Sobre la espalda… y la pican…
Harry permaneció con la muchacha durante otra media hora; trató de calmarla, hizo lo que pudo para tranquilizarla, y así logró sacarle algunos datos personales, los suficientes para que la policía pudiera comenzar su trabajo. Cuando llegó la hora de marcharse, ella lo retuvo y le hizo prometer que volvería a visitarla. No llevaba mucho tiempo en ese estado, pero Penny ya había descubierto que la muerte era algo muy solitario.
El necroscopio estaba hastiado —o al menos eso creía él— de la vida, de la muerte, de todo. Creía que necesitaba una motivación. Antes de dejarla, le preguntó si le molestaba que la mirase. Ella le contestó que de haber sido cualquier otra persona le habría dado igual, porque ni siquiera se habría enterado de que la estaban mirando. Pero en el caso de Harry, sí que lo sabría, pues él era el necroscopio. Era una muchacha tímida.
—¡Eh! —protestó él, suavemente—. ¡No soy ningún mirón!
Si no estuviera…, si él no me hubiera…, si no estuviera marcada, entonces no creo que me importara, le dijo.
—Penny, eres preciosa —le dijo Harry—. ¿Y yo? A pesar de todo lo dicho y hecho, no soy más que un ser humano. Pero, créeme, no quiero ofenderte cuando te digo que en este momento no estoy interesado en ese aspecto. Quiero verte precisamente porque estás marcada. Necesito sentir rabia. Y ahora que te conozco, sé que si veo lo que te hizo sentiré mucha rabia.
Entonces tendré que imaginar que eres mi médico, contestó ella.
Harry apartó con suavidad la sábana de plástico del cuerpo joven y pálido, la miró y con un estremecimiento volvió a cubrirla.
¿Tan mal estoy? Hizo un esfuerzo por contener un sollozo. Es una pena. Mamá siempre me decía que podía ser modelo.
—Claro que sí —respondió él—. Eras muy hermosa.
¿Y ahora ya no? Aunque lograba contener las lágrimas, Harry notó cómo se desbordaba la desesperación de la chica. Al cabo de un rato, le preguntó: ¿Harry, te ha dado rabia?
Sintió que un gruñido le subía por la garganta, lo contuvo y, antes de irse, contestó:
—Sí, me ha dado rabia.
Darcy Clarke seguía fuera, con el policía de paisano. Harry tenía aspecto de fatigado cuando se reunió con ellos y cerró la puerta.
—Le he dejado la cara destapada —dijo. A continuación dirigió una mirada colérica al agente y añadió—: ¡No le tapen la cara!
El otro enarcó una ceja con aire indiferente, se encogió de hombros y con el acento nasal de Glasgow y un tono nada compasivo preguntó:
—¿Quién yo? Yo no tengo nada que ver con eso, jefe. ¡Pero cuando están muertos se les tapa la cara!
Harry se volvió rápidamente hacia él con los ojos muy abiertos, las aletas de la nariz palpitantes y la cara crispada y fue entonces cuando el instinto de Darcy Clarke se hizo cargo de la situación. De repente, el necroscopio se había vuelto peligroso y el extraño don de Clarke lo percibió. Había en él una rabia inmensa que debía desahogar con alguien. Clarke sabía que esa rabia no iba dirigida al policía ni a nadie en particular, tan sólo necesitaba un desahogo.
Se interpuso veloz entre Harry y el agente especial y aferró al necroscopio por los brazos.
—Venga, Harry —le dijo con urgencia—. Ya vale. Lo que ocurre es que esta gente ve cosas así todos los días. No los afecta tanto. Se acostumbran.
Con un esfuerzo, Harry logró dominarse. Miró a Clarke y gruñó:
—¡No ven cosas así todos los días! ¡Nadie puede «acostumbrarse» nunca a la idea de que alguien (algo) pueda hacerle eso a una chica! —Al ver la expresión de asombro de Clarke, añadió—: Ya te lo explicaré después.
Miró por encima del hombro de Clarke y con un tono casi civilizado —¿más civilizado?— preguntó al agente:
—¿Tiene usted una libreta?
Perplejo, sin saber qué ocurría y con la única idea de cumplir con su trabajo, el otro respondió:
—Sí —y buscó a tientas en el bolsillo. Garabateó rápidamente cuando Harry le dio el nombre de Penny, su dirección y los datos de su familia. Después de lo cual, y con aire aún más perplejo, preguntó—: ¿Está usted seguro de estos datos, señor?
Harry asintió.
—Usted asegúrese de pasarlos tal como se los he dado, ¿de acuerdo? No quiero que nadie le tape la cara. Penny detestaba llevar la cara tapada.
—¿Conocía usted a la muchacha?
—No —respondió Harry—. Pero ahora la conozco.
Dejaron al agente, que hablaba ya por su walkie-talkie y se rascaba la cabeza, y salieron al patio a respirar el aire fresco. Cuando quedaron bajo el sol, Harry se puso las gafas oscuras y se subió el cuello del abrigo.
—Hay algo más, ¿no es cierto? —preguntó Clarke.
Harry asintió, pero inmediatamente dijo:
—Da igual lo que haya, ¿qué has averiguado tú? ¿Sabes a qué te estás enfrentando?
Clarke levantó las manos y contestó:
—Sólo que se trata de un asesino reincidente y que es raro.
—¿Pero sabes lo que hace?
—Sí —asintió Clarke—. Sabemos que es algo sexual. Al menos un tipo de sexo. Del enfermizo.
—Más enfermizo de lo que imaginas. —Harry se estremeció—. El tipo de conducta enfermiza que tendría Dragosani.
—¿Qué?—exclamó Clarke, y se detuvo.
—Un nigromante —le respondió Harry—. Asesino y además nigromante. Y, en cierto modo, peor que Dragosani, porque además es necrofílico.
Clarke se las arregló para hacer una mueca y poner cara inexpresiva al mismo tiempo.
—Refréscame un poco la memoria —le pidió—. Sé que debería haberlo captado, pero no me aclaro.
Harry reflexionó unos instantes antes de contestar, pero al final la única manera de explicarlo era decirlo tal como era.
—Dragosani destrozaba los cadáveres de los muertos para sacarles información —dijo, por fin—. Ése era su «don», del mismo modo que tú tienes el tuyo y yo el mío. La nigromancia. A eso se dedicaba cuando trabajó para Gregor Borowitz y la Sección PES soviética en el château Bronnitsy, a «examinar» los cadáveres de los enemigos de su país. Era capaz de leer sus pasiones en la mucosidad de sus ojos, de arrancar las verdades de sus vidas de las vísceras, de sintonizar los susurros de sus cerebros paralizados y de olisquear los más ínfimos secretos en los gases que soltaban sus intestinos hinchados.
Clarke levantó una mano en señal de protesta.
—¡Por favor, Harry…, eso ya lo sé!
El necroscopio asintió y prosiguió:
—Pero no sabes lo que se siente al estar muerto, y por eso no lo comprendes. Porque ni siquiera llegas a imaginar de qué hablo. Sabes lo que yo hago y lo aceptas porque lo sabes a ciencia cierta, pero en el fondo sigues creyendo que es algo demasiado rebuscado para pensar en ello. De modo que no piensas en ello. Y no te culpo. Por eso te pido que me escuches. Sé que siempre he sostenido que era diferente de Dragosani, pero en ciertos aspectos él y yo nos parecíamos. Ni siquiera ahora me gusta reconocerlo, pero es la verdad. Ya sabes lo que ese cabrón hizo a Keenan Gormley, en qué lo convirtió, pero sólo yo sé lo que Gormley pensaba de todo aquello.
Y fue entonces cuando Clarke lo comprendió. Aspiró profundamente y sintió que se le erizaban los pelos de la nuca al tiempo que un temblor irrefrenable le recorría el cuerpo.
—¡Dios santo, tienes razón! —exclamó con un hilo de voz—. ¡No pienso en ello porque no quiero hacerlo! ¡Pero en realidad Keenan lo sabía! ¡Sintió todo lo que Dragosani le hizo!
—Exacto —dijo Harry, y prosiguió, implacable—: La tortura es la principal herramienta del nigromante. Los muertos sienten cómo el nigromante trabaja sobre ellos, del mismo modo que me oyen a mí cuando les hablo. Y mientras a los vivos les queda el recurso del grito, ellos no pueden hacer nada, ni siquiera gritar. Y tampoco ser oídos. ¿Y Penny Sanderson?
Clarke palideció por un instante.
—¿Sintió que…?
—Todo —gruñó Harry—. ¡Y ese cabrón, sea quien sea, lo sabía! Ya ves, la violación es una cosa, de por sí bastante grave cuando el que la sufre está vivo, pero la necrofilia es algo bien distinto, un ultraje perpetrado contra los muertos que no sienten; lo que él hace es aún más bajo. Tortura a sus víctimas mientras están vivas, y luego las tortura después de muertas… y sabe que mientras lo hace sus víctimas lo sienten todo. Utiliza un cuchillo con hoja curvada, como una herramienta para sacar tierra cuando vas a plantar un bulbo. Es afiladísimo y…, y no lo utiliza para sacar tierra.
Clarke tenía la intención de hacer un alto en la sala de guardia para hablar con los policías que había allí. Pero en ese momento, pálido como un fantasma, se apoyó en el muro bajo del castillo. Se aferró a los ladrillos para no caerse, respiró entrecortadamente y se controló para no arrojar la bilis que le subía desde el estómago.
—¡Dios santo, Dios santo! —gritó con voz ahogada. Ya lo comprendía todo y nada podía hacer para borrar la imagen que se había formado en su mente. ¿Sexo desviado? ¡Por favor, qué eufemismo!
Harry había seguido a Clarke hasta la pared. El jefe de la Sección PES lo miró de soslayo, con los ojos húmedos.
—¡Les… les hace agujeros a esas pobres chicas y después los utiliza para hacer el amor!
—¿Amor? —siseó el necroscopio—. ¡Su carne abre surcos en la sangre del mismo modo que el morro de un cerdo abre surcos en la tierra, Darcy! ¡Con la diferencia de que el suelo no siente nada! ¿No te ha dicho la policía dónde deja su semen?
Los ojos de Clarke estaban anegados en lágrimas y la frente le quemaba, notó que la náusea daba paso a un odio frío casi tan intenso como el del necroscopio. No, la policía no se lo había dicho, pero ya lo sabía. Apartó la mirada, contempló la ciudad borrosa y preguntó:
—¿Cómo sabes que él sabe lo que ellas sienten?
—Porque habla mientras lo hace —respondió Harry, sin piedad—. Y cuando gritan en su agonía desesperadas por el dolor y le suplican que pare, las escucha. ¡Y después se ríe!
Clarke pensó: ¡Dios me ampare, no debí preguntar! ¡Y tú, cabrón, tú, Harry Keogh, no debiste habérmelo dicho!
Con ojos enfurecidos, volvió el rostro hacia el necroscopio y… se encontró solo. El viento soplaba en la explanada y los turistas se agazapaban para no dejarse vencer por su fuerza. En el cielo, las gaviotas chillaban al tiempo que volaban en espiral llevadas por una corriente ascendente.
Pero Harry ya no estaba allí…
Más tarde, con ayuda de Clarke, Harry lo dispuso todo para que Penny Sanderson fuera incinerada. Los padres de la chica así lo querían y no les haría daño que todo fuera un montaje. De todos modos no se enterarían: Penny ya era cenizas cuando sus lágrimas cayeron sobre su ataúd vacío, antes de que éste se deslizara y desapareciera tras unas cortinas crujientes para convertirse en humo de madera.
Clarke no quería hacerlo, pero estaba en deuda con Harry. Por muchas cosas. Y no veía la hora de atrapar al maníaco que le había hecho eso a Penny y a muchas otras inocentes.
—Si tengo sus cenizas —le había dicho Harry—, sus cenizas puras, sin mezclar con tela quemada ni carbón, entonces podré hablar con ella cuando lo desee. Tal vez recuerde algo importante.
En aquel momento parecía lógico (si podía llamarse así a cuanto estaba relacionado con el necroscopio), de modo que Clarke había movido los hilos. Como jefe de la Sección PES poseía ese poder. Aunque de haber conocido toda la historia de lo ocurrido en el castillo de Janos Ferenczy, en Transilvania, tal vez se lo habría pensado dos veces. Para acabar no moviendo un dedo.
Sin duda, no habría seguido adelante con el plan si Zek Föener se hubiera mantenido firme en su primera… ¿acusación? Bien, si no una acusación, sí al menos una premonición.
Zek era telépata y sumamente leal al necroscopio. En las islas griegas, al final del asunto Ferenczy, había tenido ocasión de ponerse en contacto mental con Harry, y durante ese contacto algo la había dejado paralizada de miedo. Pero tuvo que pasar un tiempo antes de que pudiera contar a Clarke lo ocurrido. En aquella ocasión, hacía menos de un mes, se encontraban en la isla de Rodas, y todavía recordaba claramente la conversación.
—¿Qué te ocurre, Zek? —le había preguntado cuando pudo hablar con ella a solas—. La expresión de tu cara ha cambiado cuando te has puesto en contacto con Harry. ¿Acaso está en apuros?
—No…, sí…, ¡no lo sé! —le había contestado; podía percibir el miedo y la frustración en cada una de sus palabras y sus movimientos. Después, le dirigió aquella misma mirada extraña, incrédula, que había visto cuando intentó ponerse en contacto con Harry, como si contemplara cosas extrañas en un mundo lejano, más allá de los tiempos y los lugares que conocemos. Recordó entonces que en una ocasión Zek había estado en un mundo así con Harry Keogh. ¡Un mundo de vampiros!
—Zek —le dijo—, si hay algo que debo saber sobre Harry, creo que es justo que me…
—¿Justo para quién? —lo había interrumpido—. ¿Para qué? ¿Es justo para él?
Entonces Clarke sintió que se le helaba la sangre, y respondió:
—Creo que es mejor que te expliques.
—¡No puedo explicar nada! —exclamó ella—. O tal vez sí. —La expresión vacía de sus hermosos ojos había cambiado un poco y su tono se había vuelto más razonable, incluso suplicante—. ¡Lo que pasa es que parece como si todas las mentes con las que me he puesto en contacto en estos últimos días hayan sido las de ellos! Quizás he empezado a encontrarlos allí donde…, ¿dónde no los hay? ¿Dónde es imposible que estén?
Supo entonces sin la menor duda lo que Zek intentaba decirle.
—¿Quieres decir que cuando te pusiste en contacto con Harry, sentiste que…?
—¡Sí…, sí! —volvió a exclamar—. Pero podría estar equivocada. ¿Acaso no es eso lo que está haciendo en este momento, enfrentarse a ellos? En este mismo instante está cerca de los vampiros, incluso mientras hablamos. Quizás entré en contacto con uno de ellos. Santo cielo, tuvo que haber sido uno de ellos…
Fin de la conversación, pero Clarke no había podido apartarla de su mente desde entonces. Cuando llegó el momento de abandonar las islas y volver a casa, le preguntó a Zek si quería visitar Inglaterra como invitada de la Sección PES.
Su respuesta había sido más o menos la que había imaginado:
—No engañas a nadie, Darcy. Además, no me gusta la idea de que quieras engañarme a mí, y menos después de todo esto. De manera que te lo diré sin rodeos: detesto las Secciones PES, ya sean soviéticas o británicas, o de donde sean. No me refiero a los PES en concreto sino al modo en que son utilizados, al hecho de que sea preciso utilizarlos. En cuanto a Harry, no iré contra el necroscopio. —Y sacudió la cabeza con decisión—. Harry y yo estuvimos en bandos diferentes, y me dio muy buenos consejos. «Nunca te enfrentes a mí ni a los míos», me dijo, y no voy a hacerlo. He visto su mente por dentro, Darcy, y sé que cuando alguien como Harry te dice algo así, más te vale hacerle caso. De manera que si hay… problemas, son tus problemas, no los míos.
Era el tipo de respuesta que preocupa todavía más.
Concluida la expedición griega, una vez en Londres, en la Central de la Sección PES, se encontró con una montaña de trabajo atrasado. Durante los primeros días de su regreso al despacho, Clarke comenzó a solucionar muchos de los asuntos pendientes, y con ello había logrado liberar su mente de gran parte del horror del caso Ferenczy. Pero las pesadillas no le dejaban dormir. Sobre todo una muy desagradable y repetitiva.
En esencia ocurría lo siguiente: se encontraban (Clarke, Zek, Jazz Simmons, Ben Trask, Manolis Papastamos: casi todo el equipo griego, con la importante excepción de Harry Keogh) en una barca que se mecía suavemente sobre un mar completamente en calma. Aquel mar era tan azul que sólo podía tratarse del Egeo. Una islita desnuda, rocosa, flotaba en el azul formando una silueta negra de contornos dorados contra la enceguecedora refracción del sol que comenzaba a ocultarse tras el promontorio rocoso de la isla para producir un efímero crepúsculo. Una escena serena, inmaculadamente estructurada, vívida, real; no había en ella un solo indicio de que se tratase del preludio de una pesadilla. Pero como se trataba de un hecho que se repetía —en realidad, cada noche—, Clarke sabía siempre lo que ocurriría después y dónde debía buscar su inicio.
Miraba a Zek, preciosa, con un traje de baño que dejaba poco a la imaginación, que tomaba el sol tendida sobre una estrecha plataforma acoplada a las hiladas superiores de la proa. Estaba tumbada boca abajo, con el rostro ladeado y una mano hundida en el agua. El mar estaba tan en calma que sus dedos provocaban pequeñas olas. Pero entonces…
Zek miró de repente la mano que tenía en el agua, la sacó violentamente y después de volver a observarla lanzó un grito de disgusto y se abalanzó hacia el interior de la barca. ¡La mano le sangraba! No, no le sangraba, sino que estaba ensangrentada… como si la hubiera hundido en la sangre de alguien. Para entonces, toda la tripulación había contemplado cómo en el mar se formaba un enorme surco rojo, un manchón alargado que parecía una capa de aceite (¿o de sangre?) que flotaba sobre el agua, alrededor de la barca, lamiéndola con sus franjas encarnadas.
¿Pero de dónde procedía?
Todos miraban el mar, en la distancia, siguiendo la mancha hasta llegar a su origen. Aparecía entonces algo que no habían notado: a apenas cincuenta metros, la proa verrugosa y cubierta de crustáceos de una embarcación hundida surgía del agua a manera de grotesco saludo. El mascarón de proa era una cara horrible pero reconocible, una figura con la boca abierta y unos colmillos desproporcionados; de la boca manaba, cual grito silencioso, un torrente inagotable de sangre.
¿Y el nombre de aquella embarcación que zozobraba, tragada por su propia sangre, antes de perderse de vista? A Clarke no le hizo falta leer todas las letras negras pintadas en su quilla leprosa mientras una tras otra iban desapareciendo en orden decreciente en el mar escarlata: O…R…C…E…N.
No, sabía ya que se trataba de la nave apestada Necroscopio, que había zarpado de Edimburgo, contaminada en extraños puertos y condenada por toda la eternidad a los mares de sangre. O hasta que zozobrara como hacía en aquel momento.
Contempló espantado cómo se hundía, y se puso en pie de un salto cuando Papastamos lanzó una maldición y se precipitó para aferrar un lanzaarpones. La mancha de sangre junto a la barca comenzó a hervir, a despedir humo al tiempo que algo indefinible afloraba a la superficie. Un cuerpo desnudo, boca abajo, flotó y se bamboleó como una extraña medusa agitando los tentáculos de sus brazos y sus piernas. Débil como una medusa, intentó nadar.
Papastamos se acercó a la borda y apuntó con su arma; Clarke avanzó y gritó «¡No!», pero demasiado tarde. El arpón de acero siseó en el aire y se hundió con un ruido sordo en la espalda del solitario superviviente, que se sacudió en el agua y se dio la vuelta.
Su cara era la misma que aparecía en el mascarón de proa, y sus ojos carmesíes centelleaban y su boca escarlata escupía sangre mientras se hundía para perderse de vista por última vez…
En ese momento, Clarke se despertó sobresaltado.
Como se sobresaltaba ahora al oír sonar el teléfono, aunque suspiró aliviado al ver interrumpida esa cadena de pensamientos. Dejó que el teléfono sonara unos instantes y analizó su pesadilla a la luz de la fría lógica.
Clarke no era un oniromante, pero la interpretación del sueño era bien simple. Consternada, Zek había señalado a Harry con el dedo de la sospecha. En cuanto al telón de fondo del mar Egeo y a la sangre resultaba de lo más apropiado en esas circunstancias, sobre todo considerando los acontecimientos del pasado reciente.
¿Cuál era la conclusión del sueño? Papastamos había puesto fin al horror, pero eso no era significativo, no había sido ésa la finalidad. No tenía por qué ser Papastamos, podía haber sido cualquiera de ellos…, exceptuando a Clarke. Ahí estaba la cuestión: que no lo había hecho Darcy Clarke en persona y que él no había querido que ocurriera. De hecho, había tratado de impedirlo. De la misma manera que en ese mismo momento se mostraba más que reacio a iniciar ninguna…
El teléfono iba a sonar por quinta vez cuando lo cogió, pero el alivio que sintió al oír el primer timbrazo fue efímero: su pesadilla hablaba desde el otro extremo de la línea.
—¿Darcy? —la voz del necroscopio sonó tranquila, sosegada, más indiferente de lo que Clarke la hubiera oído jamás.
—¿Harry? —Clarke pulsó un botón de su escritorio para grabar la conversación y otro para advertir a la centralita que intentara localizar la llamada—. Creí que me llamarías mucho antes.
—¿Y por qué?
Harry formulaba buenas preguntas, y ésa dejó a Clarke de una pieza. Porque, después de todo, la Sección PES no era propietaria de Harry Keogh.
—¡Por tu interés en ese asesino reincidente! —respondió enseguida—. Ya han pasado diez días desde que nos vimos en Edimburgo, y desde entonces sólo hablamos una vez. Supongo que esperaba que averiguaras algo pronto.
—¿Y tu gente? —preguntó Harry—. Tus PES, ¿han logrado averiguar algo? ¿Tus telépatas, tus expertos en corazonadas, precognición y localizaciones? ¿Ha descubierto algo la policía? Claro que no, porque de ser así, no me estarías preguntando. Oye, que yo soy un solo hombre, Darcy, y tú cuentas con todo un equipo.
Clarke decidió seguirle el juego.
—Muy bien, pues, ¿a qué debo el placer de tu llamada, Harry? No puedo creer que sea por pura cortesía.
La risita del necroscopio —normal, aunque un tanto seca— le produjo un cierto alivio.
—Eres estupendo como contrincante dialéctico —le dijo—. Lástima que te des por vencido tan pronto. —Antes de que Clarke pudiera replicar, prosiguió—: Necesito cierta información, Darcy, por eso te llamo.
¿Con quién estaré hablando?, se preguntó Clarke. ¿Con qué estoy hablando? ¡Dios santo, si pudiera estar seguro de que eres tú, Harry! Quiero decir, todo tú, sólo tú. Pero no estoy seguro, y si no eres todo tú…, entonces, tarde o temprano tendré la obligación de ponerle remedio. Y precisamente de eso trataba su pesadilla. En voz alta preguntó:
—¿Información? ¿En qué puedo ayudarte?
—En dos cosas —respondió Harry—. La primera es complicada: detalles sobre las demás chicas asesinadas. Bueno, ya sé que podría conseguirlos por mi cuenta; tengo amigos en los sitios adecuados, ¿no? Pero esta vez preferiría no importunar a las huestes de los muertos.
—¿Y eso? —Clarke sintió curiosidad. De pronto, Harry parecía evasivo. ¿Importunar a la Gran Mayoría? ¡Los muertos harían cualquier cosa por el necroscopio…, incluso levantarse de sus tumbas!
—Ya les hemos pedido demasiadas cosas a los muertos —intentó explicar Harry, como si le hubiera leído la mente—. Ha llegado la hora de que les hagamos unos cuantos favores.
—Dame media hora y te haré una copia de todo lo que tengo —dijo Clarke, todavía intrigado—. Puedo enviártelo por correo o…, olvídalo, he dicho una tontería. Puedes pasar a recoger el material personalmente.
Otra vez la risita de Harry.
—¿Quieres decir a través del continuo de Möbius? ¿Y volver a disparar todas esas alarmas? —Dejó de reírse—. No, envíamelo por correo. Ya sabes que la Central no es santo de mi devoción. ¡Tus PES me dan grima!
Clarke soltó una sonora carcajada. Era una carcajada forzada, pero abrigó la esperanza de que Harry no lo hubiera notado.
—¿Y cuál es la otra cosa en la que puedo ayudarte, Harry?
—Algo fácil —respondió el necroscopio—. Puedes hablarme de Paxton.
Aquello le cayó como un golpe inesperado.
—¿Pax…? —A Clarke se le borró la sonrisa de la cara y frunció el entrecejo. ¿Paxton? ¿Qué pasaba con Paxton? No sabía nada de él, sólo que había estado unos meses a prueba como PES, como telépata, y que el ministro responsable lo había rechazado por algún motivo: al parecer, un par de fallos en sus antecedentes.
—Sí, Paxton —repitió Harry—. Geoffrey Paxton. Es uno de los tuyos, ¿no? —Su voz se había endurecido, tenía una especie de precisión mecánica, fría y controlada. Como una computadora que esperara una información de vital importancia para poder iniciar sus cálculos.
—Era —respondió al fin Clarke—. Iba a ser uno de los nuestros. Pero, al parecer, había un par de manchas oscuras en su pasado que jugaron en su contra y perdió el tren. ¿Cómo has sabido de él? O, para ser más exacto, ¿qué sabes de él?
—Darcy —la voz de Harry se había endurecido aún más. No sonaba amenazadora, no había en ella amenaza alguna, pero Clarke percibía una especie de advertencia en el tono—. Puede decirse que hemos sido amigos durante mucho tiempo. Me la he jugado por ti y tú te la has jugado por mí. No me gustaría pensar que ahora me estás engañando.
—¿Engañarte a ti? —La respuesta de Clarke fue instintiva, natural, incluso algo ofendida, y con todo derecho, porque no ocultaba nada ni engañaba a nadie—. ¡Ni siquiera sé de qué me estás hablando! Es tal como te lo he dicho. Geoffrey Paxton es un telépata de una calidad normal pero que mejora rápidamente. O al menos lo era. Después lo perdimos de vista. Nuestro ministro encontró algo en él que no le gustó y Paxton quedó descartado. Sin nosotros jamás logrará desarrollar plenamente su potencial. Lo vigilamos de vez en cuando para cerciorarnos de que no utiliza lo que tiene para aprovecharse demasiado de la sociedad, pero aparte de eso…
—Se está aprovechando —lo interrumpió el necroscopio, visiblemente enfadado—. ¡O al menos intenta aprovecharse de mí! Lo tengo sobre mis espaldas, Darcy, pegado como una lapa. Trata de meterse en mi mente, pero hasta ahora he logrado impedírselo. Pero ocurre que eso requiere un esfuerzo y acaba cansándome, ¡y ya estoy hasta el gorro de esforzarme tanto por una cosa así! ¡Por un cabrón rastrero que hace el trabajo sucio de otro!
Por un momento, Clarke se sintió confundido, pero sabía que si vacilaba se convertiría en sospechoso.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó.
—¡Averiguar quién lo dirige, claro! —exclamó Harry—. Y por qué.
—Haré lo que pueda.
—Haz algo más que eso —contestó Harry, seco como un disparo—. O tendré que encargarme yo mismo.
¿Por qué no te has encargado ya?, se preguntó Clarke. ¿O es que le tienes miedo a Paxton, Harry? Y si es así, ¿por qué?
—Ya te he dicho que no es uno de mis hombres —comentó en voz alta—. Es la verdad, de modo que no puedes amenazarme a través de él. Pero tal como acabo de decir, haré lo que pueda.
Hubo una pausa. A continuación Harry preguntó:
—¿Y me pasarás los detalles sobre esas chicas?
—Te lo prometo.
—Muy bien. —La voz del necroscopio se había apaciguado un poco, había perdido algo de tensión—. No era…, no era mi intención ser tan duro, Darcy.
Clarke se ablandó enseguida y le dijo:
—Creo que tienes muchas preocupaciones, Harry. Quizá podamos hablar en algún momento…, personalmente, claro. Lo que quiero decir es que no tengas miedo de contar conmigo.
—¿Miedo?
Había escogido mal la palabra.
—Aprensión, si lo prefieres. Quiero decir que no te preocupes porque haya algo que no puedas contarme o de lo que no podamos hablar. No existe nada que no puedas contarme, Harry.
Hubo otra pausa larga y significativa.
—En estos momentos no tengo nada que contarte, Darcy. No obstante, te llamaré si eso ocurre.
—¿Me lo prometes?
—Sí, te lo prometo. Ah, Darcy…, gracias.
Clarke se quedó allí sentado y reflexionó durante varios minutos sobre la conversación que acababa de mantener. Así, sentado tras su escritorio, mientras tamborileaba con los dedos de forma continua y monótona, notó que el toque de las primeras campanillas de alarma se convertía en un insistente clamor en el fondo de su mente. Harry Keogh le había pedido que averiguase quién dirigía a Paxton. ¿Pero quién podía dirigirlo sino la Sección PES? ¿Y con qué fin?
El último que había ocupado aquel escritorio había sido Norman Harold Wellesley, un traidor. Wellesley ya no estaba, había muerto, pero el hecho de que hubiera existido —y precisamente en aquel trabajo— debía de haber provocado malestar en las escalas superiores. ¿Un doble agente? ¿Un espía entre espías mentales? Obviamente, era algo que no se podía permitir que volviera a ocurrir; pero ¿cómo impedir que ocurriera otra vez? ¿No sería posible, quizá, que hubieran nombrado a alguien para vigilar a los vigilantes?
Aquello le recordaba a Clarke una cancioncilla que su madre le cantaba cuando era niño y tenía comezón. Buscaba el lugar donde le picaba, lo rascaba y recitaba:
Las pulgas grandes llevan sobre sus
espaldas pulgas pequeñitas que las pican.
¡Y las pulgas pequeñitas llevan otras más
pequeñitas aún y así ad infinitum!
¿Estaría Clarke bajo vigilancia PES? De ser así, ¿qué pensamientos le habrían leído?
Se puso en contacto con la centralita y ordenó:
—Póngame con el ministro responsable. Si no puede ponerse, déjele dicho que quiero que me telefonee lo antes posible. Quiero que alguien me haga unas copias de los informes policiales sobre las muchachas víctimas de ese asesino reincidente.
Media hora más tarde le enviaron los informes y, mientras los metía en un sobre grande, le pasaron la llamada del ministro.
—¿Sí, Clarke?
—Señor, acabo de hablar por teléfono con Harry Keogh.
—¿Ah, sí?
—Me ha solicitado una serie de informes sobre las víctimas del asesino reincidente. Como recordará usted, le pedimos que nos ayudara en el caso.
—Recuerdo que usted solicitó su ayuda, Clarke. La verdad es que no estoy seguro de que haya sido buena idea. En realidad, creo que deberíamos replantearnos nuestra actitud hacia Keogh.
—¿Ah, sí?
—Sí. Sé que ha sido de cierta ayuda para la Sección y…
—¿De cierta ayuda? —lo interrumpió Clarke—. ¿De cierta ayuda? Hace tiempo que estaríamos muertos de no haber sido por él. Y eso no se paga con nada. No me refiero sólo a nosotros, sino a todos. Y cuando digo todos, es todos.
—Las cosas cambian, Clarke —le respondió su superior, invisible, desconocido—. Son ustedes muy extraños, lo digo sin ánimo de ofender, y Keogh tiene que ser el más extraño de todos. Además, no es realmente uno de ustedes. De modo que a partir de ahora quiero que evite todo contacto con él. Volveremos a hablar de él más adelante, estoy seguro.
Las campanitas de advertencia repicaron con más fuerza. Hablar con el ministro responsable siempre era como hablar con un robot suave, pero en aquella ocasión, había sido demasiado suave.
—¿Y los informes policiales, se los doy?
—Creo que no. Por el momento, mantengámoslo a una distancia prudente, ¿de acuerdo?
—¿Hay algo quizá por lo que debamos preocuparnos? —preguntó Clarke sin más rodeos—. ¿Cree usted que deberíamos vigilarlo?
—¡Vaya, me sorprende usted! —exclamó su interlocutor, más suave que nunca—. Tenía entendido que Keogh ha sido siempre un buen amigo suyo.
—Es verdad.
—Bien, sin duda, eso nos ha sido útil en su momento. Pero, tal como le he dicho, las cosas cambian. Ya volveremos a hablar sobre él a su debido tiempo… ¿Tenía usted alguna otra pregunta?
—Sí, una sola. —Clarke mantuvo el tono neutral, pero miró ceñudo el teléfono—. Se trata de Paxton. —Seguía el ejemplo de Harry Keogh, y funcionó del mismo modo que lo había hecho con Clarke.
—¿Paxton? —Oyó incluso que el ministro contenía el aliento. Después, con más cautela, quizás incluso con curiosidad, repitió—: ¿Paxton? Pero si ya no nos interesa, ¿verdad?
—Verá, es que estaba releyendo su expediente —mintió Clarke—, los informes sobre su evolución. Y me ha parecido que hemos perdido a un buen elemento. ¿No habrá sido usted demasiado exigente? Es una pena que lo perdamos si hay posibilidades de encauzarlo. La verdad es que no podemos permitirnos el lujo de desperdiciar así estos talentos.
—Clarke —dijo el ministro con un suspiro—, usted desempeña un aspecto del trabajo y yo el mío. Yo no cuestiono sus decisiones, ¿verdad?
¿Qué no las cuestiona?
—Le agradecería que no cuestionara usted las mías. Olvídese de Paxton, ya no está en esto.
—Como usted guste, pero creo que voy a mantenerlo vigilado. Aunque desde lejos. Al fin y al cabo, no somos los únicos que participamos en el juego de los espías mentales. No me gustaría nada que el bando contrario lo reclutara…
El ministro comenzaba a irritarse.
—¡Cómo si no tuviera usted bastante trabajo entre manos! —le recriminó—. Deje a Paxton en paz. ¡Con un control periódico bastará…, y cuando yo se lo ordene!
Clarke sólo era amable con quienes eran amables con él. Era demasiado importante como para dejar que lo pisaran.
—No se sulfure, señor —gruñó—. Cuanto digo y hago es en beneficio de la Sección, créame…, incluso si hiero sentimientos.
—Claro, claro. —El otro se mostró inmediatamente conciliador—. Pero estamos todos en el mismo barco, Clarke, y ninguno de nosotros lo sabe todo. De modo que, de momento, le pido que confiemos el uno en el otro, ¿de acuerdo?
¡Si, claro, seguro!
—Muy bien —respondió Clarke—. Siento haberle hecho perder tanto tiempo.
—No se preocupe. Pronto volveremos a hablar, estoy seguro…
Clarke colgó el teléfono y siguió mirándolo con el entrecejo fruncido; cerró entonces el sobre que contenía los informes policiales y escribió rápidamente la dirección de Harry Keogh. Borró la conversación que acababa de mantener con Keogh y después preguntó a la centralita si habían logrado localizar la llamada. Provenía del número de Harry en Edimburgo. Llamó por la línea directa, pero nadie contestó. Llamó después a un mensajero y le entregó el sobre.
—Envíelo por correo —le ordenó, pero antes de que el mensajero se marchara, cambió de parecer y le dijo—: No, haga un paquete con todo y despáchelo urgente. Y después olvídese de que lo ha visto, ¿de acuerdo?
Al cabo de unos instantes volvió a quedar a solas con sus negros pensamientos y una comezón entre las paletillas a la que no lograba llegar.
La cancioncilla de su madre sobre las pulgas continuaba dándole vueltas en la cabeza de una manera persistente.