—¡Señor Cole, persónese en el puente sin demora!
Cole se presentó al cabo de dos minutos y se encontró con que Podok lo esperaba. No reconoció al oficial de cubierta, que era molario. Christine Mboya estaba sentada frente al sistema de comunicaciones y parecía que no quisiera apartar la vista de su trabajo.
—Me imagino que era usted quien quería verme —le dijo Cole a la polonoi—. ¿Qué desea?
—Para empezar, podría hacer el saludo y llamarme «comandante Podok». Cole saludó con un gesto brusco.
—Como usted diga, comandante.
—Comandante Podok —le insistió ella.
—Eso sí que es una tontería —le dijo Cole—. ¿A qué otro comandante podría dirigirme en estos momentos?
—Se dirigirá a mí en todas las ocasiones como «comandante Podok», si no quiere que le ponga un parte.
—Sí, comandante Podok —respondió él—. ¿Sería mucho pedirle que me explicara el motivo por el que me ha llamado, comandante Podok?
—Ha encerrado usted a tres sargentos de Artillería en el calabozo —dijo la polonoi.
—En efecto, comandante Podok —dijo Cole—. Espero que no me haya llamado tan sólo para decirme eso.
—¿Quién le dio permiso a usted para encarcelarlos?
—Los tres habían consumido estupefacientes, comandante Podok.
—Únicamente disponemos de cuatro sargentos de Artillería, señor Cole. Al encerrar a tres de ellos en el calabozo ha puesto usted en peligro a la nave.
—La nave se hallará en un peligro mucho más serio si las armas y municiones siguen en su estado actual —le respondió Cole.
—¿Estaría usted dispuesto a ocupar el lugar de los sargentos? —preguntó Podok.
—Si nos atacan, desde luego que sí —respondió Cole—. Pero creo que sería mucho más práctico imponer disciplina en la Teddy R. e impedir que se produjeran situaciones como ésa. En muchos de los garitos de Ramsés VI no se encontrarían tantos consumidores de droga como en esta nave, y en sus casas de putas no se echan tantos polvos como en una sola noche en la Teddy R.
—¿Desea usted expresar alguna otra crítica?
—Si fuera el caso, se la plantearía directamente al capitán.
—Al encarcelarlos durante el turno blanco, se ha excedido usted en sus atribuciones —dijo Podok—. Voy a ordenar que los liberen. No podemos pasar sin técnicos armamentísticos.
—Poco importa que los libere o no: está usted sin expertos en armamento. Kudop había masticado semillas de alfanella. Estará en coma durante el resto del día. Los otros dos no nos servirían para mucho más.
—¿Acaso pretende darme órdenes, señor Cole?
—Tan sólo consejos.
Podok lo miró con frialdad.
—Permítame que le dé un consejo yo. Si se empeña en contradecir mis órdenes, lo va a pasar mal.
—No sé qué puedo haber hecho para que se enfurezca de esa manera, pero creo que es mi deber recordarle que luchamos en el mismo bando.
—El primer día que estuvo aquí puso en peligro a la nave entera —dijo Podok—. Por iniciativa propia, nos forzó a entrar en combate. El triunfo final no le disculpa por haber desobedecido las ordenanzas. —Guardó silencio por unos instantes y lo miró con rabia—. No hace ni un día que regresó y ya se le ha ocurrido encarcelar a tres cuartas partes de nuestros técnicos armamentísticos, en un momento en el que nos disponemos a entrar en un territorio nuevo y posiblemente hostil. ¿Considera que he respondido a su pregunta?
—Los bortellitas forman parte de la Federación Teroni —le señaló Cole—. ¿Está usted molesta por el hecho de que los expulsáramos de Rapunzel?
—Estoy resentida por el hecho de que actuara sin haber recibido órdenes de sus superiores y de que no respetara la cadena de mando.
—Eso son tonterías. No fui yo quien les ordenó a ustedes que atacaran la nave bortellita. Fue una decisión de la almirante de la flota, la señora García.
—Basta ya. Falta a la verdad igual que falta a las ordenanzas. No pienso seguir hablando con usted.
—Entonces, ¿por qué diablos me ha ordenado que acudiera al puente?
—Para decirle que estoy muy descontenta con usted y que voy a ordenar la libertad de los tres miembros de la tripulación.
—Pues volveré a encerrarlos.
—Le ordeno que no lo haga.
—¿Bajo cualesquiera circunstancias?
—Bajo cualesquiera circunstancias.
—¿Aunque vuelvan a drogarse y el polonoi se ponga catatónico de nuevo?
—Ya me ha oído.
—Sí, desde luego que sí. —Cole levantó la voz—. En estos momentos nos están grabando a los dos. ¿Está usted segura de querer liberar a los prisioneros?
Podok lo miró con odio. Cole aún no se veía capaz de interpretar la expresión facial de la polonoi, pero no se necesitaba mucha imaginación para figurarse la rabia que sentía.
—Los prisioneros permanecerán en el calabozo —dijo por fin—. Es usted un hombre peligroso, señor Cole.
—Sólo soy un oficial que trata de cumplir con su deber, comandante Podok —le replicó tranquilamente Cole—. ¿Hay algo más, o le parece que puedo marcharme?
—Váyase.
Cole se volvió para irse.
—¡Y salude!
Cole dio media vuelta, hizo el saludo militar y luego se dirigió al aeroascensor. En cuanto lo hubo abandonado, se encaminó a su camarote, y por el camino se vio rodeado por una docena de miembros de la tripulación, humanos en su mayoría, que lo vitoreaban. Dos de ellos le dieron palmadas en la espalda.
Quedó estupefacto, pero de todas maneras les dio las gracias y siguió hasta su camarote.
Entró, fue al lavabo, se lavó la cara y se sentó frente al pequeño escritorio. Al cabo de un instante entró Forrice.
—Bonita actuación —le dijo el molario.
—¿De qué diablos me estás hablando?
—Te has ganado amigos en las bajas esferas —dijo Forrice mientras ululaba una risa—. Sharon Blacksmith ha retransmitido tu conversación con Podok por toda la nave.
—Estupendo —murmuró Cole—. Como si Podok no estuviera ya suficientemente enfadada.
—Podok es el menos importante de tus problemas —dijo el molario.
—¿Eh?
—Ahora, toda la tripulación sabe lo que haces con los que se drogan mientras están de servicio. Los que te han aclamado al salir del aeroascensor deben de ser los que no tienen restos de estupefacientes en su sistema orgánico.
—Eso no será ningún problema —dijo Cole—. Según las noticias que tengo, ninguno de los miembros de la tripulación es un cobarde, ni un desertor. Su problema es que están resentidos porque los enviaron aquí, donde se aburren. Creo que no les importará que les imponga disciplina, siempre que le vean un sentido. Creo que, de hecho, la recibirán con agrado. Pienso que la mayoría de ellos quieren ser buenos miembros de la tripulación. Pero es que hasta ahora nadie ha insistido en ello y la mitad de las normas en las que sí insisten los oficiales no tienen ningún sentido.
—Más te valdrá que tengas razón.
—No te preocupes. Aun cuando no tuviera razón, Seguridad está pendiente de mí en todo momento.
—Eso significa que sabremos a quién tendremos que condenar por tu asesinato —dijo Forrice.
—¿Siempre eres tan optimista?
—No me queda otro remedio que serlo —le explicó Forrice—. Si te matan, no tendré con quién meterme.
—Ahora sí que me has emocionado —dijo Cole—. Pero supongamos que los que mueren son los malos. ¿Hay alguien a bordo que pueda reemplazar a los cuatro especialistas en artillería?
—Encontraré a alguien —dijo Forrice—. Ahora que no estoy en el turno azul, mis deberes no están muy claros.
—Lo mismo sucede con todos los que viajan en esta nave. Ése es uno de sus problemas.
—Bueno, por lo menos sabemos que el cañón energético funcionaba hace una semana. Es el que empleamos contra la nave bortellita.
—Disparar contra una nave que se encuentra en tierra y que no aguarda el ataque no parece que sea un gran reto para un sistema de armamentos —dijo Cole.
—Estoy de acuerdo —dijo Forrice—. Aunque, de todas maneras, peor sería que no hubiéramos logrado dispararle.
Una luz parpadeó y se oyeron unos tonos.
—Están tocando tu canción —dijo el molario.
—Me avisa de que el turno blanco va a terminar dentro de diez minutos —dijo Cole sin levantarse—. Es la hora de ir al trabajo.
—No parece que vayas a salir corriendo hacia el puente —observó Forrice.
—Tengo la impresión de que, si llego demasiado temprano, Podok no me permitirá que entre. Y si llego tarde, me pondrá un parte, desde luego. Por ello, subiré y me quedaré a la entrada del puente, y entraré justo a las 16.00 horas.
—¿Y a ti qué te importa si te pone un parte? —le preguntó el sorprendido Forrice—. Sabes muy bien que la Armada no te va a castigar. Después de lo que ocurrió en Rapunzel, no lo hará.
—La Armada está menos contenta conmigo de lo que tú te imaginas —le dijo secamente Cole—. Y piensa que, si me empeño en castigar todas las faltas que se cometan en esta nave y encierro en el calabozo a los autores de las transgresiones más graves, no me encontraría en muy buena posición si me ponen un parte, aunque todo el mundo supiera que las acusaciones son falsas y que se las ha inventado una colega oficial celosa de mí.
Se levantó, aguardó a que el molario se hubiera marchado por el pasillo con sus graciosas zancadas de tres piernas y subió al puente con el aeroascensor antes de que los tonos dejaran de sonar. Se puso firme y saludó con gesto vigoroso cuando Podok pasó por su lado, y se preguntó en su fuero interno si la polonoi sería capaz de interpretar el sarcasmo.
Christine Mboya había dejado las comunicaciones. La había reemplazado Jacillios, una hembra molaria que, en opinión de Forrice, era de lo más sexy que había en el universo, aunque Cole no entendiera muy bien el porqué. El oficial de cubierta era el teniente Malcolm Briggs, trasladado en fecha reciente desde la nave Prosperidad, en la que había pegado a otro oficial por motivos que no se sabían. De acuerdo con su dossier, antes del incidente había sido un buen oficial, militar de tercera generación, enérgico, seguro de sí mismo, algo tozudo, pero apropiado para buenos destinos. Destinos mejores que la Teddy R., como mínimo.
Cole saludó amablemente a ambos oficiales, respondió con un saludo militar indolente al más enérgico de Briggs y fue a hablar con el piloto.
—Hola, Wkaxgini —le dijo—. ¿Cómo va eso?
—Los motores nos impulsan a cinco veces la velocidad de la luz. Pero, si no la calculamos en el marco del agujero de gusano hiperespacial por el que viajamos en este momento, sino respecto del conjunto del Universo, nos desplazamos a casi mil novecientas veces la velocidad de la luz, señor —le respondió el bdxeni desde la especie de capullo donde estaba instalado.
—No era eso lo que le preguntaba, pero me viene bien saberlo —dijo Cole—. Mantenga el rumbo. «Como si pudieras hacer otra cosa con el cerebro conectado al motor y al ordenador de navegación.»
Se volvió hacia Jacillios.
—¿Todo está bajo control, alférez?
—Sí, señor.
Luego hacia Briggs.
—No sé a quién mandará Cuatro Ojos a la sección de Artillería, pero será mejor que desactivemos las armas de mayor potencia hasta que hayamos llegado al Cúmulo del Fénix. Mejor que no las pruebe un principiante mientras viajamos a un múltiplo tan grande de la velocidad de la luz. El resultado más probable sería que nos disparáramos a nosotros mismos.
—Sí, señor —dijo Briggs—. Calculo que llegaremos al cúmulo en menos de dos horas, señor. ¿Las activo entonces?
—Sí, hágalo tan pronto como apliquemos el mecanismo de frenado y salgamos del hiperespacio. —Se volvió hacia Wkaxgini—. Me imagino que iremos al encuentro de la Bonaparte y la Maracaibo tan pronto como hayamos llegado.
—Sí, señor —dijo el piloto—. Contactaremos con ellos en cuanto lleguemos al cúmulo y haremos los preparativos para el encuentro. Tendrían que estar allí, respectivamente, tres y dos horas antes que nosotros. Emergeremos del agujero de gusano cerca del sistema de McDevitt, y ellos nos aguardarán en las cercanías. Eso debe de significar a un año luz de allí.
—Estupendo. ¿Hay algo más que tenga que saber… Wkaxgini, Jacillios, Briggs?
—Sí hay algo, señor —dijo Jacillios—. Seguridad pregunta si los presos tienen que seguir a media ración.
—Sólo durante el día de hoy —respondió Cole—. Su error fue el aburrimiento, no la traición. Y que Seguridad los escolte a todos ellos a la enfermería y les hagan una revisión exhaustiva antes de que empiece el próximo turno. Si han sufrido daños permanentes en alguno de sus circuitos cerebrales, quiero saberlo antes de que Podok haga otro intento de devolverlos a sus puestos. Que examinen con especial cuidado al que masticaba semillas. Sé muy bien lo que puede hacer esa droga.
—Sí, señor —dijo Jacillios.
—Ahora que hablamos de raciones, llevo unas seis horas sin comer —dijo Cole—. Me voy a tomar un aperitivo.
Salió del puente y se dirigió al comedor. No encontró a Sharon Blacksmith, ni a Forrice, ni a nadie a quien conociera suficientemente bien para sentarse a su lado. Cuando se sentó, se oyó un educado aplauso, algo menos entusiasta que cuando se había dirigido al camarote. Asintió con la cabeza a modo de reconocimiento y luego prestó atención al menú, hasta que tuvo la sensación de que ya nadie lo miraba.
—¿Le importa si me siento con usted, señor?
Cole levantó la mirada y se encontró a Rachel Marcos de pie frente a él.
—Por favor —le dijo, y señaló a la silla vacía que estaba al otro lado de la mesa.
—Gracias, señor —respondió la joven—. Quería decírselo: pienso que el gesto que ha hecho hoy ha sido muy valiente.
—Yo creo que no —le dijo Cole con una sonrisa—. Podok respeta las normas. No le dispararía a un colega oficial.
Rachel también sonrió.
—Me refería a lo de encerrar a esos tres hombres en el calabozo. El capitán no ha tenido nunca el valor de enfrentarse al problema de las drogas.
—Monte Fuji no me parece un cobarde.
—Yo pienso que ya no le importa nada.
—Algo habrá que le importe, porque me amonestó por haber llevado la Kermit hasta Rapunzel y haber manipulado a la prensa.
Rachel se encogió de hombros.
—Veo que estaba equivocada.
—Lo ha observado usted durante mucho más tiempo que yo —dijo Cole—. Si cree usted que tiene razón, no cambie de opinión por mí.
—¿Cómo voy a discutir con usted, señor? —dijo la alférez—. No podría.
—Como quiera. —Contempló a la joven mientras devoraba el bistec de soja.
«¿Esto es simple adoración por el héroe, o es que eres una de las tres señoritas contra las que me advirtió Sharon? No puedo preguntártelo, por supuesto pero, mientras no esté seguro, procuraré que la mesa y un poquito de distancia se interpongan entre ambos.»
—No he estado nunca en el Cúmulo del Fénix —dijo Rachel—. Tengo muchas ganas de llegar.
—¿Ah, sí?
Rachel asintió con la cabeza.
—Espero que nos den permiso para bajar a tierra. Dicen que el Barrio de los Teatros de Nueva Jamestown es una maravilla.
—Si el cúmulo es tan aburrido como dicen, no veo ningún motivo por el que vayan a denegarnos el permiso.
—Teníamos teatros muy buenos en el Lejano Londres —siguió diciendo la alférez con melancolía.
—¿Usted es de allí? —preguntó Cole.
—Sí.
—He oído que tienen un museo de arte muy bueno.
Rachel dedicó una media hora en hacer alabanzas del Lejano Londres y luego tuvo que regresar a su puesto. Cole apuró el café, arrojó la taza y la bandeja al atomizador y se fue a echar un vistazo en la sección de Artillería.
Allí, Forrice instruía en sus deberes a un equipo de cuatro miembros —dos humanos, un polonoi y un mollutei—, y parecía que éstos lo asimilaran bien. Cole, satisfecho, se marchó y regresó al puente.
—Espero que haya tenido una buena comida, señor —le dijo Briggs.
—Me cuesta llamar «buenos» a los productos de soja. Como mucho pueden ser comestibles.
—Cuentan que en Dalmation II hay restaurantes estupendos —le sugirió Briggs.
—A juzgar por lo que he oído, en Dalmation II también hay otras cosas —dijo Cole.
Una sonrisa culpable afloró al rostro del joven teniente.
—Bueno, pero igualmente tendrá usted que comer, señor.
—Bien por usted —le dijo Cole—. La mayoría de los hombres y mujeres jóvenes y sanos tienden a olvidarlo.
—En ningún momento he dicho que tuviera usted que comer primero, señor —dijo Briggs sin dejar de sonreír.
—Ah, me alegro de saber que tiene usted claras sus prioridades, teniente.
Se oyó un ¡pum! muy suave: la nave acababa de salir del agujero de gusano.
—Hemos entrado en el Cúmulo del Fénix —anunció Wkaxgini.
—Bien —dijo Cole—. Alférez Jacillios, contacte con la Bonaparte y la Maracaibo, y prepare el encuentro.
Al cabo de un instante, la molaria apartó los ojos de la pantalla.
—Ocurre algo extraño, señor. No logro contactar con ellos.
—Seguramente lo único que ocurre es que hemos llegado antes —dijo Cole.
—No, señor —respondió Jacillios. Había seguido la trayectoria de los tres y teníamos que ser los últimos, casi con dos horas de diferencia.
Cole frunció el ceño.
—Inténtelo de nuevo.
Jacillios envió una señal.
—No recibimos ninguna respuesta, señor.
—Alférez, ¿quién es el mejor experto en sensores de la Teddy R.?
—La teniente Mboya, señor —le respondió el piloto.
—Gracias. —Se volvió hacia Briggs—: Dígale que acuda al puente, señor Briggs.
—La han cambiado al turno blanco —respondió—. A estas horas debe de estar durmiendo.
—Pues despiértela.
Christine Mboya llegó al cabo de unos minutos y Cole le explicó brevemente la situación.
—Hágase cargo de los sensores y averigüe todo lo que pueda —concluyó.
Se pasó unos diez minutos con los escáneres entre comprobaciones y comprobaciones de las comprobaciones. Al fin se volvió hacia el comandante.
—No tengo manera de saber si se trata de la Bonaparte —dijo—, pero he encontrado un gran número de trozos de metal, unos pequeños, otros más grandes, esparcidos a unos veinte años luz de aquí… los típicos restos de una nave torpedeada con cañones energéticos.
—¿Y la Maracaibo?
—Ni rastro de ella.
—¿Qué motivos tiene para pensar que son los restos de una nave y no de la otra?
—Por las trazas de titanio —respondió ella—. La Maracaibo es nueva. Dejamos de emplear aleaciones de titanio unos cinco años después de la construcción de la Bonaparte.
—En principio no tendría que haber naves enemigas en este cúmulo —dijo Cole—. ¿Qué diablos ha sucedido?
—No lo sé —dijo Christine. De repente se puso tensa—. Pero es probable que vuelva a suceder lo mismo.
—¿Qué ocurre?
La teniente le indicó una lucecita en la pantalla.
—Un acorazado teroni.
—Me imagino que no podremos igualarlos ni en armamento ni en defensas —dijo Cole.
—Seguro que no —respondió Christine con voz lúgubre.