Suplantación
Harry Keogh, el necroscopio, no conocía la cancioncilla de Darcy Clarke, pero tenía una pulga en la espalda. Varias, en realidad. Y lo estaban picando.
Geoffrey Paxton era sólo una y probablemente la menos importante, pero dado que se trataba de la más inmediata y asequible resultaba la más aterradora. Harry no le tenía miedo a Paxton, sino más bien a lo que él mismo podía hacerle si perdía el control. Y a lo que esa pérdida de control podía suponerle a él, al necroscopio. Sabía lo fácil que sería traicionarse y revelar que ya no era un inocente y que una oscuridad inmensa y todavía no desarrollada (pero que sin duda se desarrollaría) había entrado en él.
Harry sabía que eso era lo que Paxton buscaba, una prueba de que el necroscopio ya no era un ciudadano o un habitante de la Tierra conveniente, que ya no era un hombre en realidad, al menos no del todo, sino una criatura extraña, una amenaza monstruosa. Cuando lo supiera con certeza, cuando ya no hubiera lugar a dudas, Paxton informaría de ese hecho y entonces se declararía la guerra.
Harry Keogh contra el resto. El resto de la humanidad. Y eso era lo último que Harry deseaba, estar a malas con un mundo y sus gentes, por quienes había luchado tanto y con tanto empeño por mantener a salvo.
Paxton era, pues, una pulga en la espalda de Harry, una minucia en el borde de su mente que intentaba abrirse paso para llegar más hondo, era, en suma, una irritación. Dado que la presencia de Paxton representaba una amenaza aún mayor, y que en definitiva acabaría por poner a prueba la existencia misma del necroscopio, se trataba de algo de lo que Harry hubiera prescindido gustosamente. ¡Porque para los wamphyri la única respuesta «honorable» a cualquier prueba sólo podía escribirse con sangre!
¡Wamphyri!
La misma palabra ya era… un Poder.
Era una cosquilla en el centro de su ser, una conciencia de pasiones que sobrepasaban las débiles y torpes emociones de los hombres, una energía nuclear salvaje y explosiva contenida —aunque apenas— en su sangre hirviente. Era una reacción en cadena que experimentaba incluso en aquel momento, y cuyo catalizador era la sangre. Y aquello, en sí mismo, también constituía una prueba. Pero una prueba a la que debía resistirse, a la que no debía contestar de ninguna manera, si deseaba seguir siendo humano en su mayor parte.
Por lo tanto, el tal Paxton era una pulga. Un invasor que metía su probóscide en el más privado e inviolable de todos los territorios humanos, la mente, para chuparle los pensamientos. Un espía, un ladrón de pensamientos, un parásito que había aparecido para succionarle los secretos a Harry, una pulga. Pero era sólo una pulga entre varias, y no era del tipo de pulgas cuyas picaduras pudiera permitirse el lujo de rascarse.
Otra comezón inaguantable la constituía el hecho de que los muertos —la Gran Mayoría de la humanidad, que continuaba alejada y desconocida para la humanidad, con la única excepción (el alma, ¿quizá?) de Harry Keogh— se alejaban de él. Perdía el contacto con ellos; el cambio en él había producido un cambio en ellos. La confianza que tenían antes se debilitaba.
Claro que había muchos que estaban muy en deuda con él, una deuda que jamás podrían pagarle, y muchos más que lo querían porque sí, para quienes el necroscopio había sido siempre una chispa de luz en una oscuridad de otro modo eterna, aunque incluso éstos le tenían miedo. Porque cuando simplemente era Harry —puro y no contaminado, inocente y amable— había sido algo maravilloso, los muertos podían tocarlo y él a ellos. Y todo eso era cosa del pasado.
¿Y ahora que era algo más que Harry? Existen ciertas cosas que incluso los muertos temen, y existen límites que ni siquiera ellos se atreven a superar…
Harry había estado ocupado desde la destrucción de Janos Ferenczy y de sus obras. Aparte de la constante irritación que suponía Geoffrey Paxton, lo único que suponía una intromisión —lo que lo distraía de su propósito, porque no ejercía control alguno sobre ello— la certeza de que en Inglaterra existía un nigromante y que practicaba sus abominaciones. Lo distraía porque Penny Sanderson era ahora su amiga (¿su guardiana, incluso?) y porque estaba al corriente de cuanto le había ocurrido a ella y a otros.
Harry no dudaba que las fuerzas de la ley y el orden lograrían con el tiempo encontrar y detener al torturador, asesino y violador de Penny, pero jamás lo acusarían de toda la gama de delitos cometidos, porque no disponían de un patrón con el cual medirlos. Tampoco conocían ni eran capaces de definir una gama completa de delitos, no en este caso. Y sin duda no había castigo que correspondiera a aquel crimen. Al menos no en la ley.
Pero el necroscopio comprendía plenamente la naturaleza de aquella bestia y de sus crímenes, y su idea del castigo era bastante más estricta. Lo tenía claro incluso antes de su contaminación. Era una llama encendida en él por el asesinato de su dulce madre, y que ardía en su interior con la misma fuerza que el primer día. Ojo por ojo.
En cuanto a las actividades de Harry una vez expulsado para siempre al último de los Ferenczy del mundo de los hombres, sus obras habían sido extrañas y maravillosas y los pensamientos en su mente de Möbius todavía más.
Para empezar, había traído desde Rodas las cenizas de Trevor Jordan. El telépata incorpóreo así lo había deseado (la muerte podía tener algún tipo de significado si se podía hablar con Harry), pero ni siquiera Jordan sospechó el verdadero motivo de Harry.
Sin embargo, por sí solas, las sales esenciales de un hombre no bastaban para poner en marcha el plan de Harry y al mismo tiempo alcanzar el resultado plenamente satisfactorio que él pretendía. Por ese motivo, antes de destruir aún más las ruinas del castillo de Janos Ferenczy, el necroscopio se había apoderado de ciertas sustancias químicas con las que Janos había practicado su monstruosa nigromancia.
Harry era consciente de que no todos los muertos deseaban que se produjese semejante resurrección; Bodrogk, rey guerrero de Tracia, y su esposa Sofía, cuyo mundo había existido hacía dos mil años, habían sido felices al morir en brazos el uno de la otra para regresar al polvo (para ellos había sido una piadosa liberación por la que habían rogado con frecuencia). ¿Pero qué ocurría con los muertos más recientes?
¿Cómo Trevor Jordan, por ejemplo?
La respuesta podía parecer fácil: ¿por qué no preguntárselo directamente? Pero, en realidad, aquello era lo más difícil de todo.
«Tengo intención de devolverte a la vida. Dispongo del instrumento, pero no estoy plenamente seguro del sistema. Funcionó a la perfección con otro, pero él tenía la ventaja de varios cientos de años de experimentación. En caso de que todo salga bien, serás como eras antes, salvo por…, bueno, como recordarás, te disparaste una bala en la cabeza. No estoy del todo seguro de cómo te afectará eso. Si cuando te llame para que te levantes de las cenizas, descubro que eres un idiota balbuceante, entonces, aunque me cueste, me veré obligado a devolverte de donde has venido. Ahora bien, si estás completamente satisfecho con todo esto…»
O en el caso de Penny Sanderson:
«Penny, creo que puedo hacerte volver. Pero si no logro hacer bien la mezcla, tal vez no seas tan hermosa como antes. Quiero decir que tu piel o tus facciones podrían ser imperfectas, o estar manchadas o tener… horribles marcas. Por ejemplo, algunas de las cosas que invoqué en el castillo Ferenczy eran bastante monstruosas; eran reducciones, inconsistencias…, esto…, ¿anomalías? Por lo tanto, me reservo el derecho de eliminarte si las cosas salen mal. Claro que siempre podremos volver a repetirlo más tarde y, quizá, con un poco de suerte, me salga bien».
No, no podía decirles lo que tenía en mente, todavía no. Aunque sólo les explicara lo esencial de la cuestión, le pedirían explicaciones y, si se las daba, se preocuparían hasta por el más mínimo detalle. Y desde aquel momento hasta que se produjera la verdadera… ¿resurrección?, mezclarían la ansiedad con el miedo, pasarían del estremecimiento del entusiasmo a los temblores del terror más extremo. Escalarían hasta las cimas de las montañas de la esperanza para precipitarse luego a los lagos negros de la desesperación y la depresión más profundas.
«Tengo una inyección que podría curarte el cáncer…, pero tal vez cojas el sida».
Harry se lo habría tomado así si se hubieran invertido los papeles; pero al mismo tiempo sabía que no era así: para los muertos no existe la mínima esperanza, de manera que cualquier esperanza es mejor que ninguna. ¿O no? ¿O sería tal vez que el vampiro que llevaba dentro —la tenacidad que aspira a la inmortalidad— lo inducía a pensar de aquella manera?
¿O… quizá vacilaba por otro motivo mucho más elemental: algo que le advertía que con sus pequeñas facultades (sí, pequeñas, en la escala de un universo o multiversos paralelos) no debía, no se atrevía a usurpar una de las grandes facultades de ese Otro al que los hombres llamaban Dios? Los nigromantes de la historia, entre los que Janos había sido un recién llegado, se habían atrevido, ¿y dónde habían ido a parar? ¿Tal vez existieron ángeles vengadores antes que Harry, encargados de corregir los males de aquellos hechiceros? De ser así, ¿habría alguno que lo perseguía para darle su merecido?
Harry había sido el necroscopio, se estaba convirtiendo en vampiro y pasaría a ser un nigromante por derecho propio. ¿Cómo se atrevía a buscar por una parte al asesino de Penny para castigarlo mientras que por otra pretendía practicar esas mismas negras artes? ¿Cuál sería el castigo para él?
Quizá los engranajes ya estuvieran encajados, y las ruedas se encontraran ya en movimiento. Quizás el necroscopio ya había llegado demasiado lejos, quizá ya había perturbado el delicado equilibrio entre el Bien y el Mal hasta el punto que era preciso un reajuste radical. ¿Sería tal vez demasiado poderoso, es decir, corrupto? ¿Cómo rezaba aquel antiguo refrán: «El poder absoluto corrompe absolutamente»? ¡Ridículo! ¿Acaso el mismo Dios era corrupto? No, porque las máximas de los hombres son como sus leyes: sólo se aplican a los hombres.
Éstas eran las interminables reflexiones que se producían durante la metamorfosis que experimentaba el necroscopio en cuerpo y alma, hasta tal punto que llegó a creerse loco. Pero cuando sus pensamientos eran lúcidos, sabía que no estaba loco; todo era obra de aquello que llevaba dentro y que alteraba también sus percepciones.
Entonces recordaba cómo había sido, decidía que debía seguir siendo siempre así, y sabía que vacilaba sólo por consideración a los amigos que tenía entre los muertos. No quería que Trevor y Penny padecieran el dolor de una incertidumbre prolongada, no quería defraudarlos cuando se acabara la espera. Morir una vez ya es suficiente, así se expresaban los muchos esclavos tracios de Janos en las entrañas del castillo Ferenczy.
En cuanto a Dios, si existía un ser semejante (Harry nunca había estado seguro), entonces el necroscopio suponía que debía considerar que sus facultades eran un don de Dios y, por lo tanto, tenía que utilizarlas consecuentemente. Mientras pudiera.
Harry se había pasado gran parte de su tiempo discutiendo, y no sólo consigo mismo. Si se interesaba por un tema —casi por cualquier tema—, acostumbraba jugar a juegos de palabras consigo mismo, hasta el punto de la distracción y el delirio: una especie de masturbación mental. Pero no era sólo consigo mismo; en las conversaciones con los muertos, se mostraba igual de polémico, incluso cuando sospechaba que los demás tenían razón y él estaba equivocado.
En realidad, discutía por el placer de discutir, por llevar la contraria. Pensaba en Dios y discutía sobre él; también sobre el Bien y el Mal, sobre la ciencia, sobre la pseudociencia y la hechicería, sus similitudes, sus discrepancias y ambigüedades. El tiempo, el espacio y el espacio-tiempo lo fascinaban, y sobre todo las matemáticas, con sus leyes inalienables y su lógica pura. La misma inmutabilidad de las matemáticas era una fuente de constantes alegrías y alivios para la mente suplantada del necroscopio en su cuerpo suplantado.
Uno o dos días después de haber regresado de las islas griegas utilizó la comunicación instantánea del continuo de Möbius para viajar a Leipzig y ver a (hablar con) August Ferdinand Möbius en su tumba. Möbius había sido y seguía siendo un gran matemático y astrónomo; era el hombre cuyo genio le había salvado la vida a Harry en diversas ocasiones, a través del continuo de Möbius. Si bien el propósito principal de Harry al visitar al matemático era agradecerle la recuperación de sus habilidades matemáticas, acabó enzarzándose con él en una discusión.
Aquel gran hombre había mencionado que su siguiente proyecto iba a consistir en medir el espacio, y al oírlo el necroscopio se lanzó de cabeza a la discusión. En aquella ocasión, el tema había girado en torno a «el espacio, el tiempo, la luz y los multiversos».
¿Acaso el «universo» no es suficiente?, preguntó Möbius.
—En absoluto —le contestó Harry—, porque sabemos que hay paralelos. Yo he visitado uno, ¿lo recuerdas?
(Armados de libretas, los estudiantes de la Alemania Oriental se quedaron asombrados al ver a aquel hombre extraño mascullando para sí, de pie ante la tumba de un científico muerto.)
Muy bien, pues, concentrémonos en el que conocemos mejor, sugirió Möbius con lógica. En éste.
—¿Quiere usted medirlo?
Eso mismo me propongo.
—Pero dado que se encuentra en constante expansión, ¿cómo va usted a hacerlo?
Me situaré en su borde más exterior, más allá del cual no existe nada, me transferiré instantáneamente a través del universo hasta el borde más alejado, más allá del cual tampoco hay nada y, al hacerlo así, mediré la distancia intermedia. Después me transferiré instantáneamente de nuevo hasta aquí y llevaré a cabo el mismo experimento exactamente una hora más tarde, y lo repetiré otra hora más tarde.
—¡Bien! —había exclamado Harry—. Pero… ¿con qué fin?
(Suspiro.) ¡Bien, a partir de ese momento en adelante, y toda vez que yo quiera saberlo, se dispondrá instantáneamente de un cálculo correcto del tamaño del universo!
De mala gana, Harry permaneció en silencio durante un momento, hasta que dijo:
—Yo también he reflexionado sobre el tema, aunque sólo de un modo estrictamente teórico, porque la medición física de una cantidad que cambia constantemente me parece algo infructuoso. Mientras que comprender lo que ocurre, cómo y en qué medida la edad del universo está ligada a su velocidad de expansión (que, por cierto, es constante) me parece algo mucho más satisfactorio.
(Una pausa asombrada.)
¿De veras? Harry casi había podido ver cómo las cejas de Möbius se enarcaban unidas sobre el puente de la nariz. Dices que has pensado en ello, ¿verdad? Desde el punto de vista teórico, ¿no? ¿Puedo preguntarte cuáles son tus conclusiones?
—¿Quiere saberlo todo sobre el espacio, el tiempo, la luz y los multiversos?
¡Si tienes tiempo para explicármelo!, exclamo Möbius con cáustico sarcasmo.
A lo que el necroscopio respondió:
—Su medición inicial bastará, no hará falta que realice ninguna otra conociendo el tamaño del universo (y no sólo de éste, por cierto, sino de todos los paralelos) en cualquier momento del tiempo, automáticamente podremos saber su edad exacta y su velocidad de expansión, que será uniforme para todos ellos.
Explícate.
—Ahora viene la teoría —dijo Harry—. Al principio no había nada. ¡Y se hizo la luz original! Probablemente brilló desde el continuo de Möbius, o quizá vino con la bola de fuego del Big Bang. Pero fue el comienzo del universo de luz. Antes de la luz no había nada, y después de ella hubo un universo en expansión a la velocidad de la luz.
¿Eh?
—¿No está usted de acuerdo?
¿El universo se expandía a la velocidad de la luz?
—En realidad, al doble de la velocidad de la luz —le contestó Harry—. Recuerde que ahí estaba la esencia de su problema, el que permitió que yo recuperara mi habilidad matemática. Si se enciende una luz en el espacio y se coloca a dos observadores a trescientos mil kilómetros de distancia de esa luz, en direcciones opuestas, los dos verían esa luz un segundo más tarde, porque la luz se expande en ambas direcciones. ¿No está usted de acuerdo?
¡No, no, claro que no! La luz primordial, al igual que toda luz, debió de expandirse tal como has dicho, ¿Pero… el universo?
—¡A la misma velocidad! —exclamó Harry—. Y sigue expandiéndose a esa velocidad.
Explícate. Y sé convincente.
—Antes de la luz no había nada, no había universo.
De acuerdo.
—¿Hay algo que viaje a más velocidad que la luz?
¡No…, sí! Nosotros, pero sólo en el continuo de Möbius. Y supongo que el pensamiento también es instantáneo.
—¡Ahora piense! La luz primordial sigue viajando hacia afuera, expandiéndose en todas las fronteras a una velocidad constante de trescientos mil kilómetros por segundo. Dígame: ¿hay algo más allá de esas fronteras? Y me refiero a cualquier cosa.
Por supuesto que no, porque en el universo físico no existe nada que viaje a mayor velocidad que la luz.
—¡Exactamente! ¡Por lo tanto, la luz define la extensión, el tamaño, del universo! Por eso lo he denominado el universo de la luz. He aquí una fórmula:
aU = rU/c
¿No está usted de acuerdo?
Möbius contempló el garabato que había en la pantalla de la mente de Harry. La edad del universo es igual a su radio dividido por la velocidad de la luz. Al cabo de un instante y en voz muy baja, contestó:
Sí, estoy de acuerdo.
—¡Ah! —exclamó Harry—. Hoy en día resulta difícil llevar a cabo una discusión decente. Todo el mundo se da por vencido.
Möbius se enfadó mucho. Jamás había visto a Harry de aquella manera. Sin duda, la intuición matemática del necroscopio era algo maravilloso, un don impresionante, pero ¿dónde estaba su humildad? ¿Qué le ocurría? Tal vez Möbius debía permitirle que continuara ampliando el tema para después descubrir los errores y bajarle los humos.
¿Y el tiempo? ¿Y el multiverso?
Pero Harry ya se había preparado para esa pregunta:
—El universo del espacio-tiempo, que tiene el mismo tamaño y edad que todos y cada uno de los universos paralelos, tiene forma de cono; la punta del cono es el Big Bang/la Luz Primordial donde comenzó el tiempo y la base es su límite o diámetro actual. ¿Es factible, lógico?
Möbius buscó desesperadamente algún error, pero fue incapaz de descubrir ninguno. Sí, se vio obligado a contestar por fin.
Factible, lógico, pero no necesariamente correcto.
—Concédame el calificativo de factible —le pidió Harry—. Y luego, dígame: ¿qué hay fuera del cono?
Nada, puesto que el universo está contenido dentro de él.
—¡Se equivoca! Los paralelos también tienen forma de cono, nacieron al mismo tiempo y se expanden desde la misma fuente.
Möbius se lo había imaginado.
Pero… entonces cada uno de los conos está en contacto con un número determinado de otros conos. ¿Existen pruebas de esto?
—Los agujeros negros —respondió Harry de inmediato—, que hacen malabarismos con la materia y desempeñan una función necesaria de equilibrio. Absorben materia de los universos que son demasiado pesados y la canalizan hacia universos que son demasiado ligeros. Los agujeros blancos son, evidentemente, los extremos de los agujeros negros. En el espacio-tiempo estos agujeros son las líneas de contacto entre los conos, pero en el espacio son sencillamente… —se encogió de hombros y añadió—: agujeros.
Los conos tienen un corte transversal circular, Möbius estaba cansado, pero arguyó: Si se unen tres se obtiene una forma triangular.
Harry asintió con la cabeza.
—Los agujeros grises. Hay uno en el fondo del barranco de Perchorsk y otro en el nacimiento de un río subterráneo de Rumania.
Y así había probado su proposición y ganado la discusión, si es que había una discusión que ganar. El hecho era que había discutido sólo por el placer de hacerlo y no sabía ni le importaba si le asistía o no la razón. Pero a Möbius sí que le había importado, porque tampoco sabía si Harry tenía o no razón.
En otra ocasión, el necroscopio habló con Pitágoras. Una vez más, el motivo principal por el que había ido a verlo era para darle las gracias (el gran místico y matemático griego lo había ayudado en su búsqueda del saber matemático), y una vez más, la visita había concluido con una discusión.
Harry pensaba hallar la tumba griega en Metaponto, y si no estaba allí, entonces en Crotona, al sur de Italia. Pero lo único que encontró fue a uno o dos discípulos, hasta que, por pura casualidad, tropezó con la tumba olvidada durante 2.480 años de un miembro de la Hermandad Pitagórica de la isla de Quío. No había ninguna señal; se trataba de un lugar de piedras ocres donde las cabras comían cardos a apenas cincuenta metros de la costa rocosa que daba al norte del Egeo.
¿Pitágoras? No, aquí no, le informó en voz baja y con tono reservado, cuando el necrolenguaje de Harry interrumpió sus reflexiones centenarias. Está en otra parte, esperando a que le llegue la hora.
—¿La hora de qué?
¡De la metempsicosis que lo transforme en un hombre vivo!
—¿Pueden hablar ustedes? ¿Puede usted ponerse en contacto con él?
De vez en cuando, él se pone en contacto con nosotros, cuando se le ha ocurrido alguna idea.
—¿Con nosotros?
¡La Hermandad! Pero ya he hablado demasiado. Márchate. Déjame en paz.
—Como desee —dijo Harry—. Pero no le gustará que haya echado al necroscopio.
¿Qué? ¿El necroscopio? (Asombro y pavor.) ¿Eres el que enseñó a los muertos a hablar desde sus tumbas, permitiéndoles conversar entre ellos como si estuvieran vivos?
—El mismo.
¿Y pretendes aprender de Pitágoras?
—Pretendo instruirlo.
¡Qué blasfemia!
—¿Blasfemia? —Harry enarcó una ceja—. ¿Es Pitágoras un dios, acaso? ¡Si es así, se trata de uno terriblemente lento! Considere lo siguiente: yo ya he alcanzado mi metempsicosis. En estos momentos, me embarco en una segunda fase, una nueva… condición.
¿Tu alma está en el proceso de migración?
—Sin duda puedo decir que hay en perspectiva un cambio.
Al cabo de un instante: Si hablo con nuestro maestro Pitágoras en tu nombre, y si me has mentido, ten por seguro que te condenaremos con los números. ¡Y posiblemente me condenaré contigo! No, no me atrevo. Antes prueba lo que acabas de decir.
—Quizá pueda mostrarle algunos números. —Harry contuvo su impaciencia cuanto pudo—. Como miembro de la Hermandad, estoy seguro de que apreciará su importancia.
¿Pretendes seducirme con tus tontas cifras? ¿Con el trabajo de una simple vida? ¿Sugieres que en los más de dos mil años que han transcurrido desde que me enterraron aquí no he soñado con números, ecuaciones o fórmulas propias? ¡Necroscopio o no, eres un presuntuoso!
—¿Presuntuoso? —Habían provocado la cólera de Harry—. ¿Ecuaciones? ¿Fórmulas? Bien, tengo fórmulas con las que usted jamás habría soñado. —Exhibió entonces una computadora en la pantalla de su mente y la llenó con las interminables y cambiantes fórmulas algebraicas de las matemáticas de Möbius. Después, formó una puerta de Möbius para que su interlocutor pudiera atisbar un instante la nada y el todo que había más allá del umbral.
Hasta que con un hilo de voz exclamó: ¡Qué…, qué es eso!
—El Gran Cero —contestó Harry con voz ronca al tiempo que dejaba que la puerta se cerrase—. El lugar donde comienzan todos los números. Pero pierdo el tiempo. He venido para hablar con su maestro y acabo conversando con un simple estudiante… mediocre, para colmo. Ahora, dígame, ¿conseguiré audiencia con Pitágoras o no?
Está en…, en Samos.
—¿Dónde nació?
Allí mismo. El último lugar donde se les ocurriría buscarlo, al menos eso creyó él… Después añadió con desesperación: Necroscopio…, ¡por favor, intercede por mí! ¡Lo he traicionado! ¡Me excluirá!
—¡Tonterías! —rugió Harry, aunque sin sarcasmo—. ¿Excluirlo? Lo elevará… porque acaba de atisbar la puerta matemática secreta que se abre a todos los tiempos y lugares. ¿No me cree? —Se encogió de hombros—. Pues bien, usted sabrá. De todos modos, gracias… y adiós.
Invocó otra puerta de Möbius y la cruzó y… apareció en Samos, a treinta kilómetros de allí, donde Pitágoras pasó su infancia dos mil quinientos años antes, y adonde sus huesos habían sido llevados en secreto cuando murió. Aunque Pitágoras era introvertido, reservado y tímido no podía huir ni pasar por alto el sondeo del necrolenguaje del necroscopio teniéndolo tan cerca. Ese pensamiento mismo había sido necrolenguaje y como tal el recluso (en la muerte mucho más en vida) lo había oído. Y había contestado: ¿Cuál es tu número?
—El que usted elija para mí —contestó Harry; se encogió de hombros y se dejó guiar por el susurro mental del místico. Cuando lo localizó con exactitud, un ulterior salto de Möbius lo llevó desde la desierta costa boscosa directamente hasta allí: un pequeño olivar en la ladera escalonada de una colina, encima de un promontorio donde había una pequeña iglesia blanca. En la costa, no lejos de allí, apenas visible entre los pinos y los robles retorcidos por el viento, el puerto de Tigani brillaba con tonos turquesas, azules y plateados; en el aire luminoso de estío flotaba la música de una taberna.
Era agradable estar a la sombra de los árboles y el necroscopio se sintió agradecido al poder quitarse el sombrero de ala ancha y las gafas oscuras que le protegían los delicados ojos. En vista de que Pitágoras permanecía pensativo y en silencio, dijo:
—Hay infinidad de números. No soy remilgado.
Deberías serlo, el murmullo del místico sonó trémulo y febril. Son el todo. Los dioses mismos son números, aunque ningún hombre los conozca. Cuando haya descubierto los números de los dioses, tal vez pueda comenzar mi metempsicosis.
—Si de verdad lo cree así, entonces tendrá que esperar mucho tiempo —respondió Harry de inmediato—. Puede conocer todos los números en todas sus combinaciones de aquí a la eternidad y no cambiaría nada, al menos para usted. No es algo mágico, Pitágoras. Por más números que utilice, su alma no volará a un nuevo cuerpo. Ahora no hay ciencia ni magia que pueda ayudarlo.
¡Ja!, exclamó el matemático con no poca ira y sorna. ¡Fíjate en quién profiere estas blasfemias! ¿Es éste el necroscopio, impotente e ignorante ante los números, para el que la más simple de las sumas era un misterio? ¿Eres tú por quien ellos, las legiones del polvo, las huestes de los muertos, me suplicaron? Möbius se presentó ante mí de rodillas, ¿y qué eres después de todo sino un ingrato?
Harry se sintió aguijoneado, pero se cuidó muy bien de dejar que el griego lo notara. Del mismo modo que le ocultó lo que pensaba de él, ¡viejo pomposo!, mientras que en voz alta le decía:
—He venido a darle las gracias por mi don para las matemáticas. Sin él, sería igual que usted, polvo en una tumba. O tal vez no, porque había un hombre que me habría levantado de entre los muertos para torturarme y sacarme mis secretos.
¿Un nigromante?
—Exactamente.
¡Es un arte negra!
—No siempre. Tiene sus utilidades. Al fin y al cabo, lo que ahora hago es una especie de nigromancia. Porque soy un hombre vivo que habla con otro que está muerto.
Pitágoras meditó un momento sobre aquello y luego respondió:
He oído tu conversación con uno de los Hermanos. ¿Acaso la blasfemia es tu forma de escarnio? Has alegado la reencarnación, la transmigración y la metempsicosis.
—No hice más que enunciar un hecho —dijo Harry—. Yo era un hombre en su propio cuerpo y cuando éste murió pasé a habitar otro. No hace falta que acepte mi palabra, pregunte a los muertos, que no ganan nada mintiendo. Le dirán que es la verdad. Es más, si sus cenizas fueran puras, podría levantarlo a usted de entre los muertos. Y no con números, sino con palabras. Y no es una blasfemia, Pitágoras, sino la pura verdad. O tal vez… el acto mismo constituiría una blasfemia, no estoy seguro. Si es así, entonces usted tiene razón y soy un blasfemo, y pienso volver a serlo.
¿Podrías hacerme resurgir de mis cenizas?
—Sólo si fueran puras. ¿Fue sepultado en una urna?
Fui sepultado en la tierra, en secreto, aquí, bajo tus pies, donde de niño corría entre los árboles. Mi carne y mis huesos forman una unidad con la tierra. De todos modos, no te creo. ¿Palabras y no números? Las palabras nacen de los labios, son cosas frívolas que cambian después de ser pronunciadas, mientras que los números surgen de la mente pura y son inmutables.
—Todo esto es teoría. —Harry se encogió de hombros—. En dos mil años, las lluvias han mezclado sus sales con la tierra. Ya no hay palabras, y sin duda tampoco números, que puedan ayudarlo.
¡Blasfemia y sedición! ¿Pretendes que mis seguidores se vuelvan en mi contra?
Harry ya no pudo contenerse y gritó:
—¡Pitágoras, es usted un charlatán! En su mundo, ocultó sus pequeños e inútiles secretos matemáticos, descubrimientos básicos que cualquier niño de hoy aprende con sus textos escolares, como si se trataran de la vida y la muerte. La muerte verdadera no lo ha cambiado. Le di el necrolenguaje, y desde entonces ha podido, si lo deseaba, conversar con maestros más modernos y genuinos. Con Galileo Galilei, Isaac Newton, Albert Einstein, con Roemer, Maxwell y…
¡Basta!, chilló el otro, indignado. ¡Debí de haber hecho caso omiso de Möbius! ¡Debí…!
—¡Pero no pudo! —Le tocó a Harry interrumpir—. No se atrevió…
¿Qué quieres decir?
—Que conozco su verdadero secreto. Fue usted un impostor. ¡No sólo se mofó usted de su preciosa «Hermandad» cuando estaba vivo, sino que sigue engañándolos después de muerto! No hay misticismo en los números, Pitágoras, y usted lo sabe. Aunque sólo sea porque es usted un hombre instruido. Usted mismo acaba de decirme que los números son inmutables, que no cambian ni pueden ser cambiados. ¡Lo cual significa que son una verdad sólida, que no son fruto de la fantasía! Son una verdad de hierro, no una magia etérea.
¡Mentiroso, embustero!, gritó Pitágoras, enfurecido. ¡Tergiversas las palabras, cambias su sentido!
—¿Por qué se oculta incluso de los muertos?
Porque no entienden. Porque su ignorancia es contagiosa.
—¡Porque saben más que usted! Sus seguidores lo abandonarían. Usted les dijo que migrarían, que volverían a estar entre los hombres, a encontrarse con usted en mundos de números puros… y ahora sabe que es falso.
Creí que era verdad.
—Eso fue hace dos mil quinientos años. ¿Y ha vuelto usted? ¿Cuánto tiempo ha de transcurrir para que reconozca su error?
¡He soñado números que te destrozarían!
—Destróceme, pues.
En ese punto, Pitágoras se echó a llorar. Le lanzó a Harry un catálogo de números que chocó contra el muro de la mente metafísica del necroscopio. Al menos sirvieron para que reconociera la difícil situación en la que se hallaba: que aquello que llevaba dentro luchaba por sustituirlo y, en esa ocasión, mediante el uso de la enrevesada lógica wamphyri.
Aquélla fue su salvación, porque Harry nunca había querido lastimar ni siquiera alarmar a los muertos.
—Lo…, lo siento —se disculpó.
¿Lo sientes? ¡Eres perverso!, sollozó Pitágoras. Pero… tienes razón.
—No, me limité a discutir. Puede que tenga razón y puede que no. Pero no hice bien en discutir por el mero placer de hacerlo. Admitamos que contradigo mi propia argumentación.
¿Cómo es eso?
—Sé que los números no son inmutables.
¡Aahh! (Un largo suspiro.) ¿Quieres…, podrías demostrarlo?
Harry le mostró la pantalla de su mente, en la que todas las configuraciones de Möbius garabateadas en su superficie iban mutando y extendiéndose hasta el infinito. El viejo griego permaneció largo tiempo en silencio.
Fui una criatura inteligente que creyó que lo sabía todo, dijo, con voz quebrada. El tiempo me ha superado.
—Pero nunca lo olvidarán —se apresuró a aclarar Harry—. Recordamos su teorema; se han escrito libros sobre usted; incluso hoy en día sigue habiendo pitagóricos.
¿Mi teorema? ¿Mis números? Si no los hubiera inventado yo, otros lo habrían hecho.
—Pero es su nombre el que recordamos. De todos modos, lo mismo puede decirse de todos y de todo.
Salvo del necroscopio.
—Ni siquiera estoy seguro de eso —contestó Harry—. Creo que es posible que antes que yo hubiera otros. Y sin duda, hubo uno después que yo. Ahora habitan en otros mundos.
¿Y tú también habitarás allí?
—Es posible. Es probable. Y tal vez sea pronto.
¿Cómo es ahora?, preguntó Pitágoras al cabo de un rato, y Harry sospechó que era la primera pregunta que le formulaba a nadie después de mucho tiempo.
—En esta isla —contestó el necroscopio—, yacen muchos muertos recientes. Pero usted los ha alejado. Podía haberles preguntado por Samos, el mundo, los vivos. Pero temía conocer la verdad. ¿Sabía que una de las pocas cosas que tiene alguna importancia para los que viven en esta isla son los números? Aunque tal vez no sea del todo cierto. Pero estoy seguro de que les interesa saber cuántos dracmas equivalen a una libra, un marco y un dólar. —Le explicó a qué se refería.
¡Qué pequeño es ahora el mundo!
Harry se puso el sombrero y las gafas y salió de la sombra para dirigirse al sol. Llevaba las manos en los bolsillos y el sol no le molestaba demasiado, pero avanzaba despacio para no perder el equilibrio por los escarpados senderos y el camino que llevaban a Tigani. Pitágoras fue con él, o al menos su necrolenguaje; la distancia no era demasiado importante una vez establecido el contacto.
Abriré la Hermandad, la disolveré por completo, la olvidaré. Hay mucho por aprender.
—El hombre ha llegado a la Luna —le informó Harry.
La mente de Pitágoras volaba en círculos.
—Han calculado la velocidad de la luz.
Los pensamientos del viejo místico eran un inmenso y asombrado signo de interrogación.
—Pero no sé si sabe que entre los muertos hay matemáticos que podrían aprovechar enormemente sus conocimientos.
¿Mis conocimientos? ¡Pero si estoy en pañales!
—Ni por asomo. Se ciñó al número puro. ¡Vamos, que después de dos mil y pico de años, se habrá convertido usted en una calculadora velocísima! ¿Me permite que lo ponga a prueba?
Por supuesto, pero, por favor, que sea algo simple. No esos diseños vertiginosos que se inscriben en tu mente secreta.
—Dígame la suma de todos los números entre el uno y el cien, inclusive.
Cinco mil cincuenta, respondió Pitágoras instantáneamente.
—Una calculadora velocísima. —Harry estaba en lo cierto—. Entre los matemáticos menos prácticos, los matemáticos teóricos, sería usted como una regla de cálculo viviente. Pitágoras, creo que para ser usted un muerto tiene un gran futuro.
Pero ha sido algo muy simple. El griego se sentía halagado. Aprendido de memoria. La multiplicación, la división, las sumas y las restas… y la trigonometría también… es algo que he hecho con mucha frecuencia. No existe un sólo ángulo que no pueda calcular.
—¿Se da cuenta? —Harry sonrió; y añadió, ya más serio—: Créame, hoy en día son muy pocos los que se conocen todos los ángulos.
¿Y tú, Harry? ¿Eres una calculadora velocísima?
Harry no quería frustrarlo, por eso contestó:
—Ah, pero en mi caso es diferente, porque soy intuitivo.
¡Entre uno y un millón!
—Quinientos millones quinientos mil —replicó el necroscopio casi con el mismo aliento—. Se toma el número diez y se multiplica por sí mismo cuantas veces se quiera, y siempre funciona. Cinco es la mitad de diez; si vuelve a unir las dos mitades tiene usted cincuenta y cinco. La mitad de cien es cincuenta, si se unen las mitades se obtiene cinco mil cincuenta. Y así sucesivamente. Para algunos es magia, para mí es intuición.
Pitágoras se mostró abatido.
¿Para qué iban a necesitarme si ya te tienen a ti?
—Porque, como ya he dicho, puede que no esté aquí durante mucho tiempo. Tiene usted razón, el mundo es pequeño. Y resulta difícil encontrar un sitio donde ocultarse.
En las afueras de Tigani encontró una pequeña taberna, se sentó a su sombra y pidió un ouzo con un poco de limonada. Unas chicas inglesas chapoteaban en las aguas cálidas y azules de una pequeña bahía rocosa. Tenían los pechos relucientes y a Harry le llegaba el olor a aceite de coco. Pitágoras captaba la imagen de la mente de Harry y la contemplaba ceñudo.
Tal vez es una ventaja ser incorpóreo, así puedo quedarme, comentó sombríamente. Vacían al hombre como los vampiros.
Por un momento, el necroscopio se sintió cogido por sorpresa, pero luego replicó:
—¡Ah! Pero hay vampiros y vampiros…