¡Alerta roja!
Harry hojeó rápidamente los archivos de los asesinatos, averiguó el nombre de la joven prostituta, el pueblo donde vivía y el lugar donde la enterraron, y se dirigió de inmediato a su tumba en un pequeño cementerio de los suburbios al norte de Newcastle. El necroscopio se movió tan deprisa que cuando se sentó a la sombra de un árbol, cerca de la sencilla lápida de Pamela Trotter, a cientos de kilómetros de allí, Paxton todavía estaba recuperando el aliento, en la orilla del río hasta donde se había arrastrado.
—Pamela —dijo el necroscopio—. Soy Harry Keogh. Creo que mi madre te habrá mencionado mi nombre.
Tu madre y otros, contestó la joven de inmediato. Te esperaba, Harry…, además, me han advertido que no me acercara a ti.
Harry asintió, quizá con pesar.
—Mi reputación se ha resentido un poco últimamente, para qué engañarte.
La mía ha sufrido un montón, respondió ella con una risita ahogada. Durante casi seis años, para ser exacta, desde que cumplí los catorce y un tío amable me mostró su regaderita rosada y me enseñó dónde había que meterla. En realidad, lo seduje, porque había notado que cuando se me acercaba, se le ponía tiesa. Pero si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro, porque yo era así por naturaleza. Nos hartamos de jugar, hasta que un buen día su mujer nos pescó en plena función, ¡vieja foca celosa! Me había montado encima de él y estaba venga empujar, venga empujar, cuando entró ella. Él me la sacó a toda prisa, pero ya estaba demasiado a punto y cuando se corrió cayó todo en la alfombra. ¡Creo que la tía llevaba mucho sin verlo soltar el chorro y seguro que nunca de aquella manera! Ahora que lo pienso, creo que él tampoco. Al menos antes de que yo apareciera. Pero a mí me gustaba de todas las maneras. Es una gran ayuda cuando disfrutas con tu trabajo.
Harry permaneció callado durante un momento; estaba sorprendido, estupefacto incluso. No sabía muy bien qué contestar.
¿No te ha dicho tu madre que era una zorra, un pendón, una puta? No había amargura en ella, ni siquiera demasiada tristeza, y a Harry le cayó bien por eso.
—Sí, más o menos —respondió al cabo de un rato—. No creo que eso importe demasiado. ¡A estas alturas allá abajo debe de haber muchas de vosotras!
La muchacha lanzó una sonora carcajada y a Harry le cayó todavía mejor.
El oficio más antiguo del mundo, dijo.
—Pero una noche, hace casi ocho semanas, el cliente te salió rana, ¿no? —Presentía que con ella podía ir al grano.
El aire de indiferencia de la muchacha desapareció por completo.
No fue así como ocurrió, dijo. Yo no fui a buscarlo. De todos modos, no quería eso de mí…, al menos no de ese modo.
—Era sólo una suposición —se apresuró a aclarar Harry—. No quería ofenderte, y tampoco pretendo sacar a relucir recuerdos desagradables. Pero no sé cómo voy a encontrar a este tipo si nadie puede contarme nada de él.
No sabes cómo me gustaría que le dieran su merecido, Harry, le contestó. Y si puedo ayudarte, lo haré. Sólo espero recordar lo suficiente, es todo.
—No lo sabrás hasta que no lo hayas intentado.
¿Por dónde quieres que empiece?
—Primero muéstrame cómo eras, o cómo creías que eras —le pidió. Sabía muy bien que los muertos conservaban imágenes de sí mismos como si estuvieran vivos, y quería tratar de establecer alguna comparación con Penny Sanderson. En pocas palabras, quería saber si el nigromante al que perseguía seguía algún tipo de pauta.
De la mente de la muchacha recibió de inmediato la imagen de una morena en minifalda, alta, de ojos oscuros, con los pechos ligeramente bamboleantes, sin sujetador, debajo de una blusa de seda azul y un trasero bien proporcionado. Pero en la imagen no había nada que denotara carácter, nada que sugiriera cualidades mentales o de personalidad; era todo sensual, cargado de sexualidad. Lo cual no encajaba con sus primeras impresiones.
¿Y? ¿Qué tal era?
—Muy atractiva —respondió—. Pero creo que te cotizas un poco bajo.
Con frecuencia, convino, pero sin la acostumbrada carcajada. Después suspiró, algo que Harry estaba acostumbrado a oír en los muertos. Era su manera de manifestar que comprendían que habían agotado su tiempo y que éste jamás volvería. Pero enseguida se alegró. Y aquí me tienes, hablando con un hombre, y por primera vez no me pregunto qué llevará en los pantalones. En la parte delantera y en el bolsillo trasero.
—¿Siempre fue así, por dinero?
Algunas veces por diversión. Ya te he dicho que era ninfómana. ¿Y ahora quieres seguir?
Harry se sintió incómodo. Le había dado una respuesta estereotipada; era evidente que ya le habían formulado esa pregunta a menudo.
—¿He sido indiscreto?
Tranquilo, contestó. A todos los hombres les intriga saber qué piensa una profesional. De repente, su necrolenguaje se tornó muy frío. A todos menos a aquél. No tiene por qué sentirse intrigado, pues siempre puede averiguarlo todo luego, cuando están muertas.
Después de eso, el necroscopio tuvo la certeza de que la muchacha colaboraría al máximo.
—Cuéntamelo —le pidió.
Y así lo hizo…
Un viernes por la noche me fui a bailar. Como trabajaba por mi cuenta, era dueña de mi tiempo. No necesitaba que un macarra me consiguiera clientes, se llevara mi dinero y me trajera a sus amigos para hacérselo gratis. Pero el baile era en el pueblo y yo vivía a unos cuantos kilómetros. Pasada la medianoche, los taxis son caros; Cenicienta necesitaba un carruaje para volver a casa.
No era ningún problema; siempre hay un puñado de muchachos prometedores dispuestos a acompañar a casa a una chica con la esperanza de meterle mano. Y si el chico me gustaba y si no era muy pesado, en una de ésas conseguía algo más que meterme mano. Como dice el refrán, favor con favor se paga.
En esa ocasión, elegí mal: no era nuestro hombre, pero el tío parecía un pulpo. En cuanto me subí a su coche, dejó fuera la actitud amable y preocupada. No tenía idea de lo que yo era, creía que era una chica normal, aunque un bocado fácil. Ni conducir podía de tanto babear y quería detenerse en cada callejón y cada lugar de descanso de la carretera. Yo llevaba ropa cara y no quería que me la estropeara. De todos modos, el tipo no me gustaba.
Dijo que conocía un sitio cerca de la autopista y antes de que yo pudiera decirle que no me hacía falta desvió hacia Edimburgo. En una zona de descanso, debajo de unos árboles, entró en acción y recibió un rodillazo en sus partes por haberse tomado la molestia. Cuando estuvo en condiciones de volver a conducir, se marchó y me dejó ahí plantada.
A unos cuatrocientos metros por la autopista había una estación de servicio. Me fui hasta allí y me tomé un café. No estaba nerviosa ni nada parecido, simplemente me sentía deshidratada. En el Palace había tomado demasiadas ginebras con vermut italiano.
Cuando estaba ahí sentada, en uno de los reservados, llegó un conductor. Así lo veía yo, como un conductor. Un hombre que venía de lejos y que había parado para quitarse el cansancio con un tazón de café.
No me preguntes qué aspecto tenía; aquel lugar estaba medio vacío y había poca luz, para ahorrar, y yo todavía llevaba el colocón de ginebra. Le hablé, pero en realidad no me lo miré, ¿sabes? En fin, que no me pareció de los malos y además no se mostró nada pesado. Cuando se acabó el café hizo ademán de ponerse de pie, y entonces le pregunté hacia dónde iba.
—¿Adónde quieres ir? —me contestó. Tenía una voz suave, parecía amable.
Le dije dónde vivía y él me comentó que conocía el sitio.
—Estás de suerte —me dijo—. Me queda de paso por la autopista. Estará a unos ocho kilómetros de aquí, ¿no? Hay un desvío donde puedo dejarte. Aunque no voy a poder acercarte mucho más, porque me controlan el kilometraje y la gasolina. Tú decides. Tal vez te sientas más segura yendo en taxi.
Pero soy de las que a caballo regalado no le mira el diente.
Salimos de la cafetería y nos fuimos al aparcamiento de camiones. El hombre estaba tranquilo, no tenía prisa. Con él me sentía perfectamente segura. En realidad, no había pensado en nada malo. Tenía uno de esos vehículos enormes con remolque, al que nos acercamos de costado y por atrás. Las luces de un coche que pasaba por la autopista lo iluminaron. El camión llevaba paneles de color azul con letras blancas que decían: FRIGIS EXPRESS. Me acuerdo bien porque la «X» tenía la pintura blanca desconchada y se leía EYPRESS.
Al llegar a la parte trasera del camión, mi conductor se detuvo, me miró y me dijo:
—Tengo que asegurarme de que esta puerta está cerrada.
Me quedé a su lado mientras la abría y la deslizaba a lo ancho del camión. Salió una bocanada de frío helado y me puse a temblar cuando se convirtió en una nube de bruma. En el interior…, tuve la impresión de que había filas de cosas colgando, pero estaba oscuro y no distinguí bien qué eran. Metió ambas manos en el interior e hizo algo, después me miró por encima del hombro y me dijo:
—Está en orden.
Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que no lo había visto sonreír. Ni una sola vez.
Me indicó que subiéramos a la cabina y cuando él iba a cerrar la puerta, yo me alejé de él. Fue entonces cuando me agarró por detrás. Me rodeó el cuello con un brazo y con la otra mano me colocó algo sobre la cara. Inspiré hondo para recuperar el aliento y todo lo que obtuve fue cloroformo.
Pataleé y luché, pero lo único que conseguí fue necesitar más aire. Y después me dormí…
Cuando me desperté estaba tendida o, más bien, me deslizaba sobre un montón de hielo, o ésa fue mi impresión. Olía a algo que no supe distinguir bien. Tenía mucho frío, estaba aterida. Y el cloroformo me provocaba náuseas y mareo.
Entonces me acordé de todo, supe que estaba en la parte posterior del camión y que me deslizaba de aquí para allá cuando él frenaba o aceleraba. Supe también que estaba metida en un lío, de hecho, en un lío tremendo. Mi conductor iba a conseguir cuanto quisiera. Y también existía la posibilidad de que me matara. Había visto su camión, y más o menos podía describirlo, si bien no en ese momento, sin duda más tarde lo habría hecho; todo estaba en mi contra y yo ya era historia.
Me incorporé, apoyándome en un rincón del oscuro refrigerador (supongo que de eso se trataba: un enorme refrigerador móvil, un camión para congelados), y traté de entrar en calor. Me abracé, me soplé las manos, me di golpecitos en los brazos. Pero el frío y los efectos del cloroformo me habían debilitado. No tenía fuerzas para nada.
Después de… no sé cuánto tiempo, tal vez de un cuarto de hora, pasamos por una zona de baches y entonces oí los frenos neumáticos. Aun hoy no sé dónde estábamos, porque nunca más volví a ver el exterior. El camión paró; al cabo de nada, la puerta se abrió y afuera no había luz; una figura oscura, jadeante, subió al remolque. Cerró la puerta y encendió una luz tenue, una sola bombilla que colgaba del techo. Y entonces vino a por mí.
Llevaba un abrigo largo, de cuero, con manchas negras por fuera y piel marrón por dentro; se lo quitó cuando se me acercaba y me lo tiró donde yo estaba.
—Póntelo encima —me ordenó, jadeando, con una extraña emoción. Pero su voz era tan fría como el lugar donde pensaba tomarme; fue entonces cuando supe que transportaba carne. Había reses de color gris, marrón y rojo colgadas en filas de los ganchos. Y la capa de hielo que había en el suelo era sangre congelada de los animales.
—No…, no tiene por qué haber violencia —le dije—. Podemos hacerlo como tú quieras. —Y aunque estaba helada de frío, me desabroché la blusa y me subí la mini para que me viera las braguitas de encaje.
Me miró sin sonreír y vi que tenía la cara hinchada y sus ojos parpadeaban como pedazos de carbón ardiente en la máscara inflada de su cara.
—¿Cómo yo quiera? —Repitió mis palabras.
—De la forma que tú quieras. Y juro que te lo pasarás bien. Sólo te pido que no me hagas daño. Puedes fiarte de mí. Después no diré una palabra. —Mentí como una cochina. Quería vivir.
—Quítatelo todo —me ordenó, jadeando.
Dios santo, en esa voz y en esos ojos no había alma. Sólo se veía el vaho que despedía el calor de su cuerpo, se notaba el latir de su sangre calenturienta. Sentí lo fuerte que era, y lo extraño y diferente.
—¡Deprisa! —gritó, con un gruñido, y fue como si la cara se le hinchara más por el esfuerzo y la horrible excitación.
Tuve que hacer lo que me pidió, tenerlo contento. Pero tenía tanto frío que los dedos no me respondían. No podía quitarme la ropa. Se apoyó sobre una rodilla y entre los pliegues de su abrigo de cuero alcancé a ver el brillo de unas herramientas. ¡Llevaba un gancho para la carne, lo sacó y me lo enseñó! Quedé boquiabierta y aparté la cara, y entonces me arrancó la chaqueta y la blusa. Después me colocó el gancho en la cintura de la falda, tiró hacia abajo, me rompió el cinturón de plástico y la tela. Las bragas las rasgó de la misma manera. No podía hacer otra cosa que acurrucarme ahí, fría como una de las reses que colgaban de los ganchos. Y pensé: «¿Qué pasará si utiliza el gancho conmigo?» Pero no lo hizo. No fue con el gancho.
Después se arrancó la ropa: no toda, sólo los pantalones. Y supe que me había llegado la hora. Un hombre tan fuerte y peligroso como aquél podía hacerme mucho daño. Debía facilitarle las cosas —y facilitármelas— lo más posible. Me abrí de piernas y agité la melena helada. Y Dios me ampare, traté de sonreír.
—Está todo aquí —le dije; las palabras se convirtieron en nieve en cuanto las pronunciaba—. Todo para ti.
—¿Eh? —gruñó; me miraba y, mientras, su enorme pene se bamboleaba de aquí para allá como dotado de vida propia—. ¿Todo para mí? ¿Todo para Johnny? ¿Eso? —Entonces sonrió. Y sacó otra de sus herramientas.
Era una especie de cuchillo, pero hueco, como un tubo de acero de unos cuatro centímetros de diámetro, cortado en ángulo, para que tuviera la punta afilada. Los bordes estaban afiladísimos como cuchillas.
—¡Dios mío! —exclamé, con un hilo de voz, porque ya no podía aguantar el miedo. Me acurruqué, tratando de ocultar mi desnudez. Pero mi conductor, que pronto sería mi asesino…, esa…, esa cosa se limitó a reír. No había emoción en su risa, al menos no como yo entiendo la emoción, pero rió.
—Eso, tápate —murmuró entre gorjeos, mientras la saliva de la lujuria le salía por la boca deformada y sonriente—. Tápate toda, nena. Porque Johnny no quiere el asqueroso agujerito por el que follas. ¡Johnny se hace sus propios agujeros!
Se me acercó y fue como si su carne tuviera vida propia, como si brincara para abalanzarse sobre mí. Y después…, después…
—Ya está bien. —Harry no soportaba oír más. Tenía la voz temblorosa, quebrada—. Ya sé lo que pasó después. Ya me has contado bastante. Seguiré buscando con lo que ya tengo.
Pamela lloraba, mostraba su pobre alma mutilada; su aire desafiante y duro había quedado aplastado, reducido a nada, por el horror de lo que se había obligado a recordar para el necroscopio.
¡Me…, me destrozó el cuerpo! sollozaba. ¡Me hizo agujeros! Me penetró antes de morirme. Y después, cuando ya estaba muerta, sentía cómo gruñía encima de mí y me hacía daño. No está bien que alguien pueda hacerte daño después de que te has muerto, Harry.
—Tranquila, vamos, tranquila —era todo lo que Harry podía decir para consolarla. Pero incluso cuando lo decía, sabía que no era todo, sabía que no sería todo hasta que él no pusiera remedio a aquella situación.
La muchacha captó este pensamiento de su necrolenguaje, comprendió su determinación, y agregó su rabia a la de él.
¡Atrápalo por mí, Harry! ¡Atrapa a ese maldito perro por mí!
—Y por mí. Porque si no lo hago, sé que siempre estará ahí, pegado como el fango en las paredes de mi mente. Pero, Pamela…
¿Sí?
—Con matarlo no será suficiente. Sencillamente, no es suficiente. Pero si estás dispuesta, hay una forma en que puedes ayudarme. Eres una mujer fuerte, Pamela, ahora que estás muerta igual que lo fuiste en vida. Y lo que he pensado…, creo que con ello disfrutarás más de lo que disfrutabas en vida.
Le explicó su plan y la muchacha permaneció en silencio durante un rato.
Creo que ya sé por qué los muertos te temen, Harry, le dijo con curiosidad. ¿Es cierto que eres vampiro?
—Sí…, ¡no! —respondió—. No como tú crees. Al menos por el momento. Ni aquí. Pero en otra parte sí que lo seré, o tal vez lo sea, algún día.
Sí. Harry notó cómo asentía. Creo que debes de serlo, o que lo serás, porque nada humano hay en el pensamiento que acabas de tener. Nada que sea completamente humano.
—¿Pero lo harás?
Claro que lo haré, respondió, por fin, en necrolenguaje al tiempo que asentía sombríamente y con determinación. Seas quien seas, seas lo que seas, haré lo que me pidas, Harry Keogh, vampiro, necroscopio. Cualquier cosa con tal de vengarme. Lo que tú me pidas y cuando me lo pidas.
—Hecho, pues —dijo Harry.
Durante las siguientes treinta y tantas horas, el necroscopio estuvo ocupado; no fue el único, la Sección PES también. La noche del día siguiente, una noche de mediados de mayo, el ministro responsable hizo que entrara en funcionamiento el sistema de llamadas de emergencia de la Sección.
En primer lugar, y siguiendo la alarmante información recibida de Geoffrey Paxton (relacionada, entre otras cosas, con los archivos que Darcy Clarke había enviado por correo a Harry Keogh), el ministro había relevado a Clarke de todos sus cargos y lo había puesto bajo arresto domiciliario, en su apartamento de Crouch End, al norte de Londres. En segundo lugar, debía asistir a la reunión de emergencia que había convocado en la Central de la Sección PES. Sin duda, los PES deducirían que se preparaba algo importante: todos los agentes debían asistir.
Paxton esperaba al ministro en la planta baja. Mientras se saludaban lacónicamente, Ben Trask, que acababa de regresar de una misión, entró desde la calle por la puerta giratoria. Trask parecía nervioso y macilento. El ministro lo llevó aparte y, por primera vez, Paxton no metió las narices donde no debía. Después, los tres cogieron el ascensor y subieron a la sala de operaciones.
Los agentes convocados permanecían sentados, en silencio, esperando al ministro. El ministro subió a la tarima y paseó la mirada por las caras de aspecto corriente de los PES —los espías mentales británicos dotados de percepción extrasensorial—, que le devolvieron la mirada. Los conocía a todos por las fotos de sus expedientes, pero los únicos que habían hablado con él en persona eran Darcy Clarke y Ben Trask. Y Paxton, claro.
Si Clarke hubiera estado allí, posiblemente se habría puesto en pie en señal de respeto, y tal vez los demás lo habrían imitado. O tal vez no. El problema con aquella gente era que se creía especial. En ese punto, el ministro sabía con certeza que no engañaba a nadie, y menos a sí mismo. ¡Eran especiales, sumamente especiales!
Y mientras los miraba se sintió del mismo modo que debían de sentirse varios de los que tenía delante. Física y metafísica, robots y románticos, instrumentos y fantasmas. Dos caras de la misma moneda. ¿Eran así en realidad? ¿La ciencia y la parapsicología? ¿Lo mundano y lo sobrenatural? ¿Cuál sería la diferencia? ¿Acaso un teléfono o una radio no son mágicos? ¿No es magia hablar con alguien que se encuentra en el otro extremo del mundo, o incluso en la luna? ¿Acaso existía un encantamiento o una invocación más potente, más monstruosa que E = mc2?
Eran algunos de los pensamientos del ministro mientras exploraba los rostros de los PES que formaban parte de la Sección y les ponía nombres: Ben Trask, el detector de mentiras humano; corpulento, con exceso de peso, cabello grisáceo y ojos verdes, hombros cargados y aspecto lúgubre. Tal vez la expresión de tristeza de Trask se debiera a su certeza de que todos mentían. Si no todos, al menos muchos. Ése era el talento de Trask: reconocer cuanto era falso. Si se le mostraba o se le decía una mentira, él lo descubría al instante. No siempre sabía la verdad, pero siempre, sin excepción, sabía cuándo algo que se le presentaba como cierto no lo era. No había fachada por bien construida que estuviera que lograra engañarlo. La policía lo utilizaba mucho para desenmascarar a asesinos difíciles; su talento también resultaba útil en negociaciones internacionales, en las que era conveniente saber si las cartas que había sobre la mesa formaban una baraja completa.
David Chung: un joven londinense, localizador y adivino de la mejor calidad. Era delgado, fuerte, de ojos almendrados y amarillentos. Pero era un británico leal, con un talento sorprendente. Detectaba submarinos nucleares soviéticos camuflados, unidades del IRA en el campo, narcotraficantes. Sobre todo a estos últimos. Los padres de Chung habían sido drogadictos y la droga los había llevado a la tumba. Fue entonces cuando comenzó a manifestarse su don, que continuaba desarrollándose.
Anna Marie English era algo distinto. (¿Acaso no lo eran todos?) Veintitrés años, con gafas, nerviosa, pálida y desaliñada, era cualquier cosa menos una rosa inglesa. Su aspecto era resultado directo de sus facultades, porque formaba «una unidad con la tierra», que era tal como ella misma definía su don. Sentía cómo se iban destruyendo las selvas húmedas; sabía el tamaño de los agujeros en la capa de ozono; cuando los desiertos se extendían, sentía la sequía, y la erosión de las montañas la ponía enferma. Tenía una «conciencia ecológica» que iba más allá de los cinco sentidos del ser humano. Greenpeace podría fundamentar toda su campaña en ella, pero nadie se lo creería. La Sección sí que la creía, y la utilizaba igual que utilizaba a David Chung: como buscadora. Localizaba desechos nucleares ilegales, vigilaba la contaminación, advertía sobre las invasiones de escarabajos de Colorado y la plaga de los olmos holandeses, lloraba a gritos por la extinción de las ballenas, los elefantes, los delfines y otras especies. No tenía más que mirarse al espejo cada día para saberlo.
Estaba también Geoffrey Paxton, un telépata, uno de tantos. Según el ministro, una persona desagradable, pero su talento le resultaba útil. Y en este mundo ha de haber de todo. Paxton era ambicioso, lo quería todo. Era mejor emplearlo y tenerlo donde se lo podía vigilar que permitirle que hiciera chantajes al alto nivel o se convirtiera en espía mental para alguna potencia extranjera. Más adelante, Paxton podría desarrollar una carrera digna de vigilar. Bien de cerca.
Se habían reunido allí dieciséis de ellos, bajo el mismo techo, y había otros once en distintas partes del mundo, guiándolo, o al menos vigilándolo. Se les pagaba según sus poderes… generosamente. Y valían hasta el último céntimo. Les resultaría mucho más caro si decidieran trabajar por su cuenta…
Eran dieciséis, y mientras el ministro los contemplaba, ellos, a su vez, lo estudiaban a él: un hombre que hasta ese momento había permanecido en las sombras y que habría preferido no salir a la luz, de no haberlo obligado un problema de último momento. Tenía unos cuarenta y cinco años; era bajo y apuesto, de cabello oscuro, peinado hacia atrás, con gomina. Era un personaje que carecía de nervios, al menos no se le notaban. Calzaba zapatos de charol negro, vestía un traje azul oscuro y llevaba una corbata azul claro. Tenía algunas arrugas en la frente, pero aparte de eso, su cara era perfectamente lisa, y sus ojos brillantes, claros y azules. Sin embargo, en ese momento, sobre todo después de su conversación con Ben Trask, parecía molesto.
—Señoras y señores —no era amigo de preámbulos—, lo que debo decir parecería fantástico a cualquiera que estuviera al otro lado de estas paredes, del mismo modo que resultaría fantástico cuanto ocurre aquí dentro. Procuraré no aburrirlos con demasiados detalles que ya conocen. Los he reunido aquí para informarles que tenemos un problema sumamente grave. Primero les contaré cómo surgió y cómo salió a la luz. Después tendrán que decirme cómo solucionarlo, algo para lo que sé que hasta el menos dotado de ustedes (si podemos utilizar esta expresión) posee más experiencia que yo. En realidad, son ustedes las únicas personas con experiencia en estas cosas, de manera que son los únicos que pueden enfrentarse al problema que nos ocupa.
Inspiró hondo y luego prosiguió:
—Hace un tiempo, nombramos a un traidor como jefe de la Sección PES. Hablo de Wellesley. Pues bien, ya no podrá causar más daño. Después de él, mi tarea consistió en que no se repitiera tan mala experiencia. En pocas palabras, necesitábamos a alguien que fuera capaz de espiar a los espías. Sé que ustedes poseen un código no escrito: ninguno de ustedes espía a un colega. De manera que no podía utilizar a ninguno de ustedes, al menos in situ. Debía sacar a uno de ustedes de la Sección y ponerlo directamente bajo mi supervisión. Tuve que hacerlo antes de que se crearan demasiadas lealtades. Por eso escogí como vigilante de los vigilantes a Geoffrey Paxton, prácticamente un recién llegado.
Levantó de inmediato ambas manos como para parar las protestas, aunque nadie había manifestado nada…, aún.
—No sospechábamos de ninguno de ustedes, y cuando digo ninguno me refiero a exactamente ninguno. Pero después de lo ocurrido con Wellesley, no podía correr riesgos. No obstante, quisiera que entendieran que sus vidas privadas siguen siendo eso, privadas, y que no nos hemos metido en ellas. Paxton ha recibido siempre instrucciones muy estrictas de que no debía interferir ni fisgonear en nada que no tuviera que ver pura y exclusivamente con asuntos de la Sección. Es decir, con la seguridad de la Sección.
»Hace unas semanas tuvimos una misión en el Mediterráneo. Dos de nuestros miembros, Layard y Jordan, se habían encontrado con…, con una desagradable oposición. Se trataba de un asunto de suma gravedad, pero no carecíamos de precedentes. Darcy Clarke, el jefe de la Sección PES, viajó hasta allí acompañado de Harry Keogh y Sandra Markham, para ver qué podía hacer. Más tarde, se les unieron Trask y Chung, que también recibieron ayuda de otros lados. En cuanto a la capacidad de los agentes, Clarke y Trask habían tenido experiencia con ese tipo de cosas y Keogh…, bueno, Keogh es Keogh. Si lográbamos reactivarlo, recuperar sus poderes, para la Sección significaría una gran ayuda. En principio, su presencia en esta acción era como consejero y observador, porque no había nadie que supiera más que él sobre vampirismo… —Hizo entonces una pausa significativa.
»Todavía no sabemos a ciencia cierta lo que ocurrió en Rodas, las islas griegas, Rumania, pero sabemos que perdimos a Trevor Jordan, a Ken Layard y a Sandra Markham. Y cuando digo que los perdimos quiero decir que están muertos. Como verán ustedes, tuvieron un problema serio, un problema que Darcy Clarke nos hizo creer que estaba… ¿resuelto? Evidentemente, Harry Keogh podría contárnoslo todo, pero por el momento ha decidido darnos muy pocos datos.
A esas alturas, la respiración de los allí reunidos era casi audible, incluso pesada, impaciente; el ministro vio que alguien se había puesto de pie. Dado que la única luz iluminaba la tarima, tuvo que entrecerrar los ojos para ver quién se había levantado en las sombras, pero al cabo de unos instantes consiguió reconocer a Ian Goodly, el clarividente alto y esquelético.
—¿Sí, señor Goodly?
—Señor ministro —contestó Goodly con voz chillona, aunque en él era algo natural—, sé que no sacará usted conclusiones erróneas ni se ofenderá si digo que, hasta ahora, lo que ha expresado lo ha dicho con absoluta integridad y honestidad, con el corazón en la mano, tal como lo ve y con la mejor de las intenciones. No creo que ninguno de los aquí presentes dude de ello, ni que haga falta ser muy valiente para venir aquí y tratar de contárnoslo, sobre todo sabiendo de antemano que entre los aquí reunidos hay quien podría leerle el pensamiento.
El ministro asintió e hizo esta aclaración:
—Sobre la valentía no sé qué decirle, pero todo lo demás es correcto. Es más, descarta cualquier tipo de subterfugio; está claro (ustedes sin duda pueden verlo) que no tengo ninguna queja. Bien, ¿quiere ir usted al grano, señor Goodly?
—Bien, la cuestión es que yo sí tengo una queja, señor —repuso Goodly con tranquilidad—. Todos nosotros la tenemos. Y por la marcha de esta reunión, creo que es muy probable que tendremos algunas más antes de que haya usted acabado. No por usted, entiéndame. No tendría sentido, porque mi talento me dice que será usted nuestro ministro responsable durante mucho tiempo. De manera que la queja no va con lo que ha dicho o con lo que piensa, sino con lo que ha hecho y lo que piensa hacer. O piensa hacernos hacer. A menos que, claro está, existan buenos motivos.
—¿Quiere usted explicarse? —La confusión del ministro iba en aumento—. Pero brevemente, porque tengo que continuar y…
—Las explicaciones son sencillas. —Alguien más se había puesto en pie; era Millicent Cleary, una bonita telépata cuyo don se encontraba aún en estado embrionario. Dedicó una rápida mirada al ministro, pero miró ceñuda y con furia la nuca de Paxton, sentado en la primera fila—. Al menos algunas lo son. Era inevitable que a la larga nos mandaran vigilar, pero ¿por ése? —Sin dejar de mirar ceñuda, sacudió la cabeza para dar más fuerza a su última palabra. Señalaba a Paxton.
—¿Señorita…? —El ministro estaba tan confundido que se le había olvidado su nombre. Se jactaba de no olvidarse nunca de los nombres. Miró a la muchacha y luego a Paxton.
—Cleary —dijo la chica—. Millicent… —y casi sin aliento, prosiguió—: Paxton no siguió sus instrucciones. Sencillamente hizo caso omiso de sus órdenes. ¿La seguridad de la Sección? ¿Los asuntos de la Sección? Vaya, ésa fue la excusa práctica que le proporcionó usted, y que no le hacía ni pizca de falta, porque se metió en los asuntos de otras personas, ¡y vaya si fisgoneó a sus anchas!
El ministro fruncía el entrecejo. Miró a Paxton con severidad.
—¿Podría ser más explícita, señorita Cleary?
No quiso ser más explícita. Podía serlo, pero no quiso. ¿Y revelar ante todos los presentes que durante el primer mes que Paxton estuvo en la Sección, una noche descubrió al muy asqueroso metido en su mente, toqueteándose al son del ronroneo del vibrador que ella estaba utilizando y del estremecimiento de sus sentidos?
—Nos espió a todos —dijo alguien en ese momento, con voz clara y seria, evitándole el mal trago—. ¡Se metió en todos los aspectos jugosos que, nos guste o no, cada uno de nosotros posee, incluso antes de que usted se lo ordenara! Desde cuándo y por qué, no lo sé…, ¡pero seguro que habrá fisgoneado incluso en sus aspectos jugosos!
El larguirucho Goodly retomó la palabra:
—Señor ministro, si no hubiera usted echado a Paxton de la organización, lo habríamos hecho nosotros. Es tan de fiar como un anticonceptivo defectuoso. Si el sida fuera una enfermedad psíquica, en estos momentos nuestros cerebros estarían hechos mierda. ¡Todos! —Hizo una pausa para que sus palabras fueran digeridas y luego continuó. De manera que tenemos la impresión de que ha quitado usted a la única persona en la que confiábamos para colocarnos un perro policía que se dedica a morder a sus amos. Y, además, ha elegido usted un momento muy jodido para hacerlo—. Era la segunda vez que utilizaba una palabrota y no era aquél el estilo de Godly, ni en broma.
Entretanto, Paxton se dedicaba a limpiarse las uñas de las manos, como si la discusión no fuera con él, aunque en aquel momento las orejas se le habían puesto coloradas. Se puso en pie, se volvió y les lanzó a todos una mirada furibunda; todos los ojos se centraban en él, acusadores.
—¡Mi poder es… ingobernable! —les espetó—. ¡Además, es impetuoso, tiene todo el entusiasmo que vosotros, malditos envidiosos, habéis perdido! Todavía no lo tengo dominado, sigo descubriendo cosas sobre él, experimentando. ¡No es una mierda de bonsai cualquiera al que se le puede dar la forma deseada!
Todos sacudieron la cabeza al mismo tiempo, como si fueran un solo hombre; no eran de la clase de personas a quienes se debía tratar de convencer; sus tibias excusas no le servirían de nada. Todos y cada uno de ellos se la tenían jurada a Paxton. Finalmente, Ben Trask habló, dando forma y unidad a sus ideas.
—Eres un mentiroso, Paxton —dijo, sin más. Y dado el don de Trask, no tuvo que ampliar su acusación.
El ministro tuvo la impresión de haber topado con un avispero, y a pesar de sus esfuerzos (o a causa de ellos) lo estaban desviando del tema, y no podía permitirse el lujo de que ocurriera. Levantó las manos y habló con un tono más duro y autoritario.
—¡Por el amor de Dios, dejen las rencillas y los sentimientos personales de lado! —gritó—. Al menos por el momento, o durante el tiempo que tarde en acabar con esto. Independientemente de las características propias de cada uno de ustedes, una cosa es segura: ¡son ustedes humanos!
Aquello los sacudió como si los hubiera atropellado un camión.
Al comprobar que había logrado llamar su atención, y mientras mantenía la ventaja, el ministro se volvió suplicante hacia Ben Trask.
—Señor Trask, con calma, por favor, ¿quiere usted repetir lo que me ha comentado abajo?
Trask lo miró de mala gana, pero asintió.
—Pero antes permítame que termine con la historia que usted empezó a contar. Ya conocen la mayor parte y probablemente habrán adivinado el resto, de manera que iré al grano. Quizá sea más fácil si se la cuento yo.
—Muy bien —convino el ministro, con un suspiro de alivio.
—Zek Föener nos prestó ayuda en las islas griegas —dijo—. Ya sabréis quién es por los archivos de Keogh y por lo que ocurrió en Perchorsk y en la Tierra de las Estrellas. Es una poderosa telépata, una de las mejores del mundo. Pero al igual que el necroscopio ha optado por apartarse del mundo de los espías y el misterio.
»La misión en el Mediterráneo era peligrosa. Se trataba de matar vampiros y en muchas ocasiones casi nos matan a nosotros. Pero Harry asumió todo el peso de la lucha y se enfrentó al grande, Janos Ferenczy…, sé que no hace falta que os hable de los Ferenczy. La última vez que Harry estuvo en Rumania, justo antes del final, Zek intentó ponerse en contacto con él para ver cómo iban las cosas. Pero la telepatía a larga distancia resulta difícil y Zek no logró averiguar demasiado. Al menos eso fue lo que nos dijo, pero nos dimos cuenta de que lo poco que sacó en limpio la dejó pasmada.
»Sé que esto preocupa mucho a Darcy Clarke, porque el hecho es que Darcy cree que el necroscopio es lo mejor que existe después del pan. Sé que varios de vosotros pensáis lo mismo, y vamos, yo también, para qué negarlo. O al menos lo pensaba…
»En fin, que acabamos con el trabajo y regresamos, y por lo que yo sé, Harry tuvo éxito con su parte de la misión. Al parecer hizo un trabajo sensacional. Lo que ocurre es que se ha mostrado un tanto evasivo sobre lo que ocurrió en los Cárpatos. No he logrado interpretar del todo esa actitud. Tampoco Darcy Clarke ha podido. Al fin y al cabo, Harry perdió a Sandra Markham en esa misión. Darcy pensaba dejar que él se sincerara cuando llegara el momento.
»Por eso, o al menos es lo que parece, digamos que han degradado a Darcy, lo han apartado de su cargo, lo han echado, etcétera. ¿Pero por qué? Es lo que me gustaría saber. ¿Por ineficiente, porque no quiso prejuzgar a un viejo amigo? ¿Por esperar un tiempo, por no actuar con rapidez? ¡Coño! ¿Por haber tenido un poco de fe?
El ministro y Paxton abrieron la boca como si quisieran intervenir, pero Trask los cortó, diciendo:
—Hay algo que tenéis que recordar sobre Darcy Clarke: sus facultades no le permiten fisgonear en las mentes ajenas, ni escuchar conversaciones ni espiar de lejos. Su don sólo le permite cuidar de sí mismo. Pero se ha mantenido en contacto con el necroscopio y hasta el momento no hay nada que informar. El poder de Darcy no le advirtió de ningún peligro inmediato. De lo contrario… podéis apostar la vida a que habría sido el primero en dar la voz de alarma. ¡Lo último que querría es que hubiera otro Yulian Bodescu dando vueltas por ahí, haciendo de las suyas!
—Pero… —comenzó a decir Paxton.
—¡Cierra el pico! —le ordenó Trask—. ¡Esta gente todavía no ha terminado de escuchar a alguien que dice la verdad! Sólo la verdad… —Después de una pausa, prosiguió—: De todas maneras, eso fue ayer, y hoy es otro día. Ahora las cosas parecen haber cambiado… —Miró al ministro y añadió—: ¿Quiere usted seguir ahora, señor?
El ministro le lanzó una mirada sombría, enarcó una ceja y le contestó:
—Pero ya lo ha contado todo, señor Trask.
Trask hizo rechinar los dientes y asintió. Al cabo de un momento, dijo:
—Acabo de volver de una misión. Se trata del caso de un asesino reincidente, unos asesinatos brutales y horrendos de jóvenes mujeres. La cuestión es que Darcy se había puesto en contacto con Harry para pedirle ayuda en el caso, porque…, bueno…, el necroscopio es el único hombre del mundo que puede hablar con una víctima después de muerta. Darcy me comentó que Harry se había sentido especialmente afectado por la muerte de la última de las víctimas, una muchacha llamada Penny Sanderson.
»Pues bien, hace dos días apareció Penny… como un mal sueño. La chica estaba muerta para siempre, y de repente, ahí la tenemos, vivita y coleando, de vuelta en casa, con sus padres. Y la cuestión es que ni siquiera pudo convencerlos de que no la habían asesinado. Sus padres habían visto su cadáver; lo habían reconocido como el cuerpo de su hija; consideraron su regreso como un milagro.
»A la policía no le gustó nada todo esto. La chica tenía su versión, pero sonaba a invento. Y si de verdad era Penny Sanderson, ¿a quién habían incinerado entonces? El ministro me envió entonces para que asistiera a una entrevista de rutina de la policía. Evidentemente, actué como detector de mentiras.
»Pues bien, era…, es Penny Sanderson, en eso no mintió. Pero sí mintió cuando dijo que había perdido la memoria y todo lo demás. Como estaba al corriente de la relación con Keogh, le pregunté si lo conocía, si alguna vez lo había visto o había hablado con él. Me dijo que no, que nunca, y adoptó un aire inexpresivo. Mentía, claro está. Eso me llevó a mi siguiente pregunta, aunque no la formulé como tal pregunta, sino que me encogí de hombros y comenté: «Eres una muchacha afortunada, porque podrías haber sido tú la asesinada y no tu doble».
»Me miró a los ojos y contestó: «Lo lamento por ella, quienquiera que fuese, pero no tenía nada que ver conmigo. Yo no fui asesinada». Volvía a mentir descaradamente. Confío en mi talento. Nunca me ha dejado en la estacada. No sentía pena de la otra chica porque no hubo otra chica. ¿Y el comentario sobre que no había sido asesinada? Una forma curiosa de expresarlo, ¿no? La única conclusión a la que puedo llegar es que Penny Sanderson sí murió, y que ahora ha…, ha regresado de entre los muertos.
Los PES allí reunidos lanzaron un suspiro al unísono. Trask terminó su exposición diciendo:
—Es evidente que no podía informar a la policía que la habían…, diablos…, ¿Qué la habían traído de vuelta de la muerte, que la habían resucitado? Por lo tanto, me limité a decir que estaba bien. ¿Hasta qué punto está bien? Bueno, ésa es otra cuestión.
En ese punto, el ministro responsable aprovechó la oportunidad para ofrecerles más información concluyente.
—Clarke envió a Keogh los archivos de las chicas asesinadas. Y en el castillo de Edimburgo permitió que el necroscopio hablara con Penny Sanderson…, a su manera, se sobreentiende.
A pesar de lo que acababa de contar, Ben Trask no estaba completamente convencido.
—¿No era ésa la idea en aquel momento? ¿Para que Harry pudiera averiguar quién la había matado?
—Esa era la idea —asintió el ministro, al tiempo que se enjugaba la cara con un pañuelo—. Aunque ahora parece que fue una mala idea.
Le había llegado el turno a Paxton.
—Es telépata —dijo con voz aguda y desafiante.
—¿Harry? —preguntó Ben Trask, mirándolo fijamente.
Paxton asintió y replicó:
—¡Se me metió en la mente como un hurón en una ratonera! Me advirtió que me alejara y me dijo que no volvería a advertírmelo. Tenía unos ojos crueles, le brillaban detrás de las gafas oscuras. Y la verdad es que el sol no le encanta precisamente.
—Has estado haciendo horas extras, ¿eh? —gruñó Trask. Pero en esa ocasión no pudo acusarlo de mentiroso.
—Me dieron un trabajo para hacer —respondió Paxton—. Y como bien dijo el ministro, después de lo de Wellesley no podía correr riesgos. Así que cuando Clarke regresó de las islas griegas, me metí en su mente. Y me enteré de que sospechaba que Keogh era un vampiro. Ah, algo más, Keogh me pidió que le dijera al ministro que «la peor de sus pesadillas» se había hecho realidad. O sea: Keogh es un vampiro.
—Es algo que aún no hemos probado —se apresuró a aclarar el ministro— pero todos los indicios apuntan en ese sentido. La cuestión es que Keogh ha tenido muchos contactos con esas criaturas. Contactos muy cercanos. Tal vez, en esta última misión, esos contactos llegaron demasiado lejos.
—Sé que prácticamente soy un recién llegado —dijo Paxton—, y que no os caigo bien y que todos tenéis motivos para estar agradecidos a Harry Keogh por lo que hizo en el pasado. ¿Pero os ha cegado todo esto hasta el punto de que no veis los hechos? De acuerdo, no queréis creerme, ni siquiera queréis creer en vosotros mismos, pero pensad a lo que nos enfrentamos si es verdad.
»Habla con los muertos, que al parecer saben una infinidad de cosas. Utiliza el continuo de Möbius para ir a donde le da la gana instantáneamente, del mismo modo que nosotros damos un paso y cambiamos de habitación. Es telépata. ¡Y ahora no sólo habla con los muertos sino que además hace que vuelvan!
—Eso ya sabía hacerlo antes —aclaró Ben Trask, con un estremecimiento.
—Pero ahora los hace volver en un estado parecido a la vida —prosiguió Paxton, implacable—. ¡Los levanta de sus cenizas! Para devolverles… ¿la vida? ¿O para convertirlos en muertos vivientes?
Al oír esto, David Chung dio un fuerte brinco, se tambaleó como si alguien lo hubiera golpeado y escupió unas cuantas frases en cantonés. Casi todos los PES se habían puesto en pie, pero Chung había logrado dar con una silla en la que se había desplomado. El ministro responsable frunció el entrecejo y lo llamó:
—¿Señor Chung?
La palidez de Chung daba a su rostro un tono amarillo limón casi enfermizo. Se secó la frente brillante, se humedeció los labios y volvió a mascullar algo en chino. Después, levantó la mirada y abrió los ojos desmesuradamente.
—Ya sabéis qué es lo que hago —dijo con un tono un tanto sibilante y cortando las palabras, como era su estilo—. Soy localizador. Tomo un modelo o un trozo de algo y lo utilizo para encontrar lo que se busca. La política de la Sección estipula que debo tomar y guardar en sitio seguro algún objeto personal de cada uno de vosotros. Es por vuestra propia seguridad: si llegarais a perderos, puedo dar con vosotros.
»Bien, también tengo varios objetos que pertenecen a Harry Keogh. Son cosas que se ha ido dejando aquí…
»Yo también participé en la misión del Mediterráneo. Sabía que había algo que preocupaba a Zek Föener, de modo que yo también vigilé a Harry. Me decía a mí mismo que era por su propio bien. Pero sabía lo que me hacía y lo que buscaba.
»Al principio de mi vigilancia, era él; no había nada distinto; todo estaba en orden. Recibía la imagen de él. Una imagen en la que no hacía nada, la imagen de cuando lo conocí en su casa de Edimburgo o dondequiera que estuviera. Pero últimamente esa imagen es borrosa, aparece envuelta en una bruma y anoche y esta mañana en la imagen no había mucho de Harry; sólo una bruma, una niebla. Pensaba redactar un informe mañana.
—En los viejos tiempos —dijo Trask—, a eso lo llamábamos niebla mental. Es lo que percibes cuando intentas explorar la mente de un vampiro.
—Lo sé —asintió Chung. Ya estaba prácticamente recuperado—. Eso es lo que me preocupa; eso y otra cosa. Paxton ha dicho que Harry podía levantar a los muertos de sus cenizas. Es lo que más me ha impactado.
—¿Qué? —el ministro volvía a fruncir el entrecejo.
Chung lo miró y respondió:
—También tengo cosas que pertenecían a Trevor Jordan. Y esta mañana, por casualidad, toqué uno de esos efectos personales. Fue como si Trevor estuviera aquí mismo, o en la habitación contigua, o abajo, en la calle. Pensé que tal vez fuera producto de algún recuerdo. Porque apareció de repente y luego desapareció. Pero se me ocurre que podría muy bien estar aquí, o estar allá abajo, en la calle.
El ministro no acababa de comprenderlo, pero Trask se encargó de aclarárselo. Pálido como un espectro, susurró:
—¡Dios mío! Jordan fue incinerado en Rodas, reducido a cenizas como precaución por si había sido infectado de vampirismo. ¡Y ahora que lo pienso, recuerdo que fue Harry quien insistió en que se hiciera así!