Primera parte

Capítulo uno

Descubrimiento macabro

—Harry —la voz de Darcy Clarke sonó crispada a través de la línea telefónica, a pesar de que se esforzaba por controlarla—. Tenemos un problema para el que nos vendría bien algo de ayuda. Como la que tú podrías prestarnos.

Harry Keogh, necroscopio, podía o no saber qué preocupaba al jefe de la Sección PES británica, y podía o no estar relacionado directamente con él.

—¿De qué se trata, Darcy? —preguntó con voz suave.

—De un asesinato —contestó Darcy, y la crispación aumentaba y le temblaba la voz—. ¡Un horrible asesinato, Harry! ¡Dios mío, nunca había visto nada igual!

En su época, Darcy Clarke había visto muchas cosas y Harry Keogh lo sabía, de modo que le resultó difícil creer en lo que acababa de decir. A menos que Clarke se refiriera a…

—¿Has dicho el tipo de ayuda que yo podría prestaros? —De repente, Harry centró toda su atención en el teléfono—. Darcy, ¿intentas decirme que…, que…?

—¿Cómo? —Al principio, el otro no lo entendió—. No, no, por el amor de Dios, no. No ha sido obra de un vampiro, Harry. Pero sí de una especie de monstruo, de eso no cabe duda. Humano, pero monstruo al fin.

Harry se relajó un poco, muy poco.

Ya suponía que tarde o temprano lo llamarían de la Sección PES. Podría tratarse de eso: alguna trampa ingeniosa. Salvo que…, no, Darcy siempre había sido amigo suyo; Harry no lo creía capaz de fingir en algo así sin haberse cerciorado antes a fondo. E incluso si así fuera, Harry no se imaginaba a Darcy persiguiéndolo con una ballesta y una flecha de madera dura, un machete y una lata de gasolina. No, primero tendría que hablar con él, obtener la versión de Harry. Pero al final…

El jefe de la Sección sabía ya casi tanto como Harry sobre vampiros. Por lo tanto, sabría también que no había esperanza. Habían sido amigos, habían luchado en el mismo bando, de modo que Harry suponía que no sería Darcy quien pusiera el dedo en el gatillo. Sino otra persona.

—¿Harry? —Clarke parecía nervioso—. ¿Sigues ahí?

—¿Dónde estás, Darcy? —preguntó Harry.

—En la sala de servicio de la Policía Militar, en el castillo —respondió el otro de inmediato—. Encontraron el cuerpo debajo de los muros. Era una cría, Harry. Tendría dieciocho o diecinueve años. Todavía no han podido averiguar siquiera quién era. Si lo supiéramos, nos sería de gran ayuda. Aunque lo mejor de todo sería descubrir quién lo ha hecho.

Si Harry Keogh podía confiar en alguien, ése era Darcy Clarke.

—Dame un cuarto de hora —contestó—, voy para allá.

—Gracias, Harry —dijo Clarke con un suspiro de alivio—. Te estamos agradecidos.

—¿Estamos? —le espetó Harry, sin poder disimular un asomo de suspicacia en su voz.

—¿Cómo? —Clarke parecía sorprendido, estupefacto—. ¿Quién va a ser? La policía y yo.

Un asesinato. La policía. No se trataba de un trabajo para la Sección. ¿Qué tendría Clarke que ver si la cosa iba en serio?

—¿Y cómo te has dejado liar?

De repente, el otro reaccionó como si…, ¿cómo si lo hubieran pillado con las manos en la masa? Si no era eso, a Harry le pareció que se mostraba un tanto cauteloso.

—Pues… estoy aquí por un compromiso familiar, tenía que visitar a una vieja tía escocesa. Algo que hago de Pascuas a Ramos. Hace diez años que está en las últimas, pero se niega a descansar y se pasa el día trajinando. Hoy mismo tenía previsto regresar a la Central, pero ha surgido esto. Se trata de un tema en el que la Sección intenta ayudar a la policía, se trata de…, Dios santo…, de una serie de espantosos asesinatos, Harry.

¿Una vieja tía escocesa? Era la primera vez que Harry oía hablar de la vieja tía de Darcy. Por otra parte, aquélla podía ser una buena oportunidad para averiguar si estaban al tanto de…, de su problema. Harry sabía que debería de ir con cuidado: conocía demasiado a fondo la Sección PES como para meterse en líos. Y ellos sabían demasiadas cosas de él. Aunque tal vez no lo supieran todo. Al menos de momento.

—¿Harry? —La voz de Clarke volvió a sonar metálica y distorsionada; probablemente el viento que casi siempre soplaba alrededor de los altos muros del castillo agitaba los cables—. ¿Dónde nos encontraremos?

—En la explanada, en la parte de arriba de Royal Mile —gruñó el necroscopio—. Oye, Darcy…

—¿Sí?

—… No, nada. Ya hablaremos luego. —Colgó el teléfono y se fue a la cocina para seguir con el desayuno: ¡un filete de tres centímetros de grosor, crudo y chorreando sangre!

A simple vista, Darcy Clarke resultaba quizás el hombre más anodino del mundo. Sin embargo, la naturaleza había compensado su físico anónimo dotándolo de un talento casi único. Clarke era un deflector, lo opuesto a alguien propenso a los accidentes. En cuanto se acercaba a un peligro, algo, una especie de ángel de la guarda parapsicológico, aparecía para protegerlo. Esto significaba que si, por ejemplo, todo el equipo de psíquicos de Clarke con habilidades similares para la PES fueran fotografías, él habría sido el único negativo. No ejercía ningún control sobre esa facultad; sólo era consciente de ella en las ocasiones en que se encontraba deliberadamente cara a cara con el peligro.

Las facultades de los demás —la telepatía, la predicción del futuro, la oniromancia, la detección de mentiras— eran más maleables, más obedientes, más prácticas; no así las de Clarke. Su facultad se limitaba a manifestarse a su aire, y a cumplir con su cometido: cuidar de él. No le servía para nada más. Pero dado que aseguraba su longevidad, lo convertía en el hombre ideal para su trabajo. Lo malo era lo siguiente: ni él mismo creía en esa habilidad hasta que no la veía en funcionamiento. ¡Pero si desconectaba la corriente cuando iba a cambiar una bombilla! Aunque tal vez ése fuera otro ejemplo de cómo funcionaba su extraña facultad.

Al verlo, nadie imaginaría que Clarke pudiera ser jefe de nada, y, mucho menos, de la sección más secreta de los Servicios Secretos británicos. De estatura media, cabello gris, algo cargado de hombros, barriga incipiente y, para colmo, de mediana edad, era regular en casi todos los aspectos. Tenía unos ojos de un tono avellana neutral, un rostro no muy inclinado a la sonrisa y una boca intensa que se podía llegar a recordar si es que se recordaba algo más de él, pero aparte de eso, tenía un aire de anonimato tan generalizado que era muy fácil olvidarlo. En cuanto al resto de su aspecto, incluida su manera de vestir, era… regular.

Éstos fueron los pensamientos mundanos de Harry Keogh en los escasos segundos que transcurrieron desde que abandonó el continuo metafísico de Möbius para pasar a la explanada del castillo de Edimburgo y encontrar a Darcy Clarke allí, de pie, de espaldas, con las manos sepultadas en los bolsillos del abrigo, leyendo la inscripción de una placa de bronce que aparecía en lo alto de un bebedero del siglo XVII. En la fuente de hierro, que mostraba dos cabezas, una desagradable y otra beatífica, podía leerse:

… Cerca del lugar donde muchas

brujas perecieron quemadas en la hoguera.

La cabeza malvada y la cabeza serena

indican que algunos utilizaron un conocimiento

excepcional con fines maléficos, mientras que

otros fueron incomprendidos y sólo desearon

el bien a sus iguales.

El brillante día de mayo habría resultado cálido a no ser por el viento borrascoso; la explanada se encontraba casi desierta; reunidos en pequeños grupos en el extremo más alto de la amplia meseta amurallada, donde el suelo estaba cubierto de cemento, una veintena de turistas se asomaba a las murallas y contemplaba la ciudad o tomaba fotos de la enorme fortaleza gris —el castillo sobre la Roca— tras su fachada de patios y almenas. Harry había llegado en el momento en que Clarke, que había estado escrutando en vano la explanada, trataba de encontrar alguna señal de él y se había vuelto hacia la placa.

Poco antes, Clarke estaba a solas con sus pensamientos, y a una distancia de quince metros de la persona más próxima. De pronto, a su espalda, una voz suave dijo:

—El fuego es un destructor indiscriminado. Sea bueno o malo, todo se quema cuando se calienta demasiado.

A Clarke se le heló la sangre. Con un aparatoso respingo, se dio la vuelta al tiempo que perdía todo el rubor y palidecía manifiestamente.

—¡Ha… Harry! —exclamó con un hilo de voz—. ¡Caray, no te había visto! ¿De dónde has…? —Se interrumpió, porque era evidente que sabía de dónde había salido Harry… porque el necroscopio lo había llevado con él en una ocasión a aquel lugar que era todos los lugares, a aquel sitio que estaba dentro y fuera a la vez y que se conocía como el continuo de Möbius.

Tembloroso, con el corazón palpitante, Clarke se apoyó en el muro. Pero no fue a causa del miedo, sino de la sorpresa; sus facultades no captaban nada siniestro en la presencia de Keogh.

Harry le sonrió, inclinó la cabeza y le rozó el brazo; después volvió a mirar la placa. Y la sonrisa se le heló en el rostro.

—Lo que hacían eran exorcizar sus propios miedos —dijo—. Porque es evidente que la mayoría de estas mujeres, aunque no todas, eran inocentes. Claro que todos deberíamos ser así de inocentes.

—¿Eh? —Clarke no había logrado recuperar del todo el equilibrio y no prestaba atención a lo que le decía Keogh—. ¿Inocentes? —Volvió a mirar la placa.

—Completamente —asintió Harry—. Puede que a su manera tuvieran ciertas facultades, pero no se puede decir que fueran malvadas. ¿Brujería? ¡Hoy por hoy es probable que intentaras reclutarlas para la Sección PES!

De pronto, Clarke comprendió a qué se refería Keogh y supo que no estaba soñando; no era preciso que se pellizcara y despertara de golpe, todo se debía al efecto que Harry ejercía siempre en él. Tres semanas antes, en las islas griegas (¿sólo habían pasado tres semanas?) le había ocurrido lo mismo. Salvo que en aquella ocasión Harry se encontraba casi impotente porque no contaba con su necrolenguaje. Lo recuperaría más tarde y participaría en una doble misión: destruir al vampiro Janos Ferenczy y recuperar el control de…

Clarke contuvo el aliento y exclamó:

—¡Lo has recuperado! —Aferró a Harry por el brazo—. ¡El continuo de Möbius!

—No te pusiste en contacto conmigo —le reprochó Harry en voz baja—, de haberlo hecho, te habrías enterado.

—Recibí tu carta —se disculpó Clarke—, e intenté telefonearte una docena de veces. Si estabas en casa, no cogías el teléfono. Nuestros localizadores no pudieron encontrarte. —Levantó las manos y añadió—: ¡Harry, dame una oportunidad! Hace apenas unos días que he regresado del Mediterráneo y, además, tengo un montón de cosas con las que ponerme al día. Habíamos acabado el trabajo en las islas y suponíamos que tú habrías hecho lo mismo por tu parte. Nuestros PES estaban al corriente, claro; nos llegaban informes; sabíamos que la guarida de Janos, más allá de Halmagiu, había volado de la montaña en un abrir y cerrar de ojos. Sólo tú podías haber hecho algo así. Sabíamos que vencerías. ¿Pero recuperar además el continuo de Möbius? ¡Vaya, es fantástico! ¡Me alegro mucho por ti!

«¿De veras?», pensó Harry. Aunque en voz alta se limitó a responderle:

—Gracias.

—¿Cómo diablos lo hiciste? —Clarke seguía entusiasmado. Si se trataba de un montaje, se le daba de maravillas—. Me refiero a cómo destrozaste el castillo de ese modo. ¡Si los informes son correctos, fue algo devastador! ¿Fue así como murió Janos, en la explosión?

—No te precipites —le sugirió Harry, cogiéndolo del brazo—. Podemos hablar mientras me llevas a ver a esa chica.

El entusiasmo de Clarke decayó rápidamente.

—Está bien —asintió, más tranquilo—, menudo lío tenemos entre manos. No te gustará, Harry.

—¿Qué tiene eso de nuevo? —El necroscopio parecía tan tranquilo (¿resignado, sentimental, sarcástico?) como siempre. A pesar de que trató de que no se le notara, Clarke sospechó que además se mostraba circunspecto—. ¿Acaso me has mostrado alguna vez algo que me gustara?

Pero Clarke tenía una respuesta preparada.

—Si todas las cosas fueran como nos gustaran, nos quedaríamos sin trabajo. Si por mí fuera, me retiraría encantado mañana mismo. Me paso la vida amenazando con hacerlo. Pero cuando veo algo como…, como lo que voy a enseñarte, entonces sé que alguien tiene que encargarse de esto.

Mientras subían por la explanada, Harry exclamó:

—¡Éste sí que es un castillo! —Su voz sonaba más animada—. En cuanto al castillo Ferenczy, estaba en ruinas mucho antes de que me ocupara de él. Me has preguntado cómo lo hice. —Lanzó un suspiro y continuó—: Hace mucho tiempo, hacia el final del asunto Bodescu, me enteré de que había un depósito provisional de explosivos y municiones en Kolomyya y utilicé material de allí para volar el château Bronnitsy. En fin, dado que el método sencillo suele ser el mejor, volví a echar mano de él. Hice dos o tres viajes, a través del continuo de Möbius, claro, y metí suficiente explosivo plástico en los cimientos del castillo de Janos como para mandarlo al infierno. No quiero siquiera imaginar lo que había en las entrañas de aquel lugar, pero tengo la certeza de que había allí cosas que ni siquiera yo he visto ni deseo ver. Darcy, ¿sabías que con el Semtex que cabe en una uña se pueden volar los ladrillos de una pared? Imagínate el efecto de un par de cientos de kilos. Si había allí algo que pudiéramos considerar «con vida» —se encogió de hombros y sacudió la cabeza—, seguro que estaba muerto cuando terminé mi trabajo.

Mientras Harry hablaba, el jefe de la Sección PES lo observaba con disimulo, para que no se percatara. Parecía básicamente el mismo hombre al que Clarke había ido a ver a Edimburgo hacía un mes, visita que para Clarke había acabado en Rodas y las islas del Dodecaneso, y para Harry en las montañas de Transilvania. Parecía el mismo, pero ¿lo era?

La cuestión era que Darcy Clarke conocía a alguien que sostenía que no era el mismo.

Harry Keogh era un ser compuesto, era dos hombres: la mente de uno en el cuerpo de otro. La mente era la de Keogh y el cuerpo era de…, había sido de Alec Kyle. Y Clarke también había conocido a Kyle en su época. Lo más extraño de todo era que a medida que pasaba el tiempo, el rostro y la forma de Kyle se parecían cada vez más al viejo Harry, cuyo cuerpo estaba muerto. Y ése era un detalle que siempre daba mucho que pensar a Clarke. Lo desechó, se sacó de la cabeza el tema metafísico y se concentró en el puramente físico.

El necroscopio rondaría los cuarenta y tres o cuarenta y cuatro, pero aparentaba cinco años menos. Aunque, claro, eso sólo se refería al cuerpo, porque su mente tenía otros cinco años menos. Sólo pensar en alguien como Harry Keogh ya resultaba extraño, y Clarke se esforzó por concentrarse en lo físico.

Los ojos de Harry eran del color de la miel, de vez en cuando se mostraban a la defensiva y con frecuencia eran melancólicos como los de un cachorro, o así debían de ser detrás de las gafas de sol, bajo la sombra que proyectaba el sombrero de ala ancha estilo años treinta. Si había algo en el mundo que Clarke detestaba era ver a Harry con esas gafas oscuras y ese sombrero. En cualquier otro no le habría molestado. Pero en Harry, lo detestaba, y más en ese momento. Sobre todo, las gafas de sol. Clarke tomó nota mentalmente para reflexionar sobre ese aspecto, porque si bien era normal llevarlas en las islas griegas a finales de abril o principios de marzo, en Edimburgo y en esa época del año no pegaban nada. A menos que tuviera la vista débil. O le hubieran cambiado los ojos…

Las canas, distribuidas de manera tan uniforme que daban la impresión de ser una afectación o de haber sido puestas allí deliberadamente, abundaban en la cabellera castaña y rizada de Harry. Unos años más y el gris dominaría; las canas le otorgaban un aspecto de cierta erudición, un aire docto. Docto, sí, ¿pero en qué temas fabulosos? Aunque la verdad era que Keogh no había sido así. Al menos no solía ser así. ¿Harry, experto en magia negra? ¿Hechicero? ¡Por Dios, no!

… Simplemente necroscopio: un hombre que hablaba con los muertos.

El cuerpo de Keogh había sido rechoncho, quizá con un cierto exceso de peso. Aunque con su altura, aquello no debía de haber importado mucho. Pero a Harry sí que le importaba. Después del asunto del château Bronnitsy —de su metempsicosis— había adiestrado su nuevo cuerpo para tratar de alcanzar la perfección. O al menos hizo lo posible, si se tenía en cuenta la edad. Por eso sólo aparentaba treinta y siete o treinta y ocho años.

Y dentro del cuerpo de Harry y detrás de su rostro, un inocente. O alguien que había sido inocente. Él no había pedido ser como era, no había querido convertirse en el arma más poderosa de la Sección PES ni hacer las cosas que había hecho. Pero siendo como era, el resto había venido rodado. ¿Y ahora? ¿Seguía siendo inocente? ¿Conservaba todavía el alma de un niño? ¿Tenía alma acaso? ¿No estaría poseído por algo?

Los dos hombres pasaron debajo del arco de la sala de guardia militar, donde varios agentes de policía habían estado interrogando a un grupo de soldados uniformados, y siguieron por un pasadizo empedrado que conducía al castillo propiamente dicho. Todos los agentes que estaban en la sala de guardia parecieron darse cuenta de que Clarke era un pez gordo; nadie los detuvo. De pronto, la masa del castillo surgió ante ellos.

—¿De modo que no hace falta que ponga orden en todo aquello? No has dejado nada por hacer, ¿verdad? —preguntó Darcy.

—Nada —respondió Harry—. ¿Qué me dices de la organización de Janos en las islas?

—No queda nada —respondió Darcy, con decisión—. Ni de la organización ni de la gente. Pero he dejado a algunos de mis hombres vigilando, sólo para asegurarme.

El rostro de Harry estaba pálido y sombrío pero se esforzó por esbozar una sonrisa extraña y triste.

—Muy bien, Darcy. Siempre vas a lo seguro. Nunca corres riesgos. Y menos con cosas así.

Había algo raro en su tono; Clarke miró de reojo al necroscopio, lo observó disimuladamente mientras entraban en la sombra de un ancho patio, en cuyos tres lados se alzaban unos edificios desolados.

—¿Quieres contarme cómo fue?

—No —respondió Harry, y sacudió la cabeza—. Tal vez más adelante. O tal vez no. —Se volvió y miró a Clarke a los ojos—. Todos los vampiros se parecen. Además, ¿qué puedo contarte yo que tú ya no sepas? Sabes cómo matarlos, es un hecho…

Clarke miró fijamente los cristales negros y enigmáticos de las gafas de Harry.

—Tú nos enseñaste, Harry.

Keogh volvió a sonreír con tristeza y, en apariencia de modo casual —aunque Clarke sospechó que lo hizo deliberadamente—, se quitó las gafas. Sin apartar el rostro, plegó las patillas de las gafas, se las guardó en el bolsillo y dijo:

—¿Y bien?

Clarke se quedó boquiabierto, retrocedió, tambaleándose, y a duras penas logró contener el suspiro de alivio que nacía en su interior. Lo había cogido desprevenido (otra vez); miró a los ojos perfectamente normales del otro, de un castaño perfecto, y respondió:

—¿Cómo y bien?

—Y bien, ¿adónde vamos? —respondió Harry, y se encogió de hombros—. ¿O es que ya hemos llegado?

Clarke hizo acopio de su ingenio y contestó:

—Sí, casi.

Lo guió por unas escaleras de piedra, pasaron por debajo de un arco cruzaron el umbral de una pesada puerta y entraron en un pasillo de lajas. Al salir al pasillo, un policía militar se cuadró y los saludó. Clarke no lo sacó de su error, se limitó a hacer una inclinación de cabeza y pasó delante de él junto con Harry. A medio pasillo había un hombre de mediana edad —que a todas luces era policía, aunque vistiera de civil— que montaba guardia ante una puerta de roble con pasador de hierro.

Clarke volvió a inclinar la cabeza y el policía de paisano le abrió la puerta y se hizo a un lado.

—Ahora sí que hemos llegado —dijo Harry, quitándole a Clarke las palabras de la boca.

A Harry Keogh no le hacía falta que nadie le dijera que cerca de allí había un muerto. Clarke dirigió otra mirada al necroscopio y lo condujo al interior de la habitación. El agente no los siguió, cerró la puerta despacio tras ellos.

La habitación estaba fresca: dos de las paredes eran de piedra natural: dos afloramientos volcánicos de gneis surgían en un rincón del suelo de lajas y llegaban a los muros. Aquel lugar había sido construido directamente en la piedra. A un lado había una estantería de acero, de las utilizadas en despensas. Al otro, junto al frío muro de piedra, había una camilla con un cuerpo y sobre éste una blanca sábana de plástico.

El necroscopio no perdió el tiempo. A Harry Keogh los muertos no le causaban terror alguno. De haber tenido tantos amigos entre los vivos, habría sido el hombre más querido del mundo. Era el hombre más querido, pero quienes lo amaban no podían contárselo a nadie. Salvo a Harry.

Se acercó a la camilla, apartó la sábana de plástico del rostro, cerró los ojos y se meció sobre los talones. Había sido una muchacha dulce, joven e inocente —sí, otra inocente— y la habían atormentado. Y aún estaba atormentada. Tenía los ojos cerrados, pero Harry sabía que de haber estado abiertos en ellos habría encontrado terror. A través de los párpados pálidos, sentía que aquellos ojos muertos estaban ardiendo, gritaban aterrorizados.

Necesitaría consuelo. Las huestes de los muertos —la Gran Mayoría— lo habrían intentado, pero no siempre lo lograban. Con frecuencia, sus voces resultaban fantasmales, lúgubres, aterradoras a todo aquel que no las conociera. En la oscuridad de la muerte, podían parecer como visitantes nocturnos, pesadillas, como espíritus gimientes dispuestos a robar almas. Posiblemente, la muchacha creería que soñaba, tal vez sospechara que se moría, pero seguramente no sabría que ya estaba muerta. Costaba aceptarlo; los que acaban de morir casi siempre son los últimos en enterarse. Por eso son los menos capaces de aceptarlo. Sobre todo los muy jóvenes, porque sus mentes no han tenido ocasión de considerarlo.

Por otra parte, si de verdad había visto venir la muerte, si la había leído en los ojos de su destructor, si había sentido el golpe aturdidor o las manos en la garganta, si había notado cómo le faltaba el aire o cómo el filo del instrumento de su destrucción le cortaba la carne, entonces, la muchacha lo sabría. Y tendría frío y miedo y estaría llorosa. Llorosa, sí, porque Harry sabía mejor que nadie cómo lloraban los muertos.

Titubeó, no sabía bien cuál sería la mejor manera de acercarse a ella, ni siquiera estaba seguro de si debía hacerlo, al menos de momento. Porque Harry sabía que había sido una muchacha pura, y que él era impuro. Aunque era evidente que la carne de la chica comenzaba a corromperse, había maneras y maneras de corromperse…

Abandonó con rabia aquella idea. No, él no era un profanador. Todavía. Era un amigo. Era el único amigo. Era el necroscopio.

Fuera como fuese, cuando posó la mano sobre la frente fría, ella se apartó como si la hubiera tocado una serpiente. No su cuerpo, porque estaba muerta, sino su mente, que se encogió, se encerró en sí misma como los tentáculos de una anémona de mar al ser rozados por un nadador. A Harry se le heló la sangre en las venas y por un momento se sintió horrorizado de sí mismo. Lo último que deseaba era asustarla todavía más.

La envolvió en sus pensamientos, en lo que cierta vez había sido el calor del necrolenguaje:

¡Tranquila! ¡No tengas miedo! ¡No te haré daño! ¡Nadie podrá volver a lastimarte!

Había sido fácil. Sin intentarlo siquiera, le había dicho que estaba muerta. Pero al momento siguiente supo que ella ya lo sabía.

¡NO TE ACERQUES! El necrolenguaje de la muchacha sonó como un grito acongojado de tormento en la mente de Harry. ¡APÁRTATE DE MÍ…, COSA ASQUEROSA!

Como si alguien lo hubiera tocado con un cable eléctrico, Harry se sacudió junto a ella, se sacudió y tembló como si reviviera con ella sus últimos momentos. Sus últimos momentos con vida, pero no las últimas cosas que había conocido. Porque en ciertas circunstancias raras y piadosas, y obedeciendo órdenes de ciertos hombres monstruosos, hasta la carne muerta puede volver a sentir.

En una secuencia subliminal de pesadilla, una serie de temblorosas y caleidoscópicas imágenes se proyectaron en la pantalla de la mente metafísica del necroscopio y a continuación desaparecieron. Quedó el resplandor de aquellas imágenes, y Harry sabía que ese resplandor no se marcharía con tanta facilidad; probablemente, permanecería durante mucho tiempo. Lo supo con la misma certeza que supo a qué se enfrentaba, porque no era la primera vez que se encontraba ante algo semejante.

Algo cuyo nombre había sido… Dragosani.

En este caso, el asesino de aquella pobre chica había sido, como Dragosani, un nigromante, aunque en un aspecto particularmente horrendo era todavía peor. ¡Porque ni siquiera Dragosani había violado el cadáver de sus víctimas!

Pero ya ha terminado, le dijo a la muchacha. No puede volver. Ahora estás a salvo.

Notó cómo disminuía el estremecimiento en los pensamientos de la joven para dar paso a la curiosidad natural de su mente incorpórea. Quería conocerlo, pero de momento sentía miedo. También quería saber cuál era su estado, aunque probablemente aquello fuera lo más aterrador de todo. A su manera, la muchacha era valiente y tenía que estar segura.

¿Estoy…? (al volver a utilizar el necrolenguaje, su voz no sonó ya como un chillido, sino como un temblor), ¿de verdad estoy…?

, asintió Harry, y supo que ella sentiría el movimiento, del mismo modo que las huestes de los muertos captaban todos sus movimientos y cambios de humor. Pero (vaciló), quiero decir…, ¡podía ser peor!

Había pasado por todo aquello muchas veces, demasiadas, aunque no por eso le resultaba más sencillo. ¿Cómo se puede convencer a alguien que acaba de morir que podría ser peor? «Tu cuerpo se pudrirá y los gusanos se lo comerán, pero tu mente seguirá viva. Ah, por cierto, no verás nada, siempre estará oscuro, y no volverás a tocar ni saborear ni oler nada, pero podría ser peor. Tus padres y tus seres queridos llorarán ante tu tumba y te llevarán flores, tratarán de ver en ellas un retazo de tu cara o de tu cuerpo, pero tú no te enterarás de que están allí, ni podrás hablarles y decirles: "¡Estoy aquí!". No podrás consolarlos diciéndoles: "Podría ser peor".»

Así manifestó Harry su dolor, una expresión íntima, pero sus pensamientos estaban formulados en necrolenguaje. Ella los oyó, los sintió, y supo que se encontraba ante un amigo.

Eres el necroscopio, le dijo. Intentaron hablarme de ti, pero tenía miedo y no quise escucharlos. Me alejé de ellos. No quería… hablar con los muertos.

Harry lloraba. Unas lágrimas grandes le nublaron la vista, rodaron por sus pálidas mejillas demacradas y cayeron cálidas sobre su mano, posada en la frente de la muerta. No quería llorar, no sabía que podía, pero llevaba dentro algo que afectaba sus sentimientos, los amplificaba, elevándolos por encima de las emociones de los hombres corrientes. Algo inocuo, siempre que afectara una emoción como el dolor, que era totalmente humano.

Darcy Clarke se adelantó y tocó el brazo del necroscopio.

—¿Harry?

Harry lo apartó y con voz ahogada y ronca le ordenó:

—¡Déjanos solos! Quiero hablar con ella en privado.

Clarke retrocedió; la nuez de Adán se movió en su garganta. La expresión de Harry hizo que se le saltaran las lágrimas.

—Por supuesto —respondió. Se dio media vuelta, abandonó la habitación y cerró la puerta.

Harry cogió una silla metálica que había junto a la estantería y se sentó al lado de la muchacha muerta. Con mucho cuidado, le acunó la cabeza entre los brazos.

Noto…, noto lo que me haces, le dijo, vacilante.

—Entonces notarás también que no me parezco a él —replicó Harry en voz alta. Prefería conversar con los muertos, de ese modo, todo le parecía más natural.

La chica ya no estaba tan asustada. El necroscopio era un consuelo; era como un puerto seguro y cálido. Para el caso, podía incluso haber sido su padre el que le acariciaba la cara. Aunque no habría podido sentirlo. Sólo Harry Keogh podía tocar a los muertos. Sólo Harry, y…

La muchacha volvió a sentir miedo, pero Harry lo detectó de inmediato y la calmó:

—Ya ha terminado y estás a salvo. No dejaremos…, yo no dejaré que nada vuelva a lastimarte. —Era algo más que una simple promesa, era un juramento solemne.

Al cabo de unos instantes, los pensamientos de la muchacha se calmaron y se mostró más tranquila. Con amargura, exclamó:

¡Yo estoy muerta, pero él… Esa cosa está viva!

—Es uno de los motivos por los que estoy aquí —le informó Harry—. Porque no has sido tú la única. Hubo otras antes que tú, y a menos que lo detengamos, después de ti habrá otras. Es muy importante que lo detengamos, porque no es sólo un asesino, sino un nigromante, lo cual lo hace mucho, pero mucho peor que la suma de los componentes. Un asesino destruye a los vivos, un nigromante atormenta a los muertos. ¡Pero éste disfruta con el terror de sus víctimas antes y después de matarlas!

No puedo hablar de lo que me hizo, dijo la muchacha, estremeciéndose.

—No hace falta —respondió Harry, y sacudió la cabeza—. En este momento, sólo me interesas tú. Sé que habrá gente que estará preocupada por ti. Y hasta que no sepamos quién eres, no podremos avisarlos para tranquilizarlos.

Harry, ¿crees que alguna vez podrán estar tranquilos?

Era una buena pregunta.

—No tenemos por qué contarles todo —respondió—. Tal vez pueda conseguir que sólo sepan que, bueno, que alguien te ha matado. No tienen por qué saber cómo.

¿Lo harás?

—Si tú me lo pides —asintió.

¡Pues hazlo!, exclamó, con un suspiro etéreo. Eso era lo peor, Harry, pensar en mis padres, en cómo iban a tomárselo. Pero si puedes facilitarles las cosas… Creo que empiezo a entender por qué los muertos te quieren tanto. Me llamo Penny. Penny Sanderson. Y vivo…, vivía en…

Y así, le contó al necroscopio todo sobre sí misma, y él recordó hasta el último detalle. Era lo que Darcy Clarke quería, aunque no era todo. Cuando Penny Sanderson terminó con su relato, Harry supo que debía lograr que fuera un paso más allá.

—Escúchame, Penny. Ahora no quiero que hagas ni digas nada. No intentes hablarme en absoluto. Pero tal como te he dicho antes, esto es importante.

¿Sobre él?

—Penny, antes, cuando te toqué y creíste que era él que había vuelto por más, recordaste cómo había sido. Al menos en parte. Pensaste en ello en forma de breves recuerdos. A eso se le llama necrolenguaje y yo pude captarlo. Pero estaba todo muy mezclado y desordenado.

Pero no hay nada mas, dijo. Fue así como ocurrió.

—De acuerdo —asintió Harry—, está bien, pero necesito volver a verlo. Porque cuanto mejor lo recuerde, más probabilidades tendré de encontrarlo. De modo que no tienes necesidad de contarme nada, al menos no de forma consciente. Simplemente te diré unas cuantas palabras a las que reaccionarás recordando lo que necesito. ¿Lo comprendes?

¿Asociación de palabras?

—Sí, más o menos. Salvo que, en este caso, la asociación será para ti algo horrendo, aunque sin duda más fácil que hablar de ello.

La muchacha comprendió; Harry sintió su voluntad de cooperar. Antes de que pudiera echarse atrás, dijo:

—¡Cuchillo!

Una imagen golpeó la pantalla de su mente como una mezcla de sangre y ácido. La sangre lo sacó de sus casillas y el ácido lo quemó con su calor, fijó la imagen para siempre. Harry retrocedió ante el insoportable horror de la chica y, de no haber estado sentado, habría caído al suelo. El choque fue así de fuerte, aunque duró una fracción de segundo.

Cuando la muchacha dejó de sollozar, le preguntó:

—¿Te encuentras bien?

No…, sí.

—¡Cara! —le espetó Harry.

¿Cara?

—Su cara —insistió Harry.

Y una cara enrojecida, con una sonrisa malévola y lujuriosa, la boca abierta y babeante y unos ojos insensatos como diamantes helados, pasó rauda ante la mente del necroscopio. Pero no tan rauda como para que no pudiera captarla. Esta vez la muchacha no lloró. Quería que aquello sirviera para algo. Quería que aquel ser fuese llevado ante la justicia.

—¿Dónde?

Una imagen de…, ¿un aparcamiento? ¿Un restaurante de la autopista? La oscuridad traspasada por puntos luminosos. Una hilera de coches y camiones que avanzaban por tres carriles; luces que venían de frente y que encandilaban momentáneamente. Y limpiaparabrisas que se movían…, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda…

Pero no había dolor, por lo que Harry supuso que no fue allí donde ocurrió. No, allí había comenzado a suceder, probablemente donde la chica lo encontró.

—¿Te recogió en un coche?

La imagen, borrosa por la lluvia, de un panel azulado con letras blancas impresas o pintadas: ¿FRID o FRIG? El panel tenía muchas ruedas y soltaba humo. Era la forma en que la muchacha lo recordaba. ¿Un vehículo largo? ¿Un camión? ¿Con remolque?

—Penny, quiero que entiendas que debo hacerlo…, sólo que esta vez no me refiero a dónde lo conociste. ¿¡Dónde!?

¡Hielo! ¡Frío terrible! ¡Oscuridad! ¡Todo el lugar vibraba o palpitaba suavemente! ¡Y cosas muertas colgadas por todas partes! Harry intentó formar una imagen en su mente, pero no había nada claro, sólo el miedo de la muchacha y su incredulidad de que aquello le estuviera ocurriendo a ella.

Volvió a llorar, aterrorizada; Harry supo que pronto tendría que interrumpir el interrogatorio; era incapaz de causarle más daño. Aunque al mismo tiempo sabía que en ese momento no debía ceder.

—¡Muerte! —le espetó, y se odió a sí mismo.

La escena del cuchillo volvió a repetirse y Harry comprendió que la estaba perdiendo, notó cómo se alejaba de él. Antes de que ocurriera le dijo:

—¿Y… después?

¡Dios santo, no quería saberlo! ¡No quería saberlo!

Penny Sanderson lanzó un grito prolongado.

Pero el necroscopio recibió la imagen.

Y deseó no haberse tomado aquella molestia…