El resucitado
A medianoche Harry continuaba agitado.
Invocó el poder de Wellesley, salió al jardín y bajó por el sendero hasta el viejo portón del muro, combado sobre sus goznes herrumbrados. La noche era su amiga e, igual que un gato, se fundió con las sombras hasta que dio la impresión de que allí no había nadie. A través del portón abierto miró hacia el río; sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, distinguían con claridad la silueta inmóvil bajo los árboles: la pulga mental, Paxton.
—Paxton…
Aquel nombre fue como un veneno en los labios y la mente de Harry…, su mente, o la de la criatura que iba creciendo dentro de él. Porque el vampiro de Harry reconocía la amenaza del mismo modo que lo hacía el necroscopio, la diferencia radicaba en que quizá se encargaría de ella de un modo diferente. Si él lo dejaba.
—Paxton —susurró el nombre en el aire frío de la noche; su aliento se convirtió en una bruma que flotó por el sendero y giró alrededor de sus piernas. La oscura esencia de los wamphyri se hacía fuerte en su interior, casi irresistible—. No me oyes, ¿verdad, cabrón, que no me oyes? —Exhaló una bruma que se coló por debajo del portón, cruzó el sendero cubierto de maleza que iba al río, bajó por entre las zarzas y pasó sobre el agua cristalina—. No logras leerme la mente; no sabes que estoy aquí, ¿verdad?
De pronto, como surgida de la nada, en la mente de Harry sonaron los gorgoritos de una monstruosa voz, la voz inconfundible de Faethor Ferenczy:
Cuando sientas su proximidad no te ocultes, ¡sal a buscarlo! ¿Qué entrará en tu mente? ¡Penetra tú en la suya! Espera que tengas miedo, que estés asustado; ¡sé osado! Y cuando ante ti abra sus fauces, métete por ellas porque lo más blando lo lleva dentro.
Una voz de pesadilla, pero que Harry recuperaba de sus propios recuerdos. Porque el poder de Wellesley impedía cualquier otro tipo de intrusión; Faethor se había marchado ya a donde ningún hombre podría alcanzarlo; estaba perdido para siempre en el futuro.
Aquel padre de los vampiros se había referido a su hijo Janos, pero el necroscopio tenía la impresión de que podía aplicar las mismas técnicas en esa situación. O tal vez no fuera Harry quien tenía esa impresión, sino aquello que llevaba dentro. Paxton estaba allí para probar que Harry era un vampiro. Dado que era un vampiro, no existía manera de refutarlo. ¿Pero debía esperar sentado las consecuencias del informe de aquella pulga? Se sintió impulsado a equilibrar un poco la balanza, a darle al espía mental algo en qué pensar.
Pero no para que se rascara la comezón, no, porque sería una prueba concluyente en sí misma, y obligaría al necroscopio a exponerse aún más a la indeseada luz y, en definitiva, al escrutinio de pulgas más grandes cuyas picaduras podían resultar letales. Además, Harry se obligó a recordar que sería un asesinato.
Al pensarlo, vio imágenes de sangre, algo que debía evitar a toda costa.
Se apartó del portón que había en el viejo muro de piedra, invocó una puerta, la cruzó y entró en el continuo de Möbius…, volvió a aparecer en un camino secundario que corría paralelo al extremo más alejado del río. No había nadie a la vista; el cielo estaba encapotado; por entre los árboles el río era una cinta plúmbea caída como por descuido en la oscuridad.
El coche de Paxton estaba aparcado debajo del ramaje y ocupaba parte del camino. Se trataba de un modelo reciente y caro; la pintura brillaba en la oscuridad; las puertas estaban cerradas con llave y las ventanillas subidas. El vehículo estaba ligeramente inclinado colina abajo, y apuntaba hacia una curva bordeada por una pared, donde el camino de acceso se unía al principal que iba a Bonnyrig.
Harry salió del asfalto lleno de baches, dejó atrás el coche y se ocultó entre los árboles; la bruma lo seguía a donde él se dirigiera.
Pero no se limitaba a seguirlo, porque él mismo era su fuente y su calzador. Se elevaba del suelo que pisaba, caía de sus ropas oscuras como una singular evaporación, surgía de su boca en forma de aliento. Avanzó en silencio, con fluidez, sin percatarse que sus pies se posaban, infalibles, sobre terreno blando, entre los lugares donde las ramitas frágiles y traicioneras esperaban para delatarlo. Notó que el inquilino que llevaba dentro tensaba los músculos y enterraba profundamente sus garfios en su voluntad.
Sería una buena prueba del poder que aquella cosa ejercía sobre él, dejar que tomara las riendas allí mismo, para que lo impulsara a hacer algo que no podría reparar.
Hasta entonces, la fiebre de Harry había estado más o menos bajo control. Si bien sus iras habían sido más violentas, sus depresiones más profundas y sus períodos de alegría pronunciados, en general, no había sentido ninguna compulsión, ningún ansia, o al menos nada que no pudiera resistir. Pero en ese momento sentía todo aquello. Era como si Paxton se hubiera transformado en el centro de todo lo que no funcionaba en su vida, un punto en el que podía concentrarse, un quiste voluminoso en el cutis ya imperfecto de la existencia.
Hacía falta una intervención quirúrgica.
La bruma de Harry reptaba delante de él. Saltó de la ribera y del sitio donde las ramas de los árboles tocaban el suelo húmedo para tender sus enroscados zarcillos alrededor de los pies de Paxton. El telépata estaba sentado en un tocón, cerca del río, con la vista fija al otro lado de la orilla, en la negra silueta de la casa por una de cuyas ventanas superiores salía la luz. Harry había dejado esa luz encendida deliberadamente.
Aunque el necroscopio no se percató de ello, en el rostro de Paxton aparecía una mirada entre ceñuda y amenazante; el espía mental había perdido el aura de su presa. Suponía que Harry seguía en la casa, pero por más que se concentrara ya no lograba restablecer contacto con él. Ni siquiera el leve contacto que constituía el requisito mínimo.
Aquello no significaba gran cosa, por supuesto, porque Paxton era consciente de los poderes de Harry: el necroscopio podría encontrarse literalmente en cualquier lugar. Aunque, por otra parte, podía significar mucho. No todo el mundo es capaz de salir con rapidez suficiente, en plena noche, para ponerse fuera del alcance de hombres y telépatas por igual. Keogh podía estar tramando cualquier cosa.
Paxton se estremeció como si hubiera visto un espectro. Evidentemente se trataba de una frase hecha, pero por un momento tuvo la impresión de que algo lo había tocado, como si una presencia invisible se le hubiera acercado, cruzando el agua a la deriva, para colocarse junto a él, en el silencio reinante en la ribera amortajada por la niebla. ¿Amortajada por la niebla? ¿De dónde diablos había salido aquella expresión?
Se puso en pie, miró hacia la derecha y la izquierda y luego alrededor de él. Harry, que se encontraba apenas a cinco pasos de distancia, se internó en silencio en las sombras.
Paxton dio una vuelta completa en círculo, volvió a estremecerse y luego, incómodo, se encogió de hombros y prosiguió mirando fijamente la casa que había al otro lado del río. Metió la mano en el interior de la chaqueta, sacó una petaca forrada de cuero, la inclinó y bebió a borbotones un largo trago del fuerte licor.
Mientras contemplaba cómo el PES vaciaba la petaca, Harry notó que en su interior crecía algo sombrío. Era grande, quizá más que él mismo. Avanzó con un movimiento sigiloso y se detuvo justo detrás del telépata confiado. ¡Qué gracioso sería permitir que el escudo de Wellesley cayera en ese mismo instante y concentrar sus pensamientos en la nuca de Paxton! ¡Con toda probabilidad, el PES iría a parar al río de un salto!
O tal vez se volvería despacio, muy despacio, para ver a Harry allí, de pie, mirando directamente en el fondo de su alma temblorosa. Entonces, si se pusiera a gritar…
La cosa oscura, extraña y henchida de odio se apoderaba ya de las manos de Harry, las levantaba hacia la nuca de Paxton. Aquella cosa estaba también en su corazón, en sus ojos y en su rostro. Sintió cómo le obligaba a retirar los labios para dejar al descubierto dientes babosos. Habría sido tan sencillo levantar a Paxton para meterlo en el continuo de Möbius y…, y encargarse de él allí. Allí, donde nadie podría encontrarlo jamás.
Las manos de Harry no tenían más que cerrarse para retorcer el cuello de aquel PES como si fuera una gallina. ¡Ahhh!
La cosa que llevaba dentro le hablaba de emociones aún inalcanzables que podrían ser suyas. Se sintió turbado ante aquel mensaje, ante el grito cuyo eco llegaba hasta lo más profundo de su ser: ¡Wamphyri! ¡Wam…!
Paxton se subió un poco la manga del abrigo y echó un vistazo a su reloj.
Nada más; su movimiento había sido algo tan natural, tan mundano que el hechizo de un plano de existencia extraño quedó truncado. Harry volvió a sentirse como si fuera un niño de doce años, que se masturba con furia delante de la taza del inodoro, y que cuando está al borde del orgasmo, aparece su tío y llama a la puerta del lavabo.
Se apartó de Paxton, conjuró una puerta de Möbius y la cruzó a trompicones. Demasiado tarde, por fortuna, el espía mental notó algo y se dio media vuelta…
… Pero no vio nada más que un torbellino de bruma.
Empapado en un sudor agrio, el necroscopio salió del continuo de Möbius y apareció en el asiento posterior del coche de Paxton. Permaneció allí, sentado, presa de escalofríos y náuseas, cayó al suelo y se retorció hasta arrojar aquella cosa. Finalmente, mientras miraba su hediondo vómito, poco a poco volvió a sentir aquella rabia. Estaba furioso consigo mismo.
Se había propuesto darle una lección al PES y a punto había estado de matarlo. Era una muestra bien clara del poco control que ejercía sobre aquello que llevaba dentro, que aún era un…, ¿qué? ¿Una criatura? ¿Un bebé? ¿Qué esperanza podría abrigar entonces cuando alcanzara su pleno desarrollo?
Paxton seguía debajo de los árboles, junto a la ribera, con sus pensamientos, sus cigarrillos y su whisky. Probablemente seguiría allí al día siguiente y al siguiente. Hasta que Harry cometiera un error y se delatara. Si no lo había hecho ya.
—¡El muy hijo de puta! —exclamó Harry con amargura.
¡Ojalá le dieran por culo al muy cabrón! Al menos eso sería mejor que asesinarlo.
Pasó al asiento delantero, quitó el freno y notó que las ruedas se movían despacio y el vehículo empezaba a avanzar. Giró el volante para que el vehículo quedara situado en el camino y dejó que la gravedad hiciera el resto. El coche fue bajando por la suave pendiente, ganando impulso.
Harry pisó repetidamente el acelerador hasta que le llegaron los fuertes vahos de la gasolina; puso el estárter y volvió a pisar el acelerador. Después de recorrer unos trescientos metros sin dejar de bombear el acelerador, el coche iba ya a unos treinta y cinco o cuarenta kilómetros. La curva se acercaba a toda velocidad con su borde cubierto de hierba y su alto muro de piedra. Harry soltó el volante, conjuró una puerta de Möbius que apareció junto a su asiento y la cruzó con toda tranquilidad.
Dos segundos más tarde, el coche de Paxton se subía al borde del camino, chocaba contra el muro y estallaba como una bomba.
El PES regresaba en ese mismo momento hacia el camino y miraba sin entender nada hacia el lugar donde había aparcado el coche…, después oyó la explosión camino abajo y vio cómo una bola de fuego se elevaba en la noche.
—¿Qué…? —dijo—. ¿Qué?
A esas alturas Harry se encontraba de nuevo en su casa y marcaba el 999. Contestó una de las operadoras de emergencias de Bonnyrig, que lo comunicó con la comisaría.
—Policía…, ¿en qué podemos ayudarlo? —inquirió una voz con un fuerte acento.
—Acaba de incendiarse un coche en el camino de acceso a la vieja casa que hay detrás de Bonnyrig —contestó Harry sin aliento y acto seguido le dio los detalles completos del lugar—. Y hay un hombre que bebe de una petaca y se calienta las manos en el fuego.
—¿Quién llama, por favor? —La voz sonó más autoritaria, alerta y con tono oficial.
—No puedo darle más detalles. He de ir a ver si hay algún herido —respondió, y colgó.
Desde la ventana de su cuarto, en el piso de arriba, el necroscopio observó cómo el fuego se hacía cada vez más brillante; al cabo de diez minutos vio llegar el coche de los bomberos de Bonnyrig, con una escolta policial. Durante un instante el lamento tenebroso de las sirenas se elevó del ramillete de luces azules y anaranjadas apiñadas alrededor de las llamas. Luego, el fuego se fue apagando, las sirenas se callaron y, al cabo de nada, el coche patrulla se alejó… con un pasajero.
Harry se habría alegrado de saber que el pasajero era Paxton, que juraba y perjuraba su inocencia, mientras su aliento despedía vahos de whisky en las caras inconmovibles de los agentes de policía. Pero no se enteró, porque en ese momento estaba profundamente dormido. No tenía importancia si dormir de noche le sentaba bien o mal a su carácter: Trevor Jordan le había dado un sano consejo…
Por la mañana, el calorcillo del sol sacó a Harry de la cama. Se elevó por detrás del río, avanzó sigiloso hasta colarse por su ventana y dibujar un rastro caliente sobre su mano izquierda, que en sueños Harry veía atrapada en uno de los hornos de Hamish McCulloch. Se despertó sobresaltado y vio el cuarto inundado por la luz amarilla del sol que se colaba por la ventana: había olvidado echar las cortinas.
Desayunó café solo y se dirigió al sótano. No sabía cuánto tiempo había estado ausente, de manera que quizá fuera cuestión de ahora o nunca. Había prometido a Trevor Jordan que iba a ser aquel día. Las urnas de Jordan y Penny ya estaban abajo, junto con los productos químicos que Harry había sacado del castillo Ferenczy.
—Trevor —dijo, mientras pesaba y mezclaba los polvos—. Anoche perseguí a Paxton…, no en serio, pero casi. Al final me limité a ponerle chinitas en el camino, creo que nos lo hemos quitado de encima por un tiempo. Lo cierto es que no lo siento cerca, aunque quizá se deba a que es de mañana y hace sol. ¿Puedes decirme si está ahí fuera?
El kiosco de Bonnyrig acaba de abrir y hay un lechero que hace el reparto, respondió Jordan. Ah, y un montón de personas perfectamente corrientes del pueblo están desayunando. Pero ni señales de Paxton. A mí me parece que es una mañana del todo normal.
—No del todo —lo corrigió Harry—. Al menos para ti.
Es que he tratado de no hacerme demasiadas ilusiones, contestó Jordan; su necrolenguaje sonaba vacilante. He procurado no rezar. Aún pienso que estoy soñando. Porque en realidad algunas veces nos desconectamos y dormimos. ¿Lo sabías?
El necroscopio asintió, terminó de preparar los polvos y cogió la urna de Jordan.
—Recuerda que yo también he sido incorpóreo. Me agotaba. El cansancio mental es mucho peor que el físico.
Se produjo un silencio mientras vertía las cenizas de Jordan.
¡Harry, estoy tan asustado que no puedo hablar!
—¿Asustado? —Harry repitió la palabra casi automáticamente, concentrado como estaba en romper la urna con un martillo y disponiendo los trozos con la parte interior hacia arriba alrededor del montoncito de restos mortales y catalizadores químicos, para que cuanto hubiera podido quedar adherido reaccionara cuando pronunciara las palabras.
Asustado, emocionado, de todo…, ¡si tuviera estómago, vomitaría, estoy seguro!
Había llegado la hora.
—Trevor, has de comprender que si no estás bien…, quiero decir…
Sé lo que quieres decir. Lo sé.
—De acuerdo. —Harry asintió y se humedeció los labios resecos—. Allá vamos.
Pronunció las palabras de evocación como si pertenecieran a su lengua materna, pero con un gruñido que negaba toda posibilidad de que fuera un lenguaje humano. Utilizaba su arte con… ¿orgullo? Sin duda sabedor de que se trataba de algo poco común, de que él era una criatura completamente fuera de lo común.
—¡Uaaah! —La exclamación final no llegó a ser un gruñido…, un momento después recibía como contestación un grito de dolor.
El necroscopio retrocedió cuando una nube de humo purpúreo llenó el sótano y le irritó los ojos.
De los restos de productos químicos se expandía una nube en forma de hongo. Era la esencia misma de los genios: una fuente pequeñísima que producía un enorme volumen. A trompicones, gritando por el dolor de la resurrección, de ella salió la silueta desnuda de Trevor Jordan. Pero el necroscopio estaba preparado, por si debía abortar aquel nacimiento.
Al principio Harry apenas veía nada en aquel remolino de humo químico; poco después echó un vistazo y vio un ojo enloquecido y fijo, una boca torcida y abierta, una cabeza apenas visible. ¿Acaso sólo estaría allí en parte?
Jordan tendió los brazos hacia Harry; le temblaban las manos, le vibraban casi. Las piernas le fallaron y cayó sobre una rodilla. Harry sintió que lo recorría un escalofrío de horror; las palabras para devolverlo a la muerte surgieron en su mente, prontas para salir de sus labios resecos. Luego…
El humo se disipó y… ante él, de rodillas, encontró a Trevor Jordan.
¡Perfecto!
Harry cayó de rodillas y los dos se abrazaron, llorando como críos…
Después le tocó a Penny. Ella también creyó que soñaba, no podía creer lo que el necroscopio le decía en necrolenguaje. Pero fue un sueño del que él la despertó muy pronto.
Cayó en sus brazos, llorando; él la sacó del sótano, la llevó a su dormitorio, la tendió en la cama y le dijo que tratara de dormir. Imposible: en la casa había un loco que corría frenéticamente, riendo y llorando al mismo tiempo. Trevor Jordan iba y venía, daba portazos, entraba en las habitaciones a la carrera, se detenía para palparse, para tocar a Harry, a Penny, y luego se echaba a reír otra vez. Reía como un poseso, como un loco. ¡Loco por estar vivo!
A Penny le ocurrió otro tanto cuando se dio cuenta de la verdad, cuando creyó del todo. Durante una o dos horas aquello fue una casa de locos. ¿Quedarse en la cama? Se vistió con un pijama de Harry y una de sus camisas y se puso a bailar. Dio vueltas y vueltas a ritmo de vals, hizo piruetas; Harry se alegró de no tener vecinos. Finalmente, se cansaron, y a punto estuvieron de cansar también al necroscopio.
Les preparó mucho café. Tenían sed; tenían hambre; le invadieron la cocina. ¡Se lo comieron todo! De vez en cuando, Jordan se ponía en pie de un salto, abrazaba a Harry hasta que éste creía que iba a romperle las costillas, salía corriendo al jardín para sentir el sol y volvía a entrar a la carrera. Penny estallaba en sollozos y lo llenaba de besos. Aquello lo hacía sentir bien. Pero al mismo tiempo lo turbaba. En aquel momento, no era digno de sus emociones.
Y cuando llegó la tarde, Harry dijo:
—Penny, creo que ya te puedes ir a casa.
Le había dado instrucciones sobre qué debía decir, que la policía habría encontrado el cuerpo de alguien que se le parecía mucho. Que había padecido de amnesia o algo así y que no sabía dónde había estado hasta que se encontró en su calle, en su pueblo de North Yorkshire. Eso era todo, ni un detalle más. No debía mencionar, ni siquiera en susurros, el nombre de Harry Keogh, el necroscopio.
Apuntó en un papel sus medidas, viajó mediante el continuo de Möbius hasta Edimburgo, le compró ropa y esperó mientras la muchacha se vestía frenéticamente. Se había olvidado de los zapatos: daba igual, iría descalza. ¡Iría desnuda si no quedaba más remedio!
La acercó hasta su casa —sólo interrumpió el salto en los ondulados páramos para hacerle una última advertencia— utilizando el continuo de Möbius, que era algo más en lo que no debería creer. Y le advirtió:
—Penny, a partir de ahora las cosas serán normales para ti, y con el tiempo, incluso puedes llegar a creer en esta historia que hemos pergeñado. Mejor para ti, para mí, para todos, si te la crees de verdad. Y sin duda, mejor para mí.
—Pero… ¿volveré a verte?
Se daba cuenta de lo que había vivido y de lo que iba a perder. Por primera vez se cuestionó si había salido ganando o perdiendo.
Harry sacudió la cabeza y respondió:
—Penny, has de saber que en la vida de uno la gente va y viene. Siempre ha sido así.
—¿Y en la muerte?
—Me has prometido que te olvidarías de eso. No forma parte de nuestra historia, ¿de acuerdo?
Después, completaron el resto del salto hasta llegar a una esquina que la muchacha conocía de toda la vida.
—Adiós, Penny.
Y cuando se volvió para mirar…
De pequeña había seguido la segunda edición de las aventuras del Llanero Solitario. ¿Quién era ese hombre invisible…?
Jordan esperaba en la casa que estaba cerca de Bonnyrig. Se había calmado un poco, pero todavía resplandecía, asombrado y maravillado, lo que le daba un aspecto hermoso, como de recién bañado, como de haber regresado de unas vacaciones al sol o de nadar en un arroyo de montaña. Todo a la vez.
—Harry, estoy preparado para cuando tú me digas. No tienes más que pedir por esa boca.
—No tienes que hacer nada. Tan sólo no dejarme fuera, es todo. Quiero meterme en tu mente y aprender de ella.
—¿Cómo hizo Janos?
Harry sacudió la cabeza.
—No, como hizo Janos, no. No te he traído de vuelta para hacerte daño. Ni siquiera te he traído de vuelta por mí. Esto sigue dependiendo de ti. Si te disgusta la idea de que me meta en tu mente, me lo dices. Has de colaborar por voluntad propia. —Palabras muy significativas.
Jordan lo miró y respondió:
—No sólo me has salvado la vida, sino que me la has devuelto.
El necroscopio concentró sus incipientes pensamientos wamphyri en la cabeza de Jordan, y éste dejó el camino libre para que entrara. Harry encontró lo que quería: se parecía tanto al necrolenguaje que lo reconoció de inmediato. El mecanismo era sencillo, una parte de la psique humana. Una actividad mental, aunque su funcionamiento era puramente físico; una parte de la mente que la gente —la mayoría de la gente— no ha aprendido a utilizar. Los gemelos idénticos suelen poseer ese don, porque provienen del mismo óvulo. Pero descubrirlo no era lo mismo que hacerlo funcionar.
Harry se retiró y dijo:
—Te toca a ti.
A Jordan le resultó fácil. Él ya era telépata. Miró dentro de la mente de Harry y encontró el gatillo que el necroscopio había imaginado para él. Sólo hacía falta dispararlo. Después, Harry podría apretar el mecanismo todas las veces que quisiera, como un interruptor.
—Inténtalo —dijo Jordan cuando se retiró.
Harry se imaginó a Zek Föener, una poderosa telépata por derecho propio, y la buscó con su nuevo don.
Él (no, ella) nadaba en las cálidas aguas azuladas del Mediterráneo; pescaba con arpón cerca de Zakinthos, donde vivía con Jazz Simmons, su marido. Se encontraba a seis metros de profundidad y tenía un pez en la mirilla, un salmonete estupendo que se movía cerca del fondo arenoso y se la comía con los ojos.
—Probando…, probando…, probando —dijo Harry, con humor seco.
Zek tragó agua salada por el tubo de su respirador, disparó el arpón y falló, tiró el arma y pataleó con fuerza para subir a la superficie. Y allí se mantuvo a flote, tosiendo y escupiendo, mientras miraba sorprendida por todas partes. De pronto se le ocurrió que las palabras debían de proceder de su mente. Pero aquella voz mental era inconfundible.
Recuperó por fin el aliento y se concentró.
¿Ha…, Harry?
Y en su casa de Bonnyrig, a dos mil kilómetros de distancia, Harry contestó:
—El mismo que viste y calza.
Harry…, ¿eres…, eres telépata? Su confusión era completa.
—No era mi intención asustarte, Zek. Sólo quería averiguar hasta qué punto lo hacía bien.
¡Pues estupendamente! ¡Pude haberme ahogado!
¿Una nadadora como Zek? Sería imposible que se ahogara. De repente, la mujer retrocedió; el necroscopio supo que había sentido esa otra cosa que había en Harry Keogh. Zek intentó excluirla de sus pensamientos, pero él pasó por alto su confusión y le dijo:
—Tranquila, Zek. Sé que sabes lo que me pasa. Creo que deberías saber que conmigo no será así. No pienso quedarme aquí. Al menos no por mucho tiempo. Tengo que terminar un asunto y después me iré.
¿Volverás a ese lugar? Lo había leído en la mente de Harry.
—Para empezar, sí. Pero quizás haya otros lugares. Sabes mejor que nadie que no puedo quedarme.
Harry, le contestó rápidamente y llena de ansiedad, sabes que no haré nada contra ti.
—Ya lo sé, Zek.
La mujer permaneció callada durante un largo rato; después, Harry tuvo un pensamiento.
—Zek, si nadas hasta la orilla, encontrarás allí a alguien a quien le gustaría hablarte. Pero será mejor que tengas los pies firmemente apoyados en la playa, porque no te vas a creer quién es y lo que tiene que decirte. ¡Esta vez sí que podrías ahogarte de verdad!
Tenía razón, porque Zek no se lo creyó. Al menos durante un rato…
Hacia media tarde, cuando Jordan asumió su condición por completo y se le apagó un poco el fulgor que despedía, dijo:
—¿Qué pasa conmigo, Harry? ¿Puedo irme a casa?
—Tal vez he cometido un error —replicó el necroscopio—. Darcy Clarke sabe que tenía las cenizas de la chica. Podría llegar a descubrirlo. Si lo hace, sabrá que dispongo ahora de algunos poderes más. ¡Qué quedarán más que confirmados si apareces tú! Además, tengo la sensación de que todo va a estallar de un momento a otro. Puedes marcharte cuando quieras, Trevor, pero te agradecería que te quedaras aquí escondido durante un tiempo más.
—¿Cuánto más?
—Tengo un asunto que terminar —respondió Harry, y se encogió de hombros—. El tiempo que me lleve concluirlo. Cuatro o cinco días a lo sumo.
—De acuerdo, Harry —asintió Jordan—. Podré soportarlo. ¡Incluso cuatro o cinco semanas si hiciera falta!
—¿Qué vas a hacer entonces? ¿Volverás a la Sección?
—Era un buen medio de vida. Con lo que ganaba pagaba los gastos. Y hacíamos cosas.
—Entonces, será mejor que lo dejes para cuando me haya marchado. ¿Sabes ya que vendrán a buscarme?
—¿Después de todo lo que has hecho por nosotros, por todos?
Harry volvió a encogerse de hombros y contestó:
—Cuando un viejo perro fiel ataca salvajemente a un hijo tuyo, tienes que sacrificarlo. Los servicios que te haya prestado en el pasado no cuentan. Es más, si hubieras sabido a ciencia cierta que iba a atacar a tu hijo, lo habrías matado antes, ¿no es así? Después de eliminarlo, puede incluso que sintieras pena por el pobre chucho y aun que lloraras un poco. Pero si, además de todo esto, supieras que tenía la rabia, ¡vamos, no te lo pensarías dos veces! Lo harías por él y por todos los demás.
Jordan le preguntó cara a cara, con franqueza:
—¿Tanto te preocupa? Seamos realistas, Harry, eliminarte no será tarea fácil. Janos Ferenczy se lo había buscado, pero no estaba en la misma situación en la que estás tú ahora.
—Por eso debo irme. Si no lo hago, me obligarán a defenderme, y eso no hará más que precipitar las cosas. Además, cabría entonces la posibilidad de que esta maldición continuara eternamente. No he invertido todo ese tiempo haciendo cuanto hice. (Dragosani, Thibor, Janos, Faethor, Yulian Bodescu) para acabar igual que ellos.
—En ese caso… Tal vez sería mejor que me fuera. Quiero decir, ahora mismo.
—¿Y eso?
—Puedo mantenerme oculto y no perderlos de vista. Han mandado a Paxton para que te vigile, pero no se enterarán de que yo los vigilo a ellos. Ni siquiera saben que estoy vivo. ¡Lo que sí saben es que estoy muerto!
—¿Y qué más? —preguntó Harry, interesado.
—Darcy es a quien tenemos que vigilar, pero no cuando está en el despacho, sino cuando está en su casa. Sé donde vive y cómo piensa. Pensará mucho en ti, por lo que eres y porque es un buen tipo y, en fin, porque le darás mucho en qué pensar. De manera que cuando todo parezca dispuesto para que se te echen encima, lo sabré, y entonces me pondré en contacto contigo.
—¿Harías eso por mí? —Harry sabía que sí.
—¿No estoy en deuda contigo?
Harry asintió despacio y finalmente contestó:
—Es una buena idea. Muy bien, te irás cuando haya oscurecido. Te llevaré en coche hasta Edimburgo y después seguirás solo.
Y así hicieron. El necroscopio también siguió solo, pero no por mucho tiempo.
Paxton regresó a la mañana siguiente.
Su presencia le agrió el humor a Harry en un instante, pero se prometió que más tarde cogería la sartén por el mango y, para variar, echaría un vistazo en la mente de Paxton. La idea lo deleitaba. Pero antes iría a ver a su madre para saber si tenía algo para él.
El cielo estaba encapotado; una vez apostado en la orilla, se subió el cuello del abrigo para protegerse de la llovizna fina y penetrante.
—Mamá, ¿has podido hacer algo?
¿Harry? ¿Eres tú, hijo? Su necrolenguaje era tan débil, sonaba tan lejano que por un momento el necroscopio creyó que se trataba simplemente de la «estática» de fondo, de los susurros de las huestes de los muertos que conversaban en sus tumbas.
—Sí, mamá, soy yo. Pero… te oigo como si estuvieras sumamente débil.
Ya lo sé, hijo, contestó ella desde muy lejos. Como a ti, me queda muy poco tiempo. Al menos en este lugar. Todo se desvanece, todo… ¿Querías algo, Harry?
Parecía muy débil y delirante.
—Mamá —fue paciente con ella, como en los viejos tiempos—, como últimamente he tenido ciertos problemas con los muertos, habías quedado en que me echarías una mano y que tratarías de que se mostraran un poco menos reacios contigo…, me refiero a esas chicas que asesinaron. Me pediste que te diera tiempo y que volviera aquí a verte. Por eso he venido. Todavía necesito esa información, mamá.
¿Chicas asesinadas? Repitió vagamente.
Harry notó entonces que, de pronto, su madre concentraba su atención y que su necrolenguaje sonaba más claro en su propia mente.
¡Ah, sí, esas pobres chicas que asesinaron! Esas inocentes. Aunque la verdad…, no todas eran inocentes, Harry.
—Por lo que a mí respecta, lo eran, mamá. Para mis fines, lo eran. ¿Pero a qué te refieres?
Veras, la mayoría de ellas se negó a hablar conmigo, respondió. Al parecer, ya las habían advertido sobre ti. Cuando se trata de vampiros, los muertos no son muy clementes, Harry. Una de las que sí quiso hablarme fue la primera de las víctimas, pero de inocente no tenía ni un pelo. Era prostituta, hijo, con boca y mente de letrina. Pero se mostró dispuesta a hablar de aquello y me dijo que no le importaría hablar contigo. En realidad, dijo más que eso.
—¿Ah, sí?
Sí, dijo que para ella sería una bonita novedad dedicarse a hablar, simplemente a hablar con un hombre. La madre de Harry parecía escandalizada. Y qué joven era, una cría.
—Mamá, he de marcharme; iré a ver a esa chica… muy pronto. Pero te estás debilitando tanto que no sé si podremos volver a hablar. Por eso he pensado que debía decirte ahora mismo que has sido la mejor madre que nadie pudo haber tenido y que…
Y tú has sido el mejor de los hijos, Harry, lo interrumpió. Pero, escúchame, no llores por mí. Y te prometo que no lloraré por ti. He vivido una buena vida, hijo, y a pesar de la muerte cruel que tuve, no he sido del todo desdichada en mi tumba. Harry, a ti te debo la felicidad que encontré, y te debo también lo que en este lugar se considera felicidad. ¿Qué los muertos ya no se fían de ti? Bueno, pues ellos se lo pierden.
Le lanzó un beso y le dijo:
—Perdí muchas cosas cuando te apartaron de mí. Pero, claro, tú perdiste muchas más. Espero que haya un lugar más allá de la muerte, mamá, y que puedas alcanzarlo.
Harry, una cosa más. Su voz se desvanecía muy deprisa; tuvo que concentrarse al máximo para no perder su necrolenguaje. Sobre August Ferdinand.
—¿August Ferdi…? ¿Sobre Möbius? —Harry recordó su última conversación con el gran matemático—. ¡Ah! —exclamó, y se mordió el labio—. Bueno, verás, ocurre que es posible que haya ofendido a Möbius, mamá…, sin darme cuenta, ¿entiendes? En esa ocasión no era el mismo de siempre.
Eso mismo me dijo él, hijo, también me dijo que no volvería a hablar contigo.
—Ah —dijo Harry, un tanto alicaído. Möbius había sido uno de sus mejores amigos, uno de los más íntimos—. Lo comprendo.
No, no lo comprendes, Harry, replicó su madre. No volverá a hablar contigo porque ya no estará allí…, quiero decir, aquí. Él también tiene que irse a otra parte, o al menos eso cree él. De todos modos, me habló de un montón de cosas que no entendí muy bien: del espacio y del tiempo, del espacio-tiempo, de universos de luz en forma de cono. Creo que eso es más o menos todo. Me dijo también que tu razonamiento dejaba sin resolver una cuestión muy importante.
—¿Ah, sí?
Sí. La cuestión del… tinuo de Möbius mismo. Dijo…, cree… saber qué es. Dijo… era… mente…
Se estaba desintegrando y su necrolenguaje llegaba muy entrecortado; Harry sabía que aquélla sería la última vez.
—¿Mamá? —Estaba inquieto.
Möbius… dijo… era… La mente, Harry…
—¿La mente? Mamá, ¿has dicho la mente?
La mujer intentó contestar, pero no pudo. Lo único que logró transmitir fue unos susurros débiles y muy lejanos.
Haaarry… Haaaarryyy…
Y se hizo el silencio.
Paxton había leído los archivos de los casos del necroscopio y sabía bastante sobre él. A las personas de creencias más mundanas, gran parte de esas cosas les habrían resultado increíbles. Pero Paxton no era de esas personas. Desde la orilla opuesta, vigilaba a Harry con un par de prismáticos y pensó: Vaya tío más raro, está hablando con su madre, una mujer que lleva muerta un cuarto de siglo y que hace la tira que se ha convertido en barro. ¡Dios santo! ¡Y después dicen que la telepatía es una cosa rara!
Harry lo «oyó» y supo que había estado escuchando la conversación que había mantenido con su madre, al menos lo que Harry había dicho. Se sintió furioso, pero era una furia fría, no como la de la otra noche. Volvió a recordar el consejo de Faethor: «¿Qué entrará en tu mente? ¡Penetra tú en la suya!».
Paxton vio que el necroscopio se ocultaba detrás de un arbusto y esperó a que saliera por el otro lado. Pero no lo hizo. «¿Estará orinando?», se preguntó el PES.
—En realidad no —dijo Harry en voz baja, justo detrás de él—. Pero cuando lo haga, me gustaría que fuera en la intimidad.
—¿Qué…?
El espía mental se volvió velozmente, tropezó, retrocedió a trompicones hasta la orilla del río. Harry tendió una mano y lo aferró de la chaqueta, lo aguantó y lanzó una sonrisa que no tenía nada de alegre. Lo miró de arriba abajo: era un hombre delgado, pequeño, con aspecto ajado, que tendría unos veintitantos años, con cara y ojos de comadreja. Sus capacidades telepáticas debían de ser la forma en que la vieja madre naturaleza pretendía compensar aquella serie de deficiencias.
—Paxton —susurró Harry, con una suavidad peligrosa, exhalando un aliento cálido como si en lugar de provenir de sus pulmones saliera de un fuelle caliente—, eres una pulga mental asquerosa y rastrera. Seguro que cuando tu padre te hizo, se le salió lo mejor por el condón pinchado y, después de mojarle la pierna a tu madre, cayó al suelo del prostíbulo. Eres un cabrón hijo de puta que invade mi territorio, me pisotea y me provoca urticaria. Tengo todo el derecho de este mundo a ponerte en vereda. ¿No estás de acuerdo?
Paxton boqueó como un pez recién sacado del agua, y cuando por fin recuperó el aliento y el valor, contestó:
—Me…, me limito a hacer mi trabajo, es todo. —Lanzó un gritito y trató de soltarse. Pero el necroscopio lo mantenía agarrado, delante de él, con mucha firmeza, aunque no daba la impresión de hacer fuerza.
—¿Qué haces tu trabajo? —repitió Harry—. ¿Para quién, basura?
—No es asunto tu… —comenzó a decir Paxton.
Harry lo sacudió, le lanzó una mirada colérica y por primera vez el PES notó que un leve resplandor rojo que se colaba por las gruesas lentes de las gafas oscuras coloreaba las demacradas mejillas del necroscopio. ¡Una colérica luz roja… en sus ojos!
—¿Para la Sección PES? —preguntó Harry en voz tan baja y cavernosa que más bien pareció un gruñido.
—Sí…, ¡no! —respondió Paxton bruscamente.
Se había ablandado como la gelatina y lo único que quería era alejarse de allí; para ello estaba dispuesto a decir cualquier cosa, lo primero que se le ocurriera. Harry lo sabía, lo leía en su rostro pálido y en sus labios temblorosos; pero si los labios pueden mentir, la mente casi siempre dice la verdad. Penetró en ella, la exploró a fondo y volvió a salir como si hubiera merodeado en el pútrido cenagal de una cloaca. Incluso a través del olor rancio del miedo de Paxton habría sido capaz de oler la mierda.
Resultaba un alivio saber que no abundaban las mentes como aquélla; de lo contrario, el necroscopio se habría sentido tentado a declarar la guerra allí mismo a toda la raza humana.
Paxton supo que Keogh había estado dentro de su mente: lo sintió como trozos de hielo. Comenzó a imitar otra vez a un pez.
—Ahora lo sabes sin lugar a dudas —le dijo Harry—. E informarás de ello a tu jefe. Vete, pues, y dile al ministro que su peor pesadilla se ha hecho realidad, Paxton. Díselo y luego presenta la dimisión. Y no vuelvas. Sé que no te gustan los consejos, pero esta vez acéptalo: corre mientras puedas. No habrá una segunda advertencia.
Mientras Paxton se hacía a la idea de cuál era su situación, Harry lo soltó con violencia, lo empujó hacia atrás hasta la orilla del río y lo tiró a las aguas que bajaban en suaves remolinos.
Fue entonces cuando el necroscopio vio el maletín de Paxton abierto sobre el tocón de un árbol. Unos cuantos sobres blancos, correo comercial, y un sobre grande de papel manila, que fueron como imanes que captaron su mirada. Iban dirigidos a Harry Keogh, 3 The Riverside, etc., etc.
Harry lanzó una mirada furibunda hacia donde el PES boqueaba, chapoteaba y tragaba el agua fría del río, fuera de su alcance —y de momento lejos del peligro— y luego recogió su correspondencia y se marchó a casa.
Paxton sabía nadar; mejor para él. Porque al necroscopio le daba exactamente igual…