El guardia entró en la celda.
—Comandante Cole, acompáñeme, por favor.
—¿Para qué? —le preguntó Cole—. El juicio no empieza hasta dentro de dos días.
—Me han ordenado acompañarle a la sala de reuniones.
Cole se levantó y se dirigió a la puerta.
—Guíeme —dijo.
—Lo siento, señor, pero no se me permite darle la espalda a un preso. Tendrá que ir usted delante.
—Lo que usted me diga.
—La verdad es que hay algo que sí querría decirle, señor.
Cole se detuvo y se volvió hacia él.
—¿De qué se trata?
—Conozco su historial, señor, y sé muy bien lo que ocurrió a bordo de la Theodore Roosevelt. En su día juré que cumpliría las órdenes que me dieran, pero quiero decirle que me avergüenzo de tener que cumplir ésta. Deberíamos nombrarle a usted almirante, en vez de juzgarlo por motín.
—Le agradezco su solidaridad, sargento… —dijo Cole.
—Sargento Luthor Chadwick, señor. Simplemente quería decírselo.
—Muchas gracias.
Cole caminó en la dirección indicada. Al llegar a una bifurcación en el corredor, se detuvo.
—Sólo he estado una vez en la sala de reuniones, sargento. No recuerdo hacia dónde hay que ir.
—Hacia la izquierda, señor. —Gracias.
Cole anduvo un trecho más allá, finalmente recordó el camino y aceleró el paso hasta llegar a la sala de reuniones, donde se encontró con que lo aguardaban Jordán Baker y Sharon Blacksmith. El guardia de Sharon se hallaba fuera de la sala, a un lado de la puerta, y el sargento Chadwick se apostó al otro lado. La puerta se cerró de golpe en cuanto Cole hubo entrado.
—¿Qué sucede? —preguntó Cole—. ¿Es que se han decidido a sobreseer el caso antes del juicio?
—Tome asiento, comandante —dijo Baker con cara de preocupación. Cole se sentó al lado de Sharon.
—¿Sabes de qué va todo esto? —le susurró. La mujer negó con la cabeza.
—Nos enfrentamos a un serio problema, comandante. Lo que parecía un caso simple y sencillo que, casi con certeza, se iba a resolver en su favor, se ha metamorfoseado en un caso simple y sencillo que, casi con certeza, se resolverá contra usted.
—No ha cambiado nada —dijo Cole—. En el caso de que hayan presentado pruebas falsas, todos los que se hallaban en el puente pueden testificar.
—Nadie ha presentado ninguna prueba falsa —dijo Baker—. Esto no tiene nada que ver con ninguna prueba.
—Entonces no puede tratarse de un problema tan serio como dice usted.
—¿Quiere que le explique lo serio que es? —dijo Baker—. Acabo de recibir una oferta de parte de Miguel Hernández. Si acepta usted declararse culpable, pedirá cadena perpetua, en vez de la pena de muerte, y retirará todos los cargos contra la coronel Blacksmith.
Cole se relajó visiblemente.
—Interpreta usted mal la situación, mayor. Lo que ocurre es que están desesperados. Si ese hombre creyera que puede demostrar mi culpabilidad, no se le habría ocurrido ofrecerme un acuerdo.
—Lo hace por mera generosidad, comandante. La Armada no puede permitirse que quede usted libre.
—¿De qué me está hablando? —le preguntó Cole—. No ha cambiado nada. Usted mismo acaba de decirlo.
Baker negó con la cabeza.
—No, comandante. Lo que le he dicho es que las pruebas no han cambiado.
—De acuerdo, pues explíquemelo usted —dijo Cole—. Cuénteme qué diablos sucede.
—Sus amigos en los medios de comunicación han tenido la culpa.
—¿Qué pintan ellos en este asunto?
—Los detalles de lo que había ocurrido durante el motín estaban a punto de hacerse públicos —dijo Baker—. Pero se hicieron públicos en el peor de los momentos.
—En algún momento irá usted al grano, ¿verdad que sí?
—¿Recuerda que hace unos días la capitana Podok apareció en los titulares? ¿Qué lo acusó a usted de racismo? —dijo Baker—. Pues bien, los medios de comunicación se agarraron a esa historia y ahora están repitiendo a diestro y siniestro que usted no se amotinó mientras los tres millones de benidottes morían, sino que tan sólo se hizo con el mando de la nave para impedir que exterminara a cinco millones de humanos en Nueva Argentina.
—¡Yo no sabía qué diablos quería hacer Podok en Benidos! —exclamó Cole—. ¡Traté de frenar su orden, pero ya era demasiado tarde!
—Usted lo sabe, yo lo sé, y todos los que han visto el registro en holo también lo saben —dijo Baker—. Pero, según los medios de comunicación, la noticia no es que usted salvara a cinco millones de humanos en Nueva Argentina, sino que el amotinado racista que odiaba a su capitana polonoi no hizo nada, no levantó un solo dedo para salvar a tres millones de benidottes.
—¿Y están contando esa infamia como si fuera verdad? —preguntó Sharon.
—Han logrado que la mitad de la República se lo crea… y la otra mitad todavía no lo ha oído —respondió Baker—. Si aún hubiera linchamientos, la turba se estaría reuniendo ahora mismo frente a este edificio. —Calló por unos instantes—. La presión que ahora mismo sufre la Armada es tan fuerte que no podrán exonerarle. No importa lo que se vea en las pruebas, y tampoco importan en absoluto las circunstancias… tienen que declararle culpable. Y si no lo hacen… seguramente ha leído usted lo que suele ocurrir cuando el pueblo retira su apoyo a una guerra antes de que el enemigo deje de disparar.
—¿Y si les cuento lo que sucedió realmente? —preguntó Cole—. La noticia sería igualmente buena, incluso mejor, porque sería cierta.
—Tal vez le habría funcionado si hubiese hablado con ellos antes que Podok, antes de que se enteraran de lo que sucedió en Benidos y le inyectaran sensacionalismo… pero todo lo que diga ahora parecerá un intento de excusarse, o de ocultar la verdad. Además, le han sacado mucho rendimiento a esta historia. Si ahora se descubriera la verdad, quedarían como unos idiotas y unos crédulos.
—¡Porque son unos idiotas y unos crédulos! —exclamó Sharon.
—Mientras la opinión pública no lo sepa, les da igual lo que usted piense, coronel —dijo Baker.
—¡No me lo puedo creer! —dijo Sharon—. Conozco el historial de Wilson Cole. Ha trabajado con no humanos durante toda su carrera. Ha arriesgado la vida por ellos una y otra vez. Diablos, si hasta conoce usted a su mejor amigo… un molario.
—Usted querría que esta galaxia fuera perfecta —dijo Baker, fatigado— y yo, en estos momentos, trato de enfrentarme a la que existe de verdad. —Se volvió hacia Cole—. La Armada sabe que su actuación fue correcta, comandante. Por eso le han ofrecido un trato. La coronel Blacksmith quedará libre, y usted, por lo menos, no tendrá que morir.
—¿Y si les digo que no? —preguntó Cole.
—El juicio se celebrará y no podrán resistirse a la presión de los medios de comunicación. Le declararán culpable y lo ejecutarán. Es así de sencillo.
—¿Y no habrá nadie —la almirante García, el general Chiwenka, el secretario de la República— que diga una palabra en mi defensa?
—No, no lo harán, si es que quieren seguir siendo, respectivamente, almirante, general y secretario de la República mañana por la mañana —le respondió Baker.
—Ahora me pregunto por qué diablos me he jugado tantas veces el pellejo por ellos —dijo Cole—. No puedo demostrarlo, pero mis entrañas me dicen que ese comandante teroni que se llamaba Jacovic es más honorable que toda la puta jerarquía de la República.
—Apostaría por ello —dijo Sharon, sin hacer ningún esfuerzo por esconder su rabia.
—¿Quieren que los deje solos un rato para que puedan discutir la propuesta del Ministerio Fiscal? —preguntó Baker—. Puedo dejarles aquí a los dos y regresar dentro de una hora.
—No —dijo Cole—. Comuníqueles que acepto.
—¡Wilson! —gritó Sharon—. ¡No puedes hacer eso!
—Si rechazo la propuesta, me matarán, y a ti te meterán en la cárcel. Si acepto, me meterán a mí en la cárcel y a ti te dejarán libre. Está claro lo que hay que hacer.
—¡Lucha! —dijo la mujer—. Oblígales a que hagan entrar a la prensa en la sala. ¡Obliga a los malditos medios de comunicación a decir la verdad!
—Es absolutamente imposible que permitan el acceso de los medios de comunicación a este consejo de guerra —dijo Baker—. Les garantizo que no van a consentir que los medios difundan una imagen desfavorable de la Armada.
—¡No es justo! —insistió ella.
—No malgastes aliento, Sharon —dijo Cole—. He aceptado su oferta. Ahora eres libre. Regresa a la nave.
—¡Y tú vivirás en la cárcel, en la deshonra, por el único delito de haber salvado cinco millones de vidas! —le respondió ella—. ¿A ti te parece que eso es justo?
—Este consejo de guerra no trata de hacer justicia —le dijo Cole—. Es una cuestión de supervivencia. Si sobrevivo, muchos de los que están en lo más alto no sobrevivirán. Y en cambio, si ellos sobreviven, yo no. Y como son ellos quienes tienen la sartén por el mango…
—¡Cállate de una vez! —gritó Sharon—. ¿Es que no tienes dignidad?
—Sí, y muy pronto lo verás —le respondió él, en tono lúgubre—. He aceptado el trato para que te dejen libre. Ahora lárgate de aquí antes de que piensen que han sido demasiado generosos. Si nos pusieran a los dos contra el paredón, cuatro de cada cinco personas aplaudirían, y la quinta pensaría que no hemos sufrido bastante.
Sharon lo miró enfurecida, pero no le respondió.
—Bueno, en realidad, la coronel Blacksmith no podrá regresar de inmediato a la Theodore Roosevelt —dijo Baker—. Tengo que comunicarle su respuesta a Hernández, esperar a que me imprima los documentos y traérselos para que usted los firme. Sólo entonces podrá marcharse.
—Está bien, mayor. Puede ir ahora mismo.
—De acuerdo —dijo Baker, y se puso en pie—. Les diré a sus guardias que vuelvan a conducirles a sus celdas.
—Quisiera que me hiciese dos favores, mayor.
—¿Sí?
—Probablemente va a ser la última vez en mi vida que vea a la coronel Blacksmith y me gustaría pasar unos minutos con ella. ¿Podría decirles a los guardias que estamos sopesando la oferta? Cuando regrese, dígales que ha traído los papeles por si nos decidíamos a firmarlos.
Baker asintió.
—Sí, desde luego, no habrá ningún problema con eso, comandante. Lamento de verdad no haber tenido la posibilidad de ganar este caso. No habría sido difícil —añadió tristemente—. ¿Cuál era el otro favor?
—Estoy seguro de que llevará usted bolígrafo y hojas de papel en el maletín. ¿Podría dejármelos hasta que regrese? Querría escribir una nota para la tripulación, para agradecerles su apoyo. La coronel Blacksmith la llevará a su destino.
—Con mucho gusto —dijo Baker, y le entregó un bolígrafo a Cole. Sacó varias hojas de papel del maletín y las colocó sobre la mesa. Luego se volvió hacia la puerta, y, en cuanto ésta se hubo girado para dejarle pasar, salió al corredor y habló en voz baja con los guardias.
Entonces la puerta se cerró.
—Eres imbécil —le dijo Sharon.
—Me han llamado cosas peores —dijo Cole. Tomó una hoja de papel y se puso a escribir.
—¿A quién se lo voy a entregar? —le preguntó Sharon.
—Cuélgalo donde toda la tripulación pueda verlo —dijo—. Un buen lugar podría ser el comedor.
Escribió durante unos minutos y cuando hubo terminado le entregó la hoja a Sharon.
—Léela para asegurarte de que mi letra sea legible —dijo—. Si hay algo que no entiendas, indícamelo y haré lo posible por aclarártelo.
Sharon agarró la nota y leyó:
En el día de hoy he comprendido que no le debo más lealtad a la República que a la Federación Teroni. Por ello, no me siento obligado a respetar ningún acuerdo al que haya llegado con ella. No tengo la intención de aceptar mansamente la cadena perpetua.
Probablemente tardaré dos o tres años en encontrar el punto débil en su sistema de seguridad, pero al final escaparé de la prisión adonde me envíen. Una vez que esté libre, escaparé de la República en cuanto pueda y me dirigiré a la Frontera Interior. La República estará demasiado ocupada con su guerra como para emplear mucho tiempo y recursos humanos en la búsqueda de un único fugitivo, sobre todo porque para entonces mi historia ya no estará en el candelero.
Si alguien se entera de que he escapado y le apetece seguir mis pasos, el primer lugar a donde me dirigiré será Binder X. Pasaré veinte días allí. Cualquiera que desee venir conmigo será bienvenido.
—Cuando llegues a la nave, ve a mi camarote y llévate todo lo que quieras. Luego dile a Cuatro Ojos que puede quedarse todo lo que tú hayas dejado, salvo las cuatro medallas que guardo en un cajoncito. Quiero que las arrojéis al espacio tan pronto como la Teddy R. emprenda de nuevo el vuelo. Lamento haberte metido en esto, pero, aun conociendo el resultado, volvería a hacer lo mismo si me encontrara en las mismas circunstancias.
Sharon plegó la nota y se la guardó en el uniforme.
—Me encargaré de que la tripulación la vea —dijo.
—Gracias. Quiero que sepan cuánto les agradezco todo lo que hicieron por mí mientras estuve a bordo de la Teddy R.
—¿Tienes algún mensaje para Podok?
—Sí —dijo Cole—. Dile que odio a una sola polonoi.
Baker regresó unos minutos más tarde, puso frente a Cole el texto impreso del acuerdo, aguardó a que el comandante firmara, y luego lo recogió y se lo guardó en el maletín.
—Coronel Blacksmith —dijo—, puede regresar a su nave en cuanto quiera. No se mencionará el incidente en su historial, no se la degradará de su rango, y la suspensión de la soldada que se le impuso como parte del encarcelamiento también ha quedado anulada.
Sharon se puso en pie, saludó a la manera militar y se marchó sin mirar siquiera a Cole.
—¿Han decidido dónde voy a pasar el resto de mi vida? —preguntó éste en cuanto se hubo quedado a solas con Baker.
—Todavía no —respondió el mayor—. En un lugar remoto, estoy seguro. No querrán que los ciudadanos enfurecidos decidan matar por su cuenta a un héroe desacreditado.
—Qué bonito detalle —dijo secamente Cole.
—Probablemente volveré a verle una vez más antes de que se marche —dijo Baker—. Sólo quería decirle de nuevo cuánto lamento que esto haya tenido que terminar así.
—Probablemente, yo lo lamento todavía más —dijo Cole.
—¡Guardia! —llamó Baker—. Estamos listos para marcharnos.
El sargento Chadwick entró en la sala.
—¿Ha terminado usted, señor? —dijo.
—Sí, por eso le he llamado —dijo Baker.
—No me refería a usted, señor. Mi responsabilidad es sobre el comandante Cole.
—Hace cinco minutos ha renunciado a su cargo, sargento —dijo Baker—. Ahora no es más que el señor Cole.
—Para mí es algo más, señor —dijo Chadwick. Se volvió hacia Cole—: ¿Está usted listo para regresar a su habitación, comandante?
—Se refiere a mi celda.
—Sí, comandante.
—Sí, vamos. Será más acogedora que la sala de reuniones.
Mientras se marchaban por el pasillo, Cole buscó puntos débiles en las defensas del edificio. No esperaba encontrar ninguno, y, además, estaba convencido de que lo trasladarían al cabo de pocos días, pero pensó que le convenía adquirir el hábito de buscar posibles rutas de fuga.
Cuando hubieron llegado a la celda, Chadwick desactivó el campo de fuerza para dejarle pasar.
—Lamento mucho lo ocurrido, señor.
—Sí, lo sé —le respondió Cole—. Todo el mundo lo lamenta, pero nadie hace nada.
—Eso no es justo, señor. No soy más que un guardia de seguridad. ¿Qué quiere que haga?
—Aparte de dejarme escapar, nada —reconoció Cole. Entró en la celda—. Aún la veo algo pequeña. Creo que tendré que aprender a convivir con la claustrofobia.
El campo de fuerza zumbó al activarse y Cole se tendió sobre el estrecho e incómodo camastro, siempre con el pensamiento de que había dedicado toda su vida adulta al servicio de un Ejército que era capaz de tratarlo de aquel modo. Entonces, la habitación le pareció todavía más estrecha.