La nave teroni fue de un sistema a otro como una abeja de flor en flor. Durante los tres días siguientes, Cole volvió a apremiar a Podok en dos ocasiones para que la destruyese, y la polonoi se negó las dos veces.
—Te vas a meter en problemas —observó Forrice durante uno de los turnos blancos en los que compartían mesa en el comedor—. ¿Cuántas veces vas a decirle que haga una cosa que no quiere hacer?
—Gracias a ella, será la Teddy R. la que se meta en problemas —le respondió Cole—. Si en algún momento tuvimos alguna duda de que la nave teroni andaba en busca de depósitos de combustible, ahora ya no puede haber ninguna. ¿Qué diablos piensa hacer Podok cuando aparezca la Quinta Flota Teroni?
—Pregúntaselo a ella.
—Ya se lo he preguntado. Varias veces. ¡Lo único que me responde es que piensa cumplir las órdenes… pero, maldición, no por repetirlo una y otra vez como una letanía va a ser capaz de cumplirlas!
—De todas maneras no sé lo que podríamos hacer —dijo Forrice—. Aguardar a que la capitana vea cuántos son, y cuántos cañones tienen, y entonces huir a toda velocidad, supongo. —De repente, frunció el ceño—. ¿No habrás pensado que sería capaz de salirles al encuentro con la Teddy R., verdad?
—Si hay algo que no alcanzo a comprender en esta maldita galaxia son a los oficiales del Ejército —dijo Cole—. Y si existe un oficial al que todavía comprenda menos, es ella.
—Tú eres oficial —le señaló el molario.
—Como consiga otro par de medallas, puedes apostarte tu pescuezo alienígena a que me degradarán a sargento, o a soldado raso —dijo Cole—. Creo que, cuando empiece el próximo turno azul, trataré de provocar a esa navecilla, a ver si consigo que sea ella la que nos dispare a nosotros. Así, Podok no podrá quejarse si la borro del mapa.
—¿Se te ha ocurrido que podrían ser ellos quienes nos borraran del mapa a nosotros? —le preguntó Forrice.
—¿A quién prefieres enfrentarte… a una nave de reconocimiento, o a la Quinta Flota Teroni al completo? Porque como me llamo Wilson que vamos a tener que combatir con la una o con la otra.
—Lo único que se me ocurre es que podríamos contactar con Comandancia, explicarles la situación y proponerles con la máxima seriedad que anulen las órdenes anteriores y envíen otras nuevas.
—No soy precisamente el oficial más querido en Comandancia —dijo Cole—. Juraría que, al ponerme la Medalla al Coraje, la almirante García se quedó con las ganas de clavarme la aguja en el pecho.
—Venga, Wilson —dijo Forrice—. La medalla esa quedó adherida al uniforme. Hace más de un milenio que no se emplean agujas.
—Pero si aún se emplearan, seguro que me la habría clavado —murmuró Cole—. Interpretarán todo lo que les diga como un nuevo intento de insubordinación.
—A mí no me mires —le respondió el molario—. Estoy aquí porque rechacé la orden de dar muerte a un prisionero herido. Si digo algo, lo interpretarán como que solicito el derecho a batirme en vergonzosa retirada.
—Qué maravilla de superiores tenemos, ¿verdad? —dijo Cole.
El menú holográfico apareció y se transformó gradualmente en un mensaje escrito por Sharon Blacksmith:
Si vais a criticar a todos los oficiales de la flota con un rango superior al de alférez que no se llamen Cole ni Forrice, sería preferible que bajarais la voz.
—¿Piensas que puede importarle a alguien? —preguntó Cole en voz más baja. Un nuevo mensaje apareció en el menú: ¿Piensas que eres el único oficial con amigos en Seguridad?
—Vale, ya lo he pillado —dijo Cole.
—¿De verdad piensas que Podok tiene espías en Seguridad? —preguntó Forrice.
—Podok es la capitana. Difícilmente podríamos considerar espías a los tripulantes que cumplan sus órdenes. Pero si quieres que responda a tu pregunta: sí, creo que lo más probable es que tenga espías en casi todos los departamentos. ¿Tú no los tendrías si fueras capitán? Yo, desde luego, sí.
—No entiendo nada —dijo Forrice—. Una y otra vez, cuando por fin tengo claro que la odias, me sorprendes con un comentario como ése.
—No la odio —respondió Cole—. Pero querría que tuviera más sentido común, porque las vidas de todos nosotros dependen de su actuación.
—No me lo recuerdes.
Cole se puso en pie.
—Estoy demasiado nervioso como para quedarme sentado aquí. Voy a dar un paseo.
—Hace una hora ha finalizado el arresto de la alférez Marcos —dijo Forrice—. Podrías ir a verla para que tu amiga en Seguridad se ponga muy celosa.
Un nuevo mensaje apareció en el menú:
Seguridad ha descubierto que un espía teroni viaja en esta nave. Se hace pasar por un molario con rango de comandante. Creo que tendremos que encarcelarlo y prohibirle la comida y el agua durante los próximos seiscientos años.
—Aunque, por otra parte —dijo Forrice sin inmutarse—, estoy seguro de que la alférez Marcos se decantaría por la cohabitación con un hombre joven, apuesto y vigoroso, y no con un oficial envejecido y decrépito.
El menú mostró un nuevo mensaje:
De acuerdo, te dejo con vida. Pero ten cuidado con lo que haces.
El molario ululó una carcajada.
—Esa mujer me gusta —dijo.
—Ahora que lo pienso, a mí también —le respondió Cole. Se volvió hacia el menú, aunque sabía que Sharon lo oiría dondequiera que estuviese—. Pero preferiría que no consumiera tanto tiempo en la vigilancia de su predio sexual y se concentrara en hacer el seguimiento de la nave teroni. ¿Se ha acercado a Nueva Argentina o al sistema de Benidos? Cuesta decirlo. Sus movimientos no siguen ninguna pauta reconocible.
—¿Tenemos alguna manera de espiar sus retransmisiones?
Lo intentamos. Pero podrían emplear un número infinito de frecuencias. Aún no hemos descubierto cuál utilizan. Y también podría ser que no enviaran ningún mensaje en absoluto.
—Tendríamos que hacer pedazos a esos malditos antes de que lo envíen —dijo Cole.
Creo que no es la primera vez que oímos esa canción.
—Oye, pues ahora que lo pienso, Rachel está para comérsela —dijo Cole—. Joven, redondita, seria, confiada. Me pregunto cómo es posible que no me haya dado cuenta antes.
El menú desapareció.
—Creo que podremos pasar unos minutos sin tener que leer comentarios cínicos —dijo Cole con una sonrisa—. Pero, de todas maneras, aún estoy nervioso. Voy a dar una vuelta por la nave.
—Está bien —dijo Forrice—. Ahora que no estarás aquí con tus observaciones cáusticas, podré comerme una comida de verdad.
Cole salió del comedor. Su primera intención había sido volver al camarote, pero luego pensó que no tenía sueño suficiente como para echar una cabezada, y por ello empleó unos minutos en una visita a Pampas, después bajó al laboratorio científico (que, como de costumbre, estaba vacío), se acercó a la enfermería para informarse sobre el estado de Kudop, y sólo entonces fue al camarote.
Se afeitó, tomó una ducha en seco, volvió a vestirse, echó una ojeada al reloj para ver cuánto faltaba para el turno azul y llamó a un libro para que apareciese en el ordenador, pero, al ver que no lograba concentrarse, lo reemplazó por un holo de un espectáculo en una discoteca de Calíope III en el que aparecían magos, cantantes y un montón de coristas semidesnudas. Esto retuvo su atención durante casi dos minutos, pero luego lo apagó.
De repente, apareció ante sus ojos la imagen de Sharon.
—¡Me vas a volver loca! —le decía—. ¿Es que no puedes quedarte en un sitio y relajarte?
—Ya lo intento.
—No te esfuerzas lo suficiente. Si la flota teroni apareciese durante el turno azul, estarías demasiado somnoliento para reaccionar.
—Son los otros turnos los que me sientan mal —dijo Cole—. Estaré bien tan pronto como el turno azul empiece.
—Estás a punto de saltar como un muelle —dijo Sharon.
—¿No tienes nada mejor que hacer aparte de observarme?
—Nos encontramos en una situación peligrosa desde el punto de vista militar y te vas a poner al mando dentro de una hora. Así que, no, no tengo nada mejor que hacer. —Bajó la voz, seguramente porque habría alguien cerca de su despacho—. Creo que podría dejar mi puesto durante unos veinte minutos e ir a descargarte tus tensiones.
—Destruir esa puta nave —dijo Cole—. Eso sí que me descargaría las tensiones.
Sharon se encogió de hombros.
—Bueno, yo me he ofrecido.
—Disculpa. No estoy enfadado contigo.
—De todas maneras, es posible que la próxima vez te cobre algo.
—Es posible que te pague —dijo Cole—. Tampoco es que pueda gastarme el dinero en ninguna otra cosa, ¡qué diablos! Además, con el poco que tengo no alcanzaría a pagarme los servicios de una chica guapa como Rachel.
—Ya sé que a los héroes os gusta vivir peligrosamente —le respondió Sharon—, pero ahora te la estás jugando de verdad.
—De acuerdo —dijo él, riendo—. Ahora me siento mejor. Gracias.
—Y sin que haya tenido que desnudarme.
—Creo que pasaré por el comedor y me tomaré una taza de café antes de ir al trabajo.
—Wilson, hoy te has bebido cinco.
—Así estaré despierto.
—Así tendrás que ir al baño cada tres por cuatro.
—Eso también me ayudará a mantenerme despierto —dijo Cole, y se puso en pie.
Pasó una media hora muy aburrida en el comedor, jugó al ajedrez durante veinte minutos con Mustafá Odom —el ingeniero de maquinarias, que apenas si se dejaba ver— y, finalmente, se encaminó al puente.
—Solicito autorización para acceder al puente, capitana —dijo, e hizo el saludo militar.
Podok consultó el cronómetro de la pantalla principal.
—Llega usted con tres minutos de anticipación, comandante Cole.
—Peor sería que llegara tres minutos tarde, capitana.
—Es verdad —dijo Podok—. Autorización concedida.
Cole se situó para poder ver la pantalla principal desde un ángulo mejor.
—Esto está igual que ayer —comentó.
—Quizá se equivocara usted y no se trate en absoluto de una nave de reconocimiento —le dijo Podok.
—Tiene que serlo —dijo Cole—. Ya lleva tres días en el cúmulo. Si ha venido con un objetivo que no sea el de descubrir los depósitos, ¿por qué no ha aterrizado?
Podok miró fijamente a Cole. En su rostro se pintó una expresión extraña e inescrutable.
Christine Mboya salió al puente y ocupó su puesto, y lo mismo hizo Malcolm Briggs. El cronómetro indicó las 16.00 horas.
—Voy a tomar el relevo, capitana —dijo Cole.
Podok saludó y abandonó el puente.
—No le veo nada contento, señor Briggs —dijo Cole.
—Es que ahora mismo seguía un partido de pelota asesina entre Spica II y Lejano Londres, señor —respondió Briggs—. Estaban empatados y sólo les faltaban cinco minutos cuando he tenido que personarme en el puente.
—Por ahora no ocurre nada —dijo Cole—. Si quiere, puede seguir el partido en la pantalla principal.
—Gracias, señor —dijo Briggs—. Sólo va a durar unos minutos, aunque haya prórrogas.
Briggs le dio una orden verbal al ordenador y, de pronto, el estadio de pelota asesina ocupó la pantalla entera. El campo aparecía en el centro, y la actividad se veía cada vez más frenética.
Los jugadores heridos eran transportados fuera del campo y los pocos que quedaban sanos los sustituían. Al fin, la muchedumbre empezó a contar los segundos que quedaban, y, al llegar a cero, estalló en tumultuosas ovaciones.
—Lejano Londres 4, Spica 3 —leyó Briggs—. Deben de haber marcado después de que saliera de la habitación. Ay, éste es el precio que tenemos que pagar para que esos atletas tan bien pagados vivan sin peligro alguno en la galaxia.
Dio otra orden y la pantalla volvió a mostrarles el Cúmulo de Casio.
—Ocurre algo extraño, señor —dijo Christine Mboya con el entrecejo arrugado.
—¿Qué sucede?
—No encuentro la nave teroni.
—¿Adonde puede haber ido en cuatro o cinco minutos? —preguntó Cole.
Christine se encogió de hombros.
—No lo sé. Aún la estoy buscando. —Y entonces—: ¡Ya la he localizado, señor! —Se volvió hacia él—. Creo que tenemos un problema, señor.
—Explíquese.
—La nave teroni, señor… está en órbita en torno a Benidos II. Durante los tres días que llevaba en el cúmulo no se había puesto en órbita en torno a ningún otro planeta.
—¡Ya está! —dijo Cole resueltamente—. Piloto, ponga rumbo a Benidos II, a toda velocidad. Señor Briggs, dígale a Cuatro Ojos que baje a la sección de Artillería y que pase revista al equipo que la tiene a su cargo. Quiero estar seguro de que nuestras armas funcionen.
—¿Qué va a hacer, señor? —le preguntó Christine.
—Lo que tendríamos que haber hecho hace tres días. Señor Briggs, ¿Cuatro Ojos le ha respondido?
—Sí, señor —respondió Briggs—. Dice que va a llegar dentro de un minuto.
—Otro problema, señor —dijo Christine—. Y éste es de los grandes.
—¿Qué sucede ahora?
—Ahora lo verá en la pantalla principal.
Aparecieron los bordes del Cúmulo de Casio. Por un momento le pareció que estaba igual que durante los últimos días… y entonces, de repente, docenas de naves, y luego centenares, aparecieron en la pantalla. Y todas ellas ostentaban la insignia de la Federación Teroni.
—¿Cuánto tiempo tardarán en llegar al sistema de Benidos? —preguntó Cole.
—Quizás unos diez minutos, señor. Como mucho, once.
—¡Mierda! —dijo Cole—. Ahora ya no nos serviría de nada destruir la nave de reconocimiento. Tan sólo les daríamos otro motivo para enfadarse con nosotros.
—¿Quiere que active la alerta roja? —preguntó Christine.
—Sí, me imagino que será lo mejor. Luego haga oír su voz por la nave entera y llame a todo el mundo a sus puestos de combate, por si hay alguien que no ha oído nunca una alerta roja y no sabe lo que tiene que hacer. Señor Briggs, contacte de nuevo con Cuatro Ojos y dígale que tiene que acudir a servir a la sección de Artillería, y que si su puesto de combate está en otra parte, prescinda de las instrucciones de la teniente Mboya.
—Sí, señor.
—Y ponga fin al arresto del sargento Pampas y dígale que vaya de inmediato a la sección de Artillería.
—Pero, señor, no tendría que salir hasta…
—Ahora no tenemos tiempo para discutir, señor Briggs —dijo Cole—. Si hay que disparar, quiero que por lo menos un técnico de confianza supervise las armas.
—Sí, señor —dijo Briggs, y transmitió las instrucciones mediante el ordenador.
La sirena de alerta roja sonó tres veces, calló durante medio minuto, y luego volvió a sonar a un volumen ensordecedor.
—Conécteme con el sistema de altavoces de la nave —le dijo Cole a Christine.
—¿Imagen también?
—No. Quiero que se concentren tan sólo en mis palabras.
—Está a punto, señor —dijo Christine.
—A todos los tripulantes de la Theodore Roosevelt. Les habla el comandante Wilson Cole. La Quinta Flota Teroni ha entrado en el Cúmulo de Casio y se dirige hacia el sistema de Benidos, adonde llegará dentro de unos diez minutos. Permanezcan en sus puestos de combate y aguarden nuevas órdenes.
Le hizo un gesto a Christine para que cerrase los altavoces.
—Esto es una locura —dijo—. ¿De qué nos servirá que acudan a sus puestos de combate? No vamos a abrir fuego contra la Quinta Flota entera. Trate de ponerme en contacto con su oficial superior. Voz e imagen.
Al cabo de unos pocos segundos, Christine se volvió hacia él.
—No nos responden, señor. Estoy empleando una señal que abarca todas las frecuencias y por lo tanto tienen que recibirla. Pero no le hacen caso.
—Llegarán allí en unos ocho minutos. No se detienen —dijo Briggs.
—¿Ya qué distancia estamos nosotros? ¿A un minuto?
—A dos minutos, señor.
—Llévenos hasta allí, piloto. Puede que aún logremos razonar con ellos.
—Y si no, ¿qué haremos entonces, señor? —preguntó Christine.
Cole habría querido decirle: «Moriremos.» Pero sabía que los demás estaban necesitados de liderazgo.
—Improvisaremos.
—Eso sí que no lo vamos a hacer —dijo una voz desde uno de los extremos del puente.
Cole se volvió y se encontró cara a cara con la capitana Podok.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó.
—He oído la alerta roja, igual que todos los demás —le respondió Podok—. En tales circunstancias, mi lugar está aquí, en el puente. Hágase a un lado, señor Cole. A partir de ahora estoy al mando. —Se volvió hacia Christine—. ¿Dónde está la flota teroni, teniente Mboya?
—A unos seis minutos de Benidos, capitana.
—Y, desde el punto de vista de los teroni, ¿dónde se encuentra Nueva Argentina? ¿Delante, al lado, o detrás del sistema de Benidos?
—Detrás, capitana —dijo Christine—. Tendrían que pasar de largo de Benidos para llegar hasta allí.
—Diríjase a Benidos ahora mismo —dijo Podok—. No disponemos de mucho tiempo.
—¿Tiene usted un plan, capitana? —preguntó el sorprendido Cole.
—Tengo un curso de acción claramente definido.
—¿Le importaría explicármelo?
—Usted ya lo conoce —dijo Podok.
—¿Ah, sí?
—Desde luego. Sección de Artillería, apunten hacia las coordenadas que voy a indicarles.
—Recitó una serie de números de un tirón.
—A punto para disparar, capitana —dijo la voz de Forrice.
—Aquí hay algo raro —dijo Cole—. Usted no ha mirado siquiera la posición de los teroni. ¿Cómo puede saber sus coordenadas?
—Sección de Artillería, dispare diez cañones de energía a máxima potencia.
De repente, Cole comprendió en qué consistía el plan de Podok.
—¡Cuatro Ojos, no cumplas esa orden! —chilló, pero ya era demasiado tarde. Al cabo de un instante, el planeta que se había llamado Benidos II desapareció en una explosión de cegadora luz blanca.
—¡Qué diablos ha hecho! —bramó Cole.
—He cumplido mi deber —le respondió Podok sin inmutarse.
—¿Su deber? ¡En ese mundo vivían tres millones de benidottes!
—La flota teroni puede matar a muchas más criaturas por minuto. He impedido que se apoderaran del combustible.
—¡Pero sacarán su puto combustible de algún otro lugar y matarán a la misma gente la próxima semana, en vez de hacerlo mañana!
—He seguido las órdenes. Señor Wkaxgini, llévenos a Nueva Argentina.
—¿También piensa destruir ese planeta? —preguntó Cole.
—Las órdenes son explícitas —dijo Podok—. Tenemos la misión de impedir que la flota teroni se apodere de nuestros depósitos de combustible.
—¡En Nueva Argentina viven cinco millones de humanos! —masculló Cole—. ¡No voy a permitir que los mate!
—Señor Cole, abandone el puente y permanezca en su camarote hasta nueva orden —dijo Podok—. Sus insubordinaciones son excesivas.
—Haga virar la nave, capitana —dijo Cole—. ¡Qué se queden el maldito combustible!
—Esas palabras constituyen delito de traición, señor Cole. Lo voy a hacer constar en el informe.
—Sólo se lo voy a decir una vez más —prosiguió Cole—. ¡Haga virar la nave!
—Señor Wkaxgini, proceda a la máxima velocidad —dijo Podok.
—¡No me obligue a hacer esto, capitana!
—Le he ordenado que abandone el puente, señor. Cole. ¡Eso significa que tiene que marcharse ahora mismo!
—Cuatro Ojos, Cole al habla —dijo con voz más fuerte—. ¿Me oyes?
—Sí.
—En este mismo momento relevo de su mando a la capitana. No dispares ninguna de tus armas, bajo ninguna circunstancia, si no te lo ordeno de manera explícita.
—Repíteme la primera frase —dijo Forrice.
—Ya me has oído —dijo Cole—. Me he puesto al mando de esta nave.
—¡De eso nada! —dijo Podok, y se le acercó, amenazadora.
—No quiero hacerle daño, capitana —dijo Cole mientras se apartaba de ella—, pero tampoco voy a permitir que aniquile a cinco millones de ciudadanos de la República. —Levantó nuevamente la voz—. ¡Seguridad! Envíenme ahora mismo a un equipo armado. ¡Sharon, diles a quién tienen que obedecer!
—¡Habían planeado todo esto de antemano! —gritó Podok—. Usted, el molario y la directora de Seguridad.
—Eso no es cierto —dijo Cole, que seguía esquivando a la capitana—. No la habría relevado ni siquiera tras la destrucción de Benidos II… pero no puedo permitir que acabe con otro planeta de la República.
—Teniente Mboya, teniente Briggs —dijo Podok—, ustedes son testigos de este intento de motín. Espero de ustedes que testifiquen ante el consejo de guerra.
—Esto no es sólo un intento —dijo Cole—. Me he puesto al mando. Recibirá un trato cortés y respetuoso, pero no podrá dar nuevas órdenes. Si escapamos de una pieza, la entregaré a usted a la Comandancia de la Flota, me entregaré también a mí mismo y que decidan ellos.
Sharon llegó al puente, seguida por tres hombres armados de Seguridad.
—¡Coronel Blacksmith, arreste a ese hombre! —le ordenó Podok.
—Coronel Blacksmith —dijo Cole—, si me arresta, condenará a muerte con certeza casi absoluta a cinco millones de ciudadanos de la República. Conduzca a la capitana Podok a sus aposentos y póngala bajo custodia. Si le da algún problema, enciérrela en el calabozo.
—Si le obedece, será igualmente culpable —advirtió Podok.
—Hemos llegado, capitana —dijo Wkaxgini.
—La capitana ya no está al mando —dijo Cole—. A partir de ahora me dirigirá a mí todas sus preguntas y comentarios.
—¿Qué tengo que hacer, coronel Blacksmith? —preguntó el piloto.
—Obedezca al señor Cole —dijo Sharon—. Se ha puesto al mando. Capitana Podok, ¿puede venir por aquí, por favor?
—Pagará muy caro por esto, señor Cole —prometió Podok—. Y también sus conjurados, la coronel Blacksmith y el comandante Forrice.
«Sí —pensó Cole—. Probablemente lo pagaremos muy caro. Pero, por lo menos, cinco millones de nuevos argentinos no. Contando con que sobrevivamos a los próximos diez minutos…»