpeó con fuerza contra la cabeza de la osa, le destrozó la oreja izquierda y le alcanzó el ojo; el animal herido se irguió veloz y se apartó, arrastrando a Shaithis. El wamphyri había logrado liberar su brazo izquierdo, pero lo tenía aplastado e inutilizado. Si la bestia llegaba a cerrar las enormes fauces alrededor del cuello o del hombro, estaría acabado.
Ensangrentada, rugiendo de rabia y dolor, la osa sacudió la cabeza roja y destrozada y salpicó los ojos de Shaithis con perlas de sangre. Sin prestar atención a lo que acababa de suceder, y mientras la osa se disponía a dirigir sus fauces hacia la cara del wamphyri, éste metió el guantelete directamente en la cavernosa boca de la bestia. Unos dientes como cabezas de martillos de oreja se hincaron en el guantelete mientras éste los destrozaba. Shaithis hundió más su terrible arma, la giró hacia ambos lados, abrió así la garganta al animal y luego tiró hacia abajo en dirección al gaznate de la osa.
La bestia se tambaleó de un lado para otro mientras golpeaba con los brazos inútilmente. Shaithis abrió el guantelete en la boca de la osa, lo extrajo y le dislocó lo que le quedaba de mandíbula inferior. La osa ya no lo mordía. Mientras aún se agitaba, el wamphyri volvió a golpear con el guantelete, esta vez con los punzones de hierro desplegados. Se enterraron en el cráneo a través de la masa enrojecida de su oreja y le hundieron el delicado hueso hasta llegar al cerebro.
Estaba derrotada; la bestia gruñía, jadeaba y se agitó dando zarpazos inútiles en el aire. Shaithis hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban para hundir una vez más el guantelete en la mandíbula del animal hasta llegar al fondo de la garganta, donde aferró la columna vertebral y la arrancó de cuajo. Prácticamente decapitada, la bestia muerta se mantuvo en pie durante un momento. Luego, el hielo se estremeció y el enorme cuerpo se desplomó con un ruido seco.
Shaithis saltó sobre ella, sepultó su horrible cara en la pulpa de su cabeza y se manchó de rojo humeante. ¡La sangre es vida!
… Al cabo de unos instantes se incorporó. A poca distancia de allí, la otra osa había dejado en el hielo un rastro de sangre de dibujo desigual por donde se había alejado arrastrando las patas traseras inutilizadas. Shaithis pugnó por contener el dolor y se dirigió hacia la criatura herida; a la primera oportunidad que tuvo, le arrancó los músculos y los tendones de una pata y luego de la otra. Cuando la osa quedó completamente incapacitada, le abrió el gaznate y dejó que la vida que le quedaba manara humeante sobre el hielo.
Volvió a beber la sangre caliente y hedionda y sintió que recuperaba las fuerzas. A cierta distancia de allí, desde lo alto de los helados acantilados, su bestia voladora agitó la enorme cabeza en forma de diamante. Shaithis se puso en pie y le ordenó:
¡Ven aquí!
La bestia acudió a su llamada. Resbalando en el borde, sus múltiples «patas» se desenroscaron como víboras y se lanzó al aire; planeó sobre el mar, luego inclinó una enorme ala de manta, giró y regresó. Se posó sobre el hielo a una distancia respetuosa y, cuando Shaithis insistió, se acercó aleteando hasta donde esperaban los cadáveres. Entretanto, el lord vampiro había cortado los enormes corazones humeantes de las osas y los había guardado en su morral para más tarde.
Se apartó, se sentó sobre un tocón de hielo y ordenó a su bestia voladora:
Come. Recupera fuerzas.
Bajo la brillante luz de la luna y las estrellas, la bestia renegada recuperó gran parte del calor, las grasas y líquidos perdidos.
Así me gusta, come bien, le dijo Shaithis. Pasará un tiempo hasta que volvamos a encontrar carne tan fuerte como ésta. Por lo menos, hasta que yo me haya curado.
Después, poco a poco, dejó que el dolor invadiera libremente su cuerpo: las terribles punzadas de la espalda rota, el brazo aplastado y las costillas partidas allí donde habían recibido los golpes de la osa. ¡Sintió un dolor inmenso! El vampiro que llevaba dentro lo sintió también y fue el estímulo que aquella cosa necesitaba para luchar por la recuperación. El dolor… En ocasiones como aquélla, después de una batalla ganada duramente, el dolor era más cálido que el interior caliente y suculento de una hembra. Shaithis se enorgullecía de que el dolor recorriera su cuerpo para sentir cómo las cicatrices se cerraban. Tal vez dejara algunas abiertas, o al menos cubiertas con una costra, como recuerdo de su victoria.
Aunque…, ¿quién iba a admirarlas?
Después de un larguísimo vuelo, Shaithis atisbó los castillos de hielo que relucían bajo las contorsiones serpenteantes de la aurora.
No podían ser otra cosa que nidos de águila. El corazón le latió con más ímpetu dentro del enorme pecho. ¿Wamphyris allí? ¿En qué clase de criaturas se habrían convertido a causa de las bajísimas temperaturas de las Tierras Heladas? ¿Serían albinos, como los míticos murciélagos a los que les crecía una blanca pelambre que los mantenía abrigados? ¿De qué se alimentarían? Y, más importante aún, ¿cómo reaccionarían ante la presencia de lord Shaithis?
Condujo a su bestia voladora a zonas más elevadas, para espiar mejor las tierras cubiertas de hielo. Hacia el norte, tal vez en el extremo más septentrional, una hilera de volcanes apagados elevaban al cielo los conos de sus cráteres a través del hielo y la nieve. Se extendían, tanto hacia el este como el oeste, hasta donde alcanzaba la mirada de Shaithis, perdiéndose de vista en horizontes helados y relucientes. Algunos estaban envueltos en hielo, otros dejaban ver la roca desnuda; de todo ello Shaithis dedujo que las montañas descubiertas debían de conservar una parte de su antiguo fuego.
Su opinión se vio reforzada cuando notó que el cono central y más grande despedía un poco de humo. Pero era un efecto que iba y venía y podía tratarse de una ilusión óptica producida por el deslumbramiento general. Deslumbramiento provocado por las estrellas y la aurora: el techo del mundo aparecía iluminado por una extraña luz diurna de tonos azulados. La luz no era considerada como algo esencial por los wamphyri, todo lo contrario, puesto que la noche era su elemento; poseían unos ojos capaces de ver en los lugares más oscuros.
En cuanto a las columnas de hielo, Shaithis las escrutó tan a fondo como le fue posible. Eran simples toperas comparadas con las otrora poderosas columnas de piedra y hueso de la Tierra de las Estrellas; incluso la más alta de las que allí veía apenas medía la mitad de los más humildes nidos de águilas. Allí donde no aparecían cubiertas de nieve, se apreciaba que el hielo que las envolvía era purísimo; parecían inmensos carámbanos invertidos que crecían en círculos concéntricos a partir del volcán central. En los lugares donde la luz atravesaba sus picos, vio que eran de hielo compacto, pero en la base, muchas parecían tener cimientos rocosos.
Tal vez en su época de apogeo, el volcán central había lanzado a su alrededor grandes cantidades de material ígneo, para formar manchones de roca caliente en ondulantes anillos, como un puñado de barro lanzado en un estanque. Después, con el paso de los siglos, las capas de hielo se fueron acumulando para formar poco a poco las columnas dentadas de afiladas puntas. Era una explicación tan factible como cualquier otra.
El hecho de que los castillos de hielo no eran aptos para ser habitados resultó obvio desde el principio, y Shaithis pudo muy bien haber continuado su vuelo. Pero entonces vio algo en la base de uno de aquellos castillos que tenía el aspecto de una bestia voladora postrada —en realidad, estaba congelada— y descendió para verla más de cerca. Volvió a escoger el borde de un acantilado de hielo como pista de aterrizaje, dejó allí su bestia voladora y recorrió poco más de medio kilómetro hasta llegar al cuerpo que había visto desde arriba, acurrucado sobre la nieve helada.
Una bestia voladora, no cabía duda, cubierta de escarcha, muy delgada y, en apariencia, muerta. En apariencia. Pero nadie sabía mejor que Shaithis de los wamphyri lo difícil que era matar a tales criaturas. Al igual que los lores vampiros que las hacían, habían sido creadas para resistir. Envió un mensaje telepático al cerebro de aquella enorme cosa con forma de diamante y quince metros de envergadura, ordenándole que se moviera y se incorporara. No obedeció, cosa que apenas lo sorprendió: sus diminutos cerebros rara vez sintonizaban con otra mente que no fuera la de su amo. Pero sí esperaba una mínima reacción de curiosidad, aunque sólo fuera por el hecho de que un lord wamphyri extraño le hubiera dado una orden, por más inútil que ésta fuera. No había observado la más mínima reacción, por lo que dedujo que su cerebro debía de estar muerto. Igual que la enorme masa de carne que lo cubría.
Shaithis trepó al frío lomo encorvado de su cuerpo central hasta llegar a la base de su cogote, donde se unían las alas, y desde allí escrutó su silla y sus arreos y reconoció el blasón familiar de su amo/hacedor labrado en el cuero: la caricatura de una cara grotesca, distorsionada por el peso de inmensos quistes y verrugas. Shaithis esbozó una sonrisa sardónica e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. La bestia voladora había pertenecido a lord Pinescu.
Volse Pinescu, el más feo de los wamphyri, quien solía favorecer la formación de úlceras purulentas y festones de diviesos por toda su cara y su cuerpo para que su aspecto fuera más aterrador. De modo que Volse estaba allí, ¿eh? Shaithis se sintió un tanto sorprendido, porque había visto a los lores Pinescu y Fess Ferenc envueltos en nubes de polvo cuando hacían un aterrizaje forzoso con sus bestias voladoras, heridas en la llanura de piedras de la Tierra de las Estrellas, poco después de la batalla en el jardín del Habitante, y había creído que aquél había sido su fin. Aquélla era una posibilidad, de lo contrario, tenían que haber ido andando hasta el norte. En el caso de Volse…, era evidente que se había equivocado. Estaba claro que el viejo y astuto wamphyri tenía una bestia voladora de reserva, por si acaso.
¿Qué habría sido de «Ferenc», como gustaba hacerse llamar el otro? ¿Estaría también allí? Vaya con Fess Ferenc, un hombre o un monstruo del que había que cuidarse mucho. Con casi dos metros y medio de altura, al lado del Ferenc hasta las osas que Shaithis había matado para conseguir carne habrían parecido enanas. Era el único entre todos los wamphyri que no utilizaba guante para luchar: no le hacía falta, porque sus manos eran garras asesinas. ¡Vaya, vaya! Todavía cabía la posibilidad de que las cosas se pusieran interesantes en aquellas Tierras Heladas…
Shaithis se sentó en la silla de Volse, masticó un trozo de corazón de osa y luego ordenó a su bestia voladora:
Ven a comer
Cuando su criatura se acercó y se posó en el hielo, Shaithis bajó del lomo, caminó alrededor del cadáver de la bestia y descubrió que alguien había comido el costado, dejando un gran agujero; se veía que los vasos sanguíneos, del grosor de un pulgar humano, habían sido seccionados y chupados para ser luego cerrados con nudos. Shaithis supo entonces que Volse Pinescu había sobrevivido a su cabalgadura herida. La siguiente pregunta era obligada: ¿dónde estaría Volse?
Shaithis extendió su conciencia de vampiro y efectuó un sondeo telepático. No deseaba hablar con nadie, sino más bien escuchar para descubrir a alguien. No oyó nada. ¿O tal vez el eco de una mente o de los postigos de una mente que se cerraban estrepitosamente? Si Volse y Fess se encontraban allí, era evidente que no estaban hablando. Shaithis volvió a esbozar una sonrisa sardónica. A los perdedores nadie los aplaude. Todo habría sido muy distinto si hubiera ganado la batalla por la posesión del jardín del Habitante. Muy diferente; porque de haber ganado, no habría estado allí.
Mientras su bestia voladora se daba un banquete, Shaithis levantó la mirada y contempló el castillo de hielo. La fría y reluciente escultura era ante todo obra de la naturaleza. Pero no en su totalidad. Los bordes de los toscos escalones que aparecían en el hielo habían sido pulidos por el tiempo, pero era evidente que habían sido tallados. Conducían a una entrada en arco situada debajo de una fachada de gruesos carámbanos. El interior, de piedra, era oscuro y poco acogedor. Shaithis subió las escaleras, entró en el castillo de hielo y notó cómo la capa de escarcha crujía bajo sus pies cuando avanzaba a grandes zancadas, por lo que se arrastró sobre ella hasta llegar a un laberinto helado. Al avanzar advirtió que en aquel lugar había algo terrible o algo terrible había ocurrido allí; por primera vez desde que se enfrentara al Habitante, sintió temor a lo Desconocido.
En aquel sitio se oían ecos y quejidos. Los ecos eran sobre todo suyos, pero las cavidades y circunvoluciones del castillo de hielo los transformaban hasta convertirlos en crujidos y deslizamientos, que sonaban graves y amortiguados, como témpanos flotantes que chocaran entre sí en un mar agitado, o como inmensas puertas de hielo que se cerraban con estrépito. Los quejidos provenían del viento helado al chocar contra los capiteles de la construcción, distorsionados y amplificados por el hielo hasta convertirse en las quejas de dolor de monstruos moribundos.
—A menos que se haya aclimatado —dijo Shaithis para sí, en voz muy baja, más que nada para sentirse acompañado—, no entiendo cómo un hombre, aunque sea vampiro, pueda sobrevivir en este lugar. Bien, podría durante un tiempo, tal vez durante cien amaneceres, aunque aquí siempre es de noche, pero al final el frío habría acabado con él. Sí, y creo que entiendo cómo pudo haber ocurrido.
»El frío penetra en los huesos hasta que, a la larga, la carne wamphyri se congela. El corazón comienza entonces a latir más despacio, enviando la sangre espesa por el frío a través de sus venas y arterias temblorosas. Por último, se endurece y pierde la capacidad de moverse y el hielo lo cubre por completo hasta formar con él un trono helado en forma de estalactita transparente, y elabora pensamientos helados desde el interior de su frío cerebro.
»Y como es wamphyri, suponiendo que lo sea, no habrá muerto. Al menos hasta que el hielo no lo erosione y lo reduzca a polvo. ¿Pero a eso puede acaso llamársele vida? Mis antepasados disponían de sus enemigos de tres maneras. A los que despreciaban los enterraban muertos en vida, para que en el interior de sus tumbas se convirtieran en fósiles. A los que les jugaban malas pasadas los desterraban a las Tierras Heladas. Y a los que temían los empujaban hasta la Puerta de la esfera que hay en la Tierra de las Estrellas. ¿Quién sería capaz de decir cuál de estas penas era la más severa? ¿Irse al infierno, convertirse en hielo o quedarse tieso como una piedra? ¡Si tuviera que elegir, no me importaría ser un bloque de hielo!
Estos pensamientos, expresados en voz alta, fueron transportados como suspiros, y amplificados y devueltos en forma de explosiones de sonido. Era como un susurro en una caverna o gruta en la que hubiera eco, con la excepción de que en aquellas cuevas de hielo había mayor resonancia. En los elevados techos abovedados los carámbanos tintinearon, se estremecieron, soltaron esquirlas y cayeron ruidosamente. Algunos eran bastante grandes, por lo que Shaithis tuvo que apartarse de un salto.
Cuando las cosas se hubieron calmado un poco, decidió abandonar el lugar, y en ese preciso instante, en su mente telepática sonó una voz lejana y temblorosa:
¿Eres tú, Shaitan, que has venido después de tanto tiempo a descubrirme y devorarme? ¡Entonces has de saber que me alegro! Estoy aquí arriba. Ven y acabemos de una vez. Tantos siglos de frío me han helado incluso las fogosas pasiones wamphyri. ¡Anda, ven, date prisa y apaga esta última llamita vacilante!