Capítulo cuatro

Alguien muere

El vampiro del necroscopio —aún era una contaminación extraña y parásita del tamaño de un renacuajo— no estaba maduro. Por ello no deseaba ningún tipo de conflictos, ni interno ni externo; sólo quería evolucionar y continuar con el largo proceso de la conversión de su huésped, razón por la cual su influencia resultaba enervante. Si Harry se mantenía mental y emocionalmente vacío, sería poco probable que se expusiera al peligro. Lo cual significaba que sería poco probable que expusiera al peligro a su horrendo inquilino. De ahí los destellos de conciencia wamphyri (un conocimiento apenas atisbado de un poder ingobernable y floreciente) y la urgente necesidad de discutir y de interrogar, incluso de someter a su propia mente a largas sesiones de intensa autoinquisición, a pesar de los ataques internos de rabia y del cansancio mental que se producían invariablemente como resultado de todo ello.

Pero dejando de lado la mente del necroscopio, su sangre también era consciente de la presencia del invasor; tenía la impresión de que padecía una extraña fiebre psíquica que lo mantenía nervioso y constantemente en guardia. Era un hombre con un volcán en su interior, que de momento se limitaba a arder sin llama y a soltar de vez en cuando una bocanada de humo. Como ignoraba cuándo entraría en erupción el volcán, no podía relajarse, debía de mantenerse alerta y escuchar con atención arrobada, horrorizada y a la vez llena de curiosidad el bullir interior.

Por un lado, Harry tenía ganas de poner plenamente a prueba sus facultades de wamphyri (porque formaban parte de él, a pesar de que el aspecto físico de aquella cosa seguía en estado embrionario), pero, por otro, sabía que si lo hacía el proceso se aceleraría. Porque de algo estaba seguro: por más inmaduro que fuera el simbionte, crecía y aprendía con mucha rapidez. Aquel vampiro era un principiante nada lerdo.

Si aquel parásito, al igual que todos los de su especie, era obstinado, el necroscopio no lo era menos. Su hijo había logrado mantener a raya a su vampiro, ¿no? De tal astilla tal palo: Harry haría lo imposible por seguir su ejemplo.

Aquello, de por sí, ya era bastante difícil como para tener que soportar además la obstinación de la Gran Mayoría… y la certeza o al menos la fuerte sospecha de que la Sección PES se preparaba para la guerra… y el hecho de que, a pesar de todo, Harry había decidido llevar ante la justicia a un cierto delincuente al que antes debía encontrar.

Antaño habría sido capaz de elaborar un esquema lógico de actuación, como escribir una lista de prioridades. Pero su confusión mental y el cansancio que le producía lo ofuscaba, de modo que a pesar de que era consciente del paso del tiempo y de que había unas fuerzas que se movilizaban contra él, se sentía incapaz de sobreponerse y de salir del miasma personal en el que se hallaba inmerso. Eso, a su vez, le producía frustración, más rabia y las primeras y turbulentas señales de que aquellas emociones tempestuosas clamaban por encontrar un desahogo físico.

Como un autista incapaz de expresarse, Harry sentía su violencia agazapada debajo de la superficie. Su violencia, sí, porque el vampiro que llevaba dentro no era ni violento ni emocional: sencillamente se limitaba a ampliar aquellas propiedades de su huésped.

Quizá lo más frustrante fuera que sabía que nada de lo que hiciera —o de lo que hubiera hecho, de sentirse capaz— tenía la mínima importancia para su propia supervivencia. Otro, en su lugar, habría intentado cambiar de identidad, buscar un lugar seguro, alejarse de forma permanente de cualquier foco o fuente de peligro.

¿O no? ¿Acaso sería capaz de lograrlo? Porque tal como Harry había dicho a Pitágoras, el mundo era muy pequeño. Y, por definición, cualquier otro en la situación de Harry también habría sido wamphyri y se habría sentido apegado a su territorio. Aquél era su mundo; aquella casa, no lejos de Edimburgo, era su casa; y ante todo, sus pensamientos y sus actos eran su territorio —la mayoría de ellos, la mayor parte del tiempo—, al menos cuando los demás no lo espiaban.

El día anterior había ido a las ruinas del castillo Ferenczy para hablar con Bodrogk, el tracio. Bodrogk era un amigo reciente y no conocía a Harry antes de que iniciara su transición; lo aceptaba tal como era entonces. Además, Bodrogk no temía a nada y, en cualquier caso, no podía temer al necroscopio ni tampoco a ningún otro hombre vivo. Sus cenizas y las de Sofía, su esposa, habían sido lanzadas a los vientos y en los Cárpatos sólo quedaban sus espíritus. Nada mundano podía lastimarlos.

Harry quería investigar la composición y las proporciones de los ingredientes químicos de las pócimas nigrománticas de Janos Ferenczy. Se proponía recuperar a Trevor Jordan y a Penny Sanderson de sus «sales esenciales» sólo si lograba devolverlos al mundo de los vivos en perfecto estado, o lo más cercano a la perfección. Dado que Bodrogk había sido sometido a ese tipo de experimentos, era todo un entendido. Aun así, indagó a fondo sobre los fines del necroscopio antes de transmitirle la información necesaria.

Ese día, Harry estaba preparado para convertirse en un nigromante por derecho propio, y habría seguido adelante… si en el último momento no hubiera sentido aquel dolor, aquel pellizco encubierto en el fondo de la mente, que le advertía que Geoffrey Paxton andaba cerca y lo vigilaba. Sabedor de que Paxton pretendía probar que él estaba implicado en esas actividades antinaturales, Harry se vio obligado a aplazar el experimento. Después, controlando a duras penas la ira, llamó a Darcy Clarke a la Central de la Sección PES.

Sintió alivio al enterarse de que Paxton no era un hombre de Darcy; ¿de quién sería, entonces? Quizá Darcy lo averiguaría y se lo diría, o quizá no. De todas maneras, ¿qué podía suponer aquello para él? Harry sabía que tarde o temprano Darcy y los demás cerrarían filas para enfrentarse a él. Lo más desgraciado de aquella situación era que el jefe de la Sección PES había sido un buen amigo suyo. El necroscopio no podía pensar siquiera en lastimar a Darcy. ¿Pero cómo explicárselo al ser que llevaba en su interior?

A las dos de la tarde Harry se sentó tranquilamente en su estudio a «escuchar». Pero la conciencia de su vampiro seguía en pañales y no detectó nada. O tal vez sí: que algo se agitaba levemente en la capa más exterior de sus percepciones. Fuera lo que fuese, resultó lo bastante sospechoso como para impulsarlo a dejar el experimento una vez más; después, se encasquetó el sombrero de ala ancha y salió para hablar con su madre.

Sentado en la orilla desmoronada del río, Harry dejó que sus piernas colgaran, se quedó mirando las aguas que bajaban en mansos remolinos, aguas que para él eran la tumba de Mary Keogh desde niño, y dejó que sus pensamientos expresados en necrolenguaje la buscaran. Como no había nadie cerca, se limitó a hablar en voz alta, utilizando también el necrolenguaje, y así se sintió más natural:

—Mamá, estoy metido en un lío.

Si contestaba: «No es ninguna novedad», lo habría entendido; tenía la impresión de estar siempre metido en líos. Pero como todas las madres, Mary Keogh amaba a su hijo y la muerte no había mermado ese amor.

¿Harry?, su voz le llegaba muy débil y lejana, como si el río se la hubiera llevado aguas abajo, igual que a su cuerpo. Ay, Harry, hijo, ya lo sé.

Era de esperar. Nunca fue capaz de ocultarle nada a su madre, que con frecuencia le advertía que había ciertas cosas a las que uno no debía acercarse demasiado. En esta ocasión se había acercado demasiado.

—¿Sabes a qué me refiero?

Sólo puedes referirte a una cosa, hijo (parecía tan triste, tan apenada por él). Aunque no hubieras venido a hablarme, lo habría sabido. Todos nosotros lo sabemos, Harry.

—Ya no se muestran tan interesados en hablarme —dijo con un asomo de amargura—. Sin embargo, nunca he hecho daño a ninguno de ellos.

Pero has de entender, Harry, le costaba trabajo explicarse. La Gran Mayoría ha formado parte del mundo de los vivos y ahora están muertos. Se acuerdan de cómo era la vida, y saben lo que es la muerte, pero no entienden y no quieren tener nada que ver con lo que hay entre una cosa y otra. No logran hacerse a la idea de que existe algo que acecha a los vivos para convertirlos en muertos vivientes, algo que roba la vida y la reemplaza por una lujuria desalmada y… maligna. Los hijos y nietos de las huestes de los muertos siguen en el mundo de los vivos, igual que tú. Y eso es lo que les preocupa. No importa el tiempo que llevan muertos, Harry, siguen preocupándose por los suyos. Pero eso ya lo sabes, ¿no es así, hijo?

Harry suspiró. El necrolenguaje de su madre, aunque débil (incluso regañón, ¿quizá?) le pareció más cálido que nunca. Envolvía al necroscopio como una manta, lo mantenía a salvo, favorecía la reflexión, hacer planes y hasta soñar. Era tan ajeno a aquella pesadilla que llevaba dentro que ni siquiera esa parte de Harry era capaz de entenderlo ni de interferir. Era el amor de su madre, tranquilizador como nada en el mundo.

—La cuestión es —dijo al cabo de un rato— que tengo que hacer una cosa más antes de…, antes de que acabe aquí. Y es importante, mamá. Para mí y para ti y para las huestes de los muertos. Un monstruo anda suelto y tengo que encontrarlo.

¿Un monstruo, dices? Su voz era muy suave, pero Harry supo a qué se refería. ¿Quién era él para hablar de monstruos?

—Mamá, no he hecho nada malo —respondió—. Y mientras siga siendo yo, no pienso hacer nada malo.

Harry, hijo, estoy fatigada. Percibía la debilidad y el cansancio. No somos inagotables. Si nos dejaran a nuestro aire, nos pondríamos a pensar en nuestras cosas hasta ir desapareciendo poco a poco, como todo. Porque al final desaparecemos, aunque tardemos mucho. Pero con influencias externas nos vamos mucho más deprisa. Creo que es así como funciona. Tú eras una luz en nuestra larga noche, hijo, era como recuperar la vista, pero ahora tenemos que dejarte ir y padecer la oscuridad. En vida nos preguntábamos: ¿habrá algo en el más allá? Pues sí, lo había; después te uniste a nosotros y aquello fue como volver a tener una especie de vida. ¿Qué vendrá después? Lo que quiero decirte es que aquí ya no me queda mucho tiempo más. Y detestaría dejarte sin saber que estás bien. ¿Qué planes tienes, Harry?

Por primera vez cayó en la cuenta de que necesitaba un plan. Su madre había acabado con su confusión de la forma más simple.

—Pues tengo un sitio a donde ir —contestó al fin—. No es un gran sitio, pero es mejor que morirme…, creo. Y allí hay alguien que conozco que puede enseñarme cosas, si le apetece. Él también tuvo problemas, pero la última vez que lo vi salía adelante. Tal vez siga bien, tal vez pueda aprender algo de él.

Su madre sabía a qué lugar, a quién y a qué se refería.

¿Pero no es un lugar más bien siniestro, Harry?

—Lo era —respondió; y se encogió de hombros—. Tal vez aún lo sea. Pero al menos allí no me perseguirán. A la larga, si me quedara aquí, acabarían haciéndolo. Lo que significa que finalmente me vería obligado a pagarles con la misma moneda. Y eso es lo que temo y lo que trato de evitar. Soy una plaga metida en una botella, mamá, inofensiva con tal de que nadie me agite ni trate de romperme. Pero en ese otro lugar la plaga ya ha seguido su curso. Lo que aquí es impensable, allí es algo comprendido. No aceptable, eso nunca, pero una realidad más.

La mujer suspiró.

Me alegra que no te des por vencido, hijo. Y con la ternura de antaño, añadió: Eres un luchador, Harry. Siempre lo fuiste.

—Supongo que sí —convino—, pero aquí no puedo luchar. Porque si luchara, se desencadenaría la plaga. Y temo que acabe siendo más fuerte que yo. Aquí todavía tengo cosas por hacer, asuntos que he de aclarar. Pienso ocuparme de todo ello hasta que sea la hora. Me has pedido que te contara mis planes.

»Son simples, en realidad. Cuando tengo bien la cabeza logro leerlos como si fueran palabras impresas de un libro. Una muchacha tuvo una muerte horrible que no se merecía, porque nadie merece morir así; y hay un ser, quien la mató a ella y a otras inocentes como ella, que sí merece morir. A Darcy Clarke le debo una larga charla, una explicación; y después, hay ciertas facultades que me gustaría desarrollar y que me podrían resultar útiles en el otro lugar.

»Eso es todo; son pocas cosas, un asunto que resolver y un par de cosas nuevas por aprender. Después, será la hora de partir. Preferiría ir a mi aire y no perseguido.

¿Y no volverás nunca más?

—Volvería si lograra saber cómo mantener a raya para siempre a esa cosa. Si no lo consigo…, no, nunca más.

¿Cómo vas a enfrentarte a ese hombre, asesino o monstruo que estás buscando?

—Tan deprisa y con toda la limpieza que él me permita. Mamá, no tienes idea de lo que hace, pero te diré que no pienso ensuciarme las manos si puedo evitarlo. Matarlo será como arrancar un tumor enquistado en la carne de la humanidad.

Ya has arrancado unos cuantos así, hijo.

—Me falta uno más —reconoció Harry.

¿Y la muchacha que no merece estar muerta? Ha sido una forma extraña de expresarlo, Harry.

—Para ella es algo muy reciente, mamá —Harry sabía que se había metido en un campo minado, y buscó en vano un hito seguro—. Todavía no se acostumbra. Y…, y no tiene por qué acostumbrarse. Quiero decir que puedo ayudarla.

Has aprendido algo nuevo, Harry, replicó ella, muy despacio, y Keogh notó algo cambiado en la voz, ¿miedo, quizá? Lo has aprendido de Janos Ferenczy, lo presiento. Sí, y es lo que te separa de nosotros. ¡Todos lo presentimos! De repente, su necrolenguaje se vio invadido por una serie de pequeños estremecimientos.

¿Su madre también? ¿Había alejado también a su dulce madre? De pronto tuvo la sensación de que si la dejaba marchar, se alejaría de él a la deriva y continuaría alejándose para siempre, tal vez hacia aquel más allá que ella presentía que la aguardaba.

Pero le quedaba un as en la manga y lo jugó entonces:

—Mamá, ¿soy bueno o malo? ¿Nací bueno o malo?

Su madre captó la ansiedad de su necrolenguaje y regresó velozmente.

Eras bueno, hijo. ¿Cómo puedes dudarlo? ¡Siempre fuiste bueno!

—Pues nada ha cambiado, mamá. Todavía no, al menos aquí. Te prometo que no dejaré que nada me cambie, al menos aquí. Si llego a sentir que ocurre, en cuanto sienta que ya no puedo mantenerlo a raya, me iré.

Pero si traes de vuelta a esa muchacha, ¿qué será?

—Hermosa como era. Tal vez no físicamente, aunque fue preciosa, pero estará viva. Y eso tiene que ser bonito. Y tú lo sabes.

¿Por cuánto tiempo, hijo? Quiero decir, ¿envejecerá? ¿Morirá? ¿Qué será? ¿Qué será, Harry?

No sabía qué responder.

—Simplemente una muchacha. No lo sé.

¿Y sus hijos? ¿Qué serán sus hijos?

—No lo sé, mamá! Sólo sé que está demasiado viva para estar muerta.

¿Lo haces por…, por ti mismo?

—No, lo hago por ella, y por todos vosotros.

Presintió que su madre sacudía la cabeza.

No lo sé, hijo. No lo sé.

—Confía en mí, mamá.

Supongo que no me queda más remedio. ¿Cómo puedo ayudarte?

Harry se sintió más animado.

—Mamá, no quiero despertarte. Dijiste que estabas fatigada.

Es verdad, pero si tú puedes luchar, yo también. Si los muertos no quieren hablar contigo, quizá conmigo sí. Mientras puedan.

Le dio las gracias con un movimiento de cabeza y al cabo de un rato dijo:

—Hubo otras antes que Penny Sanderson. Sé sus nombres por los periódicos, pero no sé dónde las enterraron y necesito una presentación. Verás, las agredieron de mala manera y no se fiarán de alguien como yo que puede tocarlas desde aquí. El que las mató también puede hacer lo mismo. Aunque necesito hablar con ellas no quiero asustarlas más de lo que ya están. Sin vuestra ayuda sería muy difícil.

Quieres saber en qué cementerios están, ¿no es así?

—Sí. Probablemente no me costaría demasiado averiguarlo por mi cuenta, pero tengo tantas cosas en la cabeza que no logro concentrarme en nada. Y así el tiempo va pasando.

Está bien, Harry. Haré lo que pueda. Pero no quiero tener que volver a buscarte, de modo que será mejor que vengas tú a verme. De esa forma yo… Se interrumpió de repente.

—¿Mamá?

¿Has notado eso, hijo? Siempre lo noto cuando se acercan así.

—¿Qué ha sido?

Alguien se ha unido a nosotros, contestó su madre con tristeza. Alguien que se muere. O algo.

Mary Keogh había sido médium; después de morir, su contacto con la muerte se hizo mucho más sensible. ¿A qué habría querido referirse? No estaba claro; Harry notó que se le erizaba el vello de la nuca.

—¿Algo? —repitió.

Una mascota, un perrito, un accidente, suspiró. Y un niño con el corazón destrozado. Ha sido en Bonnyrig. En este mismo instante.

El necroscopio notó que el corazón le daba un vuelco; había perdido tanto en su vida que la idea de la pérdida sufrida por otro, por pequeña que fuera, lo hería profundamente. Quizá fuera el modo en que su madre se lo había contado, con tanta tristeza. O quizá se tratara de un efecto de sus percepciones exacerbadas. Quizás había alguien a quien debía consolar.

—¿Has dicho Bonnyrig? Mamá, tengo que marcharme. Mañana vendré a verte. Tal vez para entonces ya sepas algo.

Cuídate, hijo.

Harry se puso en pie, miró río arriba y luego río abajo y hacia la otra orilla. El sol estaba oculto tras unas nubes algodonosas, lo cual era un alivio.

Saltó por encima de una cancela que estaba a punto de venirse abajo, se internó en un bosquecillo y en el abigarrado centro de aquel verdor conjuró una puerta de Möbius. Al cabo de un momento, apareció en un callejón de Bonnyrig, cerca de la calle principal. Dejó que la sensibilidad de su necrolenguaje se abriera a su alrededor como un abanico o una telaraña y buscó entre los muertos para ver si encontraba a un recién llegado.

Ahí estaba, no muy lejos: un gañido leve al recordar el pánico y el dolor de momentos antes, una cierta sorpresa al no sentir ya dolor e incredulidad de que el día soleado pudiera volverse negro tan deprisa, más negro que la noche. La torpe percepción que tenía un animal de la muerte repentina.

Harry la comprendía muy bien, porque no era muy diferente de la reacción de un ser humano. La única diferencia radicaba en que los perros no poseen ni la presciencia ni la preocupación de la muerte, por lo cual su sorpresa es aún mayor. Si se golpea o se patea a un perro injusta o cruelmente, el animal se retraerá con la misma sorpresa, la misma incredulidad.

Aprovechando que nadie lo observaba, el necroscopio utilizó el continuo de Möbius para seguir los pensamientos del cachorrito hasta su origen: el bordillo de la calle principal del pueblo, en una intersección en la que giraba a la izquierda para desembocar en la carretera de Edimburgo. Era día laborable, no había mucha gente en la calle; el accidente había reunido a algunas personas, que estaban de espaldas a Harry cuando éste apareció en la acera, como surgido de la nada. Lo primero que vio fue la larga huella oscura dejada en el asfalto por el frenazo.

Los pensamientos en necrolenguaje del cachorro se tornaron más desesperados cuando advirtió que no podía salir de la difícil situación en la que estaba metido. No sentía nada, ni podía tocar nada, ni ver la luz. ¿Dónde estaba su Dios, su joven amo?

¡Ssh!, lo calmó Harry. Tranquilo, pequeño. ¡Tranquilo, ya ha pasado! ¡Sssh!

Se colocó delante del puñado de testigos presenciales y vio a un niño arrodillado junto a la alcantarilla, con las mejillas bañadas en lágrimas y el cachorrito muerto entre los brazos. El animalito tenía un anca y la espina dorsal torcidas; la pata delantera derecha le colgaba como si fuera de goma; tenía la cabeza aplastada y la oreja derecha rezumaba líquido cerebral.

Harry se apoyó sobre una rodilla, rodeó al niño con un brazo y acarició al cachorro muerto.

—¡Ssh, calma, pequeño! —los consoló a los dos. En su mente, los gañidos y quejidos del cachorro se calmaron hasta convertirse en un lloriqueo entrecortado. Volvía a sentir. Sentía a Harry.

Pero no había manera de consolar al niño.

—¡Está muerto! —exclamaba entre sollozo y sollozo—. ¡Muerto! ¡Paddy está muerto! ¿Por qué ese coche no me golpeó a mí en vez de a Paddy? ¿Por qué no se detuvo el coche?

—¿Dónde vives, hijo? —le preguntó Harry al niño, un rubito de unos ocho o nueve años.

El otro lo miró a través de los anegados ojos azules.

—Por esa calle —respondió, e inclinó la cabeza vagamente sobre el hombro derecho—. En el número siete. Paddy y yo vivimos ahí.

Harry levantó al perro con suavidad, se puso en pie y dijo:

—Lo llevaremos a casa.

El grupito de personas les abrió paso y Harry oyó que alguien exclamaba:

—¡Es una lástima! ¡Una verdadera lástima!

—¡Paddy está muerto! —El niño se aferró del brazo del necroscopio cuando giraron la esquina y se internaron en una calle estrecha y vacía.

¿Muerto? Sí, estaba muerto, pero… ¿tenía que estarlo?

¿Verdad que no, Paddy?

La respuesta que recibió en necrolenguaje no fue un ladrido ni una palabra…, pero estaba de acuerdo. Un perro siempre está de acuerdo con sus amigos, y rara vez está en desacuerdo con su amo. Harry no era el querido amo de Paddy, pero sin duda era su nuevo amigo.

Y así, se tomó la decisión.

Antes de llegar al pequeño jardín que había delante del número siete, Harry miró al niño desde su altura y le preguntó:

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Peter —contestó el pequeño, luchando con las lágrimas y el nudo que tenía en la garganta.

—Peter, yo… —Harry paró en seco. Actuando como si en ello le fuera el alma, miró al perrito que llevaba en brazos y agregó—: ¡Me parece que se ha movido!

El niño se quedó boquiabierto.

—¿Qué Paddy se ha movido? ¿Pero cómo? ¡Si está tan malherido!

—Hijo, soy veterinario —mintió Harry—. Quizá pueda salvarlo, corre, ve a contar a tus padres lo que ha ocurrido y que me llevaré a Paddy para operarlo. Te llamaré en cuanto sepa si se pondrá bien o… si no hay nada que hacer. ¿De acuerdo?

—Pero…

—No pierdas tiempo, Peter —le sugirió Harry—. La vida de Paddy está en juego.

El niño tragó saliva, asintió y salió como una flecha hacia el portón del número siete, lo cruzó y mientras entraba atropelladamente en el jardín, Harry ya conjuraba una puerta de Möbius. Cuando la madre de Peter salió precipitadamente de la casa secándose las manos para ver al veterinario, Harry ya se encontraba en otra parte…

El necroscopio tenía muy pocos amigos entre los vivos, pero uno de ellos era un viejo alfarero de Pentlands que tenía hornos propios. No había duda de que Paddy estaba completamente muerto cuando Harry se lo entregó a Hamish McCulloch para que lo calcinara en uno de sus hornos.

—Hamish, es muy importante para mí —le dijo al viejo escocés— que lo reduzcas a cenizas. Bueno, si no para mí, al menos para su amo, un niño que ahora mismo está muerto de pena. Y te compraré una vasija para meterlas.

—Creo que podremos hacerte ese favor —asintió Hamish.

—Una cosa —le advirtió el necroscopio—, ten cuidado cuando las recojas. El pequeño quiere estar seguro de poder conservar todas sus cenizas.

—Como digas —volvió a asentir.

Harry esperó cinco horas hasta que terminó la incineración, pero se mostró tranquilo, paciente y controlado. Era el Harry de antes, y a pesar de que disponía de poco tiempo, para aquello tenía todo el tiempo del mundo.

Además, el perro le serviría para sus otros fines, ¿o no? ¿Una especie de preestreno de lo que seguiría después? La ocasión de comprobar si se producía alguna… ¿discrepancia? Porque a Trevor Jordan también le habían destrozado el cerebro y a Penny la habían despedazado.

A las diez de la noche Harry bajó al amplio y polvoriento sótano de su vieja casa, situada a poco más de un kilómetro de Bonnyrig. Lo había limpiado todo lo mejor que había podido y fregó la parte central del suelo de piedra hasta dejarla lisa como un cristal. El viejo Hamish le había dicho cuánto pesaba el cachorro antes de calcinarlo, de manera que aunque Harry hubiera tenido un conocimiento rudimentario de las matemáticas, no le habría resultado difícil calcular a ojo de buen cubero las cantidades de los distintos ingredientes químicos que necesitaba. Su conocimiento distaba mucho de ser rudimentario y las había calculado con la máxima precisión.

Mezcló por fin las cenizas con los productos químicos y formó con ellos un montón sobre el suelo fregado; entonces estuvo preparado. Ya no tenía tiempo para detenerse a comprobar si la pulga que llevaba en la mente estaba despierta y daba saltos por ahí, porque no estaba preocupado por él, sino por el niño que, sin duda, pasaría la noche sin dormir.

En ese momento, cuando lo tenia todo preparado, aquello le pareció ridículamente fácil. ¿Y ahí estaba toda la ciencia? ¿No se habría olvidado de algo? ¿Acaso aquellas palabras esotéricas que había pronunciado en las entrañas del castillo en ruinas de Janos Ferenczy, aquella fórmula antiquísima, había sido suficiente para producir la…, la resurrección?

Y si era así, ¿fue una blasfemia?

¿De qué servía preocuparse ahora? Si el necroscopio tenía que ser condenado por sus obras, ya lo estaría. Y el purgatorio debía de ser algo como el infinito: si se ha de sufrir toda la eternidad, no hay forma de que a uno lo hagan sufrir el doble de tiempo. ¿Verdad?

Como de costumbre, sus disquisiciones daban vueltas en círculos, lo mareaban. Pero de pronto «supo» que era el vampiro que llevaba dentro quien quería confundirlo y en ese mismo instante intervino y cortó el hilo. Dirigió un dedo rígido y sus pensamientos hacia el montoncito de ingredientes y pronunció las palabras de la evocación:

«Y'ai 'Ng'ngah, Yog-Sothoth, H'ee-L'geb, F'ai Throcan ¡…Uaaah!»

Fue como si hubiera acercado una cerilla encendida a una pila de material combustible: surgió una luz fosforescente, una nube de humo de colores, un olor parecido al azufre. ¡Se oyó un gañido!

Paddy, resucitado de sus cenizas, se acercó tambaleante al borde de la nube en forma de seta; el gas o el vapor se dispersaba velozmente. Tenía las orejas caídas y el rabo lacio, temblaba y avanzaba a trompicones sobre unas patas de gelatina que parecían incapaces de aguantarlo. Había regresado de la muerte y la ingravidez, de la incorporeidad había pasado a la vida y a la materialidad en un instante, pero las patas del cachorro aún no se acostumbraban.

Paddy —susurró el necroscopio, apoyado en una rodilla—. ¡Paddy, ven aquí, pequeñajo! —El cachorrito cayó, se puso en pie, se sacudió para volver a caer y después se acercó a él.

Blanquinegro, paticorto, de orejas colgantes, un perro cruzado, ¡pero estaba vivo!

¿Lo estaría de verdad?

Paddy, repitió el necroscopio en necrolenguaje. No hubo respuesta.

Paddy estaba vivo. De verdad.

Media hora más tarde, Harry entregaba a Paddy en la casa número siete de una hilera de bonitas viviendas construidas en una zona elevada de Bonnyrig. No tenía intención de quedarse, se marcharía de inmediato si podía, pero había cosas que quería averiguar. Sobre Paddy. Sobre el carácter de Paddy. ¿Era exactamente el mismo perro?

Al parecer, lo era. Al menos Peter así lo creía. El amo de Paddy hacía una hora que estaba a punto de irse a la cama, pero no quería dormirse hasta no tener noticias de su veterinario. Para él, el regreso de Paddy era un milagro, aunque sólo el necroscopio sabía hasta qué punto aquello era cierto.

El padre de Peter era un hombre alto, delgado, rudo, pero amable.

—El chico nos ha dicho que creía que Paddy estaba muerto —le comentó cuando Peter y el cachorro se acostaron; y mientras servía a Harry una buena dosis de whisky—. Que tenía los huesos rotos, que le salían los sesos por la oreja, que sangraba y tenía la espina dorsal medio descoyuntada…, nos tenía preocupados. Adora a ese chucho.

—Parecía peor de lo que en realidad era —respondió Harry—. El cachorro estaba inconsciente, por eso le colgaban tanto las patas; se hizo unos cuantos cortes y, claro, la sangre siempre impresiona; echó bastante baba, pero todo por el golpe.

—¿Y sus ancas? —El hombre levantó una ceja—. Peter nos dijo que no estaban bien, que las tenía rotas.

—Estaban dislocadas —asintió Harry—. En cuanto se las arreglamos, todo lo demás quedó en orden.

—Le estamos agradecidos.

—No ha sido nada.

—¿Cuánto le debemos?

—Nada.

—Es usted muy amable…

—Sólo quería asegurarme de que Paddy fuera el mismo perro de siempre —dijo el necroscopio—. Que el golpe que recibió no le cambiara la personalidad. ¿Le ha parecido a usted el mismo?

Del dormitorio de Peter les llegaron un gañido y un ladrido seguidos de una carcajada.

—Están jugando. —La madre del niño asintió y sonrió, comprensiva—. Deberían de estar durmiendo, pero ésta es una noche especial. ¿No es así, señor…?

—Keogh —replicó Harry.

—No cabe duda de que Paddy es el mismo de siempre.

El padre de Peter acompañó a Harry hasta el portón del jardín, volvió a darle las gracias y se despidió de él. Cuando entró en la casa, su mujer le comentó:

—Qué persona tan amable y decente. ¡Pero qué ojos más tristes tiene!

—¿Mmm? —Su marido parecía pensativo.

—¿A ti no te lo ha parecido?

—Ah, sí, claro. Pero…

—¿Pero qué? ¿Es que no te ha caído bien? ¿O es que desconfías de un hombre que no ha querido cobrar por un trabajo bien hecho?

—No, no es eso. Pero sus ojos…

—Qué tristes, ¿verdad?

—¿Te parece? Junto al portón del jardín, en la oscuridad, cuando me miró…

—¿Qué?

—No, nada —respondió el padre de Peter, sacudiendo la cabeza—. Quizá fuera por efecto de la luz, es todo…

Una vez en casa, Harry se sintió satisfecho. Mejor de lo que se había sentido nunca desde lo de Grecia, cuando había recuperado el necrolenguaje y sus habilidades matemáticas. Tal vez lograra sentirse todavía mejor, y hacer que otros también se sintieran mejor.

Se sentó en un sillón de su estudio, en un rincón oscuro y se puso a hablar con una urna. O al menos habría parecido que hablaba con una urna, aunque las urnas no responden.

—Trevor, tú eras telépata, y de los buenos. Eso significa que sigues siéndolo. De modo que sé que aunque no te hable, me estás escuchando. Escuchas mis pensamientos. Así que… sabes lo que he hecho esta noche, ¿no?

No puedo evitar ser lo que soy, Harry, le contestó Trevor Jordan en un necrolenguaje entrecortado por el entusiasmo. Del mismo modo que tú tampoco puedes evitar ser lo que eres. Sí, sé lo que has hecho y lo que piensas hacer. Todavía no lo creo, y me parece que no podré creerlo hasta bastante tiempo después de que haya ocurrido, si es que ocurre. Es como un sueño maravilloso del que no quiero despertar. Salvo que exista una posibilidad de que sea más maravilloso aún si despierto. No había ninguna esperanza, ninguna, y ahora sí…

—Pero sabías desde el principio cuál era mi intención, ¿no?

Saber lo que alguien quiere hacer no significa que sea capaz de hacerlo, le contestó. Pero ahora, después de lo que ocurrió con el perro…

Harry asintió y respondió:

—Pero un perro es un perro, y un hombre es un hombre. No podremos estar seguros hasta que…, hasta que no lo intentemos.

¿Tengo algo que perder?

—Supongo que no.

Harry, cuando estés dispuesto, yo también lo estaré. ¡Caray, no puedes imaginarte hasta qué punto estoy preparado!

—Trevor, hace unos momentos dijiste que ni tú ni yo podíamos evitar ser como somos. ¿Con eso querías decir más de lo que parece? Sé que me habrás leído muchas cosas en mi mente.

Al cabo de una larga pausa, replicó:

No te mentiré, Harry. Sé lo que te ha pasado, en qué te estás convirtiendo. No sabes cuánto lo siento.

—Pronto, muy pronto —dijo el necroscopio—, toda la manada de ratas vendrá por mí.

Ya lo sé. Y también sé lo que les harás y adónde te irás.

Harry volvió a asentir y luego dijo:

—Pero es como me ha dicho mi madre. Se trata de un sitio extraño y siniestro. Me hará falta toda la ayuda que pueda conseguir.

¿Puedo echarte una mano? Supongo que no, y menos estando donde estoy ahora.

—En realidad, sí. Podríamos hacerlo ahora mismo. Pero no pienso aprovecharme de ese modo. Si esto funciona, pronto lo probaremos. Con todo, cuando llegue el momento, tú serás quien decida.

¿Cuándo, pues? (Volvió a notarse que Jordan estaba sin resuello.)

—Mañana.

¡Dios!

—¡No! —advirtió el necroscopio—. Jura todo lo que quieras pero cuida a quién nombras…

Hablaron a continuación de todo un poco y recordaron los viejos tiempos. Era una pena que no hubiera nada bueno que recordar. Claro que con ello habían logrado cosas buenas, pero mientras lo vivieron había sido maligno hasta lo indecible.

Durante una pausa en la conversación en necrolenguaje, Jordan comentó:

Harry, ¿sabes que Paxton te sigue vigilando, no?

Había sido él quien había advertido al necroscopio de la presencia del espía mental. Harry lo recordaba agradecido. Pero desde entonces, y de eso hacía una semana, su propia intuición le había avisado de la proximidad del telépata.

Su primera reacción instintiva al problema había sido invocar un poder heredado de Harold Wellesley, un ex jefe de la Sección PES, que se había suicidado después de que se descubriera que era un agente doble. Ese poder de Wellesley era de signo negativo: su mente era más segura que las bóvedas de un banco, literalmente impenetrable. Y ello lo convertía en el candidato ideal para el puesto de jefe de la organización británica de seguridad de espías mentales. Al menos lo parecía. Para expiar su culpa, le había transmitido a Harry su poder.

Pero el don de Wellesley era a veces una espada de doble filo: si se cierra la puerta para impedir el paso del enemigo, se impide al mismo tiempo que pasen los amigos. Además, cuando se apaga una vela en una cueva profunda, todos quedan a oscuras. Harry habría preferido la luz, habría preferido saber que Paxton estaba allí y qué se proponía.

En cualquier caso, resultaba agotador mantenerse siempre en guardia de ese modo. La energía, toda energía, ha de ser generada en alguna parte, y dado el esfuerzo emocional cada vez mayor que debía realizar el necroscopio, sus baterías estaban casi agotadas.

Por lo tanto, Harry debía mantener a raya al espía mental con su intuición y la inteligencia en expansión de aquello que llevaba dentro, sus poderes crecientes. A la larga, esos poderes se convertirían en una especie de telepatía, en otras formas de PES, pero no estaba de más contar con el «extra» de los dones especiales de Jordan.

Jordan también había oído eso.

Harry, eso está hecho. Sé que eres diferente. Toma cuanto pueda darte. Ahora o cuando lo hayas…, cuando lo hayas probado conmigo, da igual. No voy a cambiar de parecer. Lo utilizarás para protegerte, claro está, pero no para hacernos daño, de eso estoy seguro.

—¿Hacernos daño?

A la gente, Harry. No creo que puedas lastimar a la gente.

—Ojalá pudiera estar tan seguro. La cuestión es que no seré yo… O sí, pero ya no pensaré del mismo modo.

Lo único que has de hacer es ceñirte a tu plan. Cuando sepas que está por ocurrir, o cuando las circunstancias te obliguen a defenderte o a huir, entonces, pon pies en polvorosa y lárgate.

—¡Me echarán de mi propio mundo! —gruñó el necroscopio.

O eso o dejas que el genio salga de la lámpara, no hay otra opción.

—Directo al grano, ¿eh, Trevor?

¿Acaso los amigos no estamos para eso?

—En cierto modo, tú también eres una especie de genio metido en una lámpara, ¿no? —En Harry asomó el ánimo wamphyri de llevar la contraria, su necesidad de discutir la cuestión. Cualquier cuestión.

Jordan aún no se había percatado de ello, en cualquier caso, y procuraba que la conversación no se acalorara demasiado.

Tal vez de ahí surjan las leyendas musulmanas. Un hombre con el Poder, que conoce las palabras mágicas, e invoca a un poderoso esclavo de una lámpara polvorienta. ¿Cuál es tu deseo, mi amo?

—¿Mi deseo? —preguntó Harry con una voz tan desolada como su rostro—. ¡A veces deseo no haber venido a este jodido mundo!

Fue entonces cuando Jordan se percató de la dualidad de Harry, de las singulares corrientes de su sangre que erosionaban la costa de su voluntad, el horror que desafiaba su ascendente humano, desafío que crecía hora tras hora, día tras día.

Estás cansado, Harry. Tal vez deberías dejar de preocuparte tanto y dormir un poco.

—¿Dormir de noche? —preguntó el necroscopio con una risita ahogada, seca y sombría—. No está en mi naturaleza, Trevor.

Tienes que luchar contra él.

—¡Es lo que he hecho! —gritó Harry con voz ronca—. No hago más que luchar contra él.

Jordan guardó silencio y luego dijo:

Tal vez…, tal vez deberíamos hacer una pausa. Su necrolenguaje era vacilante.

Harry notó su miedo, el terror de un hombre muerto. Y para sus adentros más profundos, a los que Jordan no podía llegar, exclamó:

¡Dios mío! Ahora hasta los muertos me temen.

Se puso en pie con tanta precipitación que a punto estuvo de tirar la silla. A grandes zancadas se acercó a la ventana, espió por el espacio que quedaba entre las cortinas y vio el río y la noche. En ese preciso instante, en la orilla más alejada, bajo los árboles, alguien encendió una cerilla para fumarse un cigarrillo. Por un segundo, Harry vio el resplandor antes de que lo ocultara el hueco de la mano. Después, sólo pudo ver un fulgor amarillo que se hacía más intenso cuando el observador le daba una fuerte calada al cigarrillo.

—Ese cabrón está ahí afuera —dijo Harry, para sí.

Tanto daba que lo dijera para sí, porque Jordan estaba demasiado asustado como para contestarle…